Infierno y paraíso de las islas - Miguel Ángel Moreta-Lara - E-Book

Infierno y paraíso de las islas E-Book

Miguel Ángel Moreta-Lara

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Beschreibung

Este es un libro sobre la mar, donde tantos libros se perdieron, donde naufragan hermosos seres en islas de ensueño o de dolor. Persigue la ebria poesía de los mascarones. Surca mares amargos subido a la madera con la que se fabrican libros y barcos. Este es un libro sobre mujeres fascinantes y maldecidas. Acaso marear estas páginas sea también piratear historias que tratan de tantas luchadoras y ninguneadas. Este libro quiere desplegar velas, encender cirios que iluminan las diosas locas, cisnes en la charca.

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Infierno y paraíso de las islas—Memorias de mar y mujer—

Primera edición, abril de 2022

Primera edición digital, agosto de 2023

El Desvelo Ediciones

Paseo de Canalejas, 13-3ºA

39004-Santander

Cantabria

www.eldesvelo.es

[email protected]

@eldesvelo

© de la obra original, Miguel A. Moreta-Lara, 2022

© del prólogo, María Luisa Balaguer Callejón, 2022

© de la imagen de cubierta, Perrette y el diablo de Papefiguière, de Charles Eisen, 1896

© del diseño de cubierta e interior, Bleak House, 2022

© de la edición, El Desvelo Ediciones, 2022

ISBN edición papel: 978-84-125213-0-6

ISBN edición digital: 978-84-127246-7-7

IBIC: DNF

Thema: DNL

Deposito Legal: SA 120-2022

Confección ePub: Booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 47).

INFIERNO YPARAÍSO DELAS ISLAS

Miguel A. Moreta-Lara

PrólogoMaría Luisa Balaguer Callejón

El Desvelo | Altoparlante

Prólogo

El autor del libro que prologo no es solamente un escritor culto, sino un hombre culto, y esto es muy perceptible si tenemos en cuenta la diferencia entre escribir y conversar. Una conversación con Miguel puede empezar de cualquier forma, pero indefectiblemente terminará hablando de literatura. Nunca he vivido con él algo distinto al atropello verbal sobre noticias de libros nuevos no leídos, que anotamos para préstamos aplazados, con devoluciones urgentes, que nos llevan a renovados títulos —y de justicia es decirlo— donde me reconozco deudora suya de por vida. Por conocer, te hace referencia a aspectos a veces insólitos de sus autores, a los que conoció por sus familias como a los hijos de Laforet, o directamente en su estancia en México, exiliados a los que llevó y de los que trajo a España sus libros. Hay en Miguel una entrega incondicional a la escritura que explica haber escrito un libro como este. Infierno y paraíso de las islas (Memorias de mar y mujer) es la expresión de un modo de vida del autor que le permite deambular por la literatura en todos y cada uno de los géneros imaginables, con profusión de anécdotas de sus autores, a veces sorprendentes, pero siempre ilustradoras de un modo de vida entregado a la lectura.

Si fuera cierto que existe una literatura de culto, esta obra es ese libro de culto. Por su extensa temática, que combina el ensayo histórico con la crítica literaria, abundando en detalles que a veces mueven al lector al interés por la lectura de los autores y las obras que nos presenta, pero muy especialmente por el alto nivel con el que desempeña su oficio de identificación con una escritura diversa y rica. No hay lectores de ensayo o novela, hay lectores que viven las vidas de los escritores a los que leen, y esta es la gran obra que merece la consideración de obra literaria.

Imposible no leerlos todos después de la defensa que el autor pone en cada comentario de cada libro que refiere. En cada obra una llamada a la aventura del mar, de un exilio como el que llevó a tantos españoles a escribir su particular odisea, de los destierros de Unamuno, de Jiménez de Asúa que llegaría a comer boquerones en El Palo, cerca de la casa en la que ahora vive Miguel. Es en esa conexión que el autor consigue entre escritores y lectores donde radica la perentoriedad de la lectura que aconseja. En ese acercamiento entre obra y autor, entre lector y obra, de manera que consigamos ser un poco ellos mismos, los que escriben, a los que leemos.

Más aun a algunos de los que nos cita, vivos, actuales y vecinos nuestros, los encontraremos en librerías de nuestro barrio como al propio Alfredo Taján y su obra de 2011 El Pez Espada, título de esa novela que se desarrolla en un hotel de la costa, que le da su nombre. O a los llorados Rafael Pérez Estrada y Manuel Alcántara hasta hace poco paseantes por las cercanías del Puerto de Málaga. El homenaje que a Málaga dedica Miguel Moreta, es tanto más valioso cuanto viene desde fuera a valorar a esta ciudad, a la que quienes por trabajo sufrimos un exilio intermitente, nos vale leer estas páginas de Miguel para humedecer los ojos.

