Historia de una traicion - Amante de nadie - Sheri Whitefeather - E-Book
SONDERANGEBOT

Historia de una traicion - Amante de nadie E-Book

Sheri WhiteFeather

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Historia de una traición Sheri Whitefeather Aquella mujer le había arrebatado todo lo que debía ser suyo… A Walker Ashton le habría gustado que su hermano nunca hubiera descubierto que su madre seguía viva y que nunca le hubiera pedido que la encontrara. Había llegado a ser el director general de Ashton-Lattimer y siempre ponía los negocios por delante del placer… Pero placer fue precisamene lo que encontró al conocer a Tamra Winter Hawk, la mujer que cuidaba de su madre… y la mujer más bella que había visto en su vida. Walker no entedía por qué Tamra lo atraía tanto, ni por qué no podía dejarse llevar por dicha atracción. Amante de nadie Kristi Gold Estaba todo listo para la seducción, pero no sabía si estaba preparado para decir la verdad… El empeño de Ford Ashton en descubrir quién había matado a su abuelo lo llevó hasta la amante del difunto millonario. Sin duda su ayudante personal Kerry Roarke conocía todos los detalles de su vida. Así que, ¿qué mejor manera de averiguar lo que quería que seduciéndola? Ella no era la amante de nadie, por mucho que la prensa se empeñara en lo contrario. Pero ahora la mujer que había huido del acoso de su jefe se sentía atraída por un desconocido cuyos ojos le resultaban muy familiares… y cuyos besos la tentaban peligrosamente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 399

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Nº 40 - julio 2014

© 2005 Harlequin Books S.A.

Historia de una traición

Título original: Betrayed Birthright

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2005 Harlequin Books S.A.

Amante de nadie

Título original: Mistaken for a Mistress

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4608-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

WINE COUNTRY COURIER

Crónica Rosa

MENTIRAS... TRAICIÓN... ESCÁNDALOS...

Al parecer la familia Ashton es más extensa de lo que pensábamos

Hay cosas en el pasado de Walker Ashton que están resultando distintas de lo que pensaba. Según parece su hermana Charlotte y él han vivido engañados durante años y ahora se siente traicionado. Al enterarse de que su madre, a quien creía muerta, sigue viva, el director interino de la Corporación Ashton-Latimmer ha dejado su despacho para ir en su busca a la reserva india de Pine Ridge, en Dakota del Sur, en busca de la madre que le negaron siendo un niño. ¿Qué no daríamos por poder presenciar esa reunión entre madre e hijo?

Y de una reunión pasamos a hablar de una reconciliación que nos preguntamos si llegaremos a ver; la de Walker con su primo Trace, con quien nunca se ha llevado muy bien. ¿Podrá el hijo de Spencer Ashton dejar atrás la animosidad que siente hacia el que fuera el protegido de su padre, o será su resentimiento un obstáculo insalvable?

Prólogo

1983

Maldito David... Primero se había empeñado en casarse con una india, y ahora había tenido que morirse dejando a dos críos.

Spencer Ashton resopló irritado con la vista fija en la carretera. Había tenido que ir a Nebraska para poner en orden los asuntos de su difunto hermano y llevarse a los niños con él. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?; ¿quién si no habría recogido los pedazos de la ruinosa existencia de David y les habría ofrecido una vida mejor a sus niños mestizos?

No podía habérselos dejado a aquella sucia piel roja para que los criara en la reserva de la que provenía, con todos aquellos salvajes; no cuando eran hijos de su hermano. Bastante habían malvivido ya en aquella granja a la que su hermano David no había logrado sacarle la menor rentabilidad; la granja que él mismo le había ayudado a comprar mucho antes de que se casara con la india.

David había sido demasiado orgulloso como para admitir que su familia y él apenas tenían para vivir con lo que producía la granja.

Spencer bajó el quitasol, guiñando los ojos por el sol de la tarde. Habían dejado ya atrás el aeropuerto y se dirigía al Valle de Napa, donde poseía una finca con una de las mejores bodegas de California y una mansión de veintidós mil metros cuadrados. El niño y la niña que llevaba con él, los hijos de su difunto hermano, iban sentados junto a él en la parte delantera de su lujoso sedán.

Los miró de reojo y vio que la niña, Charlotte, que tenía tres años, seguía comportándose como un polluelo caído del nido. De cuando en cuando incluso gimoteaba todavía, lo cual estaba atacándole los nervios. Había querido sentarla en el asiento trasero, pero se había negado a que la apartara de su hermano. Nunca le habían gustado las criaturas débiles, pero al fin y al cabo era la hija de su hermano.

En cambio el niño, Walker, que tenía ocho años, ya se había ganado su respeto. Llevaba la cabeza bien alta y parecía que tenía agallas. Era digno de ser un Ashton.

Era una lástima que fuese medio indio, pero suponía que podía pasar aquello por alto. Dios sabía que bastante tenía ya con sus propios niños sin contar con que había otro bebé en camino, pero Walker era distinto. Probablemente llegaría más lejos que cualquiera de sus hijos.

Charlotte volvió a sollozar, y Spencer apretó irritado el volante entre sus manos.

–Está asustada –dijo Walker.

–Lo imagino; vuestros padres han muerto.

O eso les había dicho. En realidad su madre estaba viva, pero ése era su secreto. Le había contado la misma historia a todo el mundo excepto a su abogado; que Mary «Pequeña Paloma» había muerto en el hospital al que había sido trasladada tras el accidente de coche que había sufrido con David.

De hecho, su abogado y él la habían obligado a entregarles a los niños, pero había sido lo correcto, y Walker era la prueba de ello. El chico tenía un aspecto mucho más presentable con la ropa que le había comprado, y tampoco se había quejado cuando lo había llevado a que le cortaran el pelo. De ninguna manera se los habría llevado a su casa con esa pinta de vagabundos.

Giró la cabeza y estudió al chico. Tenía el brazo en torno a su hermana en actitud protectora, pero aun así tenía un aire de independencia. Su madre había dicho que tenía alma de guerrero, que era un auténtico sioux, pero él no opinaba igual. Debería haber nacido blanco.

–De niño yo fui pobre también –le dijo–, pero aspiraba a algo mejor.

