Historias cantadas - Antonio Fleita - E-Book

Historias cantadas E-Book

Antonio Fleita

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Beschreibung

En una soleada tarde en San Juan, una familia compuesta por dos hijos varones decide emprender un nuevo capítulo en sus vidas y se muda a la vibrante ciudad de Córdoba. El menor de los hijos, Luis, pronto se ve inmerso en la energía y el bullicio de la ciudad, y experimenta un cambio que marcará su destino. La vida de Luis se vuelve un laberinto de sufrimiento, en el que las mentiras y el dolor son su única compañía. Pero cuando la verdad finalmente sale a la luz, la tragedia se cierne sobre él. En un acto de desesperación, alguien muere. Desde ese momento, la vida de Luis se convierte en un torbellino de desgracias que lo arrastran hacia una existencia amarga. Los eventos desafortunados se suceden, empujándolo hacia la locura. ¿Has escuchado y leído las letras de las canciones de la Mona Jiménez? A través de esta novela, el autor te invita a explorar la vida de Luis, desde su adolescencia hasta su adultez, mientras cada suceso de su turbulenta vida se entrelaza con las canciones del legendario Mandamás del cuarteto. Desde la formación de los personajes hasta los hechos narrados en esta novela, Historias cantadas te sumergirá en un viaje emocional que refleja el ritmo y la pasión de la música de La Mona Jiménez.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Fleita Cuello, Antonio Jorge

Historias cantadas / Antonio Jorge Fleita Cuello. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

196 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-733-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de la Vida. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Fleita Cuello, Antonio Jorge

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Historias cantadas

Capítulo

1.

Qué tonto fui al confiarle mis poemas y mi amor.

Cuando la última de las cajas estuvo dentro de la casa, María despidió a los muchachos de la mudanza y entró a su nuevo hogar para empezar a acomodar algunas cosas. Dentro se encontró con los tres hombres de su vida concentrados en una sola caja: la de la radio. Con el manual en mano, Bobby daba las instrucciones y Antonio, el padre, se dedicaba a conectar los cables correspondientes. Luis miraba el aparato y la antena esperando que reaccionaran pronto.

—¿Se puede saber qué están haciendo? —preguntó desconcertada.

—Juega Desamparados, Mary. Este partido es importante —explicó Antonio mientras buscaba las fichas de entrada que Bobby le indicaba.

Rio para sí misma preguntándose cómo había olvidado aquel partido y fue hacia la cocina para ver si podía ordenar algo. Los partidos de fútbol siempre se acompañaban con algo para picar, y sabiendo esto, se había preparado de antemano. Una de las cajas tenía lo suficiente para esa tarde y en cuanto escuchó a Bobby gritar: «¡Vamos, víboras!», llevó lo que había preparado y lo acomodó frente a ellos, que ya se encontraban sentados en el piso, rodeando a la radio como en una especie de ritual.

Antes de la cena, ordenaron todo lo que pudieron y los hijos agradecieron mentalmente ya no tener que compartir habitación. Todas las ventajas económicas amainaban el hecho de haber dejado su provincia natal atrás.

En la cena, charlaron sobre Alberdi —el nuevo barrio—, la nueva secundaria de los chicos y el hecho de que el cuarteto estaba de fondo en todos lados. Sin ir más lejos, los vecinos parecían vivir con la radio prendida y siempre con esa música sonando.

Bobby no tardó en encajar: tan pronto como comenzaron las clases se unió al equipo de fútbol escolar. Solo le quedaba medio año de secundaria, pero lo aprovechó jugando mucho y estudiando lo suficiente. Luis, sin embargo, prefirió no seguir con el fútbol y pasar sus tardes frente a su cuaderno, escribiendo y soñando que sus poemas se volvían famosos. Al contrario de su hermano, no logró hacer amistades en su curso, en parte porque sentía vergüenza, en parte porque prefería no pasar por el proceso de conocer nuevas personas.

—¡Luuuis! ¡Grita la gente al verlo! ¡El poeta más famoso de Alberdi! —se burló su hermano, entrando en su cuarto sin tocar, mientras él estaba sentado en la cama con su cuaderno y lápiz en mano.

—Callate y salí de mi pieza, won —contestó sobresaltado.

