Infiltrado en el KKKlan - Ron Stallworth - E-Book

Infiltrado en el KKKlan E-Book

Ron Stallworth

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Beschreibung

En 1978, cuando Ron Stallworth —el primer detective negro en la historia del Departamento de Policía de Colorado Springs— encontró un anuncio clasificado en el periódico local pidiendo a todos los interesados ​​en unirse al Ku Klux Klan que se pusieran en contacto a través de un apartado de correos, hizo su trabajo y respondió con interés, usando su nombre real, pero haciéndose pasar por un hombre blanco. Imaginaba que recibiría algunos folletos y revistas por correo, y aprendería así un poco más sobre una creciente amenaza terrorista en su comunidad. Pero unas semanas más tarde sonó el teléfono, y la persona al otro lado le preguntó si le gustaría unirse a la causa supremacista. Stallworth contestó afirmativamente, arrancando así una de las investigaciones encubiertas más audaces e increíbles de la historia. Reclutó a su compañero Chuck para interpretar al Stallworth "blanco", mientras él mismo dirigía las conversaciones telefónicas posteriores. Durante la investigación, Stallworth saboteó quemas de cruces, expuso a los supremacistas blancos del Ejército e incluso se hizo amigo del mismísimo David Duke. Su increíble historia es el retrato abrasador de unos Estados Unidos divididos y de los extraordinarios héroes que se atrevieron a defender sus derechos.

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Nota del autor

Si un hombre negro, ayudado por un grupo de blancos y judíos decentes, comprometidos, abiertos y liberales puede conseguir imponerse sobre un grupo de racistas blancos, haciéndoles parecer como los necios ignorantes que realmente son, imaginen lo que podría conseguir una nación de individuos con ideas afines. Lo que sigue se logró a pesar de las habituales afirmaciones de los supremacistas de que ellos tienen un alto nivel educativo, poseen más inteligencia y son muy superiores en todo a los negros, a los judíos y a cualquier otra persona que ellos consideren inferior. Mi investigación sobre el KKK me convenció de que más pronto que tarde conseguiríamos derrotar a aquellos que intentaban definir a las minorías en función de sus propias debilidades personales respecto de la raza, de sus prejuicios étnicos, su fanatismo o preferencia religiosa. También supe que desmontaríamos la falsa creencia de que la gente de color que no encajara en su definición de «blancos arios puros» no era merecedora de respeto o, mucho menos, de ser clasificada como «personas».

01

Una llamada del Klan

Todo empezó en octubre de 1978. Como detective de la Unidad de Inteligencia del Departamento de Policía de Colorado Springs (el primer detective negro en toda la historia del departamento), una de mis tareas era revisar los dos periódicos locales en busca de información relativa a cualquier indicio de actividad subversiva que pudiera afectar al bienestar y la seguridad de Colorado Springs. Sorprende lo que la gente saca en los periódicos: prostitución, fórmulas para ganar dinero y, en general, ese tipo de cosas. Pero, de vez en cuando, sí que hay algo que llama realmente la atención. Mientras estaba revisando los anuncios clasificados, algo hizo que me detuviera. Decía así:

Ku Klux Klan

Contactar apartado de correos 4771

Security, Colorado

80230

Bueno, ahí teníamos algo inusual.

La ciudad de Security era un área de expansión urbana situada al sureste de Colorado Springs, en las proximidades de dos importantes bases militares: Fort Carson y Norad (Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial). La comunidad era predominantemente militar y, hasta el momento, no existía actividad conocida del Klan en esa zona.

Así que decidí responder al anuncio.

Escribí una breve nota para enviarla al apartado de correos que indicaban, explicando que era un hombre blanco al que le interesaba obtener información sobre el modo de afiliarse al Ku Klux Klan para impulsar la causa de la raza blanca. Escribí que me preocupaba el modo en que «los negratas estaban controlando todo»[1] y quería ayudar a que eso cambiara. Firmé con mi propio nombre, Ron Stallworth, y di mi número de teléfono confidencial, que pertenecía a una línea que no figuraba en la guía de teléfonos ni podía rastrearse. También utilicé mi dirección encubierta, que tampoco podía rastrearse. Metí la nota en un sobre y lo eché al buzón de correos.

