Heavenbreaker - Sara Wolf - E-Book

Heavenbreaker E-Book

Sara Wolf

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MI PADRE FUE EL PRIMERO EN MORIR.CON MI DAGA EN SU ESPALDA. No lo vio venir, no esperó que la hija bastarda que envió a la muerte sobreviviera para vengarse. Ahora, solo me queda hacer que la Casa Hauteclare lo pague. Asesinar a los nobles que mataron a mi madre y que fallaron en matarme a mí también. Aunque eso signifique aliarme con Dravik, un noble de intenciones grises y un resentimiento que iguala al mío. Por él, montaré a Heavenbreaker, un robot de combate que lleva dormido desde la Gran Guerra. Pelearé en la Copa Supernova en su nombre y, por cada enfrentamiento ganado, Dravik asesinará a uno de mis enemigos. Arrasaré con todos. Incluso con aquellos quienes me importen. Incluso cuando sienta que hay algo conmigo en Heavenbreaker, combatiendo junto a mí en la inmensidad del espacio. EL UNIVERSO SE CREÓ EN SIETE DÍAS. YO LO DESTRUIRÉ EN SIETE MUERTES.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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MI PADRE FUE EL PRIMERO EN MORIR. CON MI DAGA EN SU ESPALDA.

No lo vio venir, no esperó que la hija bastarda que envió a la muerte sobreviviera para vengarse.

Ahora, solo me queda hacer que la Casa Hauteclare lo pague. Asesinar a los nobles que mataron a mi madre y que fallaron en matarme a mí también.

Aunque eso signifique aliarme con Dravik, un noble de intenciones grises y un resentimiento que iguala al mío. Por él, montaré a Heavenbreaker, un robot de combate que lleva dormido desde la Gran Guerra. Pelearé en la Copa Supernova en su nombre y, por cada enfrentamiento ganado, Dravik asesinará a uno de mis enemigos.

Arrasaré con todos. Incluso con aquellos quienes me importen. Incluso cuando sienta que hay algo conmigo en Heavenbreaker, combatiendo junto a mí en la inmensidad del espacio.

EL UNIVERSO SE CREÓ EN SIETE DÍAS.

YO LO DESTRUIRÉ EN SIETE MUERTES.

SARA WOLF

Escribe romance, ciencia ficción y fantasía en la lluviosa ciudad de Portland, Oregon.

Le gustan los romances que se cocinan a fuego lento, las escenas de lucha, el té y hacer streaming de videojuegos en twitch.tv/sweatyhug

¡Vísitala!

www.sarawolfbooks.com

ADVERTENCIA DE CONTENIDO:

 

Heavenbreaker es una vertiginosa historia de ciencia ficción ambientada en un brutal y competitivo mundo de combate. En sus páginas se incluyen elementos relacionados con el dolor, la violencia, el asesinato, la planificación de actos suicidas, la hospitalización, el consumo de drogas, el envenenamiento, el clasismo y representaciones de traumas religiosos y el trabajo sexual. También incluye violencia doméstica y abusos. Los lectores que puedan ser sensibles a estos temas, por favor, tengan precaución ante la lectura.

Para Ruth, soy yo la que se quedó extrañándote.

PARTE I EL CONEJO

0. Ignesco

ignescō~ere, intr.

1. comenzar a arder; incendiarse

EN EL MISMO AÑO, en la misma estación espacial que orbita alrededor del gigante gaseoso verde Esther, tres niños cumplen cinco años.

Uno de ellos es una niña de cabello negro, que recorre descalza una tubería de acero que expulsa vapores de azufre. Unas cruces desgastadas suspendidas por un alambre de púas y unas pantallas holográficas medio rotas vigilan su viaje desde arriba, con anuncios de café y purificadores de aire guiñándole el ojo como padres cariñosos. En una mano lleva una cesta con golosinas para su madre, pan quemado y partes de fruta que nadie quiere. Nunca ha conocido a su padre, pero sueña con él.

Otro de ellos es un niño de cabello platinado y mucho más pequeño que sus compañeros. Su abrigo es de plata bordada y sus zapatos brillantes y nuevos, pero su cara está manchada de su propia sangre y excrementos de hace días. Llora y llora mientras su madre lo lleva del codo por los pasillos de mármol de su mansión hasta la cabina de una bestia de metal rojo. La puerta de la cabina se cierra tras él, y él golpea la puerta con los puños, mientras suplica que lo dejen salir. Sueña con la libertad, pero nunca la ha tenido.

La última es otra niña de ojos azules y profundos como la sombra de un lago. Está acurrucada bajo una manta de plumas blancas y chilla de alegría cuando su padre asoma la cabeza antes de acostarse. A la luz de una vela holográfica, le lee la historia de la Guerra de los Caballeros en la Vieja Tierra; cuatrocientos años después y con cinco mil millones de muertos a su paso. Fuera de la ventana, solo hay espacio negro, estrellas plateadas y un gran planeta verde con una tormenta de óxido de silicio blanco que gira con lentitud sobre su cara. La niña sueña con obtener gran honor, y lo tendrá.

Pero para entonces, lo habrá perdido todo.

QUINCE AÑOS DESPUÉS

1. Acxies

aciēs~ēī, f.

1. un borde afilado

2. una línea de batalla

EL DÍA QUE CONOCÍ a mi padre hablamos de rosas, de la sensación de la lluvia, y del perfume de lilas que se desprendía de mi madre mientras me cepillaba el cabello. Ah, y de la daga en su espalda, también hablamos de eso.

Pero solo brevemente.

Ahora está muerto, y es probable que yo también lo esté pronto.

Inhalo y giro las manillas doradas de su lavamanos. Bajo el suave chorro de agua, me froto las manos y veo su sangre circular por el desagüe. Poco a poco, la remuevo de debajo de mis uñas.

Las luces del cuarto de baño de su despacho son suaves y estables, nada que ver con el parpadeo constante de las luces fluorescentes de mi apartamento en el Bajo. Ante la luz brillante, puedo ver cada costura que se deshace en mi túnica remendada bajo mi disfraz de conserje, cada vieja rajadura que mi madre arregló con fibras de plástico como hilo.

Me estremezco al ver el rostro que me devuelve el espejo; se parece al de mi padre. El mismo cabello negro, aunque el suyo estaba salpicado de canas. Y ambos tenemos las mismas mejillas afiladas y los mismos pequeños ojos azules que parecen muertos por dentro.

No. No “tenemos”. Teníamos.

Unos golpes en la puerta del despacho me sacan de mis pensamientos y, al otro lado, una voz sedosa grita:

–¿Duque Hauteclare?

Mi corazón se detiene ante su propio latido, es el asistente de mi padre. Por un momento, mis entrañas se retuercen de expectativa y mi respiración es superficial. ¿Será ahora?

¿Moriré en este momento, cuando entre y vea la sangre acumulada en la alfombra y saque una pistola de luz dura? ¿Moriré cuando llame a los guardias y me envíen al espacio para unirme al cadáver de mi padre? ¿O tendré que esperar en una celda antes de recibir su supuesta justicia: una muerte atroz ardiendo bajo una ventila de plasma?

Yo, Synali Emilia Woster, he matado a mi padre, un duque de la resplandeciente corte del rey-nova Ressinimus III. Después de tantos meses de planear, esperar, observar... lo he hecho. Todo lo que queda ahora es escapar de vuelta a los callejones del Bajo.

La voz del asistente es despreocupada:

–Su corcel lo espera en el hangar seis, alteza. Han dado el aviso hace ya veinte minutos, así que por favor envíe a su jinete elegida en breve.

