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Cuando dos excursionistas encuentran a un niño traumatizado que deambula solo por un rincón remoto de las montañas Adirondack, en el estado de Nueva York, siguen sus pasos hasta una cabaña, donde hacen un horrible descubrimiento. La gravedad de lo ocurrido lleva al FBI, encabezado por la agente especial Jill McDade, a hacerse cargo de la investigación, que resultará ser mucho más aterradora de lo que inicialmente pensaban. El periodista de sucesos Ray Wyatt recibe el encargo de indagar en el perturbador caso, en un intento por mejorar las decadentes cifras de la agencia de noticias para la que trabaja, mientras sigue atormentado por la pérdida de su hijo y su mujer, años atrás. McDade y Wyatt tendrán que poner sus vidas en juego en una lucha contrarreloj para descubrir la verdad detrás de uno de los crímenes más atroces de la historia del estado de Nueva York. ¿Se trata de un hecho aislado o podría estar relacionado con los asesinatos en serie no resueltos que han asolado el estado durante varios años? --- «Uno de los mejores autores de thrillers del mercado». Library Journal ⭐⭐⭐⭐⭐ «El estilo intrigante e intenso de Rick Mofina convierte cada uno de sus thrillers en un viaje lleno de adrenalina». Tess Gerritsen ⭐⭐⭐⭐⭐ «Los libros de Rick Mofina son puro suspense. Historias adictivas imposibles de soltar». Louise Penny ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un comienzo potente para una nueva serie… La narración es ágil… y Ray Wyatt es un protagonista muy bien construido. Tiene un trasfondo personal muy interesante que promete una trama continua a la que ya estoy enganchada». Blue Mood Café ⭐⭐⭐⭐⭐ «Cautivador, con secretos y giros inesperados. Te deja con ganas de más. Rick Mofina te mantiene en vilo. Muy recomendable». Reseña en Amazon ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 274
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Rick Mofina
Hacia el fuego
Título original: Into the Fire
Copyright © Rick Mofina, 2022. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Ana Castillo, © Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1426-0
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
First published in 2022 by Lorella Belli Literary Agency and Agencia Literaria Carmen Balcells, S.A.
Este libro es para Donna Carrick.
Regiones de dolor, sombras lúgubres donde la paz
y el descanso nunca pueden habitar, donde nunca llega la esperanza
que a todos llega.
¿Qué importa que el campo esté perdido?
No todo está perdido; la voluntad inconquistable
y el estudio de venganza, el odio inmortal
y el valor para no someterse ni ceder jamás.
John Milton, «El paraíso perdido»
Camino Starving Wolf, montañas Adirondack, Nueva York
Había algo entre los árboles.
Jessica Young se concentró en la zona que tenía delante, a la derecha, pero era difícil ver a través de la densidad del bosque. Por un segundo, estuvo segura de haber visto una mancha de color en la distancia.
Se fijó de nuevo en la zona.
Nada.
”Es solo mi imaginación. O un truco de la luz».
Se encogió de hombros y siguió caminando.
”Además, Cody dice que casi nadie conoce este apartado rincón de las montañas. Ni siquiera aparece en la mayoría de los mapas».
Al contemplar los rayos del sol que se colaban entre las copas de los árboles, Jessica se colocó mejor la mochila, aliviando el dolor de hombros. Agarrando las correas, miró a Cody Marshall, unos pasos por detrás de ella.
—¿Tienes problemas para mantener el ritmo, cariño? —dijo Jessica—. ¿Este sendero es demasiado complicado para mi duro marine?
Jessica sabía de sobra que él podría hacer aquel camino en la mitad de tiempo y llevándola a ella. Pero a Cody le encantaban sus bromas y respondía con su tímida y confiada sonrisa de lado, que siempre la conmovía.
—Hago lo que puedo, Jess.
—Mejor que sigas así, amigo.
Fue idea de Cody salir de Filadelfia con ella para hacer lo que él llamaba «lo del río de dos corazones de Hemingway» en las montañas. Había sido su cuento favorito en la escuela. Cuando Cody era niño, su padre lo llevaba de pesca a esa zona aislada y acampaban durante días. Jessica comprendió que Cody necesitaba hacer ese camino desde que había regresado de su misión en Afganistán hacía tres meses.
