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En el universo de Akasa-Puspa, enorme tablero de juego creado por los autores Juan Miguel Aguilera y Javier Redal, se encuentra el planeta Sargazia, un mundo acuático. En él, seguimos las aventuras de Huella 12, un equipo de investigadores espaciales que habrá de resolver todo tipo de casos y misterios en una soberbia colección de relatos interconectados con el mejor sabor de la space opera clásica.
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Seitenzahl: 670
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Eva G. Guerrero
Prólogo Y CUBIERTA De Juan Miguel Aguilera
Saga
Huella 12
Copyright © 2020, 2022 Eva G. Guerrero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726948158
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Va mi agradecimiento a todos los que me acompañaron durante el proceso de escritura y corrección del manuscrito aportando sus opiniones y sugerencias.
Un agradecimiento especial a mi maestro y amigo Juan Miguel Aguilera, sin él esta nave no hubiese partido hacia las estrellas.
Gracias por prestarme un rincón de Akasha Puspa, por tu guía y tu enorme generosidad. Sobre todo, gracias por confiar en mí.
Juan Miguel Aguilera
Cuando empecé a escribir no había tanta competencia de lo audiovisual. Las películas de ciencia ficción habían alcanzado su cima a finales de los sesenta con 2001: una odisea del espacio, y a finales de los setenta tuvimos La Guerra de las Galaxias y sus secuelas, que llevaron la aventura space opera al cine. Pero eran excepciones y ninguna de las imitaciones que surgieron por entonces estaba a la altura. Los videojuegos, simplemente, no existían. Un buen aficionado a la ciencia ficción sabía que el sentido de la maravilla que buscaba, el asombro de descubrir mundos extraños y culturas fascinantes, solo lo iba a encontrar en una buena novela de ciencia ficción. Que su mente iba a ser la única gran pantalla donde se proyectarían esas imágenes espectaculares.
Las cosas han cambiado. Hoy en día, hasta las películas más mediocres pueden permitirse buenos efectos especiales generados por ordenador y también a diseñadores talentosos capaces de imaginar escenarios, culturas y criaturas alienígenas que nos llenarán de asombro. El guion suele ser el problema, claro, pero las imágenes tienen tanta fuerza que parece imposible intentar competir con ellas solo con caracteres impresos en una hoja de papel (o en la pantalla de un libro electrónico). Amigo mío, cuando termines de leer este libro comprenderás que esto no es cierto y, también, percibirás la gran ventaja que sigue manteniendo la literatura frente al cine o ante cualquier otro arte audiovisual.
¿Alguna vez has tenido un sueño maravilloso o una pesadilla terrorífica y al despertar has sido incapaz de describir esa sensación de maravilla o terror solo con palabras? ¿Verdad que muchas veces esas imágenes terroríficas que soñaste, al intentar contarlas, parecen simples y aburridas? Esto es porque no solo soñamos imágenes, también soñamos emociones, sentimientos y sensaciones; y para transmitirlas correctamente lo visual no basta. Ni siquiera una película 4D (de esas que te salpican en la cara con un chorrito de agua) es suficiente. Se necesita talento literario, la capacidad de emocionar con las palabras, de ser capaz de generar una experiencia de todos los sentidos solo con saber elegir una buena metáfora, usar la figura retórica perfecta para transmitir a la mente del lector la emoción exacta que el escritor quiere proyectar. Y el escritor que posee ese talento es capaz de impactar en nuestra mente solo con describirnos cómo pasea por su barrio. Como decía Stephen King, «La literatura es lo más parecido a la telepatía»; con unas cuantas palabras, el autor es capaz de trasmitirle al lector lo que está viendo, lo que está oliendo, tocando, o lo que está sintiendo en el fondo de su alma.
Eva G. Guerrero tiene ese talento y lo tiene de una forma poderosa. Verás, el libro que sujetas en tus manos contiene muchos de esos momentos «¡Uau!» que tanto amo. Es decir, ese momento en el que lees un párrafo, cierras el libro sujetando la página con un dedo, y miras hacia el techo intentando asimilar la maravilla que acabas de leer. Este libro está lleno de imágenes de una belleza brutal y de personajes fascinantes capaces de emocionarnos con sus aventuras mientras recorren las lunas del asombroso planeta gigante Sargazia.
Sargazia es un mundo situado dentro del cúmulo globular de Akasa-Puspa, el enorme escenario que creé con Javier Redal a finales de los años ochenta. Sargazia es citado en algunos libros de la serie, pero no se da ningún dato más allá del nombre. Por eso Eva G. Guerrero ha dispuesto de libertad absoluta para convertirlo en su mundo propio, en su terreno de juego literario y en su caja repleta de maravillas. Para mí ha sido fascinante leer este libro y descubrir con tanto detalle cómo era este planeta situado en la periferia de Akasa-Puspa.
Sargazia es un gigante acuático. Si Júpiter es un planeta gigante gaseoso, es decir, solo nubes sin tierra firme, Sargazia es un océano sin fondo. Quizá tenga un núcleo rocoso, pero nadie puede saberlo porque el agua que lo cubre por completo se va comprimiendo con la profundidad hasta ser impenetrable. Sobre esta inmensa superficie líquida solo pueden vivir unas formaciones de algas flotantes (similares a nuestros sargazos), tan gigantescas que los humanos pueden construir ciudades sobre ellas. También hay enormes ciudades-barco (todo es titánico en Sargazia) que recorren interminablemente este océano sin fin. Los que habéis leído algo de Akasa-Puspa sabéis que todo planeta habitado tiene su correspondiente torre orbital (su babel) para acceder al espacio. Pero ¿cómo es posible esto en un mundo sin tierra firme al que fijarla? La respuesta es el «Gancho Orbital», un cable de 100.000 kilómetros de longitud que gira sobre sí mismo, con su núcleo situado en la órbita geosincrónica y cuyos dos extremos penetran la atmósfera de Sargazia cada varias horas para elevar cargas y naves al espacio.
¿Espectacular, no? Pues espera a recorrer las doce lunas que giran alrededor de Sargazia, cada una con sus paisajes alienígenas y sus culturas exóticas, donde Eva G. Guerrero desarrolla las tramas policiales y los misterios a los que se enfrenta su equipo de Huella 12: cinco agentes de la ley cuyo trabajo consiste en insertarse en el tálamo cerebral las huellas de temperamento de los sospechosos. Esto lo hacen a través del «Velo», una especie de segunda piel orgánica tejida con nanobios que posee múltiples utilidades además de ser un traje de resistencia al vacío, como potenciar las emociones y sensaciones registradas en las huellas. No, el Velo no es telepatía, es algo nuevo, diferente a cualquier cosa que hayas leído antes, y Eva G. Guerrero es capaz de construir con él estas historias llenas de intriga y giros inesperados de una forma magistral. Si te gusta ese tipo de ciencia ficción en el que el autor introduce un nuevo concepto y desarrolla una trama policiaca a partir de él (Yo Robot, El hombre demolido), estás en el libro adecuado. Si tuviera que ponerle una etiqueta al libro que ahora tienes en tus manos (de esas que tango gustan en nuestro género), diría que Huella 12 inaugura el space-thriller.
Solo son letras impresas en una página de papel, pero pueden recrear mundos asombrosos en tu mente. Pasa la página y sumérgete en el planeta Sargazia con su séquito de doce lunas, y acompaña al equipo de Luna Bárladay en sus aventuras por este fascinante universo creado por Eva G. Guerrero.
Lo primero regresar a Sargazia,
lo segundo reunir al equipo,
lo tercero será hundirle.
Lo primero regresar a Sargazia,
lo segundo reunir al equipo,
lo tercero será hundirle.
Lo primero regresar a Sargazia…
Ensimismada, ajustó, sin apercibirse de su gesto, el aplique en la sien de su ojo artificial buscando optimizar la luz y los colores. Observó su hogar a través de los monitores que ofrecían imágenes del exterior del transbordador. El gigante acuático brillaba en un mar infinito pintado de corrientes y nubes en el que caer como lluvia y diluirse. Todo líquido hasta su núcleo. Era como si el universo a su alrededor se debilitase, actuando de simple marco de la esfera azul. Un desierto eterno de agua y viento donde no hubiese anclaje para el hombre.
