In crescendo - Beatriz Berrocal - E-Book

In crescendo E-Book

Beatriz Berrocal

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Beschreibung

Román Salgado llega para ocupar el nuevo cargo de director bancario. Quiere instaurar una nueva forma de trabajo, más actualizada y cooperativa, algo por lo que no será bien recibido. A esto se le suma el ser homosexual, un hecho que parece no encajar con la moral estricta y encorsetada de las viejas glorias del banco. Ignacio Coronado, el eterno aspirante a ocupar el puesto de director, asume una vez más que el cargo no será para él. Por si fuera poco, tendrá que relacionarse con Salgado. Y colaborar con el nuevo jefe no le será fácil. Una traición, intereses ocultos y una historia de amor inesperada y difícil de asumir cuya pasión va... 'In crescendo' se darán cita en esta adictiva historia que no dejará a nadie indiferente.

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IN CRESCENDO

BEATRIZ BERROCAL PÉREZ

Primera edición en digital: abril 2017

Título Original: In Crescendo

©Beatriz Berrocal

©Editorial Romantic Ediciones, 2017

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©Opolja

Diseño de portada: SW Dising

ISBN: 978-84-16927-41-8

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

1

El ruido que ha hecho el tapón de la botella de cava al ser descorchada por Luis, me ha sacado repentinamente de mis pensamientos, no es el momento para estar cavilando, y menos aún para darle vueltas a algo que ya no se puede cambiar.

—Propongo que brindemos por el mejor de los yernos.

Y, mientras mi suegro derrama el espumoso líquido en las copas que todos le acercan, yo permanezco catatónico con los codos apoyados en la mesa.

—¡Nacho, por Dios! Que estamos brindando por ti...

Al mismo tiempo que mi mujer trata de llamarme la atención, me pongo en pie e intento parecer lo más natural posible.

—Por el nuevo director del Banco Pelayo.

Y el tintineo de las copas chocando entre sí, me parece como el tronar de una bomba dentro de mi cabeza.

Paloma me abraza e intenta darme un beso en la boca mientras el resto de la familia aplaude.

—¡Qué pena que Marta no haya podido estar! Dichosos exámenes...

Mi suegra se seca los ojos emocionada, porque mi hija Marta siempre ha sido su nieta predilecta, y aunque esté rodeada de sus hijos y sus otros nietos, echa de menos a la primogénita.

El recuerdo de Marta hace temblar mis piernas, yo también acuso su ausencia, sobre todo porque sé cuál es el verdadero motivo de que hoy no esté aquí. Trato como puedo de que mis ojos no me delaten, y sacando de dentro la poca fuerza que me queda, hago lo posible para recibir las felicitaciones de todos aparentando la alegría que en estos momentos se espera de mí.

—Enhorabuena, papá. Oye, ahora que vas a cobrar un pastón, podrás subirme la paga, ¿no?

—¡Pero Chimo, por favor! Es increíble, tú vas a lo tuyo... —le reprende mi mujer.

Mi cuñada hace entrada en el salón con una enorme tarta que con letras de chocolate me da una vez más la enhorabuena. Uno de los niños ha puesto en peligro la estabilidad del dulce y un estallido de voces se lanza contra el chiquillo que, abrumado, se pone a llorar tan fuerte como puede.

¿Cuándo acabará todo esto? Solo tengo ganas de encerrarme en mi cuarto, de estar en silencio, completamente solo, rodeado únicamente de mis recuerdos, de tantas vivencias como he reunido en tan poco tiempo.

Está todo concentrado en mi mente, escondido en los recovecos de mi cerebro, allá donde se destierran los momentos más intensos para que nadie tenga opción a penetrar en ellos, para que, siendo solo míos, pueda deleitarme al evocarlos, recrearme aunque me duelan.

Han sido tan solo unos meses de mi vida, solo una parte de estos cuarenta y cinco años que estoy a punto de cumplir, y sin embargo, me han transformado por completo.

Necesito tiempo, tiempo para pensar, para reposar todo, para ordenar mi pobre cabeza porque de no ser así, estoy seguro de que tarde o temprano explotará, como el tapón de esta otra botella de cava que se está descorchando.

