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Si hay algo más difícil y obstinado que un varón de la familia Cynster, es una dama de dicha familia convencida de que no está destinada a enamorarse. Henrietta Cynster es conocida entre la alta sociedad como la Rompebodas, y su pasmosa habilidad consiste en evitar matrimonios condenados al fracaso, no en ser víctima de las flechas de Cupido. Cuando frustra el posible enlace del apuesto James Glossup, se siente obligada a encontrarle una candidata adecuada para un matrimonio de conveniencia, pero esa resulta ser una tarea endemoniadamente complicada debido a la innegable atracción que cobra vida entre ellos. Al fin y al cabo, Henrietta sigue empeñada en creer que jamás caerá en las redes del amor... "En los libros de Stephanie Laurens podrás siempre encontrar protagonistas de convicciones firmes y mucha sensualidad". Fresh Fiction
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Seitenzahl: 555
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2017, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hasta que llegó él, nº. 223 - marzo 2017
Título original: And Then She Fell
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductor: Sonia Figueroa Martínez
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Diseño de cubierta: Jon Paul
I.S.B.N.: 978-84-687-9331-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Abril de 1837
Londres
Había llegado la hora de vestirse para lo que auguraba ser una velada difícil. Mientras subía por la escalera de la casa que sus padres poseían en Upper Brook Street, Henrietta Cynster repasó mentalmente la información que iba a tener que darle a su amiga Melinda Wentworth cuando, tal y como habían acordado, se encontrara con ella en el baile de lady Montague.
Soltó un suspiro y al llegar a su dormitorio abrió la puerta, pero se detuvo en seco en el umbral al ver a su hermana menor rebuscando en el joyero que había sobre el tocador. Mary le lanzó una fugaz mirada al oírla llegar, pero siguió rebuscando entre el montón de cadenas, pendientes y abalorios.
Un ligero movimiento desvió la atención de Henrietta hacia el guardarropa que había junto a su cama y vio a Hannah, su doncella, sacando su nuevo vestido de baile de color azul Francia mientras simultáneamente lanzaba miradas de desaprobación hacia la esbelta espalda de Mary.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí; al igual que ella, su hermana aún llevaba puesto el vestido de día, y la intensa expresión de su rostro despertó su curiosidad. Mary era la benjamina de la familia, y cuando quería algo era tan tenaz y empecinada como un terrier.
—¿Qué buscas?
Mary le lanzó una mirada de impaciencia. Cerró un cajón del joyero y abrió el último, el de abajo del todo.
—El… ¡Aquí está! —metió los dedos, volvió a sacarlos, y su expresión se transformó mientras alzaba su hallazgo suspendido entre los dedos de ambas manos—. Esto era lo que buscaba.
Henrietta observó el collar de delicados eslabones de oro intercalados con cuentas de amatista del que pendía un colgante de cuarzo rosa. Al percatarse de que la expresión de su hermana reflejaba la satisfacción de un general al que acababan de informarle que sus tropas habían capturado una posición enemiga de vital importancia, hizo un ademán de indiferencia y comentó:
—A mí no me ha servido de nada, puedes quedártelo.
Su hermana la miró con sus vívidos ojos azules y le aclaró, mientras alzaba en alto el collar:
—No estaba buscándolo para mí, eres tú quien tiene que ponérselo.
El collar era un obsequio que las jóvenes de la familia Cynster habían recibido de parte de una deidad escocesa, la Señora, y se suponía que era un amuleto que ayudaba a su portadora a encontrar a su héroe verdadero, al hombre con el que habría de vivir felizmente casada por el resto de sus días.
Henrietta era una mujer pragmática y práctica, así que siempre le había resultado difícil creer en la eficacia del collar; más aún, fiel a esa vena pragmática, siempre le había parecido poco razonable esperar que las siete jóvenes Cynster de su generación fueran a encontrar el amor y la felicidad en los brazos de sus respectivos héroes verdaderos. Lo más lógico era suponer que estuviera escrito que una de ellas, como mínimo, no hubiera de alcanzar ese resultado y, de ser así, la Cynster destinada a morir siendo una vieja solterona sería, casi con total certeza, ella.
Dado que Mary y ella eran las dos únicas Cynster de su generación que aún no habían contraído matrimonio, su predicción de que iba a quedarse soltera para siempre parecía ir rumbo a convertirse en un hecho. Ya tenía veintinueve años y jamás se había sentido ni remotamente tentada a casarse con un caballero; por otra parte, nadie en su sano juicio creería que su decidida y tenaz hermana Mary, quien tenía veintidós años y tenía el firme propósito de forjarse su vida futura, fracasaría en su empeño de alcanzar la meta que ya había declarado de forma firme y contundente, y que no era otra que encontrar a su héroe y casarse con él.
Se quitó el chal y negó con la cabeza antes de contestar:
—Ya te lo he dicho, a mí no me ha servido de nada. Tienes mi pleno consentimiento para quedártelo. Supongo que de eso se trata, ¿verdad? ¿Quieres utilizarlo para encontrar a tu héroe?
—Sí, eso es —la expresión de Mary se endureció—. Pero no puedo quedármelo sin más, no es así como funciona. Tú tienes que ponértelo y encontrar a tu héroe antes, y entonces pasármelo a mí tal y como Angelica te lo entregó a ti, y Eliza a Angelica, y Heather a Eliza… durante tu baile de compromiso.
Henrietta se volvió para dejar el chal encima de una silla y disimuló una sonrisa, la sonrisa de una hermana mayor y más madura ante la entusiasta fe que su hermana pequeña tenía en el collar.
—Seguro que no es algo tan específico, el collar no tiene por qué funcionarnos a todas.
—¡Claro que sí! —el tono de Mary reflejaba una certeza férrea. Cuando Henrietta se volvió de nuevo hacia ella, añadió—: lo consulté con Catriona y ella a su vez se lo preguntó a la Señora, que al fin y al cabo es la Hacedora del talismán. Según Catriona, la Señora fue muy clara y el collar debe ir pasando de una a otra en el orden estipulado. No me funcionará a mí en concreto si antes no ha cumplido con su función para ti y no has celebrado tu baile de compromiso, así que… —hizo una pausa para tomar aire y, con la mandíbula apretada con firmeza, le alargó el collar—. Tienes que llevarlo puesto desde ahora hasta que encuentres a tu héroe, y ruégale a la Señora y a todos los dioses para que sea pronto.
Henrietta frunció ligeramente el ceño mientras alargaba una mano y tomaba con renuencia el collar; a decir verdad, no tenía la opción de rechazarlo. Por mucho que ella fuera mayor, más madura y más experimentada desde un punto de vista social, por mucho que le sacara casi una cabeza de altura a su hermana pequeña y no fuera una damisela pusilánime ni mucho menos, todo el clan de los Cynster sabía que intentar negarle a Mary algo que estuviera empeñada en conseguir era una tarea imposible, y más aún si poseía algún argumento lógico que la apoyara.
Deslizó los eslabones entre los dedos mientras observaba con atención a su hermana, y le preguntó con curiosidad:
—¿Por qué estás tan deseosa de hacerte con el collar? Sabías que lo tenía yo desde el baile de compromiso de Angelica, y ya hace casi ocho años de eso.
