Quién te cerrará los ojos - Virginia Mendoza - E-Book

Quién te cerrará los ojos E-Book

Virginia Mendoza

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Beschreibung

La soledad, de las campanas que aún tañen en iglesias decrépitas, de las navajas con mango de madera de boj, de los candiles que iluminan por la noche, de palabras y mundos que desaparecen.

Este libro habla de la soledad, de las campanas que aún tañen en iglesias decrépitas, de las navajas con mango de madera de boj, de los candiles que iluminan por la noche, de palabras y mundos que desaparecen. Virginia Mendoza retrata a los que se quedaron en el pueblo cuando todos sus vecinos emigraron a las ciudades, pero también a los que abandonaron la ciudad y se fueron a vivir al campo. Permanecer o partir se convierten en actos de rebeldía e independencia. Los hombres y mujeres de estas páginas podrían ser los protagonistas de las novelas de Miguel Delibes y Julio Llamazares. Con ellos desaparecerá por completo una forma de vida basada en el arraigo a la tierra, la supervivencia y el contacto con la naturaleza más pura.

«Cuando volví a mi pueblo, se había instalado una fría novedad: un tanatorio. ¿Qué iba a ser de aquellos descendientes de mi abuelo que contaban chistes junto a la puerta de los difuntos de cuerpo presente? Años después, mi abuela Francisca —la que guarda tres mortajas, por si acaso, para no molestar—, me pidió que le pinte los labios cuando muera. Empecé a creer que la gente de su generación estaba obsesionada con la muerte. Me equivocaba. Nada amaban tanto como la vida y ni la soledad ni las ausencias ni los miedos minarían su instinto de permanencia. No sé si podré pintar los labios a mi abuela, pero he conocido a quienes le cerrarán los ojos a la tierra».

Descubren el retrato de los que se quedaron en el pueblo cuando todos sus vecinos emigraron a las ciudades, pero también a los que abandonaron la ciudad y se fueron a vivir al campo.

FRAGMENTO

Pepe: Los jóvenes se fueron en busca de trabajo a otro sitio, y los abuelos al cementerio. Eso no falla.
Andrés: He visto derrumbarse las casas una a una y he luchado inútilmente por evitar que esta acabara antes de tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura.
Pepe: Ahora se deshará todo, home. ¿Sabes qué hicieron aquí? Estaba la iglesia en obras, que estaba caída. Esta iglesia estaba ahí abajo, al lado del cementerio. Subieron cargados con los machos pa’ hacerla aquí. Aquí vivían ochenta personas por aquel entonces. En acabarse la chent, s’acaba tot.
Andrés: Yo me di cuenta de que mi corazón ya estaba muerto el día que se fueron los últimos vecinos. […] ni siquiera tuve tiempo de ver cómo yo mismo envejecía.
Pepe: Yo no tuve tiempo ni para casarme. Mi único hobbie eran las ovejas. Los padres se quedaron aquí hasta el final y yo me tuve que quedar a cuidarlos. Estaba yo solo con cuatrocientas ovejas. Estoy aquí desde que nací; siempre he vivido en Ballabriga.


ACERCA DEL AUTOR

Virginia Mendoza (Valdepeñas, 1987) es «perioantropodista». Le dijeron que dejara el periodismo y se dedicara a la literatura, pero también le dijeron que la única diferencia entre el periodismo y la antropología es el tiempo. Siempre se le dio mal elegir. Empezó a arrastrar el bolígrafo por los márgenes de los prospectos de su abuela y ahora escribe en Yorokobu, Altaïr, Píkara y donde le dejan. Se siente nómada, por eso escribe sobre los que se quedan. Ha vivido en Armenia y es autora de Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada.

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quién te cerrará los ojos

Historias de arraigo y soledaden la España rural

virginia mendoza

 

PRIMERA EDICIÓN: mayo de 2017

 

© Virginia Mendoza

 

© Libros del K.O., S.L.L., 2017

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid

 

ISBN: 978-84-16001-71-2

CÓDIGO IBIC: DNJ

ILSUTRACIÓN DE CUBIERTA E INTERIORES: Buba Viedma

ARTES FINALESs:Buba Viedma

MAQUETACIÓN: Antonio Rómar

CORRECCIÓN: Antonio Rómar

 

 

A los que se quedaron.

