Noches indias - Sheri Whitefeather - E-Book
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Noches indias E-Book

Sheri WhiteFeather

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Beschreibung

Eran como la noche y el día El reloj biológico de Joyce Riggs era como una bomba a punto de estallar y su desesperación por evitarlo la condujo directamente a los brazos de Kyle Prescott. El mestizo apache lo sabía todo acerca de exorcizar demonios y accedió, no sin cierta reluctancia, a ayudar a Joyce a liberar la mente de su secreto conflicto, aun a sabiendas de que el tiempo que pasaran juntos podría llevarlos a lo inevitable. Llegados a ese punto los dos se plantearon una relación sin compromisos, pero ¿qué pasaría si Joyce le confesara su necesidad de tener un hijo y su esperanza de que él le concediera ese deseo?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Sheree Henry-WhiteFeather. Todos los derechos reservados.

NOCHES INDIAS, Nº 1422 - abril 2012

Título original: Apache Nights

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0005-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

¿Dónde diablos estaba?

Joyce Riggs esperaba junto a las verjas cerradas de la propiedad de siete acres de Kyle Prescott, con un rottweiler iracundo gruñéndole desde el otro lado de la valla.

El perro guardián estaba acompañado por otro chucho, un pequeño perro salchicha. ¿Quién podría enfrentarse a un rottweiler con un perro salchicha diminuto en el mismo jardín?

Y, hablando del jardín…

Piezas de coche esparcidas. Viejos muebles de jardín. Equipamiento de patio de recreo. Ruedas de carro. Una estufa de hierro fundido.

Joyce parpadeó y decidió que era imposible catalogarlo todo. Al fin y al cabo, Kyle comerciaba con esos trastos. O, al menos, ésa era su profesión legítima, su fachada, el trabajo que declaraba en sus impuestos.

Ella sabía que era un militante que entrenaba a otros militantes, un nativo americano activista que mantenía a las autoridades en vilo. Y, para empeorar las cosas, estaba encaprichada con él. Sentía una atracción irritante desde que ambos habían decidido, hacía casi ocho meses, que se despreciaban mutuamente.

Suspiró e hizo todo lo posible por ignorar al rottweiler. Pero no era fácil, pues aquella bestia se ponía cada vez más furiosa. Por otra parte, el perro salchicha la miraba con cara de tonto.

Finalmente un golpe llamó su atención. El sonido de una puerta de madera al cerrarse, sin duda. Ambos perros reaccionaron y, como un espejismo, Kyle apareció en la distancia, descendiendo los escalones del porche de su vieja casa.

Vivía en una zona aislada del desierto donde se rumoreaba que Charles Manson y su banda de asesinos habían pasado tiempo. Un lugar que, a cualquier ciudadano de a pie, le parecería sacado de Helter Skelter.

Kyle se acercó y Joyce lo miró, albergando la sincera esperanza de que no se le acelerase el pulso descontroladamente.

Le llevó un rato pero, finalmente llegó a la verja, enfatizando sus largos y perezosos pasos. Entonces le dirigió una sonrisa al más puro estilo Rhett Butler. El rottweiler seguía enseñando los colmillos en nombre de su atractivo amo. Joyce imaginó que el perro sería macho.

–Detective Riggs –dijo él–. Qué sorpresa.

–Llamé y dije que iba a venir.

–Y yo dije que no te molestaras.

–¿Es que no sientes la más mínima curiosidad sobre por qué estoy aquí? –preguntó ella.

Él inclinó la cabeza. Como de costumbre, llevaba una cinta en la cabeza que le mantenía el pelo recogido, reminiscencia de la era Jerónimo en la historia de los apaches. Era un hombre alto, un medio indio moreno que llevaba su herencia como un rifle del siglo diecinueve.

Llevaba una camiseta azul, vaqueros y botas hasta las rodillas. Tenía treinta y seis años, la misma edad que Joyce, pero no tenían nada en común, nada excepto una fuerte atracción.

Kyle cambió de postura y el polvo de la tierra se posó alrededor de sus pies.

–Si se trata de un asunto policial, entonces necesitarás una orden judicial.

–¿Por qué? –preguntó ella, y el viento de octubre se levantó como un látigo, golpeándola en la cara–. ¿Has matado a alguien?

La sonrisa de Kyle desapareció. Era un soldado muy condecorado de la Tormenta del Desierto, un héroe de guerra. No se tomaba la muerte a la ligera. Pero ella tampoco. Joyce era detective de homicidios.

