Hijos perdidos - Carlos Rubio Rosell - E-Book

Hijos perdidos E-Book

Carlos Rubio Rosell

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Beschreibung

Un trágico accidente propicia la celebración de una cena en la que un hombre se reúne con los hijos que ha dejado atrás en su búsqueda de un camino propio y sin ataduras. Durante el encuentro, en una casona repleta de fantasmas, se producen una serie de diálogos en los que se revelarán dudas, reproches, anhelos, preguntas y respuestas entre padre e hijos sobre los destinos que hubieran seguido sus vidas de haberse consolidado como una auténtica familia, eso que Borges denominó «las imposibilidades vivas» y «las posibilidades muertas», hasta dejar al descubierto, al final de la velada, la dramática verdad que oculta la historia del padre.

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HIJOS PERDIDOS

CARLOS RUBIO ROSELL

HIJOS PERDIDOS

© Malpaso Holdings, S. L., 2021

C/ Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

© Carlos Rubio Rosell

ISBN: 978-84-18546-15-0

Diseño de interiores: Sergi Gòdia

Maquetación: Joan Edo

Imagen de cubierta: pxhere.com

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

 

 

A la memoria de mi padre

Y para María, la hija que me brindó el destino

 

 

Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdosque la de mi muerte, si es que alguna vez lamuerte ha tenido alguna voz.

JUAN RULFO

I

Perder a un hijo es una de las peores desgracias que pueden ocurrirle a una persona en la vida. Más allá de cualquier otra consideración, abre un hueco en el alma. Y no tiene reparación.

Aquella tarde, lo recuerdo ahora cuando ya solo quedan un puñado de imágenes y palabras, contemplaba el cielo desde el amplio ventanal del salón de casa, absorto en cómo los grises nubarrones que se avecinaban por el norte se despedían del sol deshaciéndose en hilachos colgados al viento. Era la hora en que las cosas se desvanecen al abrigo de las sombras y nos sumergen en un deambular de pasos y gestos titubeantes en busca de la luz eléctrica. Fue entonces cuando el timbre del teléfono interrumpió mi abstracción. Giré la cabeza hacia la mesilla donde reposaba el aparato y lo cogí de prisa. Nervioso por hacerlo callar, pulsé la pantalla y creí reconocer la voz de Maat. Sus palabras se escuchaban débiles y entrecortadas, como si estuviera a punto de perder la señal de cobertura o se encontrara en un sitio muy lejano, y casi tuve que adivinar lo que decía.

—¿Papá?

—¿Sí?

—Ha habido un accidente... Un coche perdió el control y…chocamos… Todo fue muy rápido... Lo siento…

—¿Pero qué ha pasado, hija… cómo?

—Lo siento, papá, de verdad que lo siento…

Comencé a perder los nervios.

—No hija, no, no te preocupes. ¿Tú cómo estás?, ¿estás bien? —temblé.

—…

—¿Estás bien? —insistí nervioso.

—¿Y mamá?

—Ya se lo diré, no te preocupes…

La ansiedad se apoderó de mí. Alcancé a escuchar que estaba en el kilómetro 15 de la carretera de Colmenar, cerca de Madrid, y que uno de sus hermanos iba con ella. Entonces la comunicación se cortó.

Hundido en el estupor, apreté contra mi mano el aparato y lo lancé lo más lejos que pude. Voló cruzando la chimenea hasta chocar contra la pared y algunos pedazos se esparcieron por el suelo sonando a plástico y escayola rotas, multiplicados en su despedazamiento. Salí de casa a toda prisa y conduje como un autómata. Cuando llegué al lugar del accidente el coche parecía un amasijo de hierros y un policía me informó que habían trasladado a los heridos al hospital, y que el pronóstico de uno de ellos era grave. Volví al coche y grité. Grité todo lo fuerte que pude. Un desgarrado grito. Y rompí en llanto. Estuve largo rato sollozando, sin comprender por qué la vida jugaba así con el destino de las personas. La angustia se me atravesó en la garganta y casi no podía respirar, por lo que presa de la desesperación abrí la ventana del coche para que me diera el aire. La luz de una farola golpeó mis ojos cegándolos por completo con su resplandor, pero el aire frío que soplaba con fuerza apaciguó la sensación de asfixia que me embargaba. Respiré profundamente con los ojos cerrados y al abrirlos vi cómo una lluvia de hojas caía desde las copas de los árboles cercanos que se balanceaban empujados por el viento. Comprendí entonces que no había distinción entre la vida y la muerte, que ambas eran la misma cosa, que al igual que aquellos árboles vivían y morían a un tiempo, todos vivíamos y moríamos a la vez, sin interrupción, eternamente. No éramos más que hojas de árbol empujadas por el viento, ora en las ramas, ora en el aire, ora en el suelo; a veces verdes y tiernas, a veces marchitas y secas, olvidadas. Me entregué a esa imagen hasta que se aplacaron mis nervios y puede desprenderme de mi conciencia interior, dejando que el viento me arrastrara y, así, se llevara consigo la desesperación y la tristeza.

