Una intensa atracción - Sheri Whitefeather - E-Book
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Una intensa atracción E-Book

Sheri WhiteFeather

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Beschreibung

Aquél era su hombre y aquélla su noche Emily Chapman se sintió completamente cautivada cuando notó sobre ella la mirada de aquel desconocido de ojos negros. Lo que James Dalton sentía por Emily Chapman era tan intenso que debería haber estado prohibido. En aquel momento no importaba nada más... Pero él tenía mucho que ocultar y Emily también tenía sus propios secretos. Así que al día siguiente cada uno seguiría su camino... a no ser que un encuentro casual convirtiera el pasado en un futuro por el que merecía la pena luchar.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Sheree Henry-WhiteFeather

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una intensa atracción, n.º 1328 - septiembre 2016

Título original: Cherokee Stranger

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8740-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Capítulo Uno

Mientras todavía resonaba la última melodía por los altavoces de la máquina de música, el alto y moreno desconocido eligió otra canción.

Emily Chapman se sentó en el borde de la silla. Todo en aquel desconocido la fascinaba, incluso sus gustos musicales. Hasta entonces, había elegido canciones de amor, baladas trágicas de gran emoción y letras que no iban muy acordes con su físico desafiante.

Cuando se alejó de la máquina de música, Emily lo miró con curiosidad.

¿Sería un chico de campo o un hombre de ciudad? No había manera de saberlo. En cualquier caso, se comportaba como una persona que no quiere saber nada de los demás.

Llevaba unos vaqueros, camiseta blanca y cazadora, el pelo largo le caía por la frente y casi le tapaba los ojos. Su rostro era fuerte y anguloso.

Ignorando a los demás presentes en el bar, se dirigió a su mesa, en la que había dejado una botella de cerveza. Se sentó, puso los pies en la silla de enfrente y dio un buen trago a la bebida.

–Aquí tienes –le dijo la camarera a Emily, dejando sobre la mesa la copa de vino e impidiendo que siguiera mirando al desconocido.

–Gracias –contestó Emily sonriendo a aquella mujer que, según la tarjeta identificadora que portaba, se llamaba Meg.

–De nada, cariño. Tu cena todavía no está preparada, pero te la traigo dentro de unos minutos.

–Muy bien –contestó Emily.

No tenía mucha hambre, pero había pedido champiñones rellenos para comer algo. Era la primera vez que comía sola en público y no había podido ser en otro sitio que en la cafetería cutre y mal iluminada de un motel de no muy buena categoría.

Por supuesto, quedarse sola en su habitación habría sido mucho peor.

Cuando la camarera se fue, Emily volvió mirar al desconocido. Cuando él le devolvió la mirada, el tiempo se paralizó y el mundo se detuvo.

Sus miradas se encontraron y se atrajeron como imanes.

Ninguno de los dos parpadeó, ninguno de los dos apartó la mirada.

Emily sintió que se le secaba la boca. En un instante la había dejado sin aliento, pero no estaba flirteando con ella. Era mucho más que aquello. La estaba mirando con apreciación masculina, como si supiera qué sentiría al tocarla, al abrazarla, al acariciar su cuerpo.

Dios Santo.

Decidida a recuperar la compostura, Emily alzó la copa y dio un traguito, pero lo cierto era que le temblaban los dedos.

¿Qué pensaría aquel hombre si supiera que tenía cáncer? ¿Seguiría mirándola con deseo?

«No pienses en eso», le dijo su subconsciente.

No había que compadecerse de sí misma, no había que tener miedo. No se iba a morir. Tarde o temprano, conseguiría vencer al cáncer aunque eso significara perder parte de su piel.

Terminó una canción y empezó otra. En aquella ocasión, se trataba de una balada de Elvis que también había elegido el desconocido.

¿Viviría por allí o habría ido a Lewiston a ver a algún familiar o amigo?

Emily había ido a aquella localidad para ver a un médico. Aquella población estaba a una hora y media de donde ella vivía y podría haberse ido el mismo día, pero había decidido pasar la noche para estar sola y pensar.

En quince días la iban a operar para quitarle el tumor. En aquellos momentos de su vida, quince días le parecían una eternidad, pero los médicos le habían asegurado que el melanoma que padecía no se iba a extender en dos semanas.

Emily tomó aire.

Se había prometido a sí misma que no le daría miedo ponerse en manos de un cirujano y que no le iba a estar dando vueltas a la cabeza con la posibilidad de que el cáncer se hubiera extendido a los ganglios linfáticos.