Por un instante los dos se quedaron mirándose mutuamente, atrapados por aquel momento desafiante. Entonces Joyce miró al rottweiler, que permanecía en guardia enseñando los dientes.

–¿Puedes decirle a ese maldito perro que se calme?

La sonrisa regresó, pero los dibujos de la verja distorsionaban los atractivos rasgos de Kyle.

–A él no le gustan los policías.

–Dudo que le guste alguien.

–Le gusta Olivia.

No era de extrañar que Kyle sacase a relucir a su antigua amante. Olivia era una amiga común, una vidente que ayudaba al departamento de policía de Los Ángeles, al FBI y a todas las demás agencias legales que Kyle decía odiar.

Pero Olivia también era una mujer hermosa y con voluntad de hierro que entrenaba con Kyle en su recinto privado, algo que Joyce ansiaba hacer.

Sobre todo ahora, desesperada como estaba por reconstruir sus maltrechas emociones.

–Estoy dispuesta a pagarte –dijo ella.

Eso captó su atención. Le dio una sutil orden al perro y éste dejó de gruñir. Kyle había hablado en lo que parecía ser un idioma extranjero. Algo que ella desconocía. Probablemente habría enseñado a su perro a responder al apache.

–¿Pagarme por qué? –preguntó él.

–Por tus sesiones. Combate cuerpo a cuerpo.

Juegos de guerra. Todo lo que ofreces aquí.

–No entreno a policías.

–Entonces yo seré la primera.

–¿Por qué? –preguntó él dirigiéndole una mirada suspicaz.

–Porque estoy pasando un mal momento, asuntos personales que parece que no puedo resolver –dijo Joyce. No le gustaba desnudar su alma ante él, pero tampoco iba a revelar cada pequeño detalle. El reloj biológico de Joyce estaba a punto de explotar, algo que no lograba comprender, algo que parecía estar yéndose de control–. Necesito desahogarme, ponerme en forma. Olvidarme de mis problemas.

–Entonces vete al campo de tiro de la policía y dispara tu arma. Haz lo que hacen los de tu clase.

–¿Mi clase? –tenía ganas de darle una patada a través de la verja, pero sabía que el rottweiler se volvería loco si intentaba atacar–. Deja de esconderte detrás de tu perro y déjame entrar.

–Buen intento, detective. Pero no soy lo suficientemente macho como para caer en eso.

–Olivia me lo ha contado todo sobre ti, Kyle. Todo.

Kyle tuvo el valor de sonreír y decir:

–Así que sabes que soy bueno en la cama, ¿y qué? –hizo una pausa y la miró de arriba abajo–. ¿Por eso estás aquí realmente, detective? ¿Para desafiar mi inteligencia?

Joyce lo miró fijamente, dándole una cucharada de su propia medicina machista.

–¿Qué inteligencia?

Kyle estuvo a punto de reírse. A punto.

En cuanto a ella, estaba acostumbrada a tratar con hombres así, con criminales, con otros detectives. Ser mujer en un ambiente de hombres la hacía más fuerte.

Pero a veces también se sentía sola.

Un segundo después, Kyle la sorprendió

abriendo la puerta.

–Puedes entrar si quieres.

–¿Y qué pasa con él? –pregunto Joyce señalando al rottweiler.

–Clyde no te hará daño. No a no ser que yo se lo diga.

Clyde. Joyce miró a aquella bestia canina negra.

No movió ni un músculo. Se quedó sentado como una estatua a los pies de su amo. Joyce miró al perro salchicha, que se meneaba juguetonamente, y no pudo evitar sonreír.

–¿Cómo se llama ése?

–Bonnie –contestó Kyle.

Ella arqueó las cejas. Bonnie y Clyde. Les habían puesto a sus perros el nombre de unos ladrones de banco.

–¿Vas a entrar o no? –preguntó Kyle golpeando los dedos contra la verja.

De pronto una voz en su cabeza le dijo que se fuera a casa, que se mantuviera alejada de Kyle Prescott. Pero la necesidad de enfrentarse a sus problemas, de entrenar con él, la mantuvo en su posición.

Además, Kyle no aparecía en los archivos, y, aunque sus actividades a veces podían parecer sospechosas, Joyce quería creer que se podía confiar en él. El día que se conocieron, Kyle había ayudado al departamento de policía de Los Ángeles a detener a un asesino, un caso relacionado con la brujería nativa. Claro que él sólo lo había hecho por Olivia, por una mujer que se había enamorado de otra persona. No era como si Olivia hubiera estado alguna vez enamorada de Kyle. Siempre decía que era un poco demasiado bizarro como para hacerla sentir segura.

