Hitler y el poder de la estética - Frederic Spotts - E-Book

Hitler y el poder de la estética E-Book

Frederic Spotts

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Beschreibung

Hitler y el poder de la estética es un libro extraordinario cuya idea central es la importancia de la estética en la ideología de Adolf Hitler. Como señala su autor, la política nazi estuvo condicionada en una buena medida por el gusto artístico del dictador. Jamás en la historia se había dado hasta 1933 el dominio absoluto de un hombre que llevaba en su carácter una mezcla de sensibilidad artística y de impulso criminal. Apasionado por la música alemana del siglo xix, con Wagner como ídolo, arquitecto frustrado y mediocre pintor, Hitler pretendió dar un giro radical al arte moderno destruyendo hasta su raíz lo que consideraba degeneración. Su delirante utopía cumplió el polémico aserto del gran Walter Benjamin acerca de la cultura y de la barbarie.

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MUSICALIA SCHERZO

www.machadolibros.com

www.scherzo.es

FREDERIC SPOTTS

HITLER Y EL PODER DE LA ESTÉTICA

Traducción deJavier y Patrick Alfaya McShane

MUSICALIA SCHERZO 11

Colección dirigida por

Javier Alfaya

Título original: Hitler and the power of aesthetics

© 2002 by Frederic Spotts

© de la traducción, Javier y Patrick Alfaya McShane, 2011

© Fundación Scherzo, 2011

C/ Cartagena, 10

28028 Madrid

www.scherzo.es

[email protected]

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

www.machadolibros.com

[email protected]

ISBN: 978-84-9114-085-6

Índice

Prefacio

Fuentes

Agradecimientos

EL DICTADOR REACIO

1.   El esteta bohemio

2.   Una filosofía de la cultura

3.   La gran paradoja

EL INGENIOSO LÍDER

4.   El artista como político

5.   El político como artista

EL ARTISTA DE LA DESTRUCCIÓN

6.   La nueva Alemania y el nuevo alemán

7.   Muerte purificadora

UN PINTOR FRACASADO

8.   El acuarelista empecinado

9.   Falsificadores y copistas

EL DICTADOR DEL ARTE

10.   El enemigo del Modernismo

11.   El fracaso del realismo nacionalsocialista

12.   El coleccionista de arte

EL WAGNERITA PERFECTO

13.   ¿El Wagner de Hitler o el Hitler de Wagner?

14.   «Führer de la República de Bayreuth»

EL SEÑOR DE LA MÚSICA

15.   La violación de Euterpe

16.   El mecenas de la música

17.   Directores y compositores

EL MAESTRO CONSTRUCTOR

18.   Inmortalidad a través de la arquitectura

19.   Arquitectura política

20.   Remodelando Alemania

21.   Estética y transporte

Epílogo

Notas

«El tipo es catastrófico. Pero eso no es razón para no encontrarle interesante como personaje y como acontecimiento.»

Thomas Mann, Hermano Hitler

Prefacio

Allí sentado, ensimismado, estudiando una gran maqueta de su ciudad natal, Linz. La maqueta muestra el aspecto que tendría la ciudad tras ser transformada en el centro cultural de Europa. Se lo entregaron el día anterior y se instaló iluminación para permitirle ver el aspecto de los edificios en diferentes momentos del día así como bajo la luz de la luna. La fecha es el 13 de febrero de 1945. El lugar, el bunker bajo la cancillería del Reich en Berlín. Los rusos están junto al Oder, a cien millas; los británicos y los norteamericanos, cerca del Rhin, a unas 300 millas al oeste. Pero Hitler se pasa las horas observando su maqueta. Le preocupa que el campanario en el centro sea demasiado alto; no debe de eclipsar a la aguja de la catedral de Ulm, Danubio arriba, ya que heriría el orgullo de la gente que por allí vive. Pero debe de ser lo suficientemente alta como para reflejar los primeros destellos del sol matutino y los últimos del día. «En la torre quiero un carrillón que toque –no todos los días, sólo en días especiales– una parte de la Cuarta de Bruckner, la Sinfonía Romántica», le comenta a su arquitecto. En las semanas y meses siguientes, la maqueta le sirvió de consuelo, mientras a su alrededor su Reich –porque era su Reich– se hundía.

Este libro trata sobre la vida de Adolf Hitler tal y como aparece en esa escena –su naturaleza estética, su convicción de que el último objetivo del esfuerzo político debería ser el logro artístico y su sueño de crear el más grande estado cultural desde los tiempos antiguos o quizá de todos los tiempos–. «Me convertí en político contra mi voluntad», decía continuamente. «Si se hubiese encontrado a otro, yo nunca me habría metido en política; habría sido un artista o un filósofo.» Una vez fue nombrado canciller en 1933 el primer edificio que erigió no fue un monumento a su triunfo –comparable al Forum Mussolini de Mussolini o al Valle de los Caídos de Franco–, sino una inmensa galería de arte. Al fracasar en su intento de inducir a Churchill a abandonar la guerra en 1940, se quejó a sus mariscales de campo: «Es una pena que tenga que librar esta guerra por culpa de ese borracho en lugar de servir a los trabajos de paz.» Poco más tarde comentó: «Las batallas militares eventualmente se olvidan. Sin embargo, nuestras construcciones continuarán en pie.» Y al hablar de las maravillas culturales que esperaba crear tras su victoria final, le aseguraba a sus ayudantes: «Los fondos que dedicaré a éstos excederán con mucho el gasto que consideraremos necesarios para librar esta guerra.»

¿Creía lo que decía? ¿Son creíbles estas palabras a la luz de la indescriptible destrucción y muerte que causó? Poco después de iniciar la guerra en 1939 la secretaria de Albert Speer le oyó decir: «Debemos terminar esta guerra cuanto antes. No queremos la guerra, queremos construir.» Años después ella se preguntaba: «¿Debemos pensar que era otra mentira?» No era una mentira, como demuestran las páginas que siguen, sino una verdad a medias. Quería ambas cosas, la guerra y la paz. Una vez hubiese ganado la guerra y creado un estado ario que fuese la potencia mundial dominante, pretendía dedicarse a montar monumentos culturales que cambiasen la faz de Alemania y que le inmortalizasen. La destrucción sería el camino a la construcción.

El Hitler de este libro es un hombre para quien la cultura no fue sólo un fin al que debe aspirar el poder, también es el medio para conseguirlo y conservarlo. En La historía del arte, E. H. Gombrich afirma que el Expresionismo surgió del miedo a «esa absoluta soledad que reinaría si el arte fracasaba y cada hombre se encerraba en sí mismo». Hitler sentía profundamente ese miedo, aunque consideraba que el Expresionismo era el mal que había que curar. Percibir la anomia de la vida en el siglo veinte posiblemente fuese su más precoz intuición. Sustituir la sensación de derrota y aislamiento en Alemania por el de confianza y orgullo fue el objetivo que se propuso y un elemento crítico de su mensaje político. La cultura, que históricamente definió la identidad alemana frente a la falta de unidad y unas fronteras ambiguas, desempeñó un papel vital.

También es el talento estético de Hitler lo que contribuyó a explicar su misteriosa capacidad para cautivar al pueblo alemán. Lo que Stalin consiguió con el terror, Hitler lo consiguió con la seducción. Usando un nuevo estilo de política impregnado de símbolos, mitos, ritos, espectáculos y dramatismo personal, llegó a las masas como ningún otro líder de su tiempo. Aunque les arrebató el gobierno democrático, le dio a los alemanes lo que ellos consideraban una mayor sensación de participación política, haciéndoles pasar de espectadores a participantes en el teatro Nacional Socialista.