El día del funeral un aguacero de lágrimas cayó sobre nuestros hombros. Había mucha gente, amigos, familiares, desconocidos. Algunos nos abrazaban, nos susurraban frases de pésame y consuelo o lloraban con nosotros nuestra pérdida. La madre, de la que me había separado pocos años atrás, estaba destrozada, inconsolable. Sin embargo, yo me mantenía impasible, sereno, evitando que el aluvión de condolencias hiciera mella en mi ánimo.

Absorto en los recuerdos, un temblor sacudió mi cuerpo y reconocí a mis hijos entre la concurrencia, reunidos después de tantos años para asistir al duelo de uno de sus hermanos. Atónito, solo logré sonreírles mientras escudriñaba sus rostros buscando estúpidamente parecidos físicos, algún rasgo, un gesto mío. Como yo, no lloraban ni expresaban dolor; en cambio, en sus ojos había una mezcla de piedad y ternura que me reconfortó. Ninguno decía nada, como si el puro acto de estar fuese suficiente consuelo para todos, y ya al final, cuando estábamos a punto de marcharnos, uno de ellos se acercó y me dijo:

—Queremos hablar contigo… Va a ser difícil que haya otra ocasión para reunirnos todos.

—¿De quién ha sido la idea?

—De Maat.

—¿Por qué?

—Papá, tenemos que hablar.

«Contarnos… Decirnos», pensé.

—¿Podemos ir a casa?

—Será lo mejor —dijo.

Con el correr del tiempo había logrado un éxito económico que me permitió comprar un antiguo caserón en San Lorenzo del Escorial, a las afueras de Madrid. Era una finca de 400 metros cuadrados, una antigua construcción de tres plantas con varias habitaciones, dos pequeños jardines y un sótano que atesoraba un montón de muebles viejos, trastos y reliquias de otras épocas. Tras unos años de gloria en los que se había convertido en un lugar lleno de vida y encanto, cuando me separé de la madre de Maat la abandoné a la decadencia y solo utilizaba la cocina, un baño, un dormitorio, la biblioteca con sus enormes anaqueles de puertas de cristal y el salón con chimenea de piedra forrado de estanterías repletas de libros donde solía leer en un sofá de cuero junto a una vieja mesilla. El resto de las estancias servía de decorado a mis paseos nocturnos: un enorme comedor contiguo al salón con una mesa estilo imperio para ocho personas y un espejo de crespones dorados sobre un inmenso mostrador de madera que nunca había vuelto a utilizar. Una serie de lúgubres pasillos conducían a estancias donde solo moraban el polvo y el olvido, y en la parte superior, unas habitaciones que para mí solo figuraban como puertas selladas a un interior por el que no experimentaba el más mínimo deseo de repasar su contenido. Aquella casa, me dijo el agente inmobiliario que me la vendió, había pertenecido en su origen a los embajadores de la Francia del ancien régime. Casualidades fútiles, sin importancia. Al comprarla —la había hipotecado sin que el gestor del banco rechistara: ¿Un millón? Claro, firme aquí—, solo había tenido en mente un viejo sueño: darle un hogar a mi familia. Pero los años me habían pasado por encima sin que ese deseo se cumpliera y el invierno de la vida, la soledad, la desmemoria y el cansancio contribuían a que cada vez pensara menos en ello. Hasta que aquel desgraciado accidente me daba una nueva oportunidad.

