Hacerse de Palabra: Traducción y Filosofía en México (1940-1970) - Nayelli Castro - E-Book

Hacerse de Palabra: Traducción y Filosofía en México (1940-1970) E-Book

Nayelli Castro

0,0

Beschreibung

Entre la traducción y la filosofía prevalece una larga y difícil relación. Por un lado, la traducción de filosofía, entendida como su multiplicación ad infinitum en diferentes lenguas, se opone a un corpus filosófico ideal, en el cual de Platón a Derrida, la tarea de escribir y pensar sería independiente de la materialidad lingüística. Por el otro, un corpus filosófico real, esto es, desperdigado en múltiples traducciones siempre parciales y provisionales, más que proyectar un corpus unificado, refracta la actividad intelectual de las comunidades en que se inscribe. Este libro busca arrojar luz sobre una región de ese corpus filosófico real, esto es, aquella que contribuyó a la construcción de un discurso filosófico en español, desde México en las tres décadas comprendidas entre 1940 y 1970. En ese contexto, traducir filosofía fue también involucrarse en la producción de formas de ser, decir y hacer. La traducción sirvió de objeto de polémica, punto de partida, de encuentro y de llegada a múltiples trayectorias intelectuales. Su papel en la importación y recepción de corrientes filosóficas estuvo inevitablemente ligado a la influencia de sus artífices, los traductores, quienes, a su vez, aprovecharon la palestra para expresar distintas concepciones del quehacer filosófico. En suma, entre un hacerse con las palabras de otros, apropiándoselas, y un hacerse de palabras con otros, en abierta disputa, en México, la vocación del filósofo echó mano y se definió en ese punto ciego de la escritura que es la traducción

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 404

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Desde hace algunas décadas se ha intensificado y enriquecido la reflexión en torno al traductor y su trabajo superando la idea histórica de que el texto traducido era copia fiel del original.

Mediante esta colección ofrecemos a los investigadores y estudiosos un espacio en español que se suma a dicha discusión en tres grandes vertientes: el quehacer del traductor hoy en día, la historia de la traducción y de sus concepciones y textos traductológicos importantes escritos en otras lenguas.

Otros títulos de esta colección

Traducción, identidad y nacionalismo en Latinoamérica

Nayelli Castro Ramírez (coordinadora)

Leer, traducir, reescribir

Nair María Anaya Ferreira (coordinadora)

La era de la traducción

Antoine Berman

Reflexiones sobre traducción

Susan Bassnett

Los derechos exclusivos de la presente edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Queda prohibida su reproducción, parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse sin el consentimiento por escrito de los legítimos poseedores de derechos.

Primera edición impresa: agosto 2018

Edición el libro electrónico: abril 2018

© 2018, Nayelli Castro

© 2018, Bonilla Artigas Editores S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana # 111

Barrio del Niño Jesús, C.P. 14080

Tlalpan, Ciudad de México

www.libreriabonilla.com.mx

ISBN: 978-607-9800-3-1-4

ISBN ePub: 978-607-8838-88-2

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Diseño de portada y formación de interiores: Mariana Guerrero del Cueto

Realización ePub: javierelo

Hecho en México

Contenido

Agradecimientos

Introducción

I. La filosofía traducida o el ritual de la autenticidad

II. Traductores en escena y tras bastidores

III. Hacerse de palabras

IV. La vocación enunciativa en los márgenes de la filosofía traducida

Epílogo: el español y la filosofía

Bibliografía

Anexo

Sobre la autora

Agradecimientos

Estas páginas deben su existencia a la buena fortuna de su autora de haber contado con mentores y amigos cuyos consejo y compañía fueron alicientes fundamentales. Entre los mentores debo mi más sincero y profundo agradecimiento a Danielle Zaslavsky, Clara Foz, Gertrudis Payàs y Antonio Zirión, cuyo apoyo, ejemplo, guía, lecturas y escucha contribuyeron de manera decisiva a que las ideas que empezaron con un proyecto de investigación doctoral maduraran y se asentaran como aparecen ahora en español. A Tania Hernández y Aurelia Valero les debo un agradecimiento muy especial por haberme acompañado con sus propias investigaciones y por haberme escuchado más de una vez tratando de explicar a qué puerto iba el bote. Entre las amigas con quienes compartí espacio y tiempo durante los años de investigaciones felices y tortuosas quejas, no puedo dejar de mencionara mis queridas hermanas biológica y adoptivas Daniela Castro, Machivei Danha y Bénédicte Mosna.

Como todo proyecto de este tipo, este no habría llegado hasta aquí sin el debido apoyo financiero e institucional. Por ello agradezco también a la Universidad de Massachusetts Boston por la subvención otorgada para financiar la publicación, al Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México por las facilidades brindadas para transformar mi tesis doctoral en un primer manuscrito durante mi estancia allí en la primavera de 2016 y, por supuesto, al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y a la Secretaría de Educación Pública por las respectivas becas otorgadas para emprender y llevar la investigación a buen término.

Introducción

La consolidación de los estudios de traducción, o traductología, como disciplina universitaria y perspectiva interdisciplinar de análisis cultural en el siglo XX, debe mucho a la lingüística, la teoría literaria, al análisis del discurso y la filosofía. Tan es así que, a principios de los años noventa, en pleno giro culturalista, no se dudó en considerar a la traductología, como una “interdisciplina” (Snell-Hornby et al. 1992). Una de las voces más representativas de una constructiva autocrítica suscitada por este verdadero collage de métodos y enfoques disciplinarios, a veces más riguroso y fundamentado y otras muchas no tanto, fue la de Anthony Pym (2007), quien afirmó, con razón, que entre la traductología y la filosofía privaba una relación profundamente asimétrica.

Asimetría hasta cierto punto comprensible por el hecho de que la filosofía hunde sus raíces en la antigua Grecia, mientras que la traductología tiene pocas décadas de existencia. Dicho esto, es efectivamente innegable que, entre los traductólogos, especialmente a partir de la deconstrucción, no ha sido poco frecuente recurrir a la autoridad de la filosofía para poner en tela de juicio la primacía del “original”, del “sentido único”, de la “esencia del texto”, pero también de la “interpretación verdadera y fiel” de los textos fuente para ir poco a poco dando legitimidad y visibilidad a las traducciones y a los traductores y, con ello, a la disciplina en la que invierten sus desvelos.

