Hijo de la venganza - Jennie Lucas - E-Book

Hijo de la venganza E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Voy a ser capaz de hacerte gemir de placer… Si me equivoco, te pagaré diez millones de dólares. Kassius Black se había alzado sobre las cenizas de su terrible niñez alentado por la necesidad de vengarse de un padre que lo había abandonado. Prácticamente todos los bienes de su padre ya eran suyos, y solo le faltaba presentarse ante él con un heredero al que jamás permitiría que conociese. Laney Henry, una mujer pura en cuerpo y alma, era la candidata perfecta para casarse con Kassius y ser la mujer de su hijo. Así que este le daría un ultimátum seguro de que no tenía nada que perder… ¿O sí?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Jennie Lucas

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hijo de la venganza, n.º 2546 - mayo 2017

Título original: Baby of His Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9720-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Debería despedirte inmediatamente –la reprendió su jefa–. Cualquiera querría tener tu trabajo, ¡cualquiera sería menos tonto!

–Lo siento.

A Laney May Henry se le llenaron los ojos de lágrimas al ver el café caliente en el abrigo de piel blanco de su jefa, que estaba apoyado en el respaldo de una silla. Se inclinó hacia delante e intentó desesperadamente limpiar la marcha con el dobladillo de su falda de algodón.

–No ha sido…

–¿El qué no ha sido? –inquirió su jefa, una condesa nacida en Estados Unidos que se había casado y divorciado cuatro veces–. ¿Qué pretendes decir?

«Que no ha sido culpa mía», pensó Laney, pero respiró hondo. No merecía la pena explicarle que su amiga le había puesto la zancadilla para que tropezase. No merecía la pena explicarlo porque su jefa había visto lo que había ocurrido y se había reído de ella con su amiga al verla tropezar. Para su jefa había sido divertido, hasta que había visto la mancha del abrigo de piel.

–¿Y bien? –preguntó Mimi du Plessis, condesa de Fourcil–. Estoy esperando.

Laney bajó la mirada.

–Lo siento, señora condesa.

Su jefa se giró hacia su amiga, que iba vestida de la cabeza a los pies de Dolce & Gabbana y estaba fumando.

–Es tonta, ¿verdad?

–Muy tonta –respondió la amiga, haciendo un anillo con el humo del tabaco.

–Últimamente es muy difícil encontrar buen servicio.

Laney se mordió el labio inferior con fuerza y clavó la vista en la alfombra blanca. La habían contratado dos años antes para organizar el vestidor de Mimi du Plessis, llevar su agenda y hacer recados, pero no había tardado en darse cuenta del motivo por el que el sueldo era tan bueno. Tenía que estar disponible día y noche y aguantar a la condesa. Llevaba dos años fantaseando con la idea de dejar el trabajo y volver a Nueva Orleans, pero no podía hacerlo. Su familia necesitaba el dinero y ella quería mucho a su familia.

–Toma el abrigo y sal de aquí. No soporto ver tu patética cara ni un segundo más. Lleva el abrigo a limpiar y más te vale que esté de vuelta antes de la gala de Nochevieja de esta noche.

Después, la condesa se giró hacia su amiga y retomó la conversación que habían estado manteniendo.

–Me parece que esta noche Kassius Black por fin va a dar el paso.

–¿De verdad?

La condesa sonrió.

–Ya ha desperdiciado millones de euros haciendo préstamos anónimos a mi jefe, pero tal y como están las cosas, la empresa de mi jefe quebrará este año. Yo le he dicho a Kassius que si quiere llamar mi atención tiene que dejar de tirar el dinero y pedirme salir directamente.

–¿Y qué te ha contestado?

–No ha dicho que no.

–Entonces, ¿vais juntos al baile de esta noche?

–No exactamente… pero estoy cansada de esperar a que se decida. Es evidente que está locamente enamorado de mí. Y yo estoy preparada para casarme otra vez.

–¿Casarte?

–¿Por qué no?

Su amiga apretó los labios.

–Kassius Black es muy rico y guapo, pero ¿quién es? ¿De dónde viene? Nadie lo sabe.