—¡Exacto! —Mary la miró con ojos beligerantes—. Has dispuesto de ocho años para ponértelo y encontrar a tu héroe, pero en vez de eso lo metiste en tu joyero y lo dejaste ahí. No me importó mientras aún era una cría y después, tras ser presentada en sociedad, quise echar un buen vistazo por mí misma, así que el hecho de que no te lo pusieras no suponía un problema. Pero ahora tengo veintidós años y estoy lista para dar el siguiente paso. Deseo encontrar a mi héroe cuanto antes, iniciar mi vida de casada y crear mi propio hogar, deseo todo lo que conlleva un matrimonio; a diferencia de ti, no quiero pasar siete años o más dedicándome a otras cosas, y eso significa —señaló el collar con el dedo— que tienes que ponerte ese collar ahora mismo, encontrar a tu héroe, y entregármelo a mí. No podré seguir adelante con mi vida hasta que lo tenga en mis manos.
Otros habrían aceptado aquella explicación sin más, pero Henrietta conocía a su hermana pequeña demasiado bien.
—Hay algo que no me estás contando.
Los vívidos ojos color azul aciano de su hermana le sostuvieron la mirada sin parpadear ni ceder, pero ella ladeó la cabeza y enarcó las cejas mientras se limitaba a esperar… y al final Mary alzó las manos en señal de rendición y exclamó:
—¡Está bien!, ¡te lo diré! Creo que podría haber encontrado a mi héroe perfecto, pero necesito el collar para estar segura de ello. Como se supone que debe pasar a mis manos, funcionar para mí y pasar entonces a Lucilla, da la impresión de que se supone que debo esperar a tenerlo en mi poder antes de decidir quién es mi héroe, así que… en fin, si tomara cualquier decisión definitiva al respecto antes de que me lo entregues daría la impresión de que estoy pasando por encima del destino y de la Señora, y debo obtenerlo de la forma correcta —su expresión se tornó aún más firme, clavó los ojos en los suyos—. Eso quiere decir que tú debes ponértelo y encontrar antes a tu héroe.
Henrietta bajó la mirada hacia el collar, hacia los inocentes eslabones que yacían sobre su mano, y soltó un suspiro.
—De acuerdo, me lo pondré esta noche —la exclamación de entusiasmo de su hermana hizo que alzara una apaciguadora mano—. Pero no espero que me funcione, así que no te hagas ilusiones.
Mary se echó a reír, se acercó a toda prisa y la besó en la mejilla.
—Tú limítate a ponértelo, hermana mía, es lo único que te pido. En cuanto a si funciona o no… —la miró con ojos chispeantes antes de volverse hacia la puerta—… depositaré mi fe en la Señora.
Henrietta sacudió la cabeza, sonriente, y Mary se detuvo al llegar a la puerta para preguntar:
—¿Vas a acompañarnos a mamá y a mí al baile de lady Hammond esta noche?
—No, se me espera en casa de lady Montague —debido a su edad, sucedía a menudo que los eventos a los que asistía no eran los mismos a los que su madre acompañaba a Mary—. Diviértete.
—Lo haré, nos vemos mañana —tras despedirse con la mano, su hermana salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Sonriendo aún, con el collar en una mano, Henrietta dio media vuelta y vio que Hannah había vuelto a guardar en el guardarropa su vestido nuevo y había sacado en su lugar otro de seda morada. Miró a la doncella cuando esta se volvió con un chal de seda morado y amarillo que acababa de sacar de la cómoda, y enarcó una ceja en un gesto que Hannah interpretó correctamente.
—El azul no es adecuado, señorita, no si va a ponerse eso —indicó el collar con la cabeza, sus ojos chispeaban de entusiasmo—. Si va a buscar a su héroe, tiene que estar perfecta.
Henrietta suspiró para sus adentros.
Dos horas después, Henrietta se acercó al señor Wentworth y a su esposa, quienes estaban a un lado del salón de baile de lady Montague. Tras intercambiar saludos, los tres observaron desde donde estaban a la hija del matrimonio, Melinda, que estaba bailando un cotillón con el honorable James Glossup.
Los motivos de James para cortejar a Melinda eran lo que había llevado a Henrietta a asistir a aquel baile. Se quedó absorta mientras le observaba con atención, mientras apreciaba todo lo que se desprendía de su apariencia física y de la maestría con la que bailaba, y se preguntó (tal y como había estado preguntándose durante los últimos días) por qué, teniendo en cuenta su obvio atractivo físico y sus cualidades, habría optado aquel hombre por la estrategia que estaba siguiendo para buscar esposa.
La señora Wentworth, una mujer bajita y rolliza ataviada con un vestido de alepín marrón, suspiró y comentó:
—Es una verdadera lástima, forman una bella pareja.
El señor Wentworth, un caballero robusto de vestimenta conservadora, le dio unas palmaditas a la mano que su esposa tenía posada en su manga.
—Tranquila, querida. Habrá otros apuestos pretendientes que vengan a husmear alrededor de Mellie, y como ella está decidida a encontrar a un caballero que la ame… en fin, le estoy agradecido a la señorita Cynster por lo que ha averiguado.
Henrietta sonrió apenas y reprimió la incomodidad que sintió. No conocía demasiado bien a James, pero era el mejor amigo de su hermano Simon y había sido el padrino de boda cuando este había contraído matrimonio dos años atrás; debido a dicha amistad, ella había coincidido con él en varios eventos familiares, pero más allá de lo que sabía de él por Simon no había tenido razón alguna para prestarle mayor atención.
Eso había cambiado cuando él había centrado sus atenciones en Melinda de forma tan obvia que su intención de pedir su mano en matrimonio había quedado patente. Había sido entonces cuando Melinda, con la aprobación de sus padres, había acudido a ella para, según habían dicho ellos, «esclarecer los motivos de James».
Llevaba desde los veintipocos años dedicándose a ayudar a otras como ella, a jóvenes damas de la alta sociedad, a descubrir la respuesta a la pregunta clave que toda dama se planteaba acerca del caballero que pedía su mano: «¿me ama de verdad o hay alguna otra razón por la que desea casarse conmigo?».
No siempre era fácil saberlo ni, en ocasiones, descubrir la verdadera respuesta, pero ella había nacido en el seno del poderoso clan de los Cynster y contaba con todos los contactos y los vínculos que eso suponía, así que hacía mucho que había descubierto las vías para descubrir prácticamente cualquier cosa.
No era una chismosa y tan solo en contadas ocasiones revelaba algo que no se le hubiera preguntado de forma específica, pero siempre había sido observadora y su perspicacia había ido agudizándose con el paso de los años gracias a la constante aplicación y la experiencia resultante.
Mientras madres, matronas y acompañantes guiaban a las jóvenes damas por las aguas de la alta sociedad, ejerciendo de casamenteras, ella proporcionaba un servicio que iba en la dirección opuesta; de hecho, ciertos caballeros contrariados la habían apodado la Rompebodas. Para la mitad femenina de la alta sociedad, sin embargo, era la persona a la que las jóvenes damas decididas a casarse por amor acudían para saber los verdaderos motivos por los que sus potenciales prometidos deseaban casarse con ellas.
En los últimos años la alta sociedad se había decantado a favor de los enlaces por amor, así que la información y la experiencia que ella proporcionaba habían estado muy solicitadas.
Era enteramente posible que su extensa experiencia fuera lo que causaba aquella ligera incertidumbre que sentía, aquella sospecha de que había algo que no encajaba en lo que a James Glossup se refería. Pero Melinda le había pedido una información que ella ya había averiguado, por lo que a pesar de aquella duda persistente pero irritablemente vaga de la que no podía desprenderse iba a contarle la verdad a su amiga.
