Guillermo y la encrucijada - Carlos Tornel Jiménez - E-Book

Guillermo y la encrucijada E-Book

Carlos Tornel Jiménez

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Beschreibung

Guillermo, tras recibir un regalo misterioso de su tío, viajero incansable, se levanta a medianoche y cuando regresa a su habitación su mundo ha cambiado. Su casa ya no es su casa, está solo, y la vida que conocía se ha convertido en un camino peligroso y oscuro. Las calles se han transformado en ríos y los lugares acostumbrados en islas secretas y ciudades imposibles. Con ayuda de algunas criaturas benévolas y huyendo de otras no tan amistosas, deberá encontrar a su hermana Olivia, tan perdida como él en un universo alterado y diferente y regresar a casa antes de que sea demasiado tarde. ¡El retorno de la aventura clásica!

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Guillermo y la encrucijada

Ilustrador cubierta: Jorge García Barderas

edición eBook: enero 2024

© Carlos Tornel

© Éride ediciones, 2022

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-02-7

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Carlos Tornel Jiménez.

Nació en Madrid en los años setenta del siglo que se fue. Es licenciado en Filología Hispánica, diplomado en Guión Cinematográfico y ha cursado numerosos talleres de narrativa y novela.

Apasionado lector y estudioso del cine de toda época y género es profesional del sector editorial, especializado en revisión lingüística y de estilo.

También es autor de numerosos relatos y guiones para cortometrajes. Autor versátil, además de sus novelas infantiles/juveniles, tiene pendiente de publicación una novela negra, de inminente aparición.

A mi sobrino, por todos los abrazos

Inicio

Una ráfaga de sol que se colaba bajo la persiana le había calentado los dedos del pie hasta despertarlo.

Cuando hacía calor, y aquel verano estaba siendo de lo más agobiante, solía dormir con una pierna por fuera de la sábana para equilibrar la temperatura. No le gustaba destaparse del todo, ni siquiera en los peores días de agosto; la oscuridad no era precisamente su mejor amiga, y cuando su imaginación le hacía ver amenazantes figuras que le acechaban antes de dormirse, aunque Rexie, Montaña y Wolfie, sus peluches protectores, montaran guardia alrededor del fuerte, Guillermo se tapaba con la sábana y se hacía el muerto esperando a que las sombras pasaran de largo.

Pero aquel cálido amanecer ya anunciaba que el día iba a ser uno de los más abrasadores del mes y el pie de Guillermo empezaba a churruscarse igual que un trozo de carne en la barbacoa del jardín. Murmuró un «¡ay!», con la voz aún sumergida en el sueño como una magdalena en el desayuno y se dio la vuelta en la cama con tanta fuerza que a punto estuvo de aterrizar en el suelo. Eso hizo que se despertara de golpe con los ojos muy abiertos y algo confundido. Rexie, el dinosaurio, le juzgó con su amirada fija, como diciendo «has tenido mejores despertares, ¿sabes?»; Montaña chascaba unos labios que no tenía con la cabeza enterrada en la almohada y Wolfie aún roncaba en su silencio de peluche. Guillermo había estado soñando con una ciudad en ruinas, aunque no recordaba mucho del sueño: un puente que se derrumbaba de una forma muy triste, unos cañonazos que retumbaban iluminando el cielo, una niña de su edad llorando en una habitación sin muebles agarrada a un muñeco mucho más gastado que los que velaban su noche… Estaba muy preocupado por una guerra que se había declarado en algún lugar de Europa y esa honda preocupación había calado en su sueño. Se sintió feliz por estar despierto en su iluminada habitación de Madrid, y más todavía cuando escuchó las voces de sus padres en el piso de abajo, que debían de estar preparando el desayuno.

Con un pequeño brinco, Guillermo se acercó al escritorio, cogió la tablet de su hermana Olivia, que se había agenciado la noche anterior mientras ella dormía, y volvió a tumbarse en la cama. Abrió YouTube y se puso a ver un vídeo de fútbol bastante tonto en el que tres chavales se dedicaban a aguantar unos tremendos balonazos en el culo. Estaba ya muerto de la risa cuando su hermana apareció en el vano de la puerta, interrumpiendo su diversión.

—Guilleeeee —se quejó Olivia arrastrando las es como unas uñas afiladas sobre una pizarra—, dicen papá y mamá que ya está el desayuno, que bajes.

—Déjame —respondió Guillermo sin apartar los ojos de la pantalla.

—Que bajes, ¡jo! Han dicho que no desayuna nadie hasta que no bajes. Y que te vistas, que hoy viene el tío a comer. ¡Y esa tablet es mía! —defendió.