¿Por qué decidí firmar con mi nombre real aquella nota que habría de poner en funcionamiento una de las investigaciones más fascinantes y únicas de toda mi carrera? Como todos los investigadores secretos, yo mantenía dos identidades confidenciales separadas, con su identificación de apoyo correspondiente (carné de conducir, tarjetas de crédito, etc.). Entonces, ¿por qué tuve esa falta de juicio y cometí un error tan tonto?

La respuesta más sencilla es que cuando eché al correo aquella nota no estaba pensando en una futura investigación. Buscaba una respuesta, esperando que viniera en forma de, por ejemplo, algún tipo de panfleto o folleto del Klan. Jamás pensé que mis esfuerzos lograrían algo más que una respuesta automática y banal. Estaba convencido de que la descarada publicación de un anuncio tan inflamatorio y racista no era otra cosa que el intento de una mala broma, y mi intención al responder era simplemente comprobar hasta dónde eran capaces de llevar aquella broma.

Dos semanas más tarde, el 1 de noviembre de 1978, la línea de mi teléfono confidencial comenzó a sonar. Cogí el aparato y escuché una voz que me dijo:

—¿Podría hablar con Ron Stallworth?

—Soy yo —le contesté.

—Buenas, mi nombre es Ken O’dell y soy el responsable de organización local del capítulo del Ku Klux Klan de Colorado Springs. Recibí su nota a través del correo.

«¿Qué demonios hago ahora?», pensé.

—Buenas —dije, tratando de ganar tiempo mientras cogía un lápiz y un cuaderno.

—He leído lo que nos escribió y me estaba preguntando por qué quiere unirse a nuestra causa.

«¿Por qué quiero unirme al Klan?».

Definitivamente, era una pregunta que jamás pensé que alguien me plantearía y mi primer impulso fue responder: «Bueno, Ken, quiero sacarte la mayor cantidad de información posible, de modo que pueda destruir el Klan y todo lo que representa». Pero no lo hice. Respiré profundamente y pensé en lo que alguien que realmente quisiera unirse al Klan diría en ese momento.

Sabía bien —pues me habían llamado «negrata» muchas veces en mi vida, desde pequeñas escaramuzas que se elevaban a una retórica insultante, hasta, en el trabajo, cuando multaba a alguien o hacía un arresto— que en el momento en que un blanco me hablaba así, la dinámica cambiaba por completo. Al llamarme «negrata», me hacía saber que pensaba que era intrínsecamente mejor que yo. Esa palabra era un modo de invocar un poder del todo falso. Es el lenguaje del odio, y ahora, teniendo que aparentar ser un supremacista blanco, sabía exactamente cómo utilizar yo mismo ese tipo de lenguaje en sentido contrario.

—Bueno, odio a los negratas, a los judíos, a los mexicanos, a los sudacas, a los amarillos[2] y a cualquier otra persona que no tenga sangre blanca, aria y pura, en sus venas —afirmé, y, con esas palabras, comprendí que mi investigación encubierta había comenzado.

Continúe diciéndole:

—Mi hermana tuvo recientemente una relación con un negrata, y cada vez que pienso en él poniendo sus sucias manos negras sobre su cuerpo blanco y puro me pongo enfermo y me dan ganas de vomitar. Quiero unirme al Klan para evitar que la raza blanca siga sufriendo abusos.

A partir de ese momento, Ken pasó a mostrarse más afectuoso, su voz pasó a ser más cálida, más dulce y amigable. Me dijo que era un soldado de Fort Carson y que vivía en Security con su mujer.

—¿Y cuáles son los planes concretos del Klan aquí? —le pregunté.

—Tenemos muchísimos proyectos. Ahora que se acercan las vacaciones de Navidad, estamos planeando unas Navidades blancas para las familias blancas necesitadas. A los negratas no se les permitirá apuntarse —respondió Ken.

Estaban recolectando donaciones a través del apartado de correos, y La Organización (ese era el nombre que utilizaba en lugar del de Klan) mantenía una cuenta en un banco de Security bajo el nombre de White People, Org.