Mientras veía a James girar con elegancia al compás de la música con aquellos anchos hombros y aquel cuerpo alto y esbelto, con aquella gracia inefable con la que se movía, impecablemente ataviado con una sobriedad muy a la moda, con su pelo castaño peinado con el aspecto revuelto que tanto se estilaba y mirando a Melinda con una sincera sonrisa de gentil caballerosidad, se preguntó de nuevo por qué habría optado por tomar aquel camino, por qué había decidido casarse para obtener un beneficio económico en vez de buscar a una dama a la que amar.
Existía la simple posibilidad de que no fuera más que un cobarde que no se atrevía a asumir el riesgo que suponía enamorarse, pero esa era una explicación que a ella no le convencía.
James había sido un calavera reconocido dentro de la alta sociedad y había merodeado como un lobo al acecho por los salones de baile junto con Simon, pero desde el verano de la boda de este, celebrada dos años atrás, se había alejado y apenas se le había visto en Londres hasta que había dado comienzo aquella temporada social. Fuera como fuese, era uno de los Glossup de Dorsetshire y uno de los nietos del vizconde de Netherfield, por lo que una buena cantidad de jóvenes damas estarían más que dispuestas a enamorarse de él.
Él, sin embargo, se había centrado con suma rapidez en Melinda, a la que ella contaba entre sus amigas.
El baile terminó y James se inclinó ante Melinda, quien hizo a su vez una reverencia. La joven miró hacia sus padres al incorporarse, vio que ella había llegado y, con la cortesía y la sonrisa debidas, se despidió de él y se dirigió hacia los tres abriéndose paso entre el gentío.
Mientras la veía acercarse, Henrietta compuso sus facciones en una expresión serena que no daba ninguna información, pero tras observarla con atención a Melinda le bastó con mirar a su madre para saber de inmediato lo que ocurría. Su desilusión fue evidente.
—Vaya —se detuvo ante sus padres y tomó a su madre de la mano—. No son buenas noticias, ¿verdad?
Le hizo la pregunta a Henrietta, que no tuvo más remedio que admitir:
—No son las que querías escuchar.
Melinda miró por encima del hombro, pero James se había perdido entre la gente y no se le veía. Después de respirar hondo, aferró la mano de su madre con más fuerza, alzó la barbilla y miró a Henrietta cara a cara.
—Dime.
La señora Wentworth lanzó una mirada elocuente hacia los demás invitados.
—No creo que este sea el lugar más adecuado para tratar este tema, querida.
—¡Pero tengo que saber la verdad, mamá! —protestó la joven, ceñuda—. ¿Cómo si no voy a poder enfrentarme a él?
Fue el señor Wentworth quien sugirió:
—Quizás podríamos regresar a casa para hablar en privado —miró a Henrietta—, si para la señorita Cynster no es mucha molestia y está dispuesta a acompañarnos.
Henrietta no tenía planeado marcharse de casa de los Montague hasta más tarde, pero ante aquellos tres rostros de expresión suplicante no tuvo más remedio que asentir.
—Sí, por supuesto. Dispongo del carruaje de mis padres, les seguiré hasta Hill Street.
Fue a despedirse de lady Montague con ellos. Mientras Melinda y la señora Wentworth le daban las gracias a la anfitriona por la velada, ella permaneció a un lado y deslizó la mirada por el salón. Eran muy pocos los invitados presentes a los que no conocía, podía ubicar al instante a casi todo el mundo en base a vínculos familiares y otras conexiones.
Estaba contemplando distraída las cabezas cuando su mirada colisionó de lleno con la de James Glossup, quien estaba observándola con atención desde el otro extremo del salón.
Al ver que los Wentworth habían terminado de despedirse y ponían rumbo a la puerta, arrancó su mirada de la de James y se despidió a su vez de lady Montague con una cortés sonrisa antes de dirigirse hacia la puerta tras los Wentworth. Intentó reprimir las ganas de mirar atrás, pero no lo logró.
James aún estaba observándola, pero con suspicacia. Los austeros planos de su apuesto rostro parecían más duros, su expresión casi severa. Ella le sostuvo la mirada por un instante, y entonces se giró de nuevo y salió por la puerta.
James Glossup masculló una imprecación en voz baja desde el otro extremo del salón.
—Lo que he averiguado es que el señor Glossup debe casarse para liberar fondos adicionales de la herencia de su tía abuela.
Henrietta estaba en la casa que los Wentworth poseían en Hill Street, cómodamente sentada en una butaca situada junto a la chimenea del saloncito. Se detuvo para tomar un sorbito del té que, según la señora Wentworth, todos ellos necesitaban con urgencia.
El señor Wentworth, quien estaba sentado frente a ella en otro sillón y tenía a la izquierda el diván que ocupaban su hija y su esposa, preguntó ceñudo:
—¿Quiere eso decir que no es un cazafortunas que codicia la dote de Mellie?
Henrietta dejó la taza sobre el platito y negó con la cabeza.
—No. Dispone de fondos suficientes, pero para obtener el resto de la fortuna de su tía abuela debe contraer matrimonio. Según tengo entendido, la anciana quería asegurarse de que lo hiciera y lo incorporó a su testamento como una condición.
El señor Wentworth soltó una carcajada.
—Supongo que es uno de los métodos que puede emplear una anciana para obligar a un caballero a pasar por el altar, pero no con mi hija.
—¡Por supuesto que no! —aseveró su esposa. Debió de recordar que en ese tema era la opinión de Melinda la que contaba de verdad, porque se volvió a mirarla y le preguntó—: es decir… ¿Qué opinas tú, Mellie?
La joven se había quedado con la mirada fija en la chimenea, sosteniendo la taza y el platito sobre su regazo, pero aquella pregunta la arrancó de sus pensamientos. Después de mirar a su madre, se volvió hacia Henrietta.
—No está enamorado de mí, ¿verdad?
Henrietta se ciñó a la pura verdad.
—No puedo saberlo con certeza, lo único que puedo decirte es lo que sé —le sostuvo la mirada y añadió con suavidad—: eso puedes juzgarlo tú misma mucho mejor que yo.
Tras sostenerle la mirada unos segundos, Melinda apretó los labios y negó con la cabeza.
—Siente simpatía hacia mí, pero no. No me quiere —tomó un largo trago del té que no había tocado hasta el momento, y al bajar la taza añadió—: a decir verdad, ese es el motivo por el que te pedí que averiguaras todo lo posible sobre él. Su comportamiento ya me hacía sospechar que el amor no era la razón por la que se había fijado en mí… —sus labios se torcieron, alzó una mano y giró la cabeza mientras intentaba componerse.
Henrietta apuró su taza, la dejó sobre el platito y se volvió para dejar ambas cosas sobre la mesita baja que había junto al diván.
—Será mejor que me retire. No tengo nada más que añadir y tú desearás pensar con calma en todo esto —se puso en pie de inmediato.
Melinda dejó a un lado su té y se levantó también, al igual que sus padres.
—Te acompaño a la puerta.
—Gracias de nuevo por ser tan buena amiga de Mellie —le dijo el señor Wentworth con firmeza, mientras le daba unas palmaditas en la mano.
