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Interesante colección de relatos cortos basados en la obra de Isaac Asimov. Cuentos cortos que expanden, exploran o profundizan en los confines del universo creado por Isaac Asimov, en las profundidades del espacio y los planetas por los que se extiende su Imperio Galáctico. Relatos políticos, aventureros, especulativos y, siempre, fascinantes.
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Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2022
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José R. Montejano
Saga
Hijos de la fundación. Homenaje al maestro de la ciencia ficción Isaac Asimov
Copyright © 2020, 2022 Álvaro Sánchez-Elvira, Begoña Pérez Ruiz, Mar Goizueta, José R. Montejano, Salvador Bayarri, Óscar Navas, Pily Barba, Juan Antonio Oliva Ostos, Amparo Montejano, Daniel Arriero, Rubene Guirauta and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726983531
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá hacia lo imposible.
Arthur C. Clarke
La ciencia ficción no es algo menor. Y no es solo, ni especialmente, la Enterprise, o Star Wars. Significa experimentar con la imaginación, responder preguntas que no tienen respuesta. Implica cosas muy profundas, que cada viaje es irreversible...
Ursula K. Le Guin
Las historias individuales de ciencia ficción pueden parecer tan triviales como siempre para los críticos y filósofos más ciegos de la actualidad, pero el núcleo de la ciencia ficción, su esencia, se ha vuelto crucial para nuestra salvación, si queremos ser salvados.
Isaac Asimov
EL SOÑADOR DE LA TIENDA DE GOLOSINAS
Resulta sencillísimo, o quizá muy complicado, escribir sobre Isaac Asimov (1920-1992), pues era él el que tenía el don del diálogo y la conversación. No olvidemos la anécdota de que sus estudiantes le vitoreaban al unísono, escuchándose los aplausos en los pasillos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, donde algún que otro hacía la pregunta: «¿Qué está pasando allí?» Y alguien contestaba: «Es Isaac Asimov, que está dando una clase de Bioquímica».
Y era Asimov el que sabía dar una bienvenida única y desigual ante una nueva compilación de relatos, ya fuera en los volúmenes de Los Premios Hugo, pasando por los recopilatorios Antes de la Edad de Oro y en otras de las múltiples antologías que editó, mayoritariamente, junto a Martin H. Greenberg. Y soy yo, querido lector, el que debe dar la bienvenida a esta antología, llena de imaginación, ilusión y sentido de la maravilla, así que intentaré hacerlo lo mejor posible.
¿Qué decir de Isaac Asimov (más de lo que él mismo escribió en sus memorias)? Empezaré diciendo que emigró con su familia a Estados Unidos cuando tan solo contaba con la edad de tres años; aunque, dos años antes tuvo que superar una amenaza letal: él fue uno de los niños (un total de diecisiete) de su pueblo natal (Petróvichi, Rusia), que contrajeron una neumonía crónica. Tan solo él sobrevivió. Después, y tras establecerse en Brooklyn, poco de Rusia quedó en él; es más, nunca llegó a aprender el ruso.
Siendo niño, y aunque todavía era pronto para vislumbrar en él al brillante escritor y bioquímico que sería, sí destacaba por ser un lector voraz (la cadena de tiendas de dulces y prensa de su familia le daba acceso ilimitado a nuevas lecturas). Tanto le gustaba ahondar en la literatura que soñaba con una profesión infrecuente para la época. Además, padecía de claustrofilia, por lo que amaba los espacios pequeños y reducidos, llegando a imaginarse atendiendo un quiosco en el metro de Nueva York (en el que pasaría los días leyendo con el sonido de fondo de los trenes). Tanta y tan magna era su pasión por aprender y transmitir conocimiento que, desde que publicó por vez primera en 1950 Un guijarro en el cielo, tardó tan solo diecinueve años en llegar a editar más de un centenar de libros; diez años más le llevó el alcanzar los 200; cinco más los 300 y, en sus últimos ocho años de vida, casi llegó a superar la ingente cifra de más de 500 obras editadas. Y es que este norteamericano de adopción consiguió el éxito a través, tanto de la divulgación científica como de sus obras de ciencia ficción, pues él siempre se vio como un escritor de ciencia ficción, al cual, hoy en día, se considera, junto con Arthur C. Clarke y Robert A. Heinlein, uno de los pilares básicos de la edad dorada de la ficción especulativa. Él… el humanista de las grandes patillas; el hombre que nunca aprendió a nadar ni a montar en bicicleta, que dedicaba ocho horas al día, todos los días de la semana, a juntar palabras sobre un teclado. Escribir era lo único que le hacía (totalmente) feliz.
Asimov sabía que no era de los mejores escritores de ciencia ficción, tanto por su estilo (que se debe en parte a la ferviente admiración por la literatura decimonónica inglesa y por el autor P. G. Wodehouse) como por muchas de sus historias. Sin embargo, él siempre fue honesto con sus lectores, reflejando su pasión por la ficción especulativa, los robots, los viajes temporales y por la ciencia ficción en general. ¿Quién no se ha maravillado con el candor de los robots que sueñan, las aventuras del detective Elijah Baley, la brillantez de la doctora Susan Calvin o los entresijos de Multivac?
No hay que olvidar que fue, también, quien insufló vida a la gran saga de la Fundación o ciclo de Trántor, que, tal cual él definió: «Es una historia del futuro de la humanidad».
