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Una nueva era glaciar se extiende por el mundo congelándolo todo a su paso y provocando guerras y migraciones masivas donde aún no ha sumido la vida en su silencio helado. Avanzando a contracorriente de la muchedumbre que huye desesperadamente de la muerte, un hombre busca a la mujer que ama, una joven pálida de cabello plateado, para ponerla a salvo. Pero ella, delicada, asustadiza y desconfiada, siempre se escabulle de él, convirtiendo la búsqueda en persecución. Publicada en 1967, Hielo, la misteriosa e inclasificable obra maestra de Anna Kavan, crea un mundo apocalíptico, oscuro, angustioso y alegórico. Más allá de todas las interpretaciones psicológicas, medioambientales y feministas que se le han atribuido, esta novela es un viaje al mundo devastado y al asedio constante de la depresión y la adicción a la heroína que la misma autora sufría cuando la escribió.
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Seitenzahl: 282
Veröffentlichungsjahr: 2021
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LA AUTORA
Anna Kavan nació en 1901, en Cannes, Francia, con el nombre de Helen Emily Woods. Hija única de un matrimonio adinerado, creció viajando entre Europa y Estados Unidos hasta el suicidio de su padre, que la marcó profundamente; fue el primer hecho fatídico de una vida plagada de sufrimiento y asediada por la depresión y las adicciones. Su madre se negó a que estudiara en Oxford, tal y como ella le pedía, y la forzó a casarse con Donald Ferguson, quien había sido su propio amante. Este infeliz matrimonio quedó retratado en su novela Let me alone (1930). Kavan se casó y se divorció dos veces, perdió a su hijo en la Segunda Guerra Mundial, trató de suicidarse en tres ocasiones y pasó largas temporadas encerrada en hospitales psiquiátricos de Suiza e Inglaterra, de los que sacó el doloroso material con el que escribió los relatos que componen El descenso (Navona, 2019). Este fue el primer libro que firmó como Anna Kavan (seudónimo que acabaría asumiendo legalmente); en él aparece por primera vez la atmósfera opresiva y la paranoica figura del perseguidor que llevará a su culminación en hielo (1967), considerada su obra maestra y con la que obtuvo popularidad a sus sesenta y seis años. El año siguiente a la publicación de hielo, Anna Kavan murió sola en su casa de un ataque de corazón. Según la policía, en aquella casa había «suficiente heroína para matar a toda la calle».
LA TRADUCTORA
Ainize Salaberri, nacida en Bilbao, se licenció en Filología Inglesa en la Universidad de Deusto. En 2010 creó la revista literaria Granite & Rainbow, y en 2016 comenzó su andadura como traductora. Ha trabajado como lectora editorial, correctora, biógrafa y profesora. Ha colaborado, además, con distintos medios escribiendo reseñas y artículos literarios. Ha traducido a Virginia Woolf, Linda Gray Sexton, Robert Gottlieb, Lawrence Osborne y Anna Kavan, y actualmente está traduciendo las cartas de Sylvia Plath.
EL PROLOGUISTA
José Carlos Rodrigo Breto nació en Madrid en el año 1967. Es doctor en Estudios Literarios, licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Periodismo, máster en Literatura Española e Hispanoamericana, y ha dedicado toda su vida a la literatura centrándose en tres aspectos: el estudio, la enseñanza y la creación. Imparte talleres de escritura creativa, dirige grupos de lectura, escribe crítica literaria y tiene ocho libros publicados. Es autor de novelas como El vaso canope (El Tercer Nombre, 2006), Kafkarama (El Tercer Nombre, 2008) o Casillero del diablo (Xorki, 2012). Además, y producto de su tesis doctoral, escribió el ensayo Ismaíl Kadaré: la gran estratagema (Ediciones del Subsuelo, 2018). Destaca su actividad en Instagram a través de su cuenta Literatura instantánea, donde habla de literatura, libros, escritores, recursos para autores que empiezan, consejos y reflexiones en el escueto patrón de los cincuenta y nueve segundos que permite esta red social para un vídeo. Su última novela es Ficción gramatical (Ediciones del Subsuelo, 2020).
