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Llega la tercera entrega de la serie nórdica Costa Alta. A finales de abril se rompe el hielo en el río Ångermanland, y un equipo de buzos despega del muelle en Lunde para examinar los restos de un naufragio. Cuando encuentran un esqueleto, lo primero que sospechan es que se trata de un cuerpo no recuperado de un viejo accidente. Pero el cadáver es más reciente: el hombre fue asesinado, muy probablemente a tiros. Eira Sjödin está embarazada y se hace cargo de la investigación, que se remonta a 1968. Cuando ve la reconstrucción del rostro del muerto, Eira lo reconoce: ese hombre está en el álbum de fotos de su madre. La búsqueda de la verdad la llevará a una antigua operación de la CIA con infiltrados en territorio sueco. Mientras tanto, Lina Stavred está huyendo. Durante veinticinco años ha vivido escondida, pero ahora la buscan por el asesinato de un hombre en Estocolmo. Lina está decidida a encontrar a Eira para que la ayude a escapar, una vez más.
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Seitenzahl: 456
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Hundido en el pasado
Tove Alsterdal
Traducción: Julieta Brizzi
Título original: Djuphamn
Edición original: Lind & Co. Publicado en colaboración con Ahlander Agency
© 2023 Tove Alsterdal
© 2023 Lind & Co
© 2025 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2025 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-19767-37-0
Portadilla
Legales
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Agradecimientos
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Tove Alsterdal
Manifiesto Motus
Los últimos bancos de hielo ya se habían derretido o los había arrastrado el mar. Soplaba un viento suave del sudeste cuando dijeron las últimas palabras antes de sumergirse.
—Mantengámonos cerca cuando descendamos; si algo anda mal, hazme una señal, ¿de acuerdo?
—Claro, de acuerdo.
Su compañero se movía con tanta naturalidad con las aletas como lo haría con sus zapatos. Ylva lo había conocido la noche anterior en la residencia, después de llegar a Lunde en autobús. Estaba muy muy agradecida por tener la oportunidad de salir a bucear con ellos y poder vivir una primavera diferente a la anterior.
Sí, era consciente de los peligros; sí, tenía certificado para bucear hasta dieciocho metros de profundidad y suficientes horas de inmersión en su haber. No, no tenía ni idea del frío que podía hacer a las cinco de la mañana a finales de abril, pero eso no lo dijo.
Se ajustó el chaleco y los tubos que salían de la bombona, se colocó la máscara y la boquilla, controló que funcionara correctamente la presión e inmediatamente comenzó la rutina sin palabras que tanto le gustaba. La señal de que todo estaba en orden, de que ya estaba lista. “Voy a descender, puedes seguirme, confiamos el uno en el otro, estoy aquí para lo que necesites”.
Debajo de la superficie, la visión era borrosa. Soltó lentamente el aire del chaleco para sumergirse poco a poco. Respiraba hondo y con calma. El agua tenía un color parecido al mosto de la cerveza, llena de sedimentos arrastrados por la corriente. A pesar de tener puesto el traje seco, sentía el frío.
Todo era muy diferente a las historias exóticas que subía la gente en las redes sociales, llenas de extraños peces multicolores, como salidos de una película de Disney.
Dos años antes, durante la inmersión final de su curso, tuvo la certeza de que el mundo era inabarcable. Había tantas cosas por descubrir, tantas dimensiones del futuro con las que no había contado.
Claro que todo había comenzado con un hombre. Habían salido solo durante un par de meses y habían compartido los sueños que tenían para el resto de sus vidas. Ylva le contó que quería trabajar menos horas y quizá comprarse una casa de veraneo, mientras que él, cuyo nombre hubiera preferido olvidar, le dijo que deseaba bucear en el mar de Tahití y navegar por las islas del Gran Arrecife de Coral; conocía sitios adonde aún no había llegado el turismo masivo. Cuando Ylva se quedaba sola, buscaba información en Google sobre cursos de buceo, porque temía no ser capaz de hacer algo así con él, tener un ataque de pánico o quedarse sin aire. No podía permitir que le ocurriera algo así durante una travesía por Australia, de modo que todos los jueves, durante ese invierno, había asistido en secreto a las clases en la piscina municipal.
Ocho metros, nueve, aún faltaba un poco más para llegar al fondo. Ylva ya no distinguía el rojo de sus guantes; a esa profundidad, desaparecían los colores.
Continuó descendiendo un poco más profundo.
Para cuando hizo la última inmersión del curso, ya había terminado la relación con ese hombre. Cuando por fin él se dignó responderle sus innumerables mensajes, le escribió que todo había ido demasiado rápido, que ella era una chica muy agradable, pero que él necesitaba más tiempo. Aún no había superado por completo lo de su ex.
Así que ahí estaban, otra vez, la soledad y la sensación de no poder conservar una pareja. Había pagado miles de coronas, que no podría recuperar, para aprender a respirar bajo el agua y se había estropeado el pelo con el cloro.
Había decidido que, de todas maneras, obtendría su certificado. Así, podría publicarlo en las redes y decirle a todo el mundo: “¡Mirad lo que he logrado!”. Entonces, llegó aquella última inmersión en aguas abiertas, donde descubrió un mundo nuevo que solo le pertenecía a ella y ya no tenía nada que ver con él. Después, no dejó pasar una sola oportunidad para salir a bucear por el archipiélago de Estocolmo, y allí fue donde se enteró de los numerosos naufragios inexplorados en el río Ångerman, hacia el norte.
Ylva vislumbró algo al borde del círculo luminoso. Estacas, enormes trozos de madera que parecían señalar hacia ella. Cuando verificó que la profundidad era de catorce metros, comprendió lo que era.
El puente hundido.
Tenían frente a ellos los pilares rotos del puente derrumbado, que habían sido impulsados hacia arriba y formaban un arco de punto, como la fachada de una catedral.
Los buzos lo llamaban “la iglesia”.
Ylva giró para mirar a su compañero, que estaba filmando en un extremo de su campo visual. Le hizo una seña: “Voy hacia allá, ¿vale?”. Él levantó una mano y ella interpretó el gesto como una respuesta afirmativa.
Cuando cruzó el arco, percibió de inmediato una sensación de profundo respeto. Y el silencio. La extensión de oscuridad que la rodeaba y reducía el mundo a un rayo de luz. Pensar que el viejo puente de Sandö, el mismo que se había derrumbado durante su construcción hacía tantos años, yacía allí en la profundidad del olvido a medida que avanzaba el nuevo siglo. Ylva rozó con el guante la construcción destruida y siguió su contorno en un tramo del otro extremo. El pasado no había desaparecido; era real.