Meg le llevó la comida y sonrió.

–Es muy guapo, ¿verdad?

–Sí –admitió Emily dándose cuenta de que el desconocido seguía mirándola.

–¿Por qué no lo invitas a una copa?

–¿Cómo? –exclamó Emily sorprendida.

–Invítale a una cerveza, que se está acabando la suya –la animó la camarera.

–No sé si es el mejor momento…

–No pasa nada, sólo era una sugerencia –dijo la camarera sonriendo y yéndose.

Una vez a solas, Emily se preguntó si debería invitarlo a beber algo. ¿Ella? ¿La chica de pueblo a la que le habían diagnosticado un cáncer de piel?

Observó que el desconocido se terminaba la cerveza mientras ella jugueteaba con los champiñones.

Cuando lo vio apartarse el pelo de la cara, dejando al descubierto la frente y unas pobladas cejas negras, Emily sintió que el cuerpo le ardía.

Al infierno con el cáncer. Tenía que conocer a aquel hombre, hablar con él. Reunió valor, se puso en pie y fue hacia su mesa. La camarera le guiñó un ojo para darle ánimos.

Cuando llegó a su lado, sentía que el corazón le latía aceleradamente y que la sangre se le había agolpado en las sienes. El desconocido se puso en pie y Emily se dio cuenta de lo alto que era.

–Hola, me llamó Emily –se presentó alargando la mano.

–Hola, yo me llamo James –contestó él mirándola de arriba abajo–. Dalton –añadió con un acento irreconocible–. James Dalton.

Haciendo un tremendo esfuerzo para respirar con normalidad, Emily se dirigió hacia su mesa.

–¿Te apetece sentarte conmigo?

El desconocido no respondió. Se limitó a colocarse detrás de ella y a deshacerle la coleta que llevaba agarrada con un pasador.

Sorprendida, Emily no hizo nada. Se quedó de pie, esperando, sabiendo que Meg estaba mirando igual de hechizada que ella por el extraño comportamiento de James.

James se guardó el pasador en el bolsillo de la chaqueta como si tuviera intención de quedárselo.

–Me gusta el color de tu pelo –dijo–. Me recuerda a…

–¿A qué? –preguntó Emily con el corazón en la garganta.

–Al de una persona que conocí –contestó James poniéndose serio de repente.

Emily se dio cuenta de que todavía no lo había visto sonreír. Aun así, le parecía guapísimo. Tenía una pequeña cicatriz en la ceja derecha, un hoyuelo en la barbilla y los pómulos altos, rasgo ineludible de su procedencia mixta de anglosajón e indio.

¿Sería de la reserva de Nez Percé? ¿Por eso estaría en Lewiston?

Cuando se acercó todavía más a ella, sintió un escalofrío y se preguntó que sentiría inmortalizando a aquel hombre sobre la tela.

Emily se ganaba la vida sirviendo mesas en su ciudad natal, pero era una apasionada del arte y vendía sus cuadros en ferias de pintura.

No pretendía nada más que pintar rostros que la fascinaban.

–Baila conmigo –le dijo James.

–Pero si no hay pista de baile –contestó Emily mientras él le acariciaba el pelo.

–No, pero hay música.

«Sí, la música que tú has elegido», pensó ella.

–Meg me dijo que te invitara a beber algo.

–¿Meg? –dijo James apartándole un mechón de la cara.

–La camarera –contestó Emily, preguntándose si se estaría dando cuenta de que la estaba seduciendo.

Aquel hombre parecía mitad mago, mitad guerrero, mitad lobo… el héroe de un cuento mágico.

–Baila conmigo –insistió.

Emily debería haberle dicho que no, debería haberse ido porque, en lo más profundo de sí misma, sabía cómo iba a terminar aquello, sabía que Jaime Dalton le iba a pedir otra cosa que no era que bailara con él.

Era obvio que quería irse a la cama con una rubia, que quería tener una aventura de una noche que satisficiera sus necesidades. Aun así, Emily permitió que la agarrara de la mano y que la llevara a un pequeño lugar situado cerca de la máquina de música.

Emily también tenía necesidades, unas necesidades que habían permanecido desatendidas demasiado tiempo. Se merecía sentirse deseada, verlo en el rostro de un hombre.

Sobre todo, ahora.

En aquellos momentos, no quería pensar en sus responsabilidades, pero no pudo evitar acordarse de su hermano de seis años, Corey, a quien había dejado al cargo de una niñera.