HIELO
Primera edición: octubre de 2021
Título original: Ice
© Anna Kavan 1967, © Estate of Anna Kavan and Peter Owen Ltd 1968
© de la traducción: Ainize Salaberri
© del prólogo: José Carlos Rodrigo
© de la nota del editor: Jan Arimany
© de esta edición:
Trotalibros Editorial
C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª
AD500 Andorra la Vella, Andorra
www.trotalibros.com
ISBN: 978-99920-76-13-2
Depósito legal: AND.255-2021
Maquetación y diseño interior: Klapp
Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz
Diseño de la colección y cubierta: Klapp
Impresión y encuadernación: Liberdúplex
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
ANNA KAVAN
HIELO
TRADUCCIÓN DE AINIZE SALABERRI
PITEAS · 7
ANNA KAVAN O LA VENGANZA DE GAYA
Este prólogo empieza en la ciudad de Salto, Uruguay, un trágico día de primeros de marzo de 1879. Quizás sorprenda que sea en un lugar tan opuesto al imaginario que despliega Anna Kavan en hielo, pero es que uno de los pilares de la literatura es la sorpresa. La escena se completa con un padre, una madre, un hijo, una barca… y una escopeta.
El padre de Horacio Quiroga (ese niño será el futuro rey del cuento uruguayo) regresa de una jornada de caza y desciende de una barca. La madre aguarda en la orilla con el pequeño Horacio en brazos, tiene dos meses y medio; el hombre pone un pie en tierra, se engancha con la escopeta, se le dispara y muere en el acto; la madre, conmocionada, deja caer al bebé contra el suelo. Este suceso lleva a los críticos freudianos a interpretar toda la obra de Quiroga desde aquí, para justificar la pulsión mortal que encontramos en sus formidables relatos.
Ahora viajamos a Devon, suroeste de Inglaterra, un 27 de octubre de 1962, es el trigésimo cumpleaños de la poeta Sylvia Plath; es el momento en el que escribe una de sus composiciones más memorables, Ariel. La crítica sabía que La tempestad, de Shakespeare, le gustaba mucho a Sylvia desde que la leyó en su época escolar; a partir de ahí, a menudo se analizó el poema a la sombra del bardo de Avon, pero la verdad es que Ariel era el caballo favorito de la poeta.
Retrocedamos a un instante a entre 1304 y 1308, ¿por qué no?, y pensemos en un Dante que pasa una noche de pesadillas, digamos, infernales por culpa de una indigesta cena, por ejemplo. De este modo, podríamos interpretar la obra llamada a cambiar el pensamiento occidental, desde una perspectiva gastronómica, tal y como algunos afirman del irlandés Bram Stoker, que, el 7 de marzo de 1890, tras disfrutar de una copiosa cena a base de cangrejos (un dato crucial: aliñados con vigor), no pudo conciliar un sueño tranquilo. Se vio asaltado por unas horribles pesadillas que dieron lugar a Drácula. No, no fue el minucioso trabajo de documentación llevado a cabo durante siete años en la Biblioteca de Londres. Me niego a pensar que debemos la creación del personaje de terror moderno más importante a la voracidad de un Carpanta tragaldabas ahíto de crustáceos picantes. Con la sed que tiene que dar eso…
Estos ejemplos, entre otros muchos, son la muestra de lo que sucede al aplicar sin control la plantilla biográfica, algo por lo que ya abogaba el crítico literario francés Charles Augustin Sainte-Beuve, una crítica literaria basada en la vida del escritor. Horrorizó tanto a Marcel Proust que lo refutó en su ensayo Contra Sainte-Beuve, publicado de forma póstuma en 1954.
Ahora viajemos a Londres, un fatídico 5 de diciembre de 1968. Anna Kavan se ha vestido para acudir a una cita importante con una reputada escritora, Anaïs Nin. Nervios, quizás, o cualquier otro motivo, la llevan a suministrarse un último impulso de heroína antes de salir de casa. Con la aguja hipodérmica preparada en las manos, jamás llegará a su doble cita: ni con la droga ni con Anaïs Nin. Un infarto súbito termina con la autora de hielo.
En 1966, Kavan presentó el manuscrito de The Cold World al peculiar editor Peter Owen, pero este se lo rechazó. Aquello llevó a que la autora puliera el texto, del que brotaron dos novelas, hielo y la póstuma Mercury, que comparte muchas similitudes con nuestra novela. La historia de la recepción crítica de la novela tiene dos fases: una primera antes de conocerse las adicciones de la autora, y otra muy distinta tras ese infarto con la jeringuilla en la mano.
La crítica saludó la publicación de hielo en 1967 como un soberbio libro de ciencia ficción, incluso algún experto la consideró la mejor novela del año dentro de ese género. La autora se sorprendió de que la encasillaran en ese campo, más de acuerdo con otras afirmaciones que definían hielo como una mezcla entre Kafka y Los vengadores (no los de Marvel, sino los de la serie de televisión británica de los sesenta, con el inolvidable Patrick Macnee).