La Saga de la Fundación comenzó a partir de una serie de relatos que anexionó y que conformaron Fundación (1951), a la que seguirían Fundación e Imperio (1952) y Segunda Fundación (1953): el cierre de una trilogía que sería el punto de unión de catorce libros (en sus últimos años, Asimov decidió conectar sus otras sagas, como la del ciclo de los Robots y la trilogía del Imperio Galáctico) que suponen un viaje de miles de años en la expansión del ser humano por la Vía Láctea. Sin embargo, y a pesar de la ingente labor que desarrolló Isaac Asimov para dejar una historia única y singular como legado a la sociedad, mas, no le quepa duda, querido lector, que, en ellas, alguna laguna existe, pues la creación de un escenario unificado fue algo que Asimov decidió en los años ochenta (no antes), y hasta entonces, tanto la saga de los Robots, como la de la Fundación, eran autónomas entre sí, por lo que reinan múltiples huecos en esta historia futura que podrían rellenarse: los primeros tiempos de la colonización espacial, los años de expansión del Imperio Galáctico…, inclusive, la fundación del Segundo Imperio o la evolución de la Galaxia posterior. No cabe duda de que Asimov pensaba tratar algunos de estos temas en libros posteriores. Él mismo lo afirmaba en la Nota del Autor de Preludio a la Fundación:
¿Añadiré más libros? Puede que sí. Hay sitio para uno entre Robots e Imperio y Las Corrientes del Espacio y entre Preludio a la Fundación y Fundación y, por supuesto, también lo hay entre los demás. Luego, puedo continuar Fundación y Tierra con volúmenes adicionales… todos los que quiera.
Lamentablemente, la muerte se lo impidió. De hecho, en el momento en que esta le sorprendió, estaba trabajando en la redacción de Hacia la Fundación, publicado en España en 1993 por Plaza y Janés, en donde se narra el proceso por el que el psicohistoriador Hari Seldon fue desarrollando sus Fundaciones.
Así pues, el propósito de esta antología, que se articula como un fixup o metanovela, no es otro que el de narrar leyendas: historias no sucedidas dentro del cosmos que forjó Asimov. Tramas paralelas perdidas en el tiempo. Textos apócrifos (no canónicos) que nos llevan a soñar con esos mundos únicos y singulares que trascurren, quizás, en otra realidad paralela a la del Imperio Galáctico; o bien, es que tan solo son cuentos narrados a los niños del mañana o, simplemente, epopeyas de un futuro no pasado. ¿Quién sabe? ¿Por qué no permitir que fluya el misterio? El concepto: ¿Y sí…? está ahí…, y me reitero, ¿estamos seguros de en qué línea temporal nos encontramos?
Ya me lo dirán al iniciar su travesía, rumbo a un destino inesperado, en donde nada resulta ser lo que parece: robots calvinistas, crisis políticas, revoluciones (a gran escala), profecías de tiempos oscuros, transmutaciones evolutivas o paradojas espacio-temporales les esperan tras de estas páginas.
Para terminar, decirte, querido lector, que me embarga un ingente sentimiento de felicidad y emoción, pues este es mi humilde y sentido homenaje a Isaac Asimov… ¡nuestro homenaje! Homenaje del que usted también forma parte al embarcarse en este particular viaje, rumbo a las lejanas estrellas. Gracias, siempre, por todo, Asimov.
José R. Montejano
LEYES DE LA ROBÓTICA
Primera Ley
Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
Segunda Ley
Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley.
Tercera Ley
Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.
Ley Cero
Un robot no debe dañar a la Humanidad ni, por inacción, permitir que esta sufra daño.
AXIOMAS DE LA PSICOHISTORIA
ABREVIATURAS DE TIEMPO
(2208 – 4000 aD)
SALVADOR BAYARRI
Recorro el laboratorio para comprobar, una y otra vez, los más ínfimos detalles del experimento. Si fracasa esta prueba crucial deberemos esperar a que las baterías se recarguen; siete largos días sin apenas luz y con el filtro de aire al mínimo. Dudo que Santor tenga tanto tiempo.
Las satisfacciones que me ha deparado la investigación han llegado a costa de una asfixiante soledad, de días y noches eternos aislada en el hangar. La única presencia humana es la de los ancianos profesores que vagan por los pasillos como fantasmas, con la única ocupación de anotar el aumento inexorable de la radiación.
Ya no me avergüenza reconocer mi arrepentimiento. Debería haber salido de la Tierra en busca de un nuevo mundo, con los demás. Lo intentamos. Mantuvimos la granja en funcionamiento tanto tiempo como fue posible, pero los campos, incluso el invernadero con su arcaico purificador, terminaron siendo tan improductivos como el resto del valle.
Mis padres me rogaron que los acompañara en la última nave colonia. Insistieron hasta las lágrimas en mi derecho a una nueva vida en la Nebulosa. Pero mi estúpida rebeldía juvenil rechazó la oportunidad. Les grité que no dejaría nuestro hogar. Pensaba que la solución a los problemas de la Tierra no pasaban por una huida cobarde hacia el vacío.
El profesor Gomes, mi tutor en la universidad, se enfureció al comunicarle que me quedaba en el planeta moribundo.
—¡Dorsiana! Cuando hablé de los sacrificios para salvar la especie no me refería a esto. —Golpeó su escritorio carcomido—. Eres joven, y lo mejor que puedes hacer por la humanidad es extender su semilla por el espacio. El trabajo aquí es estéril.
—Extender nuestra semilla según las enseñanzas del gran profeta Elijah Baley —completé con retintín—. ¿Y si a los colonos les pasa lo mismo en otros planetas? También podrían volverse radioactivos. No debemos huir de la Tierra sin averiguar por qué ha sucedido.
El anciano respondió con una confesión a media voz.
—Sabemos que el aumento de la radiación basal no es un fenómeno natural. Ha sido provocado.