Cuando quiso volver, se desorientó. La oscuridad era absoluta y la linterna solo iluminaba algunos metros hacia delante. Se había alejado demasiado y ya no veía el puente. No estaba segura de si estaba sudando o, por el contrario, se congelaba; la percepción era diferente allí abajo.
Según la regla, tenía dos minutos para buscar a su compañero y subir a la superficie, pero no podía saber con certeza cuánto tiempo había pasado. Comenzó a ascender cuando, de pronto, tuvo la sensación de que había algo muy grande a su lado, en medio de la oscuridad, y se detuvo. Lo primero que sintió fue miedo, pero enseguida se dijo que era una estupidez, pues en esas profundidades no había nada que temer. Cuando alumbró con la linterna, pudo distinguir el lateral de una embarcación. Nadó para acercarse dando patadas amplias hacia los lados, para agitar lo menos posible el lodo y la arena.
Era imposible determinar cuánto tiempo había estado allí ese barco hundido. En las aguas salobres del Báltico, los gusanos de los barcos no se reproducen como en los mares más salados y la madera se mantiene casi intacta. Ylva intentó recordar lo que había leído sobre los otros naufragios que habían ocurrido en el lugar. El que estaba situado en ese lado del puente Sandö se había documentado justo el verano anterior, de modo que quizás estaba viendo algo que nadie más había visto en más de cien años, y la idea la hizo jadear de emoción. Husmeó a través de una escotilla del casco: se veían una silla caída, un trozo de porcelana rota en el suelo, una cama abatible pegada a la pared. Siguió lentamente hacia la proa del barco. Había un objeto en el fondo; nadó para rodearlo y sintió una repentina falta de aire, como si alguien le bloqueara la manguera del tubo de oxígeno.
Aferró la boquilla, respiró y respiró.
Era un cráneo. El esqueleto de una persona, medio hundido en la arena. Sintió un mareo cuando pensó en los objetos que había allí dentro: un libro que alguien había leído, un cuenco que se había roto cuando se hundió el barco, y de alguna manera todo se hizo realidad. La vida y la muerte se fusionaban entre sí. Sintió que le zumbaban los oídos, pero tal vez se lo estaba imaginando. Espiró y tragó para compensar la presión, pero no logró que desapareciera. ¿Por qué sentía que no podía respirar cuando el aire debía durar varias horas más? Buscó la válvula para inflar el chaleco y comenzar el ascenso con cuidado, sin demasiada prisa para no dañar los pulmones, pero no podía distinguir el botón rojo del gris, cuál era para subir, cuál para descender. Pataleó lo más fuerte que pudo y el sedimento se arremolinó a su alrededor, una neblina sin dirección ni fin.
Allan Westin echaba de menos el aroma a alquitrán a medida que se aproximaba al barrio del puerto. Aún podía oír el silbato de aquellos tiempos, que sonaba todas las mañanas justo antes de las siete, cuando los trabajadores se precipitaban en cascada con sus bicicletas por las laderas de Lunde hacia el astillero.
Aguarrás y diésel, los golpes y el ajetreo, el ruido de las olas cuando atracaban los barcos remolcadores para recibir una mano de pintura después del trabajo del invierno. Aún podía verlos con claridad: allí estaban el Stufvaren y los viejos balleneros Björn y Backe, que fueron reconstruidos para acarrear madera. Estaba también el Dynäs II, un poco más llamativo que los demás, con los sofás de la sala del capitán tapizados en terciopelo, tal como en el Expreso de Oriente. En ese barco había viajado el mismísimo rey Gustavo vi Adolfo. Todavía se respiraba un aire entusiasta, vivo, en la frescura primaveral, a pesar de que ya hacía tiempo que no había actividad en el lugar y el río fluía vacío y silencioso.
Veía fantasmas y sombras por doquier. Ya no existía la mansión de los ingenieros al otro lado de la colina, ni las niñas que se sentaban a recortar muñecas de papel en el porche, ni la cabaña central donde se reunían los viejos a jugar a las cartas, y el niño que Allan había sido se ganaba cinco céntimos por ir a llevar a las esposas el recado de que sus maridos debían quedarse a trabajar hasta tarde.
Las colinas le dejaban las rodillas extenuadas y hacía que le doliera la cadera, en especial la barranca que iba hasta el río, donde Canalla comenzaba a tirarle de la correa. No era un perro para nada educado, pero de todas maneras era un rasgo que compartían.
Tenían la misma necesidad de libertad, de poder ir adonde se les antojara.
No tener que obedecer a los directores ejecutivos, como se hacían llamar los jefes del aserradero cuando decidían que un nombre u otro no era lo suficientemente bueno. Eran hombres que se compraban títulos pretenciosos, como el de vicecónsul de Venezuela, para simular ser más importantes de lo que eran.
Soltó al perro y se sentó en el banco de siempre para sentir el aroma levemente salado del río, que fluía libremente otra vez. Durante el invierno todo había estado congelado y silencioso, pero ahora volvía a cobrar vida con la primavera. La semana anterior se habían empezado a oír los sonidos del hielo al derretirse: comenzaba a resquebrajarse y a abrirse sin resistencia, totalmente diferente a la violenta fuerza natural que recordaba de su juventud, cuando el hielo caía con enorme estruendo y se amontonaba formando torres a lo largo de las costas.
Canalla se mojaba las patas en el frío arroyo que fluía desde la montaña, ladraba y arremetía contra los palos de madera que pasaban flotando.
¿Era un barco lo que se distinguía?
No. Una pequeña embarcación a motor se aproximaba hacia el cabo meridional del Sandö y, según parecía, seguía rumbo hacia Lunde.
Allan entornó los ojos, aunque no le fue de mucha ayuda para mejorar su visión deteriorada por la edad. Solo cuando la mancha entró en el sector del antiguo puerto, distinguió algunas figuras sobre la cubierta.
Se levantó de mala gana y sujetó al perro.
Un hombre joven y ágil bajó de un salto por la borda. Podía tener tanto veinte como cincuenta años, considerando cómo se entrena la gente hoy en día para mantenerse en forma. Había otro hombre un poco mayor, pero igual de atlético, y una mujer sentada inmóvil en la popa. No era muy joven, pero tampoco anciana. Aún tenía puesto el traje de buceo, aunque se lo había bajado hasta la cintura y llevaba una chaqueta que le cubría los hombros. Allan vio que había tubos de oxígeno y otros objetos sobre la cubierta.
—¡Buen clima para bucear! —les dijo.
Los dos hombres saludaron cortésmente y le dieron la mano. Le dijeron sus nombres, pero Allan no pudo retener la información; ese año había demasiada información que retener en la mente, no podía llevar un registro de todo. Creyó haber escuchado que eran biólogos marinos, pero lo corrigieron. Eran arqueólogos marinos. Realizaban una misión para explorar naufragios y habían rastreado más de trescientos desde Sandslån hasta el puente de Costa Alta.