—Escuchame, romántico, no seas chinchudo. El del quiosco me dijo que hay un boliche que abre cerca de acá, ¿te venís?

—No, gracias. Salí de mi pieza.

—Capaz que tienen karaoke, che. Ahí podrías cantar tus canciones.

—¿De qué me hablás?

—¿Te pensás que no te escucho desde mi pieza? Dale. Vení esta noche conmigo que nos bailamos unos cuartetazos.

Luis se levantó de la cama y a empujones sacó a su hermano del cuarto.

—¡Dale, niño! En ese lugar hasta aceptan a los mechudos como vos…

Cerró la puerta y volvió a la cama. Trató de seguir con su escritura, pero el pensamiento de que su vida social era prácticamente nula lo intranquilizó un poco. Pensó que no le vendría mal salir de vez en cuando, pero no quería salir con su hermano. Y si el del quiosco le había contado a Bobby sobre ese boliche, capaz supiera algo sobre algún otro lugar, uno donde se reunieran chicos de su edad. Su hermano se la pasaba hablando de chicas de una forma que a Luis le incomodaba, sobre todo porque no tenía experiencia.

Esa tarde, cuando Luis llegó al quiosquito, Roberto estaba atendiendo a otras personas, así que esperó a que no hubiese nadie para hablarle.

—Pibe, decime —saludó el hombre, y Luis se acercó rápido.

—Hola, mi hermano ya estuvo por acá y le contaste de un lugar para ir a bailar. A mí no me gusta bailar, pero quería saber si conocías un lugar a donde vayan chicos de mi edad.

Roberto casi comenzó a reír por la timidez del adolescente y, congraciándose con él porque le recordaba a su hijo, le pidió que repitiera lo que había dicho, pero con más lentitud.

—¿Vos sos el hermano del Bobby? —preguntó sorprendido. Luis, que era consciente de la diferencia que existía entre él y su hermano, asintió con más vergüenza—. Mirá, ahí en la vereda está sentado mi sobrino, Diego. Debe de tener la edad de tu hermano, pero acercate y preguntale, que él parece pegado a esa vereda, pero suele andar bastante por el barrio.

Luis tomó coraje y se dirigió hacia la calle. Afuera, casi donde comenzaba la casa de al lado, un chico estaba sentado en el cordón de la vereda. Se notaba que era alto, con el pelo corto como lo usaban muchos en esos años.

—¿Diego? —lo llamó con voz insegura. El susodicho se dio vuelta sin interés.

Se acercó un poco más y se presentó; Diego extendió su mano sin mover su cuerpo del piso y lo invitó a sentarse. Diego hablaba con confianza, y pronto le contó de los lugares a los que solía ir. Era unos años más grande, pero parecían interesarle las mismas cosas que a él.

Luis pensó que estaba siendo fácil y que, si eso era todo lo que tenía que hacer para poder interactuar con los demás chicos de su barrio, no tendría muchos problemas. En su ciudad natal había sido distinto, había crecido con sus compañeros y no había tenido que esforzarse tanto.

—¿Vos sos hermano del Bobby, el guaso que siempre anda por acá? — preguntó directamente.

—Sí —contestó Luis, pensando que debería hacerse a la idea de que lo identificaran de esa forma.

—Está re limao tu hermano. Siempre anda preguntado por fiesta en voz alta, por suerte se ganó a los de Marengo.

—¿Marengo?

—Sí, un grupo de vagos que siempre anda haciendo quilombo. —Luis, alarmado, abrió más los ojos cuando escuchó eso—. Pero no te preocupes, no le va a pasar nada si anda con ellos.

Observó más detenidamente la calle. A veces no entendía por qué, pero sabía que la forma de ser de su hermano era peligrosa o podía llamar la atención más de lo debido, y él intuía que eso no era algo bueno. Decidió que no le diría nada a sus padres. Quizá Bobby supiese manejarse solo.

—¿Por qué tenés el pelo así? —preguntó Diego.

Luis sintió que le ardía la cara. Su pelo siempre era un tema de conversación. No le gustaba cortárselo. No lo sabía conscientemente, pero usaba su pelo para esconderse cuando se sentía incómodo, y también ocultaba el poco acné adolescente que él mismo mantenía por tocarse la cara todo el tiempo. Su respuesta se limitó a un movimiento de hombros que fue suficiente para Diego.