Desde que volvió a casa, había estado callado, sin hablar mucho de su estancia allí. En lugar de eso, habló de empezar su nuevo trabajo en una empresa de seguridad y quizá convertirse en policía. Él le dedicaba esa sonrisa cada vez que hablaba de sus planes de casarse después de que ella obtuviera su título de enfermera. Entonces esa sonrisa se desvanecía, y ella sabía que era porque le venía a la mente Afganistán. Se dio cuenta de que Cody necesitaba ir a aquellas montañas para curarse.
—¿Quieres descansar y comer temprano? —Señaló con la cabeza una roca plana junto a un arroyo.
Como Cody no contestó, se giró hacia él.
Se había detenido en seco y miraba fijamente los árboles que tenía delante, a la derecha.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Me ha parecido ver algo.
—A mí también, pero no estaba segura.
—No te muevas. —Cody se tocó los labios con el índice—. Escucha.
Ambos miraron al frente.
Nada.
Esperaron.
Entonces, a lo lejos, a poca altura del suelo, en lo más profundo del bosque oscuro y espeso, apareció un destello amarillo.
—¡Hola! —exclamó Cody.
Como respuesta, solo oyeron el canto de los pájaros y una brisa, que llevaba un dulce y limpio aroma a pino y acariciaba con suavidad los árboles que los rodeaban. En algún lugar cercano, oyeron un aleteo. Después, el lejano y débil chasquido de una rama. Cody se quitó la mochila, sacó los prismáticos y se los acercó a los ojos.
—¡Jesús! —dijo—. ¡No puedo creerlo!
—¿Qué pasa?
—¡Es un niño, un niño pequeño! —Le pasó los prismáticos.
Cuando Jessica los ajustó, apareció la imagen borrosa de un niño.
—¡Parece un niño pequeño! ¡Qué demonios! ¡No hemos visto a nadie en tres días! ¿Qué hace aquí solo?
—Vamos a comprobarlo.
La maleza crepitaba y las ramas se les enganchaban y tiraban de ellos mientras avanzaban rápidamente hacia el niño. Lo alcanzaron en un claro, donde había un pequeño prado.
—¡Eh, chico! —lo llamó Cody.
El niño siguió caminando, como si no hubiera oído nada.
Cody y Jessica corrieron hacia él. El niño se detuvo y ellos se arrodillaron delante de él. Parecía tener unos seis o siete años. Llevaba puesto un pijama: una camiseta amarilla de manga corta con el famoso dibujo del monstruo del sueño, y unos pantalones largos a rayas.
—¿Hola? —Cody miró alrededor—. ¿Dónde están tu mamá y tu papá?
El niño no respondió.
—¿De dónde vienes? ¿Estás con alguien? ¿Dónde está tu campamento?
No los miró ni reaccionó de ninguna manera. Tenía los ojos muy abiertos y no miraba a nada mientras Jessica evaluaba su estado. Estaba temblando.
—Dios mío, cariño...
El niño tenía la cara, el cuello, los brazos y las manos raspados e hinchados por las picaduras de insectos. Su camiseta estaba llena de rasgaduras y salpicada de manchas de sangre. Tenía los pies descalzos, con heridas y cubiertos de laceraciones y mordeduras. Se dio cuenta de que su mano derecha agarraba algo; con una suave insistencia, se la abrió y descubrió una diminuta figura de juguete de un astronauta.
Jessica estudió sus ojos y comprobó su pulso.
—Está en shock, Cody.
Mientras ella buscaba en la mochila el botiquín de primeros auxilios, Cody puso su saco de dormir en el suelo y sentó al niño de modo que Jessica pudiera atenderlo, limpiarle los cortes y vendarle donde pudiera. Cody le hizo beber agua de su cantimplora y comer algunos trozos de manzana y uvas. Jessica lo envolvió en su sudadera y le puso unos calcetines de lana en los pies vendados.
—Debe llevar solo aquí toda la noche —dijo Cody.
—¿Cómo te llamas, cariño? —le preguntó Jessica al pequeño.
Masticando, el chico miraba al frente sin hablar.
—Es como si no te oyera —dijo Cody, que examinó la figurita del astronauta antes de volver a colocarla en la mano del chico—. ¿Qué hace aquí solo? ¿Tal vez se alejó del campamento de sus padres por la noche?
—No lo sé. Ha pasado por algún tipo de trauma. Tenemos que llevarlo a un hospital.
Cody consideró la situación.
—En el mejor de los casos, tardaríamos un día en volver al inicio del sendero y a nuestro coche. Y eso usando el camino más rápido que conozco, con unos cuantos atajos por un terreno complicado.
—Ya...