Alzando la pantalla hasta la altura de sus ojos, Guillermo se escondió detrás de la tablet, sin tener mucho en cuenta la tremenda hambre matutina de su hermana.

—¡Guillermo! —La voz de su madre tronó como un vendaval escaleras arriba, un terremoto inconfundible—. ¡Que bajes ya, que el tío tiene que estar al venir!

Con un bufido de fastidio, Guillermo se vistió con su habitual cuerpecillo de desgana: hombros caídos, miembros flojos y una sonrisa torcida de payaso triste.

Al poco tiempo aparecía en la cocina con los pantalones y la camiseta puestos del revés.

—Pero ¿tú te has visto? —dijo su padre con gesto severo pero tratando de contener la risa—. Sube a cambiarte, anda… Bueno, no —rectificó—, que nos dan las uvas. Desayuna primero.

Guillermo se miró la camiseta y, en efecto, la llevaba del revés. Podía verse los bolsillos traseros de sus vaqueros a la altura de los muslos. Miró al resto de componentes de su familia, aspiró con fuerza por la nariz y soltó una risilla tonta.

Su madre meneó la cabeza con aire resignado.

Todos se sentaron a la mesa y se sirvieron el desayuno. El olor a café con leche, galletas y tortitas provocó que el estómago de Guille emitiera un gruñido.

Al ver que su hermana, tras engullir su quinta tortita, volvía a colocar los cubiertos perfectamente alineados sobre la mesa, volvió a sorber con intensidad por la nariz y le dijo:

—Eres como Mónica Geller.

A su madre se le escapó la risa y la galleta que acababa de mojar en su café con leche se rompió por la mitad húmeda y cayó en el vaso como una piedra blanda en un estanque.

—Y tú eres de la Casa Slytherin —le respondió su hermana.

—Los dos sois muy tontos —concluyó su padre.

En ese momento sonó el timbre de la puerta exterior. No sonó como todos los días, o al menos así se le antojó a Guillermo, le pareció escuchar una melodía que no se correspondía con la que él guardaba en su memoria, pero a lo mejor solo había sido fruto de su imaginación, que todavía merodeaba por los alrededores del sueño.

—Ese es el tío —dijo su padre.

—Ese es Carlitos Carlitos —dijo Guillermo.

—Carlitos Carlitos —repitió Olivia.

Era una vieja fórmula con la que tanto Guillermo como su hermana trataban de enrabietar a su tío, pero hasta el día de hoy nadie ha podido confirmar que surtiera efecto alguno.

En un par de saltos Guillermo y Olivia abrieron la puerta de la entrada, brincaron por las escaleras de piedra y compitieron por ver quién salvaba antes los metros que los separaban de la cancela exterior.

Al final fue el tío Carlos quien abrió la puerta de hierro forjado. Vestía con un abrigo largo y azul, con los bolsillos dados de sí por los libros que se apretaban en su interior. Llevaba barba de dos días y zapatos gastados, aire de trotamundos y la mirada triste y enigmática de siempre, una mirada que derivó hacia una alegría cristalina cuando descubrió a sus sobrinos esperándole en la puerta. En cada mano llevaba un paquete: uno bastante grande en la mano derecha, y otro, en la izquierda, del tamaño de un caballo de ajedrez.

Guillermo se abrazó a él, y Olivia, más tímida, esperó a que su tío la abrazara.

En el salón desenvolvieron los regalos. Ambos paquetes, el grande y el pequeño, provenían de muy lejos, o eso les contó el tío Carlos. El grande resultó ser un libro con tapas de piel muy vieja, y el pequeño, el que tenía el tamaño de un caballo de ajedrez resultó ser exactamente eso: un caballo de ajedrez color marfil, amarilleado por el paso del tiempo.

Mientras examinaban sus nuevos obsequios, el tío Carlos les explicó:

—Esto lo he conseguido en mi reciente viaje a Samarcanda, ¿sabéis dónde está?

Guillermo y Olivia negaron con la cabeza.

—Traedme un mapa —pidió el tío.

Olivia corrió a las estanterías y volvió con un libro que pesaba más que ella.

Tras calarse unas gafas de montura dorada y afilar la mirada como quien busca un tesoro entre sus páginas, el tío les mostró en el atlas dónde se encontraban Uzbekistán y su capital, Samarcanda, y lo que había significado para la historia del mundo la Ruta de la Seda, pero se detuvo sobre todo en aclarar los detalles sobre los dos regalos.

—Este libro —dijo— me lo cambió un viejo árabe loco por una joya en forma de corazón de un color que no se podía describir, y que yo no he vuelto a ver en ningún lugar del mundo. El nombre del loco era Abdul Alhazred. Me aseguró que yo salía perdiendo con el cambio, porque con aquel corazón, que a mí me había entregado tiempo atrás una princesa de las Tierras del Sueño, él ya tenía en su poder el color de los ojos de los gatos de Ulthar, significara lo que significara aquello, y que yo solo había adquirido un viejo libro de hechizos indescifrable cuyo poder nadie comprendía ni podría usar salvo él, que lo había escrito.

Pero como tú eres una pequeña hechicera, o eso tengo entendido... —dijo dirigiéndose a Olivia—, es para ti. No te dejes asustar por sus dibujos, pero manéjalo siempre con cuidado. Sobre todo porque pesa mucho.

Con sus pequeñas fuerzas Olivia dejó descansar el libro en su regazo mientras el tío Carlos relataba la historia del segundo regalo.

—Guillermo, no permitas que te confunda la pequeñez de tu obsequio, porque la grandeza de las cosas no está en su tamaño ni en su riqueza, sino en su valor. Te voy a contar una historia que tal vez hayas oído.

—¿Qué historia? —preguntó Guillermo con impaciencia.

—Una que escuché también en Samarcanda y que ya se contaba muchos siglos atrás.

Asintió el sobrino y volvió a examinar la delicada ficha de ajedrez mientras su tío les relataba la historia.

—Un mercader de Bagdad, una ciudad que espero que podáis visitar algún día, mandó a su criado al mercado a hacer la compra. El criado volvió de la compra muy asustado y le dijo: «Señor, he visto a la Muerte en el mercado y me amenazó con un gesto». El criado supo que la Muerte venía a por él y le pidió a su señor un caballo para huir en dirección a Samarra, una ciudad donde la Muerte no le encontraría. El mercader le prestó el caballo y el sirviente se fue al galope. Poco después, el mercader fue a comprar a la plaza y se encontró también con la Muerte, pero como el mercader no le tenía miedo le preguntó: «¿Por qué asustaste a mi criado esta mañana?». Y la muerte le respondió: «No sé si mi reacción le asustó, pero solo es que me sorprendí mucho de verlo aquí en Bagdad. Esta noche tengo una cita con él en Samarra».

Guillermo había escuchado el relato un poco asustado, pero Olivia, que empezaba a atar cabos, dijo:

—Pero entonces…

—Sí —aclaró el tío Carlos—. La moraleja es que no puedes escapar de tu destino. Cuanto más huyas de él, más te acercas.

—¿Y el regalo? —preguntó Guillermo con una voz más baja de lo habitual.

—Nunca encontraron el caballo del sirviente, pero a él sí. Llevaba unos días medio enterrado en las arenas del desierto. Y en el interior de su mano, cerrada con fuerza, guardaba este caballo de ajedrez persa, una verdadera joya.

El caballo era una preciosidad. Era de marfil pulido y parecía tallado a mano por un verdadero genio de la miniatura. La luz que penetraba en el salón le devolvía una vida olvidada durante siglos.

—Guárdalo —le dijo el tío—. Tal vez pronto descubras su verdadero valor.

Guille volvió a observarlo durante el tiempo suficiente como para imaginar que el caballo le miraba fijamente y quería decirle algo, o relinchar, o alzar sus patas (que no tenía, en su lugar había una peana de color turquesa con base de ébano) en actitud desafiante. Por una lógica asociación, se le ocurrió retar a su tío a su juego favorito.

—Tío, ¿jugamos una partida al ajedrez con este caballo?

—Con ese caballo me ganarás siempre, pero vale —accedió el tío con una sonrisa cómplice.

Mientras su padre preparaba la comida y su hermana y su madre practicaban equitación en una finca cercana, Guillermo y su tío jugaron tres partidas de ajedrez. El tío Carlos era un rival difícil, pero cuando más perdido parecía hallarse Guille en la contienda del tablero, aquel caballo parecía acudir en su ayuda y proponerle un par de jugadas que acabaron haciéndole ganar las tres partidas.

—Me rindo —dijo su tío resignado, y le estrechó la mano con fuerza—. Ha sido una buena batalla.

Después de comer, pasaron la tarde en la piscina. Olivia seguía estudiando el viejo libro que le acababan de regalar, sentada con las piernas cruzadas bajo el madroño del jardín. De vez en cuando trazaba con los dedos pequeñas filigranas, como si dibujara o escribiera en el aire, y parecía murmurar para sí misma. No despegaba los ojos de aquellas páginas que, según su tío, habían sido escritas por un viejo árabe loco, un hechicero que hablaba de una vieja ciudad perdida gobernada en secreto por gatos.