Lo había llamado hacía un rato y había hablado con él alegremente porque el niño no sabía que su hermana estaba…

–Emily –dijo James sacándola de sus pensamientos.

La tomó en sus brazos y Emilio le puso las manos en los hombros. Comenzaron a moverse al ritmo de la música, lentamente. Emily sintió que los latidos del corazón de James se acompasaban con los suyos.

–Nos están mirando –dijo ella sabiendo que Meg, el camarero y los demás clientes estaban pendientes de ellos.

James bajó la cabeza y le acarició la mejilla con la suya, dejándole una sutil marca con la barba.

–Es normal, ¿no?

–Supongo que sí –contestó Emily.

Que el Cielo la ayudara, porque James era irresistible. Cuando le tomó el rostro entre las manos para besarla, Emily se dejó llevar.

No invadió su boca con la lengua sino que la besó suavemente, ofreciéndole un aperitivo de lo que estaba por llegar.

Sabía a calor, a cerveza, a secretos, a una noche que Emily jamás olvidaría.

Cuando terminaron de besarse, se miraron a los ojos y Emily se preguntó cómo un alma tan torturada podía ser tan bella.

En aquel momento, James la volvió a besar.

Emily era una chica muy decente, pero, aun así, rezaba para que aquel desconocido quisiera acostarse con ella.

Desde luego, eran una combinación nada usual. Ella le recordaba a él a alguien de su pasado y él no se parecía a nadie que Emily hubiera conocido jamás.

James le acarició a Emily la mejilla con el pulgar mientras pensaba que tenía una piel maravillosa y que era una mujer preciosa.

Preciosa y peligrosa.

Cuando la vio mojarse los labios, la volvió a besar, pero aquella vez sí le metió la lengua en la boca y la devoró con pasión.

Quería más, así que la apretó contra su cuerpo. Sintió su aliento mezclarse con su saliva, cálido y sedoso como la brisa de una noche estival.

Cerró los ojos y absorbió la textura, el aroma y la calidad de su pelo, que seguía acariciando.

Se había prometido a sí mismo que no lo haría, que no iría a los bares de la zona en busca de sexo, pero lo había hecho.

Había encontrado a una dulce rubia en la primera noche que había salido por Idaho, su primera noche de libertad.

Su primera noche fuera de la cárcel.

Emily emitió un sonido gutural y James se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se apellidaba.

De alguna manera, le daba igual porque para él era Beverly. Su amante, su amiga, su esposa.

James abrió los ojos y dejó de besarla. Emily dio un paso atrás para tomar aire. Estaba emocionada y era obvio que quería más.

–No voy a seducirte –le aseguró James.

–¿Ah, no? –dijo ella.

–No. Eres tú la que me está seduciendo a mí y se te da muy bien –dijo él sinceramente.

Lo estaba seduciendo con tanta maestría que le habría hecho el amor allí mismo, en un rincón oscuro.

–Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

No, James no estaba de broma. Desde que la había visto había pensando en su esposa, en lo mucho que la echaba de menos.

–¿Te sigue apeteciendo invitarme a beber algo? –le preguntó, dándole la oportunidad de cambiar de parecer y apearse de aquel complicado juego.

Aquella mujer no era Beverly y él no era James Dalton aunque ése fuera el nombre que el Gobierno le hubiera dado.

Su verdadero nombre era Reed Blackwood y era un ex presidiario, un delincuente, un cómplice de asesinato y un ladrón.

Aquéllos eran sus secretos, el peso de sus pecados.

–Sí –dijo Emily.

–¿Sí? –repitió él.

–Sí, me sigue apeteciendo invitarte a beber algo.

Se sentaron en la mesa de Emily y James pidió una cerveza.

Meg no comentó nada sobre la escenita que acababan de protagonizar, pero miró a James como si, de repente, se hubiera convertido en una monja y le estuviera reprobando su actitud.

–Está preocupada por ti –le dijo a Emily.

–¿Quién?

–La camarera.

–Pero si ha sido ella la que me ha animado a conocerte –sonrió dando un trago a su vino.

–Sí, pero debe de ser que se arrepiente. No debía de creer que yo fuera a ser tan… agresivo.

No, obviamente la camarera no había esperado que besara a Emily en público, que le metiera la lengua hasta el gaznate y que se bebiera su saliva.

Emily lo miró con sus grandes ojos color esmeralda. También tenía los ojos del mismo color que Beverly, el mismo color de las esmeraldas que él solía robar.

James se revolvió incómodo en la silla. ¿Se daría cuenta aquella mujer de lo tentadora que resultaba?

Se mordió el labio inferior y se quitó el poco pintalabios que le quedaba. Tenía el rostro ovalado, con la tez muy blanca y unas pestañas larguísimas. Desde luego, su aspecto físico le daba un aire de inocencia que no iba nada con él.

–No te voy a hacer daño –dijo James.

Emily se acercó a él.

–Yo a ti tampoco.

–¿De verdad? –sonrió James conmovido por su ternura–. ¿Eso quiere decir que no estás loca y no eres una asesina en serie cuyas víctimas preferidas son pobres hombres que encuentra en los bares?

Aquello hizo reír a Emily. Al oír su risa, James recordó a su esposa. Sin pensarlo dos veces, le acarició la mejilla y deseó volver a besarla.

La camarera le llevó la cerveza y, sintiéndose culpable, apartó la mano mientras ella pagaba.

–A la próxima invito yo –declaró.

La siguiente ronda llegó una hora después y, para entonces, el bar estaba vacío. Los únicos clientes que quedaban eran Emily y James.

Habían estado hablando de cine, música y cosas sin importancia.

A James le hubiera gustado bailar con Emily de nuevo, pero pensó que era mejor quedarse en la mesa hablando, fingiendo que le interesaba conocerla, para hacer que su encuentro sexual fuera un poco más normal.

–¿Te alojas en este motel? –le preguntó Emily.

–Sí, ¿y tú?

Ella asintió.

James rezó para que se fueran a su habitación porque prefería que el policía que lo acompañaba, y que ocupaba la habitación contigua a la suya, no se enterara de que en su primera noche ya había hecho algo que se suponía que una persona protegida no debía hacer.

En cualquier caso, no estaba saltándose ninguna norma. El programa de protección de testigos no prohibía a sus miembros mantener relaciones sexuales.

James dejó a un lado la cerveza y se preguntó si Emily se querría acostar con él. Por supuesto que querría. No era tan inocente como parecía.

–¿Cuándo te vas? –le preguntó ella.

–Mañana –contestó James.

–Yo también –dijo Emily terminándose la segunda copa de vino–. ¿Vuelves a casa?

James intentó no fruncir el ceño, pues hacía años que no tenía una casa. Se había pasado un año y medio huyendo del padre de Beverly, que era un señor del crimen, y otro año en la unidad de seguridad de una prisión federal testificando contra la mafia y cumpliendo condena por un golpe que aún lo atormentaba.

Después, había estado dos semanas en un centro de orientación donde le habían dado una nueva identidad y le habían explicado que tenía trabajo en Idaho.

–¿James? –dijo Emily.

–¿Sí? Oh, sí, me vuelvo a casa a primera hora de la mañana –contestó, pensando en que volvía a un lugar en el que nunca había estado.

–Yo también.

No le preguntó dónde vivía. No lo quería saber. A James Dalton no se le daba bien hablar de detalles cotidianos. A Reed Blackwood, tampoco. Ambos tenían mucho que esconder.

–¿De dónde eres? –le preguntó Emily.

James contestó utilizando las mentiras que el programa de protección de testigos le había proporcionado.

–Nací en Oklahoma, pero he vivido en muchos sitios –dijo, haciéndole una señal a la camarera para que les llevara la cuenta–. Me parece que están cerrando. Nos tendríamos que ir –añadió cambiando de tema.

Dejó una propina y acompañó a Emily a la puerta. Sabía que la camarera los estaba mirando y le entraron ganas de decirle que se iba a portar bien con ella porque Emily era su salvación, la compañía que necesitaba para una noche, pero no dijo nada porque era imposible decir algo así en voz alta.

Una vez fuera, James le pasó el brazo a Emily por los hombros pues hacía viento. Anduvieron hacia el motel y se pararan bajo una escalera.

–¿Y bien? –preguntó James.

–¿Y bien? –repitió ella mirándolo con sus grandes ojos.

–¿Me vas a invitar a entrar en tu habitación? –le dijo él al oído.

Emily asintió y lo besó.

Al instante, James se excitó.

Emily suspiró y él se la imaginó completamente desnuda y excitada y él lamiéndole todo el cuerpo como si fuera un limón mojado y…

Maldiciéndose por lo estúpido que era, se apartó de ella. No tenía preservativos.

–Soy un aguafiestas –dijo.

–¿Qué?

–Tengo que ir a comprar preservativos –le dijo señalando la tienda que había al otro lado de la calle.

–Te espero en mi habitación –contestó Emily tímidamente.

–Te acompaño.