—Estamos planeando también cuatro quemas de cruces, para anunciar nuestra presencia aquí. Todavía no sabemos cuándo, pero eso es lo que queremos hacer.

Detuve la pluma sobre mis notas cuando escuché esto último. ¿Cuatro quemas de cruces aquí, en Colorado Springs? Lisa y llanamente, terrorismo.

Ken continuó explicándome que afiliarme a La Organización me costaría diez dólares para lo que quedaba del año, y un total de treinta dólares por el siguiente año; también tendría que comprar mi propia capucha y la túnica.

—¿Cuándo podemos encontrarnos? —me preguntó.

«Mierda, ¿cómo hago para encontrarme con este tipo?», pensé.

—Esta semana no voy a poder —le contesté.

—¿Qué te parece si nos vemos el jueves que viene por la noche? ¿El Kwik Inn? ¿Lo conoces?

—Sí —respondí.

—A las siete. Allí estará un chico blanco, alto, delgado, con pinta de hippie, con bigote a lo Fu Manchú; estará fuera, fumando un cigarrillo. Él será quien se encuentre contigo. Luego, si vemos que todo está bien, él te traerá a donde yo esté —dijo Ken.

—De acuerdo —dije mientras escribía frenéticamente en mi cuaderno.

—¿Cómo te reconoceremos? —me preguntó Ken.

Esa misma pregunta venía haciéndome yo desde el momento en que cogí el teléfono.

¿Cómo haría yo, un policía negro, para infiltrarme en un grupo de supremacistas blancos? Pensé inmediatamente en Chuck, un agente encubierto de Narcóticos con el que ya había trabajado y que tenía aproximadamente mi misma altura y complexión.

—Mido un metro ochenta y peso unos ochenta kilos. Tengo cabello oscuro y barba —le dije.

—Entonces, muy bien. Ha sido un placer hablar contigo, Ron. Eres el tipo de persona que estamos buscando y estaré encantado de conocerte.

Y con eso, la línea se cortó. Respiré profundamente y pensé:«¿Qué cojones voy a hacer ahora?».

[1]En el original, el autor utiliza el término peyorativo nigger, que aquí traduciremos como negrata. (Todas las notas de la presente edición pertenecen a los traductores).

[2]En el original, el autor utiliza los términos peyorativos niggers (negratas), spics (sudacas) y chinks (amarillos).

02

Jackie Robinson

y los Panteras Negras

Bueno, lo que tenía que hacer era comenzar una investigación secreta dentro del Klan para conocer sus planes de enraizarse y crecer en mi pueblo. Llevaba cuatro años trabajando como agente encubierto de investigaciones y había estado ya al cargo de un buen número de casos. Pero este iba a ser diferente, por decirlo suavemente.

No había crecido, desde niño, con la idea de ser policía. En realidad, siempre había querido ser profesor de instituto, y la manera que encontré para ir a la universidad fue enrolarme como cadete del Departamento de Policía de Colorado Springs.

A los diecinueve años, el 13 de noviembre de 1972, la ciudad de Colorado Springs me reclutó como cadete de policía. El programa para cadetes estaba diseñado para graduados de instituto de entre diecisiete y diecinueve años interesados en desarrollar su carrera en las fuerzas de la ley. Los solicitantes tenían que realizar la misma batería de test que los candidatos normales a policía, y tenían que aprobarlos con las mismas puntuaciones que ellos, pues, en definitiva, eran oficiales en periodo de entrenamiento. Una vez que te aceptaban en el programa, cada joven solicitante recibía un salario de 5,25 dólares la hora, lo que estaba muy por encima del salario mínimo, que entonces era de 1,60 dólares. Entre las tareas que debíamos realizar, estaba asistir a la Academia de Policía, además de realizar una serie de funciones de apoyo civil dentro del departamento, como procesar registros de antecedentes criminales o hacer cumplir las normas de aparcamiento.