Pero hay en este libro tres circunstancias importantes que me interesa destacar. La primera hace referencia a la consideración que Miguel tiene en todo momento de la ideología y su posición en la literatura. Hay lectores que justifican el contenido de una obra por su soporte literario exclusivamente y otros que consideramos que entre las funciones de la literatura está la intención propedéutica, la propensión a unos fines activos que remuevan nuestro sentido de la vida, lejos de la conformidad y la aceptación acrítica de una literatura que contiene solo la forma de sí misma, lo que llamaría Álvaro Pombo la falta de sustancia. Las críticas que encontramos en este libro lo serán desde la sustancia de la literatura de pretensiones teleológicas, la literatura como forma de vida conlleva el compromiso finalístico de la lectura.

En segundo lugar, la literatura del exilio como representación de una consecuencia del compromiso político. Los escritores que desde el exilio producían obras que solo hasta el final del franquismo y el inicio de la democracia pudieron ser conocidas en España, eran igualmente algo más que literatura, en la medida en que mostraban el contenido político de su obra desde la disidencia poniendo en evidencia el régimen que aislaba y condicionaba la vida política de quienes habíamos nacido en la dictadura de Franco.

Y la atención de Miguel a esa literatura muestra igualmente el compromiso político de quien se acerca a unas posiciones políticas dialécticas con el sistema en el que se formó intelectualmente, como nos ocurrió a quienes fuimos a aquellas universidades de rectores nombrados desde ese régimen de dictadura.

Finalmente, una tercera circunstancia no menos importante será la inclinación de Miguel por la literatura escrita por mujeres y, por decir mejor, de la literatura feminista. Luce en el libro el interés por Isabel Oyarzábal, Carmen de Burgos, las poetas rusas de primeros del siglo XX, Concha Méndez, poetas, autobiógrafas y novelistas perseguidas políticas y exiliadas, a veces ambas cosas. Su admiración por Rosa Chacel, Simone de Beauvoir, Emilia Pardo Bazán o Susan Sontag, descubre a un hombre intelectual centrado en los valores contemporáneos, que desea vivir en su momento histórico.

Pero también de escritoras de actualidad como en el caso de Olivia Laing, la autora de La ciudad solitaria, o El miedo a volar de Erica Jong, como mujeres representativas de una literatura emancipadora de género. La nómina que nos revela sobre escritoras que forman su paraíso particular refiere a ese escritor que le lleva a desacreditar a los críticos machitos que ignoran la literatura escrita por mujeres.

Nunca me gustó la neutralidad ni el aquietamiento a las formas convencionales de vida, pero desde luego en ningún caso si se trata de gustos literarios. Me parece inevitable tomar partido por el compromiso, y en el caso de la literatura desde luego y siempre. Ahora bien, para optar han de conocerse las opciones y lo que nos muestra Miguel Moreta es un festival de escritores y de escritoras que se mueven desde diferentes formas de representación de la palabra, pero siempre en una órbita crítica y de compromiso con los valores que le he visto defender en nuestra relación de amistad, los de la calidad literaria al servicio de un compromiso político al que contribuye.

Es en la amistad en donde se materializa una buena parte de nuestra forma de construirnos e ir siendo. Porque a diferencia de otras relaciones familiares o meramente profesionales, en la amistad se crea propiamente un lazo social, en el que se une solamente la búsqueda del otro, por el mero placer de encontrar en él lo que quizás nosotros no tengamos o admiramos, por darnos cierta complementariedad. Porque puede ampliar nuestro mundo y a veces, como en el caso de mi relación con Miguel, poblarlo de nombres, de anécdotas, de urgencias por lecturas que me descubre, y al mismo tiempo le permite darme a mí la sensación de que también él siempre aprende de lo que le cuento, haciéndome creer que yo también podría enseñarle algo que todavía no sabe sobre libros.

María Luisa Balaguer Callejón

A Marta Cerezales Laforet, María LuisaBalaguer Callejón, Antonio Álvarez de la Rosay Moisés Pascual Pozas, por su lectura, sucomplicidad, su inspiración, su largo aliento.

A LA MAR, MADERA…

MADCHEN

Ei, Seeleute,

liegt ihr so faul

schon im Nest?

Ist heute für euch denn nichtauch ein Fest?

[...]

Sagt! Habt ihr denn nichtauch ein Schätzen am Land?Wollt ihr nicht mit tanzenauf freundlichen Strand?1

 

_______________

1.MUCHACHAS. ¿Cómo, marineros,/ya os habéis ido a la cama?/¿No es hoy fiesta también/para vosotros?/¡Decid! ¿No tenéis acaso/una novia en tierra?/¿No queréis bailar con nosotras/en esta acogedora orilla? (Richard Wagner. El holandés errante, Acto III).

