Detendrán mi río - Virginia Mendoza - E-Book

Detendrán mi río E-Book

Virginia Mendoza

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Beschreibung

La construcción de grandes presas ha desarraigado a millones de personas en el mundo rural. En España no hay datos oficiales, pero se estima que han desaparecido bajo el agua cientos de pueblos e innumerables huertas habitadas, hoy olvidadas.

Detendrán mi río evoca, con aire de fábula y rigor de reportaje antropológico, el mundo desaparecido de Cauvaca, una huerta aragonesa que estuvo llena de vida hasta que la inundó el embalse de Mequinenza. Es la historia de Mercedes, una niña que puede predecir la lluvia con su cinturón de serpiente y que hoy recuerda con nostalgia el escenario de su infancia; es la memoria de los obreros de las hidroeléctricas que siempre van de paso; es la odisea de un ingeniero estadounidense que muere en el naufragio del Lusitania y de un niño catalán que de mayor quiere ser como él; es el escalofrío luminoso de la campesina ciega a la que su marido lleva a conocer el mar, y el tono lúgubre del NO-DO cantando las inauguraciones de Franco.

Es un libro sobre desarraigo y memoria, y también una historia de vidas cruzadas y pequeñas coincidencias que resultan cruciales en el destino de las personas y los lugares.


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Virginia Mendoza

DETENDRÁN MI RÍO

Desarraigo y memoria en un rincón de la España sumergida

primera edición: noviembre de 2021

© Virginia Mendoza Benavente, 2021

© Libros del K.O., S.L.L., 2021

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid

isbn: 978-84-17678-71-5

código ibic: BT, BM

diseño de portada: María Castelló Solbes

maquetación: María OʼShea

corrección: Melina Grinberg y Zaida Gómez

NOTA

Se estima que la construcción de grandes presas ha desarraigado entre cincuenta y ochenta millones de personas en todo el mundo. Es una cifra a la baja que excluye a todos aquellos que no perdieron sus casas pero sí su medio de vida. Solo en España, el país con más grandes presas de la Unión Europea (y 5.º en el mundo), alrededor de quinientos pueblos e incontables núcleos habitados como la huerta de Cauvaca (Caspe, Zaragoza) desaparecieron bajo el agua. No hay cifras oficiales de lo que Pedro Arrojo ha llamado «hidrocausto silencioso». En los años cincuenta del siglo pasado, José Garrido, el entonces alcalde de Caspe, calculó que la construcción del embalse de Mequinenza dejaría «desposeídas de su medio de vida» entre cuatro mil y cinco mil personas solo en las huertas de su municipio. Mientras escribía este libro quise saber, entre otras cosas, cuántas personas se vieron afectadas y cuántas trabajaron en la construcción de ese y otros embalses del Ebro. Ni Endesa ni la Confederación Hidrográfica del Ebro dieron ese dato o disponían del mismo.

La mayoría de las grandes presas que inundaron pueblos españoles para generar energía hidroeléctrica se construyeron durante el franquismo, especialmente entre 1955 y 1975, y con mano de obra de los pueblos. Algunos trabajadores soñaban con una vida mejor. Pero otros muchos huían del hambre y de la persecución política, habían visto desaparecer sus pueblos o eran presos.

Aunque no protagonizaron las ostentosas inauguraciones de embalses, los que llegaron y los que se fueron permitieron, con sus renuncias y su desarraigo, que prosperaran las ciudades, que llegaran el agua y la luz a las casas, que se pudieran regar algunos campos y que las crecidas de los ríos fueran menos agresivas. De ellos habla esta historia.