Cuando la noche empezaba a acumular sus obscuras ruinas sobre los altos muros del caserón y las formas de vida se derretían ya en una miopía que confundía colores, formas, luces y siluetas, llegaron ellos. Yo había estado esperando toda la tarde en el salón hojeando absorto el gastado álbum familiar de mi memoria. Les pedí que pasaran al comedor. El aire de la estancia parecía cargado con todos los mensajes de la tierra, como si llevara una profusión de vidas murmurantes. La vajilla lucía resplandeciente bajo dos pequeños candelabros, dispuesta con ordenado esmero sobre la mesa. Siete servicios con la cristalería y las servilletas perfectamente acomodados. Yo mismo había colocado con gran ilusión cada plato, cada cubierto, cada copa, cada trozo de tela blanco como si fuese a ofrecer el banquete de mi vida, una auténtica celebración familiar en compañía de mis hijos.

Maat encendió dos velas en los extremos de la mesa y dijo:

—Al fin ha llegado el momento, papá. Aquí nos tienes.

No tenía la certeza de que pudiera decir todo lo que tenía planeado porque había pensamientos tan profundos que nunca me los había revelado ni a mí mismo.

—Hijos míos, ¡cuánto tiempo! —dije suspirando, y al hacerlo expulsé el peso de mis aflicciones, condensadas entre el estómago y los pulmones, entre la garganta y la nuca, entre las palmas de las manos y los nudillos de los puños cerrados, que al abrirlos para darles un abrazo me hizo sentir ligero, como si algo arrastrara mi cuerpo sobre una corriente de aire que me sumergió en una espesa densidad donde las cosas, y yo mismo, parecíamos atrapados en una ebriedad de ensueño.

En el ambiente flotaban los recuerdos y disfruté aquel instante de paz en la excitación de los sentidos. La hora había olvidado el ruido del mundo y se internaba en la obscuridad, donde las reglas geométricas que reinan en la claridad quedaban canceladas, horrorizadas ante la transposición de la luz y la bruma que envolvía el momento, más proclive a los cantos de sirena y los delirios de absoluto. Todo se diluía en un desvanecimiento del alma que ponía fin a los excesos de la razón y al constante golpe de cincel de los anhelos ilimitados, y daba paso a un transcurrir de signo saturnino donde la melancolía era la única piedra angular, el único cimiento posible, lo que daba a mi rostro una expresión de extraña beatitud que asumía a la vez un gesto de misericordia. El anochecer se había deslizado sobre las cosas, suavizando todo lo que era áspero y rugoso, ablandando los párpados y exprimiendo un frescor en la mente que se debatía en el caos de preguntas sin respuesta. Aquel instante se erguía como un monumento a la reconciliación que moderaba el horror y la felicidad excesivas, y se afirmaba como un acto de justicia, escapando de la vigilia y el sueño para asentarse en un mundo donde no contaban ni las limitaciones de la existencia ni la cobardía, y donde simplemente respirar era la prueba palpable de que podía ingresar en aquella atmósfera incierta donde el tiempo parecía haberse ausentado por completo para poder durar.

Como uno de mis hijos había dicho, aquella cena provocada por un desgraciado accidente representaba para mí una oportunidad única de reunir a mis hijos, fruto de mi relación con distintas mujeres: Chuy, Carlos, Xóchitl, Alexandra, Paolo y Maat. ¿Faltaba alguno? No quería ni pensarlo. Tampoco quería someterme al rigor de la realidad, sino dejarme llevar por esta fugaz ilusión de familia. Estar con ellos me producía una extraña sensación de solaz espiritual. Con el tiempo eran como yo los había imaginado: una combinatoria de rasgos y facciones elaborada por la mano del destino a partir de la genética de sus madres y sus parientes, una mezcla insólita de libros de familia, fotografías en blanco y negro, daguerrotipos gastados y retratos al óleo abandonados en desvanes y armarios enterrados en los confines del pasado.

La sensación de que el tiempo había olvidado su determinación permitió que me relajara un poco más, y echando una ojeada a aquella escena tantos años acariciada en el letargo de la soledad, traté de ser efusivo.

—Dejadme que os vea, hijos. ¡Qué barbaridad, cuánto tiempo sin saber nada de vosotros! —dije aún de pie, queriendo imprimir familiaridad a mis palabras.