Infierno y paraíso de las islas

Judith Schalansky, nacida en 1980, es una escritora, editora y diseñadora gráfica alemana graduada en Historia del Arte y en Diseño de la Comunicación. Cuando su Atlas de islas remotas: Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré se publicó en su país, recibió el premio al libro más bello del año 2009, y el mismo premio volvió a recibirlo en 2012 por su novela El cuello de la jirafa (2013). Pero lo que te ofrece este Atlas es algo más que belleza: el uso del color (páginas blancas, ocres y grises), la distribución del contenido (en las páginas pares el texto y los mapas en las impares), la ficha que precede a cada texto, las tapas duras, el índice, etc., convierten este tratado isleño en un objeto felizmente legible, tan artístico como funcional.

El proyecto poético de Schalansky tiene origen en su fascinación infantil por la cartografía, por los globos terráqueos y los viajes: «recorrer un mapa con el dedo índice puede ser entendido como un gesto erótico». Todo mapa es una invitación al viaje, es un viaje: cualquier itinerario será posible sobre un atlas, desde casa, desde el libro. El mapa, tal que un jardín infantil —donde el tiempo y el lugar son una misma cosa—, constituye una representación de la selva, del bosque, de un viaje tan real como imaginario, un trayecto tan veloz como inmóvil.

Las cincuenta islas de Schalansky entrañan cincuenta incursiones en la historia de cada una, cincuenta relatos que, con el mimo de un naturalista, van ensartando circunstancias y detalles asombrosos. La isla mínima es la francesa Tromelin, con solo 0,8 km2, también llamada Isla de Arena, donde se narra la historia de un naufragio. La más extensa es la rusa Rodolfo, con 297 km2, en el Ártico, descubierta en 1874 durante la expedición austrohúngara al Polo Norte y bautizada con el nombre del hijo de Sissí. Igual que Isla Rodolfo, se mencionan hasta diecinueve islas deshabitadas. Las más populosas son la ecuatoguineana Annobón (5.008 isleños) y la caboverdiana Brava (6.804 pobladores), donde los habitantes tienen los ojos azules y la piel negra y en las tabernas del muelle se oyen canciones tristes, como la de Cesária Évora:

Cuando me escribas,

yo te escribiré.

Cuando me olvides,

yo te olvidaré.

Sodade, sodade.

Sodade en mi tierra de Sâo Nicolau,

hasta el día en que regreses.

La señora Schalansky nos zarandea con unos acontecimientos inesperadamente estupendos. Diego García (nombre de su descubridor, un marinero de Moguer) alberga una base usamericana secreta para lo que, previamente, se desalojó a sus habitantes. Fangataufa sufrió una bomba de hidrógeno: ¿hace falta recordar que es una isla deshabitada? En Howland se escuchó por última vez antes de que desapareciera a Amelia Earhart, heroína de la aviación. Santa Helena será la isla de la muerte para su personaje más famoso, aquel emperador que la habitó durante cuatro años y medio: «vigilado por un regimiento, malvivía en un altiplano a la merced de los vientos, rodeado del círculo de sus traidores más leales». En la deshabitada Taongi hay una tumba con los huesos del joven Scoot Moorman, eclipsado cuando estaba pescando en la costa de la isla hawaiana de Maui, unos 3.700 km al este de Taongi. Los pájaros de Hitchcock atacan al cadete Henry Eld en Macquarie. Se necesitan ocho años para conseguir un permiso de acceso a la isla francesa de Amsterdam (avistada por Juan Sebastián Elcano un siglo antes de que un capitán holandés la bautizara con el nombre de su barco, el Nieuw Amsterdam), cuyos 25 habitantes (técnicos de la estación de investigación) se reúnen por la noche para ver películas porno. La isla australiana Navidad es el escenario de una guerra permanente entre 120 millones de cangrejos rojos y ominosos ejércitos de hormigas araña amarillas. A finales de enero de 1521 Magallanes, tras 50 días de desastrado viaje oceánico sin comida ni apenas agua, arribó a una tierra donde no encontraron nada con que calmar el hambre y la sed; la llamaron Isla de la Decepción, conocida hoy como Napuka, en la Polinesia francesa. Para la neozelandesa Raoul se solicitan cada año voluntarios, que «deben ser ágiles y versátiles, tener espíritu aventurero sin llegar a ser temerarios». Iwo Jima, tumba de más de 20.000 japoneses, es el pretexto para contar la historia de una foto: esa imagen de seis marines apuntalando el mástil de la bandera fue tomada por Joe Rosenthal el 23 de febrero de 1945. Ciertas fotografías de guerra se han convertido en emblemas muy perdurables: la del miliciano cayendo en un campo de Córdoba (Robert Capa, 5 de septiembre de 1936) o la de la niña vietnamita quemada por el napalm (Nick Ut, 8 de junio de 1972), por ejemplo, van fatalmente aparejadas a la evocación de esas guerras.

