Historias verdaderas - Luciano de Samosata - E-Book

Historias verdaderas E-Book

Luciano de Samosata

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Beschreibung

Aunque probablemente nunca aspiró a la fama eterna, Luciano (120-¿192? d. C.) es uno de los autores satíricos más ingeniosos e influyentes de la literatura griega. Poseedor de un firme espíritu crítico y un estilo mordaz único, denunció siempre el artificio, la falsedad y las contradicciones cotidianas. Su singular obra se resiste a una clasificación fácil y resulta sorprendentemente amena y mucho más actual que la de cualquiera de sus contemporáneos. Historias verdaderas, uno de sus textos más representativos, es una célebre parodia de las narraciones de aventuras fantásticas, en la que Luciano despliega una exuberante originalidad a través de la creación de mundos y personajes de pintoresco nombre. Planteada como una sátira social con tintes utópicos y expediciones lunares, la obra se convierte también en un claro un precedente del género la ciencia ficción. No es de extrañar que se le considere precursor de nombres tan ilustres como Erasmo, Rabelais, Voltaire, Jonathan Swift o Cervantes. "Creo librarme de la acusación del público al reconocer yo mismo que no digo ni una verdad".  LUCIANO

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Volumen original: Biblioteca Clásica Gredos, 42.

Asesor de la colección: Luis Unceta Gómez.

© del prólogo: Helena González Vaquerizo, 2022.

© de la traducción y las notas: Andrés Espinosa Alarcón.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en esta colección: enero de 2022.

RBA • GREDOS

REF.: GEBO617

ISBN: 978-84-249-4100-0

ELTALLERDELLLIBRE • REALIZACIÓNDELAVERSIÓNDIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

PRÓLOGO por HELENA GONZÁLEZ VAQUERIZO

DOSPRÓLOGOS

Este prólogo podría perfectamente omitirse, pues el propio Luciano (Samosata, Siria, ca. 125 d. n. e. - ¿Atenas?, ca. 192) compuso para su obra otro que constituye una lección magistral de su arte, de su carácter y de sus intenciones: «Diré una verdad al confesar que miento» (I 4), anuncia sin reparos en las primeras páginas de una novela que lleva en su título el adjetivo griego para la verdad: Alethé diegémata, Historias verdaderas. ¿A qué juega Luciano? Al despiste, sin duda, a la broma inteligente y refinada, que no es del todo inocente ni inofensiva. Su obra, parodia de relatos de aventuras que, como la Odisea, incluían «animales monstruosos, hombres crueles y extrañas formas de vida» (I 3), se enmarca, además, en una tradición de escritores mendaces que puede remontarse al propio Homero, el poeta educador de los griegos, sí, pero también poeta expulsado de la República de Platón, el cual recelaba, precisamente, del poder de las ficciones de los poetas.

En efecto, la obra de Homero, especialmente la Odisea, está plagada de mitos, de relatos fantásticos e inverosímiles, de medias verdades y de palabras sabiamente disfrazadas. El ejemplo paradigmático de esto último lo constituye el protagonista, Odiseo, a quien Luciano califica de «guía y maestro» de charlatanerías (I 3). Como es bien sabido, este excombatiente de la guerra de Troya vagó diez años por el Mediterráneo tratando de regresar a su Ítaca natal. En este tiempo tuvo que enfrentarse a numerosos peligros (monstruos como Polifemo, tentaciones como las sirenas) y tuvo que envolver la verdad con vestiduras ambiguas en muchas ocasiones, a fin de no desvelar su identidad antes de tiempo. De la mayor parte de sus pruebas Odiseo salió victorioso gracias a su ingenio: engañó al cíclope con la estratagema del nombre, eludió a las sirenas atado al mástil de su barco, y, finalmente, ofreció a los distintos personajes de la Odisea que lo ayudaron en su regreso —la diosa Atenea, el rey de los feacios Antínoo— y a aquellos que podrían reconocerlo —el porquerizo Eumeo, su esposa Penélope— relatos falsos, es decir, versiones diferentes a la de su propio viaje, que le sirvieron para urdir su plan en cada momento. En todos estos relatos falsos, el héroe Odiseo se presenta a sí mismo como un cretense que dice la verdad. Es probable que para el público griego estas alusiones a Creta fuesen una alusión directa a un juego literario bien establecido que permitieran identificar inmediatamente lo que se decía como una mentira. ¿Por qué? Porque existía en Grecia cierta tradición de la mentira cretense, cierta sospecha de que, si el que hablaba era cretense, lo que decía era falso. Los cretenses, como el «pequeño Nicolás», se habían granjeado fama de mentirosos y así, aunque dijeran verdad, no eran creídos.