—Pero creo que deberíamos ir por ahí, por donde vino el niño.
—¿Por qué?
—Podría haber más personas que necesiten ayuda. Tenemos que averiguar qué ha pasado.
Camino Starving Wolf, montañas Adirondack, Nueva York
Mientras se ponían en marcha, Cody llevaba al niño, que se había quedado dormido, colgado del hombro.
Cody sabía que se la estaban jugando al intentar volver sobre sus pasos.
Allí no había cobertura para móviles ni GPS. Nada garantizaba que Cody hubiera elegido el camino que el chico había tomado.
Aquello requeriría todas las habilidades de rastreo de Cody, pero Jessica confiaba en sus instintos.
Cody también tenía una buena brújula y buenos mapas, incluidos unos viejos que había heredado de su padre. Y podía recurrir a su formación y experiencia como soldado.
Conocía su ubicación aproximada y el área que habían recorrido. Tenía una idea general del camino por el que podría haber ido el chico. De vez en cuando, Cody encontraba una pequeña huella de pie en el barro, una rama rota o maleza doblada, lo que confirmaba que iban en la dirección correcta.
Afortunadamente, gran parte del terreno era llano. Atravesaron zonas musgosas y algunas rocas resbaladizas mientras avanzaban con paso firme a través de espesos bosques.
Al cabo de una hora, Cody consultó su rastreador y vio que habían recorrido casi tres kilómetros. Llegaron a una colina con vistas a un pequeño claro y a una cabaña con un todoterreno aparcado delante.
A través de los árboles, vieron la terraza de la cabaña y un jardín con cuatro sillas alrededor de una hoguera. Un sendero serpenteaba desde la cabaña hasta un retrete exterior, mientras que otro conducía a un lago.
—Tiene que ser aquí. —Cody dejó al niño en el suelo y se quitó la mochila.
El chico tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba. Entonces, al divisar la cabaña, se inquietó, tuvo miedo. Rodeó las piernas de Jessica con los brazos, lanzándole una mirada de preocupación.
—Me quedaré aquí con él —dijo—. Baja y echa un vistazo.
—Voy...
—¿Cody? —Jessica le agarró la mano y se la estrechó con fuerza durante un momento.
Él la miró.
Jessica señaló con la cabeza al chico.
—Algo le ha aterrorizado. Ten cuidado.
—Lo haré. —Cody le besó la mejilla.
Bajó por la pendiente y se acercó primero al todoterreno. Echó un vistazo al interior. Vacío.
Fue a la cabaña. Los tablones del porche gimieron al pisarlos y acercarse a la puerta principal. La puerta exterior, hecha de troncos tallados, estaba abierta de par en par. Se sujetaba con un gancho a la pared de la cabaña, dejando una puerta mosquitera más ligera.
Dada la sombra y el ángulo de la luz, la mosquitera parecía negra y no permitía ver el interior.
Cody golpeó el marco de la puerta.
—¿Hola? —llamó en voz alta.
Le respondió el silencio.
Volvió a llamar con más fuerza.
—¿Hay alguien en casa?
Cody esperó diez segundos, luego treinta; volviendo a mirar hacia el todoterreno, escuchó el piar de los pájaros y el tamborileo entrecortado de un pájaro carpintero lejano antes de coger la manilla. La puerta mosquitera crujió cuando la abrió y entró.
Parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a la luz, absorbiendo la completa quietud. No sabía qué esperar, pero, en caso de necesidad, podía desenvainar rápidamente el cuchillo de combate que llevaba atado al cinturón.
Se humedeció los labios y escudriñó el interior.
El aire olía a madera y a algo podrido, como a comida en mal estado.
A su izquierda había una encimera cubierta de latas de refresco vacías, botellas de agua, bolsas de galletas a medio comer, plátanos maduros, mantequilla de cacahuete y mermelada. Los platos sucios esperaban en el fregadero, que tenía una vieja bomba manual de agua. A la izquierda había una estufa y un horno de leña de hierro fundido que parecían haber sobrevivido más de un siglo.
Junto al mostrador había sillas y una mesita, de alrededor de 1950, con un mantel de vinilo a cuadros rojos y blancos. Sobre la mesa, unos saleros y pimenteros de una pareja de recién casados, bastante horteras, traídos de las cataratas del Niágara, vigilaban unos paquetes abiertos de tartaletas y un pastel, sobre los que zumbaban las moscas.