–¿A quién le importa? –respondió Mimi du Plessis, a la que le encantaba alardear de su árbol genealógico que se remontaba a la época de Carlomagno–. Estoy harta de aristócratas sin dinero. Mi último marido, el conde, me dejó seca. Tengo su título, por supuesto, pero después del divorcio tuve que ponerme a trabajar. ¡Yo! ¡Trabajar!

Se estremeció ante semejante humillación, después volvió a sonreír.

–Cuando sea la esposa de Kassius Black no tendré que volver a preocuparme de trabajar. ¡Es el décimo hombre más rico del mundo!

Su amiga hizo otro elegante anillo con el humo.

–El noveno, gracias a sus inversiones en el mercado inmobiliario.

–Aún mejor. Sé que va a intentar besarme a medianoche. Estoy deseándolo. Estoy segura de que también sabe cumplir en la cama…

Frunció el ceño al ver que Laney seguía esperando junto al sofá, con el abrigo en las manos.

–¿Y bien? ¿A qué estás esperando?

–Lo siento, señora, pero necesito su tarjeta de crédito.

–¿Mi tarjeta? Será una broma. Págalo tú. Y tráenos más café. ¡Date prisa, idiota!

Laney tomó el ascensor que llevaba al recibidor del elegante hotel Carillon, situado en la calle más cara de Mónaco, llena de tiendas de diseñadores y con vistas al famoso Casino de Montecarlo.

El portero le sonrió con simpatía.

–Ça va, Laney?

–Ça va, Jacques –le respondió, obligándose a sonreír a pesar de que las oscuras nubes que cubrían el cielo parecían tan cargadas como su corazón.

Acababa de dejar de llover. La calle estaba mojada, lo mismo que los caros coches deportivos que había aparcados en ella. Era finales de diciembre y las tardes de invierno eran cortas, las noches muy largas. El día de Nochevieja era muy popular, sobre todo entre los ricos, que iban en yate a Mónaco y disfrutaban de fiestas exclusivas, hacían compras y comían en los mejores restaurantes del mundo.

Laney se reconfortó pensando que al menos había dejado de llover. No tenía que preocuparse de que se mojase el abrigo de piel. Además, con las prisas se le había olvidado su propio abrigo e iba vestida con una camisa blanca, pantalones anchos y unos zuecos, y el pelo recogido en una cola de caballo. Era el uniforme de los criados. Pero, incluso sin lluvia, el ambiente era húmedo y muy frío, y casi no brillaba el sol. Temblando, agarró el abrigo con fuerza para protegerlo de las salpicaduras de un coche y también para taparse un poco.

No le gustaban los abrigos de piel de su jefa, le recordaban demasiado a las mascotas que había tenido en casa de su abuela, a las afueras de Nueva Orleans. Los perros y los gatos la habían reconfortado durante algunas épocas duras de su adolescencia. Echó de menos su casa. Se le hizo un nudo en la garganta. Hacía dos años que no veía a su familia.

«No lo pienses». Respiró hondo y agarró con fuerza el abrigo, que era grande y pesado. Ella era más bien menuda.

De repente, estaba mirando su teléfono cuando un grupo de turistas que pasaba a su lado la empujó. Laney tropezó y se vio caer hacia la carretera en cámara lenta, directa hacia un deportivo rojo que iba en dirección a ella.

Se oyó un frenazo brusco y Laney pensó por un instante que iba a morir, con veinticinco años, lejos de casa y de todas las personas a las que quería, atropellada por un coche. Deseó poder decirles a su abuela y a su padre cuánto los quería por última vez…

Cerró los ojos y contuvo la respiración. El coche la golpeó y ella salió volando, y fue a caer sobre algo blando.

Todo se quedó a oscuras y ella hizo un esfuerzo por respirar.

–¡Maldita sea, en qué estabas pensando!

Era una voz masculina, pero no sonaba como ella se había imaginado la voz de Dios, así que no podía estar muerta. Laney abrió los ojos.

Había un hombre inclinado sobre ella, mirándola. Estaba a contraluz, así que no podía verlo bien, pero era alto y tenía los hombros anchos. Y parecía enfadado.