Aunque los auténticos protagonistas de esta galería sean las ínsulas, pululan en su derredor una partida de personajes increíbles: William Glass (fundador de un estado microcomunista en Tristán de Acuña), Marc Liblin (que aprendió, mientras dormía en su casa de Francia, el habla de los nativos de Rapa), Robert Dean Frisbie (descriptor del paraíso sexual de Pukapuka), August Gissler (buscador de tesoros, que horadó toda la Isla del Coco), Victoriano Álvarez (farero mexicano, violador y asesino, que se autoproclama rey de Clipperton) o la troupe austroalemana que interpreta un culebrón en la ecuatoriana Floreana (o Santa María, una de las Galápagos)… Ínsulas, personajes, historias delirantes para amenizar cincuenta días y cincuenta noches de fiebre, de inquietud, de mareo literario.

En la introducción a este tratado de sorprendentes insularidades, la autora hace varias observaciones, de las que apuntaré aquí solo unas pocas. Aunque aparenten deslizarse hacia la pura obviedad, tienen su miga: dada la forma esférica e ilimitada de la Tierra, cualquier lugar puede ser considerado el centro del mundo; las islas son pequeños continentes y los continentes, grandes islas; todos los mapas son el resultado y la práctica de la violencia colonial; el oficio de cartógrafo es un arte poético y los atlas un género literario de belleza máxima.

La isla quizá sea uno de los símbolos más fecundos de la cultura occidental, posiblemente humana. Los geógrafos, según nos recuerda el filósofo Gilles Deleuze, hablan de dos tipos de islas:

Las islas continentales son islas accidentales, islas derivadas: se separan de un continente, nacen de una desarticulación, de una erosión, de una fractura […]; las islas oceánicas son islas originarias, esenciales: ora aparecen constituidas por corales […], ora surgen de erupciones submarinas.

Pero lo que concluye el pensador —y resulta ahora de muy pertinente aplicación— es que la esencia de la isla desierta es imaginaria y no real, mitológica y no geográfica:

Soñar con las islas —con angustia o alegría, qué más da— es soñar que uno se separa, que ya está separado, lejos de los continentes, solo y perdido, o bien es soñar que partimos de cero, capaces de recrear, de recomenzar.

Tampoco hay que perder de vista que las islas de las que habla Schalansky no son islas fantasmas, sino muy verdaderas, perfectamente localizadas… ¿Seguro? Sin duda, si las comparamos con las innúmeras maravillas de las islas ucrónicas y utópicas, porque en principio la isla es un símbolo del paraíso, un más allá donde residen la belleza, el placer y la bondad, el territorio de la felicidad, el final de todo viaje iniciático: la paz, la soledad, el refugio. Por eso las utopías siempre son concebidas como islas: Utopía (1516) de Tomás Moro, La Ciudad del Sol (1602) de Campanella, Cristianápolis (1619) de Johann Valentín Andrea, La Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon, Océana (1656) de James Harrington… Son las engendradas por el sueño de la razón de escribidores y artistas: Alberto Manguel y Gianni Guadalupi mostraron un prodigioso catálogo de estas islas imaginarias en su Breve guía de lugares imaginarios (2000). No me resisto a evocar las islas de tantos viajeros favoritos (Jasón, Ulises, Persiles, entre otros), la Ítaca de Homero (pero también de Kavafis), la de San Brandán (tantas mágicas veces recontada por Álvaro Cunqueiro), la Atlántida de Platón, la Avalon del rey Arturo, las de los piratas de Verne y de Salgari y de Stevenson, la Kirrin de los cinco, la Corfú de los hermanos Durrell, la ínsula Barataria del maltraído y socarrón Sancho… O aquellas a las que arribó el marino de Bagdad, el prodigioso Simbad: Kafirete, las Cotovías, Gutor, Barabón, Trapobana y Novena («que se mueve cada año un sexto de legua y en el 2136, si nada la detiene, estará delante de Tarragona», sostiene Cunqueiro).

Hay una isla utópica que, sin embargo, existió brevemente, la República Esperantista de la Isla de las Rosas, en realidad una plataforma artificial marina de 400 m2 diseñada por el visionario ingeniero Giorgio Rosa, que proclamó su independencia el 1 de mayo de 1968: estaba construida en el Adriático, frente a las costas de Rímini, pero fue tomada y demolida pocos meses después por las autoridades italianas. El Poder —esa estructura adicta a la gloria, al oro y a la sangre— nunca ha soportado la imaginación, el sueño o la utopía. La historia de esta isla la ha contado recientemente el filme L’incredibile storia dell’Isola delle Rose (Sidney Sibilia, 2020).

Las islas de mi mitología íntima no estarían completas sin el catálogo de las que aprendí en la canción (Capri c’est fini, el éxito de Hervé Villard), en la escuela (todas explosivas: atolón Bikini, Krakatoa), en el cine y, como vengo diciendo, en la literatura.