Walker alzó la vista hacia él.

–Mi padre nos hablaba de usted a veces.

–¿Ah, sí?

–Sí, señor.

–Yo habría podido ayudarle a salvar su granja. No sabía que el banco iba a embargarla.

Spencer sabía muy bien lo que decía la gente de él: que era un bastardo, un egoísta engreído. ¿Qué sabrían ellos? Siempre se había comportado bien con su hermano pequeño; aunque fuera un tonto sentimental.

–De hecho... –añadió–... traté de ayudar a tu padre a salir adelante.

–Y ahora está ayudándonos a Charlotte y a mí –dijo Walker.

–Así es. Eso es lo que estoy haciendo. Sin mí, ni tu hermana ni tú tendríais un hogar.

–He pedido por nuestros padres en mis oraciones.

«Oraciones normales, espero», estuvo tentado de decir Spencer. No quería ni imaginar la clase de basura pagana que les habría enseñado su madre.

Walker giró el rostro hacia la ventana. Tenía un perfil de rasgos finos y atractivos a pesar del color tostado de su piel. Parecía estar observando con interés la fértil vega por la que estaban pasando, y tuvo la sensación de que apreciaba la riqueza de aquellas tierras. Aquel niño agradecería su generosidad.

–¿Enterrarán a mi padre aquí, en California? –le preguntó.

–Sí.

–¿Y a mi madre?

–No, hijo. A ella le darán sepultura en la reserva a la que pertenecía, pero está demasiado lejos para que puedas asistir al entierro.

–Nunca he ido allí –murmuró el chico.

«Ni irás jamás», pensó Spencer. Había advertido un ligero quiebro en su voz, pero éste no había venido acompañado de lágrimas. Era demasiado fuerte para llorar, para comportarse como un bebé. No, Walker Ashton no era un cobarde llorica.

Costaba creer que aquella india tímida hubiese sido quien lo hubiese traído al mundo. Se había derrumbado con la muerte de David; no había mostrado entereza alguna. Le había pagado treinta mil dólares para que renunciara a sus hijos, y aunque al hacerlo le había dolido el bolsillo, suponía que alguna utilidad podría encontrarle a los niños para cobrarse la generosidad que iba a tener con ellos al acogerlos. O al chico, por lo menos. Lo instruiría en el negocio y lo convertiría en su hombre de confianza.

Por lo que a él se refería se sentía orgulloso de sí mismo. Había cumplido con creces con su deber como hermano.

Capítulo Uno

Ojalá su hermana no hubiera averiguado que su madre estaba viva. Ojalá no lo hubiera convencido para ir a buscarla.

Walker Ashton se sentó en el borde de la cama y exhaló un suspiro cansado. El motel en el que se había alojado estaba en Gordon, en el estado de Nebraska, pero había estado recorriendo sin éxito la reserva de Pine Ridge, en Dakota del Sur, donde supuestamente vivía su madre. El problema era que no era una tarea sencilla, pues la reserva tenía una extensión de unas ochocientas mil hectáreas. Debería olvidarse de aquello y volver a California.

Su hermana tenía un concepto romántico de los indios, pero él era realista. Esa misma mañana a punto había estado de caer de bruces al suelo al tropezarse con uno borracho como una cuba, que lo había increpado, diciéndole que era un estúpido iyeska.

Iyeska... Ni siquiera estaba seguro de que aquel insulto tuviera traducción.

Acalorado y cansado se desabrochó la camisa y se la sacó de los vaqueros. Necesitaba una ducha. No estaba acostumbrado a ese calor sofocante.

Al oír que llamaban a la puerta se puso en pie lleno de nervios. Había dejado la dirección del motel en la oficina de correos, en el Departamento de Asuntos Indios... en todos los sitios donde había creído que podrían ponerlo en contacto con su madre. Incluso había hablado con algunos policías indios, pero nadie le había sido de mucha ayuda. De hecho, lo habían tratado con bastante indiferencia... aunque suponía que lo mismo había hecho él.

Cuando abrió se encontró con una mujer al otro lado de la puerta. No había esperado que aquella inesperada visita fuese a ser una mujer joven y guapa. De aproximadamente un metro setenta, tenía el cabello largo y negro y unos exóticos ojos castaños. Iba vestida de un modo sencillo, con una blusa y unos pantalones cortos, pero las piernas que éstos dejaban entrever eran...

Al verla enarcar las cejas dejó de mirarla y recordó que tenía la camisa desabrochada. Bajó la vista a su pecho desnudo y sudoroso y, cuando volvió a alzar la cabeza, frunció el entrecejo incómodo, preguntándose si a ella también le parecería un iyeska. Saltaba a la vista que era india, y probablemente viviera en la reserva.

–¿Walker Ashton? –le preguntó.

–Sí –respondió él, reprimiendo el impulso de limpiarse las manos en los vaqueros.

No le gustaba sentirse desaseado. Como director interino de la Corporación Ashton-Lattimer, una compañía que se dedicaba a la banca de inversión, era un hombre al que le gustaba tenerlo todo bien ordenado y bajo control.

–Mi nombre es Tamra «Halcón Montés». Vivo con Mary «Pequeña Paloma» Ashton.

El corazón de Walker palpitó con fuerza. Hasta ese momento había abrigado en secreto la esperanza de que no encontraría a su madre, de que podría volver a casa y decirle a su hermana Charlotte que aunque había hecho todo lo posible parecía que el destino no quería que se reuniesen.

Cambió el peso de una pierna a otra.

–¿Cuánto tiempo hace que vives con ella?

–Toda mi vida; Mary me acogió en su casa siendo yo sólo una chiquilla.

–Ya.

Walker sintió que la ira se apoderaba de él. Su madre había criado a la hija de otras personas, mientras su hermana se había pasado toda su infancia mendigando un poco de cariño.

–Me gustaría verla.

–Ahora mismo está trabajando y no sabe que estás buscándola; no tiene ni idea de que estás aquí.

–Pero tú sí –apuntó Walker.

Alguien debía haberle dicho que un tipo de ciudad que decía ser el hijo de Mary había estado haciendo preguntas.

–¿Hay algún problema?, ¿algún motivo por el que no quieras que hable con ella?