Un grupo de gente se arremolinó a su alrededor y el hombre se agachó a su lado.

–¿Por qué has irrumpido así en la carretera? –le preguntó el hombre, que tenía el pelo y los ojos oscuros y era guapo–. Podía haberte matado.

Laney lo reconoció de repente. Tosió y se sentó. Se sintió aturdida y se llevó la mano a la cabeza.

–¡Ten cuidado, maldita sea!

–Kassius… Black –gimió ella.

–¿Te conozco?

¿Cómo iba a conocerla, si no era nadie?

–No…

–¿Estás herida?

–No –susurró, dándose cuenta de que, sorprendentemente, era cierto.

El abrigo de piel había amortiguado la caída.

–Estás en estado de shock –dijo él, tocándola sin pedirle permiso, como si quisiese comprobar que no tenía nada roto.

Pero Laney sintió calor cuando la tocó. Le ardieron las mejillas, y lo apartó.

–Estoy bien.

Él la miró con escepticismo.

Ella respiró hondo e intentó sonreír.

–De verdad.

De todos los multimillonarios de Mónaco, y había muchos, había tenido que ir a toparse con el que quería su jefa, con aquel hombre misterioso y peligroso. Si la condesa se enteraba de que le había causado algún problema a Kassius Black…

Laney intentó incorporarse.

–Espera –ordenó él–. Respira. Esto es serio.

–¿Por qué? –preguntó ella–. ¿Le he hecho daño a tu Lamborghini?

–Muy graciosa –dijo él en tono seco, mirándola fijamente–. ¿Cómo has irrumpido así en la carretera, delante de mí?

–He tropezado.

–Deberías tener más cuidado.

–Gracias.

Se frotó el codo, que le dolía. Las dos veces anteriores que había visto a aquel hombre, mientras comía con la condesa, Laney había pensado que Kassius Black debía de ser un estadounidense criado en Europa, o un europeo criado en Estados Unidos. Aunque lo cierto era que tenía un acento que ella reconocía muy bien, pero no era posible. Se frotó la frente. Debía de haberse dado un golpe más fuerte de lo que pensaba.

–Lo intentaré en el futuro.

Kassius se puso en pie y miró a su alrededor, a las personas que se habían acercado.

–¿Hay algún médico?

Nadie respondió. Él se sacó el teléfono del bolsillo.

–Voy a llamar a una ambulancia.

–Muchas gracias –le dijo Laney–, pero me temo que no tengo tiempo para eso.

Él la miró con incredulidad.

–¿Que no tienes tiempo?

Ella se buscó sangre o algún hueso roto, pero, al parecer, lo peor que tenía era un chichón en la frente. Se lo tocó.

–Tengo que hacer un recado urgente para mi jefa.

Hizo un gesto de dolor y se levantó. Él alargó la mano para ayudarla. Cuando se tocaron, Laney sintió un chispazo que hizo que lo mirase. Era mucho más alto que ella, guapo y poderoso, e iba muy elegante, vestido con un traje oscuro. Ella debía de estar hecha un desastre.

Bajó la mano.

–Gracias por haber frenado –murmuró–. Será mejor que me marche…

–¿Quién es tu jefa?

–Mimi du Plessis, la condesa de Fourcil.

–¿Mimi? –preguntó él, acercándose más y estudiando su rostro–. Espera, ahora te he reconocido. Eres el ratoncillo que va y viene por casa de Mimi, que le ordena las zapatillas y le busca el teléfono.

Laney se ruborizó.

–Soy su asistente.

–¿Y cuál es ese recado tan importante que tienes que hacer, que casi mueres por él?

–Solo casi.

–Una suerte.

–Sí.

Laney se quedó hipnotizada con su rostro, un rostro con carácter, que tenía una cicatriz en uno de los altos pómulos. Y la nariz aquilina un tanto torcida, como si se le hubiese roto de joven. Tuvo la sensación de que aquel hombre no había nacido siendo rico. No se parecía en nada a los playboys ricos con los que Mimi había salido después del divorcio. Aquel hombre era un luchador. Tal vez un mafioso. Y su mirada la aturdía.