A pesar de todo, durante más de cincuenta años los libros han ignorado el papel central que jugaron las artes en su vida y en su carrera. Y durante más de cincuenta años los estudios de uno u otro aspecto de la vida cultural del Tercer Reich le han dejado de lado. ¿Por qué? Salvo por unas notables excepciones en años recientes, la mayoría de historiadores del arte no saben o no quieren saber nada de esta vergonzosa conexión. Entre los biógrafos la preferencia por la «historia de tambor y trompeta» es una buena explicación. La historia escrita durante los últimos cien años, como ha dicho Fernand Braudel, es casi siempre l’histoire événementielle, historia política centrada en lo dramático de los «grandes hechos», en este caso lo que Hitler hizo después. «Fuimos incapaces de prever», dijo desde la perspectiva de la izquierda liberal George Mosse, «que la estética del fascismo en sí misma reflejaba las necesidades y deseos de la sociedad contemporánea, lo que dejábamos de lado considerándola la superestructura eran en realidad los medios por los que la mayoría de la gente comprendía el mensaje fascista, transformando la política en una religión cívica». Es únicamente en las memorias de Albert Speer donde se menciona la manera en que Hitler aplicaba su talento estético a la vida pública y sólo se toca este tema en la biografía de Hitler de Joachim Fest, el editor de Albert Speer.

Pero incluso Fest y más recientemente Ian Kershaw básicamente han considerado a Hitler como una «no-persona». En comparación con Napoleón, Bismarck, Churchill y Kennedy, que eran «personajes sustanciosos fuera de su vida pública», según Kershaw, «fuera de la política la vida de Hitler era un gran vacío». Esta afirmación es tan inexacta para Napoleón, Bismarck, Churchill y, sobre todo, Kennedy como para Hitler. El interés de Hitler por las artes era tan intenso como su racismo; descuidar lo uno es una tergiversación tan importante como olvidar lo otro. Pero, ¿cómo reconciliar esta parte de Hitler con la que nos es muy familiar? Carl J. Burckhardt, Comisionado de la Liga de Naciones en Danzig, que estuvo dos veces con el dictador en la víspera de guerra en 1939, dio la única respuesta. El hombre tenía doble personalidad, afirmó, «la primera, de un artista bastante tratable, y la segunda, de un maníaco asesino». Durante el último medio siglo, y por razones obvias, los escritores han escrito sobre Hitler, el maníaco homicida. Sin ignorar en ningún caso a ese Hitler, este libro examina al otro.

Sin ser una biografía ni una historia del arte en el Tercer Reich, este libro utiliza el material biográfico y los hechos culturales sólo hasta donde son pertinentes para entender la inclinación estética de la mente de Hitler y de cómo ésta intervenía en su vida personal y política. Aunque a Hitler le gustase ver películas, no le interesaba el cine como forma artística y se lo dejaba a Joseph Goebbels para que lo explotase con fines propagandísticos. Estaba relativamente interesado por el teatro; le prestó poca atención una vez fue nombrado canciller. A pesar de que en su juventud le encantaban las historias de aventuras –no sólo las fantasías del Salvaje Oeste de Karl May, como se cree, sino también obras como Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, La cabaña del tío Tom y sobre todo Don Quijote–, la literatura no le interesaba. Por lo que ha sido posible pasar por alto estos temas.

Fuentes

La mitad del mundo cree lo que la otra mitad inventa. Los biógrafos e historiadores no siempre se han distinguido por el uso de las fuentes secundarias sobre Hitler. Debido a que hay poca documentación respecto a su vida personal, sobre todo de los primeros años, los autores se han basado en libros escritos muchos años después de los hechos por personas cuyo historial es a menudo dudoso. Algunos de los productos son tan fraudulentos como los «Diarios de Hitler» de 1983, aunque estas fabulaciones han sido recogidas y recicladas como hechos innegables. Por lo que abundan los hechos falsos y citas inventadas.

El ejemplo más notorio es Adolf Hitler, Mein Jugendfreund, de Adolf Kubizek, que ha sido utilizado por muchos autores como una fuente de información primigenia respecto a la juventud de Hitler. Entre 1905 y 1908 Kubizek se relacionó con Hitler tanto en Linz como en Viena. Los dos hombres no volvieron a verse hasta 1938 cuando, tras el Anchluss, Hitler volvió a Linz e invitó a Kubizek, por entonces un empleado municipal, a charlar en Eferding. Poco después cargos del partido le pidieron a Kubizek que escribiese las memorias de su vida con su amigo. Estaban predestinadas a ser hagiográficas. Tal y como informó un funcionario a los dirigentes del partido, la penetración de Kubizek en la mente de Hitler era extraordinaria. «La grandeza del Führer que todos encontramos increíble ya era evidente en su juventud.» Kubizek, aunque casi no lo necesitaba, ya sabía lo que tenía que escribir.

Al contrario de las afirmaciones que decían que había preparado un manuscrito en 1938 ó 1939, Kubizek no consiguió escribir nada durante varios años. De hecho, como reconoce en el prefacio y en el texto de su libro, Martin Bormann y otros cargos del partido le instaron en numerosas ocasiones a que se pusiese a escribir. Hasta Hitler consideró necesario en julio de 1943 autorizar un pago además de un sueldo mensual para convencerle de que escribiese el texto. El alcalde de Eferding también le presionó y le asignó una secretaria. Por fin, empezó a trabajar con dificultad y finalmente esbozó a lo que se refería como dos Büchel, opúsculos, titulados «Erinnerungen an die mit dem Führer gemeinsam verlebten Jünglingsjahre 1904-1908 in Linz und Wien» (Memorias de los años de juventud con Hitler en 1904-1908 en Linz y Viena). Habiéndolos terminado poco antes del final de la guerra pero sin que nunca los entregase al partido, Kubizek escondió los opúsculos en la pared de su casa para evitar que los confiscasen las recién llegadas tropas de ocupación norteamericanas.

Internado trás la guerra por su amistad con Hitler, Kubizek fue encontrado en 1948 por Franz Jetzinger, bibliotecario del archivo provincial de Linz, que había comenzado a escribir sobre los primeros años de vida de Hitler y buscaba a todo aquel que le pudiese proporcionar información de primera mano. Kubizek se mostró encantado de colaborar. Aún idealizaba a su antiguo amigo y le prestó a Jetzinger sus «recuerdos» rogándole que los transformase en una biografía o un drama que, tal y como explicaba, «destruyese la caricatura» de Hitler creada por escritores hostiles. Durante casi dos años se siguieron viendo y mantuvieron correspondencia. A las agudas preguntas de Jetzinger, Kubizek contestaba con largas respuestas, algunas de las cuales eran plausibles pero triviales y otras que despertaban el gran escepticismo de Jetzinger, haciendo que un herido Kubizek preguntase: «¿Por qué iba a mentirle?» Pero admitía que, en contraste con la visión académica y objetiva de Jentzinger, sus comentarios confusos sonaban como «un cuento, una historia breve o una novela». Jetzinger, que había sido en los años treinta un socialdemócrata antinazi, se fue exasperando por la inalterable admiración de Kubizek por Hitler, a quien describió de diversas maneras, «sobre todo un gran idealista», «una de las mayores estrellas novas de nuestra era», «un fenómeno único en la historia del pueblo alemán» y cosas parecidas. Definitivamente las relaciones acabaron rompiéndose.

En 1953 Adolf Hitler, Mein Jugenfreund fue publicado y se anunció como una descripción única de primera mano de los primeros años de Hitler. A continuación se tradujo al inglés, en Gran Bretaña apareció con el título Young Hitler: The Story of Our Friendship y en Norteamérica como The Young Hitler I Knew1. Simplemente el hecho de que hubiera transcurrido más de medio siglo entre la publicación y los hechos descritos debería haber sido suficiente advertencia para desconfiar del libro. Pero desesperados por dar cuenta de los primeros años de Hitler y sin ninguna información sólida para hacerlo, los historiadores lo acogieron como si fuese una mina biográfica. En la edición británica Trevor-Roper, quien más tarde autentificó «Los diarios de Hitler» con similar credulidad, incluso escribió una efusiva introducción llena de errores.