En cualquier caso, Joyce aprovechó la oportunidad y dio un paso al frente. Acto seguido, Kyle volvió a cerrar la verja, encerrándola dentro de su propiedad, diciéndole, sin palabras, que ya era demasiado tarde para darse la vuelta y salir corriendo.

Como si pudiera asustarla. Ni se le ocurriría salir corriendo como una gallina, a pesar de que la voz racional de su cerebro no hacía más que llamarla idiota.

Cuando Kyle se dio la vuelta, Joyce pudo ver la pistolera enganchada a su cinturón. Observó la semiautomática y se preguntó si iría armado todas las mañanas. Sabía de sobra que Kyle no tenía permiso para llevar pistola, pero estaba en su propiedad, y eso lo situaba fuera de los límites legales.

–¿Es que estás esperando a que aparezcan algunos tipos malos? –preguntó ella.

–Sólo a una chica mala –dijo Kyle, observando la pistolera de Joyce–. Pero ya ha llegado.

–Touché.

–Ha sido idea tuya invadir mi mundo –dijo él mientras se dirigía hacia la casa–. ¿Quieres café?

–Mientras no lo envenenes.

–Mi café es veneno.

Y también lo eran sus feromonas, pensaba Joyce. Aquella sexualidad que emanaba de su cuerpo y lo hacía parecer un depredador.

Ella caminó a su lado y Clyde los siguió. Se daba cuenta de que el perro era consciente de todo lo que hacía. Pero Kyle también.

Negándose a prestarles tanta atención a los machos, se centró en Bonnie. El pequeño animal iba pegado a ella, casi arrastrando la tripa por el suelo.

Mientras continuaban caminando hacia la casa y Bonnie sorteaba todos los objetos que se ponían en su camino, Joyce observó las casetas que había en la propiedad.

–¿Es ahí donde guardas el resto de tus mercancías?

Él siguió su mirada y luego asintió.

–Muebles, trastos que colecciono, recuerdos.

Cosas que se encontrarían en tiendas de antigüedades –hizo una pausa–. ¿Te gustan las cosas viejas?

–Sí –contestó Joyce. Le encantaba curiosear en las tiendas antiguas y encontrar objetos curiosos–. Pero la atmósfera también es importante para mí.

–¿Es que no crees que mi casa tenga atmósfera?

¿Acaso estaba bromeando? No podría decirlo.

–Tu hangar de aviones tiene su encanto –contestó Joyce. La enorme estructura estaba levantada al fondo del todo, ocupando al menos tres mil metros cuadrados. Sabía que la construcción había sido modificada para albergar una zona con pistolas láser, algo que ella estaba deseando ver. Pero Kyle aún no había aceptado a entrenarla.

A ayudarla con su causa.

A luchar contra las emociones que amenazaban con sobrepasarla.

Kyle le dirigió a aquella policía una mirada de reojo. Estaba dispuesto a interrogarla duramente para saber si estaba a la altura. Por lo que sabía, ella había oído hablar de su inminente misión y quería meter las narices en sus negocios.

Observó por un momento su perfil, su pelo rubio hasta la altura de la barbilla, la sencilla curva de sus pestañas. Aquél no era un caso para una detective de homicidios. Él no planeaba hacer daño a nadie. Nada de pistolas ni cuchillos ni nada. Pero lo que pretendía hacer no dejaba de ser ilegal, y Joyce podía fácilmente denunciarlo a alguno de sus colegas.

Pero, por lo que a él respectaba, su misión era sagrada, un asunto espiritual, algo por lo que merecía la pena ir a la cárcel. Incluso morir, si llegaba el caso.

Por supuesto, ninguno de esos riesgos lo atraía especialmente. Ni tampoco la idea de que Joyce se inmiscuyera.

Poco después llegaron a la casa. Tras subir los escalones carcomidos por el clima, abrió la puerta principal y le indicó a Joyce que pasara. Ella entró y los perros la siguieron.

Joyce miró a su alrededor cuando llegó al salón y puso cara de asombro.

–Olivia ya me advirtió que no eras un gran amo de casa. Pero parece como si alguien hubiera entrado a robar.

Típico, pensó Kyle, que las mujeres siempre se quejaran del lugar en el que vivía, incluyendo a su anterior compañera de cama, una mujer que lo había acusado de ser el mayor cerdo sobre el planeta.