En esa línea, hielo podía leerse como novela apocalíptica ubicada en un mundo posatómico. Toda obra es producto de su tiempo y hielo no es ajena a la máxima: escrita en plena Guerra Fría, con el regusto de la crisis de los misiles cubanos de 1961 que puso al mundo de rodillas ante una más que posible debacle nuclear. Motivos más que suficientes para que el libro experimentase un éxito literario que cristalizó en un acuerdo de publicación en Estados Unidos, algo que la autora no llegó a presenciar por culpa de ese instante de jeringuilla e infarto.
Y maldito instante, porque provocó un efecto dominó que llevó a una reinterpretación de la obra de Anna Kavan, y de hielo, desde otra perspectiva, una nueva lectura que borró gran parte de la crítica anterior. Ya lo afirmé más arriba: Anna Kavan antes y después de la drogadicción, o antes y después de la sobredosis, que para muchos eso fue el infarto. Vía libre para comprender hielo como una imagen metafórica, o más bien simbólica, del mundo de las drogas, de los efectos de la heroína en el que estaba sumida y, si apuramos el biografismo, incluso de las alteraciones psiquiátricas de una esquizofrénica… Ya puestos, entreguemos el paquete completo.
Sin embargo, lo cierto es que Anna Kavan no falleció de sobredosis, ni se suicidó —algo que ya intentó antes en seis ocasiones—. Son detalles mínimos que a veces importan poco a la crítica, esas minucias daban igual a quienes aplicaban el rodillo de la interpretación biográfica que lo trituró todo: hola, posmodernidad; hola, perdedores y friquis del mundo; hola, letraheridos: desde ahora seré vuestra escritora maldita, cuya vida truncaron las drogas en el momento del fugaz despegue en dirección a la gloria literaria. Nada puede resultar más adorable para un crítico que se precie de serlo, ni para un lector de culto que necesite un autor de referencia acunado en el malditismo.
Sí, es cierto que hielo puede interpretarse desde ahí, y de forma muy válida si se atiende también a lo narrativo: el hielo es como una recreación del avance despiadado de la muerte, el mundo congelado es el gélido ardor de la heroína que galopa por las venas…, y la desolación, tanta violencia y soledad, los problemas mentales, el desequilibrio. El problema radicó en que los mixtificadores se apresuraron a construir un personaje de un personaje. Porque Anna Kavan no era Anna Kavan…, era Helen Emily Woods, de casada Helen Ferguson, autora de novelas realistas. Para sí misma, tomó el nombre de una de las protagonistas: Anna Kavan, de Let me alone, y de su segunda parte, A stranger still. Así que bye, bye a Helen Woods, adieu, más propio, porque la escritora era nacida en Cannes; welcome miss Kavan.
Y ahora Kavan acababa de convertirse para algunos chiringuitos literarios en una dama drogadicta, solitaria y decadente, casi una chiflada, o sin el casi, ideas que cubrían su obra con ese aceitoso manto interpretativo. Que empiece el festival: ¿onirismo en hielo?, un reflejo de los síndromes de abstinencia. ¿El mundo en destrucción?, la vida de Anna Kavan arrasada por las drogas. ¿Los personajes de la novela?, encarnaciones de la heroína, cuya relación de amor y odio destruyó a la autora, no podía vivir sin ella, pero seguir con la droga la mataba. Ya podemos empezar una tesis doctoral. Y bien encaminada, cierto, pero hielo no es solo eso…
hielo es mucho más. En este prólogo, quiero hablar de una forma diferente de leer el libro que no invalida el reflejo de las filtraciones autoriales de Anna Kavan, pero que demuestra que se puede realizar una lectura inmanente del texto (es decir, ajena a la biografía de la autora, y así la novela es una magnífica distopía). Porque todo en hielo, desde la perspectiva biográfica, es reflejo de la vida interior de Anna Kavan, pero… ¿y si intentamos algo diferente? Yo diría: ¿y si intentamos lo contrario? El trabajo del novelista consiste en crear mundos, no adaptar los externos para que se acoplen a sus universos internos. Esto último parece más una tarea del crítico moderno, eterno sabueso a la búsqueda de piezas biográficas que doten de sentido a textos tan complejos como hielo.
La construcción del mundo de un novelista es algo oscuro. Ser reduccionista y afirmar que hielo solo es la droga, la heroína, incluso el desequilibrio mental de la autora, no es erróneo, pero se queda corto para el complicado esfuerzo narrativo y de imaginario trabajado en el libro. Si nos quedamos únicamente con lo primero, retornaremos a finales del siglo xviii y principios del xix, los siglos de la llamada falacia patética, la metáfora de la naturaleza física, la idea narrativa de que afuera llueve a cántaros si mi corazón se aflige, o el día es soleado si triunfa el amor, algo muy del romanticismo alemán, idea exacerbada en el Werther, de Goethe. Voy hasta arriba de drogas, estoy de la olla: hielo, montones de hielo, violencia y destrucción.
