Halma - Benito Pérez Galdós - E-Book

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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Escrita en 1895, "Halma" forma parte de la serie de novelas de Galdós sobre la caridad y la espiritualidad cristiana y católica (Novelas españolas contemporáneas) posterior al ciclo Torquemada, y que iniciada con "Angel Guerra" culminaría con "Misericordia".
Publicada inmediatamente después de "Nazarín", con esta novela Galdós prolonga el tema del sacerdote vagabundo y desinteresado. Halma es el nombre de una mujer aristócrata, viuda de un conde alemán, que con su fortuna planea crear un centro de beneficencia para pobres en Pedralba, una de sus propiedades. Para ello cuenta con Nazarín, a quien invita a incorporarse al proyecto

El paralelismo con el Quijote, y en concreto con la segunda parte del Quijote, sigue siendo evidente. Así, Nazarín se ha convertido en un personaje real y novelesco, cuyas primeras andanzas ya han sido puestas en papel y andan en boca de todos. De este modo encontramos personajes en "Halma" que leen o han leído "Nazarín". Por otro lado, la peripecia de la novela recuerda a las aventuras de Don Quijote y Sancho en la corte de los Duques.

Se trata de una novela excelente, teñida de un humorismo muy sutil, delicioso, con descripciones y diálogos acertadísimos y personajes llenos de interés (el marqués de Feramor, su hermana la condesa de Halma, el díscolo primo Urrea, el cura de ciudad don Manuel Flórez y el cura de pueblo don Remigio...).

Halma” contiene pasajes que están a la altura del mejor Galdós. Lo que ya es razón suficiente para justificar su lectura. 
Esta novela es, además, la que Buñuel transformó nada más y nada menos en Viridiana.

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Tabla de contenidos

HALMA

Primera parte

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Segunda parte

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Tercera parte

I

III

IV

V

VI

VII

VIII

Cuarta parte

I

II

III

IV

V

VI

VII

Quinta parte

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

HALMA

Benito Pérez Galdós

Primera parte

I

Doy a mis lectores la mejor prueba de estimación sacrificándoles mi amor propio de erudito investigador de genealogías… vamos, que les perdono la vida, omitiendo aquí el larguísimo y enfadoso estudio de linajes, por donde he podido comprobar que doña Catalina de Artal, Xavierre, Iraeta y Merchán de Caracciolo, Condesa de Halma-Lautenberg, pertenece a la más empingorotada nobleza de Aragón y Castilla, y que entre sus antecesores figuran los Borjas, los Toledos, los Pignatellis, los Gurreas, y otros nombres ilustres. Explorando la selva genealógica, más bien que árbol, en que se entrelazan y confunden tan antiguos y preclaros linajes, se descubre que, por el casamiento de doña Urianda de Galcerán con un príncipe italiano, en 1319, los Artales entroncan con los Gonzagas y los Caracciolos. Por un lado, si los Xavierres de Aragón aparecen injertos en los Guzmanes de Castilla, en la rama de los Iraetas corre la savia de los Loyolas, y en la de los Moncadas de Cataluña la de los Borromeos de Milán. De lo cual resulta que la noble señora no sólo cuenta entre sus antepasados varones insignes por sus hazañas bélicas, sino santos gloriosos, venerados en los altares de toda la cristiandad.

Como he lado al buen lector mi palabra de no aburrirle, me guardo para mejor ocasión los mil y quinientos comprobantes que reuní, comiéndome el polvo de los archivos, para demostrar el parentesco de doña Catalina con el antipapa D. Pedro de Luna, Benedicto XIII. Busca buscando, hallé también su entronque lejano con Papas legítimos, pues existiendo una rama de los Artal y Ferrench que enlazó con las familias italianas de Aldobrandini y Odescalchi, resulta claro como la luz que son parientes lejanos de la Condesa los Pontífices Clemente VIII e Inocencio XI.