«¿Quién te cerrará los ojos

tierra, cuando estés callada?»

J. A. Labordeta

 

 

«Como arena, el cielo sepultará mis ojos. Como arena que el viento ya no podrá esparcir».

Julio Llamazares

 

«Luego llegará el viento, y la arena borrará las huellas del último hombre».

Riszard Kapuscinski

 

 

«Porque nada sé de ti

que no sea el paso de los bueyes por el rostro».

Enrique Falcón

Cuando estés callada

«A veces pienso que escribir no es más que recopilar y ordenar y que los libros se están siempre escribiendo, a veces solos, incluso desde antes de empezar materialmente a escribirlos y aun después de ponerles su punto final».

Camilo José Cela

 

 

Me crié en casa de mi abuela materna, dando patadas a un balón, usando como porterías las sillas que mi abuelo hacía a mano cuando volvía del campo y apenas quedaba luz. La «hermana» María del Prado era vecina de mi abuela y se convirtió en mi amiga cuando yo era niña y ella, con sus dedos huesudos, rozaba un siglo. Nunca vi su pelo porque lo cubría con un pañuelo negro. Ni siquiera llegué a descubrir sus ojos escondidos detrás de sus enormes gafas. Aún podría reconocer su voz afónica, su muñeca legionaria con trompeta, su orinal junto a una cama de hierro y el entusiasmo que sentía cuando, cada tarde, le robaba un poco de sus recuerdos.

El tema favorito de mi amiga enlutada era la muerte. Hubo un tiempo en el que las ancianas estructuraban su vida con los nacimientos de sus hijos, pero a medida que envejecieron, la muerte le fue robando a la vida su protagonismo. La hermana María del Prado no era una excepción: cuando contaba la pérdida, contaba la vida.

Mi abuelo no podía tener cerca a su padre muerto: se mareó el día que murió y el día que abrió su tumba. Quizá fue una premonición, el rechazo de su propia muerte: con varios años de diferencia, a mi abuelo le enterraron el mismo día, a la misma hora y en la misma tumba que a su padre. Cuando ese día llegó, mi abuelo lo tenía preparado.

A mi abuelo materno lo vi cavar su propia tumba. Mientras horadaba la tierra de la sepultura familiar, la tapa del ataúd de su padre se desplomó, mi abuelo se mareó y cayó sobre los huesos de su padre. Cuando recobró el conocimiento, siguió reuniendo los huesos de sus padres y de su hermana en un saco. Sostuvo que lo hacía por la misma razón por la que miabuela tiene tres mortajas repartidas en tres casas: para no molestar. Andrés, el protagonista de La lluvia amarilla, se abrió paso entre los zarzales y cavó su tumba. Él tenía una razón de peso y aun así creyó que lo tomarían por loco: era el último vecino del pueblo. Pero mi abuelo no estaba solo y aun así procedió igual. Mi abuelo barruntó que la vejez lo iba a echar del pueblo, que lo iban a arrancar del lugar en el que nació y que la muerte lo iba a alcanzar lejos de casa. Al cavar su tumba afianzó su gran deseo: morir donde nació. Volver.

A la hermana María del Prado, un día la echamos de menos. Unos vecinos fueron a su casa y, al no recibir respuesta, echaron la puerta abajo. La encontraron muerta. Yo tenía ocho años cuando ella murió y cuatro años después me marché del pueblo. Hoy en la calle de mi abuela solo vive un matrimonio. Por primera vez sentí el vacío y ese silencio que años después me empujó a buscar las historias de este libro: las historias de los que se quedan.

Parecía que mis abuelos y los que se habían quedado se hubieran confabulado para quitarme la pesadumbre: «Pues hija, cada vez hay menos gente. Esto está de pena». Yo no era consciente de la sangría rural. Era joven y tenía razones para quedarme. Parecía que todos hubieran decidido salir de allí: no sabía que lo mismo ocurría en el resto de pueblos de España.

Mi pueblo se llama Terrinches y está en Ciudad Real. Terrinches evoca arraigo, fuerza y risa. Las palabras que llevan el sonido intenso de la erre tienen motivos para ser así. Los topónimos y los gentilicios conforman el destino de su gente. Me gusta creer que un lugar que se llama Terrinches, cuyos oriundos se hacen llamar terrinchosos y de los que los poetas saben que son duros como garbanzos, no se vaciará.

La pérdida de dos de mis abuelos fue la señal definitiva para sentir que todo un mundo se estaba derrumbando ante mí: no solo se habían llevado miles de historias y de silencios, sino un modo de vida que se mantuvo inalterable durante siglos y que desapareció de un plumazo. Con ellos, la tierra se iba tragando a una generación a la que una avalancha alcanzó desprevenida. Tuve que alejarme de mi pueblo para entender por qué mi abuelo preparaba su muerte con tal vehemencia y por qué siempre me arrepentí de no haber anotado lo que me contaba María del Prado. Para verlo desde fuera, tardé varios años en volver y busqué respuestas en los últimos vecinos de pequeñas aldeas españolas; aquellos que estaban dispuestos a morir donde nacieron aunque se quedaran solos.

Poco dicen del pueblo los que se quedan, salvo que cada vez hay menos gente y que han cerrado otro bar. Es su letanía y destila una espera latente, como si hubieran elegido quedarse a ver el final de una película y hubieran olvidado las palomitas. Y no es resignación: a veces hay incluso un poco de rebeldía en su decisión.

Vivieron la despoblación rural —sin ponerle nombre—, no como el que se va, sino como el que se queda para ser testigo y centinela. Vieron caer los muros y crecer la hiedra. Escucharon el silencio que anuncia la muerte inminente y resistieron porque tenían un contrato tácito con la tierra en la que habían nacido. «Hasta que la muerte nos separe» era su silenciosa letanía.

Algunos estaban dispuestos a ser quienes cerrasen la última puerta de su pueblo. Aún viven en lugares remotos, de difícil acceso, sin servicios básicos ni facilidades. No siempre son afables: el aislamiento prolongado causa estragos en las relaciones sociales y en el carácter. Hay que abordarlos sin prejuicios porque esos ancianos que viven solos en pueblos abandonados o despoblados no solo están ahí: a veces incluso abren la puerta de sus casas y de sus vidas.

Cuando volví a mi pueblo, se había instalado una fría novedad: un tanatorio. ¿Qué iba a ser de aquellos descendientes de mi abuelo paterno que contaban chistes junto a la puerta de los difuntos de cuerpo presente? Años después, mi abuela materna —la que guarda tres mortajas, por si acaso, para no molestar—, me pidió que le pinte los labios cuando muera. El día que vi a mi abuelo cavando su tumba, además de darme una clase rápida de sepulturas, me explicó dónde colocaría mi abuela los pintalabios cuando se «mudaran». Empecé a creer que la gente de su generación estaba obsesionada con la muerte. Me equivocaba. Nada amaban tanto como la vida y ni la soledad ni las ausencias ni los miedos minarían su instinto de permanencia.

No sé si podré pintar los labios a mi abuela, pero he conocido a quienes le cerrarán los ojos a la tierra.

1 ¿Qué queda de la Españade eugene smith?

«No había música ni tabaco».

W. E. Smith

El Americano llegó a Deleitosa un año antes que el teléfono. Emergió de su coche, rodeado de burros y miradas de asombro; lucía un pelo del color de la cebada y desplegaba su cuerpo hasta alcanzar una altura insospechada en aquel pueblo de Cáceres.

A Primitiva, que tenía ocho años, aquella escena la pareció el comienzo de un cuento. Fue como un pase privado de Bienvenido Mr. Marshall (que se estrenaría tres años después): un hombre rubio y alto, que cargaba una enorme mochila, acompañado por una chica, Nina, que era tan rubia como él, pero que hablaba un español perfecto. Nina pidió a los niños que les enseñaran el pueblo y Primitiva intuyó que una aventura así no podía rechazarse; imaginó que la llegada de un americano suspendía las normas de comportamiento, las amenazas familiares, los códigos de buena conducta de una niña pequeña de pueblo. Se llevó al Americano corriendo por las calles para enseñarle todo lo peor que allí había, que ahora el pueblo ha cambiado mucho, ¿eh?, pero entonces estaba lleno de casas viejas y cosas feas, que es lo que el americano quería ver.

Los pequeños guías se ocuparon también de los detalles logísticos: buscaron una escalera para que el visitante pudiera hacer, desde lo alto, una foto en picado de la calle principal del pueblo. En la imagen se ve una pequeña plaza de tierra que se abre en dos calles sin asfaltar. Bajo un sol intenso resalta la iglesia, al fondo de la foto. Aparece el tío Carache montado en su burra, cargada de leña, junto a dos niños que juegan sentados en el suelo. Otros se guarecen al amparo de la sombra serrada de las casas; se dejan caer sobre paredes rematadas por tejados que parecen dentaduras mal dispuestas. Los burros vuelven al pueblo y, ante las puertas de madera de las casas, las vecinas conversan. Es mediodía, la hora de volver del campo y de pedir ajos prestados. Los aldeanos son siluetas planas y ennegrecidas, sin contornos, que enfatizan el blanco y negro de la foto. También hay dos forasteros colocados como atrezzo. El Americano, para dar más vida a la fotografía, emplazó a su ayudante y a su intérprete en una de las dos calles.

A Primitiva le gustaba sentirse útil casi tanto como los caramelos que repartía el Americano. Y le tentaban los catorce duros, nuevecitos, como recién hechos, que recibió Juanito, el niño que saltó desde el coche en marcha del extranjero cuando recordó aquel rumor que decía que los extraños se llevaban a los niños para extraerles la sangre.

Ella se imaginaba a sí misma diciéndole a sus padres la misma frase que dijo Juanito: «Esto me lo ha dao a mí el Americano y esto no se lo doy a nadie». En vez de eso, Primitiva volvió a casa a las cuatro de la tarde sin dinero y con apenas unos caramelos. Extasiada por la novedad, había olvidado pedir permiso, y pagó su inconsciencia con hambre. Dos días sin comer, sentenciaron sus padres. Que comer en reunión familiar en un pueblo español hace casi setenta años era ineludible, Primitiva lo sabía. Era el momento más litúrgico de los engranajes que orquestaban una familia. El gran ritual era sencillo. El padre sacaba del bolsillo uno de sus más preciados objetos personales: la navaja (hierro, fuego, padre, descanso). Extraía lentamente la hoja del mango, con ceremonia, y se disponía a cortar el pan (trigo, molino, harina,trabajo). Y que no falte. El aceite (olivo, tierra, tinaja, oro) siempre cerca y el caldero (reunión, calor, familia, palabra) en el centro. Y Primitiva no vino a almorzar el 11 de junio de 1950.

No podía creer el Americano que el correo llegara a Deleitosa en burro, que la única bañera perteneciera al médico del pueblo, que personas y animales compartieran espacio y que el teléfono más próximo estuviera a doce millas. Ese hombre por el que castigaron a Primitiva sin comer se llamaba Eugene Smith.

 

* * *

 

A través de la embajada española en París, Eugene Smith había logrado lo que parecía imposible: un salvoconducto para entrar en España y realizar un ensayo fotográfico. Para conseguirlo, Smith no solo engañó al gobierno franquista. En una de las cartas que envió a su mujer dejó escritas sus intenciones: «Voy a intentar entrar en un pueblo español, y documentar hasta el máximo la pobreza y el miedo causados por Franco. He tenido que engañar a Life sobre que sabía algo de español. Espero que sea el ensayo más importante de mi vida». Cansado de retratar soldados durante la Segunda Guerra Mundial, Smith quería contar la otra historia: la de los civiles y los inocentes, los que padecían bajo el yugo del fascismo.