Conocí a Anna Kavan gracias a la publicación de su novela El descenso, publicada por Navona y también traducida por Ainize Salaberri; digo bien novela y no libro de relatos, pues componen un todo argumental. Soy un fiel inmanentista, es decir, creo que el texto se debe analizar desde el texto, que se defiende por sí solo, y al final del trabajo, entonces, podemos recurrir a los aspectos biográficos que pueden aportar algún rayito de luz, pero nunca debemos mediatizar la interpretación crítica con el decurso biográfico.
Pues bien, en el caso de la monumental El descenso está muy claro que existe una filtración de los problemas psiquiátricos de la autora, de sus estancias en sanatorios, y como tal hay que entenderla. La inmanencia textual se enriquece con el aporte biográfico, y así he afrontado los numerosos talleres de interpretación que he realizado de El descenso. Primero el texto, luego la vida…, si procede. Sin embargo, en el caso de hielo, no lo creo necesario, aunque también pueda ser válido si se realiza un estudio controlado, equilibrado.
Ya lo afirma el estudioso y teórico checo Lubomír Doležel en su trabajo Heterocósmica: ficción y mundos posibles, de 1997. La literatura se caracteriza por organizar discursos que potencian realidades que no son verdaderas, se manejan principios distintos a nuestra naturaleza. Es decir, el escritor crea un mundo narrativo que pone en pie, no es un mundo proyectivo, es un cosmos inventivo. Intuyo que así debemos entender hielo.
Debemos entenderlo como la venganza de Pangea o la sublimación de la hipótesis Gaya: la tierra, hartita de nosotros, opta por defenderse, es decir, por destruirnos antes de que la eliminemos. Eso dotaría al planeta de una conciencia global, al estilo de ese océano de pensamiento que es el planeta Solaris en la novela del polaco Stanisław Lem. Y esta idea convierte a hielo en lo que es, ¿en una obra de ciencia ficción? No del todo, mejor en una obra de climate ficción, es decir, Cli-Fy, subgénero dentro de la novela distópica, con toques de novela psicológica.
En esta novela gruyer, repleta de agujeros que debe completar o inventarse el lector, de ahí su complejidad, evolucionan tres personajes, solo uno de ellos con nombre, el custodio, que mantienen un extraño triángulo sentimental. El custodio es una figura primordial en toda novela distópica, es el tirano, el gran hermano, el poder totalitario que ha convertido la utopía en distopía. Y representa, algo de soslayo, un elemento del terror romántico, la figura del doble o gemelo maligno, el doppelgänger, a través de la extraña relación que se establece entre el narrador protagonista y el propio custodio.
Y en el centro, la mujer como mercancía, objeto de posesión, es el planeta Tierra que despedazan los hombres. El hielo opera en dos niveles: como una amenaza totalitaria en todo el planeta, es el destino autodestructivo de nuestra raza humana; pero también es la venganza de una naturaleza que contraataca y se defiende.
Facundo, escrito en 1845 por el argentino Domingo Faustino Sarmiento, analiza la evolución de Sudamérica. El autor explora la dicotomía entre la civilización y la barbarie. La civilización se manifiesta en Europa, Norteamérica…, la barbarie se identifica con América Latina, España, Asia, Oriente Medio, lo selvático…
Esta aproximación resulta muy útil para entender la novela de Anna Kavan: el hielo representa la barbarie humana, mientras la presencia obsesiva de los indris —un tipo de lémur— en los pensamientos del protagonista hace referencia a la sociedad estable, estratificada y pacífica, es decir, lo civilizado. Que lo civilizado no se encuentre en lo humano y sí en lo selvático, esa inversión al planteamiento de Facundo, es una conclusión habitual de la dicotomía civilización/barbarie, y aboga por el regreso a un orden natural que ha corrompido el hombre moderno.
Además, resulta interesante el tratamiento del hielo en Kavan si lo comparamos con la manera en que el autor noruego Tarjei Vesaas lo trabaja en otro libro publicado por Trotalibros Editorial, El palacio de hielo, donde se asocia al final de la infancia y a la pérdida de la inocencia. En Vesaas, el hielo forma catedrales inhumanas que parecen atraer a sus víctimas, es como una tela de araña que además se comunica con el entorno y las personas.