Lo primero regresar a Sargazia…
Se aproximaban. Al tiempo que dibujaba su círculo rotacional, el gancho celeste proyectaría la nave a velocidad aceptable en la atmósfera del planeta azul. Ella preparó su mente para los diez minutos de estrés físico, técnica al alcance de cualquier experto en temperamento. La agente más joven del equipo Huella 12, Virda Scarsi, en el asiento contiguo, había cerrado los ojos y tarareaba a media voz el himno de Sebrica mientras enroscaba con los dedos mechones de cabello púrpura.
Vestir el velo sobre la piel, su herramienta de trabajo, no ayudaba, al contrario, acrecentaba las sensaciones. El fragor se intensificaba y Luna sentía que le estallaba la cabeza en una burbuja de vacío. En los bordes de las pantallas apreció el fulgor rojizo que desprendía el blindaje. El temblor se apropió del casco y de todo lo que contenía. Temblaron los asientos, crujió la armadura, temblaron las manos y la canción de Virda en sus labios.
Calculó que ya se habrían desacoplado. Ahora viajaban a menos de mil kilómetros por hora. Se diría que una de las valijas había caído sobre su estómago cortándole la respiración. «Pasará pronto, Virda», le susurró a su agente. La impelía el instinto de protegerla, desde niñas, como en el mándala de refugiados tras el incidente.
Aterrizaron en el sargazo de Islatia después de un larguísimo paseo entre el telón difuminado de nubes. Nada más poner el pie en suelo de alga sintió pesada la molestia de la gravedad superior. Se acostumbraría. En la plataforma de llegadas las aguardaban los demás componentes del equipo de Huella 12: Logario Cupeiro, Sólomon Cloyaris y el cirujano Cha-Mert. La doctora Luna Bárladay saludó a Cupeiro, despeinó con cariño a Sólomon que enseguida se reunió con Virda.
Lo segundo, reunir al equipo.
—¿Qué ocurre? —preguntó cuando Cha-Mert la apartó a un lado tomándola de la cintura. No podía evitar saltar como un pez volador ante cualquier tipo de intimidad en público.
—Respira, no voy a tocarte. El general Weist sospecha. No tardará en convocarte a la base de la colonia. —El ksatrya la observó con los ojos entrecerrados—. Ni lo sueñes. Olvídate de acudir sola a esa cita.
—Hasta que eso suceda hemos de reunir las pruebas necesarias. El tiempo se nos echa encima. Comenzaremos buscando en nuestra propia casa: la Torre de la División.
Lo tercero será hundirle.
AMARDA. LA ESTÉRIL
Testimonio de Akran Dorcel. Bardo de Primera Clase.
Amarda, Cubierta 117. Mes de Caligna de 1615.
Desde la cubierta ciento diecisiete fui testigo de la catástrofe como un pequeño dios malévolo en las alturas. [Le tiembla la voz]. La muerte les sobrevino al amanecer en forma de monstruo, un monstruo descomunal en cuña de acero. Una montaña de herrumbre que los abordaría y los partiría en dos.
Atravesamos la isla de la misma forma que un cuchillo corta un pastel: casi con suavidad, en línea recta. La ciudad en pie sobre el sargazo móvil. Sedimento sobre sustrato de macroalgas. Olor a cieno, decían los de las cúpulas agrícolas. Se doblaba sobre sí misma a nuestro avance como un viejo libro que se cierra. [Calla]
Sentimos una emoción desgarradora al principio, cuando vislumbramos tierra. ¡Teníamos a la vista una de las cuarenta y siete ciudades-estado de Sargazia! Todas ellas habían caído en el limbo de los mitos como los krakens o las ligurtas devoradoras de nubes. Tantos ciclos perdidos en la inmensidad del océano. Ni siquiera formaban ya parte de nuestro acervo colectivo.
Asombro porque existían. ¡Existían! En la cubierta ciento diecisiete y en las aledañas los amardienses silbábamos. Todos vociferaban con júbilo: «¡Sargaaaaazo!». Saludábamos moviendo los brazos sobre nuestras cabezas. Nunca había sido más feliz de lo que lo fui en aquel instante. [Agacha la cabeza. Gime]
Recuerdo el ruido. Atroz. El estrépito provocado por el derrumbe de sus edificios cientos de metros antes de que la proa angular del Amarda los embistiese. No sé de qué material construían aquellos bloques, edificios tan altos como nuestras torres de popa, ni metal ni madera, eso seguro. Sonaba a mil truenos en uno. Se deshacían en enormes cascotes. Los escombros sepultaban a la gente como si fueran hormigas. Las he visto en los huertos bajo las cúpulas…, a las hormigas. Un efecto en cadena de demoliciones. Pavoroso.
Pronto, un polvo blanquecino cubrió la ciudad con un manto de niebla irreal. Respiramos aliviados deseosos de que aquel caos hubiese sido un espejismo. Entonces, fue como si alguien subiera el volumen de los gritos. Los gritos se imponían a nuestras sirenas queriendo detener la nave con su miedo. Una marea de alaridos de miedo. Por encima del estruendo. Por encima del polvo. Por encima de todo. Largos e hirientes como peces lanza.
No sufríamos por Amarda. Amarda es indestructible, cosida a remiendos y arrugada como una vieja a golpe de abolladuras en su casco rompehielos.
El día lluvioso engulló las brumas. Tal vez pensaron que terminaríamos desviándonos, como cualquier otro barco, pero el Amarda no es cualquier barco, sino la mayor estación flotante de población construida por el hombre. Un pequeño estado con un censo de medio millón de almas errantes.
Nací en el buque-urbe generacional bautizado en honor a la octava luna: Amarda, la estéril. Mis pies jamás pisaron tierra firme. La ciudad-estado de Hibernius fue el primer asentamiento humano sobre sargazo que vieron mis ojos. Verlo para destrozarlo.
No hubo forma de evitar la colisión. [Solloza] La culpa fue de la tormenta roja. Hace diez ciclos que hundimos en el Silente la ciudad de tejados brillantes y todavía escucho los gritos, se adhirieron a la estela del buque como hilos dolientes de espuma.
Amarda es el mundo donde está mi casa. Un hogar enlatado, tachonado a martillazos en una inmensa conurbación metálica a la deriva. Laberíntica, intestina, tanto que jamás llegaré a explorarla a fondo. Un mundo que explotó después de la tormenta como una supernova: se tragó la nada del espacio, se tragó Hibernius y también se tragará Islatia. Cualquier cuerpo vivo cruzado en su trayectoria. Somos una estrella extinta cuyo fuego surca el océano en una deriva de muerte.
*
Luna Bárladay deposita una entrevista más, impresa en papel reciclado sobre la mesa cromatófica. Siente su peso y acaricia su textura antes de alinearla sobre el resto de los papeles. Desde la sala del puente las vistas son una belleza. Su ojo robótico se oscurece y ajusta al nivel de luz del cielo crepuscular donde cinco de las doce lunas resplandecen. Ella eligió un dispositivo casi obsoleto: el modelo con aplique circular en la sien. Se permitió el capricho de que el iris cambiase de color aleatoriamente dentro de la serie de tonos Bosques de Gomar, la gama que comprende desde los amarillos a los marrones y verdes, de modo que solo de vez en cuando su mirada es uniforme. El implante cerebral obedece los impulsos del ojo original y lo sigue hasta enfocar la amatista más brillante del cielo: Gea, su luna madre.
La jefa del equipo de Huella 12 se halla inmersa en una intermisión de extrema gravedad para los amardienses residentes en el buque-urbe. Embarcó hace apenas unas horas junto a tres de sus agentes y no se convence de si percibe una atmósfera de derrota o si se trata de la niebla oscura que lleva consigo a todas partes.