Pero a él no le importaba. Lo había decorado con un estilo de muebles muy ecléctico, con piezas antiguas de diferentes épocas. Y sí, estaba hecho un desastre, con libros, revistas y ropa vieja cubriendo casi cada rincón. Pero le gustaba así. Así evitaba que sus amantes se hicieran ideas domésticas con respecto a él.

–¿Estás preparada para ofenderte con mi cocina?

–¿Tan mal está?

–Probablemente pensarás que sí.

Cuando doblaron la esquina, con los perros siempre detrás, Joyce arrugó la nariz.

–Esto va más allá de la ofensa.

Kyle simplemente se encogió de hombros. Los platos con comida pegada que había en el fregadero probablemente estuvieran criando moho.

Pero él tenía multitud de vajilla extra, cajas y cajas de material de segunda mano. Cuando sus cacharros llegaban a ser demasiado asquerosos, los tiraba y volvía a empezar. Lo mismo ocurría con las sartenes, cacerolas, vasos, etcétera.

–¿La cafetera está limpia? –preguntó ella.

–Es nueva –dijo él. Enchufó el aparato y se dispuso a preparar una mezcla de café colombiano. Tenía cientos de aparatos de segunda mano–. O más o menos nueva. Nunca la he usado.

–Gracias a Dios.

Kyle la miró de reojo. Sospechaba que viviría en un ordenado apartamento al oeste de Los Ángeles, con flores de seda y un balcón de hormigón. Bonito pero práctico. Como ella.

Mientras se hacía el café, Kyle se apoyó sobre la encimera y se tomó su tiempo para estudiarla, para analizar su apariencia. Pelo ordenado, ojos azules, una estructura ósea digna de mención y maquillaje mínimo. En cuanto a su ropa, había escogido una blusa blanca, una chaqueta de sport y pantalones negros.

Conservadora, pensó él. Como una policía.

Pero, desde luego, tenía un cuerpo muy estimulante, con buen tono muscular y muy atlético. Su boca lo excitaba también. Sus labios exuberantes y llamativos. Había oído de ella que tenía una naturaleza bromista. Que flirteaba por el placer de hacerlo. Por supuesto él nunca había visto esa faceta suya.

Se preguntaba qué aspecto tendría con un sujetador, lápiz de ojos y unos zapatos de tacón de aguja. Increíble, decidió.

Ella lo miró con ira.

–Corta –dijo Joyce.

–¿Que corte qué?

–Que cortes de mirarme así.

–¿Así cómo?

–Como un cromañón.

Clyde la estaba observando con su pose de perro guardián mientras que Bonnie le olfateaba los zapatos.

–Los hombres de cromañón eran cazadores muy capaces y grandes recolectores de comida. Además de ser grandes pintores de cuevas.

–Sabes muy bien que me refería a sus hábitos sexuales.

–¿Arrastrar a las mujeres del pelo? Es una teoría fascinante, pero no creo que sea cierta. Los homo sapiens no eran unos brutos sin cerebro. Eran mucho más sofisticados que…

Ella lo interrumpió y Bonnie se apartó corriendo.

–¿Es que vas a negar que te estabas excitando conmigo?

–No –contestó él–. Estaba imaginándote como a una mujer fatal. Podrías hacerte un lavado de imagen –añadió señalando su ropa.

–¿De verdad? –preguntó ella, y le dirigió a su ropa la misma mirada de desprecio–. Tú también –inclinó la cabeza como si estuviera recreándolo en su mente–. Supongo que eso significa que tendré que imaginarte con traje y corbata.

Kyle se encogió de hombros y se dio la vuelta para servir el café. No se pondría un traje ni muerto. Si su familia lo enterraba con uno puesto, regresaría del más allá para atormentarlos.

–¿Sales con tipos de negocios?

–Son del tipo que me gustan –dijo ella observando la taza que él le había dado–. ¿Tienes azúcar?

–No.

–¿Leche, crema?

–Leche. Pero no pienso compartirla. Sólo me queda un poco y la reservo para los cereales del desayuno de mañana.

–Eres un pésimo anfitrión –dijo ella devolviéndole la taza.

Él le devolvió la taza y dijo:

–Nunca te he ofrecido nada que no fuera veneno. Además, te lo mereces por tratar de vestirme con un traje.

–¿Y qué mereces tú por ponerme con unas bragas y un liguero?

–No está mal, detective –dijo él. Casi había acertado–. Pero te he imaginado con un sujetador y tacones.

–¿Y no llevaba un tanga diminuto?

–No –contestó él mirándola a los ojos–. No llevabas nada ahí abajo.

El café se agitó en la taza y estuvo a punto de abrasarles las manos a ambos. Ella se estremeció, pero él ni se inmutó. Había tomado el control. Había alterado sus sentidos.