Ω

De la deslumbrante filmografía de Marlon Brando, hay varias islas presentes en mi imaginario: Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969), Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) y La isla del Dr. Moreau (John Frankenheimer, 1996, remake muy inferior al filme del mismo título de Don Taylor, 1977). Las islas Hawái hicieron mella en mi mente infantil a través de Hawái (George Roy Hill, 1966) y, sobre todo, La taberna del irlandés (John Ford, 1963), revisionada incansables ocasiones. Pero la isla que más me impactó fue la de Stromboli, terra di Dio (Roberto Rossellini, 1950).

Ω

De adolescente, una novela que me conmovió grandemente —a esa edad las experiencias lectoras son imperecederas— fue La isla de los hombres solos (1963) del costarricense José León Sánchez, una autobiografía de un condenado a perpetuidad en el penal insular de San Lucas. Este es uno de los mejores ejemplos de la isla infierno, espacio distópico, símbolo de exilio, aislamiento, soledad, tortura y muerte. La novela de León Sánchez fue anterior a la aparición del superventas del mismo tema, Papillon (1969), de Henri Charrière. Para quitarme de encima tan ingrata reminiscencia, evoco la isla más bonita —con permiso de Madonna—, que es La isla y los demonios de Carmen Laforet.

Dejo para el final la isla más literaria y que, en los últimos tres siglos, aparece más entretejida de verdad e imaginación, de historia y deseo, de geografía y política. Trataré de resumirles tres historias en un solo párrafo. Juan Fernández (1528/1530-1599), un marino español (cartagenero, por más señas), avista en sus viajes entre 1564 y 1574 un archipiélago, en el Pacífico sur, frente a Valparaíso, que será conocido como islas Juan Fernández (las más grandes serán nombradas Más a Tierra, Santa Clara y Más Afuera). Un marino escocés, Alexander Selkirk (1676-1721), enrolado en el galeón Cinque Ports, discute con su capitán y este lo abandona —cual náufrago— en la isla Más a Tierra, donde permanecerá cuatro años y cuatro meses (1704-1709), hasta ser rescatado por el corsario inglés Woodes Rogers (1679-1732), piloto del Duke, que regresaría a Inglaterra como héroe nacional en 1711 tras haber capturado el Galeón de Manila. Rogers escribiría y publicaría A Cruising Voyage Round the World (Londres, 1712), libro en el que contó sus aventuras y detalló las del rescatado Selkirk. Es muy posible que Daniel Defoe (1660-1731) entrevistara a Selkirk en el puerto de Bristol —tal como afirma Borges— y, desde luego, leyera el famoso libro del reputado corsario Rogers. También pudo haber leído los muy difundidos Comentarios Reales de los Incas (Lisboa, 1609), del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), muy editados en toda Europa y traducidos por sir Paul Rycaut como The Royal Commentaries of Perú (Londres, 1688), aunque la primera versión al inglés data de 1625. En los Comentarios se contaban las peripecias de Pedro Serrano, náufrago español y sobreviviente durante ocho años (1526-1534) en un banco de arena del Caribe colombiano (hoy llamado Banco Serrana). Cuando Serrano fue rescatado, vivió de relatar y divulgar su historia, que el Inca Garcilaso conoció por el caballero Garci Sánchez de Figueroa, aunque al parecer hay un relato escrito por el propio aventurero y conservado en el Archivo General de Indias en Sevilla.

Hace rato que ya habrán deducido que toda esta maraña tiene que ver con el hecho de que Daniel Defoe publicó en 1719 su Robinson Crusoe, con la que creó un mito universal, estuviera o no basada en los episodios de los náufragos Serrano y/o Selkirk. Así que el gobierno chileno cambió en 1966 los nombres de sus islas: a la de Más a Tierra (donde estuvo Selkirk) la rebautizó como Robinson Crusoe (donde nunca estuvo Crusoe) y a la de Más Afuera como Alexander Selkirk (nunca pisada por Selkirk)1. El personaje de Defoe sobrevive en una isla en el delta del Orinoco, más cerca por tanto de la isla caribeña donde sobrevivió el náufrago Pedro Serrano. Al final, todo queda entre robinsones.

La recepción de la obra de Defoe creó escuela: quizá el pistoletazo de salida lo dieron los cuatro volúmenes de La isla Felsenburg (1731-1743) del alemán Johann Gottfried Schnabel (1692-1752). A partir de entonces ha habido robinsones de todo pelaje y en todos los idiomas, dando origen al subgénero de la robinsonada. Mi admirado Claudio Magris, en un artículo titulado «Todos somos Robinson Crusoe», tras dar algunos datos (la obra de Defoe está traducida a 110 lenguas y existen entre 200 y 250 imitaciones o adaptaciones), confiesa haber leído un centenar (!) de estas robinsonaden.