Jetzinger respondió en 1956 con su propio libro, Hitlers Jugend*, en el que denunciaba el libro de Kubizek de contener «por lo menos un noventa y nueve por ciento de mentiras y cuentos fantásticos para glorificar a Hitler». La descripción era verdad. Pero la mayor verdad es que el libro ni siquiera pudo ser escrito por Kubizek. Tal y como afirmó en sus cartas a Jetzinger y como se confirma por sus contactos con las autoridades nazis después de 1938, para Kubizek escribir era detestable –«escribir supone un peso terrible; no lo puedo hacer»–. No sólo sufría a la hora de escribir, también le faltaba, como es evidente por la cruda prosa de sus cartas, la mínima habilidad para ello. De hecho, él mismo le comento a Jetzinger que sus escritos «deberían pasar por un verdadero escritor (Ein Dichter) si se les quiere dar forma para hacerlos verdaderamente efectivos». Es más, lo que eventualmente se publicó contradecía «Las memorias». Sin duda, estas últimas las escribió para ganarse la gracia de Hitler y del partido nazi; el libro obviamente fue un intento para lavar la imagen del recientemente fallecido dictador cara al público de la postguerra. Según el primer texto ya en 1907 Hitler era rabiosamente antisemita; el Hitler de la segunda versión apenas era antisemita. Hitler en la versión I únicamente era citado de manera literal un par de veces; Hitler versión II nunca deja de hablar vertiendo múltiples comentarios literales en un lenguaje artificial. En el libro hay un capítulo entero dedicado a la pasión de Hitler por una chica llamada Stephanie, posiblemente para mostrar su normalidad sexual; en las memorias el nombre de Stephanie ni siquiera se menciona. Hay otras muchas discrepancias.

Por tanto, es imposible creerse que en aproximadamente un año el que era incapaz de escribir con una prosa adecuada y que había necesitado seis años para producir dos cortos opúsculos hubiese parido un texto completamente nuevo de 350 páginas impresas, bien escritas, con pasajes grandilocuentes y florituras literarias. La afirmación de la escritora austríaca Brigitte Hamann de que había entregado «primeros borradores» a su editor, Stocker Verlag, que eran reescritos y rellenados por un editor imaginativo, fue negada por la editorial. El director de ésta insitió en que Kubizek «entregó un manuscrito acabado» y que «nada fue reescrito por la editorial (hasta el momento presente) con la intención de mantener su valor documental». O utilizando un escritor fantasma o un editor asistente, Kubizek encontró a su «verdadero escritor» que escribió un manuscrito fabricado a base de memorias poco fiables e historias inventadas con la intención de idealizar al fallecido Führer. De acuerdo con un corolario de la ley de Gresham de que los malos libros expulsan a los buenos, el trabajo espúreo de Kubizek fue traducido a varias lenguas y continúa siendo citado como una fuente creíble. Aún se encuentra en las librerías alemanas; ya va por su sexta edición.

¿Es, por tanto, el testimonio de Kubizek inservible? El libro, una mezcla de lo posiblemente verdad, lo comprobadamente falso y el capricho de un escritor fantasma, no es más válido que una novela histórica, y las citas literarias son puras invenciones. Las «Memorias» son una historia un tanto diferente. Incluso el escéptico Jetzinger encontró que algunas partes eran «creíbles», y este manuscrito es a veces citado en este libro cuando el testimonio parece formar parte de esta categoría.

Un problema similar vicia los relatos de los últimos años de Hitler en Viena. Aquí también, ante la falta de información sólida, algunos historiadores lo han compensado utilizando relatos publicados décadas después por dos bribones, Reinhold Hanisch y Josef Greiner. Greiner nunca conoció a Hitler; algunos artículos firmados por Hanisch fueron publicados póstumamente en inglés en Nueva York, pero la identidad del autor es desconocida, así como su relación entre lo que fue publicado y lo que verdaderamente escribió Hanisch. Hanisch era un importante falsificador de las pinturas de Hitler; algunas de sus afirmaciones –como el filosemitismo de Hitler– son casi con seguridad igual de fraudulentas. Estos escritos, también, son de la misma especie que «Los diarios de Hitler».

Los recuerdos de Hitler tras su entrada en el mundo de la política, por personajes tan diversos como son Hermann Rauschning, Hans Frank, Ernst Hanfstaengl (descrito por William Shirer como «un inmenso payaso nervioso e incoherente»), Johannes von Müllern-Schönhausen, Henriette von Schirach, Heinz Heinz, Arno Broker y Friedelind Wagner son de la categoría de «interesantes si fueran verdad», donde los hechos son por lo general imposibles de separar de las invenciones demostrables. En este texto estos libros son evitados salvo cuando un pasaje coincide con otras fuentes; la autoría se menciona para que el testimonio se pueda valorar adecuadamente. Los dos volúmenes de memorias de Albert Speer, Inside the Third Reich y Spandau: The Secret Diaries2 tienen sus propios problemas. Escritos compulsivamente para exculpar y engrandecer a su autor y despreciar a casi todos los demás, falsea hechos continuamente. Pero su relato de las actividades y comentarios de Hitler en la esfera cultural es por completo coincidente con el testimonio de materiales originales, como los apuntes de los monólogos de Hitler y los diarios de Goebbels. Otro de los más importantes arquitectos de Hitler que dejó unas memorias, Hermann Giesler, lo admiraba tanto después de 1945 como lo había hecho antes, pero sus palabras en cuestiones arquitectónicas parecen ser por lo general fiables. Un caso similar es el de los recuerdos referentes al arte de Hans Severus Ziegler, que trató a Hitler a partir de 1924.

En cualquier caso, hay otra categoría de memorias elaboradas en la posguerra, las del entorno de Hitler y de los funcionarios del gobierno que, a diferencia de Speer, se centran en Hitler más que en sí mismos y, a diferencia de Giesler y Ziegler, toman una actitud distante –en algunos casos crítica– hacia el sujeto. Entre éstas se incluyen las de Otto Dietrich, Christa Schroeder, Baldur von Schirach, Lutz Schwerin von Krosigk, Nicolaus von Below, Heinrich Hoffmann, Fritz Wiedemann, Heinz Linge, Friedrich Christain zu Schaumburg-Lippe e incluso a veces Alfred Rosenberg, por ejemplo. De lo ahí escrito que es importante para este libro son las cuestiones que no guardan motivos para ser distorsionadas y que por lo general coinciden con otros relatos. Es parecido al caso de los voluminosos diarios de Joseph Goebbels, incluida la parte encontrada en Moscú en 1992, que tienen mucho que decir sobre los intereses y actividades de Hitler en las artes.

Los sinceros comentarios de Hitler respecto a la cultura y a las artes se encuentran en Mein Kampf, en sus discursos, en sus largos comentarios en las sesiones culturales de los mítines del partido y en los llamados comentarios de sobremesa o monólogos. En este libro se utiliza la traducción al ingles de Mein Kampf por Ralph Manheim, aunque ocasionalmente se han hecho cambios menores para que sea más cercana al texto original. Las notas de los comentarios de Hitler en las comidas y después de éstas han sido publicados en varias versiones; este libro sobre todo utiliza la edición de Werner Jochmann, pero ocasionalmente también la edición de 1976 de Henry Picker. Vale la pena mencionar el comentario de Speer: «Casi todo lo que Picker pone en boca de Hitler se lo oí decir de la misma manera o con palabras parecidas.» Las afirmaciones de Hitler tal y como se recogen en los monólogos, así como en los escritos de Goebbels, Speer, Schroeder y, de manera más fragmentaria, de otros miembros del entorno inmediato como Hoffmann y Dietrich son esencialmente idénticos, dando prueba de su fiabilidad mutua.