—¡Que no se diga! Uno no tiene un yerno como director de banco todos los días. Venga, otro brindis, ahora por la mujer del director. ¡Por mi hija!

Mientras mi mujer se siente el centro del mundo en estos momentos, en un arranque de humanidad, susurra en mi oído:

—Sigo pensando que deberías de haber tratado de localizar a Román para invitarlo a venir, al fin y al cabo, tú no ocuparías su cargo si él no se hubiera marchado, ¿no?

Sus últimas palabras retumban en mi mente como un eco ensordecedor que me rebota en los huesos del cráneo como si estuviera completamente hueco.

“Si él no se hubiera marchado, si él no se hubiera marchado...”.

Malditos recuerdos, benditos sean.

2

—Román Salgado, mucho gusto.

El recién llegado director del Banco Pelayo estrechó mi mano a la vez que con un gesto afable trataba de romper el hielo ante la expectación creada con su llegada.

—Coronado será un gran apoyo para usted, se lo aseguro —le dijo el consejero delegado, refiriéndose a mí con la confianza que avalaban los veinte años que llevábamos trabajando juntos.

Román Salgado me miró sonriente. Parecía un tipo cordial, pero la experiencia me ha enseñado a no hacer juicios antes de tiempo, era el tercer director de banco que conocía, y desde mi eterno puesto de segundo de a bordo los había visto ganarse al personal con palabras amables al principio, para después mirar únicamente por sus intereses. El tal Salgado, no tenía por qué ser diferente por más campechano que pareciera aquel primer día.

—Pues me va a hacer falta tener ayuda aquí, se lo aseguro —me dijo—, los comienzos siempre son difíciles para el que llega.

Acto seguido, el consejero continuó con la ronda de presentaciones de los que ocupábamos la primera fila en el salón de actos, para después subir a la tarima en la que estaba dispuesta una mesa rodeada de varios centros de flores y sobre la cual reposaban cuatro portafolios y otras tantas botellas de agua.

El discurso de bienvenida estaba cargado de elogios hacia Román Salgado, apestaba a peloteo rancio y desnaturalizado por completo. Frases empalagosamente pensadas, almibaradas hasta la saciedad con aquellas palabras que dejaban entrever horas de preparación escudriñando en los más completos diccionarios de la adulación.

—... Respaldado de un prestigio que ha demostrado a lo largo de su trabajo en diferentes entidades bancarias de rango internacional, les aseguro que su brillante formación y su innegable experiencia, enriquecerán el nivel de nuestra empresa y especialmente de esta sede en la que haremos cuanto esté en nuestra mano...

Desde las filas que ocupaban los empleados rasos, me llegó un leve murmullo cuando el orador dijo aquello de “nuestra empresa”, evidentemente, no se sentían identificados con la expresión, tal vez porque ni el preparador del discurso ni la persona que lo estaba leyendo habían pensado en ningún momento en que la empresa fuese de los anónimos ocupantes de las filas traseras, que en aquellos momentos servían de relleno mientras peleaban a muerte para que el sueño no se hiciese notar demasiado ante la aburridísima perorata con la que nos estaban torturando a todos.

Como ocurre con los regidores en los programas de televisión, ante la señal de uno de los organizadores del evento, todos los asistentes comenzamos a aplaudir mientras se producía el relevo del orador ante el micrófono, dando paso ahora al recién estrenado director, que a diferencia de su anfitrión, no llevaba discurso escrito, y se colocó con la mayor naturalidad delante del atril en el que apoyó sus manos vacías, y comenzó a hablar haciendo gala de una indudable experiencia frente al público.

Se abstuvo de nombrar su currículo ni su, ya mencionada y completísima, formación; por el contrario, centró su charla en las referencias que tenía de la sede española del Banco Pelayo y en su intención de aprender de todos los que hasta entonces habíamos llevado el timón de aquella nave hasta el puerto en el que él iba embarcar para formar parte de la tripulación.

Mientras hablaba miraba a los asistentes, ni un solo momento bajó la cabeza ni dejó entrever el menor titubeo. No cabía duda de que dominaba la situación, de que se sentía a gusto y seguro en el lugar que ocupaba, y sobre todo, en el que iba a ocupar.