Muy pronto la obra de Defoe sería interpretada como un símbolo del colonialismo y del capitalismo. James Joyce, en una conferencia impartida en Trieste en 1912, ya se percató de ello:

El verdadero símbolo de la conquista británica es Robinson Crusoe, quien, abandonado en una isla desierta con un cuchillo y una pipa en el bolsillo, se convierte en arquitecto, carpintero, afilador, astrónomo, panadero, alfarero, guarnicionero, agricultor, sastre, talabartero y clérigo. Él es el verdadero prototipo del colono británico, como Viernes es el símbolo de las razas sometidas. Todo el espíritu anglosajón está en Crusoe: la independencia viril, la crueldad inconsciente, la persistencia, la inteligencia lenta pero eficiente, la religiosidad utilitaria y bien equilibrada, el cálculo taciturno… Quien relee este sencillo libro, visto a la luz de la historia posterior, no puede dejar de caer en su hechizo profético.

Casi a punto de naufragar en otra ínsula extraña, debo volver al Atlas, enfermo de islofilia, para aislarme en mi isla. Un lector es un náufrago que llega a un libro, que abre una isla. Cada libro es una isla que está esperando a un lector naufragante. ¿Qué isla te llevarías a un libro como este?

 

_______________

1.También Borges rebautizó un magnífico soneto, publicado antes con el título de «Robinson Crusoe», como «Alexander Selkirk» (en el libro El otro, el mismo).

Diáspora marítima: los barcos de los malditos

La historiadora mexicana Ada Simón y el periodista malagueño Emilio Calle son los autores de Los barcos del exilio (2006), un libro muy útil para iniciarse en uno de los asuntos de los que ya casi nadie quiere o sabe tratar, el del exilio provocado por la Guerra Civil española, esa contienda que se dio por terminada en abril de 1939 y en la que el ejército sublevado se había aplicado en el acoso, ametrallamiento y bombardeo contra quienes en su huida ya solo intentaban salvar lo único que les quedaba: la vida. El destino del medio millón que pudo expatriarse en Francia fue trágico: unos 100.000 acabaron regresando (y no eran lindas flores lo que les esperaba), los más afortunados pudieron embarcarse hacia América (50.000) o África del Norte (20.000) y muchos otros —en su intento de escapar a los campos de concentración— acabaron engrosando las filas de la Legión Extranjera, luchando contra los nazis —en la Resistencia y encuadrados en los ejércitos aliados— o gaseados en Auschwitz.

Además de ser un libro introductorio para abordar el aciago fenómeno del exilio republicano, sus autores —indagando en archivos, fundaciones y hemerotecas— han conseguido presentar una muestra de los principales instrumentos de este colosal éxodo: los barcos. Como marca la ley del mar, cada una de estas embarcaciones tuvo una vida azarosa y, a su estela aventurera, añadió la travesía en la que miles de personas de todos los estratos sociales y profesionales persiguieron la esperanza de una nueva existencia lejos de la amenaza franquista. Cada capítulo del libro es la novela de la vida de uno o varios barcos con nombre propio: Massilia, Mendoza, Cuba, Alsina, Winnipeg, Flandre, Mexique, Sinaia, Saint-Domingue, Quanza, Ronwyn, African Trader, Stanbrook, Lézardrieux, Campillo, Nyassa, Champlain, Ipanema…

Casi todas las expediciones marítimas de los exiliados republicanos fueron organizadas y financiadas por dos organismos: el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) creado por Juan Negrín en febrero de 1939 y la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) fundada por la Diputación Permanente de las Cortes en el exilio (vale decir, por Indalecio Prieto) en julio de 1939. El enfrentamiento político entre los dos líderes también se expresó en estas dos organizaciones.

Como ejemplo de lo arriesgado de los desplazamientos que tuvieron que arrostrar los exiliados podemos citar el peregrinaje del primer presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora (1877-1949) que, tras esperar en Marsella el embarque hacia su destino americano, viajó en el Alsina con otros 750 refugiados de varias nacionalidades, entre ellos varios cientos de judíos. Este buque de doce mil toneladas debía partir el 15 de noviembre de 1940 pero se demoró su salida hasta el 15 de enero de 1941 con rumbo a Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Al carecer del Navy Cert británico para atravesar el Atlántico fue desviado a Dakar, donde permaneció cinco largos meses. Alcalá-Zamora viajó entre Dakar y Casablanca varias veces. Finalmente, los refugiados españoles del Alsina —previo paso por campos de concentración francomarroquíes— permanecieron en Casablanca, donde el buque portugués Quanza, fletado por la JARE, los recogió el 30 de octubre de 1941. Esta nave hizo escala en Veracruz para continuar a La Habana, donde Alcalá-Zamora permaneció varios meses hasta tomar otro barco, el Herma Gorthon, que, tras su paso por Bahía y Río de Janeiro, arribó a Buenos Aires el 28 de enero de 1942, lugar de acogida del depuesto presidente. Antes, al hacer escala en Martinica, se encontró con un centenar de pasajeros del Alsina «acogidos» en la isla francesa y que llegarían posteriormente a la Argentina en el Río de la Plata. Alcalá-Zamora narró esta experiencia en una serie de artículos en la revista Aquí está, recogidos luego en el libro 441 días: Un viaje azaroso desde Francia a Buenos Aires (1942). Es importante aludir a una circunstancia de los refugiados del Alsina/Quanza: en cada una de las escalas hubo contingentes que, sobre la marcha, tomaron otros derroteros (quienes tenían medios para ello) o decidieron permanecer en el lugar en que se encontraban, normalmente al no poder continuar viaje por falta de medios. Arantzazu Amézaga detalló en su artículo «El Alsina. Viaje a la libertad» el destino de los viajeros vascos de esa expedición.