Este texto utiliza material de archivo del Oberösterreichisches Landesarchiv en Linz (las «Memorias» de August Kubizek y su correspondencia con Franz Jetzinger); el Institu für Zeitgeschichte y el Bayerisches Hauptstaatsarchiv en Munich; el Bundesarchiv en Berlín; los Nacional Archives en Washington (Consolidated Interrogation Report No. 4: Linz: Museo y Biblioteca de Hitler; OSS Report del 15 de diciembre de 1945; Detailed Interrogation Report No. 12: Hermann Voss: OSS Report 12 de septiembre de 1945; Supplement del 15 de enero de 1946 al Consolidated Interrogation Report No. 4: Linz; y el Detailed Interrogation Report No. 1: Heinrich Hoffmann; OSS Report del 1 de julio de 1945; Interrogatorio a Paula Wolf el 5 de junio de 1946); el Germanisches Nationalmuseum en Nuremberg (los diarios de Hans Posse); el American Military Museum en Washington (cuatro acuarelas de Hitler) y el Archivo Richard Strauss en Garmisch (correspondencia entre Richard Strauss y Winifred Wagner). La documentación que sobrevivió reunida por el Hauptarchiv der NSDAP fue capturada por el ejército norteamericano en 1945 y, tras ser microfilmada por la Hoover Institution en 1964, fue depositada en el Centro de Documentación de Berlín y ahora forma parte del Bundesarchiv Berlin. Las citas son de los microfilms.

En las páginas que siguen Hitler es citado a menudo, a veces extensamente. Al enfrentarnos a sus palabras y formas de expresión es más fácil imaginarse su voz auténtica y conocer el discurrir de su mente de una manera que no es posible a través del resumen y la paráfrasis. La fuente de éstas y otras citas y referencias en el texto están anotadas al final del libro por número de página y frase inicial.

Notas al pie

1El joven Hitler: la historia de nuestra amistad y El joven Hitler al que conocí, respectivamente. (Nota de los traductores.)

*Hitlers Youth (La juventud de Hitler) pretende ser una traducción al inglés fiel del libro, pero está mal traducido, muy abreviado y es una versión revisada del original. La abreviación y la revisión no están firmadas ni por el traductor ni por Alan Bullock, quien contribuyó con un prefacio en el que afirmaba que los «Recuerdos» de Kubizek ya habían «aparecido» en 1938.

2 Publicadas en castellano bajo el título de Memorias. (N. de los traductores.)

Agradecimientos

Me es grato dar las gracias a las personas e instituciones sin cuya ayuda este libro no hubiese sido posible. Estoy especialmente en deuda con Harry Kreisler, Director Ejecutivo del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de California en Berkeley, por ofrecerme un hogar académico donde he podido trabajar. Entre los directores, bibliotecarios y archiveros, cuya asistencia ha sido imprescindible, me gustaría mencionar a Gerhart Marckhgott (Oberösterreichisches Landesarchiv, Linz); Frfr. Andrian-Werburg (Germanisches Nationalmuseum Nuremberg); Gabriela Strauss (Richard Strauss Archive, Garmisch); Frau Hufeland (Archivo Federal, Berlín), Michael Fritthum (Ópera del Estado de Viena); Max Oppel (Wittelsbacher Ausgleichsfond, Munich); Sven Friedrich y Gudrun Föttinger (Museo Richard Wagner, Bayreuth); Raimund Wünsche (Staatliche Antikensammlungen, Munich); E. Van de Wetering (Kunsthistorisch Instituut, Ámsterdam); Margaret Sherry (Biblioteca de la Universidad de Princeton); James Spohrer y Kathryn Wayne (Universidad de California, Biblioteca de Berkeley); Elena Danielson, Agnes Peterson y Linda Wheeler (Hoover Institution); Tai Vihinen (Auditorio Sibelius, Lahtí); Trish Hayes (Centro de Archivos de la BBC); Hannelore Koehler (Servicio de Información Alemán); Jane Kallir (Galería de St Etienne, Nueva York); Friedrich Mayrhofer (Archiv der Stadt Linz); Ursel Bergel (Museo Kolbe, Berlín).

Por la ayuda adicional y el material de ilustración le doy las gracias al Insitu für Zeitgeschichte, Munich; el Institu für Zietgeschichte, Viena; Ilse Dvorak-Stocker, Stocker Verlag, Graz; Librería del Congreso y el Museo Militar del Ejército Americano, Washington; Karen Tieth y Annette Samaras, Ullstein Bid, Berlín; Bayersiches Hauptstaatsarchiv, Munich; Angelika Obermeier, Bayerische StaatsBibliothek, Munich; Stadtarchiv Linz; Stadtarchiv Landeshauptstadt Manchen, Munich; Oberösterreichisches Landesarchiv, Linz; Norbert Ludwig, Bildarchiv preuBischer Kulturbesitz, Berlín; B. Schäche, Landesarchiv Berlín; Deutches Historisches Museum, Berlín; Goethe Institute, Nueva York, y el Instituto de Cultura Austríaco, Nueva York. Las fotocopias del cuaderno de bocetos arquitectónicos de Hitler, los apuntes taquigráficos de Lieselotte Schmidt, las actas del juicio de desnazificación de Wilhelm Furtwängler y otros documentos me han sido proporcionados por fuentes que desean permanecer en el anonimato.

Es mi deber darles las gracias por haber permitido que se reprodujesen las ilustraciones a las instituciones que señalo a continuación:

– Bayerische StaatsBibliothek, Munich.

– Bildarchiv preuBischer Kulturbesitz, Berlín.

– Institu für Zeitgeschichte, Viena.

– Museo Richard Wagner, Bayreuth.

– Landesarchiv, Berlín.

– Stadtarchiv, Munich.

– Richard Strauss Archiv, Garmisch.

– Ullstein Bilderdienst, Berlín.

– Germanisches Nationalmuseum, Nuremberg.

– Stadtarchiv Linz.

– Bayerisches Hauptstaatsarchiv, Munich.

– También le quiero agradecer a Hans-Peter Frentz el haber dado permiso para que se publicasen unas fotos tomadas por su padre, Walter Frentz.

Mi más sincero agradecimiento a Reinhold Brinkmann, Elizabeth Honig, Kathleen James, William Schaffer, Hermann WeiB, Theodor Wieser y Philip Wolfson, por haber leído partes del borrador. Mi gratitud también para aquellos que contestaron a mis preguntas o que contribuyeron de alguna otra manera: Barry Millington, Hans Hotter, Meter Selz, Klaus Harpprecht, Philipp Lichenthaler, Ulla Morris-Carter, Gesine Schaffer, Gordon Grant, Lindsay Newman, Roger Cardinal, Henri-Louis de la Grange, Antón Joachimsthaler, Paul Fredrich, Paul Jascot, Manfred Pager e Ina Cooper.

Incluso con la ayuda de los ya mencionados este libro no hubiese sido publicado sin mi agente Anthea Morton-Saner, y sobre todo sin mi editor en Hutchinson, Tony Whittome. Por su publicación en los Estados Unidos, estoy en deuda con Peter Mayer, editor de Overlook Press.

A todos ellos, gracias de todo corazón.

El dictador reacio

1. EL ESTETA BOHEMIO

No es sorprendente que fuese un artista –Thomas Mann– el primero en señalar que Hitler era esencialmente un artista y que fue su naturaleza artística lo que le dotó de esa magia que dejó a Alemania y a Europa indefensos bajo su embrujo. «Nos guste o no, ¿cómo no podemos reconocer en este fenómeno un signo de lo artístico?», preguntaba en 1938 en su ensayo Hermano Hitler. Quince años antes Houston Stewart Chamberlain, el gran evangelista del antisemitismo alemán, había conocido a Hitler en Bayreuth y captó de inmediato una cualidad similar. Hitler era, creía Chamberlain, «no un fanático, sino… exactamente lo opuesto a un fanático»; no era un político, «sino lo opuesto a un político». Su atractivo iba dirigido al corazón, no a la cabeza, y el poder que tenía sobre la gente lo expresaba a través de sus ojos y los movimientos de sus manos. De hecho, el biógrafo más perspicaz de Hitler, Joachim Fest, se pregunta si era algo más que un artista. ¿Fue la política para él algo más que retó-rica, que el histrionismo de las procesiones, los desfiles y las reuniones del partido o los aspectos espectaculares de la guerra? La respuesta es un no enfático, según Albert Speer, que conocía a Hitler mejor que ningún otro superviviente del Tercer Reich. Después de pensarlo durante veinte años en la prisión de Spandau, Speer llegó a la conclusión de que durante toda su vida fue siempre y de todo corazón básicamente un artista.

