Heridas del viento - Virginia Mendoza - E-Book

Heridas del viento E-Book

Virginia Mendoza

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Beschreibung

Armenia, el país en el que todo es posible, el país que, como eterna Arca de Noé, pone a resguardo de tempestades humanas y de las otras, variopintas especies de su cultura milenaria. Allí se convive con una historia extravagante en la que persas, árabes, mongoles, turcos y rusos han querido llevar el timón. Aún hoy Armenia, el viejo país de cuatro mil años, el primero de la cristiandad, el que ejerce de bisagra entre oriente y occidente, mantiene más del doble de su población en la diáspora. Ser armenio significa ser superviviente: guerras, invasiones, terremotos, masacres y un pavoroso genocidio que se llevó un millón y medio de vidas, según sus cuentas. Este libro habla de historias imposibles, pero ciertas. Personajes que levantan hoy el país con mucho amor y mejor humor. Virginia Mendoza entra en sus casas y comparte mesa con algunos de los últimos supervivientes de ese genocidio, visita a los yazidíes que rinden culto a Melek Taus, el Ángel Pavo Real, o a los cristianos molokanes, bebedores de leche; habla con la viuda del constructor de un templo subterráneo para salvar a la humanidad del fuego; nos presenta a los homenajeadores de Jachaturian y a la nieta de una esclava. Voces sabias, a veces llenas de melancolía, pero siempre esperanzadas. No deja de ser una ironía amarga que el símbolo de su identidad, el monte Ararat, esté del otro lado de la frontera como emblema de la presencia de una ausencia. Pero "no intentes comprender. Esto es el Cáucaso", dicen por ahí.

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SOBRE LA AUTORA

VIRGINIA MENDOZA (Valdepeñas, 1987)

Periodista y antropóloga, es licenciada en ambas disciplinas por la Universidad Miguel Hernández de Elche. Como recuerda la autora, dos caminos para hacer visibles historias humanas, solo separadas por el tiempo, y tal vez por ello protagonizan buena parte de su tarea como escritora. Ha publicado sus crónicas y reportajes en medios como Jot Down, Frontera D, Píkara Magazine o El Puercoespín, entre otros, y habitualmente lo hace en Yorokobu, Altaïr, Ling y Plaza. Es también autora de Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural (Libros del K.O, 2017).

En 2013 se desplazó a Armenia para trabajar en un proyecto sobre minorías étnicas en el marco del Servicio Voluntario Europeo. El país caucásico le atrapó de tal manera que continuó viviendo en Ereván, a la vez que no dejó de viajar para extraer historias durante un año y medio destinadas a varios medios de prensa. Visitó las zonas rurales alejadas del país, hizo incursiones por Georgia y Nagorno Karabaj y creó su blog «Cuaderno armenio» a modo de diario. Fruto de esta pasión confesa fue su libro Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada, autoeditado en 2015 y recuperado ahora para llegar a un mayor público lector. El mosaico de textos que lo componen ha sido revisado y actualizado para esta nueva edición.

SOBRE EL LIBRO

Armenia, el país en el que todo es posible; el país que, como eterna Arca de Noé, pone a resguardo de tempestades humanas y de las otras, variopintas especies de su cultura milenaria. Allí se convive con una historia extravagante en la que persas, árabes, mongoles, turcos y rusos han querido llevar el timón. Aún hoy Armenia, el viejo país de cuatro mil años, el primero de la cristiandad, el que ejerce de bisagra entre oriente y occidente, mantiene más del doble de su población en la diáspora. Ser armenio significa ser superviviente: guerras, invasiones, terremotos, masacres y un pavoroso genocidio que se llevó un millón y medio de vidas, según sus cuentas.

Este libro habla de historias imposibles, pero ciertas. Personajes que levantan hoy el país con mucho amor y mejor humor. Virginia Mendoza entra en sus casas y comparte mesa con algunos de los últimos supervivientes de ese genocidio, visita a los yazidíes que rinden culto a Melek Taus, el Ángel Pavo Real, o a los cristianos molokanes, bebedores de leche; habla con la viuda del constructor de un templo subterráneo para salvar a la humanidad del fuego; nos presenta a los homenajeadores de Jachaturian y a la nieta de una esclava. Voces sabias, a veces llenas de melancolía, pero siempre esperanzadas. No deja de ser una ironía amarga que el símbolo de su identidad, el monte Ararat, esté del otro lado de la frontera como emblema de la presencia de una ausencia. Pero «no intentes comprender. Esto es el Cáucaso», dicen por ahí.

Mendoza se interesa por personas que se asoman a mundos extraños, personas que se mueven entre la investigación y la locura, el arte y el delirio, el estudio y la obsesión.

ANDER IZAGIRRE

Mendoza nos acerca a la historia de este país olvidado a través de relatos mínimos en los que el azar juega un papel importante, a partir de textos íntimos que nos envuelven como si se tratara de los cuentos de Las mil y una noches.

ÁLEX AYALA UGARTE

Heridas del viento

Crónicas armenias

Título de esta edición: Heridas del viento. Crónicas armenias

Título de la edición original: Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: octubre de 2018

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones, 2018

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: Virginia Mendoza, 2015

© del prólogo: Ander Izagirre, 2015

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá

© de las fotografías de interior: ale_speciale (pág 12); origen desconocido (pág 100); Virginia Mendoza (págs 22, 174 y 218)

ISBN ePub: 978-84-17594-06-0 | IBIC: DNJ; 1DVUR

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

HERIDAS DEL VIENTO

CRÓNICAS ARMENIAS

-

VIRGINIA MENDOZA

-

PRÓLOGO de ANDER IZAGIRRE

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

Nº11

ÍNDICE

Nota a esta edición

Todo empezó aquí

SILENCIOS

El volcán dormido que se convirtió en sueño

El paraíso tras el último peldaño

Los idiomas (a veces) están sobrevalorados

El destino es lo de menos

Sacrificio en Geghard

La leche que salva

Los adoradores del pavo real

Un pueblo para la guerra

Donde el pueblo se hace pueblo

VOCES

La voz de Emma «tuvimos mala suerte»

Los tatuajes de Amam

Vergine, madre negada

Sobrevivir

El matrimonio que celebra el aniversario de Jachaturian

La voz de Haykaz: «estamos bien en el campo de batalla»

La vida entre ratas y serpientes

Lo mismo pero al revés

ESTELAS

Su barba, su revolución

Hacia las entrañas del mundo

La niña que vino a terminar el mundo

Una cenicienta de cinco mil quinientos años

Poeta de cementerio

Un místico sobre patines

Un mundo pagano en la buhardilla

LÍNEAS

Un país imaginario

El bombardeo que parecía un juego

Nació humano

Un memorial oculto para un genocidio silenciado

LECTURAS PARA ACERCARSE A ARMENIA

AGRADECIMIENTOS

A mi abuelo Norberto, que me habló de los armenios en sueños sin saber que me enviaba a buscarlos en avión.

NOTA A ESTA EDICIÓN

En el sueño, dice, somos más permeables a la idea de lo imposible y los fantasmas se aprovechan de este instante de debilidad en el que lo real tiembla y se extingue como la llama de una vela golpeada por el viento.

La velocidad de las cosas

RODRIGO FRESÁN

Este libro es un duelo. Tan intenso como el nombre que le dieron a ese tipo de ausencia. El día que se materializó, dejé de soñar con el incitador onírico y fantasmal de un viaje de año y medio que en realidad no ha acabado.

Cada vez que recibo un mensaje de un desconocido que acaba de comprar un billete a Armenia o me informa de que partirá con estas páginas en su mochila, no puedo dejar de pensar que mi abuelo sigue un poco vivo y que viaja. Y yo, con él. Tras leer alguno de esos mensajes, yo también he corrido a comprar un billete a ese lugar que desde 2013 llamo casa.

Cuando publiqué este libro por primera vez, algunos lectores esperaban una historia lineal. Creo que quienes llegaron a las últimas páginas entendieron que trata de un lugar en el que lo mejor que a uno le puede pasar es perderse sin saber si llegará a su destino. En honor a Armenia, solo podía reunir una serie de historias desordenadas que ahora reaparecen revisadas, corregidas, sutilmente ampliadas y acompañadas de algunas fotografías que tomé allí. Quien las cuenta llegó a Ereván de madrugada y no podía salir del aeropuerto porque la pegatina de su maleta y su cara se contradecían: evidentemente, no era el señor Petrosyan. También escuchó la Salve Rociera bajo su ventana soviética, vio cómo un taxista rezaba por su alma mientras soltaba el volante para sujetar la Biblia y tuvo que mojar vaca cocida en café. No esperen orden. No esperen lógica. Esto es el Cáucaso.

Mircea Cărtărescu escribió en Nostalgia: «Por supuesto, dicen que el escritor pierde por cada sueño un lector, que los sueños resultan aburridos en una historia, no son sino un método antiguo de mise en abyme». Pero yo no voy a contar un sueño. O sí: Armenia me salvó, y fue gracias a un sueño. Y está aquí.

Terrinches (Ciudad Real), 16 de septiembre de 2018

TODO EMPEZÓ AQUÍ

Cuenta Virginia Mendoza que su abuelo muerto se le apareció en sueños y le dijo que él había nacido en la calle de los Armenios. En realidad, el abuelo había nacido en la calle del Aire, en Terrinches (Ciudad Real), y Virginia creyó que esa aparición era una señal para viajar a Armenia. A mí me parece que ese sueño le daba también otro mensaje: que escuchara a los viejos. Ella lo ha obedecido siempre.

Mendoza estaba pendiente de una respuesta, para saber si la aceptaban en un programa europeo que investigaba las culturas de las minorías étnicas de Armenia, «el único país actual grabado en el mapa más antiguo del mundo». El abuelo se le apareció en sueños y, como es posible que los muertos tengan contactos con la Comisión Europea, pocas horas después llegó también el correo electrónico con la respuesta afirmativa. Mendoza voló a Erevan y se sintió en un planeta remoto, extraño y sugerente, como muestran las historias del primer bloque de este libro, escritos con esa conciencia tan viva de ser una alienígena que empezaba a descifrar los primeros signos: el alfabeto, la montaña que es símbolo, los versos traducidos de los poetas, los cementerios, las mesas rebosantes de comida para el forastero. Llénale la barriga al desconocido y ya te dirá a qué viene, piensan en aquel país. Las familias armenias llenaban la barriga de Mendoza con patatas fritas con cilantro, salchichas, pepino, queso y confitura mientras ella deambulaba por el país, mientras aceptaba que su ruta sería aquella que le marcara por ejemplo una vaca, mientras tomaba caminos equivocados, porque esos caminos azarosos eran los que le interesaban, los que le llevaban hasta niños con una cruz de sangre trazada en la frente. Después de unas pocas exploraciones, Mendoza decidió enseguida que ella era «muy armenia».

Gustave Flaubert defendió que la nacionalidad debía asignarse no por el lugar de nacimiento sino por los lugares que nos atraían a cada uno. Él renegó de la Francia burguesa, reglamentada y aburrida, viajó a Egipto y quedó maravillado con el bullicio de los puertos, el caos de los zocos, incluso con el burro que cagaba en la plaza donde él tomaba café. Para Flaubert la vida era caótica, impura, sucia, sensual, y las tentativas civilizadas por instaurar el orden implicaban «una negación censuradora y mojigata de nuestra condición». Egipto alentaba modos de vida que sintonizaban con la identidad de Flaubert, valores que eran reprimidos en la sociedad francesa.

Mendoza describe un país de gente humilde, hospitalaria, nostálgica, bondadosa y, vamos a decirlo, estrambótica. Lo describe con asombro, ternura, humor, y poco a poco, según avanza el libro, lo va haciendo cada vez más suyo.

Hay un empeño muy fuerte entre los armenios, que coincide con un empeño muy fuerte de Mendoza: rescatar las historias. Recordar, conservar el pasado, fijar una identidad, para no disolverse del todo en las corrientes con las que la historia ha destruido Armenia una y otra vez. Ser armenio es echar de menos: echan de menos el monte Ararat, echan de menos dos mares, echan de menos las aldeas de las que fueron expulsados durante el genocidio perpetrado por los turcos, echan de menos a los parientes que fueron masacrados o desperdigados más allá de otras fronteras nuevas. El libro rescata algunas historias viejas a punto de perderse y otras historias nuevas que parece que ni se iban a registrar: las mujeres que fueron tatuadas como ganado y utilizadas como esclavas sexuales por los turcos, el soldado que mandó cartas bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial y nunca volvió, las familias que viven en casetas veintisiete años después del terremoto que devastó el país, el borracho que subió a una azotea para narrar el bombardeo de una de tantas guerras caucásicas posteriores a la desintegración soviética, la generación de los niños que preguntan si reírse es bueno.

Qué es sobrevivir, se pregunta este libro. Mendoza se acerca a los supervivientes y descubre que sobrevivieron pero no, pero bueno, pero casi. Ellos, ellas, no quieren hablar del genocidio. Están hartos de que a los visitantes solo les interesen sus heridas, las deformidades de su biografía, como si fueran monstruos de feria. Lo bueno es que a Mendoza le interesan las vidas completas en sus más mínimos detalles, comparte las horas con los protagonistas de sus textos, los acompaña en las casas y en los caminos, observa sus manos viejas que pelan y asan berenjenas, bebe vodka con ellos, escucha historias de amor, chistes, canciones, enfados, rezos. Entonces sí, de manera natural, empiezan a hablarle del genocidio, porque el genocidio ya es una parte de una vida que Mendoza ha escuchado completa, una vida a la que así se le hace justicia. Gracias a esa paciencia, Mendoza descubre una respuesta sencilla y poderosa, apenas una escena para sugerir que la supervivencia quizás esté en el amor, en ese abuelo de ciento tres años que nunca bebía café y que aprendió a prepararlo para llevárselo todas las mañanas a la cama a su mujer, para hacerle reír a carcajadas con los chistes sobre su propia vejez, después de ochenta años casados, después de un genocidio.

Mendoza también comparte las horas con los cristianos molokanes —los bebedores de leche— con los yezidíes —nómadas zoroastrianos, adoradores del sol y a veces del Athletic de Bilbao-—, con la mujer que conserva en su casa a los dioses de la Armenia pagana, dioses viejos y cansados. Comparte las horas con un patinador místico, con la viuda del hombre que excavó un enorme laberinto vertical bajo su casa para refugiarse en las entrañas del mundo y hablar a las aguas subterráneas, con la arqueóloga que encontró el zapato más antiguo de la historia y que así refuerza «esa idea tan armenia de que todo empezó aquí».

Mendoza se interesa por las personas que se asoman a mundos extraños, personas que se mueven entre la investigación y la locura, el arte y el delirio, el estudio y la obsesión, y su respeto vuelve a ser fructífero: en las historias que cualquiera descartaría por disparatadas, o que cualquiera caricaturizaría por extravagantes, ella encuentra pepitas de oro. En las historias de los viejos, poco a poco, de detalle en detalle, va profundizando hasta los sedimentos antiguos y reveladores. Allí encuentra perlas de sabiduría que nos dicen algo a todos. Quizá no se dé cuenta, pero Mendoza se convierte en una de ellos: en alguien que investiga y se obsesiona, en alguien que conserva y narra. Si Mendoza es muy armenia, no es porque crea que todo empezó en ese país, sino porque rescata las historias, los saberes y las ideas de los viejos, de nuestras abuelas, de nuestros abuelos más lejanos, porque sabe que todo empezó con ellos.

ANDER IZAGIRRE

SILENCIOS

silencio.

2. m. Falta de ruido. El silencio de los bosques, del claustro, de la noche.

DRAE

Ruido se hace para espantar el tiempo,

Para apurarlo.

TOMÁS TRANSTRÖMER

EL VOLCÁN DORMIDO QUE SE CONVIRTIÓ EN SUEÑO

Permitan a todas las naciones alcanzar la luna,

pero a los armenios el Ararat.

HOVHANNES SHIRAZ

Armenia es su silencio. La misma nostalgia revelándose en millones de ojos. Esa que necesita dos lugares para nacer y solo uno para morir. Armenia sería un monte si ser armenio hoy no consistiese en añorar el Ararat, en contemplarlo al otro lado de una frontera o no haberlo visto nunca. Lo propio y lo ajeno queda aquí reflejado en dos cumbres, Masis y Sis, que se clavan en el cielo.

El Ararat es tímido por la mañana. Se despereza con la paciencia de sus hijos en una tierra que siempre quiso arrugar el mapa y acercarse a Occidente. Aunque nunca se dejó contagiar por su prisa.

Desayunar ante el monte en el que, según la Biblia, habría quedado varada el Arca de Noé, no es algo trivial. A menudo, el monte se muestra etéreo y no deja alternativa a la espera tenaz. Así es como las cosas empiezan a merecer la pena. Lo supe la primera vez que intentamos darnos los buenos días en pleno amanecer en el monasterio de Jor Virap, junto a la frontera turca: el Ararat hay que ganárselo.

Desde casi cualquier rincón de Ereván, una mole de cinco mil metros se impone como una presencia protectora y sosegadora. Es un remanso de paz que surge de los edificios, allí donde empiezan las antenas. Pero merece la pena verlo tocar el suelo y, para eso, no hay mejor lugar en Armenia que el Monasterio de Jor Virap. Allí, san Gregorio el Iluminador pasó trece años confinado en una mazmorra por extender el cristianismo en el lugar que se convirtió en el primer país cristiano de la historia, dando así nombre al monasterio: Pozo Profundo. Fue Terdat III, el mismo rey que le encarceló, quien aceptó el cristianismo como religión oficial en el año 301 y convirtió a Gregorio en el fundador y primer Katolicós de la Iglesia apostólica armenia.

La enemistad entre los padres de Gregorio y Terdat III llevó al rey a condenar a muerte al santo hasta doce veces. Dicen que de todas aquellas condenas se salvó gracias a la mediación de una mujer que cada día acudía a su mazmorra y le llevaba un pedazo de pan. Tristeza y desesperación llevaron al rey a aislarse en el bosque y, al borde de la licantropía, Gregorio le habría devuelto la cordura, tal y como la hermana del rey habría visto en sueños. Aquel milagro le salvó la vida dos veces: lo apartó de la muerte y le devolvió la libertad.

* * *

La segunda vez que fuimos a Jor Virap, el monte se dejó ver. Esta vez era algo más que dos picos imaginarios escondidos tras esa cortina de nubes, al otro lado de una de tantas fronteras que inventan los hombres para convencerse de que una parte del mundo es suya. De nadie más. Los imperios tienen la nociva costumbre de confundir la tierra con una tableta de chocolate que se reparten como niños en el patio de un colegio y la vieja Armenia fue la chocolatina de la que la Unión Soviética y Turquía disfrutaron en 1921, cuando el pedazo de avellana cayó en territorio turco.

Ante la imponente mole blanquecina, me sentí más cerca de los armenios que viven lejos de su paisaje voluble. Comprendí su arraigo al lugar como representación del pasado; el apego al monte como ausencia. Ante mí se elevaba un símbolo nacional convertido en el sueño histórico de todo un pueblo. Ese sueño que se acerca a la realidad cuando los que nacen a sus pies buscan la identidad propia durante miles de años a pesar de que siguen siendo lo que fueron.

Todo ocurrió exactamente igual que lo describió Aleksandr Pushkin en su relato El viaje a Azrum durante la campaña de 1829. Distintas personas, en distintos momentos, en el mismo lugar, sintiendo e imaginando lo mismo. Sería un acierto que alguien lo llamase magia. Así lo escribió el poeta ruso:

En el cielo despejado blanqueaba, nevada, una montaña de dos cimas.

—¿Qué montaña es esa? —pregunté, desperezándome, y oí la respuesta:

—Es el Ararat.

¡Qué grande es el efecto de los sonidos! Miraba extasiado la montaña bíblica y veía el arca amarrada a su cima con una esperanza de renovación y vida; y al cuervo y la paloma, símbolos del castigo y de la reconciliación, los vi salir volando…

El 27 de septiembre de 1829, Jachatur Abovyan materializó el sueño de todo armenio: llegó al pico más alto del Ararat, Masis. A su libro Heridas de Armenia se le atribuyó la irrupción de la lengua armenia moderna en la literatura. Con cuarenta años, el poeta salió de su casa una noche de abril y nunca regresó. Varias hipótesis circularon de boca en boca, de folio en folio. «Soy la causa de la muerte de Abovyan», escribió Tigran Paskevichyan en la antología Un idioma también es un incendio.

Yeghishe Charents tenía su propia versión y escribió un poema titulado «Hacia el monte Masis». Hay algo en el Ararat que provoca que quien ha estado cerca de él nunca pueda olvidarlo. Ósip Mandelstam desarrolló tal apego al monte que, a su vuelta de Armenia, hablaba de un sexto sentido araratino que le unió a la montaña. Era previsible que alguien se aferrase a la idea de que Abovyan habría acudido a reunirse de nuevo con el Ararat y fue Charents quien lo hizo:

Solitario, se va otra vez

hacia la lejanía azul,

hacia el monte inalcanzable y majestuoso,

hacia la cumbre que su pueblo

ha considerado siempre el misterio de su existencia,

para saborear allí la paz eterna.

EL PARAÍSO TRAS EL ÚLTIMO PELDAÑO

¿Qué decir del clima de Seván?

Coñac como divisa de oro guardada

en el cajón secreto del sol de montaña.

ÓSIP MANDELSTAM

Armenia esconde sus joyas en las alturas. A menudo, tras una escalera. Aquí la belleza es recompensa y, en invierno, blanca y resbaladiza. El camino desde Ereván hacia el lago Seván, salpicado de jachkarsy monasterios resume el sur armenio y explica que Mandelstam recuperase la inspiración tras cuatro años de sequía poética.

Llegamos a la estación de Abovyan en busca de un autobús con destino a Martuni, un lugar próximo al lago Seván. El conductor abandona el corrillo de fumadores que se ha formado en el centro de la estación, abre la puerta corredera de su marshrutka y no sabemos reaccionar. Los cristales negros de la furgoneta nos habían impedido ver cabeza alguna, pero en esta marshrutka no cabe ni un brazo más; sin embargo, bajo su punto de vista, todavía hay sitio para nueve personas. Mujeres, hombres y niños nos miran fijamente desde dentro y nosotros los miramos a ellos. Nuestro aspecto —españolas, italianas, francesas, checa y eslovaco— pasa inadvertido cuando vamos solos por la calle, pero es fácil imaginar que un nutrido grupo de chavales con mochila en el Cáucaso invernal levanta la misma expectación que cualquier turista al uso. Que todos vivamos en Ereván y hayamos improvisado esta salida después de conocernos hace apenas unas horas es algo que ellos ignoran: nuestro aspecto es el de forasteros a los que hay que mirar con la extrañeza del poeta que va a las estaciones a imaginar la vida de los que van y vienen, un asombro universal que en cualquier mirada del mundo refleja la misma pregunta: «¿Qué habrán venido a hacer aquí?» Y para eso no hace falta ser Yesenin, que usaba las estaciones de tren como escenario para sus recitales, sino haber nacido en el lugar al que el otro llega.

En un país que logra escapar a la dictadura de los relojes, saber cuándo va a llegar el próximo autobús roza lo utópico. Incluso en la capital, el proceso por el cual se toma un autobús es simple y no responde a ataduras temporales de ningún tipo: llegar a la parada y esperar. La suerte ocurre o no ocurre y, esta vez, no hay otra mar­shrutka prevista durante las próximas horas que nos pueda llevar a nuestro destino. O perdemos la oportunidad después de llegar hasta aquí o aguantamos el trayecto de setenta kilómetros de pie, doblados, ocupando un espacio que todavía no existe y que tendremos que ganar a base de golpes sutiles. ¿Nos engaña nuestra percepción del espacio? ¿Nos hace creer nuestra cultura que ocupamos más de lo que necesitamos? Ese es nuestro silencioso dilema hasta que irrumpe un hombre con una furgoneta vacía, un destino abierto y una dentadura incompleta, coronada por un bigote inquieto que no para de moverse y que nos saca de nuestro letargo.

Patverov1 habla ruso y me mira fijamente a los ojos como si de mí dependiese cerrar un trato que no entiendo. El hombre nos ofrece ir hasta el lago, pasar el día con nosotros, parar donde queramos y dejarnos en Ereván. «¡Música!» es la única parte del trato que entendemos algunas. Lo dice elevando la voz, enfatiza su exclusividad y, por veinte mil drams (unos treinta y siete euros), aceptamos su oferta mientras Patverov sigue gritando: «¡Música, música, música!».

Paramos para repostar en una estación de servicio. Patverov nos pide que bajemos de la marshrutka. «Ahora es cuando se va con nuestro dinero y nos deja aquí», bromeamos. Suponemos que no es la forma armenia de proceder ni se arriesgaría a perder clientes en pleno invierno. Para un armenio, solo su identidad está por encima de su palabra, y aquella depende en gran medida de esta. Patverov ya ha cerrado un trato. Aunque no deja de ser curioso que él pueda fumar junto al surtidor y tirar las colillas sin miramiento mientras nosotros tenemos que permanecer alejados. ¿Qué hace fumando con una mano mientras sujeta la manguera con la otra? El extranjero ávido de respuestas tendrá que aprender a contenerse en Armenia y dejar de hacerse preguntas. «No intentes comprender, esto es el Cáucaso», suelen decir los oriundos. Aquí las cosas son sencillas: son, están, ocurren. Tratar de ir más allá es hablar a una pared soviética.

Aparan es el pueblo cuyos habitantes protagonizan la mayor parte de los chistes armenios, todos ellos idénticos a los de Lepe en España y a los de Svaneti en Georgia. Los chistes son los mismos, pero cambian los gentilicios, como si algo tan universal como despreciar al otro y disfrazar el desprecio de humor fuese un fenómeno local y propio. Una de las historias que circulan de boca en boca y de mesa en mesa sugiere que Patverov no es de Aparan: «A uno de Aparan le preguntan: “¿Fumas delante de tu padre?” Y él dice: “¿Por qué no voy a fumar, si papá no es un bote de gas?”».

Tras un lento repostar, Patverov arranca su marshrutka, se acerca fingiendo intenciones de atropello y partimos hacia el Parque Nacional de Sevan, disfrutando de la música prometida.

En Gavar —o Kyavar, como pronuncian los locales—, Patverov dice que estamos en el pueblo más antiguo de Armenia. Si la primera mención del país data de hace más de cuatro mil años, estamos en un pueblo realmente viejo.

En el mercado, unos alegres carniceros exponen carne fresca al aire libre y las fruteras colocan ritualmente la fruta en torno a los hombres del pueblo, que pasan la mañana echando partidas de nardi. Los juegos de mesa son tan importantes en Armenia que el ajedrez es asignatura obligatoria en los colegios. El armenio desarrolla y demuestra su inteligencia deslizando piezas sobre un tablero. Tal es su dedicación que los mejores ajedrecistas de la historia han crecido en el seno de una familia armenia, desde Petrosian hasta Kaspárov, quien comparó la popularidad del ajedrez en Armenia con la del fútbol en Latinoamérica.

Pasamos a una cafetería y una mujer nos envía a una habitación apartada, quizá porque alberga la mesa más grande. La mujer llega con más tazas de café de las que hemos pedido y una bandeja empapada. Deja las tazas chorreantes sobre la mesa mientras comemos algo de fruta. Pagamos trescientos drams por cada café armenio —un café realmente oriental que cada país del Este reivindica como propio— y nos marchamos.

El suelo está cubierto por una capa de hielo asesina. Pasamos con miedo y sigilo para despistar las miradas de los vendedores ante la eventual caída que todos parecemos temer cuando una señora extiende una manzana, en busca de la atención de Michal. Sin tener muy claro si es un detalle desinteresado o una estrategia amable para ganar clientes, nuestro hombre pregunta si es un regalo para él y la señora asiente con una sonrisa. Mientras, los otros vendedores observan la escena y murmuran un largo «¡Ooooh», al unísono, que en todos los idiomas significa lo mismo.

Cerca del mercado se eleva la iglesia de la Santa Madre de Dios, junto a la que nos espera un impaciente Patverov, un armenio misteriosamente afectado por la curiosa enfermedad de la prisa.

* * *

Los primeros jachkarssalpican un infinito manto de nieve que se funde con el cielo nublado. Es el cementerio de Noratus. En su parte más antigua alberga una agrupación de casi ochocientas de estas típicas cruces armenias talladas en piedra, lo que lo convierte en el mayor conjunto dejachkarsdel mundo después de que Azerbaiyán destruyese el de Jugha, entre 1998 y 2005. Tan inmenso es este cementerio que, cuentan, el príncipe armenio Gegham ordenó a su guarnición colocar sus cascos y espadas sobre cada cruz para simular, en la lejanía, un imponente ejército que amedrentase al enemigo. Y así fue como un ejército de tumbas disfrazadas de soldados, dicen, forzó la huida de los turcos otomanos. Una estrategia similar a la de los caballeros de Valencia que, al colocar sobre Babieca el cadáver de su señor, extendieron la leyenda de que el Cid había ganado batallas después de muerto. Ambos ganaron, como mínimo, un poco de esperanza.

