Huida hacia el destino - Christyne Butler - E-Book
SONDERANGEBOT

Huida hacia el destino E-Book

Christyne Butler

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando Hollywood y la costa de Jersey se juntan... ¡ha de ser cosa del destino! Priscilla Lennox, una rica heredera de Hollywood, escapaba de los paparazzi, de las habladurías y de la humillación de encontrarse a su novio en brazos de su hermana, cuando llegó hasta Destiny, Wyoming. Allí el guapísimo Dean Zippenella la dejó boquiabierta... y la tiró al río. Aun así, Priscilla no se desanimó. A fin de cuentas, había ido allí para reparar su imagen y para recaudar dinero para una buena obra. Y, cuando Dean le dio a Priscilla un beso por su cumpleaños, lo suyo comenzó a parecerse mucho al amor. Al amor verdadero, esta vez, hasta que la hermana de Priscilla se presentó en el pueblo. ¿Estaba allí para pedirle perdón o para robarle al hombre de su vida?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 240

Veröffentlichungsjahr: 2014

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Christyne Butilier

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Huida hacia el destino, n.º 2025 - septiembre 2014

Título original: Destiny’s Last Bachelor?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4612-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

CONOCES ese viejo refrán que dice «mantén cerca a tus amigos y a tus enemigos aún más cerca»? Pues yo creo que debería añadir algo más —Priscilla Lennox había alzado la voz para hacerse oír mientras hablaba por los minúsculos auriculares que le permitían manejar el volante y no tocar su teléfono móvil, con la ventaja añadida de no tener que subir la capota del Mercedes convertible—. Mantén a tu familia a mil kilómetros de distancia.

—Vale, no te cortes, cariño. Dime cómo te sientes —la dulce voz de Lisa conservaba aún ese encanto de Savannah, su ciudad natal, a pesar de que llevaba muchos años viviendo en el Sur de California—. Aunque no hace falta que me expliques por qué has salido huyendo otra vez de la buena de Jacqueline.

No, Priscilla no tenía que molestarse en darle detalles. Su mejor amiga conocía bien las aventuras y desventuras de su hermana menor. Eso por no hablar de que Priscilla siempre acababa cargando con las culpas de los líos de su hermana, o intentando arreglar los desperfectos antes de que se enterara la prensa. O antes de que se enterara su padre.

—Imagino que no has visto el titular del Entertainment World de hoy —añadió su amiga.

Priscilla esperó un momento antes de contestar. Había evitado a propósito ver la prensa mientras cruzaba el Norte de California, entraba en Nevada y circulaba a toda velocidad por la autopista, justo al este de Salt Lake City, donde se hallaba en ese momento.

—No, adelante, léemelo —procuró que su voz sonara relajada y flexionó los dedos sobre el volante. La mano derecha le pesaba mucho menos ahora que había guardado en el joyero el diamante que había llevado durante los seis meses anteriores—. Estoy lista.

—«Millonario cambia a la hermana filántropa por la juerguista».

A Priscilla le dio un vuelco el corazón, pero pasado un momento solo sintió un dolor sordo. ¿No debería sentirse más afligida por el ingenioso titular? Quizá todavía estuviera en estado de shock. A fin de cuentas, no todos los días se encontraba una a su novio y a su hermana dándose un abrazo tan apasionado que podrían haber sido la portada de una novela romántica.

—También viene un montaje fotográfico. Tú con Jonathan en su yate el verano pasado, Jonathan y Jacqueline del brazo en la alfombra roja de la gala de hace un par de días, y tú entre bastidores esa misma noche, estupenda, con un diseño mío y empuñando tu famoso portafolios.

Genial. A su padre iba a entusiasmarle ver a sus dos niñas a todo color en una de las revistas del corazón más vendidas del país, y seguramente también en algún que otro programa de televisión y alguna que otra página web. Y le echaría la culpa a ella, naturalmente. La dulce Jacqueline nunca era culpable de nada. No, su nena no, la maravillosa bendición que había llegado mucho después de que él y su madre hubieran decidido conformarse con tener solo una hija.

Priscilla suspiró.

—Bueno, entonces ¿a qué vas a Wyoming? —preguntó Lisa—. Allí no hay nada salvo... Wyoming.