—Increíble —dijo Allan—. ¿Trescientos?
Bien sabía él que había una gran cantidad de basura en las profundidades, pero no se le había ocurrido pensar que pudiera ser de interés para los científicos. Buscar trozos de madera vieja siempre había sido una labor de los más pobres, que construían sus canoas con los restos.
—Y bien —dijo de pronto—, ¿encontrasteis algo de valor?
El joven dirigió una mirada a sus compañeros, como si no pudiera hablar sin su permiso. Allan creyó percibir que ocultaban algo, como si los hubiera descubierto in fraganti contrabandeando con alcohol. La mujer se quedó sentada sobre la cubierta, con la cabeza apoyada en las manos, y parecía un poco mareada.
—No sé si sería prudente decirlo en voz alta —dijo el hombre mayor—, para evitar que alguien más vaya al lugar, quiero decir, antes de que llegue la policía. Nosotros sabemos que no debemos tocar nada, pero con los buzos aficionados puede ser un riesgo.
—¿Riesgo de qué?
Allan miró a su alrededor. ¿En serio creían que había más gente ansiosa por sumergirse en el río a finales de abril para divertirse? Durante los últimos días, solo había visto a unos pocos locos que solían nadar en el río en invierno —una costumbre que habían adoptado durante la pandemia de coronavirus—, pero entraban al agua y salían a los pocos segundos, con los gorros de lana puestos.
—¿Qué habéis encontrado?
Solo oyó un murmullo. No quería quedar como un tonto pidiéndoles que le repitieran lo que acababan de decir. Al menos, oyó que habían encontrado un cuerpo.
—Oh, mierda. ¿De una persona?
Asintieron.
Un cráneo, medio sepultado en el sedimento del fondo del río, escondido detrás de la quilla de lo que pensaban que era un barco de principios del siglo xx.
—Entonces, el cuerpo ¿puede ser también de aquella época? —dijo Allan.
—Es imposible saberlo a simple vista —respondió uno de ellos—, no podemos sacar ninguna conclusión antes de investigarlo; somos científicos.
Pensaban poner una denuncia, pero no decidían si debían contactar a la guardia costera o llamar al 112. Al fin y al cabo, no se trataba de una emergencia. Si estuvieran más al sur, podrían llamar a la policía marítima, pero no tenía jurisdicción al norte de Estocolmo.
—El 112 está en Umeå, a 250 kilómetros —agregó Allan—; es por la maldita centralización.
Sintió una punzada en el estómago cuando miró el río; eran muchos los que habían muerto en esas profundidades.
—Pero tenemos una comisaría de policía aquí —dijo.
Eira Sjödin se quitó rápidamente los pantalones de deporte, se cambió las bragas y buscó un atuendo más apropiado para una investigadora de Delitos Violentos. El suéter estaba manchado y olía un poco a sudor; eran cosas en las que no pensaba mucho cuando se quedaba sola en la casa frente al ordenador durante lo que habían dado en llamar “labores administrativas”.
Preparó café y sacó un trozo de pan del congelador.
—Han encontrado a una persona en el río —le había dicho su vecino por teléfono.
—¿Han llamado a urgencias? —Eira ya estaba en el vestíbulo, con los zapatos puestos, cuando Allan Westin le confirmó que la persona estaba muerta hacía tiempo.
—De acuerdo —dijo ella—; tráelos aquí.
Un viento fresco corrió por la cocina cuando abrió la puerta para ventilar. En sentido estricto, mientras no se sospechara de un asesinato, el hallazgo de un cadáver en el río no era asunto de Delitos Violentos, sino de la policía local, y ella ya no trabajaba allí. Solo pensar en su antiguo empleo la hacía echar de menos las carreteras, las interminables distancias, no saber nunca lo que la esperaba detrás de cada curva.
Cerró el ordenador y recogió el material de investigación que estaba extendido sobre la mesa de la cocina. Anotaciones de cuentas bancarias, nombres de sospechosos, números de teléfono y cosas por el estilo. Las pistas de una red de narcotráfico en expansión. Un trabajo policial importante, fundamental para concretar la acusación contra el principal sospechoso, que estaba en Sundsvall, pero Eira no había elegido ser policía para estar sentada frente a un ordenador. Le daba sueño y la hacía sentirse inquieta, tanto si estaba en su pequeño cubículo de la Unidad de Delitos Violentos de Sundsvall como sentada a la mesa de la cocina en su casa; este último escenario se había vuelto habitual tras la pandemia.
Una mujer embarazada podía salir ocasionalmente a hablar con algún testigo no muy peligroso de los barrios residenciales, pero a veces era difícil determinar qué situación era verdaderamente peligrosa y sus jefes se tomaban su seguridad muy en serio. Eso significó que le asignaran tareas para hacer en casa desde el día uno, pues ya estaba embarazada cuando le ofrecieron el cargo. La noticia la había conmocionado cuando se enteró, entre finales del otoño e inicios del invierno; aún no se le notaba mucho, pero, de todas maneras, había tenido que informar a sus jefes.
En sus momentos de duda sentía que los había engañado, aprovechándose de un párrafo de la ley que prohibía la discriminación, aunque ellos insistían en que era a ella a quien querían, que no iba a estar embarazada para siempre. La representante sindical tenía tres hijos y podía dar fe de ello.
—Hola —habló una voz desde el recibidor.
Era Allan Westin, quien, como siempre, entró sin llamar; después de todo eran vecinos. Canalla pasó dando saltos detrás de él, dejando un rastro de lodo y huellas húmedas por el suelo.
Los seguían tres personas que le estrecharon la mano, dos hombres y una mujer. Jesper, Lars e Ylva; anotaría sus nombres más tarde.
Eira los invitó a sentarse, pero Allan se quedó de pie junto a la cocina. El aroma a pan tostado y café llenaba la habitación cuando la mujer comenzó a contar cómo se había dejado llevar por la tentación de bucear debajo del puente de Sandö, y de pronto había perdido la orientación. Tenía unos cincuenta años y llevaba el cabello gris con reflejos rubios.
—La niebla lo cubría todo, como en un sueño. —No había tocado el pan y había dejado enfriarse el café en la taza—. Vi el cráneo y me olvidé de todo lo demás. El tiempo se percibe de otra manera allí abajo, no puedo decir cuántos minutos estuve.
—Nueve —dijo Jesper, que era el más joven de los tres y hablaba en el dialecto de Värmland—. Estaba filmando los restos del puente y la perdí de vista. No es raro que haya ocurrido. Estaba oscuro, la visión era de unos pocos metros. Si nos perdíamos, debíamos buscar durante dos minutos y regresar a la superficie. Cuando no la vimos allí, volvimos a bajar.