En Kavan, el concepto arquitectónico catedralicio del hielo de Vesaas se cambia por la sobriedad totalitaria de un muro enorme, inmenso, que todo lo arrasa. Este hielo global se contrapone al hielo individual de la novela del noruego. El hielo de Kavan es incomunicación, destrucción, venganza. El hielo de Vesaas es el componente aterrador de los cuentos infantiles, un cuento que en Kavan se ha vuelto real y letal. El hielo de Vesaas asusta por lo que podría llegar a ser, por el significado de pavor que alberga con tan solo pensar en él; en Kavan aterra por lo que es, por lo que significa, no es la amenaza oculta en el rincón de la mente y el corazón, es la realidad asesina y concreta. Mientras en Vesaas el hielo construye catedrales coloridas, en Kavan crea tumbas monocromas. Sería muy interesante establecer una comparación profunda entre ambos, pero esa idea excede de las intenciones de este prólogo que ya termina. Leedlos y sacad conclusiones. Merece la pena.
Así pues, en la novela de Kavan, ¿estamos ante un hielo real o es una imagen de otra cosa? Queda en tus manos, lector; decide si el hielo en Kavan es triunfo o derrota, y, en ese caso, quiénes ganan o pierden ante su avance.
En cualquier caso, con la lectura de hielo, una novela adelantada a su tiempo en muchos aspectos, somos nosotros los que ganamos. No me cabe duda.
José Carlos Rodrigo
Torrelodones, agosto de 2021
UNO
Me había perdido y ya estaba anocheciendo; llevaba horas conduciendo y apenas me quedaba gasolina.Me horrorizaba la idea de quedarme tirado en aquellas colinas solitarias, en la oscuridad, así que me alegró ver una señal que me condujo hasta un taller. Cuando bajé la ventanilla para hablar con el encargado, hacía tanto frío fuera que me subí el cuello de la chaqueta. Empezó a hablar del tiempo mientras me llenaba el depósito. «Nunca ha hecho tanto frío en este mes. Según las predicciones, habrá una helada tremenda». Me he pasado la mayor parte de mi vida en el extranjero, como soldado o explorando zonas remotas. Pero, aunque acababa de llegar de los trópicos y las heladas apenas significaban algo para mí, me sorprendió el tono amenazante de sus palabras. Ansioso por continuar mi viaje, le pregunté cómo llegar al pueblo al que me dirigía. «Nunca lo encontrarás con esta oscuridad; está apartado del camino. Cuando están heladas, estas colinas son peligrosas». Parecía insinuar que solo un tonto continuaría conduciendo en tales condiciones, cosa que me molestó bastante. Así pues, interrumpí sus confusas explicaciones, le pagué y me marché, ignorando su última advertencia: «¡Ten cuidado con el hielo!».
Había oscurecido bastante y al rato estaba más irremediablemente perdido que nunca. Sabía que tendría que haberle hecho caso a ese tipo, pero al mismo tiempo deseaba no haber hablado con él. Por alguna razón que ignoraba, sus palabras me habían intranquilizado; parecían un mal presagio para la expedición y empecé a arrepentirme de haberla emprendido.
Nunca estuve convencido respecto al viaje. Había llegado el día anterior y sentía que, en vez ir a visitar a unos amigos en el campo, tendría que estar haciendo gestiones en la ciudad. Ni siquiera yo entendía esa compulsión por ver a esa chica que había ocupado mis pensamientos el tiempo que había pasado fuera. Aunque no había vuelto por ella: había vuelto para comprobar qué había de cierto en los rumores que aseguraban que aquella parte del mundo estaba amenazada por una catástrofe inminente. Sin embargo, en cuanto llegué, la chica se convirtió en una obsesión; no podía dejar de pensar en ella, debía verla de inmediato, no importaba nada más. Por supuesto, me daba cuenta de que mi comportamiento era completamente irracional. También lo era aquel desasosiego que me poseía: no podía pasarme nada malo en mi propio país, pero cuanto más conducía, más ansioso me sentía.
La realidad siempre me ha resultado un tanto desconocida. Y había momentos en los que esto me resultaba inquietante. Ya había visitado antes a la chica y a su marido, y guardaba un recuerdo vívido de la campiña tranquila y próspera que rodeaba su casa. Pero ese recuerdo, a medida que avanzaba por la carretera sin cruzarme con nadie, sin dar con un pueblo, sin ver luces por ninguna parte, había comenzado a desvanecerse rápidamente, perdiendo veracidad, volviéndose cada vez más irreal y confuso. El cielo estaba más y más negro por culpa de los setos desatendidos que sobresalían y destacaban frente a él; cuando de vez en cuando los faros delanteros dejaban entrever edificios a los lados de la carretera, también eran negros, parecían deshabitados y estaban en un estado semirruinoso. Era como si durante mi ausencia todo el distrito hubiese quedado arrasado.