Los pasos en el pasillo de mármol indican que el hombre se ha marchado, un pequeño milagro, pero aun así se me retuercen las tripas. No es el único que me espera, están los guardias, las cámaras... Planeé mi ruta de entrada a la sala de torneos paso a paso, pero con la venganza ardiendo en mi sangre, cómo saldría de allí fue solo un concepto vago.

Solo ahora me doy cuenta: no hay salida.

Doy un vistazo al elegante casco de montar blanco sobre el mostrador de mármol, con un león dorado con alas que adornan el visor. El león volador es el emblema de la noble Casa Hauteclare, mi casa, una de la que no sabía que formaba parte hasta hace seis meses.

Mi padre, el duque Hauteclare, la gobernaba como un déspota, como se gobierna en todas las Casas nobles: con tratos turbios, redes de narcotráfico y protegiendo a los traficantes de armas. Crecí viendo cómo las Casas nobles saqueaban y destruían el Pabellón Bajo: despacio, insidiosas, y luego de golpe, cuando el honorable duque envió a un asesino para matarnos a mi madre y a mí.

Yo sobreviví, pero ella no.

Mi mirada se posa en las manchas de sangre de la alfombra del despacho, viscosas y oscuras.

Pisadas en rojo, marcas de arrastre en rojo. Me doy vuelta, pero me tiemblan los hombros y el espacio fuera de la ventana parece aún más oscuro. Nuestra estación es una de las siete construidas durante la Guerra de los Caballeros, un arca gigante que protege a los restos de la humanidad después de que el enemigo arrasara la superficie de la Tierra con sus disparos láser. Los caballeros fueron victoriosos, pero en su último ataque, el enemigo arrojó las siete estaciones a través del universo con algún poder misterioso... y así es que permanecemos aquí en soledad, en la órbita del gigante gaseoso verde Esther, mientras intentamos con desesperación terraformarlo y establecer contacto con las otras estaciones.

Miro fijo a Esther hasta que me lloran los ojos. No sé qué hacer ahora. Mi vida desde la muerte de mi madre ha sido muy clara: comer, dormir, prepararme. Una lista de pasos que he seguido hasta el final. Me toco la muñeca derecha, el rectángulo de luz azul implantado florece bajo mi piel y proyecta mi vis en el aire en un perfecto holograma flotante. Toco el temporizador y lo programo para sesenta segundos. Un minuto de debilidad, es todo lo que me permito.

Me aferro al colgante de la cruz de mi madre alrededor del cuello hasta que siento que se me incrusta en la palma de la mano.

“Está bien llorar, cariño”.

Dejo que mis lágrimas laven la sangre que salpicó mi cara. La sangre que lo arruinó todo.

Él la mató, e intentó matarme a mí. Mi padre, mi familia, el hombre que nunca conocí, el hombre con el que soñé de niña, el hombre fuerte y bueno que madre siempre dijo que era. ¿Por qué? No, yo sé por qué. Cambié mi cuerpo y mi alma estos últimos seis meses para averiguar por qué.

Sollozos ahogados impactan en mi pecho como un dolor a medio tragar, como furia y desesperación. Las emociones surgen de nuevo como una terrible ola mientras los dígitos azules de mi vis cuentan en el aire: cinco. Cuatro. Tres. Dos.

Uno.

Mis lágrimas se ralentizan y luego se detienen. No ha terminado. He matado a mi padre, pero en realidad no se ha ido. He destruido su cuerpo, pero no su mundo. Mi mundo era mi madre, pero el de él era su reputación, sus créditos, su poder y orgullo. La asesinó por poder y por su Casa. Mientras la Casa Hauteclare siga en pie, él seguirá vivo.

No puedo disolver una Casa noble –nadie, salvo el propio rey, puede hacerlo– pero puedo deshonrar una.

No hay escapatoria, pero aún puedo morir en mis propios términos.

De repente, un tenue rugido atraviesa las paredes del despacho: el público de la arena. Que espera el mayor espectáculo de todos, un torneo de monta. Solo a los nobles de sangre pura se les permite participar en tales torneos, pero yo haré caso omiso de eso. Soy la vergüenza de la que susurran en la corte del rey-nova, la mitad de mi sangre noble por mi padre y la mitad plebeya por mi madre. Una hija bastarda.

Y si soy la causa por la que mi madre murió, entonces seré por la que la Casa Hauteclare corra la misma suerte.

Jamás he montado. Los gigantescos trajes mecánicos, conocidos como corceles, que la nobleza utiliza en los torneos no son para plebeyos. Fueron máquinas para matar diseñadas para los Caballeros en la Guerra.

Los nobles deben entrenarse desde la infancia para montar un corcel, o morirán en su silla.

Me trago en una bocanada todo mi miedo. Como casi todo el mundo en el Bajo, he pasado mi niñez viendo torneos nobiliarios en mi vis. Sé cómo son desde fuera y solo desde fuera. Los nobles participan y los nobles son espectadores. Los bastardos no montan, sería una vergüenza imperdonable para cualquier Casa dejar que una bastarda como yo montara.

El traje de jinete extra en el armario de mi padre reluce blanco con puntas doradas. Él solía montar para la Casa Hauteclare antes de la edad permitida, y no se me escapa la ironía de que ahora su viejo traje me permitirá deshonrarla de una vez por todas. No moriré en silencio, mi muerte será una llamarada de venganza.

Es un traje enorme, de un material que parece cuero acharolado y el doble de grande que yo, pero cuando me lo pongo sobre la cabeza y presiono los puños dorados de las muñecas, se amolda a mi cuerpo con un solo silbido al ajustarse contra mi carne medio muerta de hambre.

Deslizo el pomposo casco sobre mi cabeza y, en el reflejo del gabinete, el opaco visor consume lo que fui y me convierte en lo que debo ser.

Esconderé las manchas de sangre de nuestra familia de la misma forma que lo hizo mi padre, con blanco y oro por todas partes.

2. Aureus

aureus~a ~um, a.

1. cubierto de oro, dorado

REDOBLO EL PASO MIENTRAS me dirijo al hangar seis. Tengo que moverme rápido, he perdido unos minutos preciosos al sacar el cuerpo de mi padre por el compartimiento de aire. El pasillo cavernoso se asoma en frío mármol y acero. La estación es lo bastante amplia como para albergar tres pabellones (el Bajo, el Medio y el Noble), pero la sala de torneos es más grande que cualquier edificio de La estación, salvo el palacio del rey-nova.

Dado que montar es el único deporte aprobado tanto por el rey como por la Iglesia, la sala de torneos es un faro de entretenimiento y ocio, uno de los pocos lugares donde los plebeyos pueden gastar sus créditos y llenar las arcas del rey.

Acelero y bajo a la izquierda hacia el hangar seis, mientras sigo las luces naranjas talladas en forma de ángeles. Qué fácil deben vivir los nobles para poder perder el tiempo en fabricar luces tan bonitas. Tienen comida en abundancia y medicinas suficientes para curar cualquier resfriado que puedan contraer, mientras que la viruela roja hace estragos en el resto de nosotros sin nada a la vista que le ponga fin. Me arden las marcas de viruela en las mejillas: me contagié hace tiempo y apenas sobreviví. La cara de mi padre, en cambio, era tan lisa que resultaba aterradora. Los nobles nunca tienen que sobrevivir, ellos deciden quién sobrevive.

Un duque es el cargo más alto dentro de una Casa. Supervisa a un puñado de lores, y el puñado de lores supervisa después a los numerosos barones que mantienen al resto de nosotros empobrecidos, a merced de la aristocracia y de sus innumerables amigos en todas partes. Ellos deciden quién vive, quién recibe raciones de proteínas y quién muere. Pero esta vez, yo he decidido. A partir de ahora, soy la única que decide cuándo y dónde morir.

Y será dentro de un corcel.

Miro a los majestuosos estandartes de las Casas nobles que cubren la sala de torneos: el dragón púrpura y dorado de la Casa del rey, la Casa Ressinimus, es el que más destaca. Los aficionados no pueden acercarse a los hangares, pero un grupo se ha colado de todos modos y espera, con flores de invernadero y libros de autógrafos de papel (real y precioso papel, real y nada precioso fanatismo), a sus jinetes favoritos.

–¿Quién es? –susurra una chica, con los ojos puestos en mí.

–El jinete de Hauteclare –afirma un hombre a su lado–. La única Casa que lleva un blanco tan brillante es Hauteclare.

–Pero... es una chica. Pensé que el duque Hauteclare montaba su corcel…

El hombre niega con la cabeza.

–Lady Mirelle Ashadi-Hauteclare monta ahora para ellos. El duque se retiró hace tres años. Su lesión en la cabeza en la última Copa Supernova...

Los silencio fácilmente girando el dial de mi vis. Utilicé el de la muñeca moribunda de mi padre para enviar un ping y hacerle saber a esta tal “lady Mirelle” que el partido del torneo se había retrasado treinta minutos. Ella será el menor de mis problemas…

Montar es una profesión de pureza noble para la que hay toda una academia. Los corceles son máquinas muy complejas y afinadas, en las que un paso en falso es el final. A pesar de ser una espectadora de este deporte, hoy daré muchos pasos en falso que con seguridad acabarán en mi propia muerte.

Aun así, el tribunal no sabrá que soy una bastarda hasta que abran la cabina del corcel y quiten el casco de mi cadáver. Las marcas de viruela en mis mejillas demostrarán que soy una plebeya sin los créditos para curarlas de mi rostro, y la prueba de ADN demostrará que lo que soy es aún peor: una bastarda de la Casa Hauteclare. Será la primera y única Casa en la historia en manchar el sagrado mundo de la monta.

Un escalofrío recorre mi espina dorsal. Esta muerte dolerá más que la quema de plasma de la judicatura, pero a ellos les arderá más que a mí.

Un jinete alto de hombros anchos llama mi atención mientras camina hacia mí. Lleva un traje de jinete tan rojo que duele mirarlo. Sangre en la alfombra de mi padre; sangre en la garganta de mi madre. Un emblema de halcón café se eleva sobre el casco con cresta del jinete, pero ignoro a qué Casa pertenece: hay cincuenta Casas en la corte del rey-nova, y solo los nobles se molestan en memorizar los emblemas de docenas de sus malditos compañeros.

Levanto la barbilla. En otro tiempo, podría haber sentido miedo ante la enorme altura de este jinete que se cierne sobre la mía, la forma en que su ajustado traje granate resalta cada músculo de su impresionante cuerpo, podría haberme sentido incómoda al ver cómo se desplazan sobre el suelo de mármol como fuego líquido. Algo tan grande no debería moverse con tanta elegancia. Pero lo único que siento ahora es el final, que me atrae de modo tan inexorable como un generador de gravedad.

Nos acercamos, y el hombro del jinete rojo choca con el mío intencionalmente. Me tambaleo, pero ni siquiera se levanta el visor para disculparse, cuando los altavoces del casco emiten una voz grave:

–¿Ebria, Mirelle? Interesante forma de empezar la temporada. ¿Debería enviarte una botella de buen whisky de la Vieja Tierra? Así podríamos brindar después de que te derrote en la primera ronda.

Guardo silencio mientras me rodea como un perro hambriento.

–Te ves más delgada. ¿Has estado escatimando en verduras?

Mi voz me delatará, pero si no reacciono en absoluto, atraeré aún más sospechas. El jinete rojo se acerca a mí y yo extiendo la mano para interceptarlo al instante. Nuestras palmas se congelan una contra la otra y la adrenalina se dispara en mi estómago. Él inclina su casco, el ojo del emblema de halcón me observa con atención.

–Hoy estamos a la defensiva, ¿verdad? Aún quedan quince minutos para el despegue, qué te parece si llevamos esto a las duchas. Solo tú y yo.

Puede que sea más alto y más fuerte, pero el tiempo que pasé en el burdel buscando información sobre mi padre me enseñó muy bien el arte de hacer una llave de brazo.

Hago retroceder su codo y un gruñido de dolor resuena mientras pateo hacia delante con el impulso y lo golpeo contra el suelo, inmovilizándolo debajo de mí. Se me agita el pecho cuando miro su visor negro sin alma, y mi casco blanco y dorado se refleja en él.

El único indicio de humanidad del jinete rojo es la forma en que su ancho pecho se hunde con cada respiración superficial. Mis muñecas no son más que huesos comparadas con las suyas. Es tan ridículamente enorme que romper este ataque debería ser un juego de niños, pero por alguna razón inescrutable, se queda debajo de mí mucho más tiempo del necesario. Un respiro. Tres.

La calidez de su torso me quema el interior de los muslos, y un calor se mueve en la parte baja de mi espalda... sus dedos intentan tomar la delantera. Lo agarro y me retuerzo, golpeo su brazo contra el suelo por encima de su cabeza. De repente, nuestros cascos están demasiado cerca, visor negro sobre visor negro. La sensación de una banda que se estira demasiado me aprieta el pecho.

Él se rinde primero, levanta el visor lo suficiente para que la luz negra y brillante se disuelva y revele unos ojos cafés del color rojizo de la secuoya, como el colgante de mi madre, cálidos, castaños y ricos, con pestañas oscuras.

–Si me querías así –ríe con suavidad– solo tenías que pedírmelo.

Es un noble hasta la médula: hedonista, arrogante e ignorante.

La copa de su traje hace poco por ocultar su excitación, pero esa excitación hace un trabajo estupendo para distraerlo de la impostora que se sienta encima de él. La mueca de disgusto detrás de mi visor es la primera expresión que le hago a otro ser humano en... ¿semanas? ¿Meses?

Los aficionados al torneo se cierran a nuestro alrededor para grabarlo todo en sus vis, con las muñecas brillando con el resplandor azul de una docena de pantallas holográficas.

–¡Un altercado físico entre jinetes antes de un partido es falta! –alguien grita.

–¿Deberíamos llamar a un árbitro? –pregunta otro.

Árbitro. La palabra se siente como una puñalada en mi cerebro, una advertencia: la autoridad es lo único que puede detenerte ahora. Me levanto y me aparto de él con rapidez.

–No –suelta el jinete rojo mientras se pone en pie–. No llames al árbitro… fue mi culpa. Estaba buscándome una patada en el culo.

–Pero ella te retorció el...

–Todos lo han visto –interrumpe al espectador chillón, mientras su mirada sostiene la mía y me evalúa. Continúa, sin apartar la vista–: Me puse toquetón sin pedir permiso antes a la dama. Yo consideraría justificada su reacción.

Pulsa el botón lateral de su visor y vuelve a ocultar sus ojos tras la oscuridad, pero, como todo noble que jura lealtad al rey-nova Ressinimus, se ha pintado un halo de luz negra en la frente. Con su tenue resplandor azul, capto el contorno de sus labios esbozando una sonrisa afectuosa, un afecto destinado a la verdadera jinete de Hauteclare, Mirelle.

Sigo adelante por el pasillo, y dejo que el jinete rojo se ahogue en sus propios fans, con su risa profunda rozándome los oídos.

Por fin aparece el hangar seis con el estandarte del león alado de Hauteclare que ondea en blanco y dorado. Una hilera de tripulantes de Hauteclare en brillantes uniformes blancos se inclinan cuando me acerco. El jefe de equipo se quita las gafas, su rostro es terso. Debería tener muchas cicatrices por la constante exposición a los sopletes láser, pero supongo que los nobles pagan para que incluso sus tripulantes de boxes se mantengan atractivos.

–Justo a tiempo –sonríe–. Ghostwinder está en buena forma hoy, milady, y Decon está listo y esperándote.

Asiento con la cabeza, con las manos temblorosas, mientras dejo atrás al jefe de la tripulación. Tengo que subirme a este corcel, Ghostwinder, lo antes posible. El ping que envié desde el vis de mi padre no mantendrá alejada a Mirelle mucho tiempo. Por suerte, debe tener una figura similar a la mía; de lo contrario, ya me habrían descubierto.

Mis ojos encuentran la puerta blanca del hangar del corcel. Hay algo tallado en ella, con un relieve suave y grandioso: una historia, pero no de los habituales ángeles y demonios de la iglesia. Se trata de un hombre montado a caballo, con su lanza de proyección apuntando a lo que parecen mil serpientes ondulantes. Entrecierro los ojos: no son serpientes, sino trepadores unidos por una masa central laberíntica, cada uno con una hilera de colmillos en el vientre.

El enemigo.

No quedan imágenes reales de ellos: los ministros del rey insisten en que la Guerra arrasó todos los bancos de datos, y los sacerdotes hacen eco de ello al decir que la obra del mal suele ser difícil de ver. El retorcido enemigo contra el que monta San Jorj representado en la puerta del hangar no tiene forma real, menos rasgos definitorios que la típica metáfora de iglesia exagerada. Siempre he tenido dudas de que esa sea la verdadera forma del enemigo; la historia rara vez es exacta y solo la escriben los vencedores.

–San Jorj tiene buen aspecto hoy, ¿verdad, milady? –pregunta el jefe de la tripulación, y cuando guardo silencio, insiste–: Siempre me reconforta. Me recuerda la Guerra, todos esos corceles y valientes caballeros perdidos contra el enemigo. Me recuerda el gran sacrificio que supuso montar y... bueno, me siento honrado de ser parte de todo esto, milady.

Claro que sí. Los nobles reparten con gusto las sobras de su mesa para mantenernos agradecidos.

Asiento con la cabeza y el jefe de tripulación pulsa un botón en la pared de mármol sintético. La puerta del hangar se desliza con lentitud hacia arriba y entro sola en la luz brillante, con los trepadores en relieve cerrándose detrás de mí. Ya no hay guerra. El enemigo se ha ido. Hemos vencido. Ahora luchamos contra nosotros mismos.

No soy un caballero.

Pero hoy moriré como uno.

3. Bellicus

bellicus ~a ~um, a.

1. de o relativo a la guerra

2. belicoso

EL HANGAR SEIS ES muy frío.

La estación en su conjunto nunca se queda sin frío, el espacio nos rodea por todas partes: el frío abunda. Lo que importa es el calor. El calor es supervivencia.

Una vez al año, los nobles cortan la calefacción del Pabellón Bajo para “reservar energía de La estación”. Incluso tienen la desfachatez de llamarlo “Festival de invierno”. La niebla se acumula en las calles y el ácido sulfúrico que se filtra por los conductos de ventilación se cristaliza en torres de neón. La gente muere congelada en sus camas y, sin embargo, los nobles insisten en que debemos celebrarlo.

Todo el odio de mi corazón se ha convertido en una flecha que me impulsa hacia delante. La niebla del hangar seis es más espesa que la del Festival de invierno y apenas puedo ver. ¿Cómo se supone que voy a encontrar el camino a la silla del corcel así?

–Descontaminación comenzando en cinco, cuatro, tres, dos...

Resuena una tranquila voz mecánica y me alejo con un gesto de dolor del láser azul que de repente se dispara hacia mí. Se extiende sobre mi cuerpo, una red de rayos que analiza cada ángulo, una especie de sistema de identificación. Debo pasar, porque el casco alado y el traje blanco se cierran abruptamente bajo mi barbilla. Se oye un siseo mientras mis oídos estallan y se ajustan, y en un arrebato silenciado por el casco, la espesa niebla del hangar es aspirada hacia otra parte, y deja tras de sí solo las limpias paredes de mármol blanco-dorado.

–Descontaminación completa. Por favor, diríjase a la silla de montar.

La voz es tan fría en contraste con el ardor de mi miedo reprimido. El espacio no perdona, ni siquiera dentro de un corcel. Los jinetes mueren montando, pero son pocos y distantes entre sí. Durante la temporada de torneos, las noticias suelen informar sobre fracturas de miembros y pérdida de funciones cerebrales, pero yo debo morir en este corcel. No solo lesionarme, una muerte real y definitiva. No hay otra opción: mi muerte debe herir a la Casa Hauteclare como no pudo hacerlo mi vida.

Por el rabillo del visor, veo el movimiento sutil de una puerta que se abre en la pared de mármol: es la única salida.

He aprendido que cuando el miedo ataca, hay que devolver con la misma avidez, o te devorará entero.

Camino hacia delante, mientras ignoro los latidos de mi corazón.

La siguiente sala es casi idéntica; la única diferencia es el círculo en el suelo, lo bastante grande como para que quepan tres personas cómodas y hecho entero de cristal negro, bordeado en la base por un anillo de esmeralda brillante. Cada corcel tiene una silla de montar, el asiento desde el que el jinete puede controlarlo. Debe ser eso.

Me acerco y espero temblando. Al cabo de un momento, el anillo verde se eleva con un estruendo. Fino y translúcido, pinta el mundo de esmeralda mientras se cierra a mi alrededor formando un tubo de luz dura. De repente, algo salpica el cristal negro junto a mis pies, un globo azul pálido, y luego otro y otro. Tomo uno con la mano; parece el gel médico barato que se puede encontrar en cualquier botiquín de primeros auxilios.

Al principio pienso que es de aceite por su brillo arcoíris, pero... el brillo procede de miles de extraños espirales plateados que se mueven lentamente en su interior. Me inclino para olerlo: es amargo, con toques cítricos. ¿Qué demonios es...?

Un clic resuena sobre mi cabeza.

Levanto la vista justo a tiempo para ver cómo se abre el techo y me cae encima una oleada de gel. Me agacho contra la pared iluminada por la luz, pero no puedo correr: el gel aún cae, llenando mi tubo hasta la cintura y los hombros. Si llega a los orificios de ventilación del casco, me asfixiaré. Aunque… si todos los jinetes se asfixiaran en la montura no habría torneos.

Los brillantes espirales plateados se retuercen en el gel. Parecen gusanos, renacuajos o células pequeñas que luchan por sobrevivir. ¿Son nanomáquinas? Es posible; los nobles tienden a reservarse la mejor tecnología, y los corceles son solo para ellos.

A pesar de que el extraño gel llena el tubo hasta el cuello, no siento ninguna presión; de hecho, me siento más ligera, como si mi cuerpo se sostuviera en lugar de pesar. El gel llega hasta el visor y, en un abrir y cerrar de ojos, estoy sumergida. La valentía no es algo que se construye, es algo que se resiste, y resisto hasta que el gel se filtra por los orificios de ventilación del casco. Siento el frescor del terciopelo en la nariz y los ojos. Aguanto la respiración, pero ya no queda aire, y abro la boca entre jadeos, mientras aspiro el gel hasta lo más profundo de mis pulmones y agito los brazos contra las paredes del tubo. Me inunda la boca con un sabor cítrico amargo y se disuelve al instante en mi lengua. Entonces trago oxígeno como si fuera aire. En cuanto me doy cuenta de que puedo respirar, el pánico en mi pecho disminuye y me quedo inmóvil. Aún sigo viva.

Aún podré vengarme.

Entonces, una sacudida amortiguada recorre el suelo.

El gel plateado lo tapa todo, pero las vibraciones que me sacuden los huesos me indican que estoy bajando, hasta que oigo un sonoro chasquido.

Cae un rayo.

La electricidad me recorre el cuerpo y el dolor invade la calma. No puedo moverme, los labios se me separan de los dientes y los párpados se me congelan. A través de mi visión espasmódica, veo los espirales plateados del gel brillar con más intensidad y empezar a retorcerse más rápido que nunca, molinetes, remolinos... y cuando el dolor se desvanece de modo abrupto, lo sustituye una sensación de conocimiento. Sé que no estoy sola.

Algo está aquí, a mi lado, y revolotea a mi alrededor. Es la certeza de que alguien está detrás de ti en un sueño. Es el cosquilleo caliente de unos ojos que te miran por detrás de la cabeza, del calor invisible del cuerpo de alguien que se acerca. Alguien enorme, más grande incluso que el jinete rojo. Alguien que no soy yo.

Y, entonces, se mueve.

Antes de que el terror se apodere de mí, me alcanza con suavidad; un toque ligero como una pluma, cauteloso, algo que puedo sentir en mi mente pero que no puedo ver: un dolor de cabeza inverso, un dedo presionando el interior de mi cráneo. Siento curiosidad, pero no la mía; como la inquisitiva inclinación de la cabeza de un perro. Es como una invitación, una mano invisible que se me ofrece.

Esta es la línea. Este es el giro del destino que no puedo ver. Esto es la muerte.

“Debes esperar a que Dios los castigue, Synali”.

No, madre, no lo haré.

Regreso a mí.

En un instante, mi cuerpo se calienta como la fiebre y se enfría como el hielo, suda y luego se vuelve húmedo, y yo crezco. Me siento más grande, expandida, como si mis miembros se hubieran estirado mucho más de lo que realmente pueden. Mi pecho es lo único que aún se siente normal, lleno de los fuertes latidos de mi corazón. No sé qué demonios está pasando; lo único que sé es que esto es la silla de montar. Todo lo que sé es que lo que está aquí dentro conmigo es enorme, y yo soy pequeña. Somos diferentes, pero el gel sin presión y la electricidad nos han... unido de alguna manera y nos han puesto en el pensamiento del otro.

–Apretón de manos completo. –La fría voz mecánica reverbera en mi casco–. Prepárense para despliegue inmediato en siete, seis, cinco, cuatro, tres...

¿Es este sentimiento... el corcel? Se siente como una persona. Mi mente gira instantáneamente hacia la IA verdadera, la que se prohibió hace cien años tras rebelarse. La IA falsa se utiliza para todo en La estación, desde las rutinas de limpieza hasta las máquinas quirúrgicas, pero la IA verdadera es ilegal. Ni siquiera los nobles son lo suficientemente malpensados como para poner IA verdadera en sus corceles: quieren cosas que puedan controlar, y la IA verdadera que hicieron nuestros antepasados ya no se puede controlar. Por eso el rey anterior al rey-nova Ressinimus ordenó destruirla.

–Seas lo que seas –murmuro–, solo te pido que me mates.

–Dos, uno.

El suelo bajo nuestros pies se abre y caemos.

Mis órganos se aplastan contra mi garganta, un puño me golpea desde dentro, pero la ingravidez se apodera rápido de mí, todo se engancha en la nada, y entonces flotamos con libertad en gravedad cero. O los generadores de gravedad de La estación han fallado o estamos en...

Los espirales plateados del gel se disuelven lentamente en mi visor, permitiéndome ver de nuevo: la visión de una oscuridad cristalina salpicada de billones y billones de estrellas frías, afiladas y puntiagudas... el espacio.

Sin sonido, sin aire, sin vida, el espacio se abre ante mí como una horrible flor negra; el centro de sus pétalos es el resplandeciente sol blanco en la distancia. Los accidentes pasan ante mis ojos: brechas en el casco del Pabellón Bajo; cuerpos succionados al espacio que regresan quemados por el frío, momificados y con todas las cavidades implosionadas; la piel tibia y muerta de mi padre pelándose por la escarcha en el mismo momento en que lo ingresé a las ventilas.

No hay escarcha en mi piel. Aún respiro. Debo estar dentro del corcel de mi padre.

La sensación de grandeza, las extremidades más largas y el núcleo caliente... Tiene sentido de una manera retorcida. Lo he visto en los vis –nobles montando enormes corceles, tan altos como edificios, hacia el espacio para sus torneos importantes– y las historias lo cuentan claramente: hace cuatrocientos años, los Caballeros de la Guerra salieron al espacio en sus gigantescos corceles para defender a la Tierra del enemigo. Pero ver y leer no es hacer. Hacer es agotador. Hacer es aterrador.

Estoy montando.

Bueno, flotando, al menos. Miro hacia abajo y veo unas extremidades de metal blanco puro debajo de mis “piernas” y unas manos del mismo color con puntas doradas en los dedos. Es como ver mi propio cuerpo, pero enorme y demasiado brillante.

Dicen que Dios hizo al hombre a su imagen, pero también el hombre hizo a los corceles a la suya.

Un corcel es un humano artificial gigantesco, acorazado que se yergue sobre piernas y pies gruesos, con un torso de avispa que se ensancha hasta formar un pecho y unos brazos anchos y, por último, una cabeza con casco, normalmente sin agujeros visibles para ojos, orejas o boca: los agujeros son debilidades estructurales en el espacio. Las ventilas de plasma salpican los pies, los tobillos, el torso y la espalda. Cada borde metálico de un corcel está limado y pulido, con estilo, pero en vano, teniendo en cuenta que la aerodinámica es casi inútil en el vacío. Cuando los nobles quieren algo bello, lo hacen a toda costa.

Me alejo con lentitud en el espacio mientras una pantalla holográfica cobra vida frente a mí y cuelga entre las estrellas en alta definición, mostrando a dos hombres con trajes decadentes y auriculares. Están sentados ante unas gradas repletas de un público enardecido. Los reconozco, son los comentaristas del torneo designados por el tribunal.

–¡Bienvenidos, todos y cada uno, a la 148ª semifinal anual de la Copa Casiopea! –El estruendoso rugido de la multitud casi los ahoga por completo, pero todo se apaga en mis oídos cuando mis ojos encuentran La estación. Es la primera vez que veo mi casa desde fuera. Reconozco su forma: un anillo metálico revestido de escudos de proyección en forma de panal, del color de una mancha arcoíris de aceite. Una torre en forma de aguja lo atraviesa como un halo perforado y numerosas autopistas de luz dura los conectan como los radios de una rueda de color naranja brillante, con tranvías que van y vienen por debajo. El gigante gaseoso que orbita La estación, Esther, cuelga hinchado y verde detrás de ella. Docenas de subestaciones rodean su enorme masa, algunas unidas a sus numerosas lunas, otras flotando en libertad, pero todas ellas más pequeñas, todas ellas terraformando lentamente su superficie, como han hecho desde el final de la Guerra hace cuatrocientos años, cuando las siete estaciones fueron expulsadas de la órbita de la Tierra y se adentraron en sistemas solares distantes por el ataque final del enemigo.

Él está allí, en alguna parte. Mi padre.

Mis ojos recorren La estación, la torre donde viven los nobles en su centro, los miles de paneles solares orientados tanto hacia Esther (terrenales) como hacia las estrellas (siderales). No hay rastro de su cadáver ni de su pelo cano, ni de sus puños erizados, ni de su capa blanca. No puedo ver el cuerpo de mi padre, pero le di al botón de la ventila y vi cómo las pruebas de mi asesinato se convertían en nada, entonces... ¿dónde está? La gravedad de Esther no podría arrastrarlo tan rápido.

Otra pantalla holográfica interrumpe mi visión: la cara del comentarista es demasiado feliz.

–Hoy tenemos un enfrentamiento fantástico, amigos. La legendaria Casa Hauteclare se enfrenta por fin a la indomable Casa Velrayd. ¡Dos familias conocidas por su orgullo y su destreza en los combates! ¿Quién vencerá? ¿Quién caerá? Solo el cielo lo sabe.

Intento alejar la pantalla holográfica con un barrido de la mano, pero no se desvanece como las de los vis. Otra voz se cuela en mi casco con un rumor casi de humo: el jinete rojo.

–Perdona la expresión, pero ¿qué mierda estás haciendo, Mirelle? No es momento de aficionados, ve a tu puesto.

Un punto rojo atraviesa el espacio y viene hacia mí. He visto corceles en los vis, en pósteres y en las manos de los niños como figuras de juguete, pero no así: enormes, enmarcados contra el frío manto del espacio y el resplandor verde de Esther. Demasiado grandes, demasiado reales, acercándose demasiado rápido. Nada tan grande debería moverse con tanta elegancia.

El corcel del jinete rojo está pintado como sangre seca, rojo difuminado por un marrón intenso, y tiene aproximadamente la longitud de un tranvía entero. Su casco tiene una protuberancia en forma de pico en la boca que sube por la frente y sobre el cráneo como si fuera la cresta de un pájaro, y sus talones tienen la misma forma de pluma. Por un segundo, me pregunto dónde está su montura: ¿en el pecho o en la cabeza? ¿Dónde estamos situados como jinetes en estas marionetas gargantuescas? Miro hacia el titánico pecho blanco de mi corcel. Debo estar en alguna parte del torso, me siento en el centro.

El jinete rojo salta hacia mí, y observo, hipnotizada por un momento, cómo el plasma rojo que produce el corcel se queda detrás de él como cintas gemelas calientes, y luego el frío del espacio las disuelve, se las come. El calor es supervivencia, pero ahora me doy cuenta de que también es hermoso.

Demasiado tarde.

La voz grave en el comunicador es insistente:

–¿Tu empuje inicial se atoró o algo así? Ven, déjame ayudarte.

No necesito tu maldita ayuda, noble.

No hay botones en la silla, ni palancas que accionar, solo mi propio cuerpo flotando en el gel que ahora se ha vuelto transparente como el cristal. No veo los interruptores que el jinete rojo utiliza para mover a su corcel. El mío no responde, ni siquiera puedo apartarme cuando une nuestros brazos metálicos. La sensación de que me está tocando el codo me hace dar un respingo: piel contra piel, quiero que se aleje de una maldita vez. Se siente exactamente igual que en la vida real. Le muestro el dedo del medio en mi mente y me llevo una sorpresa cuando los dedos dorados de la mano libre de mi corcel imitan mis pensamientos a la perfección. El mismo dedo medio, la misma inclinación de muñeca.

El jinete rojo se ríe.

–¿Así que quieres hacerme la guerra silenciosa? Adelante, eso no me impedirá ayudar a una compañera. Ya sabes, ¿la caballerosidad? ¿Eso que tanto te gusta?

Solo lo oigo muy por encima, demasiado ocupada en cerrar el puño como prueba y me quedo boquiabierta cuando el del corcel blanco y dorado también se cierra. No existe retraso, es como ver mi reflejo en un espejo… No solo estoy dentro del corcel, sino que soy el corcel.

Con lentitud, el jinete rojo me arrastra hacia mi puesto, un tramo de lo que parecería espacio vacío si no fuera por las placas hexagonales flotantes en lados opuestos que lo delimitan. Solo puedo calcular la distancia entre las dos placas: cincuenta pasos, quizá más. En el centro directo está el inconfundible resplandor azul de un generador gravitatorio, que cuelga como una estrella azul en la extensión de negro, pero este es mucho más brillante que los de las paredes de La estación. Debe ser uno de corto alcance, de los que se usaban en la Guerra para lanzar acorazados y corceles con su efecto de honda.

Cuando llegamos a una de las placas, el jinete rojo aprieta mi cuerpo flotante contra él; las yemas de sus dedos en mi pecho desencadenan pensamientos venenosos al instante. No intentes controlarme, escoria con derechos. Con una sacudida despiadada, los magnetismos se activan y me fijan la columna vertebral en el puesto. Miro al frente, mientras me niego a mirar a mi compañero.

–Bueno –dice él jovialmente–, me voy. Mucha suerte y por la gloria del rey y todo eso.

Su corcel hace un pequeño saludo, dedos rojos en la frente roja, y luego gira, los chorros de su espalda y pies arden en rojo mientras se propulsa más allá del punto medio del generador de gravedad hacia la placa hexagonal en el otro extremo. Se mueve con facilidad, es obvio que fue entrenado en la academia. Eligió la academia. Los niños nobles como él deciden sus propios destinos, mientras que el resto de nosotros tenemos trabajos peligrosos y agotadores: servidumbre, soldadura, minería en las subestaciones... cosas que rompen, matan y mutilan. Después de todo, los plebeyos son desechables, el burdel me enseñó eso. Mi padre me lo enseñó, ya que trataba a mi madre como algo que se usa y se descarta.

Mi ira hierve a fuego lento, uno que no puede detenerse, uno que no detendré, y arde y arde y arde. Extrañamente, siento que lo que está aquí dentro conmigo también empieza a arder, la ira fluye y se funde a mi alrededor.

Mi madre está muerta y yo maté a mi padre. Estoy sola en esta vida.

Eso lo sé.

Pero por primera vez en seis meses, hay una mínima descarga de presión, una liberación al saber que hay algo más en este universo –cualquier otra cosa– y arde igual que yo.

Caeré envuelta en llamas y el fuego marcará a todos los Hauteclare de esta estación olvidada por Dios.

4. Caecus

caecus ~a ~um, a.

1. (literal y figuradamente) ciego

2. carente de luz

UNO NO HACE UNA reverencia en el espacio para mostrar respeto después de un enfrentamiento: uno se quita el casco.

Si de algún modo sobrevivo a este combate contra el jinete rojo, me quitaré el casco en la silla de montar. Seré arrestada e interrogada, y luego seré ejecutada. Los guardias encontrarán el cuerpo del duque Hauteclare en la órbita de La estación. La Casa Hauteclare gritará que es falso, pero los resultados de la prueba de ADN de mi cadáver dirán la verdad: el duque Farris von Hauteclare engendró una bastarda fuera de su matrimonio, y esa bastarda lo asesinó, para luego montar su corcel en un torneo. No un encuentro, no una eliminatoria, sino un torneo: el campo de pruebas más sagrado, el único lugar al que los nobles pueden acudir para demostrar a toda La estación que su honor, su fuerza y su moral son irreprochables, y que gobiernan por una razón.

Es en los torneos donde los nobles creen que la nobleza es lo más sagrado, solo superados por los dormitorios donde se engendran sus purasangres. Lo único que los nobles valoran más que sus competencias es su sangre.

Por eso mi padre contrató a un asesino para matarnos a mi madre y a mí. Me llevó meses de búsqueda, sobornos y maldiciones llegar a esta verdad, pero finalmente salió a la superficie como toda escoria lo hace. El duque Hauteclare nos mató porque planeaba presentarse al puesto vacante en el consejo asesor del rey-nova. Si sus rivales se hubieran enterado de mi existencia, me habrían utilizado para arruinar sus grandes aspiraciones políticas.

Mi madre y yo fuimos sacrificios en el altar de las ansias de poder de mi padre. Y como un cordero de sacrificio me siento ahora, atada magnéticamente a este puesto, un altar hexagonal que me mantiene inmóvil antes del golpe final. Gira con lentitud en el espacio, y yo giro con él, las estrellas giran al revés y viceversa. El jinete rojo me saluda desde la ubicación opuesta; con un poco de suerte, será castigado por cruzar lanzas con una asquerosa bastarda como yo. Lo único que puedo hacer es esperar. El espacio es eterno, desnudo y negro, pero no dejaré que me invada el miedo.

El olor del gel plateado me recuerda a la repostería de mi madre: limón artificial y vainilla sintética, cosas tan raras que podíamos permitirnos una vez al año para mi cumpleaños. Le encantaba hornear, por muy mal que se encontrara. Si le traía a casa un paquete de harina de los vertederos, siempre encontraba la energía para levantarse y hacer algo. Nuestro horno zumbaba y el aroma a recién horneado inundaba nuestro pequeño apartamento, ahuyentando por un momento los humos de azufre y el ruido del tranvía.

Me trago el duro nudo que tengo en la garganta. Lo había olvidado, entre tanta sangre, muerte y conspiraciones… olvidé que hoy es mi cumpleaños.

La voz de un comentarista atraviesa mis pensamientos.

–¡En la esquina roja se encuentra la ilustre Casa Hauteclare y su magnífico corcel, Ghostwinder! Un caluroso aplauso para la intrépida y elegante amazona de Ghostwinder, Mirelle Ashadi-Hauteclare.

El aplauso de la multitud vibra a través de mi casco.

–Lady Mirelle tiene demasiadas victorias en su haber como para contarlas, Gress –añade el segundo comentarista.

–Es cierto, Bero –asiente el primero–. Veremos si puede anotar una más hoy. Si prestan atención a la esquina azul, tenemos a la implacable Casa Velrayd y a su corcel, Sunscreamer. El jinete de Sunscreamer no es otro que el único, el antiguo niño prodigio con las puntuaciones más altas de la historia de la academia, ¡Rax Istra-Velrayd!

Los aplausos son diez veces más fuertes para el jinete rojo. Rax. Es un nombre terrible, como el de una barrita de proteínas que deja la lengua seca.

–Rax está especializado en la sincronización decisiva –reflexiona el segundo comentarista–. Pero Mirelle es más una delantera potente, así que las cosas podrían complicarse, Gress.

–Completamente, Bero, pero en el mundo de los torneos, “complicado” es solo otra palabra para “emocionante”. Jinetes, ¡preparen sus monturas!

De repente, mi puesto me hace girar y se bloquea. Parpadeo para no marearme: hay una buena distancia entre el generador de gravedad, yo, y Rax en el lado opuesto; quien también está bloqueado en posición vertical. Algo duro empieza a materializarse en mi mano, arrastrándose pieza a pieza desde el metal de la palma del corcel. Es blanco, largo y terminado en una punta dorada afilada como una aguja. Sé lo que es incluso antes de que termine de tomar forma: una lanza. La enorme arma que todo corcel lleva dentro, una lanza hecha originalmente para matar al enemigo, pero que ahora solo se usa por deporte.

–¡Qué comience la cuenta regresiva para el primer asalto, en nombre de Dios, el rey y La estación! –grita un comentarista.

–En el nombre de Dios, del rey y de La estación –repite de forma titánica el público. La realidad se filtra con sus estruendosas voces. Sé que los dos corceles serán empujados el uno hacia el otro por el generador de gravedad, en una línea recta a toda velocidad, los dos pasando apenas en paralelo. En ese momento, intentaremos golpearnos con nuestras lanzas: yelmo, coraza, petos, guantes, rodilleras, musleras... seis lugares donde golpear, pero solo el yelmo se considera una victoria automática. En todos los demás sitios es un punto. ¿Cómo sé todo eso? No lo sé. Nunca me ha importado cómo se puntúa este juego, pero este conocimiento apareció en mi mente. ¿Quién...?

Lo que está aquí conmigo lo sabe. Me lo cuenta todo con entusiasmo, en flujos de certeza sin palabras: sabe golpear. Sabe que los dos gigantescos corceles humanoides se separan en el espacio. Sabe que el generador de gravedad nos arrastra de nuevo como un bucle, un símbolo de infinito, durante dos rondas más. El que tenga más puntos al final de la tercera ronda gana. Si un jinete sale despedido de su montura, pierde y si alguien golpea el casco de su adversario, gana. Lo único que está permitido que toque al adversario es la lanza; todo lo demás se considera falta. Sabe todo esto porque ha estado atrapado aquí durante años. ¿Atrapado? Es una máquina... pero no tengo tiempo para reflexionar, ya que el puesto desconecta de repente los imanes y me lanza al espacio abierto hacia el generador de gravedad, que hace girar su núcleo cada vez más rápido. El resplandor azul se intensifica, no lo suficiente como para dificultar la visión, pero sí para guiarme hasta el final. Debería estar aterrorizada, pero con el fin tan cerca, con mi madre tan cerca... Hace seis meses que no la veo. No falta mucho más.

No sé montar y no sé cómo ganar, pero sé bien cómo empuñar el arma.

La lanza no es una daga, es más grande, más pesada y lucho por mantenerla firme, el brazo se tensa bajo el peso. Aunque mi mano humana en la silla de montar aferra vacío, puedo sentirlo; al igual que a Rax y su toque en el codo: el mango de la lanza es real y firme en mi palma, incluso cuando solo existe fuera de mí en el espacio.

Traga. Empuja el miedo. Más rápido, pienso. Quiero arruinarlo más rápido. Quiero verla más rápido.

Plasma dorado caliente irrumpe de repente por los respiraderos de la espalda, por los de las piernas, y me empuja fuera de mi puesto mientras el generador me arrastra hacia él. La velocidad me revuelve las tripas, lleva el corazón a la garganta, y las estrellas empiezan a desdibujarse en cintas. La estación se funde en lodo gris-arcoíris, la superficie verde tormentosa de Esther se mezcla, y todo lo que puedo ver es al jinete rojo mientras se acerca horriblemente rápido, mientras mi lanza blanco-oro muerde hacia delante como un colmillo dorado en la oscuridad. La lanza roja de Rax aparece en un punto en mi visión demasiado cercano, su corcel se mueve en ligeros giros, cambiando; de algún modo se resiste a las enormes fuerzas que me arrancan la vida.

Chocamos.

Demasiado rápido para respirar. Demasiado rápido para moverme. En un milisegundo de todo se agolpa en mi mente a la vez: metal, luz, fuego, dolor.

Y luego, negro.

Lo siguiente que percibo es oscuridad. Tal vez, la muerte.

El final es blando y envuelto en pitidos rítmicos. No puedo moverme y mi cuerpo, si es que aún tengo uno, se siente pesado, la cabeza aún más.

Voces débiles resuenan en mis oídos.

–¿Tiempo de recuperación?

–Meses, como mucho. El tratamiento con nanomáquinas fue muy...

–¿Qué hay de los resultados de ADN para...

–Como usted pidió, sir.

Algo suave se posa en mi frente, y entonces una de las voces se acerca a mi oído, tranquila como el agua quieta:

–Te veré en el otro lado, valiente.

No soy valiente, solo resisto.

Mi boca no se mueve, mi garganta no suena: soy prisionera de mi propio cuerpo. Se oyen pasos arrastrados, el clic de algo que se cierra y, de nuevo, la oscuridad se apodera de mí.

-10. Aranea

arānea ~ae, f.

1. una araña

HACE CATORCE AÑOS, EN la misma estación espacial, un cuarto niño cumple cinco años.

Es un niño olvidado, que fue abandonado en el umbral de una puerta a altas horas de la madrugada. Su cabello parece hilos de oro y sus ojos, del color del hielo, se centran en el muñeco de arpillera que tiene delante, el calor de una daga de proyección aferrada en su pequeño puño. La luz dura naranja brota y chisporrotea de la empuñadura, lista para golpear. Su instructor, lo más cercano a un familiar que el chico ha conocido, le hace una seña con la cabeza al muñeco.

–Mata.

Y matar es lo que hace. Una y otra vez. Y cada vez recibe a cambio un “bien hecho”. Cada vez, una sonrisa.

El chico sueña con una familia y, aunque la tiene, dentro de catorce años matará a una mujer de cabello negro y ojos amables delante de su hija, y será el fin de ese sueño.

Y el comienzo de uno nuevo.

5. Abyssus

abyssus ~ī, f.

1. (En desuso) un abismo

MI PIEL SE DESPIERTA antes que yo: mantas suaves, almohadas mullidas, el aire de la habitación circula con suavidad. Puedo sentir. Puedo pensar. Puedo oír un pitido constante.

Estoy viva.

Me enderezo tan rápido que la vía intravenosa se me sale de la muñeca y miro sin comprender la sangre que brota por mi piel. Llevo la mano a la cruz de mi madre que tengo alrededor del cuello: siento alivio primero, después terror.

–No –susurro–. No, no, no.

Esto está mal. ¿Por qué no estoy muerta? Monté y me impacté, y… el pitido fluctúa salvaje mientras arranco las sábanas de mi cuerpo. Todo es blanco y huele a estéril: un hospital, pero no uno cualquiera, uno de los lujosos de la noble esfera. Me han envuelto en una bata blanca y me han metido en esta maldita habitación, ¿para qué? ¿Recuperarme? No hay nada de qué recuperarse. ¿Arruiné a la Casa Hauteclare? ¿Me hicieron pruebas de ADN?

No puedo recordar, y no recordar es incluso peor que vivir.

Lanzo las piernas por encima del borde de la cama y me tiemblan; no puedo ir muy lejos. La puerta está sin duda vigilada, pero mi vida no la deciden ellos: tengo que morir. No hay objetos afilados, ni siquiera un espejo que romper.

Y entonces veo la ventana.

Me tambaleo hacia ella, mis dedos se congelan en el alfeizar. No sabía que la luz del sol pudiera ser tan cálida. En el espacio abierto, abrasa, y en el Pabellón Bajo es inexistente, la cubre una niebla tóxica y las enormes sombras de iglesias que compiten con pantallas holográficas que jamás duermen; pero aquí, es suave, como un abrazo, como mi madre de nuevo.

“Oh, cariño. Espero que algún día veas salir el sol”.

–¡Está despierta! –Voces reales suenan fuera de la habitación.

Empujo mi cuerpo hacia el umbral, y el brillo injusto de la torre donde habitan los nobles me golpea en su totalidad: aceras limpias, arbustos verdes y flores de todos los colores, luz solar capturada, redirigida y dejada en libertad, edificios espaciados de modo uniforme en lugar de casuchas apretujadas. Así es como debería vivir la gente... así es como mi madre y yo deberíamos haber vivido.

–¡Deténganla! –Unos gritos rebotan detrás de mí.

–¡Trae el tranquilizante ahora!

Unas manos me apartan del umbral, pero me revuelvo, araño, desgarro todo lo que puedo alcanzar: piel limpia, tela limpia, suéltenme, déjenme ver salir el sol, no me tengan piedad, no me tendrán como a una de sus mascotas…

–¡Hecho!

Un pinchazo en el muslo y algo parecido a miel caliente recorre mis venas, acuestan mi pesado cuerpo en la cama y se van. Intento apretar el puño, pero no pasa nada: solo parpadeo, solo respiro. Pueden detener mi cuerpo, pero no mi mente; lo último que recuerdo es al jinete rojo atacándome. ¿Me he desmayado? Si hubiera estado inconsciente y me hubiera dejado el casco puesto... Si las cámaras no hubieran visto mi cara... Si hubiera arruinado la Casa Hauteclare, ahora estaría muerta y quemada bajo una ventila de plasma.

El mundo gira sin moverse, cada centímetro de mí se oscurece en caída libre.

Atrapada en esta cama de hospital, solo sé dos cosas con certeza.

Una: he fracasado en arruinar la Casa Hauteclare.

Y dos: no cometeré el mismo error dos veces.

6. Clarus

clārus ~a ~um, a.

1. claro, brillante

2. renombrado, famoso

RAX ISTRA-VELRAYD MIRA FIJO su taza de té, cuyo líquido ámbar se agita con cada paso frenético de su madre sobre el suelo de mármol.

–¿Cómo pudiste no saber que era una impostora? –gruñe, retorciendo sus manos delgadas como el papel alrededor de su propia taza–. Hemos arriesgado tanto entrenándote, ¿y para qué? ¿Para que lo tires todo por la borda al luchar contra una vulgar rata que se coló y robó un corcel? Deberías haberlo sabido. Deberías haber detenido el combate antes de que comenzara.

Ante la chimenea, el holograma proyectado de su vis dibuja en un azul translúcido titulares como:

 

UNA PLEBEYA SE APODERA DE GHOSTRIDER DE LA CASA HAUTECLARE Y SE LANZA CONTRA LA CASA VELRAYD.

 

Rax echa una mirada a su padre, que permanece inmóvil contra la pared. La estantería de los muchos trofeos de monta de Rax brilla, irónicamente, al lado de su padre: oro y plata hasta el techo. Como de costumbre, el hombre no parece querer decir nada. Rax debe limpiar los pedazos de este conflicto solo.

–No pasa nada, madre. El Centro de Control de Creación de Corceles lo declaró partido nulo, y nosotros no perdimos ningún...

–Podríamos haberlo hecho. –Ella lo mira, con voz fría–. No lo entiendes, nunca lo entiendes. Montas, pero nunca piensas... Ayer estuvimos a un pelo de perder todo el honor de nuestra familia.

–Engañó a todos, madre –dice Rax–. Ni Mirelle tenía idea...

La violencia siempre viene en flashes. Un tazón blanco se precipita sobre su cara, y luego está la perversa sensación de la porcelana cortándole la mandíbula cuando el objeto se rompe sobre él. El dolor sería mayor si fuera la primera vez. Rax ya no recuerda cuántas veces sucedió lo mismo, tal vez esta sea la milésima; la diezmilésima. Siente la sangre gotear con suavidad por su barbilla y la ve caer sobre la mesa.

–¡Esto no se trata de los Hauteclares! –Su madre sisea–. El duque Velrayd está haciendo preguntas. No podemos permitir que nos interrogue, somos de confianza. Ahora somos una baronía Velrayd, y seguiremos siéndolo a toda costa. Tú no arruinarás esto para todos nosotros.