Aunque no completamente indiferentes a los problemas de la traducción, los filósofos solo empezaron a preocuparse por la traducción como fenómeno y problema filosófico hasta bien entrado el siglo XX. A pesar de que algunos sitúan en el ensayo de Walter Benjamin, “La tarea del traductor” (1923), la primera reflexión filosófica sobre el asunto, lo cierto es que el interés filosófico de la traducción no se hace patente sino con Heidegger y su reinterpretación y retraducción de la filosofía griega, en los años cuarenta. A partir de los años sesenta, la deconstrucción derridiana representa una vuelta de tuerca más en el afianzamiento de la reflexión filosófica en torno a la traducción, pues puede afirmarse que es precisamente a partir de entonces que se obliga al discurso filosófico a tomar consciencia de la traducción como uno de sus elementos constitutivos (Young 2014). La idea de traducibilidad que subyace a esta toma de consciencia es, sin embargo, profundamente problemática ya que, lejos de contribuir a la consolidación de un corpus filosófico universal e idéntico a sí mismo, la “ansiedad lingüística” que acecha estas reflexiones ha minado la idea universalidad y transparencia que dominó a la filosofía moderna. En otros términos, la reflexión filosófica sobre la traducción ha puesto de manifiesto las fisuras e incompatibilidades del corpus; los espacios de inconmensurabilidad e intraducibilidad que tienden a pasarse por alto cuando se construye, por ejemplo, a un Hegel en francés, español, inglés o japonés. Una concepción semejante animó la publicación del Vocabulaire européen des philosophies. Dictionnaire des intraduisibles. En la presentación de la obra, Barbara Cassin (2004), responsable de este monumental proyecto, explicó que su punto de partida era precisamente la intraducibilidad, concebida no como la imposibilidad de traducir un término determinado, sino como la imposibilidad de dejar de traducirlo. En otros términos, la traducción de filosofía es inevitable porque siempre es insuficiente. La filosofía traducida está sujeta a procesos de reescritura y reinterpretación permanentes, los cuales, dicho sea de paso, aseguran y actualizan su “universalidad”.

Como se muestra en el Vocabulaire, pero también en muchas de las intervenciones que han ido publicándose al respecto en años recientes, el diálogo entre filosofía y traductología no solo es difícil porque, en gran medida la traducción sigue siendo una suerte de punto ciego para los filósofos (Ladmiral 1989), sino también porque una reflexión filosófica sobre la traducción conlleva la dificultad de que “la filosofía no puede situarse al margen de la traducción para teorizarla como objeto de estudio, pues en sí misma siempre está sujeta a la traducción” (Young 2014: 47). Precisamente este “estar sujeta a la traducción” es lo que permite observar desde fuera de la filosofía los usos y abusos a los que las traducciones dieron lugar en México en las tres décadas comprendidas entre 1940 y 1970.1 Sin pretender remediar la asimetría entre ambos campos, ni mucho menos esbozar una filosofía de la traducción, estas páginas sobre la traducción de filosofía se sitúan en la grieta abierta por la tensión entre ambas, arrojando luz sobre la reconstrucción en español de un corpus de textos filosóficos.

Acontecimientos como el florecimiento de la industria editorial, la inmigración republicana española -cuya faceta traductora ha sido estudiada en más de una ocasión- y la fundación de instituciones culturales decisivas para el cultivo de la filosofía permiten abrir el periodo estudiado aquí en los años cuarenta. Carlos Pereda (2013) considera este periodo como la época de los grandes bloques, pues, efectivamente en estos años la definición de distintas escuelas o corrientes filosóficas dio lugar a la constitución de grupos cuyos miembros definieron sus trayectorias intelectuales precisamente a partir de una panoplia de discursos teóricos traducidos. Así, aunque no fueron los únicos, en distintos momentos los existencialistas y los filósofos analíticos recurrieron a la traducción de la fenomenología husserliana para respaldar sus respectivas posiciones teóricas. De manera semejante, aquellos interesados por proponer un discurso filosófico sobre el derecho recurrieron tanto a la traducción de filósofos de la Antigüedad –Platón y Aristóteles–, como a aquella de Hans Kelsen o de filósofos neokantianos. En este periodo, con la traducción del neokantismo de Marburgo se asoció igualmente la labor de los neokantianos mexicanos y con la de la filosofía novohispana, la de los neoescolásticos. Se trata, en suma, de años idóneos para estudiar la manera en que las traducciones de filosofía contribuyen a la construcción de una filosofía en México y a la organización interna del campo. Esta periodización resulta además provechosa, pues permite observar cómo el discurso filosófico se entreteje con una agenda ideológica nacional o cómo desde filosofías importadas se busca contribuir a una reflexión sobre la identidad; reflexión que es, además, reveladora de la relación de los intelectuales de la época con el Estado. El corte temporal a fines de los años sesenta se impone tanto por acontecimientos externos a un campo filosófico plenamente constituido, como por un proceso de reorganización interna. Por una parte, la masacre de los estudiantes en 1968 marca un cambio en la relación entre los intelectuales y el Estado mexicano. Por la otra, la muerte de José Gaos y la fundación de la revista Crítica, desencadenan una transformación interna que apelará a otras traducciones y dinámicas intelectuales.

Desde una perspectiva traductológica, el estudio de la historia de la traducción se ha interesado, por sacar a la luz la importancia de los traductores y las traducciones –silenciada por cierto discurso historiográfico– para la producción y reproducción de cánones literarios, estéticos, científicos y filosóficos cuya universalidad parecería ciega a la opacidad de la multiplicidad lingüística de la que emergen. Así, nuestro acceso a los textos, autores y saberes que hoy se consideran parte del corpus filosófico resultaría muy limitado si estos no hubieran sido traducidos, pues como se sabe, la filosofía es un campo de conocimiento esencialmente heteroglósico. Por otra parte, sin ser ajenos a una perspectiva histórica, los estudiosos de la traducción, sobre todo a partir de las propuestas de los estudios descriptivos (Toury 1995), se han interesado por analizar la manera en que las traducciones circulan en sus contextos de producción, por las representaciones sociales e ideológicas a las que dan lugar y por las estrategias textuales y discursivas que los traductores adoptan para reproducir o transformar las expectativas sociales a las que las traducciones responden. Una de las grandes contribuciones de esta perspectiva al estudio de las traducciones consiste en haber transitado de una concepción simplista, que reduce la traducción a un duplicado defectuoso de una obra escrita en una lengua distinta, a otra más compleja, que la considera como el resultado de procesos de importación, adaptación y reformulación que no son ajenos a los contextos en que son producidas.