Estos comentarios, incluidos los de Mann, le hubiesen encantado a Hitler. Es más, su reacción al comentario de Chamberlain lo hizo ante testigos y fue transcrito. Fue descrito como la alegría de un niño que recibe un hermoso regalo. Algunos lo vieron así de forma instintiva. Incluso el venerable presidente de Alemania, Paul von Hindenburg –«de mente rígida y razonamiento lento»– a menudo se refería a Hitler como «ese cabo bohemio». Aunque esta afirmación se basaba en el error de que el lugar de nacimiento de Hitler era Bohemia en vez de Austria, también se debía a que Hindenburg sentía en él la cualidad romántica de los artistas. Era esa chispa estética, este impulso artístico, lo que inspiraba a Hitler y le apartaba de los otros –al principio de sus compañeros de clase, más tarde de toda la clase política alemana y eventualmente del resto de los hombres de estado europeos–. Una vez tras otra a lo largo de los años insistía a sus amigos, a sus socios e incluso a los funcionarios extranjeros que se veía a sí mismo no como un político, sino como un artista.

El origen de esa inclinación estética es un misterio. Sin duda no era ni genética ni debida al ambiente que le rodeó. Su familia carecía de cultura. Su padre, Alois, era un simple funcionario de aduanas; su madre, Klara, una hausfrau (ama de casa) sin educación. Su único encuentro con la cultura fue a través de las clases de canto y de piano, y por su participación en el coro de la iglesia local, pero todo esto de manera muy breve. Fue a una buena escuela en Linz –Ludwig Wittgenstein fue un compañero de estudio–, pero fue un mal estudiante, probablemente por su rebeldía. Tras la repentina muerte de su padre en 1903, Klara le envió a otra escuela, pero los resultados fueron igual de calamitosos. Pero, de alguna manera, habían enraizado en él elementos de lo que se ha considerado predisposición artística –amor por el dibujo, proclividad a la fantasía, independencia de espíritu, aversión al trabajo disciplinado–. Según su hermana, Paula, desarrolló un «extraordinario interés» por «la arquitectura, la pintura y la música». A los doce años –en 1901– fue a su primera obra de teatro, Guillermo Tell de Schiller, y poco después a su primera ópera, Lohengrin. La ópera le provocó una trascendente experiencia estética que hizo que Wagner le cautivase de por vida. Por entonces ya estaba decidido a hacer carrera artística; le comunicó a su familia y compañeros de escuela su intención de convertirse en un pintor –no sólo un pintor, sino un pintor famoso.

Siendo un desastre en la escuela, en otoño de 1905 consiguió, a la edad de dieciséis años, intimidar a su madre para que le permitiese abandonarla sin haber conseguido el diploma. Ahora, su sueño de vivir la vida libre de un artista se hacía realidad. Con frecuencia iba al teatro y a la ópera, ingresó en una sociedad musical, realizaba bocetos, pintaba y leía. La primavera siguiente su madre preparó todo para que hiciese su primer viaje a Viena y pudiese ver las grandes colecciones pictóricas de los Habsburgo. Desde el momento en que llegó quedó tan anonadado que dos décadas después, al escribir Mein Kampf, seguía con su entusiasmo. Lo que le fascinó más que los famosos lienzos fueron los edificios públicos. «Durante horas podía estar frente a la Ópera», recordaba, «durante horas podía observar el Parlamento; todo el Ringstrase me parecía un encantamiento sacado de las Mil y una noches». Tal era su entusiasmo que no se podía refrenar de compartirlo con su único amigo íntimo de Linz, August Kubizek. En una serie de postales –los documentos más antiguos que se conservan de su puño y letra– describía sus primeras impresiones, y éstas eran sobre las óperas a las que acudía y la acústica del teatro donde se escenificaban. Era un joven serio e indiferente a las diversiones del Prater, las cervecerías y los cafés.

Estaba tan fascinado por lo que vio que al volver a casa se sintió impulsado a probar su mano haciendo bocetos arquitectónicos e incluso dibujó el exterior y la planta de una villa que le aseguró a Kubizek que haría construir algún día. También sobreviven el dibujo a tinta china de una villa recién construida, una acuarela del restaurante de Pöstlingberg y dos bocetos del interior de un posible teatro de ópera en Linz. Durante los meses siguientes se pasó horas dando vueltas por la ciudad, acompañado por su amigo, observando los edificios e imaginando cómo estructuras individuales y áreas enteras podían ser reconstruidas. Su inquietud estética aún no estaba satisfecha. Decidió escribir una obra de teatro. Luego estudió piano. Posteriormente pensó en ser compositor.

Pero creyó que su destino era ser pintor y en 1907 dio un paso decisivo al irse de casa e intentar entrar en la Academia de Bellas Artes de Viena. Para su absoluta sorpresa fue rechazado. Lo que en los meses siguientes hizo no está claro. A juzgar por sus comentarios posteriores, se pasaba gran parte del tiempo haciendo bocetos de iglesias, escenas de la calle y edificios públicos, y se gastaba el poco dinero que tenía en entradas para la ópera. Transcurrido un año se volvió a presentar a la Academia y de nuevo fue rechazado. Quedó hundido.

La ortodoxia biográfica dice que Hitler, más que hasta entonces, no era más que un vago responsable que llevaba una «existencia parasitaria», «una vida indolente». Pero en realidad apenas se diferenciaba de los miles de jóvenes que a lo largo de la historia han tenido inclinaciones artísticas. Tales aspirantes a artistas durante años se debaten en una tormentosa lucha para realizarse. Los que tienen éxito son admirados por su perseverancia; los que no, son considerados vagos e inútiles. El problema de Hitler –y de alguna manera su tragedia– era que confundía su impulso artístico con talento estético. Aunque ya por 1908 la diferencia debió de empezar a parecer clara, estaba decidido a perseguir con todo su ahínco a su musa.

Casi nada se sabe sobre su vida en el año siguiente como no sea por los exiguos datos de los archivos de la policía vienesa provenientes de sus fichas de residencia. Por ellos se adivina a un joven en una situación de deterioro, durmiendo en cafés, parques, pensiones baratas y eventualmente en varios refugios para los vagabundos. «Ese fue el período más triste de mi vida», comentaba en Mein Kampf. También era el momento cuando, según su propio testimonio, enraizó en él una profunda crueldad que, como señaló, «mata toda piedad» y «destruye nuestros sentimientos hacia los que han quedado atrás».

Sin preparación artística y un talento limitado, lo único que podía hacer era continuar con una pobre existencia pintando y vendiendo escenas de Viena. A veces tenía que cambiar una pintura por una comida. Pero poco a poco su vida mejoró y, siendo más concienzudo en su negocio, producía una media de cinco o seis pinturas por semana, lo que le permitía ganarse un salario modesto. Al mismo tiempo, se produjo algo más importante. Cuando podía siguió con su pasatiempo favorito, la lectura –«historia del arte, historia de la cultura, historia de la arquitectura», afirmaba–. «Sólo tenía un placer: mis libros», decía de aquellos años. Mucho después, su secretaria Christa Schroeder recordó haberle escuchado afirmar que durante su juventud en Viena había devorado por completo los 500 volúmenes de una biblioteca de la ciudad. No se sabe qué libros eran –y los historiadores cuestionan cuántos leyó de verdad y cuánto entendía de ellos–, pero más tarde insistió que fue en aquellos años cuando tomaron forma lo que denominaba como «los cimientos de granito de mis actos».