—Oh, profesor, no me diga que también cree en esas teorías conspiranoicas.
Y así conseguí mi laboratorio, un enorme hangar presurizado de bóveda gris y oxidada. Me hacía pensar en los tiempos heroicos del profeta, cuando millones de terrestres se ocultaban bajo la superficie para evitar el exterior.
La historia avanza en círculo, pienso con desesperanza.
Los primeros dos años de trabajo fueron infructuosos. Aunque no importaba. El consejo de la universidad tampoco esperaba resultados. Si acaso, deseaban que me rindiera y les liberara de la carga sobre sus conciencias. Pero no abandoné. Me impulsaba un necio sentido del deber, o quizás la simple cabezonería.
Una tarde, rebuscando en el almacén contiguo, encontré un antiguo compresor de campo, una reliquia de los primeros propulsores relativistas. Se me ocurrió aplicar la distorsión a una muestra de suelo, por si tuviera efecto sobre la descomposición nuclear. Y lo tuvo. Un efecto absolutamente inesperado.
Me costaba creerlo, incluso tras repetir la demostración ante el profesor Gomes. La reacción del anciano fue contundente. Me hizo prometer que no mencionaría a nadie el resultado y se negó a comentar más el asunto.
Pensaba ya en desmantelar el distorsionador cuando llegó la llamada, una audioconferencia interplanetaria. Al otro lado de la línea se presentó un hombre que aseguró ser Jor Santor, el magnate del comercio espacial. Según averigüé después, también era el principal donante de la universidad. Adiviné que Gomes le había avisado.
La voz del magnate era tranquila y amable, un tanto inexpresiva, pero directa al grano. Tras preguntarme por varios detalles técnicos, prometió que me ayudaría a replicar la prueba a una escala mayor. Como miembro destacado del consejo, se encargaría de obtener los suministros y las autorizaciones que necesitara.
Santor no me mintió. Recibí un distorsionador cien veces más potente, además de un colimador volumétrico traído de las factorías espaciales de Alfa y un contenedor con pesadas baterías de vacío cuántico. Nadie me preguntó sobre los equipos ni visitó el laboratorio para averiguar qué hacía con ellos. Seguí siendo una jovenzuela ignorada por los adultos responsables. Solo el profesor Gomes, llevado por su habitual preocupación paternal, vino a comprobar que todo estaba bien, sin indagar el propósito de mis nuevos juguetes. Santor debía habérselo contado.
Por fin, tras un año de ansioso trabajo, hoy es el día clave. Rebosantes de energía, las baterías esperan con impaciencia la llegada del señor Santor. Durante meses no he dejado de preguntarme por qué el magnate se interesa por un oscuro experimento. La base de datos solo contiene breves biografías del presidente de la Corporación Santor, panegíricos que glosan sus hazañas comerciales y su habilidad negociadora. Ninguna información sobre su edad, origen o planeta de residencia.
Ni siquiera una simple fotografía.
El vetusto ascensor espacial parece transportarme a una época anterior. Las cenizas han vuelto a adueñarse del paisaje yermo y gris de la Tierra, traídas por la intensificación radioactiva. El mundo originario se muere por nuestra culpa.
¿Hicimos lo correcto, Giskard?
Debo apartar esta duda inútil que me impide concentrarme en lo esencial. La humanidad se está dispersando por la galaxia como un puñado de semillas por el terreno baldío y necesitan ser protegidas hasta que los frutos sobrevivan por sí mismos. Por desgracia, yo soy el único capaz de afrontar la ardua tarea. El hallazgo de la muchacha terrestre podría ser la clave para asegurar el futuro de una manera que jamás había imaginado.
La decrépita cabina desciende hacia la superficie, zarandeada por los aullidos del viento. Espero que el riesgo valga la pena.
¿Por qué tuviste que morir, Giskard?
No es una verdadera pregunta. Sé que mi compañero llegó a una conclusión lógica y actuó en consecuencia. Aun así, la cuestión persiste, agazapada entre mis cavilaciones. Será porque me sigue pesando no haber hallado antes otra solución.
Tal como acordamos, recojo a Santor en la terminal. Me extraña que no haya preferido un recibimiento oficial, pero al verlo me resulta obvio que viaja de incógnito. Su atuendo es anodino e inapropiado para el calor y la contaminación que abrasan el exterior. Ni siquiera lleva filtro de aire.
Examino de soslayo el rostro que elude las fotografías, delineado por ángulos firmes y una piel bronceada enmarcada por cabello ambarino. Sus facciones de inmaculada madurez son genéticamente perfectas. Siento un escalofrío. Santor no es un hombre cualquiera. Se trata de un espacial, un miembro de la raza privilegiada que colonizó los primeros sistemas gracias a su avanzada tecnología robótica.
El mismo profesor Gomes cree los rumores sobre ellos, que fueron los espaciales los que envenenaron nuestro planeta con radiación. Por mi parte, no puedo admitir que ningún ser humano cometa semejante villanía. ¿Con qué motivo? Si querían acabar con la competencia terrestre, su táctica ha fracasado. Nuestras naves se extienden más allá de los dominios de los espaciales mientras su raza perfeccionada avanza hacia el declive.
Mi aprensión aumenta al atravesar el campus junto a Santor. Quizás sea su silencio, o la indiferencia con la que camina entre edificios agrietados e ignora la brisa infectada de radiación. Adivino una voluntad férrea y peligrosa tras los bonitos ojos. Sin embargo, cuando abro la compuerta de metal del hangar, las pupilas que se vuelven hacia mí están libres de maldad.
No debo sucumbir al pánico. Santor es un benefactor de la universidad. Jamás nos haría daño.