Este cambio de perspectiva ha sido fundamental para el acercamiento a las traducciones de filosofía publicadas en México en el periodo que nos ocupa, pues la traducción es aquí un objeto de interés teórico más allá de una mirada prescriptiva que buscaría determinar ya la supuesta equivalencia con el original, ya la fidelidad del traductor al autor traducido. Así, “traducción” no remite aquí solo al “equivalente” o a la “versión” en español de una obra de filosofía publicada en otra lengua. Lejos de agotar el sentido de “traducción”, la concepción anterior es parte de un continuo que incluye otras formas de producción textual y discursiva que tienen en común surgir, precisamente, de la interacción de lenguas y tradiciones distintas. En otros términos, “traducción” incluye aquí muchas de las formas de intertextualidad que Gérard Genette (1987) catalogó bajo el concepto de paratextualidad. Particularmente, en el ámbito filosófico mexicano, estos discursos emparentados con la traducción incluyen las reseñas en español de obras filosóficas en otras lenguas; las reseñas de obras traducidas al español; las notas que, concebidas para la cátedra universitaria (también conocidas como traducción pedagógica), tienen su origen en la lectura de un texto escrito en otra lengua; así como también los prólogos, introducciones, notas editoriales y demás discursos paratextuales a los que una obra traducida da lugar.

A este continuo discursivo unificado por la noción de traducción, se suma además la idea de traducción como objeto de discurso. En otros términos, en el ámbito filosófico mexicano la traducción se usa y se menciona, emergiendo no solo como una práctica social e intelectual que involucra a un conjunto de actores, formas de circulación y productos textuales, sino también como objeto de crítica, o como tema en los discursos de algunos filósofos e intelectuales. Estudiar esta doble faceta de la traducción implica, por un lado, observar la manera en que las obras traducidas se integraron al corpus filosófico en español y al medio editorial y cultural de la época desde la materialidad de su escritura y, por el otro, considerar a otros actores sociales que no solo se encarnan en el traductor, sino que también se incorporan a la producción de un discurso sobre la traducción como editores, prologuistas, reseñistas, y en suma, como mediadores que contribuyen a que una obra traducida vea la luz, asegurando su lectura, circulación y consumo.

Estudiar la historia de la filosofía en México desde el punto de vista de las traducciones que contribuyeron a construirla ha implicado como ya se ha dicho adoptar una concepción externa a la filosofía. Lo anterior implica que a nuestro estudio de estas traducciones no subyace una concepción de filosofía compartida por aquellos que pertenecen al campo, pues estando el campo en pleno proceso de construcción, la definición misma del concepto es inestable. Así, para estudiar la traducción de filosofía, y por ende, aquello que se concebía como filosofía, ha sido indispensable tomar dos puntos de partida. El primero son los registros que dan cuenta de su circulación y consumo, esto es, los catálogos editoriales que la promueven y la definen por medio de su inclusión en una colección ad hoc, registros que me han permitido repertoriar el Índice de traducciones que he incluido en el Anexo. El segundo ha sido la historiografía sobre la filosofía en México en el siglo XX. Así, me he dejado guiar por los filósofos e historiadores de la filosofía que han hecho la crónica de la importación de algunas de las corrientes de pensamiento que florecieron en ese periodo, para desbrozar los caminos que las traducciones tomaron, la manera en que se leyeron y las polémicas a las que dieron lugar, como se verá en el capítulo III.

El capítulo I, “La filosofía traducida o el ritual de la autenticidad”, plantea el problema de la traducción como práctica intelectual en el ámbito mexicano de la primera mitad del siglo XX. La preocupación por la autenticidad de la filosofía en México que con frecuencia se contrapuso a una preocupación por la importación de filosofías extranjeras y que se expresó contundentemente en el mítico grupo Hiperión, tuvo como telón de fondo una intensa actividad traductora que casi duplica aquella registrada por Valverde Téllez a lo largo de tres siglos de historia filosófica. Aunque debidamente contextualizadas tales comparaciones no resultan tan estridentes como lo sugeriría una lectura apresurada, es innegable que traducción y originalidad parecen ser, en este contexto, las dos caras de una moneda corriente en los intercambios filosóficos del periodo. El desencuentro entre Antonio Caso y Samuel Ramos es solo la primera de una serie de polémicas protagonizadas por algunos de los participantes del medio intelectual mexicano quienes, como traductores y representantes de corrientes filosóficas importadas, definieron poco a poco un conjunto de prácticas de lectura y escritura, cuya reiteración ritualizó la producción filosófica.

Interesarme por el papel desempeñado por las traducciones y los traductores en la construcción de un espacio filosófico más o menos restringido me ha permitido arrojar luz tanto sobre la importación de filosofías, como sobre los procesos de profesionalización a los que las traducciones dieron lugar. Así, el capítulo II, “Traductores en escena y tras bastidores”, problematiza el lugar que la traducción ocupa en las obras de cuatro filósofos-traductores: José Gaos, Eugenio Ímaz, Wenceslao Roces y Adolfo Sánchez Vázquez. Se presenta allí la doble faceta bajo la cual se puede estudiar la traducción en este periodo, esto es, como práctica intelectual y como objeto de discurso. A la luz de los relatos autobiográficos propuestos por estos filósofos, examino cómo a veces la traducción ocupa el centro del escenario, mientras que otras permanece tras los bastidores de una obra intelectual propia. El capítulo arroja luz igualmente sobre la participación de otros traductores, cuya intervención queda tras bastidores de la reconstrucción del corpus filosófico. A pesar de que se ha repetido casi hasta el cansancio que solo un poeta puede llevar a cabo la tarea de la traducción de poesía y se ha tenido la tentación de extender la afirmación al terreno de la filosofía, en este contexto, la traducción de filosofía ha demostrado la imposibilidad de dicha analogía. Lo anterior no solo se debe al amplio abanico genérico mediante el cual se materializa el discurso filosófico, sino a las diferentes trayectorias biográficas e intelectuales de aquellos que se han prestado a la tarea. En suma, el traductor de filosofía en México enfrentó con frecuencia la necesidad de traducir tanto para enseñar filosofía, como para alimentar una reflexión propia y se definió por el capital cultural que le otorgaba el dominio de una lengua extranjera, pero también aquel que vinculó la producción intelectual propia con la apropiación de la obra traducida.