–Dime, ¿cuál es ese recado, ratoncito? –volvió a preguntar.

–Su abrigo…

Laney miró a su alrededor y gritó, angustiada.

El carísimo abrigo de piel estaba tirado en un charco.

Laney respiró hondo.

–Estoy despedida –susurró–. Me dijo que tenía que estar limpio antes del baile de esta noche. Ahora está destrozado.

–No ha sido culpa tuya.

–Sí, primero se me cayó el café encima. Y luego he tropezado al mirar el teléfono para saber dónde estaba la tintorería más próxima… ¡Mi teléfono!

Buscó con la mirada y lo vio destrozado debajo de una de las ruedas del coche. Se agachó a recogerlo y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Y justo cuando pensaba que nada podía ir peor, empezó a llover de nuevo.

Aquello fue demasiado. Fue la gota que colmó el vaso. Laney se echó a reír.

–¿Qué te parece tan gracioso?

–Es evidente que me he quedado sin trabajo.

–¿Y te alegra?

–No –respondió ella, limpiándose los ojos–. Sin trabajo, mi familia no podrá pagar el alquiler el mes que viene, ni mi padre podrá comprar sus medicamentos. No es nada gracioso.

La mirada de Kassius se volvió fría.

–Lo siento.

–Yo también –respondió ella, pensando que estaba manteniendo una conversación muy extraña con el noveno hombre más rico del mundo. ¿O era el décimo?

Un coche tocó el claxon y ella se sobresaltó. Ambos se giraron a mirarlo. Las personas que se habían acercado se fueron dispersando al ver que estaba bien, pero el coche de Kassius seguía parado en medio de la calle, entorpeciendo el tráfico.

Kassius apretó la mandíbula.

–Si no estás herida y no quieres que te vea un médico… supongo que tengo que marcharme.

–Adiós –respondió ella–. Gracias por no haberme matado.

Se giró y tiró el teléfono en la primera papelera que vio. Después se echó el abrigo sobre el hombro y empezó a andar por la acera, bajo la lluvia. Volvería al hotel y le preguntaría a Jacques si conocía una tintorería en la que hiciesen magia. ¿A quién pretendía engañar? ¿Magia? Lo que necesitaba era retroceder en el tiempo.

Alguien la agarró del brazo. Sorprendida, vio a Kassius, que estaba muy serio.

–Está bien, ¿cuánto dinero quieres?

–¿Para qué?

–Sube a mi coche.

–No necesito que me lleves, voy a volver al hotel Carillon.

–¿A qué?

–A devolverle el abrigo a mi jefa y a dejar que me grite y que me despida.

–Suena divertido –respondió él, arqueando una ceja–. Mira. Es evidente que te has lanzado delante de mi coche por un motivo. No sé por qué no me pides dinero directamente, pero, sea cual sea tu juego…

–¡No hay ningún juego!

–Puedo solucionar tu problema. Con el abrigo.

Laney tomó aire.

–¿Sabes cómo arreglarlo? ¿A tiempo para el baile de esta noche?

–Sí.

–¡Te lo agradecería mucho!

–Sube al coche.

A esas alturas, los coches que esperaban en la carretera no se limitaban a tocar el claxon, los conductores estaban gritando cosas feas.

Kassius le abrió la puerta del pasajero y ella subió sin soltar el abrigo. Él se sentó al volante sin molestarse en responder a los insultos, arrancó y se alejó de allí.

–¿Adónde vamos? –preguntó Laney.

–No está lejos.

–Mi abuela se pondría furiosa si supiese que me he subido a un coche con un desconocido –comentó.

Y con razón.

–No somos desconocidos. Sabes cómo me llamo.

–Señor Black…

–Llámame Kassius –respondió él–. Aunque no creo que Mimi nos haya presentado nunca.

–De acuerdo, Kassius –dijo ella–. Yo soy Laney. Laney May Henry.

–¿Eres estadounidense?

–De Nueva Orleans.

Él se giró a mirarla fijamente.

Su jefa había dicho que era un hombre inescrutable y frío. ¿Por qué se estaba molestando en ayudarla? Laney necesitaba tanto su ayuda que no se lo preguntó.