Ω

Pero hablemos de la azacaneada vida de los barcos, prestándole un poco de atención al Quanza. Según Simón y Calle:

Se trataba de un viejo barco portugués cuyo nombre treinta años atrás había sido Ipiranga [sic]. Los conocedores de la historia de México notarán aquí un curioso juego de espejos: en este barco el dictador Porfirio Díaz abandonó el país camino de su exilio a Francia cuando estalló la Revolución Mexicana, un viaje en sentido contrario al que aquí nos ocupa.

La historia es bonita pero los barcos no coinciden. Sigamos el rastro de ambos. En efecto, el buque Ypiranga, construido en el astillero Germaniawerft de Kiel en 1908, fue el que partió un 31 de mayo de 1911 del puerto de Veracruz llevando en él al octogenario Porfirio Díaz (1830-1915), obligado a dejar el poder por Francisco Madero (1873-1913) tras 35 años de presidencia. En esta travesía el Ypiranga recaló en La Habana, Vigo, Gijón, Santander, Plymouth y Le Havre. En el anecdotario de la vida del Ypiranga cabe recordar que, como cubría la línea Alemania-Brasil y Alemania-México, la noche del 14 de abril de 1912 se encontraba navegando en el sector donde naufragó el famoso Titanic. También transportó armas para el presidente Victoriano Huerta en 1914 desde Hamburgo hasta Veracruz. La presión del presidente Wilson evitó la entrega de las armas en Veracruz, que fue bombardeada y tomada por tropas usamericanas, pero se llevó a cabo en el puerto de Coatzacoalcos. Esto fue conocido como «El incidente del Ypiranga». Al terminar la Primera Guerra Mundial, este carguero fue cedido como botín de guerra y la White Star Line se convirtió en su propietaria a partir de 1919. Dos años más tarde lo adquirió la Anchor Line que lo empleó en la ruta de Bombay tras cambiarle el nombre por Assyria. En 1929 lo compró la Companhia Colonial de Navegação y lo rebautizó como Colonial para cubrir la línea Lisboa-Mozambique-Angola. Finalmente, el buque fue vendido en 1950 para desguace y se hundió rebautizado como Brisco 9 en el puerto de Campbeltown. ¿Y el Quanza? Este es un buque diferente que fue ensamblado en los astilleros Blohm & Voss de Hamburgo en 1929 para la Compahnia Nacional de Navegação, tomando el nombre de Portugal en su botadura, aunque luego se le renombraría. Construido según los planos del Lourenço Marques (ex Admiral) de 1906, el Quanza estuvo activo hasta el 12 de octubre de 1968 en que se vendió para ser convertido en chatarra en Castellón de la Plana (tomo estos datos sobre el Quanza del blog de Luís Miguel Correia Ships & The Sea-Blogue dos Navios e do Mar).

Ω

En los últimos días de la Guerra Civil, en el puerto de Alicante se vivió una situación dantesca, un episodio narrado muchas veces. Max Aub, en su serie de seis novelas «El laberinto mágico», le dedicó la última, Campo de los Almendros (1968). También el periodista y escritor anarquista Eduardo Guzmán lo hizo en La muerte de la esperanza (1975). Miles de españoles republicanos desesperados que confiaban en huir a través del mar se amontonaban en una ciudad sitiada a punto de ser tomada por las tropas fascistas italianas. Parecido escenario se presentó en esos días en muchos lugares costeros del Levante. El Lézardrieux desde Valencia, el viejo petrolero Campillo desde Cartagena, varios vapores desde Alicante (Africa Trader, Winnipeg, Marionga, Ronwyn) y barcas de pesca de todo tipo, desde cualquier puerto, trasladaron hacia la costa africana a los refugiados que acabarían en su mayoría en campos de concentración de la Argelia francesa en condiciones infrahumanas, como ha contado de primera mano, entre otros, el maestro libertario José Muñoz Congost en Por tierras de moros. El exilio español en el Magreb (1989). Un buque carbonero inglés de 1.383 toneladas, el SS Stanbrook, se encontraba en el puerto de Alicante el 28 de marzo de 1939 para cargar naranjas y azafrán. Lo comandaba un galés heroico, Archibald Dickson, que, ante la visión de una masa derrotada y hundida, decidió admitir en su barco, preparado para transportar a 50 personas, a 2.638 refugiados, cifra que da la Fundación Pablo Iglesias, aunque Muñoz Congost dice que iban más de 3.000, otros lo elevan a 3.500 y el coronel Manuel Tagüeña habla de 5.000. A las 23 horas zarpó escorado peligrosamente por tanta humanidad hacinada y, tras burlar el bloqueo de la armada franquista, arribó después de 22 horas de lento navegar a Orán, donde continuaría la odisea: el barco fue puesto en cuarentena casi un mes por las autoridades francesas antes de trasladar a los refugiados a los campos de concentración. El Stanbrook, torpedeado por un submarino nazi cerca de Amberes, se hundiría seis meses más tarde, el 18 de noviembre de 1939. No hubo supervivientes. Se suele decir que fue el último barco que salió con exiliados de Alicante, pero unas horas más tarde que el Stanbrook zarpó el británico Maritime llevando a bordo a solo 32 autoridades republicanas. Aún no sabemos por qué no admitió a más pasajeros. En el año 2011 se inauguró en Alicante la calle Buque Stanbrook.