La mirada de Smith no sería la mirada de Franco: el Gobierno había promovido un tipo de fotografía pauperista que ensalzaba el valor de iniciativas como Auxilio Social. Con fotógrafos autóctonos controlados por la censura, la postal de pobreza era una estampa inofensiva y vacía de carga crítica. En las imágenes que difundía Auxilio Social hay una pobreza casi heroica; las de Smith muestran gente sucia, descalza y anclada en la fe. En un cartel de Auxilio Social la familia transmite fortaleza frente a la adversidad, subrayada con lemas como «En nuestra justicia está nuestra fuerza»; en las familias de Smith solo hay fragilidad y derrota: el hombre acomoda las alforjas sobre su burro con el rostro agotado y ennegrecido, la mujer lanza agua a la calle con una mirada lánguida y los niños se arrastran por el suelo descalzos.

 

* * *

 

Los días que estuvo en Deleitosa habló poco. Tomaba notas sin descanso y por las noches volvía a dormir a Trujillo. Cuenta el actual alcalde que era un hombre que estaba sin estar y que tenía una gran facilidad para mimetizarse con la gente. A pesar de sus escasas relaciones, también sabía cómo conseguir una buena imagen y logró acceder a un velatorio, donde capturó la fotografía más famosa de su ensayo.

El mismo año que el fotógrafo americano se paseaba por las calles de Deleitosa, Miguel Delibes publicó El Camino. Siempre en el umbral de la censura, el vallisoletano trató en sus novelas el abandono del mundo rural. Delibes logró burlar la censura porque eso era lo que solía hacer: si no podía contarlo como periodista, lo contaba como escritor y las historias reales las convertía en ficción. Insistió mientras pudo y cuando le rozó la cola a la dictadura tuvo que convertir sus reportajes en libro. Así se gestó Las ratas, que publicó una década después. Eugene Smith tuvo que huir.

Pasado un mes aproximadamente desde su llegada, un día el Americano se despertó en Trujillo y decidió que no volvería a Deleitosa. Se lo dijo el cuerpo: «¡Corre!». Misteriosas siluetas habían comenzado a frecuentar Deleitosa y al fotógrafo le quemó un pellizco en el estómago. Aquella gente preguntaba por él. Cómo era. Qué hacía. En qué líos se metía. Sospechó que lo estaban investigando y estaba en lo cierto: el alcalde le había denunciado ante el gobernador civil.

Como el gato que agacha las orejas para hacerse pequeño y esconderse un poco en sí mismo, guardó en sus calcetines los carretes con más de mil negativos, colocó unos limpios en sus cámaras y nadie volvió a verle por el pueblo. Así fue como un hombre grande se hizo pequeño, tan insignificante como sus gafas diminutas en una cara tan amplia como la suya, y pudo volver a casa.

¿Qué habrían podido hacerle si hubiesen descubierto su paradero? Ellos: esos hombres que, cara al sol, seguían los deseos de Franco. No le habrían traído vino, como hizo aquel deleitoseño que lo halló enfermo en el campo. Tome, señor Americano, beba este vino y cúrese.

Sus dos leicas, con carretes limpios, lo acompañaron en su huida, desprendidas de todo recuerdo del pueblo extremeño: uno de los mayores testimonios gráficos de la posguerra española salió del país escondido en los calcetines del Americano. Los niños de Deleitosa volvieron a quedarse sin caramelos.

 

* * *

 

«Spanish village», publicado en Life en abril de 1951, fue mucho más que un ensayo sobre la pobreza en España. Este detallado trabajo periodístico e incluso antropológico reflejaba la vida y la muerte de un pueblo español cualquiera en plena posguerra, pocos años antes del estallido del éxodo rural. Lo que el fotógrafo retrató fue el principio del fin de una forma de vida que había perdurado durante siglos y que después se esfumó en un puñado de décadas, sin paliativos ni anestesia. Comenzaba el fin de muchos pueblos, el abandono del campo. Las últimas mujeres enlutadas con velo, niños descalzos, velatorios domésticos y eventos religiosos: un mosaico que reflejaba la vida en la España rural de los años 50 y que Lifeconsideró «entre la fe antigua y la pobreza». Una España que a Eugene Smith le pareció medieval.