El programa de cadetes había sido una parte del departamento de policía desde aproximadamente cuatro años antes de que yo me incorporara. Su objetivo más específico era intentar que aumentase el reclutamiento entre las minorías (especialmente entre los negros) en las filas de las fuerzas de la ley. Desde esta perspectiva, el programa había sido un fracaso, ya que hasta el momento de mi incorporación nunca se había empleado a ningún otro negro. Se había reclutado a un puertorriqueño y a dos mexicanos, pero el resto de los contratados a través del programa eran blancos.

Aún recuerdo con claridad mi entrevista de trabajo. Me senté en una mesa enfrente del jefe adjunto de policía (un hombre blanco) a cargo del personal, del capitán de la División de Patrullas Uniformadas (otro hombre blanco) y de James Woods, el responsable de personal de la ciudad de Colorado Springs (un hombre negro y empleado civil).

El señor Woods mostró un especial interés en mi caso. Era un hombre de personalidad afable y sonrisa fácil, lo que ocultaba el fuego interior que le llevaba a provocar cambios dentro de un sistema que, bien lo sabía, era intrínsecamente sesgado y lleno de prejuicios en contra de los negros. Tenía una pasión: arreglar este problema sistémico; así que pasó a detallar, de forma vehemente, los obstáculos a los que me iba a enfrentar.

—Te habrás dado cuenta de que no hay negros en este departamento. Esto es blanco como la azucena. Te va a costar mucho y vas a tener que luchar mucho para conseguir triunfar. Esta gente no está acostumbrada a tratar con negros si no es para arrestarlos. ¿Tendrías problemas para moverte dentro de un ámbito completamente blanco?

—No. Ya me he sentido denigrado en otras ocasiones. Puedo manejarlo.

—¿Sabes quién es Jackie Robinson?[3] —me preguntó.

—Sí.

—Bueno, lo que le permitió a Jackie tener éxito fue su decisión de no responder a las provocaciones. Él respondía al racismo con silencio. ¿Crees que puedes hacer algo similar?

—Sí, podré.

Manteniendo mi barbilla bien alta, miré fijamente a los ojos de Woods al decir esto. Yo sabía bien quién era, conocía mi carácter, y sabía qué se siente cuando te insultan, cuando te miran con sospecha o incluso con odio. No soy el tipo de persona que se queda callada cuando alguien se le echa encima. Pero estaba seguro de que sabría elegir bien qué momentos eran los adecuados para dar la batalla.

Me hicieron una serie de preguntas relacionadas con el periodo de mi vida que pasé, de niño, en la frontera mexicana, en la ciudad de El Paso (Texas). Les interesaba especialmente saber cómo había sido, para un joven negro, vivir en un estado del sur durante los momentos álgidos del movimiento por los derechos civiles de los años sesenta. En aquel periodo que me tocó vivir y en el que crecí como persona negra, El Paso era una ciudad sureña muy liberal. No sufrimos el exceso de retórica y de violencia que se vivía en el sur profundo contra el movimiento de los derechos civiles. Lo que teníamos allí era básicamente lo que podíamos ver en el telediario de la noche. En este sentido, el movimiento de los derechos civiles no era precisamente algo que estuviera sucediendo en el patio trasero de mi casa. Se trataba, más bien, de un programa de televisión. Mi propia vida sucedía en un contexto multicultural, entre mexicanos, negros y blancos. Había una fuerte presencia militar que también era muy diversa. Era como un pequeño rincón del país, lo cual no quería decir que estuviera inmune a la intolerancia racial. Yo nací en Chicago, y la decisión de mi madre de mudarnos a El Paso fue la mejor que podría haber tomado jamás, pues nuestra nueva ciudad estaba muy lejos de los niveles de pobreza, conflicto y bandas de la parte sur de Chicago, donde me habría hecho mayor si ella no hubiera decidido que nos mudáramos. Toda mi vida habría sido completamente diferente.

La entrevista continuó, y Woods dejó que los demás comenzaran a acribillarme con sus preguntas. Me preguntaron sobre aspectos de mi vida personal. ¿Era un mujeriego? No lo era. ¿Solía frecuentar los clubs nocturnos? No era precisamente muy activo en ese ámbito. ¿Bebía en exceso? Rara vez. ¿Me drogaba? Solo medicamentos prescritos por un médico. Jamás había consumido drogas ilegales como la marihuana, lo cual para alguien de mi edad y durante ese periodo cultural era del todo inaudito, así que me costó mucho convencerlos de mi respuesta. ¿Había estado implicado en algo que podría deshonrar al departamento? Pues no.