Hitler acabó odiando Viena, y se alegró de irse de lo que llamaba esa repugnante «Babilonia de razas». Pero no fue tanto dejar la ciudad como huir, y no en mayo de 1912, como afirma en Mein Kampf, sino un año entero más tarde. La razón que dio –satisfacer un deseo irreprimible de fundirse con la madre patria alemana– puede que fuese verdad en cierta manera. Pero había otras razones. La más destacable era que se enfrentaba a la cárcel por evadirse del servicio militar. Habiendo recibido el mes antes su parte de la herencia paterna, tenía fondos para viajar. Y puede que esperase tener mejores perspectivas en cuanto a su carrera en Alemania. En cualquier caso, cuando se puso a escribir Mein Kampf tuvo mucho cuidado en dar una explicación que disimulase su huida del servicio militar, lo que hubiese supuesto su ruina política. Mintió adelantando en un año su llegada a Alemania, ocultó el hecho de que se declaró sin nacionalidad para no dejar pistas a la policía austríaca y afirmó que había abandonado Austria por razones estrictamente políticas –«repulsión interna ante el estado Habsburgo».

Es revelador el hecho de que Hitler escogiera Munich como lugar de refugio; la ciudad tenía reputación de centro cultural. Allí la vida y el ambiente le entusiasmaron. Podía pintar y pasar los días en los cafés y restaurantes de artistas del distrito Schwabing. «Este período antes de la guerra», afirmó, «fue el más feliz y con mucho el más satisfactorio de mi vida.» Incluso después, Munich fue su ciudad favorita –«Estoy más ligado a esa ciudad que a cualquier otro lugar en este mundo»– y una vez en el poder la convirtió en «Hauptstadt der Bewegungg», capital del movimiento Nacionalsocialista, y en el centro cultural de Alemania.

En Munich siguió pintando, y aunque lo hizo con cierta maestría y eventualmente con mayor éxito económico, la vida siguió siendo una lucha. Debió de darse cuenta de que no se estaba convirtiendo en el gran pintor de sus sueños y que hasta le sería difícil ganarse de manera regular un sueldo. Por tanto, el inicio de la guerra en 1914 le ofreció una salida excitante para una vida en un callejón sin salida. Lo describió como una «liberación», añadiendo, «caí de rodillas y le di gracias al cielo de todo corazón por haberme otorgado la suerte de permitirme vivir en esa época». Como la mayoría de jóvenes de su edad, se enroló entusiásticamente. Aunque aún era ciudadano austríaco, consiguió entrar en un regimiento de infantería bávaro y sirvió eficientemente como correo en el frente occidental. Fue herido dos veces y condecorado otras dos. En los ratos que podía, hacía dibujos y pintaba escenas de guerra.

Después de la guerra, a principios de los años veinte, Hitler continuó describiéndose como un artista, aunque la terminología precisa variaba de Künstler (artista) a Maler (pintor), Kunstmaler (pintor artístico), Architektur Maler (pintor arquitectónico) y a veces Schriftsteller (escritor). En realidad el final de la guerra le sorprendió completamente desprevenido. Por un lado, no veía ningún futuro en reemprender la carrera de pintor. Por otro, no podía pensar en otra alternativa, admitiendo en Mein Kampf que «Yo, en el anonimato, no poseía los mínimos cimientos para llevar a cabo alguna acción útil». En consecuencia, se quedó en el ejército y eventualmente fue reclutado por la paramilitar Reichswehr para unirse a un grupo de «funcionarios educadores» cuyo papel era devolver la moral a las tropas con enérgicas charlas nacionalistas. Aunque aparentemente era un ferviente nacionalista pangermánico desde sus días de Viena, Hitler aún no mostraba un serio interés por la carrera política. Pero, gracias a una destacable capacidad intuitiva para comprender y manipular al público, pronto descubrió que sus encendidos discursos a las tropas tenían bastante éxito. Por fin se había encontrado. La política había ido a Hitler, no Hitler a la política.

Por tanto, no era tanto un hombre con sentido de una misión ideológica o un líder con un programa visionario el que se iniciaba en la vida pública como un oportunista orador de masas al servicio del ejército. La carrera política se le ofreció a Hitler en el momento en que se dio cuenta de que su carrera artística no iba a ningún lado y le permitió una salida al fracaso personal. Hasta cuando dio sus primeros pasos en política –al unirse al minúsculo Partido de los Trabajadores Alemanes en 1920– aún afirmó que su ocupación era la de «pintor». E inicialmente se sintió menos motivado por algún objetivo político concreto que por el efecto electrizante de ese carisma hipnótico que más adelante intuyó el perceptivo Chamberlain.

En un abrir y cerrar de ojos su talento oratorio a la hora de denunciar a los bolcheviques, a los judíos y el acuerdo de paz de 1919 llamaron la atención, a la vez que sus impresionantes actitudes le situaron en una posición de autoridad. Cuando se licenció del ejército en abril de 1920 había pasado de ser un insignificante personaje incendiario a un agitador de cervecería de la ultraderecha bávara. En poco tiempo transformó a un grupo de bebedores de cerveza y patrioteros antisemitas bávaros en el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores, de los que se convirtió en líder en julio de 1923. Más un Mussolini que un Lenin, se dio cuenta cincuenta años antes que los políticos demócratas de que la manipulación psicológica puede ser más potente que los argumentos razonados y los programas concretos. Sin duda gracias a su sensibilidad artística fue el primero en intuir que el medio en una frase posterior podía ser en sí mismo el mensaje.

Por lo que no fue hasta sus treinta y un años que la persona que iba a dar la vuelta de arriba a abajo a Europa y casi destruirla entró en política. Más tarde describió ese salto al vacío como «con mucho la decisión más difícil» que había tomado. Aún así, tal y como le comentó años después a sus ayudantes:

«Me convertí en un político contra mi voluntad. Para mí la política sólo es el medio para el fin. Hay gente que cree que será difícil para mí no seguir en activo. ¡No! Será el día más bello de mi vida cuando me retire de la política y deje todas las preocupaciones, problemas y vejaciones atrás… Si se hubiese encontrado a otro nunca me habría metido en política; me habría convertido en un artista o un filósofo.»

Repetidamente a lo largo de su carrera, Hitler se quejó de tener que sacrificar sus intereses artísticos debido al peso del gobierno. Según alcanzaba su cúspide la crisis diplomática de Polonia a comienzos de agosto de 1939, Hitler hizo llamar al Comisionado de la Liga de Naciones para Danzing, Carl Burckhardt, a Berghof, su retiro en Obersalzberg, en los Alpes, cerca de Berchtesgaden. Tras una acalorada discusión, Hitler condujo a su invitado a una gran terraza para que admirase la asombrosa vista, y dijo: «Oh, cuanto me gustaría poder quedarme aquí y trabajar como un artista. Después de todo, soy un artista.» Dos semanas después se reunió con Sir Nevile Henderson, embajador británico en Berlín. «Entre los diversos puntos en los que herr Hitler hizo hincapié», informó Henderson a Londres, «están que él era por naturaleza un artista, no un político…» Y, más tarde, al completar los planes finales para atacar Polonia, se volvió hacia los jefes militares reunidos y comentó: «Cómo me gustaría quedarme aquí y pintar.» La misma idea le vino un mes después de ordenar la invasión de la Unión Soviética. Sentado junto a sus colaboradores más cercanos en el cuartel general, llevó la conversación hacia cuestiones culturales y recordó con gusto las delicias de su visita de estado a Italia en 1938, que recordaba sobre todo por las emocionantes visitas de Roma, Florencia y Nápoles. «Todo lo que en aquel momento deseé», afirmó nostálgicamente, «fue poder deambular por Italia como un pintor desconocido».

Esta no era una ensoñación momentánea. Durante esa visita le expresó los mismos deseos a sus anfitriones italianos. Su guía italiano, el distinguido historiador de arte Ranuccio Bianchi Bandinelli, recordaba que le comentaba que soñaba con alquilar una villa a las afueras de Roma y pasarse el día visitando museos sin que nadie reparase en él. Bianchi Bandinelli añadió:

«Al hablar de esa manera daba la sensación de que una mañana se levantaría y diría, “¡Basta! Me estoy engañando a mí mismo; ya no soy el Führer.” En el caso de Mussolini eso era impensable… Pero cuando Hitler hablaba así, daba la impresión de ser sincero.»

A través de los años Hitler provocó el mismo efecto en otros que le oyeron insistir una vez tras otra en que el día más feliz de su vida sería cuando pudiese quitarse el uniforme militar y dedicarse exclusivamente a las artes.

¿Cómo entender estas afirmaciones? Hitler no decía que no quisiese la guerra o el Lebensraum en el Este o hacer de Alemania la potencia dominante en Europa. Lo que estaba diciendo es que, una vez satisfechas sus ambiciones militares y políticas, se dedicaría a lo que realmente le interesaba y que consideraba de una importancia capital. Eso era crear un estado cultural alemán donde las artes fuesen lo esencial y donde pudiese construir sus edificios, llevar a cabo exposiciones artísticas, poner en escena óperas, estimular a los artistas y promover la música, pintura y escultura que tanto amaba. La seriedad de sus intenciones se hizo evidente por su devoción por las artes desde el momento en que fue nombrado canciller. Pero si hubiese seguido los pasos de Carlos V y se hubiese retirado, en este caso no a un monasterio, sino a un estudio, es otra cuestión. Speer afirmaba que a menudo se había preguntado qué camino habría seguido Hitler si algún rico mecenas le hubiese nombrado su arquitecto. Al final llegó a la conclusión de que el sentido de Hitler de su misión política y sus ambiciones arquitectónicas eran inseparables y que sólo a través del éxito político podía alcanzar la satisfacción artística.

He aquí el enigma central de la vida y carrera de Hitler –¿cómo podía combinar una sincera devoción por las artes con el gobierno totalitario, la guerra y el genocidio racial?–. Incluso Speer tardó en entenderlo. Sentado en su celda una tarde de 1963, tras veinte años de estar encerrado en Spandau, por fin se preguntó cómo «la fascinación del régimen por la belleza, que de hecho era muy destacable», podía ir de la mano con la brutalidad y la deshumanización. Algunos afirman que se trataba de camuflaje estético, una manera de distraer la atención de las masas oprimidas. «Pero no era así», afirmaba. También había un genuino y desinteresado impulso social en marcha, un deseo de reconciliar la inevitable fealdad de la tecnología moderna con formas estéticas familiares, con la belleza. Carl Burckhardt, basándose en una observación del dictador en los momentos críticos, resumía la dicotomía de manera más simple. Hitler tenía, decía, «personalidad dual, siendo la primera la de un artista bastante tratable y la segunda la de un maníaco asesino».

Y de esta manera había surgido en el transcurso de los años veinte Hitler el Künstlerpolitiker, el artista-político, que Chamberlain y Hindenburg habían percibido y Mann reconoció con claridad. La devoción por la cultura es algo que lo líderes totalitarios siempre han proclamado y a menudo demostrado. Se ha hecho hincapié en que todos los líderes totalitarios, Hitler no menos que Stalin, éste apartándose de Marx, pensaban que el control de la cultura es tan importante como el control de la economía. Por un lado, veían que les ofrecía respetabilidad, contribuía al sentido de unidad nacional, a mantener la moral en momentos difíciles y era el velo oscuro tras el cual se podían cometer los horrores que les placiese. Por otra, comprendían el potencial efecto subversivo de las artes. Un estado que ejecuta personas por escribir poesía, afirmó Osip Mandelstam, es un estado que reconoce su poder. Aunque Hitler comprendió estas cuestiones y actuó sobre ellas, era en esencia diferente a Stalin, así como a Lenin, Mussolini, Mao Tse-tung y otros por el estilo. A diferencia de Lenin, que nunca pisó una galería de arte, o Stalin, cuya colección de arte eran imágenes de páginas arrancadas de revistas ilustradas, o Mussolini, que despreciaba las artes, él estaba genuinamente interesado por la música, la pintura, la escultura y la arquitectura. Entendía la política y no el arte como el medio hacia un fin; el fin era el arte. He aquí la paradoja de un hombre que quería ser un artista pero carecía de talento, que odiaba la política pero era un genio político.

De hecho, en ningún momento le interesó la política convencional –el juego entre instituciones y las personas involucradas en los asuntos públicos–. Al contrario. Su carrera como hombre de estado se cimentó en el rechazo a todo lo que ese tipo de política supone –libertad, debate y compromiso; partidos, parlamentos y las instituciones de una sociedad plural–. Tan pronto como pudo, lo abolió todo. Lo que le absorbía era gobernar, y desde su punto de vista el ejercicio del gobierno seguía los mismos principios evolutivos que la cultura. Dejó claro este punto en un discurso en enero de 1928 en el que se preguntaba cómo surge la cultura.

«El proceso en la nación es el siguiente: siempre está el individuo como creador; nada viene de las masas… Lo que consideramos cultura no nos viene gracias al voto mayoritario. No. Es producto de personas individuales, de los actos creativos individuales. Se han alzado sobre las masas y han seguido el camino de las mejores mentes.»

Por lo que veía un enlace directo entre su noción de ejercicio del gobierno y su concepto de creación artística.

Esta conexión no debe de ser exagerada. Muchas de las políticas claves de Hitler –tales como el genocidio racial y la dominación militar de Europa– no surgieron de sus ideales estéticos. Hitler el gobernante y Hitler el artista a veces coincidían, otras no. Pero siempre utilizó la cultura para fortalecer su poder, a la vez que el poder le abría el camino para realizarse a través de proyectos culturales grandiosos. Hasta ese punto poder y arte se fusionaban, y podía, como hizo repetidamente, definir su misión histórica en términos artísticos. Por lo que su interés por la cultura no era parte de una fase juvenil pasajera que se convirtió en la ostentosa pretensión de un diletante artístico una vez entrado en política. Podría haber dicho como Schopenhauer, cuyos cinco volúmenes de obras completas afirmaba haber llevado en su mochila a lo largo de toda la guerra, que la cultura siempre ocupó un lugar central en su universo mental.

En esto Hitler era heredero de la tradición romántica centroeuropea. Típicamente, los románticos adoraban al artista y sus logros como la representación de la mayor aspiración social de una época. A la vez que admiraban anonadados, como Isaiah Berlin dijo pensando en Napoleón, «al siniestro artista cuyos materiales son los hombres –al destructor de las viejas sociedades y al creador de las nuevas– le da igual a qué coste humano: el líder sobrehumano que tortura y destruye para crear sobre nuevos cimientos…» Hitler era romántico en ambos sentidos.