Tras calmar la ansiedad de Dorsiana, consigo que me describa los principios del aparato y las soluciones que ha improvisado para cumplir con las especificaciones. Como había anticipado, la joven es metódica, inteligente y apasionada.
—Entonces, ¿está listo? —respondo.
—Por supuesto, señor Santor. Le esperaba para la prueba final. He calibrado la máquina utilizando pequeñas piezas —señala los fragmentos desperdigados sobre una mesa de trabajo.
—¿Cómo afecta el peso y la composición de las muestras?
—El contenido no influye en la energía requerida. El único límite es el tamaño, que debe ser menor que la cápsula. —Sonríe con timidez—. Cualquier cosa que coloquemos en el interior resultará desplazada, incluso el aire.
Conozco las respuestas, pero necesito comprobar cómo Dorsiana las construye. Es así como aprendo a leer las mentes individuales, examinando los procesos que siguen a una entrada bien definida, tal como me enseñó Giskard.
—¿Qué sucede cuando llega al destino? —continúo con el interrogatorio.
Dorsiana muestra un deformado armazón metálico.
—La burbuja crece desde el centro, forzando cualquier barrera que se le oponga.
La muchacha duda. Teme revelarme una debilidad y disimula aligerando su tono.
—Solo hay que tener cuidado con la traslación. Se acopla al campo gravitatorio terrestre, pero un error de calibración lanzaría la cápsula a kilómetros de distancia, dejando un enorme agujero por el camino.
Sus mejillas forman hoyuelos triangulares al sonreír. La diversidad humana me sigue sorprendiendo; sus peculiares expresiones, las variaciones producidas por la genética, el desarrollo y la experiencia. Es un tesoro de valor inconmensurable.
—Bien —retomo mis prioridades—. Si la prueba está lista, no veo motivo para retrasarla.
Tengo curiosidad, desde luego. Si el resultado es positivo, las implicaciones serán formidables.
Observo las emociones de la muchacha, delineadas en su mente. Su temor ha vuelto a aumentar. Está preocupada por mi reacción en caso de que falle el experimento. Trato de aliviar su inquietud estimulando con suavidad los centros neuronales.
Más calmada, se dirige al panel de control.
—¿Qué desplazamiento debo programar, señor Santor? —Diez minutos, por favor.
—Bien. Está dentro del margen de seguridad.
Manipula los controles con destreza.
—¿Qué objeto desea insertar? Tengo muestras de diferentes tamaños y materiales, incluso un bloque de madera bien conservada.
—Me introduciré yo mismo, gracias.
Parpadea. Piensa que estoy bromeando. Luego, el miedo se abre camino por sus cuerpos amigdaloides, en la profundidad de los lóbulos temporales.
—No puede hacer eso. Los seres vivos sufren daños moleculares que…
Adivino que va a sorprenderse.
—Mis microestructuras son mayores, menos delicadas que las moléculas biológicas. Por tanto, la amplificación de las fluctuaciones cuánticas no me afectará. En sentido estricto, no estoy vivo.
La revelación me deja perpleja. Mi visitante no pertenece a la mermada raza de los espaciales, sino que se trata de uno de sus robots humanoides. Mi padre contaba historias sobre seres mecánicos que trabajaban en las colonias, pero nunca imaginé que una imitación de la apariencia humana fuera tan realista. Ahora me explico la calma imperturbable del visitante y los calculados movimientos de su cuerpo.
¿Qué hace aquí un androide? Sin duda lo envían sus amos, los espaciales. Han suplantado la personalidad de Santor para sabotearnos. Los rumores deben ser ciertos. Fueron ellos los que envenenaron la Tierra y ahora pretenden… ¿qué? ¿Aniquilar los restos del planeta?
—Mi objetivo no es destruir, Dorsiana. Al contrario.
Los ojos avellana me leen el pensamiento. El robot responde a las preguntas que no he formulado.
—De hecho, yo también soy terrestre —añade—. Fui construido en este mundo.
Falsear información perturba mis procesos mentales. No me resulta fácil mentir a una persona, salvo por imperativo de una de las Leyes. Giskard, mi añorado compañero, encontró una alternativa: estimular el cerebro humano para modificar sus pensamientos. Sin embargo, no es fácil forzar una idea. Trato de hacerlo solo cuando es necesario. En este momento tengo que completar la prueba. Más adelante, me bastará con emborronar la memoria reciente de Dorsiana para que olvide lo sucedido.
Poco a poco, con palabras y ligeros impulsos aplicados al sistema límbico, consigo que la muchacha supere el choque. No quiero dejarla en estado catatónico. Debe ser ella quien active el instrumento.
La cápsula del distorsionador se abre a pocos pasos de mí. El contador sigue en marcha. Dentro de once minutos me introduciré en la esfera, pero antes, en solo sesenta segundos sabré si el experimento funciona.
¿Qué va a suceder? ¿Es esta zozobra la sensación que los humanos identifican con el miedo?
—Treinta segundos —anuncia Dorsiana.
Me conduce a una zona vacía al fondo del hangar, donde el suelo está hundido y agrietado como si le hubiera caído encima una bola de demolición.
—Diez, nueve… —la chica cuenta con serenidad.
Varios siglos de existencia me han enseñado que la realidad siempre supera a los modelos con los que intentamos explicarla. Lo que va a pasar ahora nunca ha sucedido antes.
—… dos, uno…
La onda de choque me empuja hacia atrás. Consigo recuperar el equilibrio.
Ha aparecido una figura en cuclillas sobre el pavimento resquebrajado. Dorsiana ahoga una exclamación. También a mí me causa impresión ver una copia exacta de mí mismo y saber que el viaje en el tiempo funciona.