A partir de esa tarde, Luis eligió siempre la misma hora para pasar y sentarse con el sobrino del quiosquero, que no hacía mucho más que ver la gente pasar y hacer comentarios sobre las personas del barrio. A veces, cuando juntaban algunas monedas, iban a un quiosco donde tenían unas máquinas con juegos modernos.

—Che, Diego, ¿vos qué hacés cuando no estás acá? —preguntó una tarde en la que el verano fuerte ya empezaba a asomar. Ambos amigos estaban sumamente aburridos.

—¿Cómo?

—Cuando no estás con tu tío.

—Ah. Y… un rato antes de ir al colegio, mi viejo va en auto a su laburo, que queda cerca de la escuela, así que me quedo con él un rato. Después siempre vengo para acá.

—¿Y qué hace tu papá?

—Trabaja en la comisaría, en la parte de administración. Tu papá es albañil, ¿no?

—Sí, ahora está en una construcción ahí cerca de la avenida, en una especie de torre.

—¿Vos también querés ser albañil?

Luis se quedó en silencio un rato. No quería ser albañil. Era la primera vez que lo pensaba. Su padre tampoco solía hablar demasiado de su trabajo en la casa. De hecho, luego de que Luis decidiera dejar de jugar fútbol y se dedicara a sus cuadernos, él y su papá se habían distanciado. Siempre se imaginaba escribiendo para artistas o publicando algún libro, pero tampoco pensaba que eso fuera posible, lo consideraba una fantasía.

—No, no sé todavía —mintió a medias.

—Yo quiero ser policía —dijo Diego resuelto—, escuché que ganan muy bien, y la verdad que me gustaría vivir tranquilo.

—¿No es peligroso?

—Sí, al principio… pero siempre que voy a la comisaría, los policías más veteranos están en sus escritorios, así que debe de ser que mientras más ascendés, más tranquilo estás. Me la bancaré los primeros años y listo.

Luis envidiaba la seguridad de su amigo y la simpleza de su meta. Si tan solo decidiera ser un albañil o elegir un trabajo común y corriente, podría sentirse más tranquilo.

De repente, escucharon la voz de Bobby a la vuelta de la esquina. Los hermanos pocas veces se encontraban en la calle, pero cuando pasaba Luis sentía vergüenza.

—Bueno, bueno. Por fin te encuentro afuera, hermanito —saludó Bobby en voz alta.

—Y sí, adentro de la casa nunca estás, así que acá es donde nos cruzamos —respondió Luis con burla y Bobby se inclinó a revolverle el pelo de forma bruta. —¿Qué hacés, Dieguito?

Diego le estrechó la mano y mientras lo hacía le prestó atención al enorme reloj que Bobby llevaba puesto. Luis también lo vio.

—¿Y eso? —preguntó de inmediato, sorprendido por la calidad del objeto.

Bobby soltó la mano de Diego y comenzó a pavonearse frente a los dos, fingió que miraba la hora con cara seria y empezó a hacer bailar el reloj en su muñeca.

—Esto es lo que pasa cuando se trabaja duro y parejo, culiao. Aprendan — dijo mientras seguía posando.

Luis pasó de la sorpresa a la ira en un segundo. Sabía que su hermano no tenía ningún trabajo —no de día al menos— y que nada que hiciera en sus horas libres hasta la noche, cuando volvía a dormir a la casa, podría alcanzar para un reloj así. Sintió más vergüenza que de costumbre y miró de soslayo a su amigo. Diego tenía una expresión muy seria que apenas duró unos segundos, porque, en cuanto dejó de prestarle atención a Bobby, su mirada fue hacia alguien que se acercaba a ellos. Luis, que lo observaba, también desvió su mirada hacia quien llegaba.