Me pregunté si la encontraría en medio de aquel caos. No parecía que desde que el desastre, fuera el que fuera, había destruido los pueblos y las granjas, pudiese existir vida civilizada alguna. Hasta donde podía ver, no se había hecho ningún esfuerzo por restaurar la normalidad. Ninguna reconstrucción o trabajo en la tierra; en los campos no había animal alguno. La carretera necesitaba arreglos urgentemente: las cunetas, bajo los descuidados setos, estaban obstruidas con maleza y parecía que toda la región había sido abandonada.
Sobre el parabrisas cayeron un puñado de piedritas blancas, lo que me hizo dar un salto. Me costó reconocer el fenómeno porque hacía mucho tiempo que no pasaba el invierno en el norte. El granizo se convirtió rápidamente en nieve, lo que disminuyó la visibilidad e hizo que conducir fuese más difícil. Hacía un frío de mil demonios, y eso aumentaba mi desasosiego. El hombre del taller había dicho que aquel frío era impropio de la época, y yo mismo pensaba que era demasiado pronto para el hielo y la nieve. Mi ansiedad se intensificó tanto que quise dar la vuelta y regresar al pueblo, pero la carretera era demasiado estrecha, por lo que me vi abocado a seguir las interminables y serpenteantes subidas y bajadas por la inerte oscuridad de la colina. El terreno empeoró y se volvió más empinado y resbaladizo. Aquel frío, al que no estaba acostumbrado, hacía que tuviera que mirar fijamente el exterior y forzar la vista para evitar las zonas heladas en las que el coche derrapaba sin control, lo que hizo que me empezara a doler la cabeza. Cuando, de tanto en tanto, los faros sobrevolaban las ruinas que había a los lados de la carretera, la visión, por breve que fuera, no dejaba de sorprenderme, aunque desapareciese antes de poder estar seguro de lo que había visto.
Una blancura fantasmal comenzó a florecer entre los setos. Pasé por un desfiladero y miré a través. Por un instante, las luces delanteras reflejaron como un faro el cuerpo desnudo de la chica; un cuerpo liviano, como el de una niña, un blanco marfil contra el blanco muerto de la nieve. Su pelo era brillante, como fibras de vidrio. No estaba mirando en mi dirección. Quieta, mantenía los ojos fijos en las paredes que se movían lentamente hacia ella, un círculo de hielo sólido cristalino y brillante en el que ella era el centro. De los lejanos acantilados de hielo que había por encima de su cabeza, llegaron destellos cegadores; por abajo, los flecos más remotos de hielo ya la habían alcanzado, la habían inmovilizado y se habían endurecido sobre sus pies y tobillos como cemento. Vi que el hielo trepaba más y más, cubriendo sus rodillas y muslos; vi su boca abierta, un agujero negro en un rostro blanco, y escuché su grito, suave y agónico. No me dio ninguna pena. Más bien al contrario, sentí un placer indescriptible al verla sufrir. Rechacé mi propia brutalidad, pero ahí estaba. Tenía mis razones, aunque no eran atenuantes.
Hubo un tiempo en el que me había enamorado completamente y había querido casarme con ella. Irónicamente, mi objetivo era protegerla de la brutalidad del mundo, que parecía ser un imán para su timidez y su fragilidad. Era extremadamente sensible, estaba más que condicionada, le asustaba la gente y la vida; su madre, una sádica, la había traumatizado; la había sometido terriblemente. Lo primero que tuve que hacer fue ganarme su confianza. Así pues, fui amable con ella y procuré contener mis sentimientos. Estaba tan delgada que, cuando bailábamos, temía hacerle daño si la agarraba fuerte. Sus huesos, que sobresalían y parecían quebradizos como los miembros de una muñeca, me fascinaban. Su pelo era de un increíble blanco plateado, albino, que resplandecía como la luz de la luna, como un vaso veneciano iluminado con su luz. La trataba como si fuera de cristal; había momentos en los que apenas parecía real. Poco a poco fue perdiéndome el miedo. Mostraba un afecto infantil, pero se mantenía tímida y esquiva. Pensé que le había demostrado que podía confiar en mí y que no me importaba esperar. Parecía estar a punto de aceptarme, aunque la inmadurez hacía que fuese complicado evaluar la sinceridad de sus sentimientos. Su afecto, quizás no fuese del todo falso, pese a que de repente me había abandonado por el hombre con el que ahora estaba casada.