De monarcas no se diga, pues el árbol aparece cuajado, como de un lozano fruto, de apellidos regios, y allí veis los Albrit y Foix de Navarra, los Cerdas y Trastamaras de acá, y otros mil nombres que a cien leguas trascienden a realeza, como los de Rohan, Bouillón, Lancaster, Montmorency, etc… Fiel a mi compromiso, envaino mi erudición, y emprendo la reseña biográfica, designando a doña Catalina-María del Refugio-Aloysa-Tecla-Consolación-Leovigilda, etc… de Artal y Javierre como tercera hija de los señores Marqueses de Feramor. Huérfana de padre y madre a los siete años, quedó al cuidado del primogénito, actualmente Marqués de Feramor, y de su hermana doña María del Carmen Ignacia, Duquesa de Monterones. En 1890, casó con un joven agregado a la embajada alemana, el Conde de Halma-Lautenberg, matrimonio que hubo de realizarse contra viento y marea, pues los hermanos de ella y toda la familia se opusieron tenazmente por cuantos medios les sugerían su orgullo y terquedad. Querían desposarla con un individuo de la casa de Muñoz Moreno-Isla, de nobleza mercantil, pero bien amasada con patacones. Catalina, que desde muy niña mostraba increíbles ascos al vil metal, se prendó del diplomático alemán, que a su seductora figura unía un desprecio hermosísimo de las materialidades de la existencia. Grandes trapisondas y disturbios hubo en la familia por la tiránica firmeza de los hermanos mayores, y la resistencia heroica, hasta el martirio, de la enamorada doncella. Casados al fin, no sin intervención judicial, el esposo fue destinado a Bulgaria, de aquí a Constantinopla, y allá le siguió doña Catalina, rompiendo toda relación con sus hermanos. Calamidades, privaciones, desdichas sin fin la esperaban en Oriente, y al conocerlas la familia de acá, por referencias de diplomáticos extranjeros y españoles, no veía en todo ello más que la mano de Dios castigando duramente a Catalina de Artal por la amorosa demencia que la llevo a enlazarse con un advenedizo, de familia desconocida, hombre sin seso, desordenadísimo en sus ideas, desatado de nervios, y habitante aburrido de las regiones imaginativas; Para colmo de infortunio, Carlos Federico era pobre, con el título pelado, y sin más renta que su sueldo, pelado también, pues la familia de Halma-Lautenberg, que desciende, según noticias que tengo por fidedignas, del Landgrave de Turingia y Hesse, Hermann II, había venido tan a menos como cualquier familia de por acá, de las que, después de mil tumbos y vaivenes, caen a lo hondo del abismo social para no levantarse nunca.

Contratiempos mil, reveses de fortuna, escaseces y aun hambres efectivas padeció la infeliz doña Catalina en aquellas lejanas tierras, sin más consuelo que el amor de su esposo, que nunca le faltó, ni de él tuvo queja, pues Dios, al privarla de tantos bienes, concediole con creces la paz conyugal. Tiernamente amada y amante, la íntima felicidad de su matrimonio la compensaba de tanta desdicha del orden externo. Carlos Federico era bueno, dulce, aunque medio loco según unos, y loco entero según otros. La mala opinión acerca de su gobierno cerebral debió trascender hasta la Cancillería de Berlín, porque fue destituido de su cargo. La joven pareja se encontró a merced de la Divina Voluntad, que sin duda quería someter a durísima prueba el alma fuerte de la dama española, pues a los dos meses de la destitución, y cuando, en espera de recursos para venirse a Occidente, vivía obscuro y resignado el matrimonio en una humilde casita de Pera, se le declaro al esposo una tisis, con tan graves caracteres, que no era difícil presagiar un desenlace fúnebre en breve plazo.

Reveló entonces su temple finísimo el alma de Catalina de Artal, pues cobrando ánimos con aquel nuevo golpe, aventurose a pedir auxilio a sus hermanos de Madrid, que si al principio se hicieron un poco de rogar, cedieron al fin, mirando más al decoro de la familia que a la caridad cristiana. Con el mezquino socorro que le enviaron, pudo la heroína transportar a su pobre enfermo a la isla de Corfú, afamada por la benignidad de su clima. Allí vivieron, si aquello era vivir, en un pie de milagrosa economía; supliendo con el cariño los recursos materiales, y las comodidades con prodigios de inteligencia, él resignado, ella valerosa y sublime como enfermera, amantísima como esposa, diligente en el manejo de la humilde casa, hasta que al fin Dios llamó a sí al infeliz Conde de Halma en la madrugada del 8 de Septiembre, día de la Natividad de Nuestra Señora.

II

Refieran en buen hora los sufrimientos de Catalina de Artal en aquellos tristes días y en los que siguieron a la muerte de su adorado esposo, los que posean mística inspiración, y estén avezados a relatar vidas y muertes de mártires gloriosos. Yo no sé hacerlo, y dejando este trabajo a plumas expertas, que seguramente escribirán la edificante historia, no hago más que apuntar los hechos capitales, como antecedentes o fundamento de lo que me propongo referir. ¿Qué puedo decir del hondísimo dolor de la dama al ver expirar en sus brazos al que era su vida toda, amor primero, alegría última, único bien terrestre de su alma? La opinión del mundo, que rara vez deja de equivocarse en sus precipitados y vanos juicios, había contrahecho la persona moral del señor Conde, pintándole en los círculos de Madrid con colores de malicia. Pero al historiador de conciencia, bien enterado de su asunto, toca el borrar toda falsedad con que los habladores y envidiosos ennegrecen un noble carácter. Esto hago yo ahora, asegurando que Carlos Federico de Halma era un bendito, y que la investigación más rebuscona y pesimista no encontrará en su conducta, después de casado, ninguna tacha. Desbarato resueltamente la reputación que lenguas demasiado sueltas le hicieron en Madrid, y reconstruyo su verdadera personalidad de hombre recto, leal, sincero, añadiendo a estas cualidades las que adquirió en la convivencia con su digna esposa.

No poca parte había tenido en la dudosa reputación del alemán, antes del casorio, la voluntad de sus ideas, la ligereza de sus juicios, sus distracciones, que llegaron a formar un verdadero centón anecdótico, sus displicencias negras alternadas con hervores de loco entusiasmo por cualquier motivo de arte o amoríos, su prolijidad machacona en las disputas, y un sinnúmero de manías, algunas de las cuales no le abandonaron hasta su muerte. Se calentaba la cabeza pensando en la habitabilidad de todas las estrellas del cielo, chicas y grandes, y el que quisiera sacarle de sus casillas, no tenía más que poner en duda la infinita difusión de familias humanas por la inmensidad planetaria. Del absoluto menosprecio de toda religión positiva había pasado, poco antes de casarse, y por influencia de la angelical Catalina, a un ferviente ardor cristiano, más imaginativo que piadoso, sed del alma que apetecía, sin satisfacerse nunca, no devociones externas y prácticas litúrgicas, sino embriagueces de la fantasía, mirando más a la leyenda seductora que al dogma severo. En Oriente, la esposa logró poner algún orden en los descabellados entusiasmos de Carlos Federico, hasta que, atacado de cruelísima dolencia, tan difícil era combatir en él la fiebre abrasadora, como el espiritualismo delirante. Uno y otro fuego le consumían por igual, y creyérase que ambos, juntando sus llamas, le redujeron a ceniza impalpable.

La noche misma de su muerte, refirió a su mujer, entre dos ataques de disnea, un sueño que había tenido por la tarde, y como viese Catalina en aquel relato una extraña lógica y cierta lucidez clásica, se afligió extremadamente, pensando que su pobre enfermo entreveía ya los horizontes del reino de la eterna verdad. Tanto sentido, tanta sindéresis en la composición de un poemita fantástico, pues no otra cosa era el bien relatado sueño, ¿qué podían significar si no que el poeta se moría? Así fue en efecto. En los últimos minutos de vida se lanzaba, con desbocada imaginación, a un proyecto de viaje por Asia Menor y Palestina, con el doble objeto de visitar las ruinas de Troya, primero, y el país de Galilea después. (Átense estos cabos.) En su pensamiento se entrelazaron dos nombres: Homero-Cristo. Y al querer dar la explicación de aquel abrazo histórico y poético, gimió, dio una gran voz… «¡ah!» y expiró…

Podría creerse que la muerte del Conde fue el último dolor de la infortunada Catalina de Artal, y que tras aquella tribulación le concedió el cielo días de descanso, ya que no de ventura. Pues no fue así. Sobre la tristeza de su viudez, y el recuerdo siempre vivo del pobre muerto, viose agobiada de calamidades de otro orden. Hasta entonces había conocido las humillaciones y escaseces indecorosas que lastimaban su dignidad de aristócrata. Pero a poco de enviudar, y residiendo aún en Corfú por no tener medios de trasladarse a otro sitio, supo lo que es la miseria, la efectiva, horripilante miseria, y sufrió vejámenes que habrían abatido almas de peor temple que la suya. Alojada como de limosna en una casa inglesa, primero, en una hostería griega después, Catalina de Artal se vio privada de alimento algunos días, obligada a lavar su escasa ropa, a remendarse sus zapatos, y a prestar servicios que repugnaban a su delicado organismo. Pero todo lo llevaba con paciencia, todo lo aceptaba por amor de Cristo, anhelando purificarse con el sufrimiento. Como se le ofreciera una coyuntura propicia para salir de aquella situación, quiso aprovecharla, más que por mejorar de vida, por encontrarse entre personas allegadas, en quienes emplear los cariños que atesoraba su hermoso corazón. Llegose un día inopinadamente a la isla jónica un hermano de Carlos Federico, grande aficionado a los viajes marítimos, y que divagaba por el Archipiélago en un yate de unos comerciantes del Pireo. Propúsole el tal llevarla a Rodas, donde era cónsul el Conde Ernesto de Lautenberg, tío suyo y del difunto esposo de Catalina, caballero muy bondadoso y corriente, a quien la infeliz dama había conocido en Constantinopla.

Dejose llevar la viuda por Félix Mauricio (que así se nombraba su cuñado), atraída principalmente por la esperanza de vivir en compañía de la Condesa Ernesto de Lautenberg, señora húngara, muy simpática y que había demostrado a la española, en los breves días de su trato, una cordial adhesión. Salieron, pues, de Corfú en la embarcación griega, mal llamada yate, pues por su pequeñez y escaso tonelaje no era más que un balandro bonito, propio para regatas y excursiones cortas. Iba tripulado por jóvenes dilettantis de la mar: A causa del mal gobierno y de la impericia del que hacía de capitán, no pudieron capear un furioso temporal que les cogió entre Zante y Cefalonia, y lanzados por el viento y el oleaje hacia el golfo de Patrás, entraron de arribada en Misolonghi con grandes averías. Días y días estuvieron allí, esperando buen tiempo, y lanzados de nuevo a la mar, llegaban siempre a donde no querían ir. Félix Mauricio y el amigote ateniense que capitaneaba la frágil nave, profesaban la teoría de que los temporales con vino son menos, y empalmaban las turcas que era una maldición. De este modo, y con tales ansiedades y vicisitudes, navegando a merced de Neptuno, y sin arte para dominarle, fueron dando tumbos por toda la vuelta Sur del Peloponeso. Como quien va describiendo eses por el laberinto de callejuelas de una ciudad tortuosa, tan pronto tropezaban en Candía, como en Cerigo (la antigua Cytheres); metiéronse a la buena de Dios por entre las Ciclades, tocando el Milo y Paros, luego recorrieron las Esporádicas, visitando Samos, Cos y otras hasta parar en Rodas, después de dos meses largos de endemoniada navegación.

Como todo se disponía en contra de los deseos de la infeliz viuda, resultó que el Conde Ernesto se había ido a Alemania con licencia, y que su esposa, la simpática y bonísima húngara, se había muerto tres meses antes. Aceptó resignada la Condesa de Halma esta nueva decepción, y tratando con su cuñado de la necesidad de que la trasladase a Corinto o Atenas, desde donde podría comunicarse con su familia de Madrid, y preparar su vuelta a España, contestole el joven en forma tan descarnada y grosera, que no pudo la señora, por más esfuerzos que hizo, poner su humildad por encima de su orgullo en la réplica. Hallábanse en un fonducho próximo al muelle. Renunció la dama la hospitalidad a bordo, que el capitán del balandro le ofrecía, y enterada de que existía en Rodas un convento de la Orden Tercera, allá se dirigió volviendo la espalda para siempre al Conde Félix Mauricio, y a sus insensatos compañeros de aventuras marítimas.

Gracias a los buenos franciscanos, la noble señora fue alojada decorosamente, y empezaron las negociaciones para su regreso a la madre patria. Dígase de paso, a fin de completar la información, que el tal Félix Mauricio era lo peorcito de la familia Halma-Lautenberg. Había pertenecido al cuerpo consular, sirviendo en Alicante y en Smyrna. Aquí casó con una griega rica, y abandonando la carrera se dedicó al comercio de esponjas, con varia fortuna. Cuando le encontramos en el balandro había logrado rehacerse de su primera quiebra. Su carácter violento y quisquilloso, su exterior desagradable, y más que nada su inclinación irresistible a las libaciones alcohólicas, le hacían poco estimable y estimado de propios y extraños. Una tarde, hallándose doña Catalina platicando con el guardián del convento, vio al yate darse a la vela, y le hizo la señal de la cruz. Perdonó a la nave y a sus tripulantes, y dio gracias a Dios por haber salido en bien de su peligrosísima aventura por los mares de Grecia.

Los caritativos frailes lograron arreglar a la infortunada Condesa su regreso a Occidente, y tomándole billete en el Lloyd Austriaco, la expidieron para Malta, donde otros religiosos de la misma regla se encargarían de reexpedirla para Marsella, y de allí a Barcelona. Pero como el Lloyd Austriaco no tocaba en Rodas, la viajera tuvo que hacer la travesía entre esta isla y el punto de escala, que era Smyrna, en una goleta turca que cargaba frutas y trigo. Nuevos contratiempos para la pobre señora Condesa, pues aquellos demonios de turcos hicieron la gracia de llevar un formidable contrabando, y la goleta fue visitada en aguas de Chío por un falucho de guerra, y apresada y detenida con todos sus pasajeros y tripulantes, hasta que el bajá de Smyrna decidiera el número de palos que le habían de administrar al patrón. Entre tanto, pasaba doña Catalina mil privaciones y amarguras, pues allí no había frailes Franciscos que mirasen por ella. Y gracias que al fin logró verse a bordo del vapor austriaco, el cual, para que en todo se cumpliese el sino de la dama sin ventura, era un verdadero inválido. Recelaba ella de todo, del mar y del cielo, y de los desmanes de la gentuza de varias razas orientales que en aquellas embarcaciones entra y sale de continuo. Pero ni el cielo, ni la mar, ni el pasaje ocasionaron a la señora ningún disgusto. Fue la endiablada máquina del vapor la que se encargó de interrumpir lastimosamente la navegación, rompiéndose en la demora de Candía. Quedose el buque como una boya, con el árbol de la hélice en dos pedazos, sin gobierno el timón por rotura de los guardines. Dio al fin remolque un vapor inglés, y le llevó a Damieta; allí trasbordaron, pasando a Alejandría, donde, por variar, sufrieron un nuevo y penoso trasbordo con pérdida del equipaje, y mojadura total de la ropa puesta. En rumbo para Malta, con divertimiento de Siroco fortísimo, golpes de mar, y por fin de fiesta, a la entrada de La Valette, rotura de una de las palas de la hélice, retraso, peligro… En Malta, la dama errante fue atacada de calenturas intermitentes. Dos semanas de hospital, riesgo de muerte, consternación, abandono. Por fin, cumpliéndose en aquel triste caso lo de Dios aprieta, pero no ahoga, Catalina de Halma puso el pie en Marsella en un estado deplorable por lo tocante a nutrición, vestido y calzado, y cinco días después, los señores Marqueses de Feramor vieron entrar en su casa a una mujer que más bien parecía espectro, el rostro descarnado, como de la tierra comido, los ojos brillantes y febriles, las ropas deshechas por el tiempo, el viento y la mar, roto el calzado…, lastimosa figura en verdad. Y como el señor Marqués, poseído de espanto, la mirase ceñudo y dijese: «¿quién es usted?», hubo de contestarle Catalina:

«¿Pero de veras no me conoces? Soy tu hermana».

III

No dio su brazo a torcer la Condesa de Halma en las primeras explicaciones y coloquios con sus hermanos, el Marqués de Feramor y la Duquesa de Monterones, es decir, que no se declaró arrepentida de su matrimonio, ni renegaba de este por los trabajos y desventuras sin cuento que de su unión con el alemán se derivaron. La memoria de su esposo prevalecía en ella sobre todas las cosas, y no permitía que sus hermanos la menoscabaran con acusaciones, o chistes despiadados. Había venido a que la amparasen, dándole el resto de su legítima si algo restaba, después de saldar cuentas con el jefe de la familia. Pero no se humillaba, ni al pedirlo y tomarlo, en caso de que se lo dieran, había de abdicar su dignidad, achicándose moralmente ante sus hermanos, y dándoles toda la razón en el negocio de su casamiento. No, no mil veces. Si no le daban auxilio ni aun en calidad de limosna, no le faltaría un convento de monjas en que meterse. Tampoco repugnaría el entrar en cualquiera de las Ordenes modernísimas que se consagran a cuidar ancianos, o a la asistencia de enfermos, que entre tantas Congregaciones, alguna habría que admitiese viudas sin dote. Replicole a esto gravemente su hermano que no se precipitase, y que por de pronto no debía pensar más que en reponerse de tantos quebrantos y desazones.

Cerca de un mes estuvo doña Catalina en la morada de su hermano sin ver a nadie, ni recibir visitas, sin dejarse ver más que de la familia, y de la criada que la servía. De las ropas que le ofrecieron, no aceptó más que dos trajes negros, sencillísimos, haciendo voto de no usar en todo el resto de su vida vestido de color, ni de seda, ni galas de ninguna especie. Modestia y aseo serían sus únicos adornos, y en verdad que nada cuadraba mejor a su rostro blanquísimo y a su figura escueta y melancólica. Como todo se ha de decir, aquí encaja bien el declarar que doña Catalina no era hermosa, por lo menos, según el estilo mundano de hermosura. Pero el paso de tantas desdichas había dejado en su semblante una sombra plácida, y en sus ojos una expresión de beatitud que era el recreo de cuantos la miraban. Tenía el pelo rubio tirando a bermejo, la nariz un poco gruesa, el labio inferior demasiado saliente, la tez mate y limpia, la mirada dulce y serena, la expresión total grave, la estatura talluda, el cuerpo rígido, el continente ceremonioso. Algunos, que en aquellos días lograron verla, aseguraban hallarle cierto parecido con doña Juana la Loca, tal como nos han transmitido la imagen de esta señora la leyenda y el pincel. Es caprichoso cuanto se diga de otras semejanzas del orden espiritual, como no sea que la Condesa de Halma hablaba el alemán con la misma perfección y soltura que el español.

No era muy grato al señor Marqués aquel aislamiento monástico en que vivía su hermana, ni le hacían gracia sus propósitos de renunciar absolutamente a la vida social. Aún podría, según él, aspirar a un segundo matrimonio, que la indemnizara de las calamidades del primero; mas para esto era forzoso abandonar la tiesura de imagen hierática, las inflexiones compungidas, no vestirse como la viuda de un teniente, y frecuentar el trato de los amigos de la casa. De la misma opinión era la Marquesa, y ambos la sermoneaban sobre este particular; pero la firmeza con que defendía Catalina sus convicciones, manías o lo que fuesen, les hizo comprender que nada conseguirían por el momento, y que debían confiar al tiempo y a las evoluciones lentas de la voluntad humana la solución de aquel problema de familia.

Aunque es persona muy conocida en Madrid, quiero decir algo ahora del carácter del señor Marqués de Feramor, cuya corrección inglesa es ejemplo de tantos, y que si por su inteligencia, más sólida que brillante, inspira admiración a muchos, a pocos o a nadie, hablando en plata, inspira simpatías. Y es que los caracteres exóticos, formados en el molde anglo sajón, no ligan bien o no funden con nuestra pasta indígena, amasada con harinas y leches diferentes. Don Francisco de Paula-Rodrigo-José de Calazans-Carlos Alberto-María de la Regla-Facundo de Artal y Javierre, demostró desde la edad más tierna aptitudes para la seriedad; contraviniendo los hábitos infantiles hasta el punto de que sus compañeritos le llamaban el viejo. Coleccionaba sellos, cultivaba la hucha, y se limpiaba la ropita. Recogía del suelo agujas y alfileres, y hasta tapones de corcho en buen uso. Se cuenta que hacía cambalaches de tantas docenas de botones por un sello de Nicaragua, y que vendía duplicados a precios escandalosos. Internó en los Escolapios, estos le tomaron afecto, y le daban notas de sobresaliente en todos los exámenes, porque el chico sabía, y allá donde no llegaba su inteligencia, que no era escasa, llegaba su amor propio, que era excesivo. Contentísimo del niño, y queriendo hacer de él un verdadero prócer, útil al Estado, y que fuese salvaguardia valiente de los intereses morales y materiales del país, su padre le mandó a educar a Inglaterra. Era el señor Marqués anglómano de afición o de segunda mano, porque jamás pasó el canal de la Mancha, y sólo por vagos conocimientos adquiridos en las tertulias, sabía que de Albión son las mejores máquinas y los mejores hombres de Estado.

Allá fue, pues, Paquito, bien recomendado, y le metieron en uno de los más famosos colegios de Cambridge, donde sólo estuvo dos años, porque no hallándose su papá en las mejores condiciones pecuniarias, hubo de buscar para el chico educación menos dispendiosa. En un modesto colegio de Peterborough, dirigido por católicos, completó el primogénito su educación, haciéndose un verdadero inglés por las ideas y los modales, por el pensamiento y la exterioridad social. En Peterborough no había los refinados estudios clásicos de Oxford, ni los científicos de Cambridge; los muchachos se criaban en un medio de burguesía ilustrada, sabiendo muchas cosas útiles, y algunas elegantes, cultivando con moderación el horse racing, el boat-racing, y con la suficiente práctica de lawn-tenis para pasar en cualquier pueblo del continente por perfectas hechuras de Albión.

Hablaba el heredero de Feramor la lengua inglesa con toda perfección, y conocía bastante bien la literatura del país que había sido su madre intelectual, prefiriendo los estudios políticos e históricos a los literarios, y siendo en los primeros más amigo de Macaulay que de Carlyle, en los segundos más devoto de Milton que de Shakespeare. Tiraba siempre a la cepa latina. Al salir del colegio, consiguiole su padre un puesto en la embajada, para que por allá estuviese algunos años más empapándose bien en la savia británica. En aquel período se despertaron y crecieron sus aficiones políticas, hasta constituir una verdadera pasión; estudió muy a fondo el Parlamento, y sus prerrogativas, sus prácticas añejas, consolidadas por el tiempo, y no perdía discurso de los que en todo asunto de importancia pronunciaban aquellos maestros de la oratoria, tan distintos de los nuestros como lo es el fruto de la flor, o el tronco derecho y macizo de la arbustería viciosa.

Ya frisaba D. Francisco de Paula en los treinta años cuando por muerto de su señor padre heredó el marquesado; vino a España y a los diez meses casó con doña María de Consolación Ossorio de Moscoso y Sherman, de nobleza malagueña, mestiza de inglesa y española, joven de mucha virtud, menos bella que rica, y de una educación que por lo correcta y perfilada a la usanza extranjera, no desmerecía de la de su esposo. Poco después casó la hermana mayor del Marqués con el Duque de Monterones. Catalina, que era la más joven, no fue Condesa de Halma hasta seis años después.

Pues señor, con buen pie y mejor mano entró el decimoséptimo Marqués de Feramor en la vida social y aristocrática del pueblo a que había traído las luces inglesas, y la ortodoxia parlamentaria del país de John Bull. Afortunadísimo en su matrimonio, por ser Consuelo y él como cortados por la misma tijera, no lo fue menos en política, pues desde que entró en el Senado representando una provincia levantina, empezó a distinguirse, como persona seria por los cuatro costados, que a refrescar venía nuestro envejecido parlamentarismo con sangre y aliento del país parlamentario por excelencia. Su oratoria era seca, ceñida, mate y sin efectos. Trataba los asuntos económicos con una exactitud y un conocimiento que producían el vacío en los escaños. ¿Pero qué importaba esto? Al parlamento se va a convencer, no a buscar aplausos; el Parlamento es cosa más seria que un circo de gallos. Lo cierto era que en aquella soledad de los bancos rojos, Feramor tenía admiradores sinceros y hasta entusiastas, dos, tres y hasta cinco senadores muchachos, que le oían con cierto arrobamiento, y luego salían poniéndole en los cuernos de la luna: «Así se tratan las cuestiones. Aquí, aquí, en este espejo tienen que mirarse todos: esto es lo bueno, lo inglés de la tía Javiera, la marca Londón legítima, de patente».

IV

Fuera del Senado, el Marqués tenía también su grupito de admiradores, que le citaban de continuo como un modelo digno de imitación. Por él, y por otros muy contados próceres, se decía la frase de cajetín: «¡Ah, si toda nuestra nobleza fuera así, otro gallo le cantara a este país!». El amanerado argumento de achacar nuestras desgracias políticas a no tener un patriciado a estilo inglés, con hábitos parlamentarios y verdadero poder político, llegaba a ser una cantinela insoportable.

Es muy digno de notarse que Feramor desmentía la vulgar creencia de que todo inglés de alta clase ha de ser caballista, y delirante por cualquiera de los sports que en Albión se usan. Para gloria suya, no había importado del país serio, más que la seriedad, dejándose del lado allí del canal las chifladuras hípicas. Aunque algo y aun algos entendía de lo referente al turf, no se ocupaba de ello sino con frialdad cortés, marcando siempre la distancia que media intelectualmente entre un handicap y un discurso político, aunque sea ministerial. Y si era cazador, y de los buenos, no mostraba por esta afición una preferencia sistemática y absorbente. Así los gustos como las obligaciones existían en él en su valor propio y natural, y la inteligencia era siempre la maestra y el ama de todo. En el concierto de sus facultades, dominaba la que Dios le había dado para que gobernase a las demás, la facultad de administrar, y mientras llegaba el caso de llevarle las cuentas a la Nación, llevaba las suyas con un acierto y una nimiedad que eran un nuevo tema de aplauso para sus admiradores. «¡Un aristócrata que administra! ¡Oh, si hubiera muchos Feramor en nuestra grandeza, la nación no andaría tan de capa caída!».

La fortuna patrimonial del Marqués no era grande, porque su padre había puesto en práctica doctrinas que se daban de cachetes con la regularidad administrativa. Pero la riqueza aportada al matrimonio por la Marquesa fortalecía considerablemente la casa, en la cual reinaba un orden perfecto, gastándose tan sólo la mitad de las rentas. Vivían, pues, con decoro y modestia, sometidos gustosamente a un régimen de previsión, entre dos jalones, el de delante fijando el límite de donde no debía pasar el lujo, para evitar despilfarros, el de atrás marcando la raya de la economía, para no llegar a la sordidez. A mayor abundamiento, la Marquesa, que parecía hecha a imagen y semejanza de su esposo, y que con la convivencia se asimilaba prodigiosamente sus ideas, salió tan administrativa y administradora como él, y le ayudaba a sostener aquel venturoso equilibrio. Ambos lucían en el gobierno de la casa, con una perfecta entonación económica, si es permitido decirlo así. Diversas eran las opiniones mundanas sobre esta manera de vivir, pues si les criticaban por no tener una cuadra de gran importancia hípica, como correspondía a los gustos ingleses del Marqués, otros le elogiaban sin tasa por su excelente biblioteca, principalmente consagrada ¡oh!… a ciencias morales y políticas. Su mesa era inferior a la biblioteca, y superior a la cuadra. Sólo había cinco convidados un día por semana.

Expresadas las opiniones, conviene apuntar las hablillas, aunque estas desdoren un poco la noble figura de los Feramor. Lenguas, que evidentemente eran malas, decían que el Marqués colocaba el sobrante de sus rentas a préstamo con réditos enormes, sacando de apuros a sus compañeros de grandeza, comprometidos en el juego, en el sport, o en otros vicios. En esto la maledicencia no acertaba, como casi siempre sucede, pues los préstamos del Marqués no eran de calidad extremadamente usuraria. Se reforzaba, sí, con buenas hipotecas, y cuando la garantía floja, y el reembolso problemático, sus principios económicos le aconsejaban aumentar prudencialmente los intereses. Ello es que si en rigor de verdad no debía ser llamado usurero, tampoco habría mayor injusticia que aplicarle el calificativo de generoso. Ni la adulación, que todo lo puede, podía llamarle así. Los amigos más benévolos no acertaban a descubrir en él un rasgo de desprendimiento, o un ejemplo de favor desinteresado. Era todo exactitud en el pensar, precisión matemática en las acciones, como una máquina de vida social en la que se suprimieran los movimientos de la manivela afectiva. No faltaba jamás a sus deberes, no se le podía coger en descuido de sus compromisos; pero tampoco se le escapaba la sensiblería de hacer el bien por el bien. Siempre en guardia, y custodiándose a sí propio con llaves seguras que sólo él manejaba, no permitía nunca que la espontaneidad abriese su interior de hierro, ni menos que mano profana penetrase en él.

Ved aquí por qué no gozaba de simpatías, y los que le admiraban como el último modelo inglés de corte de personas, no le querían. Encontrábanle todos poco español, privado de las virtudes y de los defectos de la compleja raza peninsular. Habríanle querido menos reglamentado moralmente, menos exacto, y un poquitín perdido. Físicamente, era hermoso, pero sin expresión, de facciones a las cuales no se podía poner la menor tacha, rematadas por una corona negativa, es decir, por una calva precoz, lustrosa y limpia, que él consideraba como la más airosa tapadera de la seriedad británica. Su trato fuera de casa era delicado y fino, dentro de una elegante tibieza, y en la intimidad doméstica seco y autoritario, sin ninguna disonancia, pero también sin asomos de dulzura, como un preceptor o intendente, más que como padre y esposo. De la señora Marquesa, que no era más que el feminismo del carácter de su marido, poco hay que decir. La asimilación había llegado a ser tan perfecta, que pensaban y hablaban lo mismo, usando las propias locuciones familiares. Ambos se expresaban en inglés con notable soltura. Y la asimilación no paraba en esto, pues ocurría en aquel matrimonio joven lo que en algunos viejos, reducidos por larga convivencia a una sola persona con dos figuras distintas. El Marqués y la Marquesa se parecían físicamente; ¿qué digo se parecían?, eran iguales, a pesar de señalarse ella por poco bonita y él por bastante guapo; iguales el mirar, el respirar, los movimientos musculares del rostro, el aire grave de la frente, el temblor imperceptible de las ventanillas de la nariz, la manera de llevar los quevedos, pues ambos eran miopes, la boca, la sonrisa de buena educación más que de bondad. Decía un guasón, amigo de la casa, que si uno de los dos se muriera, el superviviente sería viudo de sí mismo.

Vivían en la casa patrimonial de los Feramor, en una de las plazoletas irregulares próximas a San Justo, con vistas a la calle de Segovia y al Viaducto por la parte de Poniente; casa vetusta, pero que con los remiendos y distribuciones hechas por el Marqués no había quedado mal. La parte baja, agrandada y mejorada notablemente, se dividía en dos cuartos de renta, y se alquilaron, el uno para litografía, el otro para las oficinas de una Sacramental. El segundo, distribuido al principio en tres cuartos de alquiler, fue después anexionado a la casa para aposentar convenientemente a los niños mayores, a la institutriz y a parte de la servidumbre. En aquel piso escogió su habitación doña Catalina, no permitiendo que fuera amueblada con lujo, sino más bien como celda de convento, a lo cual se opusieron los Marqueses, enemigos declarados de toda exageración. La exageración les sacaba de quicio, y por tanto arreglaron la estancia modestamente, pero evitando la afectación de pobreza monástica.

Al mes de su regreso a Madrid, la triste viuda empezó a salir de aquel estupor doloroso en que había venido. Ya tomaba gusto a la vida de familia, rompía la melancólica solemnidad de su silencio, y se distraía algunos ratos en la sociedad inocente de sus sobrinitos, dándoles de comer, ayudando a la institutriz, o bien recreándoles con cuentecillos y juegos que no fueran ruidosos. Nunca bajaba al comedor grande a la hora oficial de comida. O se la servía en su cuarto, o con la familia menuda, en el comedor de arriba. Su vida era simplísima, y de una regularidad conventual; se levantaba al romper el día, oía misa en el Sacramento o en San Justo, volvía sobre las ocho, rezaba o leía haciendo labor de gancho, y el resto del día lo empleaba en repasar a los chiquillos la lección, volviendo de rato en rato a la misma tarea de la lectura, el gancho y el rezo. Su cuñada subía con frecuencia a darle conversación y distraerla; su hermano rara vez remontaba su seriedad al segundo piso, y cuando tenía algo de interés que comunicarle la llamaba a su despacho. Una mañana, después de preparar el discurso que había de pronunciar aquella tarde en el Senado, extrayendo mil y mil datos de revistas y periódicos que trataban de la monserga económica, habló largamente con su hermana de lo que se verá a continuación.

V

«Y yo te pregunto, querida hermana: ¿vas a estar así toda la vida? ¿No es ya bastante duelo? ¿No te hartas todavía de obscuridad, de silencio, de rezos monjiles y de ese quietismo, que al fin dará al traste con tu salud y hasta con tu vida?… ¿No respondes? Bueno. Conociendo tu terquedad, ese silencio me indica que aún tenemos melancolías y soledades para un rato. ¡Ah! Catalina, ¿por qué no eres como yo?, ¿por qué no tienes un poco de sentido práctico, y das de mano a esas exageraciones? Ea, planteemos la cuestión en terreno despejado. ¿Piensas consagrar absolutamente tu vida a las devociones, a la religión, en una palabra?».

—Sí —respondió la de Halma con lacónica firmeza.

—Bueno. Ya tenemos una afirmación, ya es algo, aunque sea un disparate. Vida religiosa: corriente. ¿Y tú lo has pensado bien? ¿No temes que venga el desaliento, el cambio de ideas cuando ya sea tarde para el remedio?

—No.