En el capítulo III, “Hacerse de palabras”, exploro la manera en que las traducciones, las vías más conspicuas para la importación de ideas, contribuyeron a las polémicas que enfrentaron a los intelectuales del ámbito filosófico de la época. Me ha parecido importante situar a las filosofías traducidas tanto en el contexto más o menos general de su recepción y circulación, como con respecto a la construcción de la obra propia de los filósofos y traductores que intervinieron en la tarea. Lo anterior permite superar un enfoque centrado en la recepción de cierto autor, obra o corriente de pensamiento, para someter a examen la intervención de los que emprenden directa o indirectamente la iniciativa de su reconstrucción en español. En suma, la filosofía no se considera aquí solo como una actividad espiritual –tan crítica e inquisidora como descontextualizada–, sino también como una disciplina académica construida por un conjunto de actores con intereses teóricos específicos. En otros términos, me he interesado por observar cómo una red intelectual constituida por filósofos y estudiosos de disciplinas afines contribuyó a la construcción paulatina del campo filosófico mexicano. En ese sentido, la filosofía es también el producto de prácticas sociales, de la construcción de redes intelectuales y de la producción discursiva de sus agentes. La expresión “hacerse de palabras” debe interpretarse aquí en su inevitable ambigüedad, esto es, como entrar en un intercambio verbal con alguien más y como la apropiación de palabras ajenas. Al traducir, los filósofos e intelectuales que observamos se hicieron de palabras con otros, esto es, entraron en el agon de un campo filosófico, pero además de servirse de las palabras tomadas de otras lenguas y tradiciones a manera de estandartes de batalla, las hicieron suyas, adoptándolas con frecuencia como nombres propios en las múltiples disputas con que marcaron el pulso de la vida filosófica mexicana de esos años.

El capítulo IV, “La vocación enunciativa en los márgenes de la filosofía traducida” pone en escena la intervención paratextual de traductores y editores para problematizar el límite entre el texto traducido, atribuido a su autor, y el discurso producido por su traductor. De la producción textual y discursiva que constituye el continuo de traducción al que me referí anteriormente, emerge la subjetividad de los reenunciadores de discursos importados y, bajo la apariencia inofensiva de la contextualización de una obra que se ofrece en un prólogo o en una reseña, puede surgir una particular interpretación tanto de la obra traducida como de la contribución del autor que así se integra a la bibliografía filosófica en español. En otros términos, en los márgenes de la filosofía traducida se manifiesta una vocación enunciativa o una particular inclinación hacia la producción de un discurso filosófico, a la vez huésped y anfitrión, de un discurso filosófico importado. Gracias a este examen de los discursos que proliferan en torno a las traducciones de filosofía puede identificarse una multiplicidad de ethos que buscan situarse en el panorama filosófico de la época y que revelan con no poca frecuencia cambios en la percepción social del oficio del filósofo y del traductor. Desde los márgenes de las traducciones de la filosofía grecolatina, del existencialismo y del marxismo, entre otras corrientes, el análisis del discurso contribuye a ilustrar cómo la traducción, de mera importación y recepción, pasa a ser la sede de intervenciones, lecturas y reescrituras filosóficas.

El epílogo con que concluye este estudio se centra en un problema sugerido en varios lugares del corpus de esta investigación, esto es, la conflictiva relación del español con la filosofía. La relación entre el español y la filosofía se ha tematizado y ha seguido tratándose, incluso de manera reciente, más allá del contexto mexicano, por lo cual me pareció prudente dedicarle un espacio que permitiera abordarlo tomando en cuenta las posturas que al respecto han adoptado los filósofos de la España penínsular. Esas últimas páginas siguen, pues, el rastro del debate en torno a la frecuentemente cuestionada e ideologizada capacidad del español para transmitir o dar lugar a un discurso filosófico; un tema que ha tocado fibras profundas a ambos lados del Atlántico. Seguir el rastro de esas reflexiones, desde una perspectiva traductológica contribuye a mostrar una faceta más de la íntima relación entre traducción y filosofía.

I La filosofía traducida o el ritual de la autenticidad

A lo largo del siglo XX, la autenticidad de la filosofía escrita en español fue una preocupación constante en España e Hispanoamérica. Al recurrir a nociones como trasplantamiento, imitación, adaptación y originalidad para narrar el camino recorrido por la filosofía en Suma filosófica mexicana, Ibargüengoitia (2000) sugirió una especie de teleología según la cual el destino de las ideas importadas es llegar a aclimatarse a su contexto de recepción hasta dar lugar a una “filosofía original”.

En general, al abordar la cuestión se ha tendido a matizar que por el carácter exógeno atribuido a la filosofía, esta y la traducción han compartido el camino desde la época colonial. Así, es inevitable observar una intensa labor traductora a partir del “trasplante” de la escolástica en el contexto de la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México en el siglo XVI, pasando por los conflictos que llevaron a su clausura en el siglo XIX; por los vínculos de la filosofía con el liberalismo del proyecto republicano y, luego, con el positivismo del periodo porfirista, hasta las corrientes filosóficas traducidas e importadas en México a lo largo del siglo XX.

Tal vez la primera evidencia de la preocupación por lo propio en filosofía en el siglo XX sea la Bibliografía filosófica mexicana compilada por Emeterio Valverde Téllez en 1913 Al incluir 291 títulos de obras traducidas y publicadas en México, entre la llegada de la imprenta en el siglo XVI y 1914, año de su útlima actualización, la obra permite trazar un esbozo de las actividades traductoras vinculadas a la práctica de la filosofía en la Nueva España y en el México decimonónico. El panorama traductor que queda al descubierto revela el universo heteroglósico que caracterizó la práctica de la filosofía en la Nueva España y en los primeros años del México independiente. Aunque, como era de esperarse, el francés y el latín contribuyeron a acercar a los lectores novohispanos y mexicanos a obras que circulaban en lenguas menos accesibles como el alemán, el chino y el griego, en el resto del repertorio de Valverde, el español fue poco a poco afianzándose como lengua de la expresión filosófica al servir de destino a obras originalmente escritas en alemán, francés, hebréo, inglés, italiano, latín, náhuatl y toscano. Asimismo, el hecho de que en algunos casos, las traducciones omitiesen el nombre de los autores o las lenguas originales de las obras publicadas muestra hasta qué punto sirvieron como reemplazo de sus originales.