En un par de ocasiones mi mirada se cruzó con la suya, cosa bastante normal porque trataba en todo momento de afianzar lo que decía con gestos contundentes y miradas firmes hacia el público, regla número uno de la oratoria.

Impecablemente vestido aparentaba tener algún año menos que yo, aunque tal vez fuese solo una apariencia. Piel morena y cabeza completamente afeitada, dejando visibles las arrugas que se le formaban cuando arqueaba las cejas y de nuevo centraba su mirada en alguno de los asistentes.

¿Metro noventa, noventa y algo? Sí, porque cuando había ido a su lado camino del salón de actos me dio la impresión de que éramos bastante similares en estatura, él de complexión más delgada aunque ancho de hombros y de aspecto musculoso, probablemente era de los que se machacaban en el gimnasio.

De nuevo mi mirada se encontró en el aire con la de Román Salgado.

—... Con la intención de aprender de cuantos me rodean, espero de su colaboración y quisiera que supieran que estoy dispuesto a recibir sugerencias y que la puerta de mi despacho estará siempre abierta para cuando alguno de ustedes...

Y cuando dijo “ustedes”, parecía que yo fuese el único destinatario de su frase, por lo que me sentí un tanto violento e instintivamente miré hacia otro lado.

Extraño y un tanto enigmático Román Salgado.

3

—¿Y qué tal con tu nuevo jefe, papá?

—Bueno, no sabría qué decirte, solo hemos tenido un par de reuniones, parece agradable, no es de los que vienen pasándote el cargo por las narices.

—No empieces, Nacho —dijo Paloma— que tú siempre te fías de la gente, te crees que todos van a la buena de Dios, y no te das cuenta de que por ser así estás donde estás...

—No empecemos con lo mismo de siempre... —le dije para tratar de cortar aquella conversación cuyo principio y final conocía de sobra por lo reiterativa que se venía haciendo a lo largo de los años.

—Sí, sí empiezo. Empiezo porque tengo que empezar, porque sabes que tengo razón, que hace años que tú tenías que ser el director del banco, y en vez de eso dejas que pasen todos por delante de ti, que te pisoteen y que se rían en tu cara...

Paloma iba subiendo el tono de voz proporcionalmente a la subida del tono de sus acusaciones, y yo quería evitar que continuase la progresión de lo que, para mí, eran ofensas, frases infundadas que lanzaba contra mí como dardos, sabiendo de antemano que a fuerza de insistir terminaría alcanzando el centro de la diana.

—Ya basta, no empecemos... —le dije.

—¿No empecemos? ¿Y por qué no vamos a empezar? Porque sabes que tengo razón, que ya hace cinco años, cuando entró Suárez de director, todo el mundo estaba convencido de que el cargo iba a ser tuyo, y tú te callaste, y cuando antes de Suárez, entró Germán Ulloa, también debería de haber sido para ti la dirección, pero tú siempre te has quedado callado como un muerto, tragando con lo que te echen, como si no fueses consciente de que no vas solo por la vida, que tienes una familia, una responsabilidad, unas obligaciones...

No podía más, sentía que la cabeza me iba a estallar, y ella continuaba remontándose al pasado, a los comienzos de mi carrera, cuando yo era un joven inexperto, pero que, según su criterio, debería de haber ocupado el cargo más alto del banco. Hablaba como si estuviese al tanto de todo, como si manejase los entresijos de mi trabajo mucho mejor que yo, mucho mejor que cualquiera de mis superiores. Ella y su complejo de superioridad, aquel que yo nunca había sentido.

Marta y Chimo, al ver el cariz que iba tomando la conversación, y conocedores de que aquella charla no iba a terminar bien, se levantaron discretamente de la mesa, y yo me dispuse a hacer lo mismo, a pesar de saber que mi espantada enarbolaría más aún el acalorado monólogo de mi mujer.

—¿Pero dónde vas? ¿No ves que estoy hablando contigo?

—Paloma, ya hablaremos luego, tengo una reunión a las cuatro y necesito pasar antes por el despacho.

No le di tiempo a replicar, si me hubiese quedado cinco minutos más en el comedor, hubieran saltado las alarmas de todos mis circuitos y me hubiese puesto a vocearle yo también, algo que quería evitar por todos los medios. Paloma, pese a sus sueños de grandeza de los que tal vez el único responsable sea su padre, es una persona insegura, capaz de echarme en cara lo que sea si yo permanezco inalterable, pero si me ve enfadado de verdad, se viene abajo, se derrumba y después me cuesta una semana de carantoñas y delicadezas hacerla salir de su depresión. Como esa semana me supone mucho más esfuerzo que guardar silencio y salir huyendo de sus acusaciones, opto por este camino, más cobarde, pero mucho más cómodo. Al fin y al cabo, son más de veinte años juntos, nos conocemos, y ni ella me va a sorprender con sus reacciones de chantaje emocional, ni yo tengo que demostrarle ya nada.

Lo que me fastidia de todo este tema es que siempre ha estado latente en nuestra vida, pero cada vez que ha habido una renovación en el cargo, se ha enardecido, y por suerte o por desgracia, esto ha ocurrido tres veces a lo largo de mi vida profesional, y mi orgullo, alimentado por las palabras de mi mujer, ha hecho despertar una conciencia que yo suelo tener bastante tranquila, y que en ocasiones me ha gritado a la cara si Paloma no tendrá razón, si no seré un miserable conformista, un sempiterno segundón o, el bueno de Ignacio Coronado, el que recibe con buena cara a todo el que llega, el que jamás tiene un mal gesto y por eso cualquiera puede pasarle por encima, el que, en realidad, carga con el trabajo de director mientras otros firman los papeles y se llevan los honores y el sueldo a casa.

Me disgustaba tener aquellos pensamientos, pero durante tantos años lo llevaba escuchando en mi casa, en mi coche, en mi cama, taladrando mi cerebro tanto tiempo que al final ya no sabía si estaba convenciéndome de que Paloma tenía razón o me estaba dando cuenta de que mi mujer era capaz de manipular mi pensamiento de una forma que no me gustaba en absoluto.

Tal vez había llegado el momento de cambiar, tal vez Román Salgado no fuese a encontrar en mí todo el apoyo que decía necesitar.

4

Aquel día fue la tercera reunión con Salgado, esta vez con los cargos directivos de la central, vecinos de despacho a los que yo conocía muy bien, por lo que no tuve más remedio que ejercer de anfitrión, aunque enseguida quedó sobradamente demostrado que no le hacía ninguna falta.

A instancia suya me senté a su lado, aunque hubiese preferido no hacerlo, porque me había planteado desde el principio tomar precauciones para no tener demasiada cercanía con él, pero como si conociese mis intenciones, se empeñaba en hacerme parecer imprescindible.

—Coronado, perdona, quería comentarte el contenido de este informe.

—Oye Coronado, podíamos tomar un café en mi despacho antes de que vengan los demás a ver si me puedes aclarar los datos referentes a la gráfica del mes pasado.

—Ignacio, sé que te estoy incordiando demasiado, pero prefiero tratar ciertos asuntos de la reunión en privado, te espero media hora antes en la sala de juntas.

Y ante su forma de pedir las cosas, con naturalidad, sin la prepotencia que a otros les había dado el cargo, por mucho que quisiera despegarme de él, e incluso intencionadamente, no facilitarle las cosas para que se buscase la vida por su cuenta o recurriese a otra persona en lugar de citarme siempre a mí antes de las reuniones, no era capaz de negarme a lo que me pedía.

Román Salgado sabía cómo hacer para que la gente se sintiese con él como si llevase años dirigiendo el banco. A la hora de pedir algo, nunca faltaba una sonrisa en su boca, ni el tono amable del que está pidiendo un favor y que es capaz de dar la vuelta a la situación de forma que sea el otro el que se siente agradecido por haberlo ayudado. No había distinciones en su forma de comportarse, su trato era el mismo con el consejero delegado que con la empleada de la limpieza que, nerviosa, salía a toda prisa de la sala de juntas y pasaba de sentirse sonrojada al encontrarse de frente con el director nuevo, a quedarse con la boca abierta cuando veía que este le sujetaba la puerta para que ella pasase, y al mismo tiempo le dedicaba unas palabras amables, cosa que no era frecuente entre los altos cargos.

Muy pronto, los administrativos se empezaron a disputar el trabajo con él, la opinión generalizada, salvo las inevitables excepciones, era altamente positiva, y cuando quise darme cuenta, yo mismo estaba inmerso en el poderoso influjo Salgado.

No podría decir por qué, pero a pesar de que todo parecía presagiar que el trabajo a su lado iba a ser muy llevadero, yo no acababa de desterrar la inquietud que aquel hombre producía en mí. Su forma de mirar era especial, siempre a los ojos, resaltando en los suyos un punto de brillo en el interior, un brillo cambiante que yo ignoraba si los demás apreciaban igual, pero que a mí me lograba ponerme nervioso.

No, no me gustaba sentarme a su lado porque cuando hablaba no lo hacía de un modo general, sino que volvía la cabeza por completo hasta mirarme de frente, y yo no podía centrarme en lo que estábamos tratando si lo tenía a mi lado.

El hecho de que con los demás se comportase de un modo parecido, no lograba tranquilizarme, estaba claro que era un hombre muy directo, no andaba con rodeos ni para lo que quería decir ni para dirigirse a la gente.

A media reunión tuve que aflojarme el nudo de la corbata porque me sentía ahogar allí, frente a los demás asistentes que, sin duda, se percataban de mi incomodidad, en un sitio que yo no quería ocupar, sentado a su lado, como si él fuese Dios Padre y yo su mano derecha, mientras en mi cabeza resonaban las palabras de Paloma sin dejarme olvidar que, a su modo de ver, una vez más me habían usurpado el cargo, aunque eso sí, sin que por ello tuviéramos que negarnos el privilegio de codearnos con el “usurpador” y su familia.

—Deberíamos invitarlos un día a cenar a casa, Nacho, al fin y al cabo, por mucho que nos fastidie la situación, es tu jefe, y te conviene estar a bien con él.

—Estoy a bien, no te preocupes, acaba de llegar, ya habrá tiempo de cenar.

Y mientras Salgado y otros tres o cuatro asistentes a la reunión se esforzaban en defender posturas distintas en algún tema del que yo estaba absolutamente ausente, sentía el sudor resbalar por mi cuello, como si nunca hubiese estado en una junta, como si el tiempo se hubiese detenido, como si se hubiera aliado con las agujas del reloj para que no se movieran del sitio y a mí me pareciera que, si aquello no se acababa pronto, terminaría asfixiado, no por la falta de aire, sino por la amabilidad del director chocando en mi cabeza con las palabras de mi mujer, repitiendo incesantemente que de nuevo habían pasado por encima de mi preferencia para ocupar aquel cargo.

La semana siguiente, cuando Salgado apenas llevaba quince días ocupando el cargo, Paloma, personalmente, lo llamó por teléfono para que viniese a nuestra casa donde se le agasajaría a él y a su familia con una cena de bienvenida a la que no podía faltar.

De nada sirvió mi enfado ante el poco peso que mi opinión tenía en la casa, de nada valieron mis protestas ni mi indignación ante la doble moral de mi mujer que pretendía desempeñar el papel de perfecta anfitriona mientras la realidad era que se moría por conocer al hombre que le habían descrito como el director ideal, y sobre todo, poder husmear en su vida, conocer a su mujer, a sus hijos, y escucharlo hablar, ya que le habían dicho que era un estupendo conversador.

Para sorpresa mía y decepción de Paloma, Salgado se presentó en casa con una caja de bombones y unas flores para ella, pero sin familia, completamente solo.

Vestido de manera informal, con unos pantalones vaqueros y una camisa de rayas, saludó a Paloma estrechándole la mano y dedicándole una de sus habituales sonrisas.

—Estoy muy agradecido por tu gesto, Paloma. Perdón ¿puedo tutearte, verdad?

—¡Por Dios! —dijo ella a punto de deshacerse ante la amabilidad de Salgado, que seguía con la mano de ella entre las suyas—. Es una cena de amigos, las formalidades dejadlas para el banco.

—Estoy de acuerdo —dijo él—estaremos todos más a gusto. ¿No crees, Ignacio?

Mis hijos odiaban este tipo de ceremonias que por muy amistosas que fuesen, a ellos les olían a etiqueta de la que huían como de la peste. Se presentaron y aunque cenaron a la mesa con nosotros, tan pronto como pudieron, se escabulleron cada uno a su cuarto.

—Tenéis una familia estupenda, toda una señorita y un simpático muchacho. Y parece que él va a seguir los pasos de su padre, controla de maravilla los temas económicos.

Chimo había aprovechado la cena para recordarnos que el cine se había puesto muy caro y que no íbamos a tener más remedio que revisar las cláusulas de su paga, lo que se había convertido en el único tema de conversación que teníamos en las últimas dos o tres semanas. Afortunadamente, Marta, a punto de cumplir dieciocho años, se había comportado de un modo más discreto.

—Esperábamos que tú también vinieras con tu familia, la invitación era para todos, por supuesto—le dijo Paloma, intentando enterarse de algo sin formular una pregunta directamente.

—Me temo que eso no puede ser. Estoy divorciado desde hace mucho tiempo, tengo una hija de la misma edad que la vuestra, y vive con su madre.

—Pero la verás con frecuencia... —añadió Paloma, mientras yo trataba de golpear su pierna bajo la mesa para que dejase de incordiar con su falso interés.

Como si no hubiese escuchado la pregunta, Salgado se levantó de la silla y dijo:

—¡Caramba! ¡Qué casualidad! Este cuadro lo tenía yo en el cuarto que ocupé en una residencia cuando era estudiante. Es la habitación de Van Gogh, hacía muchísimo que no lo había vuelto a ver, es curioso cómo hay recuerdos que parece que hemos olvidado pero están por ahí, ocultos en algún rincón.

Y hábilmente, como él sabía hacer muy bien, desvió la conversación del tema de la familia a los temas de la pintura a los que mi mujer era una gran aficionada. Ella no se percató de que en toda la noche no se volvió a mencionar a los hijos para nada, yo sí.

—Tenía razón la gente —dijo cuando Salgado se marchó—, es un hombre encantador, y se ve que te tiene aprecio, Nacho, yo creo que quiere estar cerca de ti, que le haces falta, y eso es bueno, porque es un hombre muy importante, no lo olvides, con estas personas es mejor llevarse bien, eso se lo he oído a mi padre cientos de veces: a los jefes, mejor tenerlos de amigos. Y este te necesita, te lo digo yo, tú déjate querer.

Y aunque no por obedecer a mi mujer, así lo hice.

5

—¡Caramba con Salgado, eh! Menudo ritmo de trabajo lleva el tío, está frenético.

Era uno de los comentarios más escuchados en la oficina, sobre todo si a la hora del café de media mañana él no estaba y nos podíamos permitir el lujo de hablar a sus espaldas.

—Sí, la verdad es que no para, creo que vamos a reunión diaria y algunos días, dos —dije yo, que estaba francamente agobiado ante el ciclón que parecía ser aquel hombre, ante los planes de renovación que traía, ante el torrente de ideas que parecían no tener fin.

—Y tú no te quejes —me dijo Núñez—, que a ti te trata “con cariño”. ¿Has visto la torre de datos que le pidió ayer a Hortigosa? Creo que anda todavía sumergido en los archivos de los ordenadores, no sé si habrá ido a dormir a casa.

—No es solo Hortigosa el que no ha podido ir a casa, yo llevo tres días revisando con Luis los datos del año pasado, desde enero. ¿Qué demonios necesitará él saber de enero si no estaba aquí? Estoy haciendo más horas extras que cuando entré en el banco con pantalones cortos... —añadió Ferrer.

Parecía que todos los comentarios favorables que Salgado había suscitado los primeros días de su estancia entre nosotros, habían cambiado en el momento en que el nuevo director nos había puesto a todos a trabajar a un ritmo al que no estábamos acostumbrados.

No se pudo comentar nada más, pues en aquel mismo momento el director se unió a nuestro grupo acompañado de otros tres compañeros que, con el nudo de la corbata aflojado, se lanzaron sobre los cafés que el camarero les puso apenas los vio entrar por la puerta.

—Hemos tenido una mañana agotadora —dijo Salgado mientras se soltaba el primer botón de su impecable camisa de Dutti—, pero no hay más remedio, no tengo otra forma de ponerme al día, como no me echéis una mano, no terminaré de asentarme en tres meses.

Colocado a mi lado y como si se acabase de acordar de algo que seguramente estaba ya planeado de antemano, me dijo:

—¡Vaya, Ignacio! Casi se me olvida, te veo en mi despacho en cinco minutos, tenemos que estudiar la forma de aplazar esa auditoría que nos quieren hacer a primeros de mes, no tenemos preparada todavía la documentación que piden, vamos a ver cómo lo hacemos para que lo pospongan un poco...

Observé cierto rumor de risas contenidas en el resto de compañeros, alguno se tuvo que volver de espaldas para que no se le notase, otros se dieron leves codazos y uno incluso estuvo a punto de atragantarse con el café que tenía en la boca.

—Bueno —dije intentando salir al paso— no veo qué voy a poder hacer yo en ese tema... ya sabes cómo es esta gente, cuando anuncian su llegada son como un terremoto, no hay quién los detenga...

—Bueno, habrá que intentarlo, echaremos un vistazo a auditorías anteriores, a ver a qué nos podemos agarrar para retrasarla al máximo, te juro que me encuentro muy verde para afrontar ahora mismo este tipo de revisiones, ven conmigo. Hasta luego a todos, y otra vez gracias por la ayuda. Me imagino que en vuestras casas no me podrán ni ver, pero confío en que sea la primera temporada, después ya no hará falta tanto detalle. Vamos, Ignacio.

Y apurando el café de un sorbo, me arrastró fuera de la cafetería.

A nuestras espaldas quedaron de nuevo un coro de risas incipientes a duras penas disimuladas y que, si yo pude percibir, supongo que de igual forma lo haría Salgado, aunque se abstuvo de hacerme ningún comentario.

Abriendo la puerta de su despacho, me cedió amablemente el paso y en vez de tomar asiento detrás de su mesa, se dirigió a la otra parte de la amplia habitación, donde había dos sofás de cuero negro circundando una mesa baja desbordada de papeles.

—Ponte cómodo —me dijo—, vamos a tener para rato.

Antes de sentarse, se quitó la americana y la colgó en uno de los brazos del moderno perchero de metacrilato que hacía juego con otros complementos y muebles auxiliares del despacho.

Me senté en el sofá sin saber muy bien qué era lo que hacía allí, preso de una situación incómoda que se había propiciado por las risas de mis compañeros, volví a sentirme un imbécil incapaz de cumplir mi propósito de no prestarme a más acciones de ayuda humanitaria para jefes recién llegados, algo que parecía estarse convirtiendo en una especialidad a lo largo de mi vida.

Salgado se situó a mi lado cargado con unas enormes carpetas que colocó entre los dos, y dejándolas allí sin abrir siquiera, me dedicó una de aquellas miradas de las que no había por dónde escapar.

—Me estás ayudando mucho desde mi llegada, no sé qué hubiera hecho sin ti, porque sospecho que entre los demás no he caído demasiado bien…

Como si fuese un acto reflejo, algo que siempre hago sin darme cuenta cuando estoy nervioso, me aflojé el nudo de la corbata, como si con ese gesto ganase unos segundos para saber qué era lo que tenía que decir en aquellos momentos, algo que hiciese cambiar el rumbo de la conversación, pero sin que se notase demasiado que yo quería ir directamente al tema que me había llevado allí, saltándome todos los prolegómenos.

—Bueno… no creo que… la verdad es que… son cosas… a veces... —dije haciendo gala de una gran facilidad de palabra.

—No, no, si no intento ponerte en contra de tus compañeros de toda la vida, no me malinterpretes, simplemente quería agradecerte tu apoyo. Sé por experiencia que es imposible caerle bien a todo el mundo, pero eso tampoco me preocupa si a la hora de la verdad tengo a mi lado a la gente que realmente vale la pena.

No sabía qué hacer ni qué decir. Yo no estaba acostumbrado a un trato tan personalizado, solo quería terminar con aquella situación que me resultaba de lo más incómoda, y salir de allí disparado. ¿No era el nuevo director? Pues que solucionase sus problemas cono teníamos que hacer los demás, a ver si encima de llegar a pisarme el cargo que debería haber sido mío, me tocaba allanarle el camino.

Mis propios pensamientos me descolocaron, me estaba convirtiendo en un eco de Paloma, ¿es que ya no tenía personalidad ni para pensar libremente?

—¿Qué tal si miramos algunos datos de esos que querías? —le dije para salir del paso de la mejor manera posible.

Al mismo tiempo los dos, nos dispusimos a coger una de aquellas carpetas que reposaban en el sofá en el que estábamos sentados, y por un instante apenas perceptible, nuestras manos se rozaron. Mi gesto fue un reflejo de mi sensación interior, aparté mis manos como si el contacto con las suyas me produjese una descarga eléctrica.

—Voy a buscar unos cafés para que nos mantengan despiertos porque entre tantos números va a ser difícil —dije disponiéndome a salir del despacho en busca del aire que me faltaba allí dentro.

—Espera. —Me detuvo justo cuando iba a abrir la puerta—. Llamaré a Juan y le pediré que nos los traiga, así podemos ir empezando.

No había disculpa, tenía que sentarme allí y empezar a revisar números e informes cuanto antes si no quería que aquello durase eternamente, así que mientras él hablaba con el auxiliar por el interfono, me enfrenté a la primera de las carpetas buscando no sabía muy bien el qué.

Acto seguido, Salgado vino hacia donde yo estaba y retirando del sofá la otra carpeta que anteriormente nos había separado, la colocó en la mesa y se sentó a mi lado, muy cerca de mí disponiéndose a mirar al mismo tiempo que yo, las hojas que iba pasando.

Instintivamente me separé un poco, tratando de que existiera una invisible frontera entre los dos, no sé por qué lo hice, fue sin darme cuenta, como te retiras cuando intuyes que algo te puede caer encima.

—No veo bien, perdona —dijo él anulando de nuevo la distancia que yo había interpuesto, y colocándose literalmente pegado a mí, siguió revisando los números que para mis ojos habían desaparecido hacía rato entre la incomodidad, el calor que sentía y la sensación de asfixia que tenía desde hacía rato.

El instante en el que Juan golpeó suavemente la puerta para, sin esperar respuesta, entrar con una pequeña bandeja en la mano, fue para mí como si hubiese escuchado el pistoletazo de salida, y dando un bote en el sofá, me puse en pie tan aprisa como pude, tratando por todos los medios de que el sudor que en aquellos momentos comenzaba a deslizarse por mis sienes, no fuese percibido por el muchacho, ni mucho menos, por Salgado.

—Gracias Juan, perdona que te haya molestado, pero necesitábamos un café donde mojar tantos números como tenemos delante.

—De nada, si necesitan algo más no dude en llamarme —dijo él saliendo ya del despacho.

—Esto es otra cosa, ¿no te parece?

Y mirándome extrañado por la cara desencajada que yo debía de tener en aquellos momentos, me preguntó:

—Ignacio, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que dejemos esto para otro momento?

Al mismo tiempo que había dicho aquella frase, se había aproximado hacia mí y alargando su mano a mi frente, con la mayor naturalidad del mundo, había tanteado mi temperatura.

—No, fiebre no tienes. Anda, ven, siéntate aquí un momento, si no se te pasa te acompaño a casa. Será el calor, este aire acondicionado nos va a matar a todos.

Como si fuese un niño, tiró de la manga de mi americana para que lo acompañase al sofá, y lo peor de todo es que, ante mi propio asombro, lo seguí, sin decir ni media palabra, y me senté a su lado dejando plantada frente a los ventanales la dignidad que me llamaba para que espabilase, sin comprender mi repentina sordera.

—¿Estás bien? ¿Quieres que pida una botella de agua, un té, algo?

—No, no, ya estoy bien, seguramente ha sido eso, el calor…

Y sin ningún tipo de inhibición pasó el dorso de su mano por mi mejilla.

No pude evitar apartar la cara bruscamente, yo no estoy acostumbrado a que el director del banco, mi inmediato superior, me haga caricias en la mejilla o me tome la temperatura en la frente.

—¿Eres homosexual, verdad? —le pregunté a bocajarro olvidando el riesgo que corría haciendo una pregunta tan personal a mi jefe.