Todo eso era agua pasada, aunque las consecuencias de aquella traumática experiencia aún se reflejaban en el insomnio y en los dolores que padecía. Los medicamentos que me habían recetado hacían que sufriera pesadillas en las que la chica siempre aparecía como una víctima indefensa, en las que su cuerpo estaba fracturado y amoratado. Pero las pesadillas no se limitaban únicamente al sueño, y uno de los más deplorables efectos secundarios era el modo en el que acabé disfrutando de ellos.
La visibilidad había mejorado. La noche no era, ni por asomo, menos oscura, pero había dejado de nevar. Pude ver los restos de un fuerte en lo alto de una pronunciada ladera. No quedaba mucho más que la torre, que había sido destruida, y los agujeros vacíos de las ventanas eran como bocas abiertas y negras. El lugar me resultaba vagamente familiar, una distorsión de algo que no alcanzaba a recordar del todo. Creí reconocerlo, como si lo hubiera visto antes; sin embargo, como solo había estado allí en verano, cuando todo era bastante diferente, no podía estar seguro.
En aquel momento, cuando acepté la invitación del hombre, sospeché que tenía un motivo oculto. Era pintor, no uno profesional sino un aficionado, una de esas personas que parece tener siempre mucho dinero sin dar un palo al agua. Tenía una fuente de ingresos desconocida, pero siempre sospeché que no era lo que fingía ser. Me sorprendió la calidez con la que me recibió, no podría haber sido más amable. De todas formas, me puse en guardia.
La chica apenas habló, se quedó a su lado, mirándome de soslayo con aquellos grandes ojos a través de sus largas pestañas. Su presencia me afectó mucho, aunque apenas entendía de qué modo. Me resultó difícil hablar con ellos. La casa estaba en medio de un bosque de hayas. Vivían rodeados por tantos árboles que parecía que estuviéramos en las copas, en mitad de olas de denso follaje verde que se expandían detrás de cada ventana. Recordé una casi extinta raza de grandes lémures cantarines, conocidos como los indris, que viven en los árboles de los bosques tropicales de una isla remota. El comportamiento amable y afectuoso, y las voces melodiosas de estas criaturas cuasi legendarias, me habían impresionado mucho, y empecé a hablar de ellos; aquella fascinación hizo que me olvidara de mí mismo. A él pareció interesarle lo que decía. Ella no dijo nada y nos dejó para ocuparse de la comida. En cuanto se fue, la conversación fluyó más fácilmente.
Estábamos a mediados de verano, hacía mucho calor; en el exterior, las hojas susurrantes creaban una música placentera y fresca. El hombre siguió mostrándose amable. Parecía que lo había juzgado mal y empecé a avergonzarme de mis sospechas. Me dijo que le alegraba que hubiese ido y empezó a hablar de la chica: «Es tremendamente tímida y nerviosa, le viene bien ver a alguien del mundo exterior. Aquí está muy sola». No pude evitar preguntarme cuánto sabía él de mí, qué le había contado ella. Seguir a la defensiva parecía bastante absurdo; aun así, me mantuve reservado al hablar de ella.
Me quedé con ellos unos cuantos días. Ella se mantuvo lejos de mí. No la vi a menos que él también estuviera presente. Seguía haciendo mucho calor. La chica llevaba vestidos cortos, finos, muy simples, que dejaban sus hombros y sus brazos al aire; no llevaba calcetines y utilizaba sandalias de niña. Su pelo resplandecía al sol. Sabía que no iba a ser capaz de olvidar su imagen. Percibí un cambio notable en ella, una mayor confianza. Sonreía más a menudo; incluso en una ocasión la oí cantar en el jardín. Cuando el hombre la llamaba, ella acudía corriendo. Fue la primera vez que la vi feliz. Solo mostraba cierta reserva cuando tenía que hablar conmigo. Hacia el final de mi estancia, el hombre me preguntó si había hablado a solas con ella en algún momento. Le respondí que no. Me dijo: «Habla con ella antes de irte. Le preocupa el pasado, teme haberte hecho infeliz». Así que él lo sabía. Supuse que ella se lo habría contado todo. No había mucho que contar, desde luego. Pero no iba a hablar con ese tipo de lo que había ocurrido, por lo que fui un poco evasivo; él cambió de tema con delicadeza, aunque después lo retomó: «Me gustaría que la tranquilizaras al respecto. Voy a intentar que os quedéis a solas para que podáis hablar». No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, pues el siguiente sería mi último día allí. Me marchaba a última hora de la tarde.