Priscilla agradeció el cambio de tema.

—¿Recuerdas que la semana pasada te dije que había estado charlando con Bobby Winslow?

—¿El piloto de carreras retirado? ¿Qué tiene que ver con tu súbito viaje por carretera?

—Bueno, Bobby ha montado un campamento de verano para niños en Destiny, el pueblo donde nació, en Wyoming.

—¿Y te ha pedido ayuda?

—Bueno, no, pero hemos hablado de organizar alguna campaña para recaudar fondos y dar publicidad al sitio.

De acuerdo, tal vez Bobby había bromeado al decir que debería contratarla, y tal vez ella también al afirmar que iba a mandarle un correo electrónico con una prospección financiera. Pero aun así había empezado a hacer las averiguaciones necesarias para poner en marcha el proyecto. Eso había sido antes de que su vida quedara patas arriba.

—Sé que esto va a sonar muy esnob, pero ¿no queda un poco alejado de tu campo de intereses? —preguntó Lisa.

Precisamente por eso Priscilla había puesto su descapotable rumbo a esa parte del país tras escapar de Los Ángeles dos días antes.

—Reconozco que un campamento de verano tiene un perfil más bajo que las organizaciones con las que suelo trabajar, pero llevaba tiempo buscando algo nuevo. Algo distinto. Ya había planeado tomarme el resto del verano libre para replantearme mi carrera profesional. La fundación lo es todo para mí, pero después de diez años... —tragó saliva—. Puede que ya le haya dedicado suficiente tiempo.

—Está bien, entiendo que hayas abandonado tus planes de irte a la Riviera con ese capullo cuyo nombre no volveremos a mencionar, pero ¿atravesar sola por carretera el Salvaje Oeste...?

¿Sola? Priscilla miró el asiento del copiloto, donde su pasajero dormitaba dentro de un saco de dormir con sus iniciales bordadas y encima de un mullido cojín de lana.

—¿Quién ha dicho que esté sola?

—Por favor, no me digas que te has llevado a ese horrendo chucho de Jacqueline...

—Sebastian Niles no es horrendo, ni un chucho. Es un Chihuahua de pelo liso de pura raza al que mi hermana decidió convertir en un accesorio de moda, hasta que se dio cuenta de que un animal vivo necesita alimento y cuidados. Y cariño. Además, creo que el pobrecillo se ha quedado tan traumatizado como yo por lo que presenciamos en ese vestidor.

—Cieeelo —dijo Lisa—, ¿estás segura de esto?

—¿De que necesito escaparme del caos que reina en mi casa? Absolutamente —sintió una extraña emoción al pensar que tenía ante sí un montón de tiempo libre—. Voy a pasar unos días con Bobby y con su mujer, a plantearles algunas ideas que se me han ocurrido y luego quién sabe adónde iré. Tal vez a Chicago o a Nueva York. O a una isla tropical donde no haya periodistas.

—Bueno, acabes donde acabes, acuérdate de darme noticias tuyas. Voy a estar de trabajo hasta las pestañas postizas acabando los muestrarios para la colección de la primavera próxima, pero eso no significa que no quiera enterarme de tus locas aventuras.

Priscilla soltó un bufido.

—Creo que te equivocas de hermana.

—Nada de eso, yo creo que tú estás destinada a algo salvaje. Necesitas soltarte el pelo y divertirte un poco. Y lo de soltarte el pelo lo digo en sentido literal.

Priscilla se llevó la mano al prieto moño que llevaba en la parte de atrás de la cabeza.

—No llevo la capota subida, y el viento me dejaría el pelo alborotado.

—Para eso están los descapotables. No me digas que no puedes quitarte ni una horquillita.

Claro que podía. Hacía tanto tiempo que llevaba el pelo retorcido y recogido en un moño que era capaz de peinarse hasta dormida. A su madre siempre le había gustado aquel peinado, razón por la cual Priscilla siempre se había rebelado contra él. Hasta que se lo había hecho para asistir a su funeral. Y desde entonces todos los días, o eso parecía. Pero no, eso no podía ser. Su madre llevaba catorce años muerta. De acuerdo, tal vez llevaba el pelo así desde que había empezado a trabajar en la fundación, en su primer curso en la facultad.