Una chica se acercaba a paso lento. Debía de ser nueva en el barrio, porque no la habían visto antes. Bobby se dio vuelta y, al verla, soltó un silbido bajo. La adolescente pasó frente a ellos distraída y entró al quiosco. Luis quedó perplejo. Había mirado cada detalle en ella: su figura, su cabello castaño claro que con la luz del sol soltaba destellos rojizos, la ropa que delineaba su cuerpo y hasta la mochila roja, que llevaba en la espalda. Desde ese instante ella se volvió su musa, aunque no la conociera, aunque no supiera ni su nombre, porque jamás había visto a alguien tan hermosa. Diego se relamió los labios. Al igual que sus compañeros, no pudo negar que la nueva chica era preciosa, pero se mantuvo serio. Bobby se acuclilló detrás de los amigos y los rodeó con sus brazos.

—¿No conocen a la nueva vecina?

Ambos lo miraron intrigados: al parecer él ya tenía información.

—Se llama Verónica. Tiene tu edad, hermanito —contó por lo bajo, y luego miró a Diego de forma burlona—. Perdón, Dieguito, es muy chica para vos…

Con un movimiento al unísono se lo sacaron de encima, y con disimulo dirigieron su mirada al quiosco mientras Bobby se reía. Verónica charlaba con Roberto animadamente, parecía que no era la primera vez que llegaba hasta el quiosco. Los dos amigos estaban embobados con ella, pero dejaron de observarla en cuanto Roberto apuntó en su dirección y ella los miró también. Salió luego de unos minutos y volvió a pasar cerca.

—¡Hola! —los saludó sonriendo y siguió su camino.

—Hola —contestó Diego, con voz segura y grave. Luis también quiso responder el saludo, pero ningún sonido salió de su boca. En seguida se dio cuenta de que estaba nervioso y que eso lo hacía quedar como un tonto. Bobby, que estaba apoyado contra la pared, miró a su hermano con seriedad.

—Luis, para la casa.

El hermano menor pareció salir de un encantamiento y lo miró curioso.

—Dale, que juega Sportivo, papá —casi gritó, Luis sonrió y se despidió de su amigo.

Antes de escuchar el partido, Luis buscó su cuaderno y no dejó de escribir hasta que escuchó que su papá y Bobby se acomodaban frente a la radio. Verónica lo había inspirado de una forma casi absurda. Recordaba su forma de andar, la sonrisa que les había dedicado... y el lápiz volvía a la hoja. Bobby lo miraba de reojo cada tanto y se quedaba pensativo.

Esa misma noche, Luis trató de idear una forma de encontrarse más con Verónica. Pensó en pasar más tiempo en el quiosco o sacarle información a Roberto, ya que parecía tener más confianza con ella. Pensó también en decenas de conversaciones, en las posibles respuestas y en las cosas que él podría decirle para impresionarla.

Sin embargo, nada de eso hizo falta: cuando fue hacia el quiosco al día siguiente, Verónica, otra chica y Diego estaban charlando. Entonces olvidó cualquier idea que hubiera tenido el día anterior, se paralizó unos segundos y continuó su camino. Al llegar, saludó a su amigo como siempre y se sentó. Miró con una sonrisa contenida a Verónica y a su amiga Romina. Enseguida se dio cuenta de que hablaban de cosas interesantes para hacer en el barrio; también se dio cuenta de que Diego estaba particularmente conversador ese día, y se preguntó si se debía a Verónica o a Romina, o quizá se comportaba así alrededor de las chicas.

—Hay un lugar donde van a poder entrar —soltó Diego con seguridad y guiñando un ojo.

—¿Sí? Escuché que ponen cuarteto y, a veces, tocan en vivo también.

Tengo muchas ganas de aprender a bailar —confesó Verónica con ilusión.

—Hay que ir, entonces —dictaminó Diego. Luis hizo una mueca sin querer, parecía que tendría que ir a esos lugares, después de todo. Verónica y su amiga se miraron con alegría y cuchichearon algo entre sí.

—¿Vas a venir, Luis? —la escuchó preguntar. Trató de disimular la sorpresa de oírla pronunciar su nombre y la miró para asentir apenas. Ella le sonrió—. Qué bien, vamos todos juntos, entonces.

El lunes y el martes le parecieron eternos. Las comidas en la casa y hasta las charlas con Diego transcurrían en el fondo de su mente. El miércoles volvió a la realidad en cuanto su hermano entró en su cuarto con una cara pícara. Luis supo que se había enterado de que ese finde iría al boliche.

—Hermanito, escuché unos rumores raros sobre un tal Luis que va salir a bailar este finde, pero pensé: no… —Bobby hizo gestos dramáticos con las manos mientras hablaba—. No puede ser mi hermano porque a él no le gustan esos lugares.

Luis no contestó, pero eso provocó más a Bobby.

—Entonces, se me ocurrió que capaz sí podía darse el milagro, pero que tenía que haber una razón, algo que te hiciese cambiar de opinión, y ¿qué podía ser? —dijo paseando por el cuarto y haciendo gestos y muecas de quien intenta resolver un misterio. Luis puso los ojos en blanco, ya sin ánimos de aguantar a su hermano.

—Cortala, ¿querés?

—No no no, te quiero contar de esto. Entonces, seguí pensando y se me ocurrió que algo tenía que haber cambiado en los últimos días, algo que te haya hecho cambiar de opinión, pero ¿qué? —siguió, fingiendo seriedad; de pronto se detuvo—. Entonces ¡Eureka! ¡Ya sé qué cambió! Es la nueva vecinita, ¿no?

—Dejame tranquilo, Bobby, sos un pesado.

—¿Y ya pensaste qué te vas a poner? —soltó de repente, llamando la atención de Luis—. ¿Qué perfume vas a usar? ¿Sabés bailar? ¿Pensaste en eso?

Si querés ganarte esos ojitos verdes, tenés que ponerte las pilas, mostrar un poco la cara… salir de tu burbuja…

Detestaba cuando su hermano tenía razón, pero más odiaba que supiera el color de ojos de Verónica, cuando él mismo aún no los había notado. La verdad era que no tenía ropa para salir y lo preocupó no saber bailar cuarteto. Se armó de paciencia y miró a su hermano: esa vez lo podía ayudar, y no podía perder la chance.

—Bueno, supongo que me podrías ayudar con la ropa…

—Ajam…

—Y con lo de… con lo del cuarteto.

—¡Pero obvio, mi hermanito querido! Preparate, que comienza el intensivo cordobés. Este finde te ganás a la chica de la mochila roja.

Bobby salió del cuarto a buscar el equipo de música y sus casetes. Luis sabía que iba a tener que escuchar mil pavadas, pero el que sabía más de esas cosas era su hermano, y lamentablemente tenía que aprender sobre eso para tener una oportunidad con Verónica. De forma que pasó parte de la tarde escuchando cuarteto y aprendiendo con Bobby. Esa noche y los siguientes dos días siguió practicando solo hasta sentirse seguro.

—Este yarco… —comentó el mismo viernes, mientras se encontraba frente al armario de ropa de su hermano.

Eligió lo más discreto que encontró y salió rumbo al quiosco donde había quedado en verse con el resto del grupo. Cuando llegó, solo estaba Diego, esta vez de pie contra la pared. Vestía ropa parecida a la Bobby, y Luis pensó que quizá pudo ser más atrevido con su elección, pero ya estaba allí, así que decidió no pensar en eso. Verónica y dos amigas llegaron minutos más tarde. El boliche al que iban no quedaba muy lejos, así que fueron caminando mientras charlaban. Luis no sabía cómo hacía Diego para mantener la calma, mientras que a él le sudaban las manos tan solo por caminar a un costado del grupo. Estaba concentrado en poner un pie delante de otro cuando sintió un aroma dulce junto a él. Miró a su costado y encontró a Verónica. De inmediato recordó que había olvidado ponerse perfume y pensó que seguro ella lo notaría.

—Vine a hacerte compañía —dijo ella con una sonrisa que lo dejó embobado, así que volvió la vista a sus pies para no tropezar—. No sé si te diste cuenta, pero nos dejaste media cuadra atrás.

Luis miró atrás un segundo y notó la distancia que había puesto entre él y el grupo sin darse cuenta. Pensó que ella se había acercado por lástima, para que él, el pobre tonto, no se quedara solo. Verónica lo miró esperando alguna respuesta y ante el silencio siguió hablando.

—¿Ya conocías este boliche?

Él negó con la cabeza y un mechón de pelo comenzó a taparle parte del rostro.

Verónica lo observó curiosa.

—¿Sabés bailar cuarteto?

Esa era su oportunidad. Juntó todo el valor que tenía y la miró apenas unos segundos, los suficientes para asentir y agregar:

—Aprendí hace poco. —Soltó las palabras como si estuviera ahorrando oxígeno.