—Fue mi culpa —dijo Ylva—. Me quedé absorta con lo que vi allá abajo y me olvidé de todo, pensé que tal vez era la primera persona en descubrirlo. —Dejó vagar la mirada y perdió el hilo.
—Cuénteme lo que vio —dijo Eira.
Le llevó un tiempo; la mujer mezclaba los hechos con las sensaciones que le había provocado ver a una persona muerta.
—No es normal encontrar restos humanos en los naufragios —completó el hombre que se llamaba Lars—. Es menos habitual de lo que pueda creerse. A menudo la gente se arroja antes por la borda. O, si no, los cuerpos son arrastrados por las olas y las corrientes. Si encontramos algún cadáver, generalmente está en la parte más profunda de las embarcaciones, porque la persona estaba durmiendo en el momento del naufragio.
Mientras hablaban, aparecían en la mente de Eira las imágenes de la película Titanic: los pasajeros de tercera clase que quedaron encerrados, Leonardo DiCaprio esposado bajo cubierta. También recordó la vieja canción de Evert Taube “Blue Bird de Hull”, la historia de un grumete que es olvidado a bordo, amarrado al timón, y se hunde sin tener la posibilidad de salvarse.
Cuando encontraron a Ylva y constataron que estaba bien, uno de ellos se sumergió nuevamente para filmar. Eira se acercó a la cámara para ver la filmación. Solo se veían indicios borrosos de algo luminoso en la arena o el material que formaba el suelo del río. Por un hallazgo anterior, sabía que la arcilla azul, al igual que la baja salinidad del mar interior, tenía un efecto de conservación.
—¿Saben de qué embarcación se trata?
—No, nunca habíamos buceado en esa zona —dijo Jesper—, pero es grande, más grande que la mayoría de las que están allí abajo.
Tal vez fuese un barco a vapor, un ferry, un remolcador. La mayoría de los hallazgos del río Ångerman aún no habían sido cartografiados. Solo hacía un par de años que habían comenzado a rastrearlos con radares; desde la superficie, las ondas ultrasónicas podían revelar las imágenes de objetos a treinta metros de profundidad. Sacó un portátil para mostrárselo a Eira. Las imágenes se parecían más a obras de arte que a objetos reales. Tonos oscuros, casi de color sepia, sombras y siluetas de embarcaciones dispersas.
Se trataba casi de un récord mundial haber descubierto trescientos naufragios en tan poco tiempo. Eira pensó que parecía como si alguien hubiera arrojado una baraja de cartas al agua; alrededor de la orilla del río, se amontonaban las barcazas rectangulares que se habían utilizado tiempo atrás para trasladar madera hasta los ferries. Cuando se construyeron los embarcaderos, habían dejado de cumplir su función y lo más sencillo había sido hundirlas.
Parte de los hallazgos se habían rotulado como “presuntos objetos de naufragio” y requerían más investigación. A juzgar por el tamaño y la forma, algunos hasta podrían remontarse al siglo xvii. Durante la guerra de los Treinta Años, a lo largo del río había habido astilleros donde se construyeron navíos.
Eira señaló una línea amarillenta que atravesaba el río, desde Lunde hasta Sandö; parecía una cerilla rota por la mitad.
—¿Es el puente?
—Es el puente.
Eira nunca había considerado que la construcción todavía estuviera allí. El trágico derrumbe del puente era una de las heridas que nunca habían sanado en la región. Trazó una línea con el dedo hasta el lugar donde se había encontrado el cuerpo.
—Puede haber corrientes bastante fuertes allí. —Eira había pasado su infancia escuchando las advertencias de los adultos: nada siempre cerca de la costa, nunca vayas sola.
—Sí, el cuerpo pudo haber sido arrastrado un buen trecho, si es lo que está pensando.
Intercambió una mirada con Allan, que estaba apoyado en la cocina a leña con una taza de café en la mano; parecía que estaba pensando en lo mismo que ella. Los desaparecidos.
Aquellos cuyos nombres no estaban tallados en ninguna lápida, que habían muerto en accidentes, arrastrados por el río, incluso los que habían sido arrojados allí. Nombres que formaban una lista en su mente.
Eira le dio un empujón a Canalla, que se retorcía a su lado para que lo acariciara y apestaba a suciedad a medida que se le iba descongelando el hielo del pelaje. Tomó nota de las coordenadas exactas del hallazgo. Dieciséis metros de profundidad no era demasiado; había sitios donde el río llegaba hasta los cien metros.
—Perdón que pregunte, pero ¿cuándo podremos volver allí? —dijo Jesper—. Sé que parece insensible de mi parte, pero no queremos perder tanto tiempo.
La arqueología marina es una actividad sin financiación, por eso salían temprano en la madrugada para aprovechar al máximo el tiempo del comienzo del verano, cuando la luz duraba incluso hasta entrada la noche, que muy pronto no se diferenciaría mucho del día.
—No hay problema, mientras se mantengan un poco alejados. —Eira dibujó con el dedo un círculo bien amplio en el mapa que ellos habían desplegado sobre la mesa. El sitio del naufragio cubría la franja del río que iba desde Sandö hasta Lunde—. Pueden considerar que esta es la escena del crimen.
Se encontró con la mirada atónita de la mujer.
—Es solo un procedimiento de rutina —agregó Eira—, por seguridad, hasta que sepamos algo más.
Mientras los demás se preparaban para salir, Ylva pidió permiso para ir al baño.
—¿Cuándo creen que sabrán algo? —preguntó.
La cantidad de trabajo del Centro Nacional Forense era exorbitante y podían tardar varias semanas en obtener un resultado de ADN, incluso para casos sencillos, como los que implicaban armas de fuego.
—No lo sé —dijo Eira con toda sinceridad—. En realidad, depende de lo que podamos conseguir. Si no encontramos ninguna prenda de ropa, por ejemplo, u otros objetos que puedan indicar siquiera de qué siglo se trata, puede pasar mucho tiempo.
—No voy a dejar de preguntarme quién puede ser esa persona —dijo Ylva. Su mirada volvió a perderse en el recuerdo del río—. Y pensar que aún puede haber algún familiar que eche de menos a ese hombre.
“O a esa mujer”, pensó Eira.
Los buzos de la policía llegaron tres días después. La actividad junto a la costa atrajo inmediatamente a muchas personas, pues rara vez ocurría algo tan interesante en Lunde.
Algo que podría parecer idílico para quien no tuviera la más remota idea de todo lo que esas personas ocultaban y mantenían sepultado dentro de su alma.
Mientras observaba el río, Eira sentía que la rodeaban las voces que se superponían una con la otra.
—Entonces, ¿qué han encontrado?