Un falangista calificó el episodio de la derrota en Alicante como estampida. Hubo casos de espantada: no está de más recordar que el 5 de marzo la flota republicana huyó de Cartagena al puerto tunecino de Bizerta, privando a quienes hubieran podido expatriarse de sustanciales medios para ello. También, en octubre de 1937, a la caída del frente Norte en Asturias se produjo otra desbandá marítima, en la que participaron todo tipo de embarcaciones, desde un mercante hasta una draga, desde un remolcador hasta una lancha, un gánguil o un pesquero… Todo sirvió para poner a salvo a milicianos y refugiados, autoridades, mujeres y niños. Esta historia la ha contado Marcelino Laruelo Roca en Asturias, octubre de 1937: ¡el Cervera a la vista! (1998), en la que recoge la épica de estos pequeños barcos que salvaron tantas vidas. Del puñado de historias que documenta, entresaco solo una, la del costero Toñín que, huyendo desde el puerto de Gijón, fue capturado por el Cervera, pero pudo escapar en la noche llegando al puerto francés de Lorient con ayuda del pesquero francés Lucien-Thérèse. El intrépido Toñín consiguió poner a salvo a 193 personas, entre ellas al alcalde de Gijón, Avelino G. Mallada, quien después recordó:

Un marinero se pone al timón, unos metalúrgicos, a la máquina y caldera… Salimos de El Musel. ¿Qué gente somos? Tenientes coroneles, comandantes, médicos militares y civiles, delegados del Gobierno de Euzkadi, un periodista que por «radio» hizo mucho «de rabiar» a Queipo «la borracha», 17 mujeres, oficiales del pueblo, milicianos, magistrados del Tribunal Popular, personalidades políticas, secretarios de departamentos del Consejo… Total, unos cincuenta «cabecillas» fusilables.

Los barcos del tesoro

Amaro del Rosal Díaz (1904-1991) fue secretario adjunto de la UGT de España durante la República, presidente de la Federación Nacional de Banca y del Sindicato de Madrid, además de director general de la Caja de Reparaciones, «único organismo del Ministerio de Hacienda facultado para la política de incautaciones y defensa del patrimonio nacional». En 1976 publicó en México El oro del Banco de España y la historia del Vita.

Este libro —basado en documentos, datos, fechas, cantidades y nombres muy concretos— resultó en su momento de cierta relevancia para entender la disputa política que separó a Juan Negrín (1892-1956) y a Indalecio Prieto (1883-1962). El autor no tiene más remedio que tomar partido, debido a los cargos que ocupó y a que le tocara vivir en el ojo del huracán de los acontecimientos narrados en un libro que constituye una defensa cerrada (bastante objetiva, como se ha sabido después) y apasionada del presidente de la República española, Juan Negrín, personaje controvertido desde sus propias filas. Los dos asuntos que aborda, tan historiados como tergiversados, son los que enuncia el título.

No está de más señalar que Amaro del Rosal y otros 35 militantes (entre ellos el presidente del gobierno Juan Negrín, el ministro de Estado y diplomático Álvarez del Vayo, el secretario general del PSOE, Ramón Lamoneda, el presidente del PSOE, Ramón González Peña, y el escritor Max Aub) fueron expulsados del partido en 1946 y rehabilitados a título póstumo por una resolución del 37º congreso del PSOE (2008). Recomiendo la lectura del artículo del profesor Ángel Viñas en el que enumera y resume, ya desmontadas actualmente, las mentiras sobre Negrín y su entorno, «Negrín y 35 viejos militantes socialistas» (El País, 8 de julio de 2008).

En la primera parte de su libro, Amaro del Rosal, expone los detalles de lo que ya ha dejado de ser una leyenda sobre el tan traído y llevado oro de Moscú. La evacuación del oro del Banco de España se llevó a cabo con todas las garantías de la legalidad vigente. Se trató de una decisión política (y de guerra) tomada a partir del conocido decreto secreto (o reservado) signado por el Jefe del Estado: