Hasta el potorro II - Carla Guinot - E-Book

Hasta el potorro II E-Book

Carla Guinot

0,0

Beschreibung

¡Mía ha vuelto! Tras el éxito de su primer libro, Hasta el potorro. Monólogos confinados para mentes desconfinadas, una propuesta fresca, divertida y provocativa, Mía vuelve a la carga más punk que nunca con más crítica, más sarcasmo y más acidez. Porque no, amigos y amigas, ¡el coronavirus no ha terminado! Hasta el potorro II. Te confiné porque te quería es la recopilación de sus vivencias y pensamientos durante este último año de pandemia con sorpresas audiovisuales e ilustradas, de nuevo, por Jelen.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 191

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición: abril 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Mariona Sánchez Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Verónica Sarria Pinero Revisión: Maite Lecue Santovenia

© 2021 Carla Guinot © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-62-4

Carla Guinot

Hasta el potorro II

Te confiné porque te quería

Asusta tanto verse adaptada a una sociedad enferma que me esfuerzo cada día en ser la sana que tilden de enferma.

A todas esas personas sanas: no enferméis y vivid cada día como si fuera el último.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo (Contexto y eso)

I. Vacaciones de verano

II. Desafío total

III. Navidad cutre Navidad

IV. Ley seca o el after fuera de la ley

V. La ruleta de la… ¿muerte?

VI. Sois tontos, muy tontos

VII. Milicienta

VIII. Poltergeist

IX. Pasapalabra 2.0

X. ¡Pínchame, por dios!

XI. Excusas de mierda

XII. Destino final

XIII. Pan pa hoy y hambre pa mañana

Mecenas

Contraportada

Prólogo (Contexto y eso)

 

Febrero de 2021

Casi un año hace ya del primer confinamiento mundial y, sí, estoy yendo al psicólogo:

Buenos días, me llamo Mía y soy hater.

Al menos yo reconozco que toda esta situación se me ha ido de las manos y, cada día que pasa, odio más a la humanidad. A la humanidad, así, en general; solo unos pocos se salvan de mi ira, desconfianza y ascazo máximo.

Como recordaréis, mi último (y primer) libro, marcó un antes y un después en cuanto a mi idea sobre el ser humano se refiere. Pues bien, sigo pensando que somos gilipollas, aunque, si os soy sincera, no creí que pudiésemos llegar a semejante nivel de gilipollismo agudo en tan poco tiempo. Claro está que el entorno no ha ayudado a reducir el nivel «infrahumano de ineptitud mental», pero antes de la puta pandemia tampoco es que fuéramos la hostia, ¿no?

A estas alturas no solo me reafirmo en mi percepción del mundo como un lugar plagado de inutilidad y egoísmo, sino que voy a daros ejemplos que harán patente mi teoría y, no sé si lo conseguiré o no, vuestra idea de la humanidad cambiará.

Como siempre, no hay ninguna base científica ni de investigación en las siguientes líneas, simplemente experiencias empíricas e idas de olla varias. Todo totalmente subjetivo y, para nada, profundizando en estudios ni referentes mundiales o expertos en «algo»: simplemente yo.

Mi situación actual podría considerarse pésima y espero la supere pronto, ya que, como anuncié, el 2021 iba a ser el año del florecimiento según la cultura oriental que tanto me gusta. Pues lo único que estoy viendo florecer son capullos, muuuuchos capullos, y no en flor, precisamente.

La nueva normalidad; la distancia de seguridad; los antígenos; las PCR y las TMA; la carga vírica; los grupos burbuja; el círculo de convivientes; la vacuna Moderna, Pfizer; los negacionistas; las curvas de contagio; el toque de queda; las olas, las variantes… ¡Su puta madre montada a caballo!

Antes de que este virus del demonio hiciera su puesta en escena, no tenía ni idea del significado de toda la retahíla de palabros que os acabo de decir, al igual que vosotras. Parece ser que en estos tiempos todo dios habla con conocimiento sobre todo lo anterior y no sabemos hablar de otra cosa. Nos hemos vuelto expertos y pedagogos pandémicos sin saber nada de nada, aunque creyendo que sabemos algo. Antaño la gente sabía sobre el tiempo que iba a hacer, qué plantar en cada momento, qué remedio natural tomarse para cada cosa, si subía o no la marea según la luna… ¡Y con conocimiento de causa, porque lo comprobaban año tras año! Lo vivían de forma empírica y no se veían contaminados por multitud de opiniones al respecto. Pero ahora, queridas mías, estamos rodeadas de cuñados insoportablemente sabelotodo que hacen hervir la poca bilis que me queda ya… La gente está acojonada, cabreada, irascible y esta gentuza con, perece ser, un doctorado en COVID-19, lo cual no ayuda una mierder al estado mental ajeno. ¿Dónde ha quedado la alegría de vivir? ¿Dónde han quedado las conversaciones sobre banalidades que no llevan a ningún lado y solo nos hacen sentir que estamos vivos? Es que parece que me he vuelto inhumana o poco solidaria solo por tener ganas de seguir viviendo. Que bastante duro es ya vivir el tiempo perdiéndolo, en lugar de ganándolo. Que sí, que a la mayoría de los mortales se nos ha puesto la situación muy chunga, pero, de verdad, estamos vivos, ¿no?

Se fueron esas conversaciones y esos momentos de hablar de gilipolleces sin importancia con una birra en la mano, pero, tranquilas, aquí estoy yo para daros temitas de los que hablar en vuestros «cuatro por mesa» o de camino a casa antes del toque de queda que, en Andorra, no hemos tenido… ¡Hasta en eso mola este país! Ahora parece que, si no se habla de temas serios, o no se sabe, o la toman a una por imbécil. Alguien dijo alguna vez que «hay que tomarse las cosas con humor pese a todo, no como si nada». Y lo intento, eso lo sabéis…

No volveré a presentarme porque ya me conocéis, pero os voy a poner un poco al día de mi situación:

Mi querida tiendecita va a ver su fin en dos meses, ya que, como todo pequeño comercio que no se dedica a vender comida, me he ido a la mierda. Sigo con mi trabajo de profesora. Esta es la parte que, me reconforta admitir, se mantiene estable. Bueno, estable por decirlo de alguna manera, no me adelanto. Mis hijos van bien en el cole, aunque el tema mascarillas… luego os cuento. Mi maridín, en su línea o más grunge que de costumbre y sumido en un pesimismo constante. La abu, tirandillo y esperando la vacuna en candeletas. Mis perrillas siguen siendo mis perrillas, pero, como es normal y totalmente comprensible, cada una de nosotras ha adoptado unos mecanismos de defensa ante la situación que estamos viviendo que, a veces, no concuerdan con los míos, pero siguen siendo ellas.

Mi vida social también va bien, aunque, sin culpar a nadie ni a nada (o sí), la he reducido un poco y, en general, voy haciendo amigos por mi ausencia, casi absoluta, de filtro. Como novedad, estoy yendo a la psicóloga para entender cosas que, por mucho que lo intente, no comprendo. Quizá no me aporte una mierda y acabe por dejarla, pero, de momento, sigo con la terapia, por eso de hablar con alguien que inyecte algo de objetividad a mis actos y a mis pajas mentales, para variar. ¡Y yo diciendo que lo ibais a necesitar vosotras! Pues toma, to pa mí; el karma, supongo.

Sigo sin formar parte de los grupos de WhatsApp de padres y madres del cole de los niños, por lo de mantener la tradición y reafirmarme en mi cruzada de no crear niños burbuja ni adultos malcriados, que ya estamos bien servidas de ambos.

He decidido no teñirme más y dejar mis canas a su libre albedrío; lo de depilarme, de momento, lo mantengo, aunque no os aseguro nada en un futuro… ¿No era necesaria tanta información, verdad? Lo siento… En realidad no, no lo siento, me la suda vuestra opinión al respecto.

Paralelamente a esta primera toma de contacto que os he presentado sobre mi estado vital, he de decir que me he convertido en una puta montaña rusa de emociones, pensamientos y acciones. Esta situación me incomoda bastante, ya que me jode muchísimo no mantenerme en mis trece en determinados aspectos de mi vida y que mi alrededor haga que me tambalee. En definitiva, esta vez es el estado de inestabilidad emocional por culpa de la humanidad y la casi ausencia de información objetiva y veraz lo que me hace estar hasta el potorro de todo y de todos.

Queridas mías, si en el primer libro sentisteis estar como yo o, por el contrario, os hubiera gustado tenerme delante para cagaros en mi estampa, esta segunda parte tampoco os dejará indiferentes y, si partimos de la base de que vosotras también estáis de la olla, muy posiblemente acabéis por odiarme aún más o, quizá, quererme eternamente.

Recordad que acostumbro a juzgar con facilidad y, si la situación lo requiere, a pedir disculpas después. Esta vez os las pido de antemano, aunque, si no supierais del palo que voy, no habríais comprado el libro y no estaríais leyendo esto.

Así que, dicho lo cual, os doy la bienvenida a mi segunda ida de olla literaria (por lo de escribir y eso, no por mi nivel de expresión escrita) y, espero, sigáis queriéndome al final de la aventura del saber (ja, ja, ja, ja). Si no es así, ya sabéis: me importa una mierda. ¡Vaaaamos p’allá!

I. Vacaciones de verano

 

Este pasado verano de 2020 tan deseado tras el confinamiento no distó mucho de lo que hacemos normalmente en vacaciones, aun conviviendo con la nueva normalidad y recién salidas de un confinamiento mundial.

Como ya sabéis a qué me dedico, antes de las vacaciones de verano tengo que enfrentarme a un final de curso que acostumbra a ser movidito. Entre decidir a qué bendito alumno le amargas el verano o a cuál le aplicas las rebajas de junio (es broma, soy bastante justa), rellenar memorias varias y aportar propuestas para el curso siguiente, y otras muchas cosas que ahora mismo ni tengo ganas de contar ni os interesan, se me hizo la masa vinagre de pensar cómo iba a ser mi taaan esperado verano azul1.

Hay que decir que este final de curso estuvo totalmente ausente de las graduaciones y de las consecuentes cenas de despedida donde acabamos todo el profesorado algo pedo, bueno, realmente, una pequeña parte de él, y que te da la oportunidad de conocer al de Biología sin bata o a la de Mates sin restos de tiza en el culo. Esas celebraciones donde eliges un modelito acorde con la llegada del calorcete y el disimulo del blanco nuclear preplaya y te despides de los compañeros y compañeras que han estado a tu lado compartiendo altos y bajos del taaaaan largo curso escolar.

Este curso, mirando desde la perspectiva del tiempo, ha sido largo que te cagas. Bueno, mejor dicho, se me ha hecho largo que te cagas. Las reuniones telemáticas de evaluación final y las consecuentes reuniones con las familias, telemáticas también, fueron de miedito: al que no se le cortaba la wifi, nos mostraba su techo del comedor porque no tenía ni zorra de apuntar con su cámara al careto; el que estaba sin peinar, curiosamente apagaba la cámara aludiendo a un fallo en el dispositivo (y yo me lo creo… ¡Sí, yo también lo hago!); a algunos y a algunas parece ser que les mola el enfoque de papada y no puedes dejar de pensar en decirle que, por favor, deje de enseñarte las fosas nasales; luego están los que no se cortan ni un pelo y deciden que las reuniones se hacen mejor desde el sofá y con la cámara enfocando al cojín que se usa para reposar los brazos mientras ven Sálvame y parece que atienden, los muy cabrones. ¡Y luego decimos de los alumnos! Aquellos que nos muestran la puntilla del tapete de la estantería que le hizo su abuela o heredó de la tía Mari del pueblo; los que, sin pudor alguno, se sacan algún que otro willy pensando que nadie les está mirando cuando, en realidad, tienes a unas cuarenta personas en la pantalla y las analizas a todas mientras envías unos WhatsApp de cachondeito porque lo que te están contando es un coñazo… Pero este tipo de reuniones me están acompañando durante todo el curso actual, así que, en el momento, no fue lo peor. Lo más triste que recuerdo del final de curso fue el momento en el que fui al instituto a buscar mis cosas… ¡Me sentí como el llanero solitario!

Antes de ir, tuve que llamar al conserje para no coincidir con nadie, no fuera que me diese por fundirme en abrazos melancólicos con alguien que estuviera por allí. Una vez el terreno estuvo despejado, me bajé del coche y me invadió una sensación de solitud rara, muy rara. Creo que nunca había visto el centro tan desolado como aquel día… Un colegio vacío y con el día gris rollo pretormenta da bastante canguelo… Bien, entré a por mis cosas y, sin hablar con nadie (no había ni Cristo), volví al coche y di por empezadas mis merecidas vacaciones de verano, aunque con un regusto amargo por esta despedida de curso tan raruna.

Personalmente, tiendo a basar el paso del año empezando siempre en el mes de septiembre, es decir, mis años son, talmente, el curso escolar. Es otro tipo de calendario para las de nuestra especie. En un futuro podría estudiarse como nueva forma de asimilar el paso del tiempo: los chinos van por animales, los musulmanes nos llevan unos siglos menos y los profes, de septiembre a junio. Vale, recibido, ya me callo… Defecto profesional. No sé a qué viene esto ahora, pero me complace daros esa información que os importa una mierda. ¡Qué le vamos a hacer!

Volviendo al atípico final de curso donde, milagrosamente, hubo una ínfima cantidad de suspensos para septiembre, fuimos, como siempre, a la casa del pueblo de mi suegri, en la que, como mi maridín es el pequeño de siete hermanos y se juntan allí ciento y la madre cada año, coincidimos con unos y con otros y no salimos de esas cuatro paredes en tres semanas. ¡Oh, dios! Ahora me doy cuenta de que mezclamos mogollón de burbujas de convivientes (la imagen es bonita, ¿eh?).

Lo de «cuatro paredes» es por lo de la costumbre expresiva, porque la casita es grande que te cagas. Teniendo en cuenta que mis queridos suegros se la hicieron pensando en sus siete hijos, imaginaos la magnitud del casoplón. Tenemos una piscina para nosotros solos y hasta pista de tenis, que no usa ya nadie porque está bastante descuidada, pero me mola decirlo, por lo del aburguesamiento y eso. Luego nos quejamos de esta gente de izquierdas que tiene un chalé y nos da lecciones de igualdad, ahorro, antidesalojos… Pues sí, si la vida te brinda oportunidades capitalistas, no haces daño a nadie y pagas tus impuestos (aunque no se haga un buen uso social de ellos), ¿por qué meterse con las convicciones políticas y/o vitales de los demás? Es decir, sigo pensando que el mundo puede ser un lugar mejor, sigo trabajando mis horas e intentando llegar a final de mes, pero tengo una casa de vacaciones de diez habitaciones, ¿y qué cojones pasa? ¿Es que acaso tengo que renunciar a ello porque no está acorde con mi pensamiento hacia la sociedad o el bien común? Mentira, ¡falso! Como siempre, habla la envidia, que, por otro lado, es totalmente lícita siempre que no vaya acompañada de un acto de venganza o mala fe hacia los o las que son diana de este sentimiento del ser humano absolutamente detestable pero existente. ¿O no? Bien, es mi manera de pensar y, en eso, no hay restricciones ni multas que valgan, o al menos, de momento.

Como podéis comprobar sigo con mis divagaciones y desvíos de tema totalmente innecesarios, pero así me conocéis un poco más. ¿Y para qué quiero yo conocerte un poco más? Pues yo qué sé, divago y punto: es mi libro.

A lo que iba, que nos pasamos allí tres semanas al sol y en remojo (es uno de los pueblos más calurosos de Cataluña) bebiendo cerveza y hasta arriba de aperitivos diarios. Bien, yo no, recordemos que me puse a dieta en junio… más que a dieta, me quité el pan y el azúcar, aunque de vez en cuando un heladito a media tarde caía. No hemos venido a esta vida a sufrir (ja, ja, ja, ja).

Durante las dos semanas que pasamos en el pueblo, no noté el efecto devastador de esta nueva normalidad. Claro que, estando únicamente la familia y sin mascarilla todo el día, la remontada veraniega había llegado de puta madre.

He de añadir que en este far west de la Ribera del Ebro, el funcionamiento anti-COVID-19 era algo diferente al andorrano: no se usaban mucho las mascarillas, quizá porque entre casa y casa hay como tropecientos metros de distancia, lo que hace que, si te da un siroco en medio de la carretera, ya puedes esperar a que pase algún tractor a rescatarte o algún vecino al que se le ha pasado la hora del carajillo y que, pasando por allí, venga a por ti. Hablando de vecinos, me honra agradecer a los vecinos del pueblo de la suegri todo lo que hacen por nosotros cuando estamos y cuando no; esas cosas que a los de ciudad no nos pasan muy a menudo, como que te reciban con un bizcocho, te regalen calabacines y fruta cada día para que saborees los productos de la tierra o te pongan al día de las novedades autóctonas (cotilleos y eso) del pueblo… Un sinfín de agradecimientos que no se acaban nunca es lo que tengo hacia ellos. Gracias.

Volviendo al verano neonormal (con tanto palabro están surgiendo algunos nuevos que molan un montón), entre otras cosas que no funcionaban igual, estaba también el hecho de poder fumar por la calle y en las terrazas, ¡qué ilusión, por Diosssss! Y diréis: «¡Uy, sí! Qué diferencia…».Pues para mí este hecho era básico, así que, si discrepamos, mala suerte. Prosigo. Los días transcurrían con una desconexión brutal entre caña y caña; tapa y tapa. Aprovechamos dos días para irnos a un hotel cerca del pueblo, dentro de un parque temático2 en el que, gracias a la limitación del aforo, teníamos la piscina casi para nosotros solos y podíamos subirnos a la misma atracción tres veces seguidas sin hacer cola, ¡increíble! Aún recuerdo el año que se inauguró ese parque, y los posteriores, en los que, con suerte, te subías a tres atracciones en todo el día porque te pasabas más tiempo en la cola que en la montaña rusa… ¡Eso sí! Salíamos de allí con un moreno paleta que flipas. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Y la de gente que conocías haciendo colas de tres horas? ¡Si es que luego me sorprendo! Pues no he sido yo borrega del sistema… Era joven e inexperta y lo que me interesaba en ese momento era ponerme morena y conocer a mucha gente, lo de subirme a la atracción era lo de menos. Seguro que más de uno y más de una se han puesto nostálgicos ahora mismo. Si no es tu caso, no fuiste mi amigo en la adolescencia… ¡Tampoco te perdiste mucho! Soy mejor persona ahora… ¡Basta! Ya paro de desviarme, lo prometo.

Lo que os contaba: tras esas semanas en el «paraíso anti-COVID-19», se nos acaba el cachondeo veraniego COVID-19 free: el maridín vuelve a trabajar y yo tengo que abrir la tienda que, a estas alturas, ni sé por qué lo hice… Pero bueno, seguramente por mi opción de ver el vaso medio lleno en todo lo que se me presenta, y después, ¡torta que te crio! Pero no aprendo, forma parte de mi encanto.

Lo dicho, a las dos semanas… vuelta a la realidad de mierder.

Volvemos a Andorra y me doy la hostia padre con esa tan esperada nueva normalidad: aforo limitado, mascarillas por doquier, saludos codiles (cómo los odio, por dios), caras irreconocibles, sentirte vigilada en todo momento, miradas asesinas de la tercera edad…3, pero bastante llevadero, la verdad. Si no llega a ser porque el efecto mascarilla a más de 35 grados de temperatura era como una sauna facial constante, puedo decir que este verano fue bastante normal.

Creo que es necesario pararnos aquí un momentito: no me ha sudado tanto la cara en mi puta vida; no había tenido tanto grano junto desde los catorce; no sabía cuán seca se puede tener la boca si no entra oxígeno y lo que molestan los mocos condensados que, ahora me diréis que no, alguna vez nos hemos intentado quitar aplastando la mascarilla contra nuestras fosas nasales… ¡Ahora me lo vais a negar! Quizá sí y aquí la única cerda sea yo… Es lo que hay. Pero, de verdad, ¡me diréis que la sensación de llevar un tapabocas en pleno mes de agosto no es de lo más horrible! Supongo que durante el invierno siguiente lo agradecí, aunque no me guste reconocerlo. Una prenda más que te aislaba del gélido frío del invierno pirenaico…

Bien, pues en Andorra las terrazas estaban abiertas con aforo limitado (al aire libre, sí). Hubo determinados momentos en los que me daba reparo quedarme al sol por lo de la marca facial y eso. Me explico: el sol en la montaña pega que te cagas, rollo guiri. Si estás una horilla al sol del aperitivo corres el riesgo de que tu cara luzca cual esquiador alemán en diciembre, aunque, en mi caso, tenía la cara completamente cubierta: flequillo, gafas de sol y mascarilla… ¡Menudo cuadro de person! Con todo y con eso, reconozcámoslo, el hecho de dejarte el mostachete y que nadie lo supiera no estaba mal del todo. Tampoco me importaba mucho que no se me reconociera, ya que aún no se me notaba el cuerpazo de haberme quitado el pan (disculpad la modestia). ¿Quién iba a identificarme ahora? Bueno, casi mejor ser irreconocible, total, tampoco es que echara mucho de menos las relaciones sociales ajenas a mis convivientes… Pero, al final, gracias al calorcete pudimos disfrutar de las cañitas al sol del verano casi como si no hubiera pasado nada fuera de lo común: hasta entonces podíamos fumar en las terrazas y, aunque los grupos debían ser de cuatro, se llevó bien. Tampoco estabas obligada a comer algo mientras bebías, con lo cual, todo correcto.

A principios de septiembre, por eso, ocurrió algo muy raruno si aún confiáis en la humanidad. Yo ya no, así que no me extrañé: me cabreó muchísimo. Resulta que se nos redujo a dos personas por mesa, tanto si eran núcleo familiar como si no. ¡Pero qué me estás contando! El tema era que no podía estar en una mesa con mis dos hijos porque ya éramos tres… ¿Entendéis algo? Totalmente surrealista, ¿o no? Es decir, puedo tener veinticinco alumnos en un aula, pero no puedo estar con mi madre y mis hijos en una mesa al aire libre no vaya a ser que el virus de los cojones ataque a los de la mesa dos, pero los de la mesa cinco y la seis se libren, aunque las tres mesas sean un mismo núcleo de convivencia. ¡Menuda discapacidad neuronal tiene al que se le ocurrió tal gilipollez!

Parémonos un momento en el concepto núcleo familiar o núcleo conviviente (mola como nombre de banda de rock): por lo general, la familia vive bajo el mismo techo, pero hay miembros de la familia que, aunque no pernoctan (¡me encanta!, otro palabro que se pone de moda), los vemos todos los días como, por ejemplo, a la abuela. Entonces, ¿la abu cuenta? ¿Es mi núcleo o no? Si me pregunta el urbano, ¿qué digo? ¿Que somos familia tradicional? ¿Miento? ¿Aparto a mi madre de la mesa, aunque se ponga la mujer tres mascarillas? ¿Y los padres separados? ¿Y los que viven solos? ¡Qué cojones está pasando!