—A una persona, al parecer. En el fondo.
—¿Puede tratarse de…?
—Es muy pronto para saberlo. Aún no han sacado nada.
—Pero podría ser…
—Sí, claro. Podría ser.
Los silencios que interrumpían el murmullo dejaban implícitas las cosas que no se atrevían a mencionar. A Eira le pareció oír que una de las mujeres comenzaba a rezar al estilo de “los abstemios”, tal como solía llamar su abuela a quienes profesaban la fe de la Iglesia Libre.
—Concédeles tu paz a los desdichados, calma nuestras angustias…
Cada vez que se acercaba alguien nuevo, repetían lo que ya se había dicho: explicaban por qué había tantos coches desconocidos en la zona del puerto, quiénes eran las personas que llevaban monos y por qué había una mesa y una tienda de campaña blanca al borde del muelle.
Nadie replicó nada cuando Eira se ofreció a organizar las labores de rescate. En la región de Norrland había pocos recursos y las distancias eran muy largas. Las personas se ayudaban entre sí, sin preocuparse mucho por la jurisdicción. En Kramfors, la policía, desbordada por la cantidad de trabajo, recibía agradecida la ayuda, y el jefe de Eira en la unidad de Sundsvall se la prestó encantado durante medio día, aprovechando que ella ya estaba allí. Tal vez demasiado encantado.
A Eira no se le ocurría un caso menos arriesgado que ese, pero, al menos, le ofrecía la posibilidad de salir y moverse un poco. Oyó un ruido de motor que se aproximaba a la costa: era el bote que habían pedido prestado a la guardia costera a cambio de que el personal pudiera entrenarse en las pistas de tiro de la policía. Cosas que solo ocurrían en Norrland.
—¿Pueden retroceder, por favor? —les gritó a las personas que se agolpaban—. Y si son tan amables, por favor, guarden sus móviles; demostremos un poco de respeto.
Eira notó el movimiento avergonzado de algunas manos que guardaban los teléfonos en los bolsillos. La mayoría de los que estaban reunidos eran jubilados y no tenían nada más que hacer un lunes al mediodía; seguramente se habían conectado a Facebook o a los grupos de chat que tenían con sus nietos.
El río estaba tranquilo y no soplaba brisa cuando los buzos colocaron su carga en tierra. El agua se escurría por los orificios de drenaje de los sacos de elevación mientras los curiosos guardaban silencio y estiraban el cuello para poder ver. Un anciano se quitó la gorra y la sostuvo junto al pecho. A Eira no le habría extrañado que alguna de las ancianas entonara una canción religiosa, pero todos permanecieron en silencio.
Los técnicos forenses cargaron las bolsas y las llevaron hacia la tienda de campaña. Eira había solicitado especialmente la presencia de Shirin ben Hassen, que había estado presente en Lockne unos años antes, cuando habían desenterrado un esqueleto. Shirin había estudiado Arqueología hasta que se dio cuenta de que quería convertirse en investigadora criminal, ir a la Academia de Policía y continuar su formación en los Estados Unidos; además, era una experta osteóloga, una experta en huesos. Con toda esa formación, era difícil de creer que solo tuviera veintisiete años.
Shirin abrió con cuidado la primera bolsa y miró por dentro del cráneo hueco, en los agujeros donde antes había habido un par de ojos.
—¿Qué ha ocurrido contigo, amigo?
A Eira le agradaba que Shirin se relacionara inmediatamente con el muerto. Una vez le había dicho que su misión era devolverle la voz a alguien que había sido silenciado y revelarle al mundo: “Esto es lo que ocurrió conmigo”.
—¿Habéis podido recuperar todo lo que había en el lugar?
—En realidad, no lo sabemos —dijo Mira, una de los buzos de la policía, que había conducido hasta allí desde Umeå—. Los restos estaban diseminados, así que probablemente haya más partes hundidas en el sedimento o que fueron arrastradas del lugar.
El otro buzo se llamaba Valentin y provenía del distrito local de Sundsvall; ambos eran agentes de policía con conocimientos de buceo, a quienes convocaban cada vez que surgía la necesidad. Le habían dado una taza de café y un bocadillo de queso a cada uno.
—Tenemos la mayor parte del torso —dijo Valentin señalando hacia las bolsas que aún no habían abierto—. Posiblemente, también un brazo y la pelvis.
—¿Algo de ropa?
—Por desgracia, no.
Eira recordó la bota Doc Martens que habían sacado del agua en Lockne: como aún tenía los cordones, por la forma en que estaban atados habían podido deducir dónde la habían comprado. De esa manera, habían acelerado varias semanas el proceso de identificación. Con un poco de suerte, podrían utilizar la dentadura para hallar algún registro, pues parecía estar relativamente intacta.
Shirin acarició el hueso de la frente casi con ternura.
—¿Qué creéis que ocurrió allí abajo? —preguntó—. ¿Creéis que este hombre se hundió con la embarcación?
—¿Hombre?
Shirin asintió y señaló la elevación pronunciada del hueso alrededor de los ojos; después, giró lentamente el cráneo para exponer la inclinación de la coronilla.
Sin duda, se trataba de un hombre.
—Si fue arrojado por la borda durante el naufragio —dijo Mira—, su cuerpo pudo terminar adonde lo encontramos. O podría haber llegado desde otro lugar; tal vez fue arrastrado por la corriente y quedó atascado en los restos del barco.
Shirin colocó con cuidado cada una de las partes del esqueleto recogidas del río dentro de la bolsa para cadáveres; mientras lo hacía, examinaba cada hueso. El sol primaveral era luminoso y cálido; el aire bajo la tienda de campaña se volvió sofocante. Todo transcurría con una interminable lentitud.
—Tened en cuenta que es una suposición —dijo con la mirada puesta en los restos de lo que había del torso, los omóplatos, un hombro—. Creo que era adulto, aunque relativamente joven.
Señaló el esternón con forma de espada y explicó que era “un hueso engañoso, pues se pasa por alto fácilmente”; por otra parte, el codo aún estaba en crecimiento, lo cual indicaba una edad de alrededor de veinte años. Además, la clavícula aún no se había terminado de desarrollar; por lo tanto, aún no había llegado a los treinta.
Eira echó un vistazo al enorme arco del puente de Sandö, de casi cincuenta metros de alto. Cuando era pequeña, creía que llegaba hasta el cielo, porque se trataba del puente de arco más grande de Europa, una obra maestra moderna que sustituiría a los ferries y uniría todo el país. Sabía que era demasiado pronto para formular preguntas, pero aun así debía hacerlas.
—Si hubiera caído del puente, quizás con mucha fuerza, ¿podría haber llegado al lugar donde lo encontramos? —dijo.
—Supongo que te refieres a un hecho en particular.
—El derrumbe del puente.
—¿Qué derrumbe? —preguntó Valentin, que tal vez era demasiado joven.
No, no mucho más que Eira, pero no era del lugar, así que no había escuchado durante toda su infancia los relatos de los mayores, esas cosas que no se mencionan en los libros de historia. No se había erigido un monumento en memoria de los muertos.
—Fue el último día de agosto de 1939, por la tarde; habían terminado la estructura de madera, que estaba lista para echar el cemento. Nadie sabe por qué colapsó.
Los ancianos recordaban el estruendo y los gritos de los que pasaban por el lugar y el caos, las partes del puente que volaban por los aires junto con la gente que estaba allí, el agua embravecida del río que se arremolinaba en el sitio de la caída, la ola de veinte metros de alto que golpeó sobre Sandö. Todos los que tenían alguna embarcación habían salido al rescate arriesgando su propia vida entre las corrientes y los escombros, para llegar hasta los que luchaban por salir a flote y se hundían.
Al día siguiente, el primero de septiembre, Alemania invadió Polonia y el peor accidente de trabajo de la historia del país fue historia.
Dieciocho personas murieron ese día. Dos de ellas nunca fueron encontradas.
—Uno de ellos era muy joven —continuó Eira—, creo que tenía alrededor de veinte años. —Esperó hasta asegurarse de que todos comprendían lo que estaba pensando—. El padre del chico también trabajaba allí, pero esa tarde ya había terminado su turno. Cuando retomaron la construcción del puente, colaboró para terminar la obra que se había llevado la vida de su hijo.
—Cielos —dijo Valentin, que se había sentado en una de las sillas plegables con un refresco en la mano—. Es imposible imaginar cómo se sentiría.
—Tal vez le dio sentido de esa manera. —Eira recordó la voz de su padre cuando le hablaba acerca del valor del trabajo, de no rendirse y terminar aquello con lo que uno se había comprometido.
—Es muy pronto para confirmar nada —dijo Shirin, y todos comprendieron muy bien que aún no se podía saber si las partes del esqueleto tenían veinte, ochenta o incluso cien años. Cerró la última bolsa justo cuando apareció el coche que venía a recoger el cadáver—. Enviad lo más pronto posible las imágenes que tengáis de las profundidades.
Alguien se las había ingeniado para hacerle una fotografía con el móvil, difundirla por las redes sociales o venderla de inmediato a los periódicos locales, que la publicaron en las primeras páginas solo dos días después.
Eira tomó el Periódico de Sundsvall de la sala de espera del consultorio. Miró la imagen mientras comía una galleta y tomaba agua de una botella. La foto no era especialmente llamativa ni reveladora, no mostraba ninguna parte del cuerpo; sin embargo, se la veía claramente. Se la habían hecho justo en el momento en que se había dado la vuelta, tal vez cuando les pidió a los curiosos que guardaran sus móviles.
“La asistente policial Eira Sjödin supervisó el rescate del cuerpo”, decía el epígrafe. Siempre le provocaba cierto malestar ser vista en público de esa manera, pero el titular de la nota la hizo atragantarse con un trozo de galleta.
HALLAZGO DE UN CADÁVER EN LUNDE:
¿ES EL DE LINA, LA CHICA DESAPARECIDA?
Eira comenzó a toser hasta que notó que las miradas de las otras mujeres que estaban en la sala de espera pasaban de la irritación a la furia; tuvo que aclarar que no tenía covid y que ni siquiera estaba resfriada, sino que solo se había atragantado con la galleta.
La adolescente Lina Stavred, de dieciséis años, sonreía con dulzura en una fotografía del instituto, la última que le habían hecho antes de su desaparición una noche a principios de julio de 1996. Había sido asesinada, según descubrió la policía después de interminables interrogatorios a un chico de catorce años que fue hallado culpable. Por supuesto, los medios de comunicación habían enfatizado esa conclusión.
Eira miró el texto que resumía la historia conocida: la teoría de que un chico llamado Olof había arrojado el cuerpo de Lina al río, crimen que él mismo había confesado. Después, había abandonado el lugar; tres años antes, había reaparecido y las viejas heridas del caso habían vuelto a abrirse: nunca se había encontrado el cuerpo.
Eira tuvo que inclinarse de pronto para respirar hondo; no sabía si era una contracción o la angustia que le provocaba la historia de Lina Stavred, la complejidad de la historia y el ocultamiento de la verdad, que nunca se había investigado.
Deseó haber sido más firme con la gente que se había reunido en el embarcadero de Lunde. O, en vez de pedirles que se alejaran, tendría que haberles permitido escuchar lo que había dicho Shirin. El portavoz de la policía que entrevistaron en el artículo indicaba con sensatez que debían esperar los resultados forenses para poder dar alguna respuesta. Se debían respetar los procedimientos, pues era importante mantener la integridad de la investigación, pero eso significaba que la información de que se trataba de un hombre aún no se había dado a conocer.
Bastaba con que un periodista hiciera alguna deducción propia o recibiera alguna noticia infundada para que todo el circo volviera a empezar. Solo tenían que escribir las palabras “desaparición, violación, homicidio, Marieberg, 1996” para conocer más sobre el caso Lina y el artículo prácticamente se habría escrito solo. Todos los habitantes de la zona entrarían en el enlace del artículo, de modo que ese día la redacción del periódico estaría de fiesta.
—¿Eira Sjödin?
Puso el periódico dentro del bolso y entró a la consulta.
Sonaba como una secadora. Ruidos ensordecedores, disonantes. Se imaginó también en el túnel de una autopista, mientras la enfermera movía el transductor del ecógrafo sobre la piel estirada de su vientre hasta que, de pronto, se detuvo.
Allí estaba.
Un golpeteo, rápido y tenaz como el de un pájaro carpintero incansable.
Más allá de toda duda, la vida.
Hasta entonces, todo se había sentido como una abstracción. Las náuseas, los cambios en su cuerpo, incluso el ultrasonido que mostraba los contornos del embrión. Pero oír un corazón que latía a su propio ritmo, no, eso era otra cosa. Las complicaciones de su trabajo y los problemas que debía solucionar, nada de eso importaba ahora. Ese latido era lo único importante, el galope frenético de su bebé hacia la libertad.
Estaba vivo.
—Todo parece estar muy bien por aquí.
Los latidos desaparecieron y la enfermera le midió la circunferencia del vientre con una cinta métrica.
Eira quería pedirle que le colocara otra vez el transductor; necesitaba descifrar sus sentimientos, pero aceptó el puñado de servilletas de papel que le dio la enfermera para quitarse el gel que le cubría el abdomen.
Era la semana 23, pronto entraría en el séptimo mes.
—No encuentro ningún dato sobre el padre —dijo la enfermera mientras repasaba la historia clínica y Eira bajaba de la camilla para colocarse las bragas.
Habían cambiado otra vez el personal de guardia; no era la primera vez que le hacían esa pregunta. La escasez de trabajadores de la salud en el sector de maternidad y obstetricia anunciaba una catástrofe para la llegada del verano, una situación terrible en todo el país y aún peor en Västernorrland.
—Oh, perdóneme, ¿no hay padre? —La mujer sonrió nerviosa. Como si todos los embarazos incluyeran necesariamente la presencia de un padre, como si no hubiera muchas otras maneras de lidiar con ese asunto.
—Sí, hay padre —dijo Eira—, solo que no estoy segura de quién es.
Había elegido esa clínica porque estaba a diez minutos de la comisaría de policía.
Cuando llegó, Eira cerró la puerta de su oficina. Tenía el móvil en la mano porque tenía que llamar a August. Quería contarle que había oído el latido del bebé por primera vez, que sonaba fuerte y saludable, pero seguramente estaba de servicio en alguna emergencia; lo mejor sería esperar. Eira suponía que estaba enfadado por no haber estado presente, pero para ser justa debería haber invitado también al otro posible padre, y Ricken aún no sabía nada de la existencia del bebé.
Guardó el teléfono y, en cambio, prefirió dedicarse a buscar información en el archivo sobre el hombre hallado en el río. Era un desconocido, no había registros de la dentadura y tampoco estaba listo el informe del forense. Pensaba si sería apropiado contarle a su jefe sobre las falsas especulaciones de la gente acerca de Lina Stavred, cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta con un breve repiqueteo.
—¿Tienes tiempo?
GG estaba allí de pie, con su camisa azul marino desabotonada en el cuello. Casi nunca llevaba chaqueta desde que había renunciado al puesto de jefe de investigaciones.
—Sí —dijo Eira, y movió la silla para hacerle sitio.
La ventilación del edificio había dejado de funcionar en algún momento del siglo pasado y circulaba el mismo aire desde hacía décadas. Eira sentía algo extraño en el estómago cuando estaba cerca de él.
—¿Todo en orden? —preguntó él.
—Sip.
Eira no sabía si se refería al embarazo o a la investigación de la red de narcotráfico; de todas maneras, cogió la lista que había preparado.
—Son transacciones de sumas pequeñas, como pagos a través de monederos electrónicos. He cotejado los nombres de las personas en los registros y no tienen antecedentes criminales.
GG observó la lista de nombres que Eira había encontrado en los extractos bancarios: personas que posiblemente habían comprado drogas a través de la red del traficante principal. En las bases del narcotráfico, había varios padres de familia que gozaban de un buen nivel económico como para mantener en marcha el negocio. A Eira le recordó un registro que habían hecho en un burdel cuando trabajaba en Estocolmo, los mensajes que habían encontrado en el móvil de una mujer de Europa del Este: “Hola. Cachondo, libre de enfermedades, sueco puro, economista. Me encantaría una buena mamada hoy, 17.30. Besos”.
Algunas personas de la lista vivían en mansiones y tenían puestos directivos. Uno era un exitoso empresario; otro, un estudiante de ingeniería. Era gente que tenía mucho que perder y a la que tal vez podían hacer hablar.
—Perfecto —dijo GG—. ¿Vienes?
—¿Quieres que vaya?
—Si no tienes otra cosa que hacer…
—Se supone que estoy haciendo tareas administrativas —dijo Eira.
—Es verdad, así es. —Observó de reojo su tripa y le sonrió de una manera que le hizo sentir su calidez.
Eira se inclinó y buscó algo en el bolso, no tenía idea de qué. Tenía los labios secos por el invierno, así que sería bálsamo labial, tal vez, mientras GG volvía a repasar la lista.
—No creo que haya riesgo inminente de violencia física en el banco.
A Eira no le importaba que el viento soplara tan fuerte. Cogió una punta de su bufanda y le dio una vuelta más alrededor del cuello. Mientras cruzaban la plaza, se arremolinaban trozos de papel y arena en el aire. Siempre era un error creer que había llegado la primavera.
—Bueno, ¿cómo estás? —dijo GG.
—Muy bien.
—Me alegro.
—¿Y tú?
—Muy bien.
Para Eira era desconcertante caminar junto a él porque comprendía muy bien el significado de cada cosa que decía o que dejaba implícita. Tal vez por eso se había quedado un paso por detrás, o tal vez simplemente él daba zancadas más largas.
Durante aquella noche de otoño en que lo encontró encerrado en un sótano junto al mar, entre la vida y la muerte, Eira lo había abrigado con su cuerpo para mantenerlo con vida hasta que llegara el rescate, mientras le susurraba palabras que nunca antes le había dicho a nadie. Eran cosas que no se decían en su familia. Nunca había escuchado que sus padres alguna vez se dijeran “te quiero”, ni tampoco a sus hijos. Era necesario que alguien estuviera inconsciente, casi al borde de la muerte, para que Eira se atreviera a hacerlo. Cuando GG se recuperó, se lo había agradecido, pero le había dicho que no recordaba nada. Era algo que siempre existiría entre ellos y, al mismo tiempo, no lo haría.
—¿Has visto lo que han publicado hoy? —dijo ella, y sacó del bolso el artículo sobre Lina Stavred mientras caminaban. GG se detuvo. Le cogió la mano unos segundos para poder sujetar el periódico y que no se lo llevara el viento.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Cuánta inspiración!
—La investigación forense aún no está lista, pero ya sabemos que se trata de un hombre —dijo Eira—. ¿No deberíamos hacer algún comunicado?
GG leyó el escueto comentario del portavoz policial, que no tenía toda la información.
Había ciertos datos que la institución no debía revelar acerca de las investigaciones que aún no habían llegado a juicio y, por lo tanto, no eran de público conocimiento, pues se trataba de verdades que se mantenían reservadas a un círculo reducido de personas.
Por ejemplo, el hecho de que Lina Stavred en realidad estaba viva, es decir, que no había muerto aquella noche hacía veintiséis años, sino que había huido y desde aquel momento vivía en Estocolmo, de incógnito, cambiando varias veces de identidad y a expensas de varios hombres.
GG era uno de los pocos que lo sabían. Eso también era algo que compartían.
—¿Sus padres están vivos? —preguntó él.
—No lo sé. Se mudaron con unos familiares a Finlandia porque no querían seguir viviendo aquí. Un año después de la desaparición de Lina, solicitaron el certificado de defunción porque, según la investigación policial, no quedaba ninguna duda de que estaba muerta.
GG dobló el periódico y se lo dio.
—Que sigan escribiendo —dijo—. Si informamos que se trata de un hombre, buscarán a cualquier pobre diablo en los archivos y todo volverá a empezar.
Llegaron a la enorme fachada de columnas con una cabeza de león en piedra que era de uno de los bancos más importantes.
—¿Cuándo se volvieron tan esnobs los antros de drogas? —murmuró GG.
La ciudad de Kramfors era conocida desde hacía bastante tiempo como “la ciudad del polvo”, por el elevado número de consumidores de drogas que había allí, pero no era nada comparado con el alcance que tenían las drogas ahora. El narcotráfico había llegado a todas partes, más allá de los oscuros callejones, sin distinción de edades ni clases sociales. En los últimos años, el servicio de correos se había convertido en el mayor proveedor de narcóticos del país, pues las drogas se pedían por internet o por teléfono y el pedido podía llegar directo al buzón del cliente dentro de un sobre acolchado.
Una persona los condujo hacia una oficina donde se negociaban los préstamos a los clientes. El hombre de traje blanco se llamaba Rasmus.
—Esos deben de ser los patines que les compré a los niños —dijo cuando lo interrogaron acerca de la transacción que había realizado—. Fue a través de un anuncio, no recuerdo quién era el vendedor.
—Unos patines bastante caros —dijo GG.
—Sí, en realidad era todo el equipo de hockey.
—¿Para un niño de cuatro años? —dijo Eira.
—Deben comenzar de pequeños. No se imaginan la presión que tienen los niños con esas cosas. —El empleado del banco se soltó un poco el nudo de la corbata—. No soy fanático de ningún equipo, pero aun así quiero que mis hijos tengan una oportunidad.
—¿Dónde vio el anuncio?
—No lo recuerdo, debió haber sido en Blocket o en Marketplace; la verdad, no tengo idea. Los niños crecen tan rápido que me paso la vida comprando y vendiendo cosas todo el tiempo.
—¿Consume cocaína también durante las horas de trabajo?
Eira notó cómo cambió el humor en la habitación cuando GG se puso más agresivo. Era más alto y más fuerte que ese hombre más joven.
—¿O solo los viernes por la noche, cuando es hora de relajarse y pasarlo bien? —continuó con un tono más calmado—. ¿Qué opina acerca de apoyar a las bandas de delincuentes? ¿Y qué opinión tiene su jefe sobre eso?
La reacción del hombre era difícil de interpretar; tenía el rostro rígido como las estrellas de televisión que se inyectan bótox y lo miraba de reojo.
—Tal vez haya visto por televisión que las pandillas reclutan niños para dispararles a otros niños —continuó GG—. ¿No cree que las personas que les dan las armas deben ir a la cárcel?
—Sí, por supuesto.
—Entonces, ¿está dispuesto a presentarse como testigo? Contar qué compró y a quién. Y ya no me estoy refiriendo a los patines.
El empleado del banco miró rápidamente el reloj que tenía en la muñeca. Era caro, muy similar a los que la policía les confiscaba a los pandilleros.
—¿Soy sospechoso de algo? Creo que debo llamar a mi abogado.
Una hora después, también habían logrado doblegar al estudiante de ingeniería, que se había puesto a llorar implorándoles que comprendieran la presión bajo la que se encontraba. ¿Cómo aprobaría los exámenes si no podía mantenerse despierto durante las noches? Porque, además de estudiar, dirigía una start up especializada en informática. Les decía todo eso sentado en un amplio sofá.
—Pero, joder, no soy drogadicto —dijo—. En realidad, se trata de algo mucho menos peligroso que el alcohol; la causa de todo esto es la hipocresía de la sociedad.
—¿Puede dar testimonio de eso en el juicio?
—¿De qué? ¿De la hipocresía?
—De que el dinero que gana con su empresa va directo al crimen organizado.
Cuando salieron, GG encendió un cigarrillo frente a la puerta principal, justo delante del letrero de “prohibido fumar”.
—¿Qué le está ocurriendo a la gente? —dijo y exhaló el humo lejos de Eira. Pero dio la vuelta en el aire y la envolvió con su exhalación—. ¿Cuándo dejamos los individuos de vernos como parte de una sociedad? Se trata de niños que se tirotean entre sí, por el amor de Dios.
Shirin la llamó cuando Eira estaba volviendo a casa, después de una parada en Älandsbro para satisfacer el imperioso antojo de un plato de salchichas con puré y pepinillos de la parrilla Sibylla.
—Tengo novedades acerca de nuestro amigo del río.
—¿Qué novedades?
—Estoy en Umeå; el médico forense quería comentarme algunos detalles.
—¿Condujiste 350 kilómetros por un hombre desconocido?
—Tenía que hacer otras cosas también —dijo Shirin—. ¿Tienes a mano a un ordenador?
—Dame veinte minutos.
Eira pisó el acelerador en los últimos diez kilómetros hasta llegar a Lunde. La llamó lo más pronto que pudo, una vez que estuvo sentada a la mesa de la cocina con un paquete de galletas de vainilla, mientras bajaba en el ordenador las imágenes que Shirin le había enviado.
Vio unas costillas y partes de la columna vertebral.
—Es probable que no haya sido un accidente; tampoco se tiró al río —dijo Shirin.
—¿Qué es lo que me has enviado?
Eira pasaba las imágenes mientras Shirin le describía una vértebra cervical destrozada que le había llamado la atención al médico forense. Existía una herida muy pequeña que habían podido confirmar bajo el microscopio.
Cayeron algunas migas sobre el teclado cuando Eira amplió la imagen y notó un punto que parecía una pequeña hendidura.
—Estamos de acuerdo en que pudo haber sido una bala —dijo Shirin—. Incluso parece haber tocado el esternón al salir. El ángulo coincide.
Eira sentía el latido veloz del corazón del bebé. O tal vez el del suyo, que latía a la par.
—¿Un tiro en la nuca?
Se habían reunido algunas personas frente a la Casa del Pueblo, al borde de la carretera, junto al monumento del tiroteo de Ådalen, que representa al caballo sobre las patas traseras, justo antes de que los militares abrieran fuego contra los manifestantes. Allan conocía a algunos de los que estaban allí y quería detenerse para saludarlos. Estaba Bettan Ljung, la mujer a la que le había tocado la lotería y nunca se había sabido qué había hecho con el dinero, aunque quedaba claro que no lo había usado para comprarse ropas caras, pues llevaba el mismo abrigo que siempre le había visto por las calles de Lunde; también estaba Kalle Molin, con quien Allan había discutido mucho de joven acerca de traiciones políticas y abusos de poder, y un par de visitantes tempranos. Trabajadores nómadas, según había oído Allan; esas personas que podían vivir tanto allí como en Estocolmo; uno de ellos estaba apoyado contra la pared del Café 31 mirando fijamente el móvil.