La cocina daba a un gran salón con puerta trasera. En las paredes colgaban cuadros de pinturas por números, con escenas de gente pescando y acampando. En el suelo, entre los sofás, Cody vio varias figuritas de juguete del estilo del astronauta que el niño sujetaba en la mano.
Dos puertas cerradas se alineaban en la pared de la izquierda.
Tenían que ser dormitorios.
Cody abrió la primera puerta y encontró dos camas individuales, pulcramente hechas, como si nadie hubiera dormido en ellas. En el suelo, una pequeña mochila estaba volcada, con ropa, libros y juguetes. Leyó la etiqueta de identificación que colgaba de ella: Ethan Nelson, 106 Carter Street, Yonkers, NY.
El niño tenía que ser Ethan.
La ventana, con una mosquitera para dejar entrar la brisa, estaba abierta.
Las tablas del suelo crujieron cuando Cody se acercó a la puerta de al lado. Alargó la mano hacia la manilla, pero dudó. Un zumbido bajo venía del otro lado. Cody estaba familiarizado con ese sonido por su tiempo en Afganistán. Tomó aire y mantuvo una mano en el cuchillo mientras entraba.
Su primer pensamiento fue: «¿Quién ha salpicado pintura en la pared?».
Amontonados entre las sábanas de la gran cama había dos cuerpos cubiertos de sangre, que empapaba el colchón y el suelo. Las salpicaduras cubrían las paredes, la cómoda, el equipaje, todo.
La respiración de Cody se aceleró.
Había sido testigo de terribles escenas de muerte en Afganistán, pero, por muchas veces que viera cadáveres, nunca se le hacía más fácil.
Preparándose, Cody rodeó la cama para ver los rostros de las víctimas.
Fue entonces cuando el zumbido se hizo más fuerte.
De camino a Saranac Lake, Nueva York
—Dos muertes sospechosas en una cabaña en el camino Starving Wolf. Esto es realmente malo.
Ray Wyatt, un periodista veterano, escuchaba a su interlocutor mientras contemplaba el horizonte de Manhattan desde la redacción del piso veinte de First Press Alliance. La agencia mundial de noticias tenía su sede en el centro, a pocas manzanas del Madison Square Garden y Penn Station.
—¿Así que la escena está cerca de Saranac Lake? —Wyatt se llevó el teléfono a la oreja mientras tomaba notas.
—Sí, pero la zona no es de fácil acceso —dijo la fuente de Wyatt, un policía al que había conocido mientras trabajaba en la historia de una fuga de prisión el año anterior.
Wyatt realizó una serie de llamadas rápidas a la policía del norte del estado mientras revisaba las agencias de noticias regionales y las redes sociales. Aún no se había publicado nada, pero era cuestión de tiempo. Fue a la oficina de Lou Talbott, su editor. Con los recortes de personal en la redacción y los ajustados presupuestos de los últimos años, las arrugas en la cara de Talbott se habían acentuado.
Tras escuchar a Wyatt, Talbott, que rara vez sonreía, se golpeó los dientes con la patilla de sus gafas. Hizo un par de llamadas antes de tomar una decisión.
—Me van a echar una buena bronca por esto, pero quiero que vayas allí ahora y empieces a enviarnos información —dijo Talbott, de pie junto al escritorio de Wyatt—. Coge un taxi hasta Teterboro. New York 103TV tiene un chárter que va a Saranac y se irá sin ti si no estás allí en una hora. Te he conseguido un asiento. Compartiremos los gastos del vuelo. Te reservaremos un coche de alquiler allí.
Ahora, mientras Wyatt observaba los edificios pasar a través de la ventanilla, se sintió aliviado de que el taxi fuera a buen ritmo y se alegró de tener siempre una bolsa preparada bajo su escritorio. Había hecho una llamada rápida a un amigo para que cuidara de su perra, Molly.
El taxi cruzó el túnel Lincoln, atravesó Nueva Jersey, pasó por Meadowlands, junto al estadio y el hipódromo, y llegó a la terminal de vuelos chárter del aeropuerto de Teterboro en cuarenta y cinco minutos. Tras pagar al conductor, Wyatt se echó la bolsa al hombro y entró en la sala de preembarque de la terminal.
Una rubia levantó la vista de su teléfono para saludarlo.
—¿Eres Ray Wyatt, de First Alliance?
—Sí, hola. —Mientras se daban la mano, detectó un toque de perfume.