–Muchas gracias –dijo–. Eres muy amable.

–No soy amable –respondió él en voz baja–, pero no te preocupes, que no vas a quedarte sin trabajo.

A ella se le subió el corazón a la garganta. No recordaba la última vez que alguien la había ayudado. En general, era ella la responsable de todos y de todo.

–Gracias –repitió, mirando hacia la ventanilla y parpadeando rápidamente.

Mónaco era un principado pequeño, de tan solo dos kilómetros cuadrados, pegado al mar Mediterráneo, rodeado por Francia. Como era un paraíso fiscal, los ricos de todo el mundo intentaban hacerse ciudadanos monegascos, por lo que se decía que un tercio de la población eran millonarios. También era un lugar famoso por su gran casino del siglo XIX y por el Grand Prix que se corría todos los años por sus calles.

–No creo que podamos arreglarlo –admitió con tristeza, mirando el abrigo–. Tal vez podrías acompañarme de vuelta al hotel y explicar lo ocurrido. Tal vez así la condesa no me despida.

–Solo conozco a Mimi por cuestiones de trabajo, ¿qué te hace pensar que puedo influir en su decisión?

–¿No estás enamorado de ella? –preguntó Laney sin pensarlo.

–¡Enamorado! –repitió él–. ¿Qué te hace pensar eso?

A Laney le ardieron las mejillas. No quería ser indiscreta ni difundir rumores acerca de su jefa. Avergonzada, se encogió de hombros y clavó la vista en la lluvia.

–Casi todos los hombres se enamoran de ella. Así que he dado por hecho…

–Pues te equivocas.

Kassius detuvo el coche bruscamente y aparcó.

–De hecho, se me ha acusado muchas veces de no tener corazón.

–No es cierto –dijo ella, sonriendo con timidez–. Debes de tenerlo, si no, no me estarías ayudando.

Él le dedicó una mirada inescrutable y, sin responder, apagó el motor y salió del coche.

A Laney se le aceleró el corazón al verlo dar la vuelta por la parte delantera. Era muy alto y musculoso, pero se movía con la gracia de un felino. Le abrió la puerta y le tendió la mano.

Ella la miró consternada, sin saber si debía tocarlo, después del chispazo de la vez anterior.

–El abrigo –dijo Kassius con impaciencia.

Laney se ruborizó y se lo dio.

Él se lo echó sobre el hombro. Y volvió a tender la mano.

–Y ahora tú.

Por un instante, Laney dudó. Tenía miedo de hacer el ridículo y sabía que había muchas posibilidades de que ocurriera eso. Cuando estaba nerviosa siempre se le escapaba alguna tontería y Kassius Black la ponía muy nerviosa.

Apoyó tímidamente la mano en la de él, que la ayudó a salir. El calor y la fuerza de sus dedos le provocaron una reacción extraña. Él apartó la mano y Laney miró el edificio que tenía delante, de estilo clásico, con el ceño fruncido.

–Esto no es una tintorería.

–No. Sígueme.

Entraron a una tienda muy elegante. Kassius le dio el abrigo a la primera dependienta que vio.

–Toma, deshazte de esto.

–Por supuesto, señor –respondió ella con toda serenidad.

–¿Que se deshaga del abrigo? ¿Qué estás haciendo? –le gritó Laney–. ¡No podemos tirarlo!

–Y consigue otro igual –añadió él, mirando a la dependienta.

–¿Qué? –inquirió Laney.

–Por supuesto, señor. Tenemos uno muy parecido. Cuesta cincuenta mil euros.

Laney estuvo a punto de desmayarse, pero Kassius ni parpadeó.

–Estupendo.

Diez minutos después volvían en su coche al hotel Carillon, con el abrigo nuevo en el maletero que, por extraño que pareciese, estaba en la parte delantera del coche y no en la trasera. Los ricos siempre hacían algunas cosas de un modo un poco distinto, pensó Laney.

Otras las hacían igual que los demás.

–Solo puede haber un motivo por el que te has gastado tanto dinero en un abrigo –comentó Laney–. Admítelo. Estás enamorado de la condesa.

Kassius la miró de reojo.