Maat salió del comedor mientras yo repasaba en una fugaz mirada panorámica al resto de mis hijos ahí sentados, como un flashazo que ilumina un paisaje para estamparlo enseguida en el cuerpo de una fotografía hasta entonces imposible y que la única hija con la que había vivido me regalaba como premio a una ambigua paternidad marcada por las indecisiones y las dudas, las ausencias, los errores, los silencios, las discusiones, el cariño, el amor y la tragedia. Ellos me miraban con interés, curiosidad, sorpresa, ternura, condescendencia y reserva, pero ninguno decía nada.

—Decidme, ¿qué ha sido de vosotros, dónde habéis estado? —pregunté tocando el frío respaldo de la silla, que crujió cuando la eché hacia atrás antes de sentarme a la mesa.

Chuy me lanzó una mirada furiosa y respondió:

—Eres tú el que debe decirnos qué ha pasado. ¡Queremos que nos des una explicación!

—¿Una explicación? No, hijo... no hay explicación… La verdad es que nada ha sido como yo esperaba, salvo este momento en que os tengo por fin juntos —respondí.

—¿Por qué hablas así? Has cambiado tanto que ni tu acento es normal. Hablas como otra persona —dijo Chuy.

—Hace tantos años que no vivo en México —traté de justificarme.

—¿Eso es todo, papá? No sé a qué he venido —se quejó Chuy con fastidio, mirando a sus hermanos.

—¿Queréis una explicación? —desafié—. Es muy sencillo: mientras yo derrochaba la vida y despilfarraba el amor no os di lo que yo sí tuve: un padre. Y ahora podemos hablar sobre las decisiones que tomé al respecto y si en realidad me han permitido ser lo que quería en la vida: un hombre libre —expresé con estúpida solemnidad, justificando un discurso grabado a cincel en mi memoria.

Para intentar romper el hielo descorché una botella de vino y apuré de dos tragos una primera copa.

—Quizá no lo sepáis, pero el peso de nuestros actos va ejerciendo con el tiempo una ligera presión que, por muchos años que pasen, es imposible de eliminar a lo largo de la vida. Veréis —dije con la vista puesta en el tallo de la copa ya vacía, calibrando el sabor del líquido—, yo nunca he querido ser padre. En mi juventud todo hacía aparecer el pensamiento de que las responsabilidades de la paternidad segarían mi desarrollo e interrumpirían mi vuelo. Tenía miedo de verme de pronto inmerso en una vida incómoda, asfixiante tal vez, con el agobio de unas obligaciones que consideraba ajenas a lo que debía ser mi dedicación. Tampoco tenía claro que cada una de vuestras madres iba a ser la mujer definitiva en mi vida, algo fuera de lugar desde luego, porque a todas ellas las amé y eso hubiera sido más que suficiente para llevar a cabo el acto de la paternidad.

—¿Estás seguro de que las amaste? —preguntó Xóchitl.

—Sí… pero no era solo en ellas donde estaba la energía que me llevaría a ser padre, sino en mí mismo también, y fui yo el que la manejó con determinación, el que la dejó fluir, el que la bloqueó al sentirla, el que actuó, siendo consciente de que si se desperdiciaba era yo mismo el que la perdía. Nada de ello fue un error. No. El error hubiera sido creer que no habría más energía. Por eso pude tomar decisiones, equivocadas o no, porque siempre he vivido enfrentado al hecho de qué hacer con ese poder que la vida nos otorga. Todos provenimos de ahí. Pero no lo entendemos si solo juzgamos, porque es necesario comprender a dónde va toda esa energía que, a veces, ni la muerte es capaz de detener.

Los platos seguían vacíos y mis hijos se mantenían impasibles. Incluso Paolo, el mas pequeño de todos, a sus dieciséis años, conservaba una tranquilidad pasmosa para un adolescente.

—¡Maat, la sopa! —grité en dirección a la cocina.

Se hizo entonces un barullo en el comedor y las voces de los chicos se mezclaron en una confusa red de preguntas y rumores: «Papá, ¿por qué?... ¿Tu quisiste esto?... ¿Hubo amor?... ¿Eres feliz?... ¿Ha valido la pena separarte de nosotros?... ¿Nos vas a contar?... ¿Qué has hecho todo este tiempo?... ¿Sabes dónde está mamá?... ¿Es verdad que nunca nos quisiste?... ¿Recuerdas qué pasó?... ¿Qué pensabas?... ¿Estás triste?... Dinos... Cómo... Cuándo... Dónde... Qué… Yo... Tu... Él... Nosotros...».