Joyce recuperó la compostura.

–Debería arrastrarte del pelo hasta arrancártelo de esa pervertida cabeza tuya.

–Eso me gustaría verlo –dijo él sin moverse de donde estaba, desafiándola a moverse primero. Ella miró al rottweiler y Kyle la miró con sorna. Habría dado lo que fuera por alejarse de ese perro. O de él. Puede que fuera una policía muy eficiente, una detective de la sección especial que seguía el rastro a asesinos en serie y trabajaba en casos importantes, pero había acudido a él en busca de un entrenamiento, del combate que, supuestamente, llevaba en la sangre. No importaba nada. Ambos sabían que las habilidades tácticas de Kyle eran superiores a las suyas. Su especialidad era combate cuerpo a cuerpo, técnicas en el campo de batalla perfeccionadas por las fuerzas especiales de los Estados Unidos, por la armada y por la marina.

–¿Es cierto ese discurso que me has dado? –preguntó él.

–¿Qué discurso?

Kyle dejó la taza en la encimera y contestó:

–Eso de que estás pasando por un momento duro. Que tienes problemas que no puedes resolver.

–No estaba mintiendo.

Aunque Joyce apartó la mirada, hubo un brillo especial en su mirada. Kyle supuso que sería confusión. Parecía estar en guerra consigo misma.

¿Serían reales sus problemas? ¿O sería una actriz experimentada?

–¿Alguien te ha hecho daño? –preguntó él, decidiendo que quería más respuestas–. ¿Es eso lo que pasa?

–No.

–¿No irías demasiado en serio con algún tío? ¿Algún imbécil que te fastidió?

Sabía que había hombres que se aprovechaban, que hacían promesas que luego no cumplían.

Pero él no era uno de ellos. Sus relaciones nunca iban más allá del sexo ni de las necesidades más primarias.

–No hay nadie –contestó ella–. No se trata de eso.

–¿Entonces qué ocurre?

–Nada de lo que me interese hablar –su pecho ascendía y descendía, su respiración se aceleraba un poco. Sólo un poco, lo justo para que él se diese cuenta.

Decidió que no estaba actuando. Estaba abriéndose a él. Algo que dudaba que hiciera muy a menudo. No podía imaginarse qué tipo de problemas no podría resolver una detective como ella. Deseaba besarla, saborear su confusión, dejarse seducir. Pero no estaba dispuesto a romper su código autoimpuesto.

No se acostaba con mujeres blancas.

Claro que eso no significaba que no fuese a ayudarla. Joyce había acudido a él por una razón legítima.

–Iré por la leche.

–¿Estás pidiendo una tregua? –preguntó ella sorprendida.

–Sólo estoy tratando de ser un anfitrión medio decente –contestó él, fue al frigorífico, sacó el brick de leche y le dio a Clyde una señal silenciosa, haciéndole saber al animal que la supuesta amenaza no era real–. Voy a entrenarte.

–¿De verdad? –preguntó ella mientras se servía la leche en el café–. ¿Cómo está tu agenda?

–Tendré que mirar el calendario.

–Yo tengo tiempo libre esta semana –dijo ella–. ¿O es demasiado pronto para ti?

–Trataré de arreglarlo –contestó él, aunque, en realidad, ya lo había arreglado.

Ella removió el café y él esbozó una sonrisa carnívora.

La primera sesión de Joyce, y el ataque sorpresa que iría con ella, estaba a punto de comenzar.

Capítulo Dos

Joyce se bebió el café. Estaba fuerte, pero tampoco era veneno.

–La verdad es que está bueno.

–Me alegra que pienses eso –dijo él, se acercó y le quitó la bebida de la mano–. Es una pena que no puedas terminártelo.

–¿Qué estás haciendo?

–Esto –Kyle dejó la taza en la encimera y se acercó más.

Mucho más. Demasiado, pensó Joyce. Podía oler el jabón en su piel. Una mezcla de lavanda y salvia, de hombre y naturaleza.

Lo miró a los ojos y observó su color marrón y dorado. Eran como ojos de tigre. Como la piedra de cuarzo que los soldados romanos solían llevar para protegerse durante una batalla.

Kyle se humedeció los labios y a Joyce se le aceleró el pulso. ¿Iba a besarla?

Sabía que no podía permitírselo. Pero sentía curiosidad por saborearlo.

Cuando la atrapó contra la encimera, ella levantó la barbilla desafiándolo a hacerlo, a tomar su boca bajo la suya.