En el prólogo a su Bibliografía, Valverde describió elocuentemente el propósito de la obra y justificó haber incluido las traducciones junto con las obras “originalmente escritas por autores mexicanos”, argumentando que “quien traduce una obra, quien se toma la molestia de reimprimir un libro de Filosofía, es casi seguro que acepta las doctrinas que en él se expresan, cree útil la difusión de las ideas y siquiera sea por mero espíritu de especulación, espera encontrar lectores” (1913 [1989]: xxx). En otros términos, estas traducciones debían incluirse en el repertorio porque se asumía que no estaban desvinculadas del trabajo intelectual de sus traductores. El hecho de haberlas dado a la estampa en México permitía registrarlas junto con las originales. Al convertir a las traducciones en evidencia de la producción intelectual mexicana y en argumento contra los rumores de su esterilidad, la obra de Valverde se inscribió en el debate de la autenticidad de la filosofía mexicana que se prolongó a lo largo del siglo XX.

Con todo, la relación entre las traducciones y las obras originalmente escritas en español distó mucho de poder definirse en términos unívocos. Como si fuesen el negativo de una fotografía de familia, estas traducciones muestran los puntos en que la luz exterior incidió; puntos que fue difícil ignorar cuando se trató de sostener la autenticidad de una producción filosófica “nacional”. No obstante, estas traducciones también fueron y siguen siendo productoras de nuestro pasado filosófico. La cursiva en el adjetivo sugiere que el proceso de apropiación mediante el cual este pasado se ha definido como ancestro común no puede definirse de manera simple. Por mencionar solo dos casos paradigmáticos de este proceso de reescritura y apropiación de la historia, recordemos que tanto la Investigación filosófico natural. Los libros del Alma 1 y 2 de Alonso de la Veracruz como La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes fueron ejericicios traductores, en los cuales Oswaldo Robles (1942) y León Portilla (1959), respectivamente, emprendieron la tarea de integrar ambas obras al corpus filosófico mexicano. Traducir para rescatar el pasado filosófico ha sido un ejercicio de reconstrucción antes que la reproducción o la mera transmisión de saberes olvidados, pues la actualización y recontextualización a las que se somete aquello que se pretende rescatar van de la mano de procesos de resemantización e instrumentalización de los autores y conceptos en cuestión en cada caso. Las nuevas lecturas han contribuido a instaurar un ritual de la autenticidad en el que participaron tanto oficiantes como practicantes de la filosofía en México, según la manera en que concebían y el lugar que otorgaban a la filosofía en el espacio social.

Desde el umbral de la revolución de 1910, la mirada reflexiva sobre la filosofía en México emprendió una revisión histórica anunciada en el discurso que Sierra pronunció con motivo de la reinauguración de la universidad. Tras un destierro de las instituciones de educación oficial desde 1867, el retorno de la filosofía a la universidad se planteó en los siguientes términos:

Una figura de implorante vaga hace tiempo en derredor de los templa serena de nuestra enseñanza oficial: la filosofía; nada más respetable ni más bello. [E]sa implorante es la filosofía, una imagen trágica que conduce a Edipo, el que ve por los ojos de su hija lo único que vale la pena de verse en este mundo, lo que no acaba, lo que es eterno.¡Cuánto se nos ha tildado de crueles y acaso de beocios, por mantener cerradas las puertas a la ideal Antígona! (1910 [1984]: 459).

A pesar de la voluntad explícita de reparar los daños causados por su destierro de la polis mexicana, el regreso de la filosofía a la educación superior oficial no significó el regreso sin más de la filosofía, a pesar de que se le reconocía el mérito de haber sobrevivido el siglo XIX en el seno de conventos y monasterios. Que se valoraran las verdades eternas descuidadas por el positivismo del último tercio del siglo XIX no fue suficiente para rescatar un pensamiento especulativo que, además de asociarse con instituciones confesionales y posturas políticas conservadoras, parecía tener pocos vínculos con la realidad social y política mexicana.

La vuelta de la filosofía a la universidad, al igual que el papel que los ateneístas le concedieron en la renovación cultural del país, la insertaron en un movimiento construido en torno a “la particularidad de la cultura nacional, la originalidad espiritual y la revitalización de lo propio en un marco integrador, fuera este hispanoamericano o universal” (Estrella, 2014: 95).

Considerado a veces como una “revolución conservadora” por su regreso a las fuentes y su ambigua ruptura con el positivismo (Monsiváis 2008: 970), el Ateneo de la Juventud reintrodujo la metafísica en el ámbito intelectual mexicano y en el debate sobre la educación pública, con José Vasconcelos y Antonio Caso como representantes del ámbito filosófico, y Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, como representantes del ámbito literario.

En su búsqueda de la autenticidad nacional los ateneístas recurrieron a la traducción profusamente. La faceta traductora de Reyes ha sido estudiada en varias oportunidades (Castañón 2013). Sabemos que muchas de las inquietudes intelectuales del grupo se han rastreado hasta Bergson, Boutroux, Croce, Eucken, Hegel, James, Kant, Lessing, Menéndez Pelayo, Nietzsche, Poincaré, Ruske, Schiller, Schopenhauer, Taine, Wilde, Winkelman, Wundt (Hernández Luna 2000: 10). Aunque señalar influencias no puede equipararse sin más a una tarea de traducción, en el contexto que nos ocupa las tareas intelectuales se situaron inevitablemente a caballo sobre lenguas distintas, de manera que la práctica de la traducción respaldó mucho de aquella producción intelectual. Sin limitarse a publicar traducciones de obras extranjeras, traducir incluyó leer en francés para escribir en español, ventaja que el afrancesamiento de los círculos letrados representó desde fines del siglo XIX. Las traducciones también se hicieron presentes en los libros españoles que llegaban a México y comenzaban a renovar un desgastado repertorio de lecturas.

Que una comunidad intelectual se organizó en torno al proceso de renovación de este repertorio ha quedado plasmado, además, en las crónicas del surgimiento, primero, de cenáculos literarios y filosóficos y, hacia 1907, de la la Sociedad de Conferencias. De esta manera, cuando ese 12 de junio, Antonio Caso expuso “La significación y la influencia de Nietzsche en el pensamiento moderno”, es muy probable que sus fuentes hayan sido las traducciones francesas o españolas a las que tenía acceso, ya que el conocimiento del alemán era más bien raro entre los intelectuales mexicanos de la época. A esto precisamente se refería Villoro cuando, al abordar el periodo ateneísta, lamentó el aislamiento del medio intelectual mexicano, cuyas lecturas se limitaban a aquello que pasaba por Madrid o París (1960 [1995]: 39).