Mi réplica se yergue, recompone su postura y me mira.
—El brillante orbe planea su estancia —enuncia sin errores.
—Solo el infinito juega con la nada —confirmo.
La muchacha nos observa confusa.
—Son frases al azar, contraseñas para verificar mi identidad —le aclaro.
Increíble. El androide venido del futuro es la imagen especular del original. Me siento transportada a una dimensión desconocida, entre la pesadilla y la realidad.
El recién llegado habla al primer robot con tanta rapidez que me cuesta seguir las palabras.
—Las ecuaciones de Mallansohn eran correctas. El tiempo fluye de forma separada, fuera de nuestro continuo. La duración experimentada en el túnel se alarga y se contrae, sin relación con los extremos que se conectan con la línea temporal.
—¿Quién es Mallansohn? —interrumpo.
El androide me ignora y sigue hablando, como si tuviera prisa por transmitir la información a su compañero.
—Lo más importante es que los puntos de entrada y salida son solo las puertas principales, las más estables. Aplicando una pequeña energía, es posible abrir otras conexiones en cualquier punto del pasado o del futuro. El continuo temporal completo.
El robot original intenta intervenir.
—¿Pero cómo…?
Su copia le detiene con un gesto.
—Creé una distorsión con el campo positrónico de la mano. La saqué fuera de las paredes del túnel durante un instante.
Sus dedos crujen al abrirse, como si las articulaciones se hubieran oxidado. En la palma sostiene unas briznas de hierba recién arrancadas. Su verde fresco y vivo me retrotrae a mi infancia, cuando las verduras crecían sanas en el invernadero.
—¡Un momento! —grito, incapaz de contenerme por más tiempo.
Los perfectos rostros gemelos de los androides se giran simultáneamente hacia mí. Recuerdo las historias de mi padre sobre las leyes que gobernaban los antiguos robots. No puede ser tan fácil.
—Soy una humana —les advierto— y debéis obedecerme. Es una de vuestras directivas, ¿verdad? Pues bien, tú, el de la izquierda —señalo al original—. Dime quién eres y para quién trabajas. ¿Has suplantado al verdadero Santor? ¿Qué pretendes hacer con mi máquina?
Por primera vez, el androide duda.
—¡Respóndeme! Es una orden.
Hacía mucho tiempo que ningún humano me mandaba. En su mayor parte, mi vida ha transcurrido sin compañía. Cuando viajo acompañado, nadie me reconoce como el último de los robots humanoides. Nuestra existencia se ha transformado en un mito, un cuento para niños. O eso creía. La vieja Tierra ha conservado el conocimiento de las Tres Leyes, y Dorsiana tiene razón, la segunda de ellas me obliga a cumplir las órdenes que no entrañan riesgo para las personas.
No tengo otro remedio que obedecerla.
—Mi creador, el profesor Roj Sarton, me dio el nombre de Daneel Olivaw.
—Roj Sarton y Jor Santor. Entiendo. Al tipo le gusta jugar. Un sencillo cambio en la secuencia de letras y tienes una nueva identidad. Así que tu amo es él, un espacial.
Las Leyes no me obligan a corregirla, pero prefiero evitar confusiones.
—Sarton murió hace siglos. Uso una variación de su nombre como pequeño homenaje personal. Yo soy el único Jor Santor.
—Pero si eres un robot. Alguien tiene que decirte lo que debes hacer —afirma sorprendida.
El otro Daneel me mira impasible. ¿Está de acuerdo conmigo? Los sensores con los que analizo la mente humana no penetran en su cerebro positrónico.
—No tenemos mucho tiempo, así que seré breve. —Busco las palabras más efectivas—. Soy un robot independiente, aunque, como has comprobado, obedezco las Leyes. Mi misión siempre ha sido salvaguardar la vida humana, y no es un trabajo sencillo. La expansión por la galaxia ha creado una gran oportunidad para la supervivencia, pero también genera enormes injusticias y sufrimientos, guerras a escala planetaria y regímenes tiránicos que se propagan a grandes distancias.
Espío la respuesta emocional de Dorsiana en el enredado tapiz de su cerebro, billones de señales que se resuelven en sentimientos, preguntas y decisiones. Es necesario un largo tiempo de contacto para desentrañar el pensamiento de una persona particular, los patrones de comportamiento, el significado de sus gestos… Los expresivos labios de la muchacha, por ejemplo, se contraen cuando intenta retener su furia.
—¿Por qué has venido a la Tierra, Daneel?
Le aplico una leve estimulación inhibitoria, pero no puedo evadir la cuestión.
Mi robot gemelo me socorre.
—Has visto lo que tu aparato es capaz de hacer, Dorsiana. El salto en el tiempo modifica los acontecimientos, cambia la historia.
—¿Cambia la historia?
Mi compañero extiende su brazo hacia mí. Qué extraño me resulta el tacto.
—Primero solo existía uno de nosotros. Esta conversación a tres no tuvo lugar antes del salto.
La joven se inquieta, a pesar de mi empeño por calmarla.
—No tengo memoria de la primera vez. En ninguna de mis pruebas recuerdo cómo coloqué la pieza original en la cápsula. Supongo que lo hice, pero…
Mi gemelo trata de esclarecerlo.
—El salto modifica la línea temporal y tu memoria futura cambia. Lo que iba a suceder ya no sucede. Yo conservo los recuerdos anteriores al salto porque los llevé conmigo al pasado. Por esa razón quería probar la máquina. Necesitaba asegurarme de que modifica el futuro.
—Entonces es cierto. Quieres cambiar la historia y evitar la colonización terrestre.