Nadie daba crédito en la capital. La aparición de la última de las desmedidas estaciones flotantes, con más de una centena de antigüedad, atestó todos los noticiarios de imágenes retroland, tanto en Islatia como en las cuarenta y cinco restantes ciudades. Era como ver avanzar un enorme dinosaurio extinto de las lunas rocosas.
Luna reunió toda la documentación disponible antes de subir a bordo. Así descubrió que el prestigioso ingeniero naval y constructor de arcologías, Herman Gauss, diseñó doce buques-urbe en total y los bautizó con los nombres de cada una de las doce lunas. En los astilleros del sargazo de Frelde se montaron y ensamblaron estructuras flotantes provenientes de otros muchos astilleros. En dos decenas se completaron tres ciudades flotantes: Pola, Áurea y Amarda. Eran los tiempos de la cuarta revolución tecnológica e industrial. Las ciudades-estado competían entre ellas con la pulsión de poner en marcha macroproyectos en el seno de sociedades incandescentes. Los ascensores espaciales descargaban riquezas sin fin procedentes de las lunas orbitales y la siguiente meta se fijó en circunvalar el mundo más extenso del universo conocido. Conectar al fin los cuarenta y siete estados en rutas que llevarían generaciones en concluirse.
El colosal buque Pola con sus setecientos mil pasajeros se hundió en el océano Espiral a los cuatro ciclos de su botadura. Ardió durante días tras explotar los generadores de hidrógeno. Su envergadura mastodóntica se perdió para siempre a kilómetros de profundidad. Se debatió mucho en los foros sobre las presumibles causas: fallos estructurales, defectos en los sistemas de auto control de emergencias. Demasiado grandes, demasiado ambiciosas. El hombre siempre arañando los límites, asomándose al remolino y girando en él hasta zozobrar. La Mancomunidad ordenó el amarre y desguace del Áurea, todavía sin botar, así como el regreso del Amarda para el mismo fin.
Pero el Amarda había desaparecido. Ningún sargazo lo detectaba, ningún submarino ni barco, ninguna aeronave ni satélite. No se hallaba en su ruta. Todos pensaron: «Otras quinientas mil almas arrojadas al mar».
Hasta ahora. Ciento veintiocho ciclos después.
Luna está cansada, susceptible, no ve ridícula la idea de despistarse, de perder su intuición, la excelencia demostrada durante casi una decena en vestir las huellas de sospechosos en su cerebro a través del velo. Debería haberlo vestido limpio, sin huella, los nanobios vivos extendidos sobre su piel, potenciando las sensaciones, cada sentido, y de este modo dejar de sentirse abotargada y ciega.
La misión rutinaria en Aysum, aquel sargazo perdido, mudó todas las cosas de sitio. Lo sucedido la ha transformado en otra persona todavía más desconfiada, alguien cuyos engranajes internos se han desajustado, alguien que dejó de ver, que mutilaron.
—Sólomon, ¿puedes o no reparar esta mesa?
—Jefa, esta mesa lleva decenas sin funcionar —contesta el drama-escenificador, la vista clavada en sus zapatos. A través del procesador en su garganta sustituye su voz propia por otra escogida de una plataforma pública de voces—. Restaurar parte de la energía, aunque se trate de un sistema arcaico me llevará al menos seis o siete horas. Los cuarenta técnicos trabajan a destajo en las salas de máquinas.
Desde que lo conociera ha utilizado cuatro voces distintas para comunicarse, ella las clasifica de modo particular: la voz del drama, la personal, la de intermisiones especiales y la menos prodigada de todas: la voz de amigo. No sufre ningún trastorno del habla en las funciones motoras orales, pero siente que usar su voz lo hace vulnerable, como si constituyera una parte esencial de su identidad que no desea compartir. Ahora que ella también ha modificado tecnológicamente una de sus funciones vitales debería mostrarse más cercana a las necesidades de Sólomon, sin embargo, dialogar mientras el agente mantiene la boca cerrada y los transmisores abiertos es algo a lo que no termina de acostumbrarse. Esta vez, el chico ha optado por la voz decidida, clara y minuciosa, de las intermisiones especiales.
—No disponemos de tanto tiempo para reiniciar el equipo —dice Luna—. Viste el velo y escucha los procesadores, los drama sois expertos radiestésicos. Cumple con tu trabajo.
—La tecnología es obsoleta. Resulta complicado conectar con ella y más en el silencio en el que se halla.
—¿Y los telecomunicadores de a bordo? Habrán arrojado algo de luz sobre el apagón.
—No quedan telecomunicadores a bordo. Murieron sin transmitir sus conocimientos. ¿Para qué? No tenía sentido.
—El bardo afirmó en su testimonio que el mundo explosionó después de la tormenta. ¿A qué se refiere? ¿Una tormenta explosiva?
—No estoy seguro. Podría ser una simple metáfora o el vórtice anticiclónico del ecuador. Aunque es improbable, ningún buque resistiría esa tormenta.
Bárladay observa a su drama con suspicacia. Su aspecto es el de siempre: camiseta estampada, greñas y aire desamparado, el de un adolescente de treinta ciclos, a pesar de la seguridad y el rico vocabulario implementado en su voz de catálogo. Le falta luz. Su piel pálida se ha tornado opaca como el color de las pantallas que los rodean.
—Sólomon, ¿has salido de esta sala desde que aterrizamos en el Amarda?
Ella nota que la mira de soslayo, incómodo.
—No soporto estar rodeado de gente. Lo sabes. Son extraños, como alienígenas. Estoy mejor aquí. Las máquinas me necesitan. —Esta vez cambia a la voz personal. Lo hace cuando desea mostrar inflexiones de incertidumbre, titubeos vacilantes, no se trata de confianza.
—Los habitantes del Amarda también te necesitan. Nos necesitan, hemos de dar con la capitana Sigore Parfisari o con alguno de sus oficiales.
Han transcurrido cinco horas desde la llegada del equipo de Huella junto con los cuarenta técnicos destinados a lograr insuflar vida al cerebro de la nave. «¿Dónde se ha metido la tripulación? ¿A qué juegan?», se pregunta Bárladay.
—Cuando reestablezcas el flujo de energía y pongas en funcionamiento los sistemas, busca fuera del interfaz la huella de temperamento de la capitana para lograr reconducir esta nave descomunal. Quizá haya suerte, puede que en algún momento los oficiales del puente archivasen sus huellas, aunque no fuese lo común en aquella época.
—Jefa, hace ciento veintiocho ciclos las huellas no se extraían, el comandante se conectaba a la interfaz a través de unos cátodos prendidos a sus sienes. Nadie ha saboteado ningún interfaz de huella con el cerebro de la nave. Algo externo fundió el núcleo robótico del buque. No me refiero a chamuscarlo, sino a extraerle la electricidad, a dejarlo sin vida. Al menos, los generadores de servicios han continuado funcionando gracias a las energías renovables.
—Sólomon, tú entiendes de cables y procesadores cuánticos, yo entiendo de temperamentos. No habrán saboteado la tecnología, pero al desaparecer, la capitana y su tripulación nos impiden la extracción de sus huellas cerebrales y el uso actual de estas en el interfaz de pilotaje, por consiguiente nos imposibilitan redirigir el buque condenándonos a seguir la ruta prefijada. En tal caso, estaríamos frente a un acto terrorista. Pretenden abordar y destruir Islatia.
*
—¿Dónde están los niños? —pregunta Cha-Mert al jefe de Cirugía del hospital de a bordo. Este es un hombre de pelo cano, delgado, la bata raída en el bolsillo y en los bajos, la piel achocolatada, como casi todos en el Amarda y en las quince ciudades-estado de donde se nutrió de pasajeros.
El doctor Kramer observa el mono de trabajo del médico del equipo de Huella como quien mira la escafandra de vacío de un adaptado. También le intrigan las cicatrices rituales de su rostro, pero, al instante pierde interés. La pregunta ha recalado en algún lugar de su cerebro cubierto de espinos para engancharse allí, desgarrándose a fuerza de repetírsela y amontonar las repeticiones.
—Los niños crecieron —dice cáustico—. El más joven ha cumplido treinta y cinco ciclos.
Cha-Mert detiene el paso. Procesa la información mientras contempla las camas enfiladas en la larguísima galería de enfermos tumorales. Ningún niño yace en ellas. La edad media ronda los sesenta. Piensa en una población aislada del progreso sanitario de los últimos ciento veintiocho ciclos.
—¿No hay un ala infantil? —pregunta tontamente.
—La clausuramos hace veinte ciclos. ¿No le parece una casuística merecida? Amarda, la luna estéril dio nombre a este barco.
—¿Qué ocurrió?
—Yo era adolescente, pero ya echaba una mano en el hospital. Me ocupaba de vaciar bacinillas, tomar la temperatura, a veces me permitían colocar vías o sondas. En el ala de obstetricia comenzaron las anomalías, al principio un porcentaje reducido de mujeres sufrieron abortos espontáneos. Éramos nosotros, los aprendices, los que nos ocupábamos de conservar los fetos en formol. Nos fascinaban las malformaciones en sus pequeños cuerpos inmaduros. Incluso, en ocasiones, nos permitían diseccionar alguno de ellos en clase de anatomía. A los pocos meses la proporción había superado el cincuenta por ciento de las gestaciones. En cinco ciclos ningún embarazo consiguió llevarse a término. También la mayoría de los hombres presentaron cuadros de esterilidad aguda. Para cuando las autoridades médicas quisieron reaccionar e implantar técnicas de reproducción asistida ya era tarde. No surtían efecto. La epigenética había actuado de una forma atrozmente veloz en el desarrollo de un tejido testicular y ovárico defectuoso.
—¿Quiere decir que incluso los neonatos presentaban órganos reproductivos inhábiles? —pregunta Cha-Mert aturdido ante la celeridad del proceso.
—Es evidente, ¿no le parece?
—Pero, ¿cuál fue la causa, el origen de la infertilidad?
—Lefandes y carnelotes.
*
Testimonio de Iborán Almenira. Ex arponero del sumergible Tritón. Actualmente cocinero en la planta subnivel 12 del sector 45 popa de estribor. Amarda. Grisja de 1620.
No podría afirmarse que aquel sargazo fuese tierra firme, pero era hermoso como una gema verde. Nada más que un revoltijo de algas en ligera descomposición a la deriva. Una maraña de treinta kilómetros cuadrados lo suficiente golosa para que los carnelotes hiciesen un alto en sus rutas transoceánicas. Se saciaban con los grandes bancales de peces herbívoros que consumían el sustrato de macroalgas.
¡Ah! Sí, disculpe. ¿Está registrándolo ya? Me llamo Iborán Almenira y soy cazador de gigantes, ya sabe: carnelotes, lefandes, urfinus, gródolas... Toda bestia por encima de las doscientas toneladas. Pertenezco a la sección quinta de arponeros de la flota pesquera de la madre Amarda. Fui consagrado para la tarea por el Takana Kapsaluc, representante vivo de la divinidad del fondo oceánico. [Se persigna] Que me honre Sentis, protectora de gigantes con su benevolencia.
El sumergible en el que estuve destinado la mayor parte de mi servicio es el Tritón… Era. Soltamos las amarras de la flota arponera tras lo del sargazo esmeralda. Desde entonces estoy en cocinas de la planta subnivel doce como un vulgar residente. [Escupe]
La parte sumergida de un sargazo es lo más bello que veré jamás. Leí en los libros que en las lunas rocosas existen bosques. He admirado las instantáneas de eso que llaman árboles, pero me niego a admitir que superen en magnificencia a las selvas de tallos infinitos que pierden sus raíces en las profundidades. Bucear en las junglas marinas, alrededor de las vejigas fluorescentes de gas que flotan arracimadas a merced de las corrientes no puede tener parangón con nada. Entre los troncos dorados, verdes y granas, cientos de especies cohabitan: desde los impetuosos hipocampos, las lijas y las cornupias, hasta los inteligentes jinetes. Yo les llamo así. Sí, ya sé que la ciencia oficial asegura que la capacidad de raciocinio de los abisales no aventaja a la de los simios de las lunas rotantes, pero he pasado gran parte de mi vida bajo el agua y puedo asegurarle que son como nosotros. Lo son. Los he visto domar hipocampos y utilizarlos de montura. Que sus cuerpos son rojos y su boca se abre en el vientre… ¡Y qué! Soy letrado, casi todos en el Amarda lo somos. Nos sobra el tiempo para leer. Seguimos anclados en las tesis antropomórficas, nada que no se nos parezca puede contener la chispa de la inteligencia; nadie que no levante estructuras artificiales de metal o de… ¿qué era aquello? ¿hormigones?, puede ser un ente desarrollado. Se comunican, ¿sabe? Los he estudiado durante ciclos. Me fascinaba su lenguaje de burbujas, su maravilloso código de signos contenidos en los diferentes tamaños y frecuencias de cápsulas de aire elevándose entre los interlocutores hacia el cielo iluminado. Viven bajo sargazos no habitados, por la luz. Son inteligentes porque nos temen. Los jinetes necesitan de la luz producida en las vejigas. Mi Takana postulaba que su organismo es en parte vegetal, por tanto, metabolizan el alimento por fotosíntesis. Los humanos, habitantes de las ciudades en los sargazos perdidos, vivían de espaldas a las profundidades, contenidos en una lámina vacua de detritus. Ignorantes. Tal vez, por ello desaparecieran. Ahora el mundo es de los jinetes, como siempre lo fue.
*
—¿Abisales? —pregunta Luna.
Desde que comenzara la intermisión, Cha-Mert la trata con indiferencia. Ella no se reprocha el haber tenido que posponer las vacaciones comunes en Halledos. Se lo prometió tras el incidente de Aysum, bien es cierto, pero un buque-urbe desbocado se cruzó en el camino de la luna verde. Le molesta el descuido en las maneras del ksatrya.
—A los burbujas rojas por un tiempo se les llamó abisales —contesta Cha-Mert—. Se las consideraba criaturas casi mitológicas, como las ligurtas, porque apenas existían testimonios de su existencia. Se creía que habitaban en las profundidades inalcanzables para el hombre y que, por esta razón, la mayoría de los marinos no llegaban a avistar ninguno de estos seres en toda una vida. Es triste, porque debe componer un verdadero espectáculo para la vista. Generan decenas de burbujas a cada bocanada en torno al centro de su cuerpo de dimensiones y tonalidades variadas en el espectro del rojo que configuran imágenes caleidoscópicas bellísimas. A nadie se le ocurrió pensar que vivían justo debajo de nuestros sargazos, y mucho menos que las burbujas constituyesen su forma de expresarse. Lo interesante, como apunta el tal Iborán, es que pronto abandonaron los sargazos habitados.
—Asegura que son seres inteligentes —dice Bárladay—. ¿De pronto Sargazia está poblada por dos especies de inteligencia similar? Nos hubiésemos diezmado la una a la otra.
—No, si nuestros intereses como especie nunca coincidieron con los de esas criaturas —interviene Sólomon apartando por un momento los ojos del tablero de procesadores—. Jamás se ha capturado un Medulaen Redis vivo, por si desconocíais su nombre científico. Morfológicamente no somos tan diferentes: poseen cuatro extremidades, al igual que nosotros, aunque sus terminaciones son palmípedas, cabeza y un torso similar. La boca en el abdomen, lo cual es dudoso. He leído en algunos tratados que ese orificio tan solo sirve para producir las burbujas. En realidad, hasta escuchar a Almenira, no teníamos idea de su funcionalidad.
—Sólomon tiene razón —afirma el cirujano, pensativo—. Si la teoría que plantea unos abisales inteligentes fuese cierta no sería descabellada la coexistencia. Vivimos en diferente medio; utilizamos distintos recursos. Hemos desarrollado sistemas culturales, si se pudiese afirmar que ellos hubieran desarrollado una cultura, dentro de los cuales nos hemos evitado como especies. No ha existido competencia.
—Todo esto son conjeturas disparatadas sacadas de contexto — Luna señala la hoja impresa con el testimonio de Almenira—. No nos conducen a ningún lado ni nos ayudarán a entender que droms ha sucedido en esta nave. El tiempo se nos echa encima y lo único que hacemos es leer testimonios de un pasado anacrónico. Quiero saber si has averiguado las causas de la infertilidad de la población del Amarda, Cha-Mert, estás aquí para eso, no para promulgar una nueva teoría de las especies.
El cirujano la mira con reprobación. Ella obliga a sus párpados a cerrarse, no soporta cuando la mira así. La experiencia vivida junto a él en la anterior intermisión fue demasiado intensa. Perder uno de sus ojos, asomarse más allá de la muerte detenidos ambos en el umbral, la había ayudado a percibir claro, por mucho que le pesase, el verdadero vínculo que la unía al ksatrya.
—He investigado en la documentación de los laboratorios. Ha sido como escarbar un hoyo sin pala. Este barco encalló en los albores de la evolución.
—¿Y bien? —insiste Bárladay.
—El Amarda realizó una parada técnica de un ciclo junto a un sargazo deshabitado que aún debe moverse entre las corrientes. Lo hizo a fin de llenar sus bodegas de presas gigantes. El doctor Kramer me ha informado de que en aquellos ciclos, sobre el 1585, la población del Amarda pasaba hambre. Los recursos escaseaban. Las cúpulas estaban al veinte por cien de su capacidad, el racionamiento a la orden del día y también los motines, así que el hallazgo del sargazo constituyó motivo de júbilo. El sargazo proveería de nutrientes vegetales y por supuesto, en torno al sustrato, se congregaron bancos de peces de multitud de especies y, lo fundamental, los gigantes del mar se acercaban con el propósito de alimentarse de estos.
—¿Sugieres algún tipo de envenenamiento?
Cha-Mert abre en su pantalla hológrafa los informes hallados.
—Así es. Metilmercurio y concentración de metales pesados. Muy extraño. Según las investigaciones de los técnicos de laboratorio de a bordo había sido el propio sargazo el que absorbía mercurio y cadmio, convertido en un sustrato de bacterias biolixivantes. Al alimentarse los peces herbívoros del sargazo consumían junto con las algas las bacterias cargadas de sustancias nocivas. Constituyó el punto de partida de la cadena trófica. Los gigantes, las especies más longevas que ocupan un sitial elevado en la cadena alimenticia contenían concentraciones de mercurio elevadas. Aquella carne, arponeada por los sumergibles, abarrotó los congeladores del Amarda.
—¿Cómo? ¿No analizaron las presas?
—Jamás había ocurrido. Piensa que ese tipo de contaminación solo se da en las aguas litorales de las ciudades-estado, las mismas que la población del Amarda daba por perdidas. Y por supuesto, había hambre.
—Me pregunto de dónde vendría la contaminación —apunta Sólomon con su voz personal sin apartar las greñas de entre los chisporroteos de su micro destornillador.
*
Logario Cupeiro, el más veterano del equipo, no temía adentrarse solo en los bajos fondos de Amarda popa. Aterrizar con un destacamento hubiera despertado sinergias en la población difíciles de controlar. Viste el velo como una herramienta más de su trabajo, esta vez sin huella insertada en su tálamo. Lo que necesita es potenciar sus sentidos y siente, entre tanto acero y fibra de carbono, un gélido sudor ácido, corrosivo sobre la piel. Gran parte de su vida transcurrió en Delambur, la luna agrícola. Los colores pastel pintaban su realidad hasta que el azul monótono del planeta océano la devoró entera. El salitre de Islatia lo ha ido endureciendo durante ciclos, hasta el punto de necesitar el velo sobre su cuerpo para percibir las distintas tonalidades de la luz, los sabores, los olores dulces, las pieles más suaves.
Deambula por las calles asfaltadas de pikrete, material en desuso compuesto de agua helada y serrín, de tono parduzco, como la ciudad entera. Jamás se habituará a lo industrial, pero la adaptabilidad es su punto fuerte. Al menos su barba y sus ropas corrientes pasadas de moda aquí no lo alienan como en la vanguardista Islatia, sino que constituyen el camuflaje perfecto al igual que el color oscuro de su piel, propio de la gente delambur. Se sirve además del nangutso, el antiguo arte del sigilo.
La población de la gran urbe metálica anda agitada por la proximidad de la capital sargazí. Es de entender, piensa, por una parte, la posibilidad de abandonar la inmensa prisión flotante en la que nacieron los ha insuflado de un viento de esperanza y, por otro, lanzado a las calles. Pesa el recuerdo de la catástrofe de Hibernius. Logario advierte miedo en sus caras.
Los primeros colonos del Amarda fueron gentes de los sargazos meridionales que embarcaron huyendo de tiranías y guerras endémicas en tierra firme. Soñaron con la libertad, con la insumisión frente a la maquinaria burocrática de sus ciudades-estado, con el cooperativismo, con vivir ajenos a los dogmas y leyes de sus sargazos. Sus descendientes continúan dominados por una tripulación autoproclamada dictatorial. Una tripulación que debe encontrar cuanto antes. Mira su muñeca, diecisiete horas y quince minutos para la colisión de la urbe flotante con el sargazo capital.
Una centena no ha pasado en balde ni en las torres ni a pie de cubierta base. Se encuentra en la planta principal, en el distrito popa nueve, y va por buen camino pese a los sesenta kilómetros cuadrados de diámetro elíptico. Sólomon le ha cargado los planos hallados de la ciudad en el dispositivo de su muñeca. Es como deambular por una Lundenwick salada y robótica, pero desenchufada, una ciudad regresada de la época de las luces y, sin embargo, apagada. La energía procesada por los generadores solares y eólicos se destina a lo esencial. Las pantallas gigantes, los rótulos, las máquinas de servicios, todo ello permanece inmóvil o en negro. En aquel distrito, lejos de los elegantes barrios salpicados de jardines anfibios y fachadas de vidrios de alta resistencia, la basura se acumula en cada esquina y para ningún desperfecto parece haberse considerado un arreglo.
Sigue una pista. Según su GPS y la subred local, se trata de un host dentro de una red plagada de subredes, algunas de ellas ocultas y defendidas por cortafuegos infranqueables. No contra alguien del futuro como Sólomon. El drama es capaz de hablar con cualquier nube virtual. Ha aislado un chat en la darknet. Todas las líneas de bionet fantasmas son similares: pedofilia, drogas, armas, artículos robados… Los amardienses no se libran de la condición humana. La conversación entre dos usuarios: Tenedor y Cuchillo, constituye el primer indicio fiable. Cupeiro se dirige al Gauss, el restaurante que lleva este nombre rinde homenaje al armador de los buques-urbe. La charla entre cubiertos continuará en sus salones.
*
—¡Cha-Mert, espera! —Luna aligera el paso en pos del médico del equipo. Ella odia discutir, odia más disculparse.
—Jefa —gruñe él, tenso. Como si esperar significara levantar un edificio con las manos.
—¿Jefa? —pregunta Luna al llegar a su lado—. Siempre evitas usar esa palabra.
La decena de personas del comité compuesto de forma acelerada para recibir a los islatinos los rodean en la enorme sala que conforma el puente. Continúan con sus tareas y con los oídos muy finos.
—Soy ksatrya, los hombres de mi planeta no saben relacionarse con las mujeres, ¿recuerdas?
—Estamos inmersos en una intermisión de vital importancia, te rogaría que apartases tus intereses personales a un lado —susurra la jefa de Huella.
—¿Mis intereses personales?
A Luna le inquieta esa pregunta, como si con ella le dijera que ella ya no forma parte de su vida privada.
—Me queda un único interés: salir vivo de este barco.
Lo deja marchar. Una imagen de la playa de Gracia en Halledos se representa brillante en la mente de Luna y como hace mucho, mucho tiempo no ocurre, vuelve a tener la sensación fantasma de que sus ojos se humedecen para formar lágrimas.
*
Testimonio parte primera de Toleras Gardian, reportero del noticiario gubernamental. Actualmente desaparecido. Amarda. Halledos de 1617.
Es secreto. No se lo había contado a nadie hasta ahora, pero confío en usted. No podrá hacer nada, nadie podrá. Moriremos aquí, como nuestros padres. Me alivia que a nuestros hijos no se los llevarán los demonios rojos ni este odio que nos consume. Lo que nunca ha existido jamás perecerá. [Risa nerviosa].
Soy reportero del noticiario gubernamental. A veces recurría a usted, para mis crónicas. ¿Recuerda aquel vomitivo café de achicoria? Siempre se mostró amable conmigo. Me sermoneaba: «En una sociedad hermética no conviene hacer saltar al pez volador». Usted lo registraba todo, para cuando atraquemos, decía, como está haciendo ahora. Aunque, no se engañe, jamás anclaremos a unas millas de ningún puerto. Perdimos el ancla en la tormenta roja. Allí en el ecuador nos convertimos en fantasmas de un buque invisible.
En la sección de sumergibles cuentan con una centena de trajes adaptados a las profundidades. Mantienen al buzo en una atmósfera como en la superficie, a más de mil quinientos pies de profundidad, con una autonomía de doce horas. Son cómodos y articulados, no como aquellos trajes globos que usaban los de los sargazos de origen. Tuve la fortuna de enfundarme uno de ellos en varias inmersiones. Fortuna las cinco primeras veces, desgracia en la última. Me negué a descender de nuevo.
El fondo del océano, o mejor dicho, la superficie del fondo del océano es el verdadero planeta, la verdadera Sargazia. Los seres de las profundidades marinas son sus genuinos habitantes. Seres bioluminiscentes, genéticamente superiores. Sus anatomías parecen imposibles, sus colores recién inventados, sus cuerpos poseen capacidades con las que no podemos soñar: resistencia a las grandes presiones, a la congelación, acceso a la mutabilidad, camuflables hasta la transparencia. Algunos de ellos le aterrarían.
Hemos vivido de espaldas al mar durante milenios. Extraemos el alimento y el combustible de su lámina superficial y nos miramos en él como si fuese un espejo que solo nos devuelve nuestra propia cara.
Voy a contarlo. Mi sexta inmersión. Pero, déjeme comentar mis primeras impresiones, el sentimiento de que había alcanzado lo nunca visto. Descendí a las coordenadas como apoyo gráfico del equipo de tripulantes que operaban en ambiente afótico, ya sabe, carente de luz, o eso creería la humanidad entera. Firmé un documento de confidencialidad con el gobierno de la nave, por eso no se lo he contado a nadie. Descendimos en el Coralis, sumergible número tres, hasta los mil pies. Todos me observaban: el contramaestre, la teniente Yasira, los arponeros… todos. No comprendía el por qué en vez de estar pendientes de los ojos de buey por si aparecía alguna gródola, o seguir a sus cosas, me miraban como a un pez tropical extinto. Querían comprobar mi reacción. Mi cara de asombro al llegar al país de las burbujas. ¡Vaya que la vieron! No es que los diablos rojos vivan allá, no, es más terrorífico. Aquello era su cuartel, su base militar.
*
«Logario, te remito la transcripción del chat encriptado hallado en la darknet intra-local. Las órdenes de Bárladay son que te muevas con todo el cuidado que esas artes marciales tuyas posibiliten. No intervengas. Graba la escena. Yo la reproduciré en directo en la sala de gestión de recursos habilitada en el puente. Los cuarenta técnicos que trajimos con nosotros y que pensaba trabajaban para mí, en realidad son marines especializados en asalto. «Jódete, drom», hubieses maldecido. Bárladay no quería herir mis sentimientos. Estarán realizando un trabajo penoso en las salas de máquinas, por muy ingenieros que sean algunos de ellos. A lo que voy: he adquirido en el mercado negro de la darknet unas cuantas armas. Serán ellos y no tú, métetelo en esa cabeza de ligurta que tienes, no tú, quienes se ocupen de arrastrar a la capitana y oficiales al quirófano para extraerles las huellas. ¿Entendido? También te he cargado la geolocalización. Ve con cuidado».
En la era de las criptografías cuánticas un mensaje oculto en la darknet produce ganas de reír, pero a Cupeiro no le hace gracia la venganza. Ya no. Tampoco esa manera pueril de hablar en clave. El aislamiento los ha vuelto descuidados, ufanos de sus tácticas de parvulario. Cuando habla de Ella se refieren a Sentis, la diosa de las profundidades, por lo tanto, Tenedor es el Takana Kapsaluc, su representante entre los vivos. Cuchillo ha de ser Sigore Parfisari, la capitana. La hora, las nueve de la noche. La cordillera Pelada de la luna Amarda forma el dibujo del número nueve desde el espacio. Al anochecer, porque es el momento en el que se alimentan los lefandes. En el Gauss, «donde el constructor».
*
—General, hemos interrogado a más de cien individuos entre cargos menores de la tripulación, ya sabe que la cúpula sigue desaparecida, y también a población de nivel uno, es decir, profesionales de interés — informa la doctora Bárladay a su superior, convertido en holograma amedrentador ante sus ojos—. Continuamos revisando los testimonios aparecidos de forma misteriosa entre nuestros equipajes. Buscamos infructuosamente al archivero sin nombre.
—Estamos a doce horas de la cuenta atrás. Me aseguró que seguían una pista fiable sobre el escondite de la capitana Parfisari.
—El agente Cupeiro se encuentra en ese punto, pero continuaremos sin noticias hasta las veintiuna horas.
El silencio se interpone entre la doctora Bárladay y la imagen virtual del general Weist como un soldado mudo esperando órdenes.
—Luna…
Mal vamos si la llama por su nombre, piensa la doctora.
—Luna, le encomendé esta intermisión porque es la agente más práctica y eficiente a mi servicio. Existen secretos vergonzosos del pasado que es mejor que continúen enterrados en las profundidades. Ambos nos mostramos de acuerdo en la reunión celebrada en el despacho de la Torre. Tal información no debe traspasar el casco del Amarda. En su mano está la salvación de todos nosotros, comenzando por las vidas de esa pobre gente.
—He ordenado a diez de sus marines la búsqueda y captura de Toleras Gardian, reportero del noticiario gubernamental que estuvo en… en la base enemiga. Sin la cúpula de la tripulación y sin él resultará imposible hallar las coordenadas de ese lugar. —La jefa de Huella suspira. A ella le gustaría aterrizar en un futuro post Amarda, pero por ahora sigue ahí, desorientada y sin paracaídas. Sostiene la mirada oscura del general—. Permítame ser sincera con mi equipo, no puedo rendir al cien por cien de otra manera.
Cofránidas Weist se concede un instante de reflexión. Después, accede con una inclinación de cabeza.
—No es ético, general, me prometió compensarles. Intercederá en el Consejo para resarcir a los amardienses o dimitiré.
El general esboza una mueca que se eleva a sonrisa.
—Siempre procuro conservar mis activos, doctora Bárladay.
*
Una veintena de comensales en el comedor del Gauss. Logario degusta croquetas de pescado indeterminado acompañado de judías verdes en guarnición cultivadas en las cúpulas agrícolas. Quince amardines por el menú no es una cantidad desdeñable teniendo en cuenta el sueldo medio a bordo. Son las nueve menos cuarto en las montañas Peladas de la luna y aquí. La capitana hace diez minutos que deglute unas huevas de gródola del tamaño de un puño cada una. Es oriunda de la ciudad-estado de Kileas Mongo, lo atestigua el tono oscuro de su piel, los rizos apretados de su cabello y los collares kilis. Mujer contundente, de movimientos firmes, sin gestos dubitativos y mirada penetrante. Lo ha estado estudiando durante medio minuto elástico desde el otro lado del salón. Le consuela saber que ha sometido a los dieciocho restantes clientes a la misma exhaustiva revisión. Logario cuenta con que para los amardienses las nanocámaras con escuchas teledirigidas de amplio espectro que lleva prendidas en su ropa sean cosa de ciencia ficción.
Entra en el salón bamboleando su orondo cuerpo embutido en una túnica azul marino flanqueado de dos arponeros escoltas. El Takana Kapsaluc es digno representante de la diosa de las profundidades. Como uno más de sus gigantes flota entre modestas criaturas hasta encajar con problemas el trasero en la silla frente a Parfisari.
—Cuchillo y Tenedor reunidos a la hora acordada. Hay que joderse con los nombres —susurra Logario.
—Cupeiro, por favor, cuida el lenguaje. Los tengo en pantalla. Sintonizo el sonido —contesta Sólomon en su oído.
Logario da la espalda a los cubiertos reunidos y charla con el camarero a propósito de una ración de calamares. Lo importante es la transmisión, escucha sus saludos de cortesía libres de interferencias. Se sirve una copa de brebaje naranja y le da un sorbo con aprensión. En este instante la voz de Sólomon le informa:
—Cupeiro, parece que nos faltaba la Cuchara. Un tipo extraño salido de la parte de atrás del salón se ha sentado con ellos. Lleva uniforme, guantes y gafas. Da bastante grima.
—Escuchemos lo que tiene que decirse el trío cómico y a la salida que tus marines ingenieros los sigan discretamente. Es necesario apresar a la capitana con el menor número de testigos posibles para evitar problemas.
*
Testimonio de Ublamir Posdam, miembro de la escolta personal de la capitana Sigore Parfisari. Muerto por suicidio.
Amarda. Áurea de 1618.
Lo conocí en vida. Fue de los primeros en instalarse a bordo, aunque ya era viejo por entonces. Son anfibios, ¿sabe? Perdón, no lo son, se instruyeron para serlo, del mismo modo que los humanos aprendieron a flotar en el vacío. La conquista de la superficie lo titularían en sus noticiarios. [Ríe] Utilizan…, no me va a creer, es impresionante, utilizan una especie de envoltorio, una capa microscópica cubriendo la totalidad de su piel compuesta de organismos diminutos, nanobios vivos, oí decir. Experimentaron con ellos hasta perfeccionar un traje de adaptación a la atmósfera exterior. Vistiendo esta capa invisible respiran con normalidad a través de la piel. Además, posee otras aplicaciones interesantes: les permite ralentizar la fotosíntesis, aunque siguen dependiendo de las vejigas de gas y, como los cefalópodos, han recubierto esa textura de cromatóforos conectados con el sistema nervioso, células que contienen un pigmento especial. Mediante el control dinámico del tamaño de dichas células logran cambiar de color. Así que ahí lo tiene, no es ninguna locura. Se hallan entre nosotros.
¿Que a quién conocí? A uno de los monstruos del cuerpo de oficiales, un diablo rojo. Aunque lucía mucho más pálido [Ríe de nuevo] y era mudo, por supuesto. Solo de cerca percibes las diferencias. Sus iris son más grandes, dobles y, esas narices de poliespán, todas iguales, de tabique recto, tan simétricas. El rostro es lo único a la vista, con la piel brillante, a pesar de los cosméticos de base mate. Debe resultarles incómodo el uniforme a la hora de respirar, encajar sus extremidades palmípedas dentro del calzado y los guantes. Ello le dará una idea aproximada del sacrificio que padecen estos seres por cumplir con su objetivo. Los comprendo bien, ¡cómo no hacerlo! Mi madre se arrojó por la borda cuando yo tenía once ciclos desde una altura de ciento ochenta pies. Ni siquiera cayó al agua, se estampó sobre el pikrete de la cubierta trece. Acababa de dar a luz una niña deforme. [Calla]
Sin embargo, no deseo más muertes, no después de lo de Hibernius. Por esta razón he venido a dejar testimonio, a exponerme como usted a un juicio sumarísimo y a una muerte más que probable. Antes procuraré lanzarme desde la décima cubierta, para que los carnelotes puedan alimentarse de restos envenenados.
Se me han ido las ganas de seguir hablando. Escriba esto: «No son peores que nosotros».
*
Desplazarse entre niveles y cubiertas en la conglomeración de acero resulta sencillo y rápido. Los sistemas de transporte público se reducen a dos: ascensores y transmisiones, vertical y horizontal. Basta con un buen mapa para no perderse o seguir las indicaciones de las paradas. Luna y Cha-Mert, disfrazados de amardienses, caminan entre el gentío hacia el ascensor más próximo de descenso. Se cubren el rostro con capuchas y el velo desvirtúa con un borroso acabado la percepción de quién los mire. La generación a la que pertenecen por edad está tan mermada en el Amarda que llamarían la atención.
Luna oculta el aplique de transmisión visual entre el abundante cabello. Comparten ascensor con medio centenar de hombres y mujeres maduros con perfil de piedra pómez y pómulos hundidos por la dureza de la vida a bordo y el viento salado. No hablan entre ellos. Prenden las miradas tras el cristal de las puertas, en fuga hacia un punto infinito del monótono horizonte azul. Cada uno hacia su puesto en el organigrama circular sellado con planchas de metal. Se apean los agentes en la planta subnivel 12 del sector cuarenta y cinco de la popa de estribor. Cha-Mert palpa el arma enganchada al cinturón de su mono. Pistola de museo, letal de igual modo. Han descendido a los intestinos de la nave, un laberinto de kilómetros y kilómetros de pasillos, puertas, callejones sin salida, rotondas y escaleras. La luz artificial es tenue, enferma por falta de energía. Va alumbrando tramos a medida que avanzan. Donde no hay movimiento la oscuridad es absoluta.
Once horas para el choque brutal.
De las puertas, semejantes a grandes escotillas, emergen sombras grises. Algunas lanzan basura por los abocadores, otras se dejan caer en el suelo y se conectan a sus narcosintetizadores. A Bárladay, alguien a la carrera la golpea en el hombro desde atrás. Huye de otra sombra más grande que la persigue pasillo arriba.
—Ya deberíamos estar cerca —dice molesta. Se masajea la zona lastimada por el choque.
—Sí, las cocinas de esta planta se encuentran a doscientos metros según registra mi GPS —afirma Cha-Mert.
Bárladay presiona el dispositivo de su muñeca. Quiere estudiar de nuevo las facciones de Iborán Almenira. La imagen tiene varios ciclos. Espera que no haya cambiado demasiado, que no dejase el trabajo en las cocinas.
Se detienen frente a una gran puerta doble con el rótulo de Cocinas sector 45 sobre la jamba. Los agentes se miran y asienten. Cha-Mert abre una de las puertas y el estrépito de platos, murmullos, gritos y choque de cacerolas los engulle hacia las instalaciones de cocina más amplias que han visto en sus vidas. Los efluvios de caldo de pescado no permiten equivocaciones con el menú. La sala consta de una superficie de unos dos mil metros cuadrados, calcula Luna en un vistazo rápido, mientras avanzan por el pasillo central. A ambos lados alargadas encimeras holográficas acogen enormes ollas burbujeantes. Cocineros y pinches no parecen reparar en ellos, afanados en las programaciones y distribución de enseres. Son unos treinta, no son necesarios más en una vieja cocina como aquella. Luna se detiene de súbito, lo ha localizado a unos quince metros. Es un hombre de gran envergadura, con media centena a sus espaldas, anchas, de nadador. Bebe a morro de un envase de cristal cuyo cuello se remata en punta. Una cinta amarilla le ciñe la frente, que junto al cabello negro trenzado le confiere aspecto aventurero. Luna hace un gesto con la cabeza a su compañero. En ese instante Iborán posa con suavidad la botella sobre la encimera y con velocidad inaudita el ojo tecnológico de Luna registra y etiqueta el lanzamiento con una señal roja de alerta en las comisuras del campo visual. Un movimiento potente de su brazo aparta a Cha-Mert de la trayectoria del cuchillo que termina clavado en la pantalla de pedidos del fondo. El arponero corre en sentido opuesto. Entretanto, varios de sus malcarados compañeros de fogones los rodean armados con utensilios cortantes.
Lo que sucede a continuación deja a Luna sin respiración, sin reflejos, a merced de los vientos de la violencia y suspendida en un fino hilo de incredulidad. Contempla, maravillada y horrorizada al mismo tiempo, la danza de muerte con la que Cha-Mert, su Cha-Mert, culto y civilizado, despacha sobre la cortina roja de alerta de su visión, auxiliado por una pistola de balas y su cuerpo aguerrido, a los cinco amardienses. El mismo que ha recorrido con delicadeza su cuerpo decenas de veces. El cirujano, tan afecto a la vida, no deja de ser un guerrero ksatrya.
—¡Corre Luna! No te quedes pasmada ¿Qué te ocurre? ¡Se escapa!
Reacciona. Salta entre los cuerpos desmadejados de los cocineros, siguiendo a la máquina de matar ksatrya tras el arponero Iborán Almasira.
*
La sala de comunicaciones donde Sólomon se siente rey de su pequeño mundo goza de unas vistas soberbias de Islatia a lo lejos. Un círculo de corcho flotando en el horizonte, alfileteado por cientos de agujas brillantes al que se aproximan irremediablemente.
El drama-escenificador ha oscurecido los cristales para permitir la visualización holográfica de la escena del Gauss. Él la vivió en directo. Ahora, rebobinada la retransmite a su jefa, a Cha-Mert y al tipo esposado con la cara magullada y una cinta amarilla sobre la frente que arrastra de tanto en tanto con ambas manos para limpiarse el cordón de sangre que mana de su ceja izquierda. Sólomon siente escalofríos cada vez que Iborán posa sus ojos dementes sobre el ksatrya.
El comedor del Gauss profundiza su ambiente clásico, de maderas nobles y cortinones pesados en la imagen tridimensional suspendida en el aire frente a los cuatro espectadores. De espaldas, la voluminosa figura azul del Takana encajada en la silla, a su izquierda el abisal disfrazado de oficial y, ante él, una vehemente capitana Parfisari departen en una mesa al fondo del local, al resguardo de oídos indiscretos. Sólomon introduce la mano en la escena con el fin de aproximarlos hasta ocupar todo el encuadre.
—¿Cuántas horas le queda al equipo de islatinos para impedir el desastre? —pregunta el Takana.
—Nueve. Deje de preocuparse, Takana. Es imposible sin mi huella o la de mi segundo. Gracias a la información que nos proporcionó Cólera —señala de forma sutil al abisal— y a los conocimientos de su pueblo, aunque nos apresaran no podrían extraérnosla. Nos la sellaron, ¿recuerda? El destino está en manos de Sentis.
—¿Por qué permitirles embarcar? —pregunta el Takana gesticulando con sus brazos gordezuelos—. Me enfurece que anden por Amarda a sus anchas, curioseando. Me disgusta esta pantomima. Si descubriesen la verdad…
—¡¿Qué les importa la verdad?! —exclama Parfisari—. Los islatinos han mirado siempre hacia otro lado. Del mismo modo que su pueblo no tiene conocimiento de los genocidios perpetrados por el Consejo, los testimonios de este equipo de Huella darán fe de que el pueblo de Amarda es inocente de cualquier acto terrorista. Los verdugos en ambos bandos actuamos desde la cúpula del poder.
—Dijiste que evacuarían la ciudad, sin embargo, ya no es factible hacerlo a tiempo —dice el Takana—. Sigo sin comprender por qué consentirían la destrucción de su capital antes que hacer saltar por los aires el Amarda.
Cólera, la figura anómala a su izquierda, descompensada, fabricada de un limo pálido que parece descomponerse fuera del agua, mira al hombre santo con su rostro carente de expresión. Lo observa con ojos enormes y líquidos durante unos instantes desmedidos, en los cuales, los espectadores en la sala de comunicaciones, aguantan la respiración y el vello de todo el cuerpo se les eriza cuando la boca dibujada del abisal se tuerce en una mueca estrafalaria, como una risa muda colmada de crueldad.
El Takana tiembla. Luna lo ha percibido, un estremecimiento hace vibrar sus carnes flácidas. Devuelve la mirada al abisal, la suya invadida de terror.
—No lo consentirán, ¿no es cierto? Van a destruir nuestra nave. Moriremos todos.
—¡Qué más da! Lancen o no sus misiles ya estamos muertos —dice la capitana tomándole de la mano con fuerza—. Usted fue el primero en pontificar sobre ello, arriba, en el púlpito. Desde que recalamos en el sargazo envenenado estamos muertos. Continuamos respirando, pero jamás hallaremos consuelo. Somos viejos. Sin descendencia no hay futuro. Nos convirtieron en pasajeros de un viaje a ninguna parte; nos extirparon incluso las emociones y con ello lo consiguieron: ya no tenemos miedo. Ni siquiera a morir.
—Toda nuestra gente… —susurra el Takana mirando al abisal con un nuevo rencor.
—No culpe a Cólera. Nos hermanamos con su pueblo porque nos identificamos con su dolor. Casi los exterminaron con su falsa política de depuración parásita de los cimientos de sus sargazos. A nosotros nos esterilizaron como a cobayas. Una forma limpia de vengarse por lo de Hibernius. Creyeron que no hallaríamos el camino de vuelta. Los subestimaron —dice inclinando la cabeza con respeto hacia Cólera—, y a nosotros también. Esa será su ruina. Nuestro fin será su ruina. Y mientras piensan si destruirnos o no, este barco ya se ha acercado más de lo que ellos prevén. Arrasará millas adentro su preciosa ciudad.
La capitana desvía la vista, lentamente, a conciencia, de los ojos del Takana a un punto concreto más allá de sus anchas espaldas. En este momento Sólomon vuelve a levantarse y a introducir la mano en la imagen para ampliar la oscura mirada. Escuchan la respiración agitada de Cupeiro. Las cámaras pierden el equilibrio, se trastornan. El escenario del Gauss se tambalea, arriba, suelo, techo. Desenfoque. Logario ha debido ponerse en pie precipitadamente. Lo siguiente que ven es la puerta de salida del restaurante batiéndose con fuerza. Fundido en negro.
—¡Por todos los droms! ¡Era una trampa! Sabían de la presencia de nuestro agente —exclama Cha-Mert.
El tipo de la cinta en el pelo se divierte. Bárladay lanza una mirada interrogante y llena de inquietud a Sólomon que sin abrir la boca gradúa el volumen de los microaltavoces adheridos a su garganta para informar a su jefa con su voz más firme de intermisiones especiales.
—Solo dos de los diez marines han regresado tras la escaramuza que siguió a la huida de Cupeiro del restaurante. Estamos encerrados en la zona del puente y ni siquiera aquí sé si estamos a salvo. He enviado órdenes de ocultación a los otros treinta, jefa, tuve que actuar, no la encontraba. Ahora mismo se han separado e intentan pasar desapercibidos entre la población. De Logario no hay noticias desde hace noventa minutos. Yure, uno de los dos marines, asegura que un tipo armado aparecido de improviso en medio del tiroteo ayudó a escapar a Cupeiro, pero he perdido la conexión con las nanocámaras de su mono.
—Este barco se ha acercado más de lo que ellos prevén…No lo entiendo —piensa Luna en voz alta—. ¿Dónde está Yure?
—En la enfermería del puente. —contesta Sólomon.
—Iré a hablar con él.
Sólomon se retuerce las manos, mira de reojo a Iborán, carraspea y una interjección escapa de su boca abierta.
—Jefa…—susurra su voz personal—. Por si le interesa, los ocho marines restantes…, están muertos.
*