Henrietta se despidió del matrimonio y se dirigió hacia el vestíbulo precedida por Melinda. En cuanto el mayordomo cerró tras ellas la puerta del saloncito, murmuró en voz lo bastante baja para que solo su amiga, a la que tenía justo delante, pudiera oírla:
—Lamento mucho haber sido la portadora de tan malas noticias.
Su amiga se detuvo, se volvió hacia ella y alcanzó a esbozar una débil sonrisa.
—Admito que esperaba oír que le había juzgado mal, pero la verdad es que tu ayuda ha sido un auténtico regalo del cielo. No quiero casarme con un hombre que no me ame, eso lo tengo muy claro. La información que me has dado confirma lo que yo ya sospechaba, y te estoy sinceramente agradecida por ello. Gracias a ti me resulta mucho más fácil tomar una decisión —la tomó de los hombros, tocó su mejilla con la suya y se echó hacia atrás antes de añadir—: de modo que sí, estaré mohína durante uno o dos días, pero no tardaré en reponerme. Ya lo verás.
—Eso espero —Henrietta le devolvió la sonrisa.
—Así será, no lo dudes —cada vez parecía más convencida y segura—. Somos tantas a las que has ayudado… no sé lo que habríamos hecho todas nosotras sin ti. Has salvado a muchísimas jóvenes damas de quedar atrapadas en un matrimonio decepcionante, la verdad es que te mereces un premio.
—No digas tonterías, lo que pasa es que tengo unas fuentes de información muy buenas —y, aunque era algo que no podía mencionar en ese momento dadas las circunstancias, lo cierto era que en infinidad de casos había confirmado que un enlace estaba firmemente basado en el amor.
Después de que el mayordomo le colocara la capa sobre los hombros y abriera la puerta principal, salió acompañada de Melinda, pero al ver que su amiga se estremecía bajo la fría ráfaga de viento que recorrió la calle la tomó de la mano y le dio un cariñoso apretón.
—Entra en la casa, vas a morirte de frío. Mi carruaje está ahí mismo —señaló con la cabeza hacia el segundo de los carruajes que sus padres tenían en la ciudad, que estaba esperándola al otro lado de la calle.
—Está bien —Melinda le devolvió el apretón—. Cuídate mucho, seguro que pronto volveremos a vernos.
Henrietta sonrió y esperó a que volviera a entrar en la casa y cerrara la puerta. Entonces, sonriendo aún y aliviada porque la rapidez con la que su amiga había aceptado la situación revelaba que en realidad no estaba enamorada de James, descendió los escalones de entrada.
A pesar de que ella no creía que fuera a enamorarse, estaba firmemente a favor de los enlaces por amor; en su opinión, el amor era la única protección que le garantizaba a una dama el poder conseguir una vida matrimonial feliz y satisfactoria.
Un hombre que iba a toda velocidad chocó contra ella de golpe, la fuerza de la colisión la hizo tambalearse.
—¡Ay! —se habría caído de no ser porque el hombre se volvió como una exhalación, la agarró de los hombros y la sostuvo ante sí para enderezarla.
Por el rabillo del ojo vislumbró un bastón con empuñadura de plata agarrado por una mano enguantada, notó que el guante estaba exquisitamente elaborado en un cuero suave y flexible. Parpadeó y miró al hombre a la cara, pero llevaba puesta una capa con la capucha alzada y las farolas que había tras él hacían que su rostro quedara envuelto en sombras.
Lo único que pudo ver fue la punta de su barbilla, una barbilla que se tensó bajo su mirada.
—Discúlpeme, no la he visto.
La voz del hombre era profunda y tenía una dicción seca, pero refinada.
—Yo tampoco —contestó, mientras intentaba recobrar el aliento.
Él se quedó quieto y dio la impresión de que estaba observándola con atención.
—¡Señorita! ¿Está usted bien?
Henrietta alzó la cabeza mientras el caballero miraba a su vez por encima del hombro y vieron a Gibbs, el lacayo que la esperaba en el carruaje, bajando del pescante a toda prisa con la intención de ir a socorrerla.
—¡No pasa nada, Gibbs!
Ella apenas había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando el caballero la miró y la soltó; después de despedirse de ella con una brusca inclinación de cabeza, dio media vuelta con premura y se alejó a paso rápido hasta perderse entre la niebla cada vez más densa que bañaba la calle.
Henrietta decidió no darle mayor importancia al asunto. Se arregló la falda y la capa a toda prisa antes de cruzar la calle hacia el lacayo, que estaba esperándola junto al carruaje para ayudarla a subir, y en cuanto estuvo dentro y la portezuela se cerró se acomodó en el asiento de cuero con un suspiro. El carruaje se puso en marcha con una ligera sacudida, Upper Brook Street estaba a escasos minutos de distancia.
Se relajó esperando sentir la habitual y revitalizante oleada de satisfacción por el éxito de otra investigación más, pero en vez de eso su mente se centró inesperadamente en algo muy distinto: en la imagen de James Glossup, observándola en el salón de lady Montague… en la expresión de su rostro al darse cuenta de que ella estaba saliendo del salón tras Melinda.
Teniendo en cuenta que era amigo de Simon, seguro que estaría enterado de su reputación como la Rompebodas, así que cabía preguntarse qué estaría pensando él en ese momento.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que has hecho?
Henrietta miró sobresaltada por encima del hombro al oír aquellas palabras y se encontró con unos ojos de un cálido tono marrón que en ese momento no tenían nada de cálidos; de hecho, daba la impresión de que James Glossup estaba planteándose cometer un asesinato.
La miró con los labios apretados y expresión pétrea antes de añadir:
—Estoy convencido de que no te sorprenderá saber que Melinda Wentworth acaba de rechazarme, básicamente ha declinado mi oferta de matrimonio antes incluso de que yo la hiciera. Después de ver que anoche te marchabas del baile de lady Montague en compañía de los Wentworth, la nueva actitud de Melinda no me ha tomado por sorpresa, pero eso me lleva a preguntarte de nuevo si tienes la más pequeña noción, la más mínima idea, de las consecuencias que tiene en este caso tu intromisión.
A Henrietta le molestó el tono de voz condenatorio y acusador que estaba usando, y dio media vuelta de inmediato para enfrentarle cara a cara. Su madre había insistido en que las acompañara a Mary y a ella a la velada de lady Campbell, pero allí no había gran cosa que pudiera interesarla. La mayoría de los presentes pertenecían al segmento más joven (damas recién presentadas en sociedad y jóvenes caballeros que acababan de llegar a la ciudad, así como sus respectivas madres), pero lady Campbell era muy amiga de su madre. De modo que, después de recorrer el salón una vez para cumplir con su obligación, había ido a refugiarse a un rincón que quedaba parcialmente oculto tras una maceta en la que había plantada una voluminosa palmera.
James la tenía acorralada, no podía salir de allí a menos que él se apartara. No era algo que la perturbara, por supuesto, pero por alguna extraña razón se le había acelerado el pulso.
—Me limité a contarle la verdad a Melinda, que necesitas casarte para liberar parte de tu herencia —le lanzó una mirada de advertencia, no estaba dispuesta a cargar con una responsabilidad que le correspondía a él—. No se te había ocurrido informarla de eso. Ella está decidida a casarse por amor, pero yo me negué a pronunciarme a ese respecto a pesar de que ella me pidió mi opinión. Dejé que fuera ella quien valorara eso según su propio juicio, y no creo que puedas culparme a mí de tu incapacidad para convencerla de que estabas cortejándola porque sentías algo por ella.