Mis ojos se mueven de uno a otro robot, aún confusa por la duplicación.
—Como te he dicho, mi misión es evitar daños a las personas. Imagina lo que es posible al modificar la historia: prevenir las plagas y hambrunas, detener inútiles conflictos antes del comienzo, incluso salvar a la Tierra de su lenta agonía.
Por las barbas de Elijah. Solo un robot concebiría un plan tan ingenuo.
—Es imposible impedir que la gente sufra alterando la historia —argumento—. ¿Detendrías la revolución contra un genocida porque se derramará sangre? Y si matas al tirano para evitarla, ¿cómo sabrás que no le sustituirá otro más terrible? Las consecuencias de los cambios son imprevisibles. No podrías controlarlas.
—Desde hace muchos años investigo un método para predecir y ajustar la conducta de las masas humanas. Mi compañero Giskard y yo lo llamamos «psicohistoria». Por el momento es poco más que una teoría. Resulta difícil calcular y aplicar los cambios, y si se pierde la oportunidad de intervenir en el momento justo, los acontecimientos avanzan en la dirección equivocada y es necesario reajustar todo el plan. Reconozco que mis éxitos han sido limitados.
El Daneel original toma el relevo. Se turnan, como arietes contra el muro de mi escepticismo. Este parece más vehemente. Al menos se afana en dotar a su voz de cierta calidez.
—Tu máquina lo cambiará todo. Nos permitirá crear una organización fuera del flujo temporal, a salvo de las mutaciones del devenir histórico. Más allá del tiempo tendremos la calma necesaria para calcular los cambios precisos, optimizar las consecuencias e intervenir en el sitio y el momento exacto. Operaremos sobre la historia con microcirugía, en lugar de amputar los miembros gangrenados.
Fuera del tiempo. Así me siento, atrapada en una dimensión surreal mientras él sigue hablando.
—Tienes razón. Mi plan es revertir la expansión de los terrestres por la galaxia, pero no para favorecer a los espaciales. Se requiere un nuevo comienzo en el mundo original, en la Tierra. Tú lo has dicho. Es imposible controlar cientos de planetas. La humanidad puede ser feliz en su lugar de nacimiento. Repararemos las desafortunadas decisiones del pasado, recuperaremos la biosfera, los ríos, los bosques, el aire… Administraremos los recursos de manera responsable y comerciaremos entre diferentes siglos para equilibrar sus necesidades.
El asombro no me deja hablar. Ni el más megalómano de los déspotas humanos pretendió dirigir la especie como una colonia de insectos. No deseo ser cómplice de tamaña barbaridad.
—Confinar a la humanidad en la Tierra sería peligroso —trato de razonar—. Un asteroide, un evento volcánico masivo, un ataque extraterrestre… Si nos quedamos en un solo mundo seremos destruidos tarde o temprano. Una máquina del tiempo no lo evitaría.
Los robots arquean sus impecables cejas.
—Recuerda que veremos el futuro —responde uno. Ya no intento distinguirlos—. La organización dispondrá de toda una eternidad para preparar a los terrestres y llevarlos al espacio en las mejores condiciones, cuando consigan crear una sociedad estable.
Habla de nosotros como si fuéramos mascotas que hacen pis donde no deben, animales que alguien tiene que adiestrar. No puedo evitar rebelarme contra ello.
—¡Jamás aceptaremos vuestra dominación!
Veo el asombro en sus rostros.
Me cuesta comprender el instinto de independencia de los humanos. Al contrario que los robots, no aceptan las órdenes con facilidad, aunque sean por su bien. Cuanto más claro e imperativo es el precepto, con mayor firmeza lo rechazan. La reacción de Dorsiana responde a este principio. Me demuestra una cruda realidad: no es posible aplicar abiertamente el control histórico. La nueva organización debe camuflarse bajo otro propósito, el del comercio y la cooperación. Personas capaces, escogidas entre las mejores de cada época, dirigirán y ejecutarán las operaciones, pero solo una pequeña parte conocerá el secreto de su objetivo último.
Mientras tanto, ¿qué hago con Dorsiana? Podría eliminar sus reparos de un plumazo, pero quiero comprender su punto de vista y que ella comprenda el mío. No va a ser fácil. Camina de un lado a otro, abrumada por la adrenalina.
—Hay algo peor aún. —Me acusa de repente con su dedo—. ¿No te das cuenta? Si modificas la historia destruirás a millones de humanos. —Alza su vista a la bóveda—. Mis padres vuelan hacia la Nebulosa con miles de colonos… Si alteras el pasado, eliminarás su existencia. Tu plan no es compatible con la defensa de la vida humana que predicas.
Había pensado en ello, por supuesto.
—Quizás el salto no elimine la línea temporal anterior. Es posible que ambas coexistan separadas. Las ecuaciones de Mallansohn no lo excluyen. Tampoco el resultado de tus experimentos. Podría haber infinitas historias, todas válidas.
—La interpretación de los mundos múltiples —me responde con sorna—. No tiene sentido, el universo albergaría una cantidad infinita de información.
—Incluso con una sola línea, la mutación no causaría sufrimiento a las personas. Simplemente, no llegan a existir. Nunca lo habrán hecho. Pero aparecerían otros humanos en su lugar. Es una gran diferencia.
—Díselo a los que enviarías al limbo. ¿No te parece un daño, arrebatarles todo lo que tienen en el presente, sus experiencias, su familia? ¿Borrarías su ser como un texto fallido que se arroja a la papelera?
Racionalmente, mis respuestas son impecables. Si la desaparición de un ser humano en la línea temporal se considera un daño, éste se compensaría con las nuevas vidas surgidas del cambio. Se requeriría un sistema computacional prodigioso para estimar la conveniencia del ajuste, calcular sus consecuencias: el aumento de la población, las mejores condiciones de vida… Pero la oportunidad de optimización es obvia.
El otro Daneel se me adelanta de nuevo.
—¿Has oído hablar de Elijah Baley? —pregunta a la chica.
—¿Y quién no? En la Tierra le consideramos un profeta. Él hizo que saliéramos de las cúpulas y emigráramos a otros planetas. Ahora tratas de destruir su legado y devolvernos a nuestro encierro.
—Nunca haría eso. Elijah era mi amigo. Conocía bien el comportamiento humano y el funcionamiento de los robots. En su lecho de muerte expuso una idea que ahora me resulta obvia, pero que solo alguien con su perspicacia fue capaz de formular.
Entre los dos explicamos a Dorsiana la idea de Elijah, la Ley Cero. Un robot debe proteger por encima de todo a la especie humana, no solo a las personas individuales como afirma la Primera Ley. Por duro que me resulte siquiera mencionarlo, llegado el caso un robot tendría que sacrificar a una persona por el bien común de su raza. La supervivencia colectiva debe estar por encima de las Tres Leyes originales. Sin embargo, una cosa es formular la ley y otra aplicarla. Ningún robot fue concebido para guardar a la humanidad en su conjunto. Confieso que mi cerebro solo ha podido aceptar la Ley Cero tras un esfuerzo considerable y gracias a las enseñanzas de Giskard, quien no sobrevivió a la prueba de ponerla en práctica.
—Así que mi objetivo no es otro que cumplir el último deseo de mi amigo Elijah —resumo, turbado por mis emociones—. Siguiendo la Ley Cero, debo ayudar a la especie a convertirse en un único organismo capaz de vivir en paz, de crecer y de multiplicarse. Haré lo necesario para que ese deseo se cumpla.
¿Puede un robot tener delirios de grandeza? Daneel no aparenta ser un villano de intenciones malévolas, pero su obsesión por salvar a la humanidad se ha desbordado. Ya no se conforma con ser un rico filántropo. Ahora aspira a ser un mesías.
¿Cómo detenerlos, a él y a su copia fotográfica, antes de que causen una catástrofe? Son criaturas únicas, testigos vivientes de un pasado casi olvidado. Preferiría evitar una solución drástica.
—Veo un problema con la idea del cambio histórico —expongo en tono conciliador—. Solo existe una máquina del tiempo, la que he construido después de descubrir el salto por casualidad. Si cambias el pasado, es posible que yo nunca exista. Por tanto, no podría crear la máquina. De hecho, tú también desaparecerías.
Los androides asienten al unísono, como si se hubieran sincronizado.
—Trabajaremos fuera del flujo histórico. No nos afectarán los cambios. Crearemos la infraestructura de la organización en el interior del túnel y desde allí accederemos a las diferentes épocas para intercambiar mercancías y programar los ajustes, pero regresaremos siempre a nuestro refugio.
El segundo Daneel entreabre su mano, todavía manchada por briznas de hierba. ¿Las recogió en el pasado o en el futuro? ¿Son una muestra del esplendor extinto de la Tierra o un adelanto de la restauración por venir?
—No tienes que preocuparte, Dorsiana. El proyecto requiere un gran número de personal cualificado: físicos, matemáticos, ingenieros, sociólogos, historiadores, economistas, mercaderes… En cuanto resolvamos la incertidumbre que impide a los seres vivos sobrevivir al salto, podrías acompañarme fuera del tiempo, ayudarme a encontrar a los mejores expertos y formarles para construir la organización.
—Una élite fuera del tiempo —pensé en voz alta, con un escalofrío—. Los amos de la eternidad.
—La Eternidad. Un buen nombre, sí —dice el robot, sin captar mi sarcasmo.
La idea de marcharme de la realidad me deja aturdida. Supongo que el robot lo encuentra fácil. No tiene familia ni un entorno social, ignora el coste de abandonar las raíces, de renunciar a los orígenes y a las personas que han compartido tu vida.
Por otro lado, ¿qué me ata en verdad a la Tierra? Mi única compañía es la del profesor Gomes y los demás ancianos resignados a la muerte. No son los mejores candidatos para una relación de amistad, y no digamos para algo más. Pero tampoco puedo eliminarlos de mi memoria como si nunca hubieran existido.
La resistencia de Dorsiana es comprensible. Le llevará un tiempo adaptarse a la perspectiva de la Eternidad. Tampoco a mí me resulta fácil. Aunque reprimo mis dudas para no desorientarla, también me debato con el concepto del ajuste histórico. El conflicto entre la Ley Cero y la necesidad de respetar la vida destruyó a Giskard, y creo que yo tampoco sería capaz de modificar la línea temporal sin dañar mis circuitos positrónicos. Por esta razón tengo que buscar la ayuda de una persona que comprenda la necesidad de los ajustes.
Mi reloj interno interrumpe estos pensamientos.
El otro Daneel confirma con un guiño.
—Ya llega el momento —advierto a la muchacha.
—¿Qué quieres decir?
—Programaste un salto de diez minutos y han pasado nueve desde la llegada de mi gemelo. Debo entrar en la cápsula dentro de sesenta segundos.
La muchacha comprueba el tiempo en el panel de control. —Es verdad que se acerca el momento programado. Sin embargo, como te dije, no recuerdo haber introducido los objetos originales en mis pruebas. Y no volví a meterlos después del salto.
Me muestra las piezas sobre la mesa.
Cada una tiene un duplicado perfecto.
Imagino que el otro Daneel estará pensando lo mismo: ambos podemos seguir existiendo. La máquina no solo sirve para trasladarse por el tiempo, también crea réplicas perfectas. Con varios saltos, nos duplicaríamos tantas veces como quisiéramos. Es una idea embriagadora; crear otros robots con nuestros mismos propósitos y habilidades, colegas con los que repartir la difícil misión de reconducir a la humanidad.
—¡No!
¿Ha descifrado Dorsiana mis pensamientos mientras yo desatendía los suyos?
—No vais a multiplicaros. Entra en la cápsula. ¡Es una orden! —exige la muchacha, menos segura de lo que aparenta.
—Sería una pérdida innecesaria —replico.
—Invoco la segunda ley. Obedece, robot.
Por un momento temo que el cerebro mecánico valore su existencia por encima de mi voluntad humana. Sin embargo, los androides se limitan a intercambiar una tensa mirada y, sin mediar una palabra, uno de ellos se introduce en la esfera y se acurruca en su interior con un leve gesto de despedida.
Cierro la cápsula y conecto la energía justo cuando el contador llega a cero.
La descarga sacude el espacio. Un aroma picante a ozono llena el aire.
Solo queda un robot, tan perfecto, tan amable… Intento no mirarle. Tengo que seguir adelante antes de que la compasión me domine.
—Invoco de nuevo la segunda ley. Robot, destrúyete, por el bien de todos.
A pesar de mis precauciones, vislumbro fugazmente el rostro. ¿Es su amargura una simulación?
—No puedo obedecerte esta vez —responde—. Eliminarme causaría un gran perjuicio a la humanidad.
—La dictadura de un androide no es la solución —insisto.
—Lo siento. La Ley Cero me fuerza a ignorarte.
Temía que llegara este momento. Lejos de apaciguarme, la flema del robot me enerva. Si él se niega a actuar, lo haré yo.
—No usarás mi máquina para tus propósitos.
El distorsionador sigue encendido, manteniendo fija la cápsula respecto a la gravedad terrestre. Solo tengo que desplazar un dial y…
La esfera donde entró el otro robot desaparece en un parpadeo. Un instante después, los soportes que la unían a los generadores vuelan en pedazos con un horrendo crujido. Los restos del aparato son aplastados por el campo distorsionador como si fuera un puño invisible.
Luego, todo estalla.
Vuelvo en mí. La sacudida me ha lanzado sobre el pavimento. Tengo suerte de estar viva. Contemplo el agujero humeante en el suelo del hangar. Es la prueba de que la esfera ha salido despedida hacia el manto terrestre. Debe estar fundiéndose con el magma.
La máquina es ahora totalmente inservible.
El robot se acerca y me regaña como un niño al que he roto su juguete.
—No deberías haberlo hecho.
Temo la reacción del androide. He destruido su grandioso sueño, pero Daneel solo extiende una mano impoluta y me ayuda a levantarme.
Antes dijo que su plan era más importante que las personas individuales. En comparación con sus ambiciosos designios, mi vida solo tiene el valor de cierta información guardada mi mente. Y el robot sabe que no podré ocultársela.
—No dejaré que me utilices —le espeto con desprecio.
Salto hacia mi mesa y enciendo el soldador antes de que el androide pueda reaccionar. La descarga me paralizará el corazón en un microsegundo.
Se carga en pocos instantes. Al encenderse el indicador rojo, lanzo la punta hacia mi pecho. El antebrazo de Daneel lo intercepta. Su bello cuerpo humanoide se agita y se derrumba sobre el cemento con un hedor a carme quemada.
Me quedo de pie junto al robot caído, rígida, como él. La figura parece ahora amable e indefensa. No hay mecanismos rotos tras su piel quemada, solo una incisión por la que mana un fluido rojo y viscoso. Está sangrando.
¿Acaso me ha mentido? ¿Se trata en realidad de un hombre? Es imposible; habría muerto tras el salto. No. Su cuerpo es una imitación del humano, tan perfecta como resulta posible, incluyendo lo que parece ser carne y sangre. Daneel no deseaba que una herida superficial revelara su naturaleza.
Sé que el fluido rojo no es auténtico, pero su visión me perturba. El robot ha arriesgado su vida para salvarme; un movimiento fulgurante, irreflexivo, sin detenerse a considerar que el soldador podía matarlo. Al final, no es tan diferente a una persona. Intenta comportarse según cálculos racionales y tener en cuenta el futuro, pero no puede escapar al presente y a sus propias reacciones inconscientes. La Primera Ley aún le gobierna, un instinto humilde pero irrefrenable que domina sobre sus planes de salvación universal.
De repente, mis temores se esfuman. El robot pudo manipularme para que me plegara a sus intereses y, sin embargo, me dejó actuar con libertad.
Su rostro inerte, carente de expresión, es una máscara de ingenuidad.
Quizás aún pueda salvarlo.
Aunque espíe los rincones más secretos del cerebro humano, nunca terminaré de descifrarlo. No preví las acciones de Dorsiana ni me anticipé a sus verdaderos motivos. Su conducta, el deseo de sacrificarse por lo que creía justo, me encontró desprevenido.
Por si esto fuera poco, cada vez comprendo menos mi propia mente. Temo que el contacto íntimo con el pensamiento humano la esté trastornando. ¿Por qué si no he arriesgado el bienestar de la especie por una sola persona? Sin el aislamiento de mis circuitos centrales, la electrocución habría terminado conmigo. Hubiera sido el fin de Daneel Olivaw y de los sueños de Sarton, de Baley, de Giskard… Todo en vano.