El reproche reafirma la sospecha con que la traducción se integró a las prácticas intelectuales de la época, a veces actuando tras los bastidores de la cátedra o la intervención pública y otras respondiendo a necesidades de difusión o interés filosófico personal. Cuando la lectura privada, la tertulia y la cátedra se mostraron insuficientes para colmar una curiosidad intelectual mayor, las traducciones intervinieron de manera decisiva. Como ejemplo de lo anterior, Vasconcelos citó el caso de Walter Pater, el cual “era tan solicitado que aparece de él una traducción mexicana” (Hernández 2000: 10).2 No obstante, la traducción El concepto de ley natural en la ciencia y la filosofía contemporánea de Boutroux que Antonio Caso publicó cumplió con una función distinta. No se trataba de satisfacer una mera curiosidad intelectual que poco a poco se iba generalizando, sino de procurar que surgiera “como corolario filosófico, una moral más desinteresada y menos absurda que las que pregonaron los positivistas mexicanos” (Caso 1917: 22). En otros términos, los ateneístas situaron la tarea traductora en la frontera entre un espacio público, en el que las traducciones cumplían una función civilizadora, y un espacio privado, en el que las traducciones debían dar lugar a una filosofía propia.

La colección de clásicos que Vasconcelos publicó a su paso por la Secretaria de Educación Pública para apoyar su campaña de alfabetización evidenció lo primero. En la nota preliminar a uno de los volúmenes no vaciló en definir a la traducción como “el primer paso para la elaboración de una cultura propia” y a “nuestra lengua” como vehículo de la difusión cultural que redundaría en la expulsión “del libro en idioma extranjero” (1921: 6-7). El testimonio de la participación de Daniel Cosío Villegas en la traducción de las Enéadas de Plotino evidenció lo segundo. De acuerdo con Cosío, dado que “no podía pensarse siquiera en traducirla directamente del griego, tanto por el desconocimiento de esa lengua, como por el tiempo que se llevaría hacerla de ese modo”, Vasconcelos pidió a Ramos, Cosío Villegas y Villaseñor traducirlas usando como textos fuente traducciones inglesas y francesas (1976: 76).

La selección de las Enéadas que se publicó finalmente en la colección de clásicos (1923) se atribuyó al departamento editorial de la SEP, sin mención alguna de la intervención de Cosío Villegas, Ramos y Villaseñor. El anonimato en el que permanecieron los traductores también dio lugar a que la autoría de esa traducción se atribuyera al propio Vasconcelos. El interés del entonces secretario de educación pública por el neoplatónico permitía vincularlos en el clásico binomio autor-traductor, según el cual la labor de la reescritura de un texto ajeno lleva finalmente a la escritura de la obra propia. Desde esta perspectiva, Vasconcelos nohabría pretendido solamente una reconstrucción de la obra de Plotino en español, “buscaba más bien encarnarla, traducirla en conducta práctica. Su primer propósito fue escribir una obra filosófica como las Enéadas”; escribir “las Enéadas modernas de un neoplatónico americano” (Krauze 2000: 940). El vínculo entre traducción y obra original parecería integrar la tarea traductora en un ritual productor de la tan ansiada autenticidad, en el cual el traductor se apropiaría de la obra de su autor para producir la propia.

Sin embargo, la apropiación del canon clásico que Vasconcelos pretendió con su colección solo pudo ser parcial. Y esto no solo se debió a que las obras publicadas fueron reimpresiones de traducciones españolas, sino también a que los altos índices de analfabetismo de la época contrastaban con las ambiciones lectoras del secretario de educación; contraste que replicaba un intelectualismo inspirado en proyectos culturales y políticos también importados.

Las críticas a tales importaciones no se hicieron esperar, replicando, irónicamente, muchas de las críticas que los mismos ateneístas habían hecho a los intelectuales del porfiriato como importadores de ideas que poco o nada tenían que ver con las necesidades nacionales. Ante las abundantes críticas al intelectual como un ser enclaustrado en su torre de marfil, en “El bovarismo nacional”, Caso tomó a su cargo resguardar el espacio intelectual abierto por los ateneístas diez años antes. Aunque la definición del término “bovarismo”, retomado de Jules de Gaultier, como un “mal” y una “tragedia” parecería sugerir que el autor se unía a la condena generalizada del intelectualismo desligado del contexto social mexicano, en su discurso también se presentaba ese bovarismo como la posibilidad de superar otra tragedia, a saber, la fatalidad de las circunstancias presentes. En sus propios términos:

Los pueblos, como los individuos, también son bovaristas. A veces piensan que son diversos de como son en realidad. Pero si se creen libres, llegarán a serlo algún día. México busca su libertad a través de su historia. Cada una de sus revoluciones acerca a la patria a la realización de su destino. La vida es, en suma, más tolerable con bovarismo que sin él. Constreñidos en nuestra individualidad, nos devoraría la desesperación de no salir nunca de nuestra propia miseria (1922: 81-82).

Las afirmaciones anteriores son reveladoras en muchos sentidos. Además de sugerir el bovarismo del pueblo mexicano, aventuraban una lectura histórica que explicaba a partir de él las revoluciones con las cuales había pretendido alcanzar un ideal libertario que las circunstancias le negaban. Asimismo, asimilado a esa búsqueda “de un mundo imposible, de una vana realidad de leyenda” (Caso: 80), el bovarismo reivindicado por Caso abría el camino a un ejercicio filosófico cosmopolita que al negar los constreñimientos de “nuestra individualidad” contribuiría en último término a superar una realidad hostil. Rebasar estos constreñimientos era también perseverar en el empeño por llegar a ser aquello que no se era todavía.

La reivindicación de la voluntad mimética que podía leerse en el discurso de Caso no bastó para conjurar las críticas hechas por Samuel Ramos en su Perfil del hombre y la cultura en México (1934[1963]). Si Caso elegió la perspectiva literaria para abordar el problema, Ramos partió de la psicología adleriana para esbozar un perfil de la cultura mexicana basado en su carácter necesariamente derivado y su pertinaz mimetismo. Desde la perspectiva de Ramos, el “vicio” de la imitación de lo extranjero no solo había traído como consecuencia “los fracasos de la cultura en nuestro país” (21), sino que también había impedido la asimilación de lo heredado. La imitación se concibe como un proceso mecánico, ligado a la traducción y opuesto a la organicidad de la asimilación. Para reforzar el contraste entre ambos procesos, el autor apeló al rumor según el cual “el primer texto de la Constitución americana que se conoció en México fue una mala traducción traída por un dentista” (23).

El diagnóstico negativo de Ramos parecía partir también del terreno filosófico. En “La campaña antipositivista”, ensayo publicado en 1927 en la revista Ulises, su maestro Antonio Caso apareció retratado como un expositor de filosofías extranjeras más que como un pensador original. El contraste entre exponer las ideas de otros y producir ideas propias, quedó explicitado en Ramos y yo. Un ensayo de valoración personal. Por distintas vías, emprendió allí Caso la defensa de su originalidad como pensador. Una de ellas consistió, precisamente en contrastar la labor traductora con la producción de una obra original. Así, el maestro responde al joven Ramos en los siguientes términos:

El señor Ramos lleva publicado, tan sólo, una versión española, de no muy pulcro estilo, referente al Compendio de Estética de Croce, versión que coincidió, con otra excelente del propio libro, redactada en España, amén de unos cuantos artículos periodísticos, por lo que resulta imposible adivinar su pensamiento filosófico (1927: 12).3

Además de revirar contra Ramos por no haber hecho más que una traducción, retraducción si consideramos que competía con la versión española; la respuesta de Caso evidencia una vez más que la tarea de traducción solo es legítima cuando se vincula a la producción de la propia obra, esto es, cuando permite hacerse de lo traducido, asimilándolo en aras de la producción de una obra original. Asimismo, Caso recordó a Ramos que la Historia y antología del pensamiento filosófico, publicada por el primero en 1926, era “la primera antología redactada en castellano, y que abarca[ba] toda la evolución de las ideas”. En este caso, su originalidad quedaba de manifiesto porque, decía, “nunca se ha[bía] intentado en nuestra lengua el esfuerzo que yo he realizado” (28). Un esfuerzo que, para que no hubiera ninguna duda, Caso equiparó a obras como las Lettres à Zoe de Salomón Reinach o la Historia de la filosofía de Will Durant, las cuales escritas en francés y en inglés serían el equivalente en esas lenguas del esfuerzo sintetizador del filósofo mexicano.

El intercambio entre Caso y Ramos evidencia que la originalidad se fue construyendo a la vez por oposición a la traducción y gracias a ella. Por un lado se reprochaba que la producción intelectual se limitara a traducir; por el otro, era precisamente una suerte de traducción; esfuerzo pionero de síntesis filosófica, lo que se erigía en prueba casi irrefutable de originalidad. El español, cual terra incognita se convertía así en terreno de conquista para la expresión filosófica.

La labor pionera que representaba escribir filosofía en español en este contexto quedó confirmada en el prólogo que Eduardo García Máynez escribió para Positivismo, neopositivismo y fenomenología, compilación de las conferencias dictadas por Caso y publicadas por el Centro de Estudios Filosóficos (1941). De acuerdo con el prologuista, el conferencista “ha continuado en la América Española la tarea iniciada por aquellos filósofos en Europa y Estados Unidos; pero ha sabido lograr una posición independiente, realizando en la misma dirección espiritual, interesantes aplicaciones y trabajos originales” (Caso 1914: 13, las cursivas son mías). Frente a los cuestionamientos a la originalidad del maestro, Máynez afirmó que “tales cargos [eran] infundados, y únicamente revela[ba]n desconocimiento, no solo de la producción insigne del maestro, sino de la naturaleza de las tareas filosóficas y de la imposibilidad de una originalidad absoluta” (15).

De tal manera, hacer filosofía implicó también participar en el debate sobre su carácter extranjero, sobre su trasplante, asimilación y adaptación a la realidad mexicana, pero también sobre la autenticidad u originalidad a la que se podía aspirar. La importancia de este debate ha dado lugar a que se reconozcan en él dos modelos de hacer filosofía en Hispanoamérica. Uno, el de una autenticidad definida a partir de la propia circunstancia y, otro modernizador y deshistorizante que entendía la filosofía en clave universalista y buscaba consolidarla como disciplina universitaria (Hurtado 2007: 27-32). Esta vertiente no buscó subrayar la especificidad de las prácticas filosóficas mexicanas o americanas, sino que se interesó por cultivar una filosofía “científica”. Así, en El problema de la filosofía hispánica, Eduardo Nicol sostuvo que “no es la mengua de originalidad vital con que deba pagarse la originalidad intelectual. La filosofía en su más alto ejercicio carece de couleur locale” (1961 [1998]: 79). De la misma manera, al tiempo que reconocía que las filosofías particulares se inscriben en el marco más amplio de la filosofía occidental, Ferrater Mora alertó sobre el hecho de que “la busca americana de una autenticidad y una peculiaridad no debe hacer olvidar que lo que importa en filosofía es la verdad” (1969: 669).

A pesar de las concepciones del ejercicio filosófico presentes en ambos modelos, la traducción se encontró practicada y reivindicada tanto por los partidarios de la autenticidad, como por los modernizadores. Aunque sus tareas traductoras no fueron objeto de disputa, sí lo fueron las maneras en que unos y otros buscaron superar la falta de autenticidad que veían en la filosofía local. Si los modernizadores se pronunciaron por una reforma del medio filosófico que lo equiparaba a las ciencias, para los defensores del modelo de la autenticidad era necesario filosofar desde la propia circunstancia, lo cual incluía, aunque no se limitaba a historiar la filosofía hispanoamericana.

La creación de la cátedra de historia de la filosofía en México en la Facultad de Filosofía y Letras (1942) contribuyó a poner en manos de los historiadores de la filosofía la tarea de resolver las dudas sobre la capacidad de la filosofía para plantear y resolver los problemas nacionales y sobre la posibilidad de una filosofía asimilada a “nuestro espíritu nacional”, según lo planteó Ramos en su Historia de la filosofía en México. Que la importación debía dar lugar a la asimilación y ultimadamente a una filosofía auténtica se puso de manifiesto en el prólogo:

En México, el desarrollo de la filosofía ha llegado al momento en que no se ignora nada de lo que se ha pensado en Europa. Pero una vez que nos hemos familiarizado con la totalidad de la producción filosófica europea surge el problema de incorporar y asimilar la filosofía a nuestro espíritu nacional (1943:161).

La historiografía construida en torno a la filosofía producida y practicada en México se convirtió en uno de sus garantes al sostener con José Gaos que “no hay filosofía mexicana en la medida en que no hay Historia de la Filosofía Mexicana” (1952: 87). De la misma manera, Leopoldo Zea sostuvo que “para saber lo que podemos hacer es menester saber lo que hemos hecho” (Ramos 1943: 60).