«Spanish village» causó estragos incluso en la redacción de la revista. La mirada de Smith era un claro ataque a los intereses de Estados Unidos, cuyas relaciones con España apenas comenzaban con la firma del Plan Marshall, aún en el horizonte. El editor de Life no estaba dispuesto a cuestionar al nuevo amigo del gobierno de su país. El ensayo estuvo a punto de permanecer en un cajón para siempre, pero finalmente fue publicado y la revista vendió más de veinte millones de ejemplares en varias ediciones.

Eugene Smith no quedó contento con la selección de las fotografías: solo aparecieron diecisiete que para él no eran las mejores y no logró llevar a la portada su favorita, una imagen en la que una mujer abraza a su hija y que recuerda a la fotografía icónica que tomó Dorothea Lange durante la crisis de los años 30 en Estados Unidos. Life también tergiversó el reportaje a través de los pies de foto (el mismo recurso que utilizaría más tarde la dictadura franquista): la foto en la que aparece un cura rechoncho con enormes zapatos caminando con un bastón que no necesita y que amarra en actitud poderosa, casi amenazante, está acompañada de un texto que destaca las bondades del religioso. Es justo el mensaje contrario que quiso transmitir Smith. En sus fotos dio gran relevancia a la Iglesia y a la Guardia Civil porque ambas instituciones le parecían los brazos de la dictadura. Tanto en la selección de imágenes como en los pies de foto, Life habría fulminado la carga política de «Spanish village».

 

* * *

 

Dos meses después de que se publicara en Estados Unidos, «Spanish village» llegó a Europa a través de la versión internacional de Life. La primera reacción del gobierno fue censurar la revista en España. Después tuvo una idea más refinada y mucho más útil, casi sofisticada para un régimen construido a base de fusilamientos y lemas fascistas: utilizar las palabras para combatir las imágenes. Las palabras de Franco no serían las mismas palabras de Smith.

El gobierno supuso que, en un país empobrecido, analfabeto y aislado del mundo, nadie entendería un reportaje en inglés, así que decidió tergiversar la traducción de algunos pies de foto. La descripción original de la imagen de un niño recogiendo excrementos con una escoba es cuanto menos curiosa. A este niño, que entonces tenía cinco años, Smith le llama Lutero, un nombre que estaba prohibido en España por cuestiones religiosas. El niño se llamaba Eleuterio. Allí donde el original en inglés explicaba que «Lutero» recogía excrementos de animales para usarlos como abono, el gobierno franquista tradujo que los recogía para comérselos.

Comer mierda es una de las leyendas más extendidas de la Extremadura negra. Lo irónico es que no la gestó Eugene Smith ni con sus fotografías ni con sus palabras, sino la propaganda franquista. Algunos deleitoseños aún siguen creyendo la versión falseada.

Si una forastera pregunta en un bar por Smith, los parroquianos dirán que no saben quién fue. Que sí, que estuvo en su casa, pero bueno. Que no recuerdan nada. Callarán. Y entonces alguien dirá, señalando a otro vecino: «Ah, sí, este salió en una de sus fotos». Pero esa misma persona cambiará de tema, lo negará, insinuará que sí, que algún primo lejano apareció, pero que para hablar de Smith lo mejor será ir a otro bar.

En el bar de Agustín, decorado con fotos de «Spanish village», se abre un mundo nuevo. Aquí mujeres y hombres no se disponen separados. Todos comparten la barra, gritan por igual, disfrutan del domingo y sus voces eclipsan el reguetón que suena de fondo. Hablar de Eugene Smith aquí es girar la llave que abre un tesoro.

—Esa miseria de la que ahora muchos se avergüenzan era lo que había —recuerda Agustín—. Hay opiniones, y cada uno interpretará como quiera. Lo que está claro es que él vino a hacer un trabajo, a reflejar lo que había en España, en la España rural, que era miseria y pobreza. Hasta entre nosotros mismos, creo que ha habido ahí un miedo a sacarlo. Para mí montar este bar fue un gran riesgo y tuve que pensármelo mucho. Todavía una gran parte de la población no quiere ni oír hablar del tema de Smith. Es lo que inculcaron en la época franquista: ese miedo, ese silencio.

