Hace mucho - Ignacio Olaviaga Wulff - E-Book

Hace mucho E-Book

Ignacio Olaviaga Wulff

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Beschreibung

"Hace mucho" relata el nacimiento del amor entre Ana y Gonzalo, dos adolescentes que habitan un pueblito del lejano oeste tiempo antes de que exista internet, los celulares e incluso las primeras computadoras de escritorio. Ana tiene dieciséis años y es la menor de cuatro hermanas. Durante el día es maestra en la pequeña escuela municipal, mientras que por las noches trabaja en la cantina El Rincón, propiedad de su padrastro. Gonzalo tiene dieciocho años y es hijo único de una pareja de almaceneros, con quienes hace un año y medio colabora en el local por las mañanas, para luego hacer los repartos de mercadería por las tardes. Un día, entregando un encargo en el colegio donde Ana trabaja y al que asiste su amigo Joaquín (quien lo acompañaba en ese momento), se vieron por primera vez, quedando flechados al instante. Nada de lo que sucedió a continuación fue planeado, aunque sí propiciado por los protagonistas de esta historia, que verán su romance puesto a prueba en varias ocasiones y por diversas circunstancias ¿Serán capaces de superarlas y lograr que su relación prevalezca? ¿Estarán dispuestos a correr riesgos por encima de sus posibilidades para salvarla? Una cosa es segura: para encontrar las respuestas, deberán dejar de lado su orgullo y lanzarse por completo a la maravillosa (y peligrosa) aventura del amor.

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Seitenzahl: 220

Veröffentlichungsjahr: 2022

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IGNACIO OLAVIAGA WULFF

Hace mucho

Amor en el lejano oeste

Olaviaga Wulff, Ignacio Hace mucho : amor en el lejano oeste / Ignacio Olaviaga Wulff. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2327-3

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

A todos aquellos que supieron ver al artista que hay en mí, incluso antes que yo, y a los que confiaron en él una vez que lo identifiqué.

A mis padres, Elena y Luis, a mis hermanos, Javier y Mercedes, y a mis abuelos, Papu y Iaiá, en cuya casa de veraneo se escribieron las primeras páginas de este libro, hace casi veinte años.

She said “I don’t mind, if you don’t mind

(Ella dijo “no me importa, si a ti no te importa...)

‘cause I don’t shine if you don’t shine”

(...porque yo no brillo si tú no brillas”)

Put your back on me

(Pon tu espalda sobre mí (apóyate))

Put your back on me

(Pon tu espalda sobre mí)

Put your back on me

(Pon tu espalda sobre mí)

The Killers— Read my mind ( “Leer mi mente” traducida al español, letra original en idioma inglés)

Y si viene un río gris, que separe al mundo en dos

quisiera quedar del mismo lado, nena, que vos

Cosas de la civilización

Cosas de la civilización

Los Piojos— Civilización

Tabla de contenidos

Capítulo 1

Un encuentro especial

Capítulo 2

Visita a Don Augusto en el hospital

Capítulo 3

Gonza vuelve a la escuela

Capítulo 4

Un día en la huerta

Capítulo 5

El almuerzo que no fue

Capítulo 6

La vida continúa

Capítulo 7

Ana se enfrenta a su padrastro

Capítulo 8

La revancha de Gonza

Capítulo 9

Una clase (muy) particular

Capítulo 10

Riña en El Rincón

Capítulo 11

Ana se enferma

Capítulo 12

El verdadero diagnóstico

Capítulo 13

Misión de rescate a la tierra de Los Rebeldes

Capítulo 14

Agonizando

Capítulo 15

El amor todo lo cura

Epílogo

El primer día del resto de sus vidas

Landmarks

Table of Contents

Capítulo 1

Un encuentro especial

Hace mucho, mucho tiempo, en un pueblito del lejano oeste, encontrábamos a dos jóvenes llenos de energía, vigor y ganas de vivir. Pero ni ella ni él tenían una vida divertida. Ana era la menor de cuatro hermanas que vivían con su padrastro. Ella trabajaba como maestra en el colegio del pueblo, y a pesar de tener dieciséis años, era respetada por todos los chicos, incluso los que eran más grandes que ella. En sus tiempos libres ayudaba a sus tres hermanas mayores en la cantina “El Rincón”, que era de su padrastro. Ana tenía una excelente relación con ellas, dado que prácticamente la habían criado luego de la muerte de su madre, cuando “Anita” era tan sólo una niña. Ahora, si bien no era adulta, se desenvolvía como tal y su apariencia era la de una mujer en sus veintitantos. Tenía el pelo negro ondulado, los ojos color madera y algunas pecas que salpicaban sus pómulos y su figura curvilínea.

Del otro lado del pueblo, casi en el límite suroeste, vivía Gonzalo. Chico atrevido, aunque responsable, Gonzalo (“Gonza” para su familia y amigos) ayudaba a sus padres en el almacén, acomodando lo pesado y haciendo los repartos. Él era hijo único, puesto que el negocio apenas podía darles de comer a ellos tres. Vivían en una casa pequeña pero cálida que quedaba detrás del local. En sus ratos libres durante el día, Gonza solía jugar con amigos en la esquina del almacén. Era como un hermano mayor para ellos: alto, rubio y bastante fuerte para su contextura esbelta.

Un buen día, René y Marta (sus padres) le encomendaron ir a hacer un mandado a la escuela del pueblo. Más precisamente, a llevar unos listones de madera para hacer algunos bancos extra. Para llevar a cabo dicha encomienda, Gonza solicitó ayuda a su amigo Joaquín. “Joaco” era uno de “los chicos de la esquina” y asistía al colegio tres veces por semana, más que nada para almorzar. Apenas terminaron de cargar las maderas en el carro emprendieron viaje hacia la escuela, que quedaba a unas veinte cuadras del almacén. El rubio llevaba las riendas y el moreno controlaba que no se cayera ningún listón. En el camino iban hablando:

—No sabé lo que é “la seño”, é réquete güeña, y ademá… ademá…—se reprimió Joaquín.

—¿Además qué Joaco?—su amigo lo instó a que terminara la frase.

—Ademá é réquete linda—respondió el menor al lograr vencer su timidez.

—Jaja ¿así que te gusta tu maestra?—preguntó Gonza con un dejo socarrón — ¡A Joaco le gusta su maestra, a Joaco le gusta su maestra!—comenzó a exclamar a viva voz el conductor del carro.

—¡Callate gil! No dije que me gutaba—se cubrió el moreno.

—Sí dijiste y le voy a contar—lo provocó el rubio.

—Te mato si le decí algo—replicó Joaquín en tono amenazante, y agregó—Aparte a vó también te va a gutá, ya vá vé.

—No pongas excusas.

Dicho esto llegaron a la escuela. En realidad, no era más que un salón grande con muchas ventanas y tres escalones en la entrada que daban a la calle. Las paredes, que solían ser muy blancas, ahora eran color crema oscuro debido al polvo que se fue acumulando a lo largo de los años. Una vez se hubieron detenido, los jóvenes saltaron del carro, ataron el caballo al palenque y se aprontaron a bajar las maderas del mismo. Gonzalo había pasado un par de veces por ahí pero nunca había entrado, ni tampoco le interesó hacerlo alguna vez. Tocó la puerta, pero Joaco se mandó de una. El mayor hizo lo propio entonces.

Al entrar, Gonza sintió algo extraño, algo poco usual. “Será porque nunca entré” pensó. Pero era algo más. Había algo diferente a lo que él esperaba encontrar, que nada tenía que ver con que él no asistiera a una hacía casi dos años. Pensó unos segundos mientras caminaba con las maderas en brazos ¡Eso era! Las maderas eran para hacer bancos extra, sin embargo, todos estaban sentados en el piso.

—Hola “seño” ¿cómo le va?—saludó Joaco, sonriente—¡Hola chico’!

—Hola Joaco—contestaron casi al unísono los chicos.

De repente, se levantó una chica que estaba en medio de ellos, con un libro en la mano. Gonzalo se quedó petrificado. Era la chica más bonita que jamás había visto. Ella ni lo miró, sino que dirigió toda su atención al moreno, a quien regaló una hermosa sonrisa al saludarlo.

—¿Cómo te va Joaco? ¡Qué bueno tenerte hoy por acá!—exclamó “la seño”, alegre de que el menor hubiera asistido al colegio fuera de sus días habituales.

—No seño, vine a ayudá al Gonza a traé la’ madera’—respondió, adivinando la intención de la encargada del aula, mientras señalaba a su compañero.

—Hola, soy Ana, la maestra de la escuela—lo saludó discretamente.

—Gonzalo, mucho gusto—atinó a responder el blondo, haciendo un esfuerzo por reaccionar.

—Pueden dejar las maderas ahí, está bien—indicó la docente con un gesto de la mano.

—No, no, las dejamos donde más le convenga doña—se ofreció Gonza, como para entablar conversación.

—Ana, decime Ana. Bueno, entonces pueden dejarlas por allá—respondió la morocha, que vestía su guardapolvo blanco como de costumbre, el cual disimulaba su bella figura, pero no conseguía hacer lo propio con su cara.

—¿Necesita algo más doña?—preguntó servicialmente el recién llegado.

—Doña no, Ana—le indicó la maestra.

—Ana no doña, Gonza—bromeó el almacenero.

En ese momento todos largaron una carcajada que no le gustó nada a la docente. Gonza se reía por dentro, pero no hizo ningún gesto mientras acomodaba en el piso los listones que cargaba. Había logrado llamar su atención y más aún, le había tocado el orgullo frente a toda su clase.

—Gonza, no la molesté a “la seño” que no le guta—le advirtió Joaco.

—Dejá Joaco, no importa—dijo Ana, queriendo ocultar su enojo.

—Bueno doña, está listo—insistió el almacenero, procurando causar alguna reacción en la maestra, quien continuaba luchando por no hacerlo.

—Gracias, hasta luego—dijo para que dejaran el recinto de una buena vez—. Chau Joaco—agregó cordialmente, para remarcar la diferencia de emociones que le generaba cada uno.

—¿Quiere que se los arme doña?—ofreció el rubio, en un último intento de salirse con la suya.

—¡No, gracias!—respondió Ana contundentemente.

—¿Va a necesitar algo más?—Gonza iba a todo o nada.

—¡Sí, dar clase, que bastante falta le haría señor!—bramó esta vez la morocha.

—¿Está segura de lo que dice doña?—inquirió el joven, casi sin poder creer que había conseguido hacerla enojar.

—¡Apostaría mis ojos a que sí!—respondió totalmente fuera de sí la maestra, que parecía haber olvidado por un segundo que continuaba de pie en medio de los alumnos.

—No le apuesto nomás porque, si perdiera, no podría pagarle ni con todo lo que tengo—retrucó el almacenero.

Anita se sonrojó por un instante. Lo que aquel hombrecito le había dicho le cambió todo el esquema y, a decir verdad, le había gustado. Hacía un tiempo que nadie le decía algo lindo. Siempre había hombres que la piropeaban en el bar, aunque más que piropos eran puras guarangadas dignas de un repudio mucho mayor a la simple indiferencia con la que Anita respondía con tal de no generar problemas en el negocio de su padrastro.

En ese momento, uno de sus alumnos se levantó con la intención de intervenir. Era Rodolfo Vega, un chico alto y robusto a pesar de sus quince años. Rodolfo era pobre pero muy honrado. A pesar de no ser muy inteligente, era el “protector de la seño”. Siempre la cuidaba y la acompañaba. Así sentía que la protegía, por más de que ella sabía defenderse bien sola y él era bastante torpe para enfrentarse a cualquiera, tenía mucho corazón. Lanzó una mirada a Gonzalo y Anita se dio cuenta en seguida. Entonces le dijo que se sentara y él, luego de unos segundos, obedeció contra su voluntad. Rodolfo había dejado en claro que la maestra valía mucho, que se tendría que hacer cargo si insinuaba algo y que no cualquiera podía hacerlo, ni de cualquier manera. Había que ser muy hombre para intentar conquistar a “la seño” y más aún, había que probarlo.

Pero para eso habría tiempo más adelante. Mientras tanto, Gonzalo y Joaquín se despidieron y salieron del colegio o, mejor dicho, del salón. Luego de desatar al caballo, cada uno tomó su lugar en el carro. El mayor tomó las riendas y, casi por inercia, dio al equino la orden de avanzar; luego permaneció inmóvil. Su mirada estaba enfocada en el horizonte, pero en realidad parecía haber quedado guardada dentro de esa clase que acababa de ver por primera vez. En su mente no había otra cosa más que la imagen de Ana, “la seño”.

Desde el momento en que entró hasta entonces, Gonza quedó atrapado, o hipnotizado quizás, por esta chica tan especial. Por su figura, pero también por su forma de ser: educada pero desafiante, indiferente y al mismo tiempo correcta, amable y recia. Era la mujer de sus sueños, como nunca había conocido una. Y recordaba cada mirada que cruzaron, que, aunque fueron pocas, dejaron en claro que había algo entre ellos (o al menos así lo pensaba él).

—¿Vite que é “réquete” linda?—preguntó el menor, que ya no tenía que vigilar que no se cayeran las maderas.

—Eh ¿qué?—atinó a responder el conductor, volviendo lentamente de aquel mundo en el que estaba sumido: el de sus pensamientos.

—¡Se ve que te pegó fuerte eh! Dede que salimo’ no dijite una sola palabra y ni siquiera me escuchá—le reprochó el moreno para torearlo.

—No digas pavadas ¿querés? Estaba pensando en las cosas que tengo que llevar a casa de vuelta—argumentó Gonza en su defensa, ya con un poco más de lucidez.

—Sí, sí, dale. A vé ¿qué tené que llevá?—indagó Joaco para desafiarlo.

—El pan—inventó el rubio, movido por su orgullo de no dar el brazo a torcer ante su amigo.

Éste, que ya sabía cómo eran las cosas y solamente estaba vengándose de su amigo por lo que le había dicho en el viaje de ida, entendió que ya era suficiente y que por más que se negara a admitirlo, internamente Gonza sabía que era verdad de lo que estaba siendo “acusado”. Por eso optó por dejarlo ir y siguió el rumbo de la charla.

—¡Uy no!—exclamó Joaco—¡En lo de la señora Lópe’ etá el perro loco!—agregó preocupado.

—No seas miedoso Joaco—lo tranquilizó el mayor—está atado.

—No le tengo miedo, solo que no me guta—respondió Joaquín, quien era ahora el que intentaba disimular sus sentimientos.

—Después podemos pasar por lo de Don Augusto, que seguro tiene algo rico para el camino.

Y continuaron charlando unos minutos más hasta que llegaron al primer destino: la panadería de la señora López. Como de costumbre, quien los recibió fue un enorme perro negro enseñando sus filosos colmillos cada vez que ladraba. Los muchachos, manteniéndose lejos de su alcance, ingresaron al local. Se trataba de la típica panadería, con las masitas y medias lunas en el mostrador, y los distintos tipos de pan en grandes canastos ubicados sobre los estantes que formaban el pasillo del vendedor. Por la única ventana y por la puerta que daba a la calle entraba toda la luz del lugar. La señora López era ya anciana y su pelo completamente blanco. Según contaba la madre de Gonza, la panadera solía ser delgada y atractiva cuando era joven. Con el paso del tiempo y la llegada de los hijos, fue ganando algunos kilos, pero su sonrisa se mantenía intacta.

—¿Qué van a llevar chicos?

—Lo de siempre señora López.

—Aquí está, un “kilito” de pan—dijo la señora, haciéndoles entrega de la bolsa que previamente había colocado en la balanza.

—Nada más, muchas gracias—le respondieron, haciendo entrega de las monedas correspondientes—¡Hasta luego señora López!

—Hasta luego chicos—saludó ella mientras los veía alejarse hacía el carro.

Al salir se cruzaron con el automóvil del doctor Mercury, el médico del pueblo. Iba tan apurado que enseguida se levantó una nube de polvo tras su paso. Seguramente iba al asilo de ancianos a atender a alguno de urgencia; de otra manera los hubiera visto. Sin asignarle mayor importancia, los jóvenes se montaron al carro y, cumpliendo con el recorrido previamente pautado, se dirigieron hacia lo de Don Augusto. Al llegar, sin embargo, estaba todo cerrado; no había luz alguna dentro, por lo que no pudieron ver si había movimiento.

—Es extraño ¿no? Don Augusto siempre está en su negocio de golosinas hasta las ocho de la noche—le dijo el almacenero a su amigo.

—Y recién son la’ cuatro ¿Qué le habrá pasado?

—No sé, pero hay que averiguarlo, vamos a casa primero.

Y siguieron su camino al almacén, donde entraron luego de dejar al caballo pastando en la vereda.

—Hola hijo, hola Joaco ¿cómo están?—saludó la madre de Gonzalo, que estaba acomodando unas latas cerca de la entrada.

—Hola Marta, hola Don René—saludó su amigo, que ya era prácticamente un hijo más allí.

—¿Cómo estás Joaco?—agregó el padre, que se encontraba detrás del mostrador arreglando una pieza.

—Mamá, papá ¿saben por qué estaba cerrado lo de Don Augusto?

—Sí hijo—respondió su madre con cara de preocupada—es terrible.

—Pero ¿qué pasó?—inquirió Gonza ansioso.

—Lo asaltaron hace dos horas. Según nos dijo Clotilde (la vecina de enfrente), habrían sido dos hombres que se lo llevaron y lo dejaron tirado en un zanjón todo lastimado.

—¿Y la policía dónde etaba?—agregó Joaquín.

—Ellos llegaron más tarde, avisados por un vecino, que al ver el local cerrado tocó la campana y como nadie respondía, prefirió pecar de molesto que de despreocupado. Empezó a preguntar a otros vecinos si sabían por qué había cerrado tan temprano o si lo habían visto salir. Una mujer comentó que lo había visto cerrar el local e irse en compañía de dos hombres, quienes supuso habrían sido familiares que lo estaban ayudando. Oído esto, el vecino fue inmediatamente a dar aviso a la policía para que los fueran a buscar.

—¿Y qué pasó después?—insistió Gonza, ansioso por saber el final de la historia y, sobre todo, por conocer el estado de Don Augusto.

Doña Marta tomó aliento y lo soltó largamente, antes de proseguir:

—Lo encontraron a los pocos minutos en un zanjón en dirección a las colinas y a dos cuadras del hospital, así que afortunadamente lo pudieron trasladar de a pie entre dos. Al mismo tiempo un tercero avisó al doctor, ya que hoy era su día libre.

—¡Ahora entiendo por qué estaba tan apurado!—interrumpió su hijo.

—¡Pobre Don Auguto!—agregó el jovencito moreno—¡Justo a él que é réquete güeno!

—¿Y cómo está?—preguntó Gonza sin dejar pasar segundo.

—No muy bien—esta vez era su padre quien hablaba, dándole un respiro a su mujer, a quien conocía como nadie y sabía perfectamente que estas cosas le afectaban, incluso al contarlas—. Tiene algunos cortes en la cara y los brazos, de la paliza que le propinaron los indeseables esos al resistirse a ser llevado, pobre hombre.

—¿Qué te parece Joaco si lo vamos a visitar, eh?—sugirió el mayor.

— ¿Le parece bien Doña Marta?—repreguntó Joaquín quien, a pesar de la condición económica de su familia, tenía modales bien arraigados.

—Claro, me parece una gran idea ¿y a vos René?—hizo extensiva la pregunta a su marido.

—Por supuesto—contestó él—pero no lo aturdan—les advirtió—. Tampoco se queden mucho si lo ven cansado, ya que probablemente esté sedado y necesitará descansar para reponerse de semejante sacudón.

—Sí, sí. Adiós mamá, adiós papá—los saludó Gonza, ansioso por salir.

—Adiós Marta, adiós Don René—exclamó Joaco a las apuradas.

—¡Hasta luego chicos!—alcanzó a despedirse la señora Martínez y agregó—¡Saludos a Don Augusto!

Capítulo 2

Visita a Don Augusto en el hospital

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando Joaco y Gonza llegaron al hospital. Dejaron el carro a un costado, donde el tordillo pudiera pastar. La entrada principal daba a la calle J. Newbery, que era la segunda más importante del pueblo. Sobre esa misma calle, a unas veinte cuadras en dirección al este, se encontraba la cantina El Rincón, propiedad del padrastro de Ana, cuyo nombre fue otorgado por encontrarse precisamente en el extremo noreste del pueblo. Como sucede en la mayoría de los casos, la vivienda de la joven maestra y sus hermanas estaba ubicada justo arriba.

—Acá a una’ quince o veinte cuadra’ vive la seño—dijo Joaco antes de ingresar al hospital mirando en dirección a la casa.

—¿Cerca del Banco Hudson?—preguntó Gonza con disimulado interés.

—Enfrente—especificó Joaquín.

—Querrás decir “casi enfrente”, porque si mal no recuerdo, ahí hay un bar.

—Te acordá bien—contestó el más joven, poniendo cara de obviedad.

Perplejo al no entender lo que quiso decir, Gonza preguntó “¿Entonces?”. Su tono era inquisitivo y su mirada, atónita. Su compañero no cambió el semblante, sino por el contrario, enfatizó su tono burlón al responder:

—Y bueno, é ahí donde vive.

—¿En un bar?—la pregunta que desató la risa de Joaco.

—¡Jajaja, no nabo, tiene su casa arriba!—le respondió el moreno, mientras lo empujaba por el brazo casi a la altura del hombro.

—Callate y entremos—ordenó el mayor ofendido, a la vez que procesaba la valiosa información que su amigo le acababa de proporcionar.

Al traspasar la puerta de entrada se dieron cuenta de que era mucho más oscuro de lo que recordaban. Estaban parados frente a una señora de grandes dimensiones que se encontraba detrás de un pequeño mostrador de madera que hacía las veces de recepción. Hacia los costados se dibujaban dos pasillos. Al término del breve intercambio de palabras con la recepcionista, tomaron el pasillo izquierdo hasta el final y luego a la derecha, adentrándose en el edificio. El suelo y las paredes eran de cemento. El pasillo tenía habitaciones en ambos costados y cada una era identificada con un cartel blanco indicando su número en azul. Hacia el final del corredor, de unos treinta metros aproximadamente, se desplegaba una escalera cuya parte superior recibía un rayo de sol proveniente del segundo piso. Subieron y efectivamente había mucha más luz, debido a las ventanas en los espacios comunes.

Los dos adolescentes se detuvieron frente a una puerta y sólo después de mirar el número por segunda vez, decidieron tocar. Una voz grave y disfónica los autorizó a entrar.

—Es él—afirmó Gonza, reconociendo el tono agradable, aunque algo ronco, del kiosquero.

Una vez adentro, se encontraron con una cama vieja que hacía las veces de camilla, sobre la cual reposaba el lastimado pero sonriente Don Augusto. La habitación contaba con una mesita y unos estantes que contenían medicamentos.

—¡Chicos, qué sorpresa! ¿Cómo están?—exclamó el anciano, disimulando el esfuerzo, para dejar traslucir su alegría de verlos.

—Muy bien ¿y usted?—respondieron los dos al unísono.

—Acá ando, ya estoy recuperado y me tratan como a un inválido—se quejó el viejo que, a pesar de su edad, estaba acostumbrado a valerse por sí mismo.

—Nos enteramos de lo que le sucedió—dijo Gonza, tomando la palabra—y queremos darle una paliza a esos sinvergüenzas ¡Espere que los encontremos, le van a venir a pedir perdón de rodillas!

—No hijo, no vale la pena. Ya se llevaron lo poco que tenía para vivir—respondió el paciente con cierta desazón.

—¿Usté lo’ vio? ¿Sabe quién fue?—preguntó Joaco.

—Sí—dijo al fin, como si no tuviera ganas de recordarlo—son Los Rebeldes. Viven en las afueras de la ciudad, detrás de las colinas, porque no están de acuerdo con nuestras reglas. Afirman que prefieren vivir en libertad, pero en realidad coexisten con el desorden y el caos. Se podría decir que viven en una villa de emergencia, aunque ellos prefieren llamarle “colonia”.

—¿Entonces—preguntó Gonza, extrañado—qué les ha hecho usted para que lo traten así?

—Verás hijo—su tono era como el de un padre—el desorden en el que viven es tan grande que no hay suficiente producción para alimentar a todas las familias. También necesitan algunos insumos básicos como medicamentos, ropa y aceite de cocina. Pero en mi opinión, estos bandidos vinieron en busca de cigarrillos para comercializarlos en la colonia. De otro modo, no veo razón para que hayan saqueado el kiosco, excepto por el poco dinero que tenía o un antojo de dulces.

Joaco y Gonza comenzaron a reírse como solían hacerlo en cada encuentro en el kiosco; aunque esta vez era otro el lugar y la condición física de su anfitrión era más frágil, su sentido del humor seguía intacto. Era una de esas personas que transformaban el peso de los años y las malas experiencias en alegría y ganas de vivir. Al contrario de Los Rebeldes, Don Augusto amaba el pueblo, al que conocía como la palma de su mano y al que vio crecer desde sus inicios, con unas pocas casas alrededor de la plaza. Hoy reunía cerca de dos mil habitantes y contaba con código postal propio, estación de ferrocarril y próximamente instalarían líneas telefónicas.

Pasaron casi dos horas entre risas y cuentos, cuando el médico entró a la habitación.

—Llegó “el botón”—susurró Don Augusto, elevando luego el volumen—me parece que se acabó la fiesta por hoy chicos. El doctor me tiene que hacer el chequeo diario, así que si Dios quiere los veré en el kiosco en un par de días.

—¡Adiós Don Augusto!—se despidieron los jóvenes, e hicieron una reverencia al doctor previo a dejar la habitación.

Antes de salir del hospital, saludaron a la recepcionista, quien apenas les devolvió el saludo levantando las cejas sin sacar la vista de la planilla que tenía enfrente. Una vez afuera, desataron al tordillo, que había dejado de comer y ahora miraba a Gonza como diciéndole que se quería ir. Como era costumbre, el mayor tomó las riendas mientras el joven moreno se ubicó del lado del acompañante. El carro se puso en marcha sin que el rubio hiciera un movimiento de riendas, guiado por la voluntad de su corcel.

Durante el regreso, los muchachos hablaron de Don Augusto, de Los Rebeldes y de lo que iban a hacer al día siguiente. A Gonza le esperaba un día muy atareado: debía abrir el almacén y atender la caja hasta el mediodía, momento en que lo relevaría su padre, para que él pudiera ir a la estación a recibir la mercadería que llegaba en el tren de las catorce horas. A su vez, tenía un par de encargos que repartir antes de que anochezca, más los que se pudieran agregar en el transcurso del día. Joaco, por su parte, debía asistir a la escuela desde las ocho, hora del desayuno, hasta alrededor de las quince. Minutos más, minutos menos, esa era la hora en que los chicos terminaban de almorzar y partían para sus casas.

Gonza le ofreció a Joaco si quería que lo pasara a buscar por la escuela al regresar de la estación, tratando de disimular su interés por ir a la escuela con un “total, sólo me tengo que desviar tres cuadras”. Hacía falta mucho más que eso para engañar al chico de quince años que iba a su lado. No obstante, Joaco decidió aceptar la propuesta sin discutir y al cabo de algunos minutos llegaron a su casa. Tenía un pequeño jardín en la entrada con juguetes desparramados. La ventana que daba al frente estaba iluminada y se oían gritos de niños desde adentro.

—Se etán peleando po’ la comida—comentó Joaco con una sonrisa de afecto. Le agradaban esas peleas porque lo hacían sentir en casa—. Siempre lo’ tengo que separá yo ¡No’ vemo’ mañana Gonza!

—Chau Joaco, hasta mañana—se despidió viendo al otro entrar a su casa con el ceño fruncido para simular enojo y poniendo voz de mando poco creíble.

Mientras subía al carro, Gonza observó entre las cortinas que Joaco saludaba a su madre y se sentaba en la mesa con sus cuatro hermanos menores. Su padre, por su parte, trabajaba en el campo, a unos cincuenta kilómetros del pueblo. Venía a la casa los fines de semana y luego volvía a trabajar. Siempre traía algo de lo que había cosechado para su patrón, además de un poco de dinero, que su mujer administraba cuidadosamente durante la semana. El mayor de sus hijos era la autoridad de la casa en dichos períodos, ya que a su madre le habían “tomado el tiempo” y no les infundía temor alguno.

Gonza llegó al almacén justo antes de que anochezca, guardó el carro y ató al caballo en el palenque de enfrente. Luego le llevó agua en un balde que había bajo la canilla de afuera del almacén.