—Roxanne Rowe, de 103TV. —Le dedicó una sonrisa radiante y señaló la ventana con la cabeza. En la pista, Wyatt vio a un hombre barbudo y de pelo desgreñado, con camiseta y vaqueros, que cargaba bolsas y material de televisión en un bimotor Cessna—. Ese es Kurt Sharp, el operador de cámara. Tu editor ha enviado tu acreditación por correo electrónico. Todavía tienes que enseñarles tu carné o algo así, Ray, y tienen que inspeccionar tu equipo. Aparte de eso, está casi todo listo. ¿Preparado?
—Sí.
Poco después de que el avión, un acogedor seis plazas, despegara y se dirigiera hacia el norte, la imponente extensión urbana del noreste de Nueva Jersey y de la gran ciudad de Nueva York dio paso a ríos y colinas onduladas. Kurt se tapó los ojos con la gorra de béisbol para dormir un poco mientras Roxanne, que había estado tomando notas en un pequeño bloc, le daba un codazo a Wyatt.
—¿Qué has oído sobre esta historia, Ray?
Siempre cauteloso, Wyatt se encogió de hombros.
—No mucho. ¿Y tú?
—Que es un doble homicidio. Aún no hay nombres, pero probablemente sean un padre y una madre. Dos excursionistas encontraron a su hijo vagando solo por el bosque.
—Yo también he oído algo parecido.
—Y hay algo más.
—¿El qué?
—No lo sé. Algo inquietante.
—Ah, ¿sí? —Ray había aprendido a no enseñar sus cartas a ningún competidor, a menos que estuviera negociando algo, y ese no era el caso—. ¿Tienes idea de qué puede ser?
Ella negó con la cabeza y volvió a concentrarse en sus notas.
Wyatt miró a través de las nubes y calculó que estaban sobrevolando los Catskills. Mientras observaba las ondulantes colinas verdes que se extendían bajo sus pies, reflexionó sobre su vida.
”¿Qué ha pasado? ¿Cómo he acabado aquí?».
***
Un día, cuando era niño y montaba en bicicleta, se encontró con una escena dramática a pocas manzanas de su casa, en Queens. Coches de policía, con las luces encendidas. Cinta amarilla bloqueando la calle. Una multitud reunida frente a una casa. Los equipos de televisión, con sus cámaras y luces brillantes. Periodistas hablando con policías, luego con residentes. Fotógrafos haciendo fotos.
Wyatt tiró de la manga de un tipo que mascaba chicle y llevaba un cuaderno.
—¿Qué está pasando?
—Han asesinado a dos personas.
—¿Cómo lo sabes?
—Es mi trabajo saberlo, chico. Léelo en el periódico de mañana. —El tipo le dio a Wyatt su tarjeta de visita: Stan Martinex, del Daily News.
Al día siguiente, Wyatt fue hasta Canelli’s Corner Store y compró todos los periódicos. Encontrar el artículo de Martinex ahí mismo, con fotos, fue impactante. En él leyó que un amante celoso, que era vecino de la pareja, había asesinado a un matrimonio. Fue una tragedia, pero para Wyatt fue algo más. Observar la forma en que Martinex había hablado con los policías, con los testigos, tomando notas, y que luego le dijera: «Es mi trabajo saberlo» había despertado un deseo en Wyatt.
En ese momento supo que quería ser periodista, como Martinex. Quería trabajar para una gran agencia de noticias, con millones de personas leyendo sus artículos cada día.
Pero su padre, Blaine Wyatt —un camionero con trabajos intermitentes que bebía y estaba tan amargado con la vida que podía iniciar una pelea en una habitación vacía—, le dijo que se olvidara de eso.
—Harías bien en bajar de las nubes y buscarte un trabajo de verdad, porque no puedo pagarte ninguna maldita universidad.
Pero la madre de Wyatt, que trabajaba en una panadería local y siempre llegaba a casa oliendo a pan recién hecho, se llevó a Wyatt aparte.
—No te preocupes, Ray, cariño. Donde hay voluntad, hay un camino.
Wyatt se negó a renunciar a su sueño.
Se dio cuenta de que nunca podría asistir a una universidad de renombre como Columbia o NYU. Así que, después del instituto, se fue de casa. Compartía piso con un amigo y hacía lo que podía para sobrevivir.
Trabajó en turnos brutales en cadenas de montaje de fábricas antes de conseguir un empleo a tiempo completo conduciendo una carretilla elevadora en un almacén cerca del aeropuerto internacional JFK. Pasaba los descansos y la hora de la comida leyendo clásicos de la literatura y estudiando la vida de escritores que habían trabajado como periodistas.