Él entrecerró los ojos. En condiciones normales eran unos ojos de un marrón chocolate tan terso y suave que no era descabellado imaginar que una pudiera ahogarse en sus cálidas profundidades, pero en ese momento parecían ágatas adamantinas.
—Tal y como yo suponía, no tienes ni idea de los problemas que has causado. Y no solo a mí, sino a mucha más gente.
Henrietta le miró desconcertada.
—¿A qué te refieres?
Dio la impresión de que él ni siquiera la oía. Siguió mirándola con ojos penetrantes, su rostro reflejaba una mezcla de furia contenida y frustración.
—Simon me había mencionado cómo interfieres, cómo te entrometes en la vida de los demás para entretenerte.
Su tono de voz la indignó.
—¡Tú no estás enamorado de Melinda!
—No, no lo estoy, pero ¿acaso afirmé alguna vez lo contrario?
Él había bajado la cabeza y estaban hablando cara a cara, a escasos milímetros de distancia. Su dicción era tan seca y cortante que parecía estar lanzándole sus palabras como dardos, como punzantes jabalinas.
Henrietta observó atenta sus ojos, los duros y austeros planos de su rostro, y vio las emociones que bullían tan cerca de aquella rígida superficie. El enfado y la frustración eran obvios, pero también lo era una corriente subyacente de preocupación y ansiedad, de pesadumbre y angustia. Y más allá de todo eso había miedo, pero no era miedo por su propia persona; no, aquel miedo tenía un matiz distinto, un matiz que ella reconoció de inmediato. Estaba claro que él temía por alguien o por algo que consideraba que estaba bajo su cargo, bajo su protección, y aquello la desconcertó por completo.
—¿Qué…? —de repente no sabía cómo reaccionar.
—¿Alguna vez se te ha ocurrido plantearte siquiera la posibilidad, la mera posibilidad, de que algunos caballeros podrían estar sujetos a otras presiones, que razones que nada tienen que ver con el amor podrían dictar que se vieran obligados a casarse? ¿Cómo diablos esperas que actúen esos caballeros en lo que a buscar esposa se refiere si tienen que lidiar con obstáculos como tú, que se entrometen en asuntos en los que no tienen ningún derecho a interferir? —respiró hondo y entonces, con mayor vehemencia aún, masculló en voz baja—: si solo sacas esta enseñanza del desastre que has creado, si puedo convencerte de que dejes de entrometerte en cuestiones que ni entiendes ni son de tu incumbencia, al menos habré logrado algo.
La miró con ojos que reflejaban censura y cierto grado de decepción y retrocedió un paso, dispuesto a marcharse, pero se detuvo en seco cuando ella lo agarró de la solapa de la levita; tras bajar la mirada hacia los dedos que le sujetaban con firmeza, alzó poco a poco la cabeza y la miró a los ojos con expresión gélida y altiva.
Henrietta, lejos de soltarlo, le devolvió beligerante la mirada con un enfado y una frustración que no se quedaban atrás.
—¿De qué estás hablando? —no estaba dispuesta a permitir que él lanzara aquellas acusaciones tan vagas como hirientes y se marchara sin más.
Él le sostuvo la mirada por un largo momento antes de volver a bajarla hacia la mano que seguía sujetándole la solapa; aunque su enfado no se había disipado lo más mínimo, contestó con una calma aparente que rayaba la languidez.
—Teniendo en cuenta que decidiste meterte en mi situación matrimonial, quizás merezcas conocer toda la historia —la miró de nuevo a los ojos—, así como también el verdadero alcance de los problemas que ha causado tu desacertada intromisión.
Unas súbitas carcajadas procedentes del otro lado de la palmera les hicieron mirar hacia allí, y vieron que al otro lado de la planta estaba formándose un grupo de gente joven que charlaba e intercambiaba confidencias.
—Pero no aquí —añadió él, antes de volverse de nuevo hacia ella.
Henrietta le soltó y le devolvió la mirada sin vacilar.
—¿Dónde?
Lo siguió a paso rápido, manteniéndose justo detrás de su hombro derecho, mientras salían del salón y la conducía a través de una sala lateral y por un pasillo.
Se quedó sorprendida al notar que el collar (las cuentas de amatista y, sobre todo, el colgante de cuarzo rosa que pendía justo encima de su escote) parecía desprender una extraña calidez. Mary, como no podía ser de otro modo, se había asegurado de que lo llevara puesto; de hecho, tenía la sospecha de que su hermana pequeña había estado dándole instrucciones a escondidas a Hannah, ya que esta había estado rebuscando entre todos sus vestidos hasta encontrar el que llevaba puesto en ese momento, uno de seda que se amoldaba a su figura en un palidísimo tono rosa perlado y con escote corazón, con el único propósito de hacer resaltar el dichoso collar. La falda de amplio vuelo del vestido ondeaba alrededor de sus piernas mientras seguía a James por el pasillo y enfilaban por otro.
Él se detuvo al fin junto a una puerta, se llevó un dedo a los labios, y entonces giró el pomo y abrió sin hacer ruido.
La puerta daba al estudio del dueño de la casa. Sobre el escritorio había un quinqué encendido, pero con la luz ajustada al mínimo, y los dos se asomaron con cautela para cerciorarse de que el lugar estuviera vacío.
James le indicó con un gesto que le precediera, cerró la puerta tras entrar a su vez, y no le sorprendió ver que ella iba a sentarse sin titubear a la silla situada detrás del escritorio. Era una silla giratoria, y Henrietta se volvió a mirarlo cuando él se acercó a la chimenea que había a la izquierda del escritorio y empezó a pasear nervioso de un lado a otro. Teniendo en cuenta el estado de ánimo en que se encontraba en ese momento, no le apetecía sentarse. Lo que quería era despotricar y lanzar recriminaciones, pero bajo la agitada superficie de su furia fluía una impotencia que iba acrecentándose de forma alarmante.
No tenía ni idea de qué diantres iba a hacer llegados a ese punto; de hecho, ¿por qué estaba perdiendo su tiempo, un tiempo que iba agotándose de forma inexorable, dándole explicaciones a Henrietta Cynster, la hermana de Simon?
No habría sabido decir por qué exactamente, pero lo cierto era que le había escocido a más no poder el hecho de que ella interfiriera; en cierto sentido, lo que Henrietta había hecho le había parecido una especie de traición, incluso podría decirse que una deslealtad. No esperaba algo así de la hermana de su mejor amigo. Aunque apenas la conocía, había dado por hecho que ella sabía qué clase de hombre era él, un hombre que se regía por el mismo credo que Simon.
El hecho de que ella hubiera actuado así indicaba que le consideraba un hombre deshonesto, y eso era algo que le irritaba y le molestaba sobremanera. Le indignaba que ella creyera que le habría mentido a Melinda o que habría intentado ocultarle la verdad, que no le habría dejado clara cuál era la situación. Y lo que había pasado al final era que Melinda le había rechazado antes de que tuviera tiempo de explicarle dicha situación.
Henrietta clavó en él sus penetrantes ojos color azul grisáceo y le dijo sin más:
—Bueno, ¿qué es lo que no entiendo según tú? Cuéntame tu versión de la historia.
James le sostuvo la mirada por un instante, y empezó a pasear de un lado a otro de nuevo antes de iniciar la explicación.