Esta tradición comienza con una antigua paradoja del mentiroso, la llamada «paradoja de Epiménides», que siendo cretense declaró que todos los cretenses eran unos mentirosos. Recogida después por Calímaco (En honor de Júpiter 8) y por san Pablo (Carta a Tito 1, 12), la paradoja reside en el hecho de que fuera un cretense quien la pronunciara. ¿Podía alguien creerse a un cretense, incluso si calificaba de mentirosos a todos los cretenses?

En esa misma línea se sitúa Luciano cuando nos advierte en el prólogo de las Historias verdaderas de que los autores en los que su obra se basa («antiguos poetas, historiadores y filósofos, que escribieron muchos relatos prodigiosos y legendarios») se dedicaron, como él, a contar «mentiras de todos los colores de modo convincente y verosímil» (I 2) y que lo único que de estos le diferencia es su honradez. Luciano reconoce mentir al tiempo que recomienda que no se preste fe a sus palabras. La paradoja —cretense, lucianesca, literaria en definitiva— la plasmó muy bien Pessoa, el poeta de las múltiples «personas» literarias, el de los heterónimos, al asegurar lo siguiente:

El poeta es un fingidor.

Finge tan completamente

que hasta finge que es dolor

el dolor que en verdad siente.[1]

Así pues, la obra que tienes en tus manos, lector o lectora, es un conjunto de mentiras, de narraciones fantásticas, ocurrentes y extravagantes. Es un viaje imposible con el que pasar un buen rato y reírse de todo, un entretenimiento, pero también un entrenamiento para la mente, dirá Luciano (I 1), pues esta se ejercita con su lectura para tareas intelectuales de mayor calado.

Luciano denunció a lo largo de toda su vida y obra el artificio, la falsedad y las contradicciones en las que las personas incurrimos en nuestro día a día. En esta novela breve la vestimenta de la mentira (la ficción) le permite plantear una sátira de la sociedad de su época en clave fantástica, con tintes utópicos y expediciones lunares que preceden el género de la ciencia ficción, ese que nos evade de la realidad proyectándola sobre un espejo deformado. De este modo, las Historias verdaderas nos llegan con aires de «rabiosa actualidad», porque nunca antes la distinción entre lo verdadero y lo falso fue tan difícil (ni tan necesaria) como en este mundo de la «posverdad» y las fake news que habitamos.

LUCIANOYLASEGUNDASOFÍSTICA

Bajo la misma premisa de la falsedad con la que el autor nos propone leer su obra, debemos leer también al hombre, a Luciano, sobre cuya vida conocemos pocos datos, los cuales, además, no parecen del todo dignos de crédito. Al fin y al cabo, mucho de lo que sabemos de Luciano lo cuenta él mismo en obras de su autoría, como la autobiografía El sueño o Vida de Luciano, la novela Lucio o El asno, la apología retórica Dos veces acusado, o el diálogo filosófico Nigrino, en el que asume el nombre de Licino. A partir de estas obras y de otras noticias recogidas por la tradición, podemos reconstruir el perfil del autor: Luciano era natural de Samosata, ciudad que se corresponde hoy con la turca Samsar. Situada a orillas del Éufrates, pertenecía en la Antigüedad a la región semítica de Comagena, en Asia Menor, que concentraba una parte importante del comercio de la época. La lengua materna del autor, por tanto, era el sirio, pero compuso toda su obra en griego, una lengua que llegaría a dominar. Luciano, como un Conrad, un Nabokov o una Kristof, escribió en la lengua de cultura del momento y en un contexto, el Imperio romano, que, bajo el mandato del emperador Marco Aurelio (y los anteriores emperadores de la dinastía Antonina), ofrecía un marco propicio para el desarrollo cultural: paz y prosperidad relativas, una buena administración, respeto de la predominancia de la cultura helénica en Oriente y culto a los modelos clásicos.