Según avanzaba la entrevista, las preguntas iban cada vez más dirigidas a incluir el uso de la palabra peyorativa «negrata» y a la forma en que yo respondería ante diversos escenarios donde podría utilizarse para referirse a mí por el personal del departamento o por los ciudadanos mientras estaba de servicio como oficial de policía.

¿Sería capaz de morderme la lengua y reprimir mi deseo de arremeter contra aquellos que se pasaran de la raya en estas cuestiones? ¿Qué tenía que decir sobre mi lealtad hacia el departamento? Siendo el único negro del departamento, desde el momento en que la comunidad negra supiera que trabajaba para la policía, sufriría muy probablemente presiones encaminadas a comprometerme, apelando a mi sentido de «comunidad» con mis «hermanos negros». ¿Sería capaz —me preguntaron los entrevistadores— de resistir esa presión?

En retrospectiva, y a la luz de las normas legales que, a día de hoy, rigen en las entrevistas de trabajo, este tipo de preguntas son racistas. Pero estábamos en 1972 y apenas habían transcurrido tres años desde un tiempo en el que las grandes ciudades estadounidenses se habían visto envueltas en llamas como resultado de las revueltas raciales relacionadas con el tema de los derechos civiles y la igualdad para los ciudadanos negros norteamericanos. Aunque era ya una especie en extinción, el partido de los Panteras Negras, y sus consignas de fuerte tono racial («Poder negro», «Matemos blanquitos», «Ha llegado la revolución, hay que empuñar el cañón»), mantenían aún su fuerza e impacto social. Para un departamento que había sido «blanco como la azucena» durante gran parte de su historia y que no había tenido experiencia con la población negra salvo en un contexto extremadamente negativo, este tipo de preguntas, desde su punto de vista, eran algo natural y necesario.

En varias ocasiones, me preguntaron si sería capaz de soportar el escrutinio continuo al que me iba a ver expuesto, si finalmente me contrataban, durante el primer año de prueba que tendría que cumplir. Querían saber si no pondría en peligro mi trabajo para vengarme de aquellos que me estaban atormentando.

Una y otra vez y de distintas maneras me preguntaron si sería capaz de responder del mismo modo en el que Jackie Robinson había respondido. Jackie no devolvía los golpes a quienes le provocaban con insultos raciales y violencia física durante su primer año en las Grandes Ligas. Así, me preguntaban: ¿sería capaz de dar ejemplo y probar que un hombre negro estaba tan capacitado para llevar el uniforme del Departamento de Policía de Colorado Springs como un hombre blanco y que un hombre de color merecía caminar entre los blancos como su igual?

Mis respuestas a esas preguntas fueron afirmativas. Sí, sería capaz de realizar todo aquello que mi trabajo requería, y, además, sería un honor llevarlo a cabo.

Lo que no les conté es que cuando era niño, en los años sesenta, teníamos literalmente que pelear para que nos respetaran. Mi madre me había enseñado a hacer exactamente lo contrario de lo que el Departamento de Policía de Colorado Springs me pedía ahora. Mi madre me decía que si alguien me llamaba negrata, «le partiera la boca» para enseñarle a dirigirse a nosotros de un modo apropiado.

De niño, me metí en tres peleas con otros niños que me habían llamado negrata. Todas esas peleas tuvieron como consecuencia problemas en el colegio, con lo que tuve que contárselo a mi madre. No se enfadó conmigo, todo lo contrario, pero me preguntó: «¿Les diste una buena paliza?». Siempre le decía que sí, a pesar de que en dos de esas ocasiones le estaba mintiendo. Era a mí a quien le habían dado la paliza en esos casos, pero ninguno de aquellos niños volvió a atreverse a llamarme negrata.