—Está claro que ya sabes que mi tía abuela falleció hace menos de un año. El uno de junio, para ser exactos. Yo era su preferido dentro de la familia y quería asegurarse de que me casara, ese fue siempre uno de sus objetivos. Durante más de una década hizo todo lo que estuvo en su mano por lograrlo, pero entonces supo que estaba muriendo y en su testamento me legó sus propiedades… una casa de campo junto con sus terrenos y granjas en Wiltshire, y también una gran mansión en Londres… que estaban dotadas del personal necesario y se encontraban en perfectas condiciones. También me legó el dinero necesario para mantener dichas propiedades, pero solo durante un año; más allá de eso, para poder acceder a los fondos que se precisan para el buen mantenimiento de las casas, las granjas y todo lo demás… —se detuvo y la miró a los ojos—… mi querida tía abuela estipuló que debía casarme en el transcurso del año posterior a su muerte, es decir: antes del uno de junio de este año.
Henrietta le miró sorprendida.
—¿Qué sucede si no lo haces?
—Que las tierras, las casas, las granjas y todo lo demás seguirá perteneciéndome y será responsabilidad mía, pero no tendré forma humana de mantenerlo con dinero de mi propio bolsillo. Necesito el dinero de la herencia, eso es algo que mi tía abuela sabía perfectamente bien.
—¿Qué sucedería entonces?
—Que me vería obligado a despedir a todo el personal y a cerrar las casas. Quizás pudiera mantener a unos guardeses para que cuidaran de las casas, pero nada más; en cuanto a las granjas, no tengo ni idea de lo que podrá mantenerse en funcionamiento, pero no será gran cosa. Ah, y por si estás pensando que podría vender parte de la herencia para mantener todo lo demás, te diré que mi tía abuela se aseguró de que no pudiera hacerlo.
—Ya veo —permaneció callada unos segundos mientras reflexionaba acerca de todo aquello—. La cuestión es que para poder mantener a todas las personas que dependen de las propiedades de tu tía abuela, propiedades que ahora son tuyas, debes casarte antes del uno de junio. ¿Es eso?
James no se molestó en contestar, se limitó a asentir de forma cortante.
Ella le observó en silencio y al final comentó, un poco desconcertada:
—Has esperado hasta muy tarde para encargarte de este asunto, ¿no?
Él le lanzó una mirada en la que no había paciencia alguna y contestó con sequedad:
—Al darme un año para encontrar una esposa adecuada y contraer matrimonio, mi tía abuela no tuvo en cuenta varias cosas. En primer lugar, el cambio que ha experimentado la sociedad desde sus días de juventud, ya que en su época todos los matrimonios de la alta sociedad se concertaban en base a cuestiones materiales y el amor no entraba jamás en la ecuación. Así que ella creía que el que yo encontrara una esposa adecuada era cuestión de buscar una y pedir su mano, nada más. En segundo lugar, tampoco tuvo en cuenta el periodo de duelo que tanto mi padre como mi abuelo decretaron que debía observar la familia, ni los meses que se tardó en poner en orden la situación actual de su patrimonio. Aunque la finca se encuentra en Wiltshire, no muy lejos de Glossup Hall, y yo la había visitado en multitud de ocasiones a lo largo de los años, como no tenía ni idea de que ella pensaba dejármelo todo a mí, no me había preparado para aprender cómo funciona.
No pudo permanecer quieto ni un instante más, por alguna extraña razón fue incapaz de seguir ocultando lo agitado que estaba. Se pasó la mano por el pelo y empezó a pasear de nuevo de acá para allá.
—¿Tienes idea del atolladero en que me encuentro ahora? He pasado un mes observando a las posibles candidatas y Melinda Wentworth era la mejor, la que podría estar más dispuesta a aceptar una propuesta que no estuviera basada en el amor. Me dio la impresión de que no estaba enamorada de nadie; tiene veintiséis años, así que debe de preocuparle la posibilidad de convertirse en una solterona; además, es una mujer sensata a la que puedo imaginar a mi lado, trabajando codo a codo conmigo para manejar mis posesiones. Llevaba más de un mes cortejándola.
Dio media vuelta de golpe y capturó su mirada.
—Pero todo eso se ha esfumado, ha sido un esfuerzo inútil y desperdiciado que ha quedado borrado de un plumazo —hizo un gesto simulando que borraba una pizarra—, lo que me deja con cuatro semanas escasas para encontrar y cortejar a una joven dama que pueda convertirse en la esposa que tanto necesito.
Se detuvo ante ella y añadió:
—Y la culpa de tan complicada situación, una situación que podría tener un efecto dramático y adverso en la vida de un gran número de inocentes, recae sobre ti tanto como sobre mí.
Henrietta sintió cómo la recorría un gélido escalofrío. Sostuvo la mirada de aquellos ojos que ardían de furia y en los que asomaba una profunda preocupación, y tan solo alcanzó a decir:
—Vaya.
El control que James había estado manteniendo se hizo añicos, y se quedó mirándola con incredulidad.
—¿Vaya? ¿Eso es todo lo que vas a decir?, ¿vaya?
Dio media vuelta furibundo y se alejó un poco, pero se detuvo de repente, regresó sobre sus pasos como una exhalación y se detuvo frente a ella de nuevo. Parecía realmente horrorizado.
—¡No, espera, me he quedado corto! Acabo de darme cuenta de que todos los miembros de la alta sociedad, en especial aquellos que tengan jóvenes damas casaderas bajo su protección, se habrán enterado ya de que, en lo que a Melinda Worth se refiere, me has juzgado como posible aspirante a obtener su mano y has decretado que soy inadecuado, que no la merezco —hundió las manos en su pelo y las deslizó hacia atrás, dio media vuelta y le dio la espalda mientras sus dedos agarraban crispados los oscuros mechones—. ¿Qué voy a hacer ahora?, ¿qué diablos voy a hacer? ¡Tengo que casarme!, ¿cómo diantres voy a encontrar esposa ahora?
La única respuesta que obtuvo fue un profundo silencio. Los nervios le impulsaron a arrancar a andar de nuevo, empezó a alejarse del escritorio…
—Voy a ayudarte.
Ni la propia Henrietta sabía que iba a decir aquello, las palabras se habían formado y habían brotado de sus labios sin que las guiara de forma consciente. Había sido una reacción ante lo que había oído y lo que veía, ante lo que en el fondo sabía con certeza.
Él se detuvo de golpe y, tras varios segundos de silencio, fue girando poco a poco la cabeza y la miró ligeramente ceñudo.
—¿Qué has dicho?
Ella se humedeció los labios y reiteró con mayor firmeza:
—Que voy a ayudarte.
Él se volvió del todo para mirarla frente a frente, su expresión ceñuda se acentuó aún más.
—Por si no lo sabes, te diré que se te conoce como la Rompebodas. Tú rompes los enlaces que no cuentan con tu aprobación, tal y como has hecho con Melinda y conmigo.
—No, no es así —respiró hondo y le explicó con voz serena—: me limito a informar del resultado de mis pesquisas a las jóvenes damas que me han pedido que averigüe la verdad sobre sus potenciales prometidos. Para tu información, son tantos los enlaces que confirmo como los que rompo y, a pesar de lo que la gente cree, no todos los enlaces que confirmo están basados en el amor —le sostuvo la mirada sin vacilar—. No todas las jóvenes damas desean casarse por amor. Hoy en día es así en la mayoría de los casos, pero no en todos.
Vaciló mientras observaba atenta sus ojos, su rostro. No revelaban gran cosa, pero creyó detectar una chispa de esperanza y eso bastó para alentarla a decir:
—No era consciente de la situación en que te encuentras, pero ahora que estoy enterada… puedo ayudar. Puedo indicarte las jóvenes que podrían convenirte y, cuando las damas de la alta sociedad vean que te ayudo, sabrán que la razón por la que Miranda te ha rechazado no tiene nada que ver con tu valía, sino que ha tomado esa decisión en base a sus propias expectativas y a sus deseos personales; en otras palabras, la gente deducirá que ella y tú no erais compatibles en ese aspecto, pero el hecho de que yo te asesore y abogue por ti silenciará las especulaciones negativas que pudieran haberse generado.
Le observó pensativa unos segundos antes de añadir:
—Admito que encontrarte esposa en cuatro semanas escasas será un desafío, pero si colaboro contigo podemos lograrlo.
En esa ocasión fue él quien la miró pensativo, aunque con cierta desconfianza.
—¿Lo dices en serio?
Henrietta asintió con firmeza.
—Sí, por supuesto que sí. No estoy disculpándome por frustrar tus planes en lo que respecta a Melinda, ya que ese matrimonio no habría funcionado; aun así, teniendo en cuenta tu situación y, tal y como tú mismo has puntualizado correctamente, las consecuencias que podría tener el que yo haya intervenido en todo este asunto, y si a eso le sumamos además que siempre has sido un buen amigo de Simon… en fin, teniendo en cuenta todas estas circunstancias, creo que al menos debo ayudarte a encontrar la esposa que tanto necesitas.
Él se quedó mirándola como si le costara creerla y no supiera cómo contestar.
—¿Estás diciendo que la Rompebodas va a convertirse en casamentera? —preguntó al fin, con cierta incredulidad.
—Me limito a frustrar los enlaces que no funcionarían; en cualquier caso, suponiendo que puedas dejar eso a un lado, si trabajamos juntos es posible que logres tu objetivo en el plazo requerido.
Él la observó pensativo unos segundos más, y al final acabó por asentir.
—Está bien, acepto. ¿Por dónde empezamos?
Acordaron encontrarse en Hyde Park a la mañana siguiente.
Elegantemente ataviada con un vestido de paseo de sarga azul cielo, Henrietta estaba esperando en Grosvenor Gate, una de las entradas del parque situada no muy lejos de la casa que sus padres poseían en Upper Brook Street, cuando James llegó caminando por Park Lane y pasó entre los pilares que flanqueaban la entrada.
Cuando lo vio se le aceleró el corazón y una fuerza inexplicable le constriñó el pecho y le dificultó la respiración. Fue un efecto muy marcado y, dado que no había nadie más en las inmediaciones, no podía fingir que James no tenía nada que ver, aunque la idea de que él la afectara así era absurda.
A decir verdad, iba tan impecable como de costumbre, por lo que era el ejemplo perfecto de un elegante caballero de la alta sociedad. Su gabán de paño extrafino era de corte exquisito, el chaleco a rayas azules y plateadas era el epítome de una elegancia simple y discreta, y el corbatín anudado con maestría despertaría sin duda la envidia de los caballeros más jóvenes; aun así… ligeramente irritada por aquella reacción propia de una damisela impresionable (tenía veintinueve años, por el amor de Dios, era demasiado mayor como para que ver a un hombre la afectara así), intentó apartar a un lado aquellas sensaciones y, al ver que eso no funcionaba, las ignoró como si no existieran.
Él la vio y se acercó con el paso fluido y de amplias zancadas de un depredador nato. Cuando la alcanzó y ella le recibió con una cortés inclinación de cabeza, la saludó a su vez y dijo sonriente:
—Buenos días.
—Buenos días. He pensado que podríamos sentarnos en ese banco de ahí —controló con mano férrea sus rebeldes sentidos y señaló con la sombrilla hacia el banco en cuestión, que estaba libre—. Estaremos lo bastante lejos de las zonas más concurridas para evitar interrupciones —echó a andar hacia allí—. Debo hacerme una idea más clara de la clase de dama que buscas, y después tenemos que idear nuestra campaña para encontrarla —mientras hablaba era más que consciente del cuerpo masculino, grande, esbelto y poderoso que caminaba junto a ella.
—Lo segundo tiene sentido, pero no creo que esté en condiciones de ser demasiado selectivo en lo que respecta a lo primero.
—¡Qué tontería! —se sentó en el banco con un revuelo de faldas y lo miró ceñuda—. Eres un Glossup, puedes casarte prácticamente con cualquiera.
A juzgar por cómo la miró, estaba claro que él no estaba tan seguro. Se sentó junto a ella y contestó, con la mirada fija en los cuidados jardines:
—Recuerda que me encuentro en una situación desesperada.
—Puede que sea desesperada en lo que al plazo de tiempo se refiere, pero no en lo que respecta a las opciones que tienes.
—Admito que tú eres la experta en eso, ¿por dónde empezamos?
Henrietta se tomó unos segundos para organizar sus ideas. Había pasado media noche preguntándose por qué se había ofrecido a ayudarle, por qué había sentido aquella profunda necesidad de hacerlo. Sí, se había sentido obligada porque el problema al que James se enfrentaba era una situación a la que ella había contribuido sin querer con sus acciones, por muy justificadas que estas hubieran sido; y sí, él era el mejor amigo de Simon y eso contribuía también a que se sintiera obligada a ayudarle. Pero al final había llegado a la conclusión de que lo que la había motivado en mayor medida había sido, llana y simplemente, que se sentía culpable. Le había juzgado mal, y lo había hecho de pensamiento más incluso que de obra. No había sabido ver en él honorabilidad alguna, no le había atribuido ni el más mínimo ápice de honor a pesar de que era una Cynster y, como tal, sabía que dicha cualidad era muy preciada y que no solo la valoraban los hombres, sino también las mujeres sensatas.
Saltaba a la vista que gran parte de lo que estaba impulsándolo, la causa principal de la desesperación que lo atenazaba, era su empeño innegable por asegurar el bienestar de su gente, una gente cuya protección era una obligación que había heredado de forma inesperada. James no tendría por qué haber asumido esa carga, pero lo había hecho y daba la impresión de que ni siquiera se le había ocurrido desentenderse del asunto. Habría tenido la posibilidad de hacerlo, ya que era un hombre rico por derecho propio al margen de la herencia de su tía abuela, pero la idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. ¿Acaso se podía ser más honorable?
Seguía sin estar segura de cuáles habían sido todos los motivos que la habían impulsado a ofrecerle su ayuda, pero estaba claro que el sentimiento de culpa había sido un factor determinante.
Se acomodó mejor en el banco y se volvió a mirarlo.
—Dime las características que no desees en tu futura esposa, o aquellas que deba tener.
Él fijó la mirada en los árboles y las extensiones de césped que tenían ante ellos, y se tomó unos segundos para reflexionar al respecto.
—No quiero una damisela frívola ni pusilánime, y preferiría que no fuera demasiado joven. Carece de importancia si posee una dote, pero, tal y como tú misma has mencionado, debe pertenecer a una buena familia, a poder ser de la nobleza. Sería conveniente que supiera montar a caballo, pero supongo que lo principal es que sepa desenvolverse en sociedad —hizo una pequeña pausa—. ¿Qué más?
—Se te ha olvidado mencionar que al menos debe ser pasablemente agraciada, aunque no se trate de una beldad —le dijo ella, con una pequeña sonrisa.
—Sí, claro, pero eso es algo que tú ya sabías —la miró de soslayo—. Qué bien me conoces.
Henrietta soltó un bufido burlón.
—Conozco bien a los hombres como tú, de eso no hay duda —repasó mentalmente las condiciones que él acababa de mencionar—. ¿Tienes preferencia por alguna característica física en especial? Rubias o morenas, altas o bajas… ese tipo de cosas.
«Pelo castaño oscuro, alta, ojos de un suave tono azul… tal y como eres tú». James se tragó aquellas palabras y se limitó a contestar:
—Para serte sincero, me interesa más el contenido que el envoltorio —se volvió a mirarla y añadió—: el aspecto físico es secundario, lo principal es lo que haya dentro. Dadas las circunstancias, es más importante que me case con una dama responsable y sensata que me acepte tal y como soy, que acepte la posición que ofrezco dentro de los parámetros establecidos y que esté dispuesta a asumir su puesto como esposa mía con entrega y dedicación.
Henrietta escudriñó sus ojos durante un largo momento, y al final inclinó la cabeza y se volvió a mirar al frente.
—Tu actitud es admirable, ha sido una excelente respuesta —al cabo de un instante, añadió con un suspiro—: bueno, ahora ya sabemos qué clase de dama estamos buscando.
—Sí, la cuestión es cómo vamos a encontrarla.
—¿Has traído las invitaciones, tal y como te pedí?
Él se sacó un montoncito de tarjetas del bolsillo. Henrietta se las colocó sobre el regazo y empezó a echarles un vistazo, pero al cabo de un momento comentó ceñuda:
—No están ordenadas.
—¿Acaso debían estarlo?
—¿Cómo logras organizarte? —le preguntó, perpleja. Al ver que la miraba desconcertado, como si no supiera a qué se refería, soltó un bufido de exasperación—. Da igual, dejémoslo —le devolvió las tarjetas—. Ordénalas por fecha, empezando por esta noche. Únicamente vamos a incluir eventos a los que vayan a acudir damas casaderas.
—Ajá.
Eso eliminaba la mitad de las invitaciones. Después de dejar a un lado con cierta renuencia las que quedaron descartadas (las de amigos para ir a cenar a algún club y similares), James revisó las que quedaban y, tal y como ella le había indicado, fue extrayéndolas y ordenándolas.
Henrietta, mientras tanto, abrió su bolsito, rebuscó en su interior y sacó un cuaderno mediano encuadernado en cuero que colocó abierto sobre su regazo.
James le lanzó una mirada y se dio cuenta de que se trataba de una agenda, una que era cinco veces más grande que la suya y en la que había unas cinco entradas más por día.
Henrietta hizo acopio de paciencia mientras esperaba a que él acabara de ordenar las invitaciones, y en cuanto le vio agrupar el montoncito tomó de nuevo la palabra.
—De acuerdo, empecemos por esta noche —señaló con el dedo una entrada de la agenda—. ¿Tienes invitación para el baile de lady Marchmain?
Sí que la tenía. Mientras revisaban las dos semanas que tenían por delante, fueron anotando los eventos que, en opinión de Henrietta, podían resultar más útiles de cara a conseguir el objetivo que se habían marcado y para los que James ya tenía invitación; cuando surgía alguno al que no había sido invitado, ella tomaba nota para hablar con la anfitriona en cuestión.
—Ninguna anfitriona va a negarse a invitarte, y mucho menos si sospecha que buscas esposa.
A James se le ocurrió de repente una horrible posibilidad.
—Eh… no vamos a hacer ninguna declaración pública sobre mi apremiante necesidad de encontrar esposa, ¿verdad?
Ella lo miró como si estuviera sopesando cuánto debería decirle… o cómo darle malas noticias.
—No exactamente. Dicho lo cual y, dado que ya has estado cortejando a Melinda y eso no ha llegado a buen puerto, casi todos sabrán o, como ya he dicho, sospecharán que estás buscando esposa de forma activa; aun así, mientras estés conmigo… bajo mi protección, por así decirlo… dudo mucho que tengas que enfrentarte a una avalancha.
—Menos mal —no habría sabido decir si sus palabras le habían tranquilizado o no; al cabo de un momento, admitió—: he ocultado de forma deliberada que dispongo de poco tiempo. Temía que, si permitía que se hiciera pública mi desesperación, me vería rodeado de una horda de damiselas casaderas cada vez que saliera a la calle.
Henrietta se echó a reír.
—Sí, sería lo más probable. Mantener en secreto lo de la fecha límite me parece una idea sensata —revisó de nuevo su agenda y comentó—: en cualquier caso, teniendo en cuenta que yo misma desconocía ese detalle a pesar de que pude averiguar todo lo demás, dudo mucho que otra dama pueda encontrar esa información. Creo que no tienes nada que temer en ese sentido.
James asintió, pero se dio cuenta de que ella no había visto el gesto porque seguía consultando la agenda.
—Gracias.
Ella alzó la cabeza y lo miró. Sus ojos de un suave tono azul con un toque de gris brillaban animados, en su boca de labios delicadamente esculpidos y teñidos de rosa asomaba una sonrisa distraída, y él sintió un súbito impacto en el pecho que le reverberó hasta la base de la columna mientras, al mismo tiempo, tomaba conciencia de lo profundo y sincero que era el agradecimiento que sentía.
La miró a los ojos y añadió:
—Y gracias también en el sentido más amplio. La verdad, no sé lo que habría hecho, cómo habría logrado salir adelante, si tú no te hubieras ofrecido a ayudarme.
La sonrisa de Henrietta se ensanchó aún más, sus preciosos ojos lo miraron chispeantes.
—Podría decirse que para mí es una especie de desafío, uno distinto a los que estoy acostumbrada —cerró la agenda y la guardó en el bolso—. Ahora que ya hemos definido los detalles esenciales de nuestra campaña, debemos empezar a elaborar una pequeña lista.
Se levantó del banco y James la imitó. Le habría ofrecido su brazo, pero ella alzó la sombrilla, la sacudió, la abrió y la colocó de forma que le protegiera el rostro. Entonces lo miró y le preguntó, con un brillo desafiante en la mirada:
—¿Vamos allá?
Él le indicó con un gesto que abriera la marcha. La acompañó con valentía, sin dejar entrever lo nervioso que estaba, mientras cruzaban las extensiones de césped rumbo a los carruajes que llenaban las orillas de la avenida y a la multitud de jóvenes damas y elegantes caballeros que conversaban y tomaban el aire.
Caminaba acortando las zancadas, amoldándose al paso de Henrietta. Aunque a una parte cautelosa de su mente aún le costaba asimilar el hecho de que ella, la Rompebodas, hubiera decidido asesorarle, lo cierto era que la tenía allí, a su lado, dispuesta a ayudarle, y se sentía absurdamente agradecido por ello.
Fuera como fuese, la noche anterior había soñado con ella, y eso era algo que le había pillado desprevenido. No podía recordar la última vez que había soñado con una mujer en concreto en vez de con una figura femenina genérica, pero no había duda de que la noche anterior Henrietta había estado presente en sus sueños. Habían sido su rostro, sus expresiones, las que le habían… no atormentado, sino fascinado. Habían mantenido cautivado a su subconsciente.