Nadie niega, ni sus incondicionales, que Smith ocultó los cables de la luz —aunque solo la mitad de las casas del pueblo tenían electricidad—; que buscó las peores esquinas; que hizo vestir de comunión a una niña que ya había comulgado, a pesar de que ya habían cortado su vestido para que pudiera reutilizarlo en verano y que puso a la Guardia Civil cara al sol para forzar una mueca de enfado. Ted Castle, el ayudante de Smith, aseguraba que los tres guardias civiles se quejaban constantemente del sol mientras intentaba hacerles la foto. El fotógrafo encontró la manera de tranquilizarles: le pidió a Nina que les explicara que ese gesto les hacía parecer más poderosos.

No buscaba la pose a menos que una representación expresara o exagerara lo propio del lugar y de la historia. Una «intensificación de algo que es absolutamente auténtico del lugar» fue la sofisticada fórmula con la que Smith justificó la foto de la mujer tirando agua de una palangana a la calle. Smith se lo pidió porque no era nada que no ocurriera a diario. Ni en Deleitosa ni en cualquier otro pueblo español. Ese día, infinidad de mujeres españolas lanzaron agua a la calle. Cuando un entrevistador le dijo que Cartier-Bresson nunca haría algo semejante, su respuesta fue rotunda: «Yo no inventé las reglas, ¿por qué debería seguirlas?».

—¿De toda la gente que hay ahora mismo en el bar, hay alguien que aparezca en esas fotos? —pregunto a Agustín señalando las paredes decoradas con las imágenes de Smith.

—No. Ya no vive casi nadie, y la única que vive, que es la joven de la foto del velatorio, se fue a Cataluña. El otro es el niño del bautizo, pero no sirve de nada preguntarle porque le estaban bautizando y no se va a acordar.

—¿Y los hijos de los protagonistas de las fotos?

—Espera… Se acaba de ir la que vio al Smith llegar al pueblo. Voy a echar un visual y si no anda muy lejos te la traigo.

Primitiva, la niña a la que sus padres castigaron sin comer, llega entusiasmada, dispuesta a contar todo lo que recuerda. Es una mujer alegre, de pelo corto; no le veo los ojos porque no se quita las gafas de sol.

Si en las fotografías de Eugene Smith las mujeres visten un riguroso luto y no sonríen, Primitiva, viuda desde hace dos años, viste de riguroso blanco y trae una sonrisa puesta de casa. Ella es la alegoría de que las cosas han cambiado.

—¿Y cómo me encontráis, tan mayor que soy?

Alegre. Salada. Dicharachera. Arreglada. Presumida. Abarrotada de joyas como si temiera otra posguerra o quisiera vengarse del pasado. ¿Puede ser el oro un amuleto contra la pobreza? Puede.

—Pero en mi casa no pasamos hambre, ¿eh? —aclara—. Yo no sé qué paso que al Smith lo denunciaron. Se tuvo que ir porque andaban enfadaos, porque es que estaba sacando to’ lo peor del pueblo, como si nosotros fuéramos tan pobres que nos alimentáramos, perdón, de las cacas de los animales. Era un año que había hambre en el pueblo, un año que no había mucho; pero comer, comíamos. Y claro, nos llevaba a las casas más malas, más feas, pa’ ponerlo.

A Primitiva no le gustaba su nombre, hasta que descubrió que se asociaba con la riqueza y que eso la dotaba de cierta omnipresencia.

—Vamos, que soy famosa con la Lotería. Y a mí que no me toca, oye. La revista se vendió como rosquillas y el Smith hizo ricos hasta a los nietos. Ya nos podría haber dao unos poquitos de dineros por haberlo acompañao —y estalla en una carcajada—.

 

* * *

 

Es la hora de la siesta. La canícula cae sobre una plaza desierta. Una anciana se lava los pies en una palangana junto a una fachada abarrotada de flores. Comparte rasgos con la hilandera de Smith: pómulos marcados, boca pequeña y ojos hundidos. Luce un vestido azul de flores y el pelo corto. Se muestra desconfiada y no parece que sea la única. El soni