Sus voces acuciaban mi memoria y aquella cena, impredecible hasta el momento en que Maat nos había congregado, se iba transformando en una reunión planeada para encontrar, al menos en el esbozo de las respuestas, un consuelo postergado durante años.

SUZIE Q

A los treinta años, Chuy, el mayor de todos, hubiera podido ser y hacer lo que le hubiera dado la gana. Dijo que por ahora conducía un trailer en el norte de México, llevando cargamentos de todo tipo, recorriendo carreteras día y noche, asediado por la violencia en un clima de inseguridad absoluta. Se parecía a su madre en el pelo castaño, la nariz afilada y ligeramente aguileña, la piel muy blanca, los ojos de un leve tono verdoso, sus labios gruesos como los míos. Se mostraba callado, distante y enfadado. Me recordaba a su tío Jesús, el hermano mayor de su madre. Teníamos diecisiete años cuando Chuy quiso venir al mundo. Su madre, a quien solía llamar Suzie Q, trabajaba en una institución estatal como secretaria y yo, que acababa de terminar el bachillerato, era asistente en la pequeña biblioteca de una escuela cercana. Nos conocimos en los comedores de aquella escuela durante unos cursos de verano. Por la noche, cuando terminaban las clases, nos encerrábamos en un aula para fumar y charlar, haciéndonos todo tipo de preguntas sobre sexualidad. Ella era lenguaraz, descarada, provocadora. Fumaba como una chimenea. La primera noche que salimos juntos vestía un traje blanco que le quedaba grande porque solía usar la ropa de sus hermanas mayores. La asalté por la espalda y le dije: «¡Te voy a comer!». Y ella soltó una carcajada. «¿Sí?», me miró desafiante, «pero te lavas las manos, cochino…», volvió a reír. Tratándose de sexo, a Suzie Q nada la intimidaba. Subimos al Cuervo, un Ford Fairmont negro del 78 que acababa de comprar a plazos para ir a la universidad, y fuimos a un hotel de mala muerte. Nos bebimos media botella de ron, fumamos mariguana, hablamos y reímos hasta que nos dolió el estómago. Al final, borrachos y mareados nos tumbamos en la cama y Suzie Q me pidió que hiciéramos el amor. «¿Estás segura?», dije tímido. Echó a reír descarada, burlándose de mí. «¿Eres virgen?», dijo socarrona. «Casi», contesté titubeante. «¿Cómo que casi? ¡Eres virgen!», gritó burlona. «No pasa nada», añadió besándome. Comenzamos a acariciarnos y nos desnudamos torpemente, y entonces se montó encima de mí: «Así... ahí», indicó guiando mis movimientos, llevando mi cintura a encajarse entre sus piernas. Sentí sus muslos firmes, su aliento cálido, su respiración acelerada. Apretaba los labios y fruncía las cejas, hasta que se distendió sin ruidos y se tumbó a mi lado, encendió un cigarrillo y fumó con parsimonia, echando largas bocanadas de humo. Sin decir palabra apagamos la luz y nos quedamos dormidos.