Durante ese tiempo, ahorró lo suficiente para matricularse en un instituto técnico, donde estudió Periodismo. Mientras estudiaba, trabajó a tiempo parcial como reportero para un semanario de Queens. También vendía artículos independientes donde podía.
Wyatt conoció a policías y vendió al New York Daily News un reportaje independiente sobre una banda de ladrones de coches. El día que se graduó, el editor que le había comprado el artículo le ofreció un trabajo a tiempo completo como periodista en plantilla en el News. Su padre había muerto el año anterior. Su madre murió un año después, pero él se alegró de que viviera para verlo triunfar como periodista.
Durante su estancia en el News, Wyatt conoció a Lisa Sullivan, una periodista que, como él, era una fan incondicional de Springsteen. En su tercera cita fueron a un concierto en el Madison Square Garden. Después de eso, se enamoraron. Un año después, se casaron. Durante esa época, Wyatt obtuvo su primera nominación al Pulitzer por sus reportajes sobre los tiroteos en el metro. Eso lo llevó a trabajar en First Press Alliance.
Poco después, Lisa se quedó embarazada y tuvieron a Danny.
Ray nunca olvidaría el día en que nació su hijo. Estaba en el hospital con Lisa, que casi le rompe la mano de tanto apretarla. Él cortó el cordón, llorando con Lisa ante la maravilla de su hermoso bebé. Al coger en brazos a Danny, Ray sintió como si caminara sobre el aire.
Poco después, obtuvo su segunda nominación al Pulitzer por su reportaje sobre el accidente de un avión sudamericano.
Con el paso de los años, Ray valoraba cada vez más su vida con Lisa y Danny. Se sentía el hombre más afortunado del mundo. Fue entonces cuando planearon las vacaciones familiares de sus sueños a las Montañas Rocosas canadienses y al majestuoso Banff, en Alberta.
”Ahora, todas las personas de mi vida se han ido».
***
Apartando la mirada de las nubes, Wyatt sacó el móvil y pasó el dedo por las fotos de Lisa y Danny en el teleférico, ascendiendo la montaña en Banff.
Sus rostros estaban llenos de alegría.
”Nos lo íbamos a pasar como nunca”.
Su mente se llenó de recuerdos.
”El mejor momento de nuestras vidas”.
Mientras los motores del avión zumbaban, Wyatt cerró los ojos y luchó para que no aparecieran las otras imágenes, los horrores que acabaron con todo.
Saranac Lake, Nueva York
Poco más de una hora después, aterrizaron en el aeropuerto regional de Adirondack, a las afueras de Saranac Lake.
La escena del crimen estaba al menos a una hora en coche hacia el interior de la montaña, y Wyatt dejó claro a Roxanne y Kurt que iba a alquilar un coche y que se iría por su cuenta.
—Sin ánimo de ofender —les dijo—. Es trabajo. Prefiero ir a mi aire.
—No hay problema —dijo Kurt—. Nos parece bien, ¿verdad, Rox?
—Claro, no hay necesidad de estar atado a la agenda de otra persona. Nos vemos por allí. Te llamaremos a tu teléfono por satélite antes de marcharnos. ¿De acuerdo?— Roxanne le puso en la mano una tarjeta con su número—. Podría ser esta noche, mañana o pasado mañana, dependiendo de cómo vaya esto. Te avisaremos para que nos encontremos aquí. ¿Te parece bien?
—Perfecto. Nos vemos.
Wyatt recogió su equipaje y se dirigió a otra agencia de alquiler, donde Talbott le había reservado un coche.
—Su empresa fue inteligente al llamar con antelación —dijo el agente de alquiler mientras tramitaba los papeles de su vehículo.
—¿Por qué lo dice? —Wyatt intentaba localizar el lugar en un enorme mapa mural de la zona que abarcaba el camino Starving Wolf. Tomó notas en un mapa más pequeño que llevaba en la mano. No se fiaba de que el GPS fuera preciso en esa parte tan remota del estado.
—Están viniendo muchos medios de comunicación a causa de los asesinatos en Starving Wolf. Hay bastante actividad en la zona, con controles de carreteras y helicópteros. Este es el último todoterreno que me quedaba. Lo va a necesitar; la carretera se vuelve escarpada en la última parte del camino.
Wyatt le dio las gracias, recogió la documentación y se subió al todoterreno. Tras ajustar el asiento y los retrovisores y consultar su mapa, arrancó.