Algunos pueblos inundados, mitos, leyendas y recuerdos de sus vecinos aparecen recogidos en un mapa-reportaje online que puedes consultar en www.detendranmirio.com

Esta web seguirá creciendo con la ayuda de la memoria de todos los lectores. Si quieres contarme alguna historia o añadir el nombre de algún pueblo, escríbeme por favor a:

[email protected]

A Mercedes y a todos los que como ella «crecieron bajo el agua» y no pueden volver a casa

A Alfredo, que me llevó a Mercedes y desvió el curso de este libro

Si os vendemos la tierra, debéis recordar que es sagrada para nosotros y enseñar siempre a vuestros hijos que es sagrada. Cada reflejo espectral en las aguas cristalinas de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El borboteo del agua es la voz del padre de mi padre. […] Si os vendemos nuestra tierra debéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son hermanos nuestros y vuestros, y a partir de ahora debéis tratar a los ríos con la bondad con que trataríais a un hermano.

Si’ahl, líder indígena conocido como Seattle [Versión de Ted Perry (1970) de uno de sus discursos (1854)]

¿Cómo habría sido mi vida de no haberse cruzado en la trayectoria de mi familia la orden de un ingeniero que decidió detener el río como el que decide detener el tiempo?

Julio Llamazares, Distintas formas de mirar el agua, 2015

Para un hombre criado en la aldea, el hecho de que la gente viva siempre en el mismo lugar es absolutamente básico.

John Berger, Un séptimo hombre, 1975

Me despido de mi tierra,

de mis montañas y ríos,

me marcho porque me empujan,

nunca lo hubiera querido.

Joaquín Carbonell y José Antonio Labordeta, «Albada de la ausencia», del LP ¡Vayatrés!, 2003

TODO AGUA. Prólogo

Gavà, Barcelona, después de la guerra civil española

Quién me iba a decir a mí,

que soñaba con el mar,

que en un maldito pantano,

ayayay,

mi casa iba a naufragar.

«Habanera triste», La Ronda de Boltaña

Ahí está el mar. Una mujer acaba de conocerlo y un hombre la acompaña. Se acercan a ese punto liminar en el que el agua y la arena se funden y se convierten en una cosa distinta e incontrolable. Él habla y ella imagina. Con sus ropas oscuras, sobre la arena húmeda, ella, María Sancho Callao —pelo recogido en un moño bajo, crencha sutilmente a un lado, espalda encorvada y quizás la expresión satisfecha de quien al fin se ha salido con la suya— siente primero la curiosidad. Él, Antonio Bonastre Poblador —amplias las orejas, pómulos marcados, boina calada, el torso erguido de quien sabe que ha hecho lo que tenía que hacer—, cumple la noble tarea de contarle a ella el mar. De todo esto, del mundo, hace años que ella no ve nada.

Aunque la vida no ha sido fácil desde que perdió la visión, cuando aún era joven, María intenta que al menos lo parezca. Por eso tiene sus propios métodos para reconocer lo que hay en Cauvaca, la huerta de Caspe en la que vive, allí donde Aragón y Cataluña se convierten en lo que son, se separan y a veces se funden como ocurre aquí con la arena y con el agua. María ha roto a la fuerza esa jerarquía de los sentidos en la que prevalece la vista. Las piedras clavadas en la tierra, que a otros sirven en el Bajo Ebro para avisar de la presencia de ganado infectado, María las utiliza para calcular distancias y también para medir el tiempo. A la mujer las piedras le dicen cosas y ella responde con sus gestos. Sabe, si extiende la mano, que junto a una piedra tiene simiente de col temprana. Junto a dos piedras, más tardana. Si busca entre los cajones de los que se sirve para entender el mundo, encuentra el mar en los ojos de sus vecinas Mercedes y Josefina, hija y madre. Solo ha visto los de Josefina. Pero Mercedes le ha contado, desde que era muy pequeña y pasaba por su puerta, en la senda que lleva del pueblo a la ermita de San Bartolomé, cómo son los suyos. Como el cielo y como el mar en un día soleado.