Al día siguiente nos enteramos de que su madre, que regentaba los comedores de la escuela, había montado en cólera al no saber dónde había pasado la noche su hija, y que acusaba a uno de los profesores de haberla seducido y abusado de ella. «Eso le pasa al Rancio por cochino —me contó riendo—, mi madre fue a preguntarle dónde estaba yo y él le contestó asustado que no sabía de qué hablaba. Y mi madre, con un cucharón en la mano amenazándolo, empezó a gritarle que dónde carajos estaba yo. Estaba cagaba de miedo de que le acusaran de violador de menores. ¿Te lo imaginas? El Rancio con cara de susto, estirando los bigotes; seguro que se acordaba de todas las veces que me había invitado a salir. El muy degenerado se llegó a quedar en calzoncillos frente a mí, esperando a que le hiciera una paja.» Estaba feliz, ese tipo de cosas le gustaban, ver en riesgo a los demás a causa de sus travesuras. Tiempo después de que rompimos me invitó a una fiesta en casa de su madre y como yo llevaba a una novia que no le gustó, le dijo a su hermano Jesús que me rompiera la cara porque eso la hacía sentirse humillada. Jesús me echó de la casa y me persiguió hasta la calle amenazante, mientras Suzie Q iba tras él disfrutando de la escena. Corrimos hasta que encontramos el coche y salimos de ahí escuchando golpes y patadas en la carrocería e insultos de todo tipo. Después Suzie Q me confesó que, aunque estaba celosa, lo había hecho por pura diversión, que había azuzado a su hermano para ver cómo reaccionaba yo. Al poco de hacernos novios me había contado que era amante de un hombre quince años mayor que ella: Pío. Él le había enseñado todo lo que a sexo se refiere. «Era un degenerado», decía. Nunca acabé de comprender si lo nuestro fue para ella solo sexo, pero para mí fue poco a poco tornándose amor. Nos gustaba ser una pareja abierta, que se contaba todo, que no tenía miedo a hablar de sus deseos y sensaciones. Esa era la única fidelidad que nos debíamos. Cierta tarde Suzie Q, su prima Pepa y yo fuimos a una orgía que había organizado Pío. No lo sabíamos, pero Suzie nos lo confesó después. «Pinche Pío, quería cogerse a Pepa y no paró hasta conseguirlo», nos dijo cuando nos contó que él la había llamado pocos días antes para invitarla a su «fiesta.» Nada más llegar, nos habían dado un cóctel de cerveza espolvoreada de yombina, una droga que usaban los veterinarios para cruzar a las vacas, según me enteré después. «Es para que se vayan calentado, chavos», nos dijo el anfitrión, un cuarentón fornido y rapado al cero que iba con una camiseta de tirantes. Los tres sonreímos alegres, dijimos salud y de dos tragos dimos cuenta de la bebida. Yo llevaba un par de chubis y salimos al jardín a fumar. Cuando estábamos entonados, nos pusimos a bailar los tres entre un grupo de gente que de repente comenzó a quitarse la ropa. Sonrientes los imitamos y, de pronto, Pepa desapareció. Suzie se quitó la blusa y se quedó en sujetador, mientras se contoneaba sensual apretándose a mi cuerpo. En ese momento se nos unió una mujer entrada en años y le quitó acabó de desnudar a Suzie, que me miró sonriente mientras la mujer me pasaba la mano por la entrepierna. Las luces cambiaban de color al compás de la música y cuando sonaron las primeras baladas lentas yo ya no llevaba camisa y Suzie se contoneaba sensual. La mujer enterada en años comenzó a besarla y me atrajo junto a ellas. Sentí que alguien me bajaba los pantalones y comenzaba a sobarme por todos lados. Suzie me dio la mano y me llevó a un sofá donde me tumbé junto a la mujer entrada en años, que de pronto me colocó un condón y se montó encime de mí, mientras Suzie me besaba. Por el rabillo del ojo pude ver a Pepa a cuatro patas en otro sofá, recibiendo el cariño del tipo fornido de la camiseta de tirantes mientras Pío los miraba. Otros estaban entregados al sexo en la alfombra, en una mesa, en los rincones. Entonces escuché gemir a Suzie y me di cuenta de que unas manos extrañas le apretaban los senos, mientras se movía encima de mí y la mujer entrada en años, de espaldas, chupaba una enorme verga. Entonces Suzie se levantó y la perdí de vista, mientras la mujer se daba la vuelta intentando montarse de nuevo encima de mí, pero la aparté y fui a buscar a Suzie. Encontré a Pepa en la cocina preparándose un gin tonic y le pregunté por su prima. «Está con un güey», me dijo. Salí al patio y encendí el otro chubi que llevaba. Después de unas caladas, apareció Suzie con Pepa. «¿Qué onda?, ¿cómo estás?», me preguntó. «Bien, ¿tú qué tal?», respondí. «El Pío dice que si queremos podemos quedarnos a dormir», dijo Suzie. «¿El Pío?», exclamó Pepa. «Te acabas de acostar con él, pendeja. Al fin se le hizo», sonrió Suzie. «¡Eres una cabrona!», rezongó Pepa. «Mejor vámonos», propuse. «Sí», terció Pepa. «Son unos pinches aguados», dijo Suize. Y nos largamos.

Unas semanas después volvimos a salir con Pepa. Fuimos al apartamento donde vivía mi hermano y estuvimos bebiendo toda la tarde. Entonces Pepa comenzó a toquetearme y a decirme que quería acostarse conmigo. Suzie estaba tan borracha que se reía por todo. Le pregunté si le molestaba que nos fuéramos los tres a la cama y ella hizo un gesto que en mi embriaguez quise entender de aprobación. Nos metimos los tres bajo las sábanas y comencé a acariciar a una y otra a la vez. Cuando Suzie Q parecía haberse quedado dormida su prima y yo comenzamos a hacer el amor, pero de pronto Suzie despertó y montó en cólera. «¡Cabrones! ¡Cómo es posible! ¡Degenerados! ¡En mis narices!», chillaba. Su prima reía a carcajadas, pero Suzie se vistió y salió del apartamento como alma que lleva el diablo. La alcancé a varias calles de distancia. Estaba nerviosa y fumando. «Tú dijiste que no te importaba», le espeté. «¡Yo no dije nada! ¡Eres un desgraciado!» Intenté abrazarla pero ella me rechazó, aunque aceptó volver al apartamento. Cuando Pepa nos vio llegar empezó a burlarse de nosotros. Suzie la miró desafiante y le dijo: «¡Vete a la chingada!» Entonces Suzie soltó una carcajada y todo volvió a estar como si nada hubiese pasado.

—Así era tu madre —dije a Chuy, que no parecía muy atento a mis palabras, a pesar de lo cual proseguí mi relato—. Tenía su lado cursi.

A ella le gustaban mucho las canciones de la Nueva Trova Cubana: Pablo Milánés, Amaury Pérez, Silvio Rodríguez. Cuando Silvio tocó en el Auditorio Nacional, la sorprendí con unos boletos para ir a su concierto. Eran un par de asientos en el centro de la primera fila. Esa noche Suzie llevó una grabadora gigante que pusimos sobre el escenario, casi a los pies del músico. Y grabó todo el concierto emocionada. Si empezaba una canción que le gustaba especialmente me miraba cómplice, sonreía y me apretaba las manos. Siempre que estaba feliz, tu madre hacía un gesto hundiendo el cuello entre los hombros y esbozaba una media sonrisa, con timidez, mirando de reojo. Sí, se puede decir que esa noche fue feliz. También adoraba la playa. Un día decidimos irnos de excursión a Zipolite, e invitamos al Grillo, mi mejor amigo. Ella tuvo que escaparse por enésima vez del férreo control familiar, del castillo de la pureza que su madre pretendía haber construido con tanto tesón como descuido, pues todos en aquella fortaleza sabían por dónde huir: las tías Pasa, Carmen y Mini, más la tropa de los tíos, a cual más salvajes: Jesús, el Güero, Güicho y Paco. Todos eran víctimas de órdenes marciales y castigos, pero al final hacían lo que les daba la gana. Tu madre había guardado en su mochila un bikini, un pantalón vaquero, una blusa blanca muy escotada, tres camisetas, veinte cajetillas de cigarros y una caja de condones. Quedamos en vernos en la estación de autobuses del sur. El Grillo llegó primero y compró una botella de ron; después llegó Suzie Q y yo llegué corriendo cuando faltaban cinco minutos para que el bus se marchara, dejando el Cuervo en manos de un primo. Al vernos nos abrazamos sonrientes y doce horas después estábamos en Puerto Escondido. De ahí viajamos a Pochutla y de Pochutla, subidos en la parte trasera de una camioneta, fuimos a Puerto Ángel. Después comenzamos a andar por un viejo camino de tierra bordeando un par de montañas hasta que al fin avistamos la playa de Zipolite. Todo olía a mar, a selva, a humo de leña quemada. El sol arreciaba pero estábamos felices de llegar. Enseguida buscamos las cabañas de Gloria, una gringa que alquilaba hamacas y palapas al final de la bahía, subiendo un pequeño monte desde donde se divisaba en toda su extensión la larga franja blanca de olas rompiendo con fuerza y el horizonte ceñido al mar y al cielo. Tu madre y yo alquilamos un cuarto minúsculo hecho con viejas tablas de madera, donde las dos camas, en realidad cañas atadas con mecates, apenas cabían, y el Grillo se quedó en una hamaca. Ese mismo día esperamos a que se hiciera de noche para salir a comprar mariguana y volvimos con medio cuarto de yerba. Hicimos unos chubis, cogimos la botella de ron y bajamos a la playa a fumar trepados a una gigantesca roca que se internaba unos metros en el mar y en cuya cima había una pequeña explanada que servía de terraza natural para los escasos viajeros que llegaban a este paraíso. Fumábamos y bebíamos entre risas cada vez más hilarantes, burlándonos de todo, ajenos al mundo, embelesados, orgullosos de nuestra desfachatez, de nuestra insolencia, de la transgresión que representaba salirnos de las normas y cruzar el umbral de las estúpidas leyes que nos prohibían fumar mariguana y beber alcohol a cielo abierto. Entonces comenzamos a hacernos fotos exhibiendo muecas delirantes y posturas absurdas. Tu madre y yo nos besamos y el Grillo hizo más fotos. Una luna enorme se había posado a nuestro lado iluminando la noche y le pedí a Suzie que le prendiera fuego con un encendedor para hacerle otra foto. No parábamos de reír y hacer bromas y dos horas después tu madre estaba tan borracha que se quedó sentada al borde de la roca, dejando caer la cabeza somnolienta. Una teta se le había salido de la blusa y le asomaba como a una Venus decadente. Le hice una foto más sin que se diera cuenta. El Grillo se partía de risa. En ese momento la luz de una linterna nos golpeó los ojos. Un soldado se había encaramado a la cima de la roca y nos miraba estupefacto y amenazador: Suzie Q con una teta al aire, el Grillo riendo como un demente con la botella de ron vacía en una mano y yo, más hilarante aún, con un chubi en la boca que escupí al mar al instante. Las rondas nocturnas de soldados por aquellas playas habían comenzado hacía muy poco tiempo. Hasta el año anterior, Zipolite era una zona franca a partir de las cinco de la tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse y los soldados que iban por la mañana se marchaban a su cuartel en Puerto Ángel. Entonces sonaba una trompeta a lo lejos señalando la retirada de los soldados. Y comenzaba una agitación especial en aquella playa salpicada de cabañas, hamacas y enramadas. Por las mesas de las palapas acondicionadas como bares o restaurantes pasaban personajes de todo tipo ofreciendo drogas. Comprabas lo que querías y te ibas a tu cabaña o al monte o a la playa o a donde te diera la gana a metértelo tranquilamente. Pero la fama de un sitio así fue creciendo entre la juventud descarriada y el gobierno ordenó a los militares montar un pequeño retén ahí mismo para hacer rondas a todas horas. El militar que nos descubrió encaramados a la roca nos preguntó qué hacíamos. «Vemos el mar y la noche, mi sargento —le dijimos—, pero estábamos a punto de irnos a dormir.» Nos cacheó minuciosamente sin escucharnos. Por fortuna nos habíamos fumado los chubis y el último que tenía yo en la boca cuando llegó el soldado nadaba ya en el Pacífico, así que cuando el sardo se acercó a Suzie ella comenzó a gritar. «¡Qué me quiere hacer!, ¡degenerado!, ¡no se atreva a ponerme las manos encima!» El tipo se quedó paralizado, sin saber cómo reaccionar. El Grillo y yo nos quedamos fríos. Entonces Suzie comenzó a reír a carcajadas. «¡Qué miedo! ¡Pinches cobardes! ¿Eh? Ahora sí están asustados ¿verdad?», escupió en nuestra dirección. Reía de forma demencial, sin parar. El sardo no sabía qué hacer. De inmediato optamos por decirle que era mejor llevárnosla a dormir, que se le habían pasado las copas. «¡No estoy borracha, cabrones!», gritaba. El soldado decidió rebuscar con su linterna en el suelo de aquella pequeña explanada de la roca por si encontraba vestigios ilegales de nuestra pachanga con los que pudiera incriminarnos para después chantajearnos y pedir dinero. Pero al no encontrar nada, nos obligó a bajar sin decir más. Una vez en la playa, nos azuzó para que camináramos delante de él y, de pronto, se esfumó. Cuando nos dimos cuenta corrimos de vuelta a las cabañas de Gloria y nos pusimos a fumar mariguana todavía temblorosos. «¿Qué, están cagados verdad? ¡Casi se mean de miedo, putos!», se burlaba Suzie, que por nada del mundo hubiera desaprovechado la ocasión para reírse de nosotros.