Conducía por la carretera asfaltada que atravesaba los bosques y se encontraba a unos dieciséis kilómetros del aeropuerto cuando vio las luces de emergencia de un coche patrulla del sheriff del condado, que bloqueaba ambos carriles. Detuvo el todoterreno y un agente con gafas oscuras de aviador se acercó a su ventanilla.
—Buenas tardes. ¿De dónde viene y hacia dónde se dirige, señor?
—Vengo del aeropuerto. Acabo de llegar desde Manhattan. Soy periodista de First Press Alliance y me dirijo a la escena en el camino Starving Wolf.
—Permiso de conducir y documentación del vehículo.
Wyatt le entregó todo, incluida su acreditación de prensa.
—Es un coche de alquiler.
Cuando el ayudante del sheriff se fue a su coche para comprobar la documentación, Wyatt se dio cuenta de que había una cámara de vídeo sobre un trípode grabándolo todo antes de que el ayudante regresara.
—¿Da usted su permiso para que registre su vehículo, señor?
—Claro. —Wyatt salió y abrió las puertas y el maletero—. ¿Puede decirme qué está buscando?
—Está relacionado con el incidente en las montañas. —El ayudante del sheriff pasó la linterna por debajo de los asientos—. Es todo lo que puedo decirle.
Tras registrar el todoterreno y encontrarlo vacío, salvo por las bolsas de Wyatt —que también revisó—, el ayudante del sheriff le autorizó a continuar con unas palabras de despedida.
—Todavía le queda un buen tramo por recorrer, cerca de cuarenta kilómetros, diría yo.
—¿Han pasado ya muchos periodistas por aquí?
—Una pareja de Plattsburgh y Potsdam. Escuche, habrá otros controles, y debe tener cuidado. El terreno se complica bastante en la última parte.
—Gracias.
Contento de que la carretera siguiera asfaltada, Wyatt recorrió otros veinticinco kilómetros. En ese punto, el asfalto dio paso a un camino de grava. Serpenteó a través de bosques con un agradable olor a madera durante unos tres kilómetros antes de llevar a Wyatt a una intersección y a otro control de carretera.
Lo vigilaba un policía estatal, que sometió a Wyatt al mismo procedimiento antes de permitirle continuar.
Las palabras de su fuente resonaron en su cabeza. «Esto es realmente malo».
No sabía lo que se iba a encontrar, pero agradeció que aún quedara mucha luz antes de la puesta de sol.
No tardó en llegar a Big Walt’s General Store & Gas, un edificio de madera con jardineras rebosantes de flores. La tienda tenía un único surtidor de gasolina y un par de camionetas aparcadas en la entrada. En las ventanas, carteles pintados a mano anunciaban artículos de pesca, material para actividades al aire libre y comestibles.
Un collie gordo y somnoliento estaba tumbado en el porche.
Los tablones del porche crujieron y el perro enarcó las cejas cuando Wyatt se acercó a la puerta. Al entrar, unas campanillas sonaron en el dintel.
Un hombre corpulento de pelo blanco, barba poblada y tirantes estaba en el mostrador leyendo un periódico. Un cliente, que parecía rondar los setenta años, bebía café de una taza de cerámica.
—¿Necesita gasolina? —preguntó el hombre de la barba.
—No, gracias. Solo he venido a comprar un par de cosas.
La tienda olía a madera y un poco a pescado. Wyatt cogió una pequeña cesta de plástico, la llenó de comida y la acercó al mostrador. Luego echó un vistazo a la zona de café.
—También un café grande para llevar. Solo.
—Creo que sé la respuesta, pero preguntaré de todos modos —dijo el hombre de la barba mientras registraba los artículos y los metía en una bolsa—. ¿Qué le trae por aquí?
De repente, las ventanas de la tienda vibraron al pasar un helicóptero por encima de ellos. Cuando el ruido cesó, Wyatt dijo:
—Soy periodista de First Press Alliance, de Manhattan.
—¿De Manhattan? No me diga.
—He venido a cubrir los asesinatos.
El hombre de la barba asintió.
—Lo que le ha ocurrido a esa familia en Starving Wolf ha sido todo un shock —dijo—. La última vez que vi a la madre, fue cuando vino a comprar malvaviscos.
—¿En serio? ¿Sabe algo de lo que ha sucedido?
El de la barba y el otro hombre, que había permanecido en silencio, intercambiaron una mirada. Este último bajó la vista al suelo antes de hablar.
—Es algo que te deja helado —afirma.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Wyatt.