Giró la muñeca y el cálido viento de verano se apoderó de su larga melena, levantándola y apartándola de su cara y su cuello. Al mirarse rápidamente en el retrovisor, se dio cuenta de lo distinta que estaba.

—¿A que sienta bien?

Priscilla tuvo que reconocer que su amiga tenía razón.

—¿Cómo sabes que me lo he soltado?

—Te he oído suspirar.

—Solo es pelo, Lisa.

—Es un comienzo. Lo próximo será algo salvaje y perverso. Espera y verás.

Priscilla soltó una carcajada al oír a su amiga, le dio las gracias por ser tan maravillosa y cortó la llamada.

Esa tarde, a las cinco, estaba exhausta. Notaba calambres en los pies y sentía el trasero pegado al asiento de cuero. Además, su compañero de viaje se había espabilado y meneaba tanto la cola que solo podía querer decir una cosa.

El sistema de navegación del coche le informó de que aún quedaban treinta y dos kilómetros para llegar al centro de Destiny. Había reservado por Internet, a través de su móvil, una habitación en un hotelito del pueblo, pero su cuadrúpedo amigo no parecía capaz de esperar hasta que llegaran. Tras pasar junto a un impresionante complejo de casas de madera, vio un desvío que llevaba a una zona despejada, cerca del río que acababan de cruzar. Tomó el desvío y se detuvo a la sombra de unos árboles, apagó el motor y salió del coche.

—No te pierdas —le dijo al Chihuahua mientras se quitaba la chaqueta de traje.

El perrillo se fue derecho hacia los árboles.

—Esto no es como los jardines de Beverly Hills.

Le costó acercarse a la orilla del río con sus tacones de siete centímetros, pero, en cuanto encontró una piedra de buen tamaño para sentarse, se los quitó y hundió los pies doloridos en el agua azul y cristalina.

—La próxima vez que se me ocurra escaparme, tendré que ponerme zapato plano.

Incapaz de resistirse, se levantó y se adentró en el agua, y le alegró descubrir que el fondo del riachuelo no tenía tantas piedras ni tanto fango como había creído. El lugar estaba desierto, y mientras el agua fría corría alrededor de sus pantorrillas y una ligera brisa acariciaba sus hombros desnudos, disfrutó de la soledad y sintió que respiraba hondo por primera vez desde hacía meses.

Nada de teléfonos sonando, nada de críticas paternas, ni de gimoteos de su hermana, nada de cámaras ni de paparazzi...

Solo paz y tranquilidad.

—Cariño, yo soy un hombre que necesita compañía femenina.

Dean Zippenella confiaba en parecer sincero, pero sabía, en parte, que ya había perdido la discusión. Normalmente no tenía problema para engatusar a las damas, pero aquella, su favorita, permanecía tercamente callada en el asiento del copiloto de su camioneta.

—Mira, has dejado muy claro lo que sientes, y aunque me encanta que estemos solos, me gustaría poder traer a una amiga a casa de vez en cuando sin preocuparme de que hagas alguna locura.

Había intentado mirarla a los ojos, pero al girar rápidamente la cabeza descubrió que ella estaba mirando por la ventanilla medio abierta.

—¿Sabes?, no es solo tu actitud, que es muy desagradable. Es tu comportamiento, muy poco propio de una dama, lo que hace que te metas en líos.

Ella levantó la nariz en un gesto casi regio.

—¿Quieres que te haga una lista? —Dean mantuvo una mano sobre el volante y usó la otra para ir contando—. Hacerte pis en su ropa, esconderles los zapatos, morder todo lo que consigues sacar de sus bolsos, incluyendo productos de higiene femenina que ningún hombre debería ver.

Daisy volvió la cara hacia él, soltó un ladrido y pareció esbozar una sonrisa ufana. Entonces Dean se acordó de su última trastada.

—Y sí, eso incluye el dinero que siempre te las arreglas para sacarles de la cartera.

Su última invitada se había puesto a chillar cuando había visto el contenido de su bolso desperdigado a los pies de la perra y los restos masticados de un billete de veinte dólares colgando de la boca de Daisy.