Durante los mejores y peores años de sus campañas militares, daba igual cuán urgente fuese la situación, siempre tuvo tiempo para dedicarse a cuestiones culturales. Christa Schroeder señaló que, salvo en las reuniones de carácter militar, sus comentarios cada vez se referían más a temas artísticos. Esto se confirma a través de las conversaciones de sobremesa, afirmaciones recogidas sin que él lo supiese y, después, en la velada. Los diarios de Goebbels también nos proporcionan ejemplo tras ejemplo. «No puedo enumerar todos los temas culturales que tocamos», dice una anotación típica. Y de hecho la mayoría de veces que ambos se reunieron, hasta los últimos meses de la guerra, Hitler se refería a temas relacionados con las artes. «La intensidad de la añoranza del Führer por la música, el teatro y la actividad cultural es enorme», escribió Goebbels después de visitarle en el frente oriental en enero de 1942. «Dice que nunca le habla de ello a otros, pero a mí me podía contar que la vida que ahora lleva es culturalmente vacía y trivial, y por tanto tiene que llenar los días con trabajo y otras actividades. Una vez termine la guerra lo compensará dedicándose con ahínco a la parte más bella de la vida.» Cuatro meses después, poco antes de lo que resultó ser la operación militar decisiva en Rusia, los dos hombres pasaron una tarde entera hablando sobre temas culturales. En esa ocasión el tema que se había adueñado del interés de Hitler era la propuesta de una película sobre el rey Ludwig I de Baviera. A pesar de las obligaciones urgentes, encontró tiempo para estudiar el guión de la película y luego anunció que no podía dar el visto bueno ni al guión ni al protagonista y quería que se comenzase todo de nuevo. Otro tema que planteó era la competición cultural entre Viena, Linz y Munich, y cómo equilibrarlo. Continuó explicando que estaba mejor informado respecto a los acontecimientos musicales gracias a las nuevas tecnologías de grabación en cintas que hacía posible que escuchase las últimas actuaciones sinfónicas y operísticas. Debió de estar escuchándolas con sumo cuidado ya que comentó que encontraba las cuerdas de la Filarmónica de Berlín mejores –«más juveniles»– que las de la Filarmónica de Viena. Y añadió que en las grabaciones le había entusiasmado la dirección musical de la Ópera de Munich. A la vez destacó que una serie de cantantes importantes estaban en declive y quiénes les podían sustituir. Aprovechó para cotillear sobre Richard Wagner y sus descendientes, dar instrucciones para que los artistas jubilados recibiesen estipendios generosos y autorizar el uso de las escasas divisas extranjeras para comprar una colección excepcional de instrumentos de cuerda a la venta en Italia. Estos eran algunos de los temas destacables en una conversación.

Seis meses después de esta conversación Goebbels viajó para visitar a Hitler en el cuartel general de Rastenberg, en Prusia Oriental. Aunque la batalla de Stalingrado estaba en pleno apogeo, Goebbels señaló que, «a pesar de la gravedad de la situación, el Führer sigue tan entregado como siempre a las artes y no puede esperar a que llegue el momento en que les pueda dedicar más tiempo». En esa ocasión la conversación comenzó con Hitler hablando sobre el placer que le producían las sinfonías de Bruckner y acabó comparando la filosofía de Kant, Schopenhauer y Nietzsche. A principios de mayo de ese año –cuando los bombardeos aéreos estaban haciendo pedazos las ciudades alemanas, la Wehrmacht estaba batiéndose en retirada en Rusia y el ejército alemán había sido expulsado de África–, Hitler visitó brevemente Berlín y se reunió con Goebbels en cuatro días sucesivos, tratando en cada ocasión de «diversos temas culturales y artísticos». ¿Qué pasaba por su cabeza en ese momento? En lo que respecta a las artes visuales, la necesidad de animar a las personas a comprar cuadros y no esperar que sean únicamente los museos los que lo hagan. También quería que las galerías de arte fueran gestionadas por ciudadanos privados y no por el Reich. Continuó dando su opinión sobre los arquitectos y los escultores. Tras hablar sobre los problemas del teatro en Berlín, habló sobre el mundo de la música. Ordenó que la Sinfónica de Hamburgo, la Orquesta de la Gewandhaus y la orquesta de la Ópera Alemana en Berlín fuesen ascendidas de categoría y que la recién creada Orquesta Bruckner de Linz fuese convertida en una de las mejores del Reich. Frenó una iniciativa para subir el precio de las entradas de teatro y ópera. Se lamentó por la falta de sensibilidad cultural por parte de los líderes locales del partido; se quejó de que, a pesar de sus aptitudes políticas, la mayoría eran «absolutos incompetentes en cuanto a las artes». También se preocupó por el sarcófago de Federico el Grande y decidió que después de la guerra debería de ser trasladado a Sans Souci o a un nuevo mausoleo en Berlín. En su cuarto encuentro habló sobre la filosofía de Kant, Hegel, Schopenhuer y Nietzsche. «No hay nada que desee más que cambiar su chaqueta gris (militar) por la marrón (del partido).» Su sueño, señalaba Goebbels, era continuar con sus actividades culturales y no tener que volver a tratar con generales.

Una conversación escasamente más destacable tuvo lugar en septiembre de 1943. La situación militar estaba peor que nunca. Las fuerzas británicas y norteamericanas estaban en Italia, e Italia se había rendido; la Wehrmacht se retiraba en el este y el bombardeo de las ciudades alemanas había alcanzado un nivel catastrófico. Pero en el contexto de una larga conversación respecto a la posibilidad de negociar un acuerdo de paz, Hitler no podía evitar tratar temas artísticos. Esta vez sobre la vida operística y teatral en Berlín y Munich, la poca fiabilidad política de los artistas, los conceptos artísticos erróneos de Göring, la desafortunada interferencia de Frau Göring en el teatro en Berlín y la calidad de varias compañías de ópera. Y así continuaban reunión tras reunión. En otro apunte típico de su diario –esta vez del 25 de enero de 1944–: «Luego continuamos hablando sobre mil y un temas relacionados con la vida cultural y artística que fascinan al Führer. Me sorprende cuán bien informado está sobre cientos de detalles.»

Posiblemente la más extraordinaria de esas conversaciones tuvo lugar en la víspera del Día D, en junio de 1944. Hitler estaba en Berghof, y ese día en el almuerzo entretuvo a sus invitados con una larga disquisición sobre las artes. «Hablamos sobre los problemas del teatro y la ópera, el cine, la literatura y Dios sabe qué más», anotó Goebbels. Cuando el ministro de Propaganda mencionó que acababa de leer el ensayo de Schopenhauer sobre la escritura, Hitler señaló que una vez lo había estudiado en profundidad y había sido provechoso. Esa noche a las diez los servicios de inteligencia alemanes empezaron a informar de que las intercepciones de radio indicaban que la invasión aliada comenzaría a la mañana siguiente. Aun así, Goebbels anotó: «Más tarde vimos los últimos noticiarios… y hablamos sobre temas relacionados con el cine, la ópera y el teatro… Luego, permanecimos hasta las dos de la mañana sentados junto a la chimenea compartiendo recuerdos…»

Seis meses después, con el Tercer Reich al borde del hundimiento, Hitler llamó repentinamente a Goebbels a la cancillería para hablar durante cinco horas y media sobre sus planes –militares, políticos y culturales–. «Sin duda, la vida cultural sigue suscitando en él un vivo interés», señaló el ministro de Propaganda. Entre los temas que Hitler trató estaban el cine, el comportamiento de actores prominentes, la mala influencia de Frau Göring en el teatro, sus planes para diseños operísticos tras la guerra y otros parecidos. En otra anotación –ésta de enero de 1945– leemos por última vez el leitmotiv que Hitler había afirmado periódicamente a través de los años.

«Lamenta la amarga ironía de que él, un hombre dedicado a las artes, fuese elegido por el destino para dirigir la más difícil de todas las guerras para el Reich. Era como el caso de Federico el Grande. En verdad no estaba hecho para una guerra de siete años, sino para la vida fácil, para la filosofía y para tocar la flauta. Sin embargo, no tenía otra elección salvo llevar a cabo su misión.»

Por entonces las artes tenían otro sentido para Hitler. Desde que había lanzado el ataque contra la Unión Soviética sólo podía dormir tras pasar varias horas hojeando libros ilustrados de pintura o arquitectura. Según se acercaba la catástrofe militar, se fue encerrando en sí mismo, sobre todo después del intento de asesinato de julio; era la única escapatoria de un destino fatídico. Un visitante que siempre era bien recibido en su cuartel general era su escenógrafo favorito, Benno von Arent, que le contaba los últimos cotilleos del mundo artístico. Al despedirse, Hitler le apretó calurosamente la mano a Arent y le dijo: «Estoy muy contento de que de cuando en cuando venga a sacarme de mi soledad. Para mí es usted un puente a un mundo más bello.» Hasta en los mejores momentos Hitler solía describir las artes como «un polo verdaderamente estable en el flujo de los demás fenómenos», «un escape de la confusión y la aflicción», una fuente de «la fuerza mágica eterna… para dominar la confusión e imponer un nuevo orden salido del caos». En otras palabras, en todo momento eran refugio frente a la cruel realidad.