Sí puede María oler la maresía, esa mezcla de algas, sal y humedad que lo impregna todo en cada costa. Puede sentir la brisa que le sala y le seca la piel. Puede escuchar la agitación de las gaviotas y oír el rugido de las olas, que no es desmesurado en el Mediterráneo, pero para ella es como un mundo en construcción, con el estrépito de las grandes obras, y luego el silencio de lo recién hecho. Puede, si aguza el oído, distinguir los treinta sonidos de las olas. Diría la mar si hubiera nacido aquí, si este monstruo líquido, y no la tierra y el río, le proporcionara el alimento diario. Por ser mujer de ribera dice el mar y llama «padre» al río.

Antonio sujeta a María por el brazo y, con una firmeza que su cuerpo siente desde el codo hasta los pies, la acerca a la orilla de este mar que una vez fue tierra seca y se llenó de agua casi de golpe, como se llena un barreño. Uno inmenso que tardó alrededor de doscientos años, un instante para la geología, en colmarse. «Para que las olas le mojen los pies», se dice él. Con los pies en remojo, María siente primero el reencuentro con un origen atávico. Después el frío. Luego, bolsas de agua cálida que atrapan restos de sol le golpean los tobillos y el cuerpo pierde poco a poco la necesidad de agitarse.

Hay quienes prueban el agua para constatar que está salada la primera vez que se acercan al mar. Otros saltan y chapotean para comprobar que es posible tal cantidad de gotas juntas y sin que se les noten los remiendos. Algunos se quedan mudos por un rato, como mudo dicen que se quedó el ermitaño de Cauvaca desde que vio un lobo. María imagina los colores y la forma del mar. Antonio busca palabras. Está acostumbrado a llevar a María hasta el agua en Cauvaca para contarle el río cada vez que viene crecido y se traga parte de su huerta. Pero ¿cómo explicar lo que no se puede comprender ni abarcar con las palabras de un mundo pequeño, limitado, en el que el tiempo de las cerezas, el tiempo de la siega, el tiempo de la vendimia, el tiempo de la matancía y el tiempo de las aceitunas marcan un devenir que acepta pocas alteraciones?

Antonio le cuenta, quizás, el movimiento de las olas, que llegan hasta ellos con una fuerza que se desvanece hasta que se alejan, desaparecen y se convierten en espuma lenta, casi quieta, y el milagro de que la arena esté engullendo sus pies lentamente. Al fondo de esa fascinación compartida late una premonición que ninguno de los dos reconoce pero que está ahí, palpitante, como siempre están las premoniciones.

—El mar es como un río grande y sin paredes —dice Antonio a su mujer para ayudarle a entender lo que tiene delante—. Imagínate un río, pero sin árboles y sin nada enfrente. Hazte cuenta que es como un río, pero sin orilla. Todo agua.

A veces, no es el mar.

Es como a una se lo cuentan.

I EL JARDÍN DE LOS MELOCOTONEROS

DESPUÉS DEL DILUVIO

Aquello era la vida entera. Yo abría mi ventana y sentía los patos nuestros. Cuac, cuac, cuac. Sentía ruiseñores. Eso era una bendición.

Mercedes Sanz Gil, Caspe, abril de 2018

A espaldas de María, lejos del mar, había una huerta de unas cien almas y unas veinte torres dispersas en las que moraban los labradores. Allí las aguas del río Guadalope se fundían con las del Ebro, en una especie de concesión ancestral que tenía la forma de un bumerán. Era un valle con apenas alguna loma reseñable, eras y esparteras. Siempre olía a creosota porque los ribereños se movían por sus dos ríos en pontones que construían ellos mismos con palos de madera de sus olivos y al fondo desparramaban alquitrán para que no los engullera el agua. Cuando estaban parados, los pontones subían, bajaban, subían, bajaban, y había que atarlos con una cadena a un cerezo para que no se los tragara y los arrastrara el río.