De eso hacía, ¿cuánto? ¿Dos meses? Desde entonces estaba solo, cosa que rara vez le ocurría desde que se había trasladado a Destiny, Wyoming, hacía un par de años. Tenía éxito con las mujeres, o lo había tenido, y nunca le había faltado compañía. Por lo menos, mientras era él quien iba a sus casas. Porque, en cuanto pasaban por la suya y conocían a Daisy, comprendían que la perra no sentía ninguna simpatía por las hembras humanas. Ni siquiera por las mujeres a las que más quería Dean: su abuela, su madre y sus tres hermanas, las cuales habían intentado ganarse su afecto cuando Dean le había enseñado la casa de la familia en Nueva Jersey tras pasar una larga temporada en el ejército.

Y aunque la desmañada perrilla a la que había salvado de una vida espantosa en Oriente Medio se había consagrado a él y era simpática con sus amigos varones, jamás había cambiado de idea respecto a las mujeres.

Dean decidió poner fin a aquella conversación unilateral, consultó su reloj y vio que faltaba aún una hora para la cita con su último paciente de esa semana. Había acabado antes de lo previsto su turno como fisioterapeuta en el centro de veteranos de Cheyenne y había regresado a casa para recoger a Daisy. Siempre se la llevaba cuando iba a ver a su paciente favorito.

Al doblar una curva de la carretera, vio un descapotable rojo aparcado junto al río. Arrugó el ceño. No era un coche que soliera verse en Destiny, donde abundaban las camionetas. Se preguntó si su ocupante tendría algún problema. Se desvío por el camino de tierra y se detuvo a un lado del claro. Al ver a una rubia despampanante refrescándose en el río Blue Creek se quedó de piedra.

«¡Bellissima! ¿De dónde rayos ha salido?».

Dejó las gafas de sol en el salpicadero de la camioneta y subió las ventanillas.

—Lo siento, cielo, sé que te chifla jugar en el agua, pero se te ha adelantado alguien —le dijo a Daisy. Salió de la camioneta dejando encendido el motor y el aire acondicionado puesto y se dirigió a la orilla del río. Aminoró el paso para regodearse mirando las piernas de la bella desconocida cuando ella se subió la falda hasta los muslos mientras se adentraba en el agua. Saltaba a la vista, por su ropa y por las elegantes maletas amontonadas en el asiento trasero de su coche, que no era de por allí. De hecho, parecía de una gran ciudad y no de...

De pronto, algo de color marrón dorado pasó corriendo por su lado.

—¿Qué demonios...? —Dean no supo cómo se las había ingeniado Daisy para bajar la ventanilla y salir de la camioneta, pero iba derecha hacia el agua.

—¡Daisy! —¡ay, Dios, iba a liarse una buena!—. ¡Daisy, vuelve aquí!

Pero la perra no le hizo caso. Se fue directa hacia la ninfa acuática. La mujer se había girado al oírle gritar. Sus ondas rubias le caían sobre los hombros y unas gafas de sol oscuras le tapaban los ojos. Su boca carnosa se abrió de par en par al verlos a él y a su perra. Dio un par de pasos atrás cuando Daisy se metió en el agua salpicando. Después, de repente, la perra se detuvo delante de ella. Y empezó a mover el rabo por encima del agua.

La mujer comenzó a sonreír y se inclinó con una mano tendida hacia Daisy. Una reacción típica, pero Daisy no era una perra típica.

—¡No! —gritó Dean—. ¡No la toques!

La ninfa se quedó helada un momento. Después se irguió lentamente, retiró la mano y lo miró fijamente, o eso le pareció a Dean, antes de volver a fijar los ojos en Daisy. A continuación levantó un poco la barbilla y, mirándolo de nuevo, dijo:

—Solo iba a decirle hola.

Su voz era tan tersa y sedosa como el mejor chardonnay. Dean se detuvo cuando sus botas tocaron el borde del agua, hundiéndose un poco en la tierra blanda.

—Seguramente no es buena idea. Puede ser... impredecible. Daisy, ven aquí, bonita.

Daisy siguió mirando a la rubia, que volvió a echarle un vistazo antes de mirar a Dean.

—¿Muerde?

Nunca había mordido a nadie, pero Dean no quería ni pensar que pudiera haber una primera vez.

—No, creo que no —había encontrado a Daisy en el desierto durante sus últimos meses de servicio en Oriente Medio. Pesaba catorce kilos, medía sesenta centímetros de alto y se parecía a un podenco portugués. No estaba gruñendo ni tenía erizado el pelo, pero quién sabía lo que pasaba por la mente de una mujer, ya fuera canina o humana.

La desconocida dio otro paso atrás.

—Bueno, ha sido ella quien ha venido. Hasta hace un momento estaba disfrutando de unos minutos de bendita soledad.

Umm, un asomo de esnobismo.

—Sí, bueno, a veces puede ser un poquitín antipática.

—Al margen de que menee la cola, claro.

—No es ese el lado de su cuerpo que me preocupa. ¡Daisy, ven!

En lugar de obedecer, la perra se acercó un poco más a la rubia, que miró a Dean ladeando un poco la cabeza.

—¿Siempre hace tanto caso?

—Normalmente obedece —por lo menos, cuando le convenía—. Claro que también hace lo que quiere. Típico de una mujer.

—¿Qué quieres decir con eso exactamente?

—Que mi perra es una librepensadora. Mucho más de lo que yo creía.

El semblante de la mujer se suavizó cuando miró a la perra.

—Bueno, ese es un rasgo que respeto mucho en una mujer, aunque esté invadiendo mi espacio personal.

A él si que le gustaría invadir su...

Dean cortó aquella idea antes de que llegara a formarse.

—He visto tu coche desde la carretera y he parado a ver si tenías problemas —señaló el descapotable—. Está claro que no eres de por aquí. ¿Tienes algún problema?

—¿Aparte de que me han abordado un desconocido y su perra? No, ninguno.

—Solo intentaba ser amable.

—Gracias, pero estamos bien. Ahora, te agradecería que te fueras.

¿Estamos bien? Dean miró a su alrededor y comprobó que no había nadie más por allí. De todos modos, ella le había dicho muy claro lo que quería, así que debía marcharse. Pero aquella mujer tenía algo... ¿Por qué tenía la sensación de que la conocía?

—¡Eh! ¡Para! —su aire refinado desapareció en cuanto Daisy comenzó a lamerle la pierna desnuda, haciéndola reír—. ¡Me haces cosquillas!

Su risa hizo que una oleada de puro deseo recorriera a Dean. De pronto dejó de importarle que su perra no le hiciera caso. Estaba deseando que aquella mujer se quitara las gafas de sol para ver de qué color eran sus ojos.

—¡Para ya! —ella se apartó y estuvo a punto de perder pie, pero Daisy no se despegó de ella y siguió lamiendo aquellas piernas preciosas—. Se acabaron los besos, miss Daisy. Pórtate bien.

Dean puso los brazos en jarras y se quedó mirando a su perra, perplejo. ¿Qué demonios pasaba allí? Daisy parecía enamorada.

—Te doy mi palabra de que nunca la había visto comportarse así.

La mujer volvió a moverse, pero la perra la siguió.

—¿En serio?

Él cruzó los brazos, sin saber si le gustaba aquella nueva faceta de su mejor amiga.

—Sí, en serio.

—Pues, si no te importa, ¿puedes probar a llamarla otra vez?

—Voy a intentarlo —Dean se puso en cuclillas—. Vamos, Daisy, ven aquí.

La perra ni siquiera le lanzó una mirada. No, no le apetecía nada hacerle caso.

—¡Por todos los santos! —la mujer se dirigió hacia él y Dean contuvo la respiración al verla caminar con Daisy a su lado—. Ha sido muy entretenido, pero ya es hora de que vuelvas con tu dueño, miss Daisy.

Daisy avanzó hacia él, pero luego dio media vuelta y soltó un pequeño gemido como si no estuviera de acuerdo con su nueva amiga, que volvió a reírse. Y esta vez, antes de que Dean pudiera avisarla, la rubia se inclinó y rascó suavemente la cabeza de la perra. Dean no supo qué mirar primero: si las curvas cubiertas de encaje que dejaba ver su amplio escote, o a Daisy, que enseguida se sentó en el agua y levantó el hocico alegremente. Fue incapaz de resistirse: miró un segundo las dulces curvas de la desconocida y luego decidió agarrar a su perra aprovechando que estaba distraída. Unos segundos después tenía a Daisy en sus brazos, pero la desconocida y él se incorporaron al mismo tiempo y, del golpe que Dean le dio con el hombro sin querer, ella se tambaleó hacia atrás.

La rubia movió los brazos, intentando sostenerse, pero cayó hacia atrás dejando escapar un gritito. El riachuelo no era allí muy profundo, pero se cayó de espaldas y acabó con el agua hasta la cintura. Las gafas de sol no se le cayeron y consiguió no mojarse la cara, pero el resto de su cuerpo, incluida su sedosa melena rubia, acabó hecho una sopa.

—Vaya, lo siento —Dean sujetó a Daisy con un brazo y alargó el otro para ayudarla a levantarse—. Espera, deja que te ayude.

—¡No! —escupiendo agua, intentó ponerse en pie—. No, gracias, estoy bien.

—La verdad es que estás empapada. Por favor, deja que te ayude a levantarte.

Ella volvió a rehusar su mano y consiguió ponerse de pie. Se le había pegado la ropa al cuerpo y, gracias a que la tela se transparentaba, Dean pudo ver cada palmo de su cuerpo, incluso su sujetador y sus bragas de encaje.

—¡Estoy hecha un desastre! ¡No puedo creerlo! —exclamó ella—. ¡Mírame!

Dean procuró hacer lo contrario, pero teniendo algo tan hermoso delante de los ojos... De pronto se oyó un suave gruñido. Sorprendido, Dean bajó los ojos y se encontró a Daisy... ¡mirándolo con enfado a él!

—¿Acabas de gruñirme, señorita?

Daisy, visiblemente enfadada por que hubiera interrumpido su diversión, gruñó otra vez.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, pero creo que está un poco enfadada porque me he interpuesto entre vosotras —respondió Dean, y le dedicó otra sonrisa—. Y porque por mi culpa te has caído al agua. Lo siento muchísimo, de verdad.

—Disculpas aceptadas, pero si no te importa... —dejó la frase sin concluir y pasó a su lado.

Dean se volvió y la vio recoger un par de zapatos de tacón alto y dirigirse a su coche.

Sí, desde aquel ángulo el panorama era igual de interesante.

La siguió y llegó a su lado justo cuando se inclinaba hacia el asiento trasero del descapotable, agarraba una chaqueta y se secaba con ella la cara y los brazos. Al mirarse un momento en el espejo retrovisor, se pegó la chaqueta al pecho y se giró bruscamente.

—¡Mi ropa...! ¡El agua...! —balbució—. Estoy... Se me ve todo... —dio un zapatazo—. ¡Y tú estabas ahí parado!

Daisy gruñó otra vez como si quisiera confirmar los reproches de la desconocida. Y no porque Dean necesitara que se lo recordaran: estaba seguro de que esa noche, cuando estuviera solo en la cama, soñaría con su encontronazo con aquella Afrodita moderna.

—Eh, mira, si puedo hacer algo...

—Puedes marcharte —replicó ella con frialdad mientras se estremecía—. Ahora mismo.

—No creo que deba dejarte aquí sola...

—No estoy sola. ¡Serpiente!

«¿Serpiente? ¿Quién demonios es Serpiente? ¿Su guardaespaldas?».

De repente, una pequeña bola de pelo salió corriendo de los matorrales y se oyeron unos ladridos agudos. El perro, por llamarlo de algún modo, se fue derecho a la mujer y se metió entre ella y Dean, ladrando cada vez más fuerte.

Daisy se puso tensa y Dean la agarró con fuerza, pero, aparte de mirar con fijeza a aquella criaturilla, su perra se quedó extrañamente callada.

—¿Qué es eso? —preguntó por fin Dean—. ¿No tiene un interruptor para apagarlo?

—Cállate, Serpiente. No pasa nada.

Pero el perrillo siguió ladrando con todas sus fuerzas.

—¿Qué hace? —preguntó Dean—. ¿Intenta ponerse duro para hacer honor a su nombre?

—En realidad solo es un apodo. Se llama Sebastian Niles... ¡Serpiente, cállate de una vez!

Dean no pudo evitar sonreír al mirar al perrillo.

—Bien, veo que dominas tan bien a tu mascota como yo a la mía. ¡Eh!

El perro se había callado por fin, pero solo para levantar una de sus diminutas patas traseras y hacer pis justo en una de las botas camperas de Dean.

—¡Ay, madre! —ella se echó a reír otra vez y luego se llevó la mano a la boca—. Perdona. Serpiente, ven aquí.

La rata se acercó a ella y se echó a sus pies.

—Te pido disculpas —repitió ella mientras intentaba disimular una sonrisa—. Serpiente nunca había hecho nada parecido.

—Sí, ya me lo imagino —Dean sacudió el pie enérgicamente.

—Bueno, como ves estoy muy bien protegida, así que...

—Muy bien, tú ganas. Nos vamos —dio media vuelta y se dirigió a su camioneta. Puso un dedo bajo el hocico de Daisy y le levantó la cabeza—. ¿Sabes?, si te hubieras quedado en la camioneta... —abrió la puerta del conductor y se montó sin soltar a Daisy. Se aseguró de cerrar bien las puertas antes de dejar a la perra en el asiento de al lado.

Y, efectivamente, Daisy apoyó la pata en el botón del elevalunas.

—Ah, no, ya me has dado suficientes problemas hoy —le regañó Dean mientras arrancaba. Echó un rápido vistazo a la rubia desconocida por el espejo retrovisor—. Y encima ni siquiera sé cómo se llama.

Capítulo 2

EL hotel The Painted Lady Inn, una casa victoriana rehabilitada con muy buen gusto y provista de torreones, cenefas y un gran porche que abarcaba todo el edificio, estaba situado en el lado este de Destiny, que resultó ser un pueblo mucho más pequeño de lo que esperaba Priscilla. Concentrada en seguir las indicaciones del GPS y todavía un poco sofocada por su encuentro con el guapo desconocido, apenas echó un vistazo a su alrededor mientras iba de camino.

Había visto tiendas con fachada de ladrillo, muchas de ellas con toldos de colores y macetas con flores a la entrada, rodeando una glorieta en la plaza central del pueblo. Todo tenía un aire un poco anticuado, pero encantador. Parecía haber más gente en las aceras que coches en las calles, y muchos se volvieron para mirarla cuando pasó de largo.

Aparcó en el aparcamiento que había junto al hotel y cerró el coche, cuya capota había subido antes de marcharse del río. Luego entró con toda la dignidad que le permitía su apariencia, con una maleta pequeña en una mano y Serpiente, sujeto con una correa, en la otra. Había intentado secarse antes de montar en el coche y se había puesto la chaqueta encima de la ropa mojada, pero no se había arriesgado a cambiarse de ropa. ¿Y si aparecía otro buen samaritano? ¿Otro que también midiera mucho más de un metro ochenta y llevara un perro loco?

Tenía que reconocer que la envergadura del desconocido la había asustado un poco al principio. Él se había esforzado por ser simpático y Priscilla tenía que reconocer que la perra era una monada, pero al darse cuenta de que tenía la ropa empapada...

—Hola, usted debe de ser la señorita Lennox —una señora menudita, de cabello blanco cortado a media melena y elegantes gafas grises se dirigió a ella desde detrás del mostrador del otro lado del vestíbulo—. Y supongo que esa es su mascota.

—Sí, soy yo —agotada de pronto, Priscilla agradeció que la mujer obviara cuidadosamente su cabello y su ropa mojados. Dejó la maleta en el suelo y le estrechó la mano—. Y este es... Bueno, lo llamamos por su apodo, Serpiente.

La señora levantó las cejas.

—Qué apodo tan curioso. Soy Minnie Gates, una de las propietarias de The Painted Lady. Bienvenida a nuestro hotelito. Nos alegra tenerles con nosotros.

—Gracias.

El encanto y la gracia de aquella mujer hicieron que se sintiera al instante como en casa.

—Tienen ustedes un hotel precioso.

—Gracias, estamos muy orgullosos de él —Minnie sonrió y tomó la tarjeta de crédito de Priscilla. Un momento después se la devolvió junto con una llave muy adornada—. La he puesto en la tercera planta. Allí arriba solo hay dos habitaciones y usted está en la suite principal. Si quiere subir ya, puedo hacer que le lleven el resto de su equipaje.