Tamra no respondió. Sus hermosas facciones y su orgulloso porte le recordaban a una de esas estatuillas de bronce de los museos, ésas que se exponen en una vitrina para que nadie pueda tocarlas.

–¿Puedes enseñarme algún documento de identidad? –inquirió la joven.

David la miró con los ojos entornados.

–¿Para qué?

–Para asegurarme de que eres quien dices ser.

¿Quién diablos esperaba que fuese si no? ¿Por qué iba a sacrificar su tiempo, su valioso tiempo, yendo a aquel lugar dejado de la mano de Dios, si no fuese hijo de Mary?, se dijo mirándola irritado. Si la policía no le había pedido ningún documento, ¿por qué tenía que hacerlo ella?

–No tengo por qué demostrar nada.

–En ese caso no tengo nada que hacer aquí –contestó ella.

Giró sobre los talones y echó a andar hacia el aparcamiento.

Walker habría querido dejarla marchar, pero sabía que no podía. Charlotte no se lo perdonaría nunca.

Se sacó de mala gana la cartera del bolsillo y la siguió.

–¡Espera!

Tamra se dio la vuelta y la intensidad de su mirada lo golpeó con una fuerza que lo dejó sin aliento. Aquello nunca le había pasado con ninguna otra mujer y su altivez le recordó de nuevo a una estatua. Sí, era hermosa, fascinante... Lástima que desde niño le hubiesen enseñado a comportarse en los museos, se dijo.

Le tendió su permiso de conducir y, después de aceptarlo ella lo estudió en silencio, comparando la foto con él.

Era una foto malísima, pero uno siempre salía horrible en esa clase de fotos.

–¿Satisfecha? –inquirió impaciente. El sudor estaba haciendo que la camisa se le pegase a la piel.

Tamra le devolvió el carné.

–Hablaré con Mary cuando regrese del trabajo.

–¿Y luego qué?

–Te llamaré y te diré cuándo podrás ir a verla.

Estupendo, pensó Walker. ¡Ni que fuera la reina de la reserva y tuviera que pedirle audiencia...!

Como si hubiese advertido su irritación, Tamra suspiró y añadió:

–Tu madre lo ha pasado muy mal; sólo intento protegerla.

¿Que lo había pasado mal? ¿Acaso creía que él no? Todavía no sabía por qué su tío Spencer les había mentido años atrás, diciéndoles que su madre había fallecido, y ya nunca podría preguntárselo porque estaba muerto; lo habían asesinado de un disparo y la policía todavía no sabía quién había sido.

–¿Necesitas que te apunte el teléfono del motel y el número de mi habitación? –le preguntó levantando el brazo y señalando con el pulgar detrás de él.

–No, gracias; ya lo tengo –respondió Tamra–. Por favor, no te enfades, Walker –le dijo en un tono suave–... o al menos no con ella. En todo este tiempo nunca ha dejado de echaros de menos a Charlotte y a ti.

Walker sintió una punzada en el pecho. Cuando su tío se los había llevado con él a su mansión de California, por las noches, cuando Charlotte lloraba, solía consolarla diciéndole que sus padres estaban en el Cielo, velando por ellos. Sin embargo, con el tiempo se había ido acostumbrando a su nuevo hogar, y suponiendo que Charlotte también, había dejado de hablar de ellos.

Su tío Spencer se había convertido en su mentor, en la única persona a la que se había esforzado por impresionar, y había acabado prefiriendo su compañía a la de todos los demás, incluso a la de su hermana, de quien se había desentendido.

–No estoy enfadado –contestó.

Pero sí que lo estaba. Estaba más que enfadado; estaba furioso.

Furioso consigo mismo, con su tío Spencer, con su madre... y también con aquella tal Tamra «Halcón Montés», la niña a la que su madre había criado.

Mientras el estofado de ternera se hacía en el fuego, impregnando el aire con su aroma, Tamra ayudó a Mary a limpiar.

Cuando Mary hubo terminado de pasar la aspiradora por la sala de estar, la apagó y miró en derredor.

–Esto es un cuchitril, ¿verdad? Por mucho que limpiemos seguirá siendo una vieja caravana.

–Tiene los mismos años que yo –replicó Tamra–, y yo no soy vieja.

Era verdad que la caravana era pequeña, pero los muebles eran bonitos, tenían agua, calefacción, y el frigorífico lleno de comida. Para ella eso era suficiente.

Sin embargo, comprendía que Mary estuviera nerviosa. Había estado preparándolo todo para la visita de su hijo con visible ilusión, pero sabía que también temía aquel reencuentro.

–Háblame de él, Tamra, háblame de Walker.

¿Qué podría decir para tranquilizarla?

–No tenemos tiempo para eso, Mary; estará aquí dentro de una hora.

–Lo sé, pero quiero saber qué te pareció. No me has dicho qué impresión te dio.

Cierto; no le había dicho que le había traído recuerdos de su pasado que prefería olvidar, recuerdos de los años que había pasado en San Francisco, del hombre que le había roto el corazón.

Al alzar la vista hacia Mary vio que estaba esperando una respuesta.

–Es muy guapo –contestó recordando su altura y su esbelto físico ni enclenque ni demasiado musculoso–. Iba vestido de un modo informal –añadió con una imagen de su pecho desnudo en su mente–, pero parece muy serio.

Mary frunció ligeramente el entrecejo.

–¿Y se le notaba que tiene dinero?

–Sí.

–¿En qué? ¿Llevaba un reloj caro?, ¿iba vestido con ropa de firma?

Tamra asintió, preocupada por la inseguridad que vio en los ojos Mary.

–Pero, ¿sabes qué? Se parece a su padre –añadió con la esperanza de tranquilizarla. Había visto fotografías de David Ashton y Mary le había hablado mucho de él–. Y también se parece a ti.

La mujer pareció relajarse un poco.

–Cuando era pequeño tenía parecido con los dos –dijo. Se quedó callada un momento e inspiró nerviosa–. ¿Crees que le gustará el estofado de ternera?

–Seguro que sí.

Y aunque no le gustase dudaba que fuese a decirlo. Probablemente se comportaría con educación... aunque con ella no había sido muy educado. Claro que tenía que reconocer que ella había sido bastante dura con él.