En el cementerio de Noratus el tiempo pasa por la muerte. Las antiguas cruces, talladas desde el siglo IX, dan paso a tumbas más recientes y sofisticadas: enormes sepulcros que son salas de estar al aire libre con mesas y asientos de piedra. El valor del cementerio reside en la visible evolución del arte del jachkar pero, sobre todo, en la forma en la que los diseños en torno a las cruces describen la cultura y la historia del país. Decía Kapuściński que estas cruces han sido el símbolo de la existencia del pueblo armenio, que «marcaban las fronteras y, a veces, indicaban el camino». La victoria, el agradecimiento, la delimitación del territorio y hasta la muerte han sido plasmados en estas cruces desde que Armenia se convirtió en el primer país cristiano de la historia.

Además de dibujos del difunto ejerciendo su profesión, algunos jachkars incluyen el símbolo de la eternidad, una espiral dentro de un círculo que hace referencia al sol y que sustituyó a la hoz y el martillo del escudo nacional después de que Armenia se independizase de la Unión Soviética en 1991. Los monumentos fúnebres más elaborados incluyen, además, el tonir —una oquedad en el suelo donde se cuece el pan lavash—, algún joravats —típicas brochetas de carne y verdura a la barbacoa— y el saz —instrumento de cuerda tradicional—. En alguna lápida incluso quedan restos de vidrio: según una antigua tradición, romper un cristal simbolizaba la pérdida del miedo. Los pedazos de cristal se depositaban en la parte inferior de la tumba y después se vertía agua sobre la parte superior. Tal es la variedad de elementos que guarda este cementerio que en la pared de una de las capillas se inscribió una desgravación fiscal de siete líneas que especifica, con todo detalle, las condiciones del acuerdo por el que el shana —recaudador de impuestos— y el demetar —jefe de la aldea— quedaban exentos del pago de algunas tasas.

* * *

En el monasterio de Seván, una pareja acaba de darse el sí, quiero.Ascendemos por unas escaleras eternas y congeladas que las invitadas han subido con tacones de veinte centímetros. De entre los coches adornados con lazos blancos sale un lustroso perro negro. O la amabilidad armenia es extensible al mundo canino o Armen, como decidimos llamar a nuestro nuevo guía, huele la comida que guardamos en las mochilas y nos acompaña durante todo el trayecto.

Cuando llegamos a una de las capillas del monasterio, aparece un joven de ojos escondidos y risueños con una garrafa de agua de cinco litros rellena de brandy y una tableta de chocolate. Extiende unos vasos de plástico sobre la mesa —clara muestra de la hospitalidad armenia es que siempre aparece una mesa en algún rincón y alguien dispuesto a llenarla— y nos ofrece el aperitivo con una sonrisa. Es su forma de presentarse. Dice que se está preparando para acceder al ejército, pero está en un monasterio perdido en la montaña esperando conversación y alguien a quien invitar a un trago de brandy.

Se ha dicho que el brandy armenio tuvo un papel relevante en Yalta cuando Churchill, Stalin y Roosevelt se repartían el mundo. Antes de la histórica foto en la que aparecen los tres mandatarios sentados, Stalin había regalado a Churchill una botella de Dvin. Tras degustarlo, Churchill estaba convencido de haber probado el mejor brandy del mundo y no solo lo dijo aquel día, sino que atribuía su longevidad a fumar puros, almorzar con puntualidad y beber una botella de brandy armenio al día. Cuentan los armenios que un día Churchill detectó que el coñac al que se había acostumbrado tenía un sabor distinto. Llamó a Stalin, quien había exiliado a Siberia al artífice de un nuevo sistema de producción de brandy en la Unión Soviética. Stalin, tras atender las quejas de Churchill, liberó a aquel hombre, que recuperó su puesto.

* * *

Con el chico aparece un hombre que hace las veces de guía turístico de manera improvisada y gratuita. Nos cuenta que bajo el monasterio discurre un pasadizo que permitía a los armenios refugiarse y huir de las invasiones mongolas. La historia de su país está plagada de invasiones, de vecinos hostiles, unas veces por motivos religiosos y otras, simplemente, porque Armenia es al Cáucaso lo que el niño vulnerable de la clase es a sus compañeros.

Todo ello transcurre bajo la atenta mirada de una señora que parece proteger el monasterio y que cambia de puerta a medida que nos desplazamos. Con media cara oculta bajo un pañuelo rojo intenso que le rodea la cabeza, nos cuenta que es viuda y que sus hijos buscan una vida mejor en Suiza. Probablemente guardar las puertas de esa capilla y esperar a los curiosos que se acercan al monasterio es lo más estimulante que puede hacer durante el día.

El lago Seván se derrama sobre un paisaje en el que montañas nevadas se mimetizan con las nubes simulando el infinito. Antes llamado Mar de Gegham, es el único de los tres grandes lagos de la Armenia histórica que permanece en territorio armenio. El nombre del lago es la herencia de Van, que ahora es el lago más grande de Turquía. Por su oscuridad, cuentan los armenios que un grupo de personas llegado de las proximidades de Van llamó al lago Negro Van.

Una de las leyendas más conocidas en Armenia trascurre en Van. En la isla Aghtamar vivía una princesa llamada Tamar, una mujer que se dedicaba a esperar al plebeyo del que se había enamorado. Cada noche, él tenía que llegar hasta ella a nado, guiado por la luz con la que la princesa iluminaba el agua. El padre de Tamar, al saber de aquellas visitas, dejó al muchacho sin luz en mitad del lago. Su cuerpo quedó varado en la orilla y la forma de su boca insinuaba que las palabras «Akh Tamar» se habían congelado en sus labios. El grito, dicen, aún se escucha por las noches.

El lago quedó al otro lado de la frontera, pero la leyenda se mudó a Sevan. Muy cerca se colocó una estatua de Tamar que, brazos en alto, sujeta la lámpara con la que iluminaba el camino a su amado.

Cuando llegamos al punto más elevado del monasterio de Seván, el cielo se despeja y nos ofrece uno de los lagos más altos del mundo en todo su esplendor. Aunque la mano del hombre ha sido devastadora a lo largo de los años, a medida que el agua descendía, iban apareciendo algunas reliquias de la antigüedad, como los jachkars más arcaicos que un día cubrió el agua donde Mandelstam se reencontró con sus musas. Nunca volvió a dejar de escribir.

LOS IDIOMAS (A VECES) ESTÁN SOBREVALORADOS

Incluso una sola mano, e inmóvil, hacía que a veces toda la figura tuviese un estremecimiento de vendaval.

CLARICE LISPECTOR

Shenavan es como un pueblo de película del Lejano Oeste en cuya calle principal, un salicor dando vueltas sobre sí mismo desaparecería inadvertido. El silencio cae a plomo desde el cielo y me enrojece los hombros y el pecho. A dos kilómetros de la frontera con Turquía comemos moras y cerezas que arrancamos de los árboles. Con las manos manchadas de colores nos sentimos como niños sin madre que regañe. Un chico, al otro lado de la calle, grita: «¡Comed! ¡Podéis comer!». Tarde. Desde algunas casas, ya durante la sobremesa, varias caras nos miran curiosas, pero nadie se acerca. Aquí no tendremos posibilidad de conocer a nadie: los que no duermen la siesta se refugian del calor en sus porches y el límite de todo lo que importa lo marca una sombra.

A la izquierda: un pedazo de historia acumula tierra y óxido. Un casco que, por su apariencia, podría ser de la Segunda Guerra Mundial. La tierra que había tomado la forma de una cabeza humana se desmorona al levantar el casco. En la parte trasera, un orificio de salida. Le dispararon de frente. O lo hizo él mismo. Me pregunto en qué medida los soldados se suicidan; si será esa la manera más o menos digna de morir y de matar en una guerra. Pienso en el Recluta Patoso. Y en cómo habrá llegado este casco a un país que no vio ni una batalla de una guerra en la que perdieron la vida seiscientos mil de los suyos.

A la derecha: una anciana labra el huerto con una mano y protege la otra, vendada, sobre su regazo. Una gallina luce media melena roja a modo de cresta que, junto con las plumas blancas, parece parte de un disfraz de payés para gallinas. Y no es la única que presume de barretina: en el corral se agolpan gallinas cuyas crestas nos llevan a pensar en radiactividad. Frente al gallinero, un hombre sale a la puerta, saluda y nos invita a comer en su casa. Le decimos que aceptamos un café y nos vamos. Pero le da igual porque él va a comer solo en breve, dice, y le apetece hacerlo acompañado.

El hombre eleva el tono para hacer venir a su madre, la anciana que labora con una mano. Mientras, él empieza a preparar el banquete. Le busco en la cocina y mantenemos un intercambio de sonidos que no entra en la categoría de diálogo.

Primer intento de conversación en armenio:

—¿Puedo ayudar?

—Pues mi hija habla italiano.

Segundo intento:

—¿Cómo se llama? —pregunto en armenio.

—No hablo español —responde en ruso.

Durante los últimos meses, cada tarde, el viento se acelera en Ereván. No hay ropa tendida ni persona ligera lo bastante lejos del suelo. Y eso no es nada comparado con Laura. La anciana entra como un vendaval, corretea por el salón y la cocina. Está de cuclillas, sacando platos de un mueble, cuando la llamo. Se gira sobre la mitad de las plantas de sus pies y su equilibrio no vacila lo más mínimo.

—Tatik jan, ¿cuántos años tiene?