Como en todo el valle del Ebro, allí chocaban los aires de dos mares lejanos, el Cantábrico y el Mediterráneo, y provocaban el cierzo que doblaba el romero y los juncos y el esparto. El cierzo a veces acariciaba, despeinaba o golpeaba a los labradores, pero sobre todo secaba la tierra y la vegetación. La huerta era un sitio destemplado, proclive a los cambios bruscos de temperatura y los campesinos tuvieron que pensar en árboles que requirieran menos agua. Plantaron cerezos, melocotoneros y albaricoqueros, y convirtieron los campos de Caspe en un mar de olivos que crecía cada vez que nacía un nieto.

Los que vivían allí llamaban al centro de su mundo Cauvaca. Aunque su nombre era Cabo de Vaca. Para los de Caspe, que era el pueblo al que la huerta pertenecía, eran cauvaqueros, pero ellos mismos se llamaban también cauvacanos. Igual que posee quien nombra, algunos se nombran a sí mismos para marcar límites y decir «esta soy, aquí estoy, esta seguiré siendo aunque me vaya». Porque nombrar no es otra cosa que salvarse.

Allí, donde el Guadalope desaparecía en las aguas del Ebro, se asentaron a lo largo de milenios hombres y mujeres de distintas costumbres y creencias y orígenes en un trasiego constante que fue dejando piedras talladas, huesos, tumbas, ermitas y tesoros legendarios. Un día de 1871 llegó un cierzo húmedo y el cielo se cubrió de nubes. Luego cayó una gran nevada en el norte de España y se levantó un viento cálido que derritió la nieve, arrastró esa agua y alimentó los ríos. El Ebro inundó todo cuanto estaba a su alrededor porque era suyo. El agua del Guadalope también subió hasta lugares en los que nadie la esperaba. Cuando las aguas volvieron a bajar, en uno de esos días de fin de siglo, uno de los campesinos de Cauvaca fue al pueblo a vender trigo. Puede que se llamara Martín o puede que no. Poco importa ya. Extendió la borraja más grande que pudo encontrar y sobre ella derramó el trigo que las mujeres del pueblo compraban para sus gallinas. Colocó al lado el almud y el doble y se sentó a esperar.

—Tiene algo en el pantalón —le advirtió un vecino.

Sacudió con aire flemático la pernera por la que subía una vida diminuta y, al no ver nada, dijo con cierto desdén y resaltando la insignificancia pero también la inocuidad de algunos seres vivos:

—Ah, sería una polilla. Eso es del trigo.

En esa leve sacudida sin más pretensión que la de espantar un ser diminuto, alguno de los vecinos vio el sino de su estirpe. En su mente resonó una palabra que le taladró la sesera, le llegó a la boca y se impuso irremediablemente: Polilla. Desde entonces y para siempre, el hombre cuyo nombre ya nadie recuerda sería Polilla. Lo serían sus hijos, sus nietos, los hijos de sus hijos y los nietos de sus nietos, en un esfuerzo inconsciente, como caído del cielo, por mantener viva la memoria de un hombre tan anónimo y mortal como cualquier otro. Eclipsado por el insecto, el hombre se quedó sin nombre.

Algún repartidor de apodos, puede que el mismo, vio que las manos de una mujer del pueblo se estremecían. Por obra y gracia del vecino, aquel temblor ligero y constante dio a la mujer el sobrenombre que habrían de llevar sus hijas, sus nietas, las hijas de sus hijas y las nietas de sus nietas: Bailaca. En sus genes iba el temblor antiguo y ahí se quedaría, dispuesto a resistir el paso del tiempo. Algunos años después, Martín Sanz, nieto de Polilla, y Josefina Gil, nieta de Bailaca, coincidieron en las fiestas del pueblo, se entendieron y decidieron casarse. Antonio, hermano del novio, y María, hermana de la novia, coincidieron en la boda, se entendieron y decidieron casarse. Dos hermanos y dos hermanas con el objetivo común de llenar la huerta de Cauvaca de niños con idénticos apellidos que nadie allí recordaría.