No se fiaba de él, del motivo por el que decía que había ido allí, y temía que únicamente fuera a complicar sus vidas, a poner su mundo patas arriba.

–Me pregunto por qué no mencionaría a Charlotte –dijo Mary–. ¿Seguro que no dijo nada sobre su hermana?

–No, pero cuando lo veas puedes preguntarle por ella.

–Sí, claro, tienes razón –respondió Mary alisándose nerviosa la blusa.

Había escogido para la ocasión una blusa de flores y unos pantalones azules, un conjunto que había comprado el verano anterior. No era una mujer que se preocupase por ir a la moda, y raramente se maquillaba, pero esa noche se había pintado los labios y se había rizado el cabello.

A pesar de ello aparentaba más de los cincuenta y siete años que tenía. Tamra había visto marchitarse su belleza a lo largo de los años como una flor. Había pasado muchas penalidades y en las arrugas de su rostro podían leerse el cansancio y el dolor por haber perdido a sus hijos.

De pronto uno de ellos había vuelto a su vida pero ya no era su pequeño, sino un extraño, un hombre frío y distante. Ni siquiera le había preguntado por ella cuando había ido a verlo, pensó Tamra, no le había dejado entrever que sintiera afecto alguno por ella.

–Prepararé la ensalada –dijo.

Necesitaba ocuparse con algo; estaba empezando a ponerse nerviosa ella también.

–Seguro que está acostumbrado a comer solomillos y marisco –murmuró Mary mientras guardaba la aspiradora en un armario empotrado. Luego alzó la vista y paseó la mirada por la pequeña cocina con el entrecejo fruncido, como preocupada de nuevo porque aquello le pareciera muy pobre a su hijo–. ¿Crees que Spencer sabrá que ha venido?

–No tengo ni idea –contestó Tamra.

Lo único que sabía de Spencer Ashton era que le había quitado a Mary sus hijos y que era el culpable de todas las lágrimas que había derramado y del dolor que la acompañaba cada día.

Quizá fuera muy protectora con Mary, pero era la mujer que la había criado y era algo que no podía evitar.

–¿Te parece que hace calor aquí? –le preguntó Mary mientras removía el estofado–. ¿Deberíamos abrir otra ventana?

–No hará falta; ya está empezando a refrescar.

–¿Tú crees?

–Claro.

Tamra detestaba el sentimiento de vergüenza que las estaba invadiendo a ambas. Las dos se habían esforzado por ser felices con lo poco que tenían y hasta entonces se habían sentido orgullosas de su estilo de vida.

Mary puso la mesa, pero cuando llegó Walker acababa de entrar al cuarto de baño para retocarse los labios.

Tamra fue a abrir, y Walker y ella se quedaron mirándose un momento en silencio.

Él iba impecablemente vestido con una camisa y unos pantalones de color tostado, se había afeitado y se había peinado el cabello hacia atrás, dejando despejadas sus facciones.

El corazón de Tamra palpitó y sintió que el estómago se le llenaba de mariposas.

El último hombre que había tenido un efecto similar en ella la había dejado embarazada... embarazada de un hijo que estaba enterrado en San Francisco, la ciudad en la que vivía Walker.

–Pasa –le dijo haciéndose a un lado.

–Gracias –le contestó él, entregándole un ramo de rosas cuando ella hubo cerrado la puerta–. Iba a haber traído una botella de vino, pero según tengo entendido no está permitida la venta de bebidas alcohólicas dentro la reserva, así que pensé que no sería una buena idea –se quedó callado un momento y añadió–: Claro que he visto a varias personas bebiendo. Supongo que no todo el mundo cumple las normas.

Tamra se limitó a asentir. La venta de alcohol estaba prohibida dentro de la reserva, pero muchos iban a las licorerías de las ciudades colindantes, regentadas por hombres blancos.

Se alegraba de que hubiese optado por unas flores. Su madre detestaba el daño que la bebida había hecho a su gente. Su propio hermano se había convertido en un alcohólico y aquello lo había llevado a la tumba.

–Tu madre agradecerá el detalle.

–¿Dónde está?

–Arreglándose un poco. Sólo tardará un minuto.

O un segundo, se corrigió mentalmente Tamra al verla aparecer en el pasillito.

Walker se dio la vuelta y Tamra observó con el corazón en vilo aquel reencuentro entre madre e hijo después de veintidós años.

Los ojos de Mary se llenaron de lágrimas, pero no se acercó a abrazar a Walker. Tampoco él mostró intención alguna de hacerlo, y se hizo un silencio incómodo.

Walker no sabía qué decir. La mujer que tenía frente a él no le resultaba familiar en absoluto. Claro que durante todos esos años no había tenido ninguna fotografía para recordarla, y había sido muy niño la última vez que la había visto.

¿Sería un bastardo sin corazón, o sería normal que no sintiese absolutamente nada, que no tuviese la sensación de estar ante su madre?

Cuando Mary parpadeó sus pestañas se humedecieron y Walker pensó en ofrecerle un pañuelo, pero eso únicamente habría hecho que acudieran más lágrimas a sus ojos y no quería hacerla llorar.

Dio un paso adelante, sólo uno. ¿Por qué se habían borrado los recuerdos de su mente? Recordaba la granja en la que habían vivido pero en cambio no podía recordar a su madre. ¿Por qué?

Probablemente porque le había sido más fácil olvidarla, se dijo; porque había sentido que tenía que seguir adelante.

–Mi hijo... –murmuró Mary rompiendo el silencio–. Mi chico... Creía que nunca volvería a verte, pero has venido. Estás tan alto... y tan guapo...

Walker apretó la mandíbula.

–Charlotte y yo pensábamos que estabas muerta.

–Lo sé –dijo ella con voz queda. Las lágrimas que brillaban en sus pestañas salpicaron sus mejillas–; sé lo que Spencer os dijo.

¿Lo sabía? ¿Había tomado entonces parte en aquella mentira? Walker habría querido salir de allí, regresar a California y no volver a verla, pero se quedó allí paralizado por sus palabras.

–¿Está bien Charlotte? –le preguntó Mary–. ¿Sabe que has venido a verme?

–Sí, mi hermana está bien, y esto ha sido idea suya.

Mary apretó una mano contra su corazón.