El hombre se pasó una mano arrugada por la cara cubierta de una barba incipiente y miró por la ventana hacia el bosque.
—Me refiero a que nunca en la vida esperas algo así en un sitio como este. Esta es una zona tranquila. Starving Wolf está muy aislado, y esa cabaña está en el extremo oriental. La familia hizo algunas reformas, pero la construyeron los hombres que trabajaban en la tala de árboles hace un siglo. El camino forestal está cubierto de maleza, ahora es más bien un sendero, un poco difícil y pedregoso, pero se puede pasar. Es uno de los paisajes más bonitos que verá en su vida.
—Me lo imagino —dijo Wyatt—. Pero ¿qué ha sucedido? ¿Qué ha oído?
El anciano tragó saliva y se rascó la barbilla.
—No sé si debería decirlo. La policía ha pedido a la gente que no hable de ello. —Se giró hacia el hombre de la barba—. ¿Qué te parece, Walt? ¿Debería contárselo?
—La gente se va a enterar tarde o temprano, Burt.
El anciano se rascó la barbilla, pensativo, y asintió.
—Sí, supongo que tienes razón. Tiene sentido, y ya que viene desde Manhattan...
Wyatt no dijo nada. Se limitó a esperar.
—Bueno —empezó el anciano—, verá, mi hijo es guía de caza. Conoce esta zona como la palma de su mano. Trabaja como voluntario en el equipo local de búsqueda y rescate. Ayudan al sheriff y a la policía estatal cuando los excursionistas se pierden, y cuando hay crímenes, buscan pruebas. Ya sabe, ese tipo de cosas.
—Entiendo —asintió Wyatt, animando al hombre a continuar.
—He hablado con él hace un rato y me ha dicho que es algo gordo. Hay muchos policías trabajando en ello, incluso el FBI.
—¿El FBI?
—Sí. Ha dicho que dos excursionistas encontraron a un niño pequeño solo, a unos pocos kilómetros de la cabaña, que los padres del niño habían sido asesinados y que eran de Yonkers.
—¿De Yonkers? No lo había oído.
Wyatt quería tomar notas, pero no quería interrumpir al anciano.
—Sí. Llevaron al niño al hospital.
—¿A dónde?
—A Saranac.
—Saranac. Vale.
El anciano se frotó la barbilla con fuerza.
—Pero esta es la peor parte.
—¿Cuál?
—A los padres los encontraron decapitados. Y las cabezas han desaparecido.
Saranac Lake, Nueva York
Con una bata de hospital enorme, Ethan Nelson, un niño de seis años, estaba sentado en la cama, con la mirada perdida por la ventana.
El doctor Adam Hart usaba una pequeña linterna para examinarle los ojos.
«El horror que este niño debe haber presenciado es inimaginable», pensó la agente del FBI Jill McDade, observando al médico.
—Necesito interrogar al niño, doctor Hart —dijo McDade.
—Lo sé, pero no puedo predecir cuándo será posible. —El doctor Hart se metió la linterna en el bolsillo y actualizó el historial de Ethan—. Como le he dicho, muestra signos de trastorno de conversión.
—¿Trastorno de conversión? —repitió McDade.
—Síntomas del sistema nervioso que no pueden atribuirse a una enfermedad neurológica ni a una lesión física, sino, en su caso, a un importante acontecimiento traumático.
—¿Y el resultado es su silencio? —preguntó McDade.
—Bueno, el trastorno puede afectar al movimiento muscular o a los sentidos, como la capacidad de andar, ver, oír o tragar. En el caso de este niño, ha afectado claramente a su capacidad para hablar.
—¿Así que está en shock? —preguntó McDade.
—Sí. También tiene algo de hipotermia y está deshidratado, además de lidiar con el impacto de la exposición, laceraciones en pies, brazos y cara, y picaduras de insectos.
—Pero ¿cuándo hablará?
—En realidad, es difícil de decir.
—Eso no nos ayuda.
—Puede quedarse aquí si quiere —le ofreció el doctor Hart—, pero podrían ser horas, días o incluso semanas. Habrá una enfermera en esta habitación en todo momento. —El médico hizo un gesto a la enfermera que revisaba el suero de Ethan—. Tenemos su número. La avisaremos, agente McDade.
***
Fuera, en el pasillo, McDade se apoyó contra la pared, respirando el aire con olor a desinfectante. El tiempo corría en su contra. Hasta ahora, no tenía nada que se acercara siquiera a una posible pista.