Imagino que las respuestas a sus preguntas debieron ser satisfactorias, pues el 13 de noviembre de 1972 juré mi puesto como cadete. Mi primera misión fue el trabajo nada excitante de hacer el turno de noche en la Oficina de Identificación y Registros, rellenando formularios y navegando entre montañas de papeleo. Pero primero debía recibir mi uniforme.

Mi uniforme de cadete consistía en unos pantalones marrón oscuro y una camisa marrón claro. Eso era todo. El uniforme de policía eran unos pantalones azul oscuro y una camisa azul vivo. Ambas camisas llevaban el símbolo de Colorado Springs y, lo más importante, estábamos obligados a llevar una gorra de policía.

Me presenté ante el teniente encargado de equipamientos y suministros, que era el responsable de entregar el uniforme y equipo al personal recién incorporado.

En aquella época yo llevaba el pelo a lo afro, y el departamento no tenía experiencia alguna en tratar con personas con este estilo de pelo. El teniente midió el tamaño de mi cabeza, pero no tuvo en cuenta la gran cantidad de pelo que había por arriba y a los lados. Deliberadamente, apretó tan fuerte como pudo la cinta de medir alrededor de mi cráneo, lo que le dio una talla de gorra inadecuada, talla y media menor que la que me correspondía. Cuando me la dio y me la probé, le dije que me quedaba pequeña y me la puse para demostrárselo. Se quedaba literalmente plantada en lo alto de mi afro. Era imposible ajustármela. Parecía uno de esos monos de los dibujos animados que llevan sombreros minúsculos, entretienen al público y le piden dinero mientras el organista toca.

—Puedes usar esa gorra o cortarte el pelo —me dijo, y se echó a reír.

Decidí ignorar su mordaz arrogancia y quedarme con la gorra sin mayor discusión.

La política del departamento estipulaba que cada vez que alguien del cuerpo abandonara el edificio, él o ella estaba obligado a llevar puesta la gorra. A partir del día siguiente, empecé a salir del departamento de policía a mediodía para recorrer las calles del centro en busca de algún lugar donde almorzar. Me calzaba aquella minúscula gorra sobre mi cabeza con el pelo afro y caminaba, orgulloso y con la cabeza bien alta, por las calles de la ciudad con mi uniforme de cadete. Parecía un maldito payaso, y respondía con una inclinación de mi gorra y un «¿Cómo está usted?» a las miradas extrañadas de aquella gente que me observaba señalándome con el dedo.

Esto continuó durante un mes aproximadamente, hasta que un día el jefe de policía me vio regresar tras la hora del almuerzo.

—¿Por qué llevas la gorra así? —me preguntó.

—El teniente se negó a darme una ajustada a la talla de mi cabeza y a mi corte de pelo —respondí.

El jefe me ordenó comunicarle al teniente que debía proporcionarme inmediatamente una gorra de mi talla y que esta era una «orden directa». Le transmití el mensaje al teniente con una sonrisa de oreja a oreja. Ni el mensaje ni el placer evidente que mostré al comunicarlo le sentaron demasiado bien. Me preguntó qué talla de gorra necesitaba. Le contesté que no la sabía. Se marchó enfadado, regresó con dos gorras más grandes y finalmente escogí la que mejor encajaba en mi cabeza con el pelo afro. Le había ganado en su propio juego. Creo que Jackie Robinson habría estado orgulloso.

Hubo otro incidente de mis tiempos de cadete que se me quedó grabado y que, aún hoy, me duele recordar. Sucedió durante un turno de noche en el Departamento de Registros. John, un técnico de identificaciones blanco y anciano, estaba de un humor particularmente jovial y juguetón aquel día. Fantaseábamos sobre nuestras famosas favoritas. Él me describió su cita ideal y yo hice lo propio. Seguimos así un rato, y yo mencioné a un par de mujeres blancas que resultaron de su agrado. Entonces empecé a hablar de la multitalentosa, voluptuosa y sensual Lola Falana, quien por entonces era una de las estrellas más populares de Las Vegas. John reconoció su nombre y, de repente, desapareció de su cara la sonrisa que había mostrado mientras bromeábamos. Su respuesta me dejó atónito, ya que dijo que no podía considerar «bella» a la señorita Falana porque no sabía qué se consideraba bello en una mujer «de color». Aun después de tantos años, todavía recuerdo nítidamente lo que John dijo a continuación: «No sé cómo definís vosotros la belleza femenina». Lo dijo como de pasada, aparentemente sin malicia. Afirmó que nunca había mirado a una mujer de color en términos de atractivo físico y que, por ello, el que yo describiera a Lola Falana como «bella» le resultaba totalmente incomprensible.

Me quedé estupefacto, por decirlo suavemente. Aquel agradable anciano me había abofeteado, sin intención ni conciencia, con sus palabras. Según el modo inocente en que veía el mundo a mis diecinueve años, una mujer atractiva era…, bueno, una mujer atractiva, independientemente de su color de piel. Si tenía ojos grandes y seductores, curvas y un aire sensual —como la señorita Falana— no importaba que fuera blanca, negra o de cualquier color del arcoíris. Mi relación con John, un hombre de cuya compañía disfrutaba a diario en el trabajo, nunca volvió a ser la misma.

Fue mientras trabajaba en la Oficina de Registros cuando conocí a Arthur, al sargento Jim y a los demás miembros de la Unidad de Narcóticos. Chuck, el hombre que sería mi doble durante nuestra investigación del Klan, aún no se había unido al departamento de policía. La oficina de Narcóticos estaba situada en el sótano del departamento, y a menudo subían a la Oficina de Registros, en el primer piso, para solicitar el historial criminal de los sospechosos que estaban investigando.

Desde el principio, me sentí intrigado y fascinado por los desastrados y melenudos «hippies», como los llamaba respetuosamente la gente del departamento. Me habían informado de que «jamás» debía dar muestras en público de conocer su identidad, a menos que se dirigieran a mí, pues podrían estar realizando un trabajo como agentes encubiertos, y ese reconocimiento podría comprometer su investigación y poner en peligro sus vidas.

Parecían los malos de la película, con su pelo largo, sus barbas y sus desaliñadas ropas callejeras, pero en realidad eran de los buenos, estaban armados y trabajaban duro para hacer cumplir la ley. Yo quería ser como ellos.

Como mínimo, tendría que esperar cuatro años antes de tener la más remota posibilidad de que me pudieran ofrecer un puesto de detective en la Unidad de Narcóticos, y eso solo en caso de que hubiera una vacante. Además, habría otro gran obstáculo en mi camino: en toda la historia del Departamento de Policía de Colorado Springs, nunca hubo un detective negro.

Después de un tiempo, los detectives de Narcóticos se habían acostumbrado a verme en la Oficina de Registros, así que empecé a tener conversaciones con ellos —especialmente con Arthur— sobre la actividad habitual de un policía encubierto. Cada vez que venían a mi mesa para solicitar un historial criminal, les acribillaba a preguntas. Les preguntaba por el lenguaje de la calle, el argot de las drogas y el rango de precios y categorías de peso de cada droga. Quería saber cómo debía actuar en una situación real en caso de escuchar algo fuera de lo común. Si oía una referencia a las drogas en alguna película, más tarde iba a preguntarles si realmente era así en la práctica. En un breve periodo de tiempo, me había convertido para ellos en un plasta, pero, con ello, también había conseguido algo mucho más tangible e importante: que el grupo de veteranos de la unidad se percatara de mi existencia.

De todos modos, en realidad, el haber logrado la atención de la Unidad de Narcóticos pese a mi juventud, persistencia y preguntas entusiastas sobre su trabajo no era suficiente. El más importante de los veteranos, cuyo favor me tenía que ganar, era Arthur, quien, por entonces, era sargento y jefe de la Unidad de Narcóticos, y a quien veía como mi Moisés particular, quien tenía en sus manos mi entrada a la «tierra prometida».

Asaltaba a los investigadores de Narcóticos con preguntas acerca de los aspectos rutinarios de su trabajo. También a Arthur le caía de vez en cuando alguna de esas preguntas, que siempre remataba al grito de «¡Hazme de Narcóticos!» cada vez que le veía. Su respuesta era siempre la misma: bien una sonrisa, bien una risotada, mientras negaba con la cabeza antes de volver a ocuparse de sus asuntos.