Luciano nació en torno al año 125 d. n. e., en el seno de una familia modesta que se preocupó, con todo, de proporcionarle una educación. Viéndose obligado a escoger una profesión, se decidió por la retórica, tras haber barajado también la opción de la escultura, que no se le daba del todo bien. Se formó y ejercitó en el arte de la palabra en Atenas y en Antioquía, pero fracasó en su empeño de ser abogado. Así pues, se orientó hacia la enseñanza de la retórica y ejerció de sofista ambulante a lo largo y ancho del Imperio. Como sofista, su trabajo era el de conferenciante, profesor de postín que viajaba de un lugar a otro haciendo exhibición de sus habilidades retóricas y cobrando elevados honorarios. Al parecer, el desempeño de la sofística no le satisfizo del todo: la tarea de enseñar a otros a emplear la palabra para convencer, para agradar o para obtener un beneficio hizo que Luciano se cuestionase sus propios principios, llegando a la convicción de que la retórica no era un arte honesta, sino falaz y malintencionada. Él mismo cuenta que en Roma dejó la retórica para dedicarse a la filosofía, en la idea de que esta le permitiría llevar una vida más congruente consigo mismo.

Evidentemente, debemos tomar con mucha cautela las afirmaciones de Luciano/Lucio/Licino, sin perder de vista que nunca es serio y que su intención no es la de ofrecer un retrato fidedigno de su persona. La filosofía, por otro lado, es tema recurrente de su obra. Su conocimiento de las distintas escuelas y teorías filosóficas es amplio —el de alguien que las ha estudiado—, pero su crítica a la falta de coherencia entre las formas de vida y las ideas de los filósofos es acerba, como deja ver en su magistral Subasta de vidas, donde con gran sentido del humor saca a la venta a los representantes de distintas escuelas filosóficas. En definitiva, Luciano fue un enemigo de la hipocresía que terminó renegando de la filosofía, al igual que lo hiciera de la retórica. Podemos pensar en él, quizá, como en un Sócrates de vuelta de todo, que ya no cree ni en la filosofía ni en las posibilidades éticas del ser humano, o que, precisamente porque no puede dejar de depositar sus esperanzas en sus congéneres, pero se siente decepcionado, los convierte en el blanco de sus críticas. Por lo que sabemos, se asentó tarde en la vida, con un matrimonio y un cargo administrativo en Egipto —algo que había criticado mucho a lo largo de su vida, por cierto—. Debió de morir hacia el año 192 y, en todo caso, después de 180.

Los silencios de la tradición en torno a su persona son elocuentes, porque Luciano recibe apenas unas pocas alusiones en la Suda, un léxico enciclopédico de época bizantina, que lo tacha de «blasfemo o maledicente, o por mejor decir ateo» (λ 683) y que recoge la anécdota de que habría muerto descuartizado por una jauría de perros rabiosos. Podemos pensar que sus contemporáneos no vieron en Luciano a un auténtico sofista, o a uno digno de figurar entre los más destacados, podemos también pensar que lo marginaron deliberadamente en represalia por su actitud satírica, por su talante crítico, por renegado, por poco integrado. De hecho, Filóstrato ni siquiera lo menciona en las Vidas de los sofistas. No faltan desde luego en la historia los ejemplos de personajes incómodos que han sido marginados por sus contemporáneos y que han recibido con el tiempo el merecido restablecimiento de su valía: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio se puede reconocer por este signo: todos los necios se conjuran contra él», diría Jonathan Swift. Así pues, Luciano, el molesto inquisidor, el denunciante de falsedades, capaz de sacar los colores a cualquiera, despertó pocas simpatías en vida, pero estas mismas cualidades le granjearon una fama eterna a la que probablemente no aspiró.

Hoy día se enmarca a Luciano dentro del movimiento de la Segunda Sofística, corriente que consistía en imitar los modelos literarios de época clásica con el fin de componer y pronunciar discursos altamente elaborados ante audiencias capacitadas para apreciar el empleo estratégico de figuras retóricas, citas y alusiones literarias, y que se desarrolló desde finales del siglo Id. n. e. hasta principios del III, especialmente en Asia Menor. El surgimiento de la Segunda Sofística y el de Luciano, en consecuencia, se entienden mejor en el contexto sociocultural de la época, del que daré algunas pinceladas a continuación. La sociedad de la época se encuentra, por así decirlo, cansada: como en las sociedades occidentales actuales, la población había envejecido debido a un descenso de la natalidad. Es una sociedad, por tanto, más inclinada a mirar al pasado que al futuro y que se enfrenta a su propio presente con cierto escepticismo. Por otro lado, Roma ya no es el centro del Imperio, sino que la primacía se ha desplazado hacia ciudades de la periferia, como Esmirna, Éfeso, Mitilene, Sardes o la propia Samosata, cuna de Luciano. En este Oriente helenizado cobran relevancia nuevas creencias, supersticiones y religiones, como el cristianismo, a los que se oponen el racionalismo, ateísmo y agnosticismo de algunos intelectuales. La literatura de la época, eminentemente en prosa, escrita tanto en griego como en latín y para un público que se maneja en ambas lenguas, da cuenta de los cambios que se están produciendo en este mundo globalizado, y se afianza el género de la novela (fantástica, erótica, de aventuras), que destaca junto a otras formas de literatura de evasión.

En este sentido cabe mencionar la existencia de dos obras contemporáneas, una atribuida a Luciano y la otra a Apuleyo, escrita la primera en griego y la segunda en latín, que responden a esa necesidad de huida que parece sentir la sociedad imperial romana. Me refiero a la ya mencionada Lucio o El asno,y a la novela latina Metamorfosis o El asno de oro. El autor de esta última es el polígrafo Apuleyo, un escritor, como Luciano, procedente de los márgenes del Imperio (Madaura, en el norte de África), cuyas fechas de nacimiento y muerte coinciden curiosamente con las de Luciano: se establece que nació en torno al 125 y murió en torno al 180-192. También como en caso de Luciano, lo que se sabe de él procede fundamentalmente de su obra, escrita tanto en latín como en griego. Apuleyo es, además, otro hijo de la Segunda Sofística, que se educó en Atenas, viajó a Roma e impartió conferencias con gran éxito en Cartago. El argumento de las obras es parecido: un joven llamado Lucio se metamorfosea en asno y vive toda una serie de desventuras hasta recuperar su forma humana. La obra de Luciano, o Pseudo Luciano, pues no hay consenso sobre la autoría, es mucho más breve, mientras que El asno de oro incluye un mayor número de peripecias. Las similitudes se deben, quizá, a la existencia de un texto anterior, una Metamorfosis escrita en griego por un tal Lucio de Patras (probablemente un pseudónimo) en el que ambas obras se basarían. Sea como fuere, lo más interesante es constatar a través de estas obras paralelas la existencia de un público que lee griego y latín y que demanda una literatura de evasión. En los infortunios del joven Lucio encontramos, además, los rasgos de la novela picaresca —que cristaliza como género en el anónimo Lazarillo de Tormes—, y que es hija de su tiempo: la sociedad helenística y muy especialmente la del siglo II d. n. e., cuando los individuos buscan a través del viaje (físico o espiritual) respuestas a los desafíos de la época, escapar a la incertidumbre o incluso reírse de la fortuna.

La Segunda Sofística, presupone, claro, la existencia de una primera, la de los grandes oradores del canon ático, entre los que se cuentan Demóstenes, Isócrates, Lisias o Esquines, pero también bebe de las obras de otras estrellas literarias del pasado, como los historiadores Heródoto, Tucídides y Jenofonte, el filósofo Platón, el dramaturgo Eurípides, los comediógra