Ella se alegró y le preguntó si le enseñaría cuando estuvieran en el boliche. Luis sonrió apenas y asintió sin apartar la vista de sus pies. A medida que se acercaban al lugar, fue tomando coraje y respondiendo a las preguntas de Verónica con más intención.

Ya en el lugar, y por consejo de su hermano, compró bebidas para él y para ella, mientras Diego hizo lo propio con las amigas de Verónica. Los cinco formaron una ronda en la pista, pero se movían con discreción ya que la música aún no estaba en su clímax.

Así transcurrió el inicio de la noche. Cuando empezó a sonar el primer cuarteto, Luis se puso un poco nervioso, pero miró de soslayo a Verónica y descubrió que ella también lo observaba. Se acercó, pero antes de que se atreviera a decir algo, ella lo tomó de la mano, se apartaron un poco de la ronda y comenzaron a bailar.

Al principio, con el fin de enseñarlo los pasos, Luis debió acercarse lo suficiente para que ella lo escuchase dictarle los movimientos. En medio de la tensión, Luis no pudo evitar sentir el aroma que se concentraba en el cuello de su compañera de baile. Un aroma dulce lo embriagó la primera vez que se acercó a su oído y lejos de distraerlo, lo inquietó más. Logró volver a comportarse cuando ella se dispuso a efectuar las indicaciones que le había dado.

Con cada nuevo acercamiento sentía la tensión crecer dentro de sí y poco sabía que lo mismo ocurría con ella. Verónica se acercaba a él sin miedo, sabiendo lo que podía provocar, y lo hacía alegremente. Sin embargo, Luis, en su inocencia, se dejaba hacer mientras la admiraba y contenía sus sensaciones.

Bailaron juntos cada cuarteto que sonó y al final de noche, habían aprendido nuevos pasos que copiaban de otras parejas. Él siguió ofreciéndole de beber y, ya en una madrugada avanzada, rieron juntos de cosas que en otro momento no les hubiese dado gracia.

Cuando la noche acabó, él y Diego acompañaron a las chicas a la casa de Verónica, donde todas se quedarían a dormir. Luego, ambos emprendieron el regreso en silencio, pero aquello no le molestó a Luis, ya que seguía vagando en los recuerdos recientes de aquella noche.

Los días siguientes olvidaría su primera resaca y solo recordaría cómo Verónica reía cuando se equivocaba y lo rápido que aprendía. También rememoraría sus movimientos, el vestido que llevaba, sus ojos maquillados y cómo lo miraba cuando se acercaban. Fue entonces que sus poemas adquirieron profundidad. Si hasta entonces había escrito sobre la belleza exterior de Verónica, desde esa noche comenzaría a retratar también la jovialidad y picardía que desprendían sus palabras y gestos. Había tenido el placer de observar su rostro a tan corta distancia, y ahora no solo conocía la mirada que acompañaba su sonrisa, sino también la sensualidad que tenían sus ojos cuando clavaba su mirada en él. Tenía muchas dudas, pero dentro de él se encendió la ilusión de que quizá algo pudiera pasar entre ellos.

—¿Saben quién vive a un par de calles de acá? —preguntó el padre en una de las cenas que siempre compartían.

—¿Quién? —quiso saber María, que acaba de sentarse, luego de acomodar todo en la mesa.

—El tío Raúl.

Ambos hermanos prestaron atención. No veían al Raulito desde niños, pero recordaban que era un tipo muy animado y de lo más gracioso. En seguida, el padre les contó en dónde vivía y decidieron ir a visitarlo al día siguiente. Luis lo recordaba con mucho cariño, porque su tío era un hombre que sabía mucho y al que se le podía preguntar sobre cualquier tema.

—¿Así que hay una chichí en esa cabecita? —Se rio su tío con cariño—.

Me acuerdo cuando solo te interesaba hablar de fútbol.

—Sí, tío. No sé qué hacer…

—La verdad, sos un lento —dijo Bobby, que estudiaba la colección de casetes de su tío.

—Dejalo tranquilo, que tu hermano no es un sinvergüenza como vos —dijo Raúl, y Bobby se dio vuelta para dedicarles una sonrisa ladeada—. Escuchame, Bobby, la verdadera colección de casetes está en la habitación del frente, andá.

Bobby desapareció en cuanto su tío terminó la oración. Entonces, Raúl se puso de pie, invitó a su sobrino al bar de enfrente de su casa, le gritó a Bobby en dónde los podía encontrar más tarde y salieron.

—¿Dónde queda ese lugar, tío?

—Ahí, justito en esa esquina —le indicó con la cabeza—. Ahora sí. Yo te voy a alumbrar. Escuchame, me contaste que le escribiste algunas cosas, ¿no?

Luis asintió lentamente mientras cruzaban la avenida Maipú, intuyendo por dónde iba la cuestión.

—¿Por qué no le mostrás algo de lo que escribiste? Te puedo asegurar que las minas caen enamoradas por ese tipo de cosas, y si vos no te animás a hablarle...

—No, tío, apenas le hablo… Si les muestro lo que escribí y no le llegan a gustar, me muero…

—Pero dejate de joder. Mirá si no le van a gustar. Además, vas a tener que poner un poco de huevo, pibe; si no, se te va a pasar, ¿eh? —le avisó, y Luis sabía que tenía razón, pero también sabía que no tendría el valor de dárselos—. ¡Eh, tocayo! —saludó su tío a un hombre detrás del mostrador. El bar Bon q’ Bon estaba lleno de gente. Ellos se ubicaron en una de las mesitas frente a la ventana que tenía un cartel de «reservado».

Cada vez que se reunían o se cruzaban, se sentía un poco más atraído hacia ella; y con ilusión notaba que Verónica lo tenía en cuenta, porque cuando se aislaba un poco, ella se encargaba de unirlo nuevamente a la conversación o se acercaba más a él. Le dijo a Diego que podrían ir, cuando tuvieran algo de plata, para el barcito donde iba su tío, sabiendo que a Verónica le encantaría que pasaran cuarteto de fondo y pensando que en alguna de esas oportunidades él se animaría a hablarle más. Pero luego pensaba que ella se comportaba así solo por educación, y las ilusiones se caían. Toda esa ida y vuelta en su cabeza no lo abandonaba, y el tiempo seguía corriendo.

—Eu, vos —lo llamó su hermano una noche antes de la cena—. ¿Qué onda con Verónica?

—Nada, ¿qué te importa?

—Mirá que la está fichando medio barrio, ¿eh? Ponete las pilas o se te va a escapar por dormido.

Luis sabía que la cobardía le podía costar, pero no tenía la valentía suficiente para encarar a Verónica. Sopesó la opción que le había dado su tío; sin embargo, eso también le parecía imposible: jamás lograría acercarse menos de dos metros a ella con sus poemas en mano. Entonces, pensó en Diego. Quizá podría darle los poemas a él para que se los diera a Verónica.

—Guau… —opinó su amigo mientras leía las hojas—. No sabía que eras artista. Tendría que haberlo sospechado por esa porra que tenés.

—¿Te parece que le van a gustar?

—Va a caer muerta con esto —contestó Diego ensimismado en los poemas.

—Es mi última oportunidad, amigo.

—Dale, yo se los doy —dijo su amigo con más ímpetu.

—Decile… Decile que…

—No te preocupes, culiao; todo lo que está escrito acá es suficiente.

La actitud de su amigo lo envalentonó, la ilusión creció y, por primera vez, pensó que las cosas podían salir bien. Esa tarde no fue al quiosco, así no estaría presente cuando Diego le diera los poemas a Verónica, pero por la noche sí lo vería para que le contara qué había pasado.

Las horas se hicieron eternas y su mente estaba tan acelerada que acabó por quedarse dormido por cansancio mental. Lo despertó su mamá, diciéndole que lo buscaba Diego. Salió de la cama rápido y llegó hasta la puerta descalzo y sin aire. En la entrada, Diego permanecía serio y con una de las manos detrás de la espalda. Se miraron unos segundos. Luis respiraba pesadamente y permanecía expectante.

—Perdón, Luis —dijo, y reveló la mano escondida. En ella estaban las hojas, un poco arrugadas. Luis no entendió qué pasaba—. No los quiere. No está interesada en vos.

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Capítulo

2.