–Mi niña... Sólo tenía tres años... Es imposible que me recuerde.

Walker no respondió. Él desde luego no la recordaba... ni quería hacerlo. No quería ser su hijo, ni ser parte de Pine Ridge, ni abrazar sus raíces indias.

Su tío Spencer le había enseñado que no eran las raíces lo que hacían a un hombre sino sus ambiciones, y lo que había visto hasta ese momento de la reserva no había hecho que sintiese muchos deseos de empaparse de la cultura y costumbres de aquellas gentes.

Giró el rostro hacia Tamra y al encontrarla mirándolo se preguntó si sabría lo que estaba pensando. Llevaba puesto un vestido de algodón blanco que le llegaba a los tobillos, y con el ramo de rosas en los brazos parecía una novia.

–Walker ha traído esto para ti –le dijo a Mary entregándoselas.

Su madre aceptó el regalo y sonrió.

Walker inspiró profundamente. Debía haber sido muy bonita de joven, y seguramente esa sonrisa sería lo que habría enamorado a su padre. Su tío Spencer siempre le había dicho que había sido un sentimental.

–Gracias –murmuró Mary.

Walker hizo un leve asentimiento de cabeza.

–No hay de qué.

–Tengo que hacerte un escudo –le dijo su madre mirándolo a los ojos–; tu padre siempre quiso que tuvieras uno.

¿Su padre blanco había querido que tuviese un objeto indio? ¿Y qué se suponía que iba a hacer él con un escudo? ¿Declararle la guerra a otra tribu?, ¿colgarlo en la pared de su salón? No creía que fuese a pegar mucho con la decoración de su apartamento.

–La cena está lista. Deberíamos comer antes de que se enfríe –intervino Tamra.

–Es verdad –dijo Mary.

Pasaron a la cocina, y mientras su madre ponía las flores en agua Walker observó la humilde mesa con platos blancos, servilletas de papel, y cubiertos de acero inoxidable sin adorno alguno.

Se quedó de pie con la intención de acercarles la silla a ambas, pero su madre, ansiosa por servirle, le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que se sentara. Cuando la vio llenándole el vaso de leche se preguntó si se habría olvidado de que ya no tenía ocho años.

Cuando finalmente estuvieron los tres sentados empezaron a comer: un apetitoso estofado de ternera, una ensalada, y panecillos untados con mantequilla... la clase de cena que prepararía la esposa de un granjero, pensó Walker.

Alzó la vista y miró a la mujer que le había dado la vida. No sabía cómo llamarla. ¿Mary?, ¿madre?

–¿Os trató bien vuestro tío Spencer? –le preguntó.

Walker parpadeó y trató de no fruncir el entrecejo.

–Sí. Yo tenía una relación muy estrecha con él –contestó.

Probablemente era el único en la familia que podía decir eso. Nadie más había logrado ganarse el respeto de Spencer. Sin embargo, era algo que le había costado, y mucho, porque su tío había sido un hombre complicado.

–¿Ya no?

–Está muerto. Fue asesinado hace unos meses. Le pegaron un tiro en su despacho y Charlotte encontró su cadáver.

–Oh, Dios... Oh, cielos... –murmuró ella dejando caer el tenedor sobre el plato–. Cuánto lo siento; lo siento muchísimo.

Cuando volvieron a quedarse en silencio Walker tuvo la impresión de que las paredes se le venían encima. La cocina en sí era minúscula, la mesa demasiado pequeña para tres personas, y se sentía un poco incómodo con la proximidad de Tamra.

Todavía estaba triste por la muerte de Spencer; todavía lo echaba de menos, pero la traición de su tío no lo dejaba dormir por las noches.

–Háblame de Charlotte –le pidió Mary.

–Se ha comprometido con un francés llamado Alexandre Dupree; se dedica al negocio del vino. No es la clase de hombre que yo habría querido para ella, pero están locos el uno por el otro –contestó Walker–. Charlotte siempre ha sido tímida, soñadora... y Alexandre es... –vaciló un instante, intentando hallar un adjetivo que lo describiese–... un hombre de mundo.

–Seguro que es apuesto y caballeroso –dijo Mary con un suspiro, como imaginándose un cuento de hadas.

–Sí, supongo que sí –murmuró Walker–. Supongo que así es como lo ven las mujeres.

Su hermana desde luego parecía haber encontrado en Alexandre todo lo que buscaba... incluida la fuerza necesaria para decidirse a investigar lo que su tío les había dicho. Había seguido la corazonada que llevaba teniendo desde hacía tiempo, y tras mucho indagar había descubierto que su madre seguía viva.

–Ahora mismo están en París. Charlotte necesitaba apartarse de todo el revuelo que se ha montado desde el asesinato de Spencer, pero me hizo prometerle que te buscaría.

–Me alegra que lo hiciera –le dijo Mary con los ojos llenos de lágrimas otra vez–. ¿Tienes alguna foto suya?

Walker negó con la cabeza.

–No se me ocurrió traerme ninguna, pero esto soy seguro de que en cuanto vuelva y le diga que te he encontrado querrá venir a verte con Alexandre.

–Estoy impaciente por verla –dijo Mary–. Y a su prometido también, por supuesto –se acercó un poco más a la mesa–. ¿Y tú?, ¿hay alguien especial en tu vida, hijo?

–¿Yo?

De un modo inconsciente Walker miró a Tamra, preguntándose si habría alguien especial en su vida, si estaría saliendo con alguien.

–No –respondió finalmente–. Estoy demasiado ocupado con mi trabajo. Me dedico a la banca de inversión –añadió–. Cuando vino a verme Tamra me dijo que estabas trabajando. ¿Cómo te ganas la vida? –le preguntó ansioso por cambiar de tema.

Mary se pasó una mano por el canoso cabello.

–Soy enfermera –le contestó con orgullo, irguiéndose en el asiento–. He vivido en el mundo de los blancos, así que podría decirse que sirvo de puente entre nuestro pueblo y el personal del hospital.

–La mayoría de los médicos son jóvenes –intervino Tamra–, gente que recibió préstamos del gobierno para cursar sus estudios, y que para devolverlos trabaja durante unos años aquí, en la reserva.

Y probablemente lo detestaban, añadió Walker para sus adentros.

–Nuestro pueblo considera que es la edad la que da la sabiduría, así que a nuestros mayores les cuesta un poco aceptarlos, y el idioma también suele ser una barrera importante –continuó Tamra–. Demasiadas diferencias culturales. Por eso Mary es tan valiosa para la comunidad. Los pacientes confían en ella, y también la gente del hospital.

Walker no sabía qué decir así que tomó otro trozo de carne. Mary parecía una mujer cariñosa, pero había dejado que la creyesen muerta durante todos esos años. Quería respuestas, quería ver cómo respondía a las acusaciones que tenía que hacerle, pero la presencia de Tamra complicaba las cosas.

Ella había ocupado su lugar y el de su hermana; había sido criada por la mujer que se había desentendido de ellos... y para colmo se sentía atraído hacia ella. Aquello sólo podía acabar en desastre.

Cuando extendió la mano para tomar su vaso le rozó el brazo sin querer, y el contacto le provocó un cosquilleo en el estómago.

–Perdón –le dijo–, soy zurdo.

–No pasa nada –le aseguró ella. Intentó echarse hacia la izquierda, pero no había espacio.

En los labios de su madre se había dibujado una sonrisa.

–Walker solía hacer eso cuando era pequeño.

–¿Te refieres a esto? –dijo él levantando su vaso.

Al hacerlo su codo golpeó el de Tamra, a quien casi se le calló el panecillo que tenía en la mano.

Los tres se echaron a reír. Era una tontería, pero aquello le hizo sentirse bien. Hacía mucho tiempo que no se reía.

Momentos después, sin embargo, el silencio los envolvió de nuevo. Ninguno de los tres sabía qué decir, así que continuaron comiendo.

Walker alzó la vista hacia el reloj que había en la pared y lo imaginó haciendo tictac como una bomba de relojería, como el día en que su tío había dicho que iba a llevarlos con él, el día en que les había dicho a su hermana y a él que su padre y su madre habían muerto.

Charlotte había sido demasiado pequeña por aquel entonces como para comprender la crudeza de la situación, el hecho de que nunca volverían a ver a sus padres, pero aun así se había puesto a llorar.

Walker dejó de comer. Los recuerdos de esa época eran muy vagos, pero no los de ese día; lo recordaba vivamente.

–¿Por qué lo hiciste? –le preguntó a Mary, incapaz ya de contener sus emociones, de seguir fingiendo que no había pasado nada–. ¿Por qué te desentendiste de nosotros?

Capítulo Dos

–Lo siento mucho, Walker –dijo Mary con voz temblorosa–. Debería habértelo explicado todo en cuanto llegaste, pero pensé... esperaba que... que pudiéramos conocernos un poco antes de hablar de eso.

Walker apartó su plato.

–¿Por qué?

–Para que no me juzgaras con tanta dureza como creo que estás juzgándome. Para que no creyeras que mi intención es ponerte en contra de Spencer.

–Ya te lo he dicho; mi tío está muerto.

–Pero esto es culpa suya –intervino Tamra–. Él obligó a tu madre a que renunciara a vosotros.

–¿Ah, sí?, ¿no me digas? ¿Y qué hizo, ponerle una pistola en la sien? –le espetó él sarcástico.

Incapaz de permanecer sentado se puso de pie y miró irritado a la joven a la que Mary había criado.

–¿Y a ti? ¿La obligó a acogerte en nuestro lugar?

Tamra se levantó con los labios apretados y los ojos relampagueándole.

–Estás siendo muy injusto.

–¿Quieres que hablemos de justicia? Lo que mi madre nos hizo fue injusto; no hay excusa que pueda justificar eso –dijo Walker antes de volverse hacia Mary–. De niño, lloré durante muchas noches por ti; te imaginaba en el Cielo –resopló enfadado–. Cuando Spencer se hizo cargo de nosotros me sentí inmensamente agradecido hacia él. Estaba aterrado. ¿Tienes idea de lo que siente un niño cuando le dicen que se ha quedado huérfano de padre y madre?

Mary no contestó. Sólo tragó saliva; se le había hecho un nudo en la garganta.

–Yo sí se lo que se siente –dijo Tamra.

Walker se giró bruscamente y la miró con frialdad.

–¿Y se supone que eso tiene que hacer que me sienta mejor?

–No, sólo quería decir que lo comprendo.

–Oh, claro, ¿cómo no? Mira, no conozco tu historia, pero no tienes ni idea de todo lo que mi hermana y yo hemos tenido que pasar.

–¿Lo que habéis tenido que pasar? –repitió ella–. Yo no me crié en una mansión –le dijo empezando a recoger la mesa y yendo de un lado a otro con visible indignación–. Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí antes de que yo naciera y mi madre se quedó sola y tuvo que intentar sacarnos adelante con las ayudas de la beneficencia.

–Eso no es comparable –insistió Walker señalando a Mary, que se había rodeado el cuerpo con los brazos, como un animalillo asustado–. Ella dejó que creyéramos que estaba muerta.

–No la señales –lo increpó Tamra mientras apilaba unos platos sobre otros–; no es una criminal. No está bien señalar a la gente.

–¿Quién lo dice? –le espetó él. Le importaban un comino las normas de conducta indias–. Quizá alguien debería haberle dicho a ella que no estuvo bien que mintiera a sus hijos.

–Mary estaba destrozada; acababa de perder a tu padre... –le dijo Tamra–. Spencer se aprovechó de que en esos momentos no tenía control sobre sus emociones. Él...

Walker se volvió hacia su madre. Necesitaba oír aquello de sus labios.

–¿Es eso cierto? –le preguntó cortando a Tamra.

Mary asintió con la cabeza y Walker se dio cuenta de la apariencia tan frágil que tenía sentada sola en la mesa, escuchándolos discutir a Tamra y a él en silencio.

Volvió a tomar asiento con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho. Quería llamarla embustera, pero sabía que su tío nunca había podido soportar a las mujeres llorosas o apocadas.

No le había gustado esa falta de compasión en él, pero aun así no podría olvidar nunca que su tío los había acogido.

–¿Qué fue lo que hizo? –le preguntó a Mary.

–Vino a verme al hospital; justo después de que tu padre muriera. Yo resulté herida en el accidente, y aunque mis lesiones no fueron de tanta gravedad como lo fueron las de él necesitaba cuidados médicos.

–¿Qué hizo para obligarte a que renunciaras a nosotros? –insistió Walker impaciente.

–Me amenazó; me dijo que llamaría a la gente de los servicios sociales, que demostraría que no era una buena madre.

–Pero eso no era cierto... ¿verdad? –inquirió Walker fijándose en sus ojeras, en las arrugas que surcaban su piel.

–Oh, Dios, no –murmuró ella alargando una mano sobre la mesa para tocar la de él. Fue una caricia muy leve, vacilante, la de una madre que ha perdido a su hijo–. Yo nunca os traté mal ni os desatendí.

–No puedo saber si estás diciéndome la verdad; no recuerdo cómo nos tratabas –dijo Walker. ¿Y si su tío la había amenazado porque aquello era verdad?–. Apenas recuerdo nada de aquella época... ni de nuestro padre ni de ti.

–Es comprensible –dijo Mary en un tono quedo y triste–. Ha pasado mucho tiempo.

–Sí, mucho tiempo –asintió él.

Incómodo, se giró hacia un lado y se encontró a Tamra de pie cerca de él. Tenía una tetera en las manos. Había preparado algún tipo de infusión de hierbas, y cuando le preguntó si quería tomar una taza él alzó la vista hacia ella. Al encontrarse sus ojos fue como si se produjera una descarga eléctrica en su interior y de pronto se sintió incapaz de apartarlos de ella.

Tampoco Tamra parecía poder dejar de mirarlo, y de repente Walker se encontró temiendo que estuvieran destinados a ser amantes. Igual que los personajes de esas películas en las que los protagonistas se chillaban el uno al otro pero luego se besaban con una pasión desenfrenada.

No era adivino ni podía predecir el futuro, pero la atracción entre ellos era palpable. Nunca había tenido una relación tempestuosa de ese tipo. Ninguna de las mujeres con las que había salido le había provocado jamás las intensas y contradictorias emociones que Tamra despertaba en él.

Finalmente fue ella quien apartó la vista. Cuando le hubo servido infusión a Mary volvió a sentarse junto a él y un olor a crema hidratante invadió sus fosas nasales. Era un aroma floral, y por algún motivo eso le hizo desearla aún más.

Mary los miró a los dos.

–Me sabe mal que os enfadéis por esto –murmuró.

–Yo no me he enfadado –dijo él volviéndose hacia Tamra.

Por un momento pensó en volver a golpear su codo, pero tenía la sensación de que esa vez no tendría gracia y no disiparía la tensión como antes.

–Yo tampoco –dijo ella.

Su pierna estaba sólo a unos centímetros de la de él, y aquella proximidad estaba haciéndole sentir acalorado. No comprendía por qué Tamra le afectaba de esa manera.

–¿Por qué no continúas tu historia? –le pidió a Mary–. Acaba de contarme tu versión de los hechos.

–Yo le tenía miedo a Spencer –dijo su madre–. Era un hombre rico y poderoso –sujetó la taza entre ambas manos y tomó un sorbo–. Cuando era pequeña muchos niños de nuestra tribu fueron enviados a hogares de acogida, hogares de personas blancas porque nuestra gente era muy pobre.

–¿Y tú creías que eso era lo que Spencer haría con nosotros?, ¿qué convencería a los servicios sociales para que nos mandaran a un hogar de acogida a Charlotte y a mí?

Mary asintió con la cabeza.

–Yo había estado mucho tiempo fuera de la reserva porque cuando me casé con tu padre nos fuimos a vivir a una pequeña granja, pero cuando murió volví a ser la misma india pobre que había sido. Como ha dicho Tamra, estaba destrozada, y además la medicación que me daban en el hospital para calmar el dolor me tenía medio drogada; no podía pensar con claridad.

–Pero estamos hablando de los años ochenta –apuntó Walker–. ¿No podría haber hecho algo tu gente para ayudarte, para impedir que Spencer nos llevara con él?

–Podría haber apelado a la Ley de Defensa de los Menores Indios, pero yo entonces no sabía de la existencia de esa ley porque la aprobaron después de que abandonara la reserva –se quedó callada un instante–. Cuando murió tu padre nos embargaron la granja y no teníamos a dónde ir... excepto aquí. Sin embargo, lo único que nos esperaba era la cabaña destartalada en la que vivía mi hermano, que era alcohólico. Spencer me amenazó con utilizar eso en mi contra, con sobornar a varias personas para que testificaran que yo también bebía y que os maltrataba a Charlotte y a ti.

Walker se encontró de nuevo atrapado en un mar de confusión. Habría querido que su madre hubiese luchado por ellos, que hubiese hecho todo lo que hubiese podido para que no los separaran a su hermana y a él de ella. Sin embargo, no se arrepentía de la vida que había tenido gracias a su tío.

–No quería que mis hijos crecieran en un hogar de acogida creyendo que los había maltratado –dijo Mary–. Aquella idea se me antojó más insoportable que la alternativa que me ofreció Spencer de hacerse cargo de vosotros aunque os dijera que había muerto.

Walker no sabía qué pensar. No tenía hijos y en su vida nunca había habido nada importante a excepción del trabajo para el que su tío lo había preparado.

–Pero eso no fue todo –añadió Mary–. Tu tío hizo algo más... algo que al principio me pareció horrible... aunque luego no resultó ser tan malo después de todo.

–¿Qué?

–Me ofreció dinero –dijo su madre, su voz poco más que un susurro–. Su abogado me envió un cheque por valor de treinta mil dólares cuando volví aquí, a Pine Ridge. Al principio no quería cobrarlo...

–...pero acabaste haciéndolo –adivinó Walker.

–Sí –asintió ella quedamente, poniendo su mano sobre la suya–. Sí, lo hice.

Walker habría querido apartar la mano, pero fingió indiferencia, fingió que no le importaba que los hubiese vendido.

Al día siguiente Tamra fue al motel de Walker, como él le había pedido. Cuando llegó estaba esperándola fuera con su aspecto de niño rico de ciudad: ropa a medida, el pelo engominado... Lo llevaba corto y peinado hacia atrás, pero no con un estilo conservador o aburrido. Lo cierto era que su pelo tenía un cierto sex appeal.

–Hola –la saludó Walker.

–Hola –contestó ella. Parecía molesto por algo. Esperaba que no fuesen a tener otra discusión–. ¿Por qué querías que viniera?

–Porque me gustaría que habláramos –respondió él metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón y sacando unas monedas–. ¿Te apetece un refresco? –le preguntó señalando una máquina expendedora.

–Bueno.

Fueron hasta allí y compraron una lata para cada uno.

–Ven, vamos a mi habitación –le dijo Walker–. Allí estaremos tranquilos.

Cuando entraron el corazón de Tamra palpitó con fuerza. Se sentía algo incómoda estando allí. Era ridículo, pero resultaba extrañamente... íntimo.

Era un motel confortable, pero estaba segura de que Walker estaría acostumbrado a alojarse en hoteles de cinco estrellas. Se sentó en el borde de una mesita baja de pino y él se apoyó en la cómoda que había junto a la cama.

–¿Cuántos años tenías cuando mi madre te acogió? –le preguntó.

–Cinco, pero entonces aún vivía mi madre. Las dos nos fuimos a vivir con Mary. Mi madre y la tuya eran amigas, y nosotras no teníamos dónde ir. Estábamos en invierno. Habríamos muerto congeladas en la calle si no nos hubiese acogido –tiró de la anilla de la lata y tomó un sorbo, perdida en sus recuerdos–. Mi madre falleció dos años después, así que tenía siete años cuando Mary se convirtió en mi tutora legal.

–¿Y cuántos años tienes ahora?

–Veintiséis.

Walker frunció el entrecejo.

–Sólo uno más que mi hermana –dijo.

Tamra se preguntó si eso le molestaba, si lo que creía que había sido una traición de su madre hacia ellos le parecía aún mayor por que hubiera acogido a una niña casi de la misma edad que su hermana.

Habría querido preguntarle si había telefoneado a su hermana, pero se dijo que sería mejor esperar a que terminara con su «interrogatorio». Tenía la sensación de que aún había cosas que quería saber.

–¿Es algo común entre los indios? –inquirió Walker–... ¿hacerse cargo del hijo de otra persona?

–Sí –contestó ella esforzándose por ignorar el cosquilleo que sentía en su estómago. El modo tan intenso en que la estaba mirando la ponía nerviosa–. Los lakota tenemos una ceremonia de adopción llamada hunka. Suele hacerse entre parientes. La lleva a cabo un curandero o algún adulto que fuera adoptado en su infancia.

–¿Y Mary y tú hicisteis esa ceremonia?

–No –respondió ella. Tomó otro sorbo antes de dejar la lata sobre la mesa. Sentía los ojos de Walker sobre ella, siguiendo cada movimiento que hacía, y aunque tratara de evitar el contacto visual con él de nada servía–. Por aquel entonces Mary estaba desvinculada de sus raíces. Había desafiado nuestras tradiciones, aislándose de la comunidad.

–Entonces... ¿simplemente se hizo cargo de ti?; ¿no te adoptó?

Tamra asintió y volvió a tomar la lata deseando para sus adentros que dejase de mirarla.

–Claro que ahora podríamos hacerlo si quisiéramos. La ceremonia hunka puede hacerse con personas de cualquier edad si quien adopta y quien es adoptado están de acuerdo.

–No lo hagas.

–¿Por qué no? –inquirió ella alzando desafiante la barbilla. Su prepotencia masculina estaba empezando a cansarla–. Ésa es una decisión que no te atañe.

–No quiero que te conviertas en la hija adoptiva de mi madre –replicó él–; no quiero que seamos hermanastros... y estoy seguro de que sabes por qué.

Tamra tragó saliva. Sus ojos se posaron en la cama, en la colcha de cuadros y los almohadones blancos, antes de mirarlo de nuevo a él. Se notaba algo mareada y tuvo que inspirar antes de contestarle.

–No va a pasar nada entre nosotros.

–Tú sabes que sí... antes o después.

Tamra se esforzó por mantener el decoro, por fingir que sus palabras no habían tenido ningún efecto en ella.

–Eso es bastante presuntuoso por tu parte.

Walker apuró su bebida, se apartó de la cómoda, agarró la silla que había frente a ella, y en un sólo movimiento le dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre ella.

–No estoy diciendo que quiera que ocurra; sólo que ocurrirá.

Tamra se humedeció los labios.

–No voy a acostarme contigo.

–Sí, sí que lo harás –respondió él. Su expresión era seria; no estaba sonriendo, ni tampoco flirteando–. Acabaremos arrancándonos la ropa, y luego nos arrepentiremos y nos preguntaremos por qué diablos lo hicimos.

–Yo no soy de esa clase de mujeres –le espetó ella–. No tengo romances de una noche.

–Tampoco yo.

–Entonces, ¿por qué estamos teniendo esta estúpida conversación?

–Porque anoche no he podido dejar de pensar en ti... y me irrita bastante –masculló él apretando la mandíbula.

Tamra sacudió la cabeza. Aquél era el hombre más difícil que había conocido.

–A ti parece que te irrita todo –apuntó.

Él la miró con los ojos entornados.

–¿Y tú?, ¿estuviste pensando en mí anoche?

El pulso de Tamra se disparó.

–No.

–Mentirosa.

De acuerdo, era cierto, había mentido, pero no iba a admitirlo. Incluso había dormido con la ventana abierta para dejar que la brisa le revolviera el cabello y acariciara su cuerpo medio desnudo, imaginándose que eran sus dedos.

–No eres mi tipo.

–Tú tampoco eres el mío –respondió él. Se quedó callado un momento y la miró de arriba abajo–. Pero eres increíblemente sexy... para ser una india –añadió, haciéndola fruncir el ceño.

–No me acostaría contigo aunque fueses el único hombre sobre la faz de la tierra.

Walker sonrió burlón.

–Bien, entonces no tenemos por qué preocuparnos.

Ella desde luego no tenía por qué preocuparse. Llevaba años tomando la píldora, desde que su niñita había muerto. Cuando aquello había ocurrido había decidido que no permitiría que la dejasen embarazada otra vez... al menos no un hombre con el que no estuviese casada.