Aquella mañana fue la más calurosa de todas las que pasé en ese lugar. En el aire se percibía la tormenta. El calor resultaba opresivo incluso a la hora del desayuno. Para mi sorpresa, propusieron salir. No podía marcharme sin haber visto uno de los lugares más bonitos de la zona. Hablaron de una colina desde la que había unas famosas vistas; de hecho, había oído hablar de ellas. Cuando dije que me tenía que marchar pronto, me respondieron que en coche se llegaba rápido y que tendríamos tiempo de sobra para volver y para que pudiera hacer la maleta. Estaban decididos a ir, así que no puse más pegas.
Preparamos un pícnic para comer cerca de las ruinas de un antiguo fuerte construido en un periodo remoto en el que las gentes del lugar temían una invasión. La carretera se adentraba completamente en el bosque. Dejamos el coche y continuamos a pie. En el calor cada vez más abrasador, me negué a acelerar el paso y me quedé atrás. Cuando vi el final de la hilera de árboles, me senté en la sombra. Él volvió y me levantó: «¡Vamos! Ya verás: la subida merece la pena». Su entusiasmo me animó a afrontar una pronunciada y soleada cuesta hasta la cima, desde donde pude admirar las vistas. Pero él seguía insatisfecho e insistía en que debía admirarlas desde lo alto de las ruinas. Estaba raro, excitado y casi febril. Le seguí entre una polvorienta oscuridad, por unas escaleras en el muro de la torre cuya forma inmensa bloqueaba la luz del exterior; no podía ver nada y si hubiera faltado algún escalón podría haberme roto el cuello. En lo alto de la torre no había ningún parapeto. Estábamos sobre montones de escombros, no había nada entre nosotros y el vacío. El hombre agitó su brazo, señalando diversos lugares en el vasto paisaje. «Esta torre ha sido un punto de referencia durante siglos. Desde aquí puedes ver toda la cordillera. El mar está por allí. Aquel es el capitel de la catedral. La línea azul que ves más allá es el estuario».
Me interesaban los detalles más cercanos: las pilas de piedras, las bobinas de alambre, los bloques de cemento y otros materiales preparados para lidiar con la emergencia. Con la esperanza de ver algo más que me hiciera comprender cómo era la amenaza que había previsto aquella gente, me acerqué más al borde, miré hacia abajo y contemplé la caída desprotegida que había a mis pies.
«¡Cuidado! —me advirtió él, riéndose—. Es fácil resbalarse o perder el equilibrio en esta zona. Siempre he pensado que es el lugar perfecto para un asesinato». Su risa sonó tan extraña que me giré a mirarlo. Se acercó y me dijo: «Imagínate que te empujo un poco, así…». Di un paso atrás justo a tiempo, pero perdí el equilibrio, tropecé y me tambaleé sobre un saliente derruido y precario. Se me quedó grabada su cara sonriente, tenebrosa contra el ardiente cielo. «Esa caída hubiera sido un accidente, ¿no? No hay testigos. Solo mi relato de lo ocurrido. Mira qué inestable eres. Parece que te afectan las alturas». Cuando volvimos a descender, estaba sudando y tenía la ropa cubierta de polvo.
La chica había dispuesto la comida sobre la hierba, bajo la sombra de un viejo nogal. Habló poco, como era habitual. No me dio pena marcharme; había demasiada tensión en el ambiente y tenerla tan cerca me perturbaba. No podía dejar de mirarla de soslayo mientras comíamos; su pelo resplandeciente y plateado, su pálida piel, casi transparente; los huesos de sus muñecas, prominentes y quebradizos. Su marido ya no estaba eufórico; se le notaba un tanto taciturno. Cogió un cuaderno de bocetos y se alejó de nosotros. No entendía sus cambios de humor. En la distancia, asomaron unos nubarrones; podía sentir la humedad flotando en el aire y sabía que pronto caería una tormenta. Tenía la chaqueta junto a mí, sobre la hierba; la doblé para convertirla en un cojín, la apoyé en el tronco del árbol y apoyé la cabeza en ella. La chica estaba totalmente tumbada sobre la hierba, justo delante de mí; tenía las manos sobre la frente para proteger su cara del resplandor. Se quedó quieta, sin hablar; sus brazos, levantados, mostraron la rugosidad y la oscuridad de sus axilas depiladas en las que brillaban como escarcha pequeñas gotas de sudor. Su fino vestido dejaba entrever las ligeras curvas de su cuerpo de niña. Pude comprobar que no llevaba nada debajo.