Al abordar la historia de la filosofía atendiendo a las sucesivas importaciones de escuelas de pensamiento, el proyecto historiográfico de Gaos en En torno a la filosofía mexicana (1952[1980]) vino a representar una de las primeras tentativas por abandonar una historia de la filosofía escrita desde categorías centradas en las escuelas y corrientes filosóficas europeas, para proponer una historia situada en el contexto hispanoamericano. En este universo explicativo, hubo importaciones hechas desde fuera, esto es, desde la metrópoli, con objetivos completamente colonizadores; pero también las hubo desde dentro, resultado de un proceso de selección mediante el cual el medio importador actuaba de manera “libre y espontánea” en el trazado de las coordenadas que le correspondían en el panorama filosófico “universal”.

Esbozado desde la perspectiva de las importaciones, este relato histórico sacó a la luz el doble movimiento al cual dieron lugar los desplazamientos filosóficos operados a lo largo de cuatro siglos. Por un lado, este era un movimiento que insertaba lo extranjero en lo nacional por medio de una “adaptación de lo importado a las peculiaridades culturales del país en cada momento” (Gaos 1952[1980]: 149). El ejemplo por excelencia de lo anterior vino de la investigación de Zea sobre la importación del positivismo en México. El hecho de que el lema comteano “l’amour pour principe, l’ordre pour base et le progress pour but” hubiese sido traducido por Barreda como “orden, progreso y libertad”, más que de una recepción pasiva y acrítica, daba cuenta de una lectura selectiva y de una voluntad de adaptación del positivismo francés al contexto mexicano. Por otro lado, el mismo movimiento insertaba lo nacional en lo extranjero mediante una lectura reflexiva que contribuía a la universalidad de la filosofía, integrando en esta algo que anteriormente no tenía, pues al reconocer los tres estados comteanos en la historia de México, la lectura de Barreda lograba situarlo en el “curso de la historia universal” (p. 50).

El “afuera” y el “adentro” con respecto a los cuales se definían las importaciones no correspondía, ni a un espacio geográfico nacional, ni a una lengua en particular. Escrita originalmente en Italia a fines del siglo XVIII tras la expulsión de los jesuitas, la Historia antigua de México de Clavijero se citaba como ejemplo de una de esas importaciones hechas desde “adentro” en la medida en que incluso antes de que la obra llegase a México y se tradujera al español, el autor había incorporado las filosofías extranjeras de su tiempo de manera tal que a pesar de que estas eran extranjeras y de que Clavijero escribía en el extranjero, su obra seguía siendo mexicana (49).

La reflexión articulaba, pues, una dimensión intelectual y una dimensión histórico-política en cuya intersección se situaba la filosofía escrita en español. Si en un principio parecía que era posible defender cierta originalidad de la filosofía mexicana basada en su importación selectiva de filosofías, Gaos concluyó que este rasgo “quizá no [fuera] exclusivo de México”, ya que “en el mismo sentido que este, [habían] elegido en materia de Filosofía otros países hispanoamericanos en que también se [habían] sucedido escolástica, eclecticismo, positivismo, bergsonismo” (59). De tal manera, esta reflexión también atenuaba las fronteras entre las reflexiones identitarias hispanoamericanas, integrándolas en un paisaje unificado por el español promovido a lengua de expresión filosófica. De ahí que la invitación a historiar las ideas hiciera de la historia de la filosofía mexicana un ejemplo para escribir aquella de los “países de lengua española en general” (22). 

Así planteada, la historia de la filosofía no sólo fue responsable de articular un corpus de obras y autores en el cual el pasado filosófico mexicano justificaba una tarea filosófica endógena; también pretendió unificar, bajo la bandera de la lengua española, la contribución hispanoamericana al panorama filosófico internacional o “universal”, según el término empleado en las discusiones de la época. Así, a casi diez años de la Historia de la filosofìa en México de Ramos, Gaos situó la filosofía mexicana en el horizonte de la producción intelectual de los países hispanohablantes, de la siguiente manera:

La filosofía de los países hispanoamericanos y de España presenta rasgos típicos de toda ella: la preferencia por los temas y problemas sueltos sobre los sistemas, por las formas de pensamiento y de expresión más libres y más bellas sobre las más metódicas y científicas, el gusto por las orales, el “politicismo” y el “pedagogismo” distintivos de estos países. Estos rasgos la unifican pues caracterizándola a diferencia de las filosofías de los países “clásicos” de la filosofía, la filosofía antigua, las filosofías modernas de Italia, Francia, Inglaterra, Alemania para nombrarlos en orden de su sucesiva hegemonía en el mundo de la filosofía (70).

La cita anterior es reveladora no sólo de la construcción de la lengua y la historia como rasgos que distinguen y cohesionan la filosofía de los países hispanohablantes, sino también de cierta jerarquía internacional en cuanto a las ideas se refiere. Subyace la convicción de que la filosofía de los países hispanohablantes no pertenece a este orden internacional de las ideas y se sitúa, por ende, al margen de lo clásico. La reflexión sobre la autenticidad de la filosofía americana, en la cual se diluyó la filosofía mexicana por el hecho de expresarse en español y por tener un pasado colonial compartido con otros países hispanoamericanos, se tiñó entonces con un tono de reivindicación histórico-política.

Repensar las importaciones como el resultado de una práctica filosófica autóctona no fue indispensable solo para responder a la acusación de falta de originalidad, ni para sustentar cierto nacionalismo en filosofía, sino también para reflexionar sobre las capacidades expresivas de un español “filosófico”. Si la propuesta de Gaos tendía a mostrar que aquellos que habían traducido filosofía en territorio mexicano, se habían hecho de ella de manera suficiente como para postular un trabajo auténtico de apropiación, mismo que permitía añadir el adjetivo “mexicana” a su historia de la filosofía, esta reflexión se tornó más compleja al vincular la importación de ideas a un mundo hispanohablante que rebasaba fronteras nacionales.

El viraje que la discusión tomó a fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta no solo puso en tela de juicio la universalidad de la filosofía europea, sino que también emprendió una reflexión sobre el lugar desde el cual se filosofaba. Como se verá más adelante, entre 1947 y 1952, la construcción de esta autenticidad filosófica se llevó a cabo por medio de la combinación de fenomenología y el existencialismo que ocupó al grupo Hiperión, cuyos miembros reaccionaban “ante la actitud imitativa de nuestro pensamiento, pendiente sólo de repetir doctrinas importadas” (Villoro 1995: 120-121).4

Las reservas ante la defensa de la autenticidad de una filosofía mexicana o americana no solo salieron de entre las filas de los defensores de una filosofía científica. También se objetó a lo anterior desde el marxismo, entonces representado por Lombardo Toledano. Para el autor, precisamente por ser el resultado de la colonización española, la filosofía local carecía de toda originalidad. En sus propios términos: