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Inventarse un amigo toca con su vara mágica los misterios de siempre, las encrucijadas en las que vive el niño, en cualquier época, en cualquier país. Su semilla se abre a la comprensión de cualquier lector, sin olvidar su principal destinatario. Con este libro, en mi opinión, Enrique Pérez Díaz alcanza su mayoría de edad como narrador.
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Primera edición: Editorial Gente Nueva, 1998
Edición: Eduardo Sánchez Montejo
Diagramación y diseño de cubierta: Reynaldo Duret Sotomayor
Ilustraciones interiores: Gilberto Gabriel Cabrera Gutiérrez
Yuniel Rodríguez Peña
Ilustración de cubierta: Gilberto Gabriel Cabrera Gutiérrez
Corrección: Yojamna A. Sánchez Ponce de León
© Enrique Pérez Díaz, 2022
© Sobre la presente edición,
Ediciones El Abra, 2022
ISBN 9789592761872
EDICIONES EL ABRA
Calle 37 s/n e/ 36 y 38 Nueva Gerona
Isla de la Juventud. CUBA
CP 25100
Enrique y yo nunca coincidimos sobre la fecha en que hablamos por vez primera, o al menos en cuándo comenzó nuestra admiración mutua. Según él fue en el año 2006, mientras yo cursaba el Onelio Jorge Cardoso y él entró al aula, con su cabello plateado, conquistando a los que, como yo, se dejan conquistar fácilmente. Y éramos muchos.
Pero estoy seguro que fue mucho antes, quizás sobre el año 2004 cuando descubrí, en la sección Barquito de papel de Cubaliteraria, los artículos de alguien que apostaba por textos para niños, adolescentes y jóvenes que emocionaran tanto o más que los supuestamente escritos solo para adultos. Alguien para quien los niños no eran enanos sin cerebro, sino seres pensantes, con sensibilidad y sapiencia. Alguien irreverente, y sobre todo, que apostaba por la verdad, su verdad, dicha con la delicadeza con que lo hacen los grandes artistas.
Recuerdo que ese enamoramiento inicial aumentó cuando descubrí en un punto de venta Inventarse un amigo. Allí estaba una de sus novelas, una que además tenía el plus de haber sido premiada en el concurso La Edad de Oro diez años antes. Cuánto misterio puede esconder un libro que esperase diez años para ser publicado.
Me imagino que, lleno de expectativas, lo compré, y entonces conocí a Héctor, o a Enrique, o a los dos que en ocasiones parecen ser uno solo.
Casi veinte años han pasado desde aquel momento. Después del primer encuentro ¿con él, con su obra, con él que es su obra?, la vida nos fue uniendo por diversas razones y aquello que comenzó siendo una admiración literaria terminó convirtiéndose en una estrecha relación familiar al punto que le he exigido ser su heredero, por encima de Galia y Anduix (sus herederos naturales).
Curiosamente en los últimos tiempos de lo que menos hablamos es de literatura. Ambos compartimos la idea de que primero nos toca vivir, soñar, hacer el bien, y después escribir de eso que está frente a nosotros y no todo el mundo puede ver.
Muchos libros hemos soñado juntos, algunos se han realizado y otros no, muchas horas hemos dedicado a revisitar nuestras vidas, a soñar el futuro de nuestras familias, a sufrir a veces el presente, mis inéditos y muchos de los suyos pasan por los ojos del otro antes de ser publicados, sin embargo, nunca antes le he dicho que, si me lo pidiesen, de sus libros escojo sin titubear Inventarse un amigo, quizás porque fue el puente entre nosotros o quizás porque en esa novela se resume un antes y un después en su obra.
Soy consciente de que muchos de sus lectores prefieren la saga de las hadas, otros la de los dragones, algunos eligen sonrojarse con los métodos “educativos” de Escuelita de los horrores y muchos se quedarían con sus otras novelas sobre la emigración.
Yo quedé embrujado frente a Inventarse…, cuando descubrí al protagonista preguntándose, desde la primera línea, por qué había nacido. Todo el pesar, toda la tristeza y toda la soledad de un niño se encierran en esa única pregunta. Quizás después de esa primera línea sería pecaminoso seguir contando, pudiera ser una opción que los lectores construyan una historia a partir de esa pregunta, pero el autor, osado, recrea su relato y los obliga a sentirse parte de él.
Héctor es asmático como Enrique, convierte al mar en su aliado como Enrique, sustituye al padre por un tío materno que más tarde acaba emigrando en busca de una mejor vida. Siente que no encaja en su grupo solo por ser un poco distinto (y aquí soy yo el que se descubre entre las páginas del libro). ¿Cuántos otros se habrán descubierto también en ese personaje, o en Aquiles, o en Zulema, o en Martica? Enrique provoca eso, que uno se busque, que uno quiera ser parte de eso que él construyó sin pensar en un lector específico, lo que hace más universal su obra.
No hay personajes preestablecidos, no hay buenos y malos, cada uno de ellos fue salpicado con la sensibilidad típica de los seres humanos, con odios, frustraciones, pero también con miedos, con amor, con esperanza. Cada uno de ellos se equivoca y rectifica, una y otra vez, en un ciclo muy parecido al de la vida misma. Porque Inventarse un amigo toma como escenario la vida.
Años después la propia editorial Gente Nueva publicó la segunda parte de esa saga, Alguien viene de la niebla (un título realmente hermoso). Héctor descubre a otro niño con su mismo nombre y demasiado parecido a él. Ese alguien y esa bruma que se mantienen alrededor de toda la trama nos llenan de duda. ¿Realmente pasó todo o es una trampa onírica que no va más allá de los deseos del niño, de la necesidad de inventarse a otros? Creo que ese es uno de los principales valores de esta segunda parte escrita en un tono menos trepidante, incluso, por momentos, se escucha una voz muy personal, metaforizando escenas, susurrando frases que más bien parecen versos.
Hay personajes que se repiten, quizás con otro nombre, otra caracterización física, otra voz, pero esa presencia, eso que representa, es importante en cada libro de este autor. La maestra, el amigo, el anciano que sirve de escucha y consuelo, la tía-abuela-madrastra-vecina aprendiz de bruja, la ¿presencia? fantasmagórica de un familiar cercano que casi nunca está, el mar y sus susurros, el asma, el miedo, la soledad.
La familia vuelve a ser el eje de esta historia, la familia separada, prejuiciosa a veces, llena de estereotipos, la familia que en ocasiones acentúa la sensación de estar solo, aunque estés rodeado de gente.
Al cierre el lector se queda esperando el final feliz, después de tantas dificultades alguien querría un “y vivieron felices para siempre”, pero eso hurtaría verosimilitud a cualquier libro, no porque no existan o no sean necesarios los finales felices, sino porque Héctor y su familia, merecen algo más real, más humano, más alejado de la estética de Disney, y eso el autor lo logra con creces.
Querido lector, en estas dos novelas que hoy nos regala Ediciones El Abra no va a encontrar caballeros con armadura dispuestos a salvar a su princesa, tampoco dragones feroces, míticos elfos (más allá de una referencia burlona), no hay bosques tupidos, leones feroces, lobos salvajes. Si busca eso no pase más allá de este prólogo. Por el contrario, si necesita de una historia que lo haga estremecerse, llorar, reír o sentirse con la necesidad de tener un amigo, quédese con nosotros (yo también me siento parte de la historia) y siga leyendo.
Tanto en Inventarse un amigo como en Alguien viene de la niebla encontrará, más que todo, corazones que laten al compás de las alegrías y tristezas de la infancia de Héctor y sus amigos.
Si trato de describirlo aquí es para no olvidarlo.
Es triste olvidar a un amigo.
Todo el mundo no tiene un amigo.
Casi siempre uno alcanza lo que quiere –sin que sepa cómo ni
cuándo– y ésa es la razón por la cual da miedo tener deseos. Hay
que desear lo que uno es capaz de aceptar de una u otra forma.
Tiene el leopardo un abrigo en su monte seco y pardo:
yo tengo más que el leopardo, porque tengo un buen amigo.
La inteligencia camina más aprisa, pero el corazón llega
más lejos.
Héctor se preguntó una vez por qué había nacido. Resultaba difícil entender el significado de la vida, sobre todo cuando se sabe que casi nadie necesita de uno, y al parecer, es un estorbo para la gente.
La abuela se quejaba constantemente de cuanto él hiciera. El abuelo vivía solo en su mundo de libros.
El tío, por su parte, tenía un carácter tan extraño. Con la madre era distinto.
“Sí —pensaba Héctor a menudo—. Ella es diferente, siempre trata de hacerlo todo más fácil para mí, pero trabaja tanto. Nos vemos muy poco, en realidad”.
Cuando llegaba, cada noche, casi siempre él dormía. A veces no, pero entonces se le veía de mal humor, agotada, sin deseos de hablar siquiera.
¿Y los domingos?
—Entonces, salíamos. Algunos domingos salíamos de paseo.
En vano aguardaba por las tardes el camión de los tabacos pintados en las puertas. El padre nunca aparecía por allí.
—Papá te vendrá a ver hoy, Hectico —le decían.
Un short limpio, camisa y medias nuevas, el pelo lacio, bien peinado hacia atrás y, luego, a esperar en el portal, o mejor aún, sobre el despintado muro de la casa.
Allí sentado, el niño se imaginaba en las almenas de un castillo. Él era un valiente guardián y velaba el sueño de la princesa cautiva. Veía pasar carros y carros. Como dragones, echaban humo y humo por sus tubos de escape; también observaba atento a todas esas personas que cada atardecer bajaban de los ómnibus. Eran siempre las mismas y ya hasta se asombraba cuando alguna de ellas no venía a la hora acostumbrada.
Pero su padre era una promesa que se iba volando con las horas, cual esas hojas secas del almendro que el viento del anochecer arrastraba hacia el mar.
Después, un brillo de estrellas y la abuela con su eterno es- tribillo:
—Nené, entra, te va a dar el asma por coger tanta frialdad. Vamos, no sigas esperando. Tampoco hoy tu padre vendrá. Tal vez otro día.
Y luego, la frase lapidaria y cortante, murmurada por lo bajo:
—No sé para qué tienen hijos. Si nunca se ocupan de ellos...
Nunca te explicaron bien cómo sucedió todo aquello. Solo sabes que una vez tu padre se fue de casa y así sería para siempre. En vano has preguntado a mamá. Nunca dice nada y te mira de forma dura y ensimismada.
La abuela, en cambio, te pedía confiar, como si tal vez todo se pudiera arreglar.
A veces, sin que lo notaran, las escuchabas hablar muy quedamente y sentías algo nuevo y extraño al ver el modo de referirse a él:
—El muy... Debe andar ahora por ahí con esa bruja...
—No pienses más en eso, hija —la consolaba tu abuela—. Hay cosas en la vida que no tienen remedio y debe una dejarlas como están. Es lo mejor. Si te aferras a una idea y no renuncias a ella, acabarás sufriendo mucho.
Entonces tu mamá guardaba silencio y sus ojos se velaban de un brillo muy especial, parecido al de un espejo cubierto de vapor.
Recordabas cómo era todo antes. Se veían ellos tan felices. Eran buenos contigo. Te cubrían de besos por cada ocurrencia tuya, por cada paso que dabas.
—¿Por qué ya no es igual? —te preguntas a menudo.
Tu padre te hacía el avión y entonces te parecía ser el rey del universo entero. Llegar casi al sol y disponer de sus rayos de oro.
Y cuando paseaban en carro por largas carreteras intermi- nables... Ellos iban delante y desde la parte posterior del auto tú veías cómo en algunos momentos sus rostros se unían para darse un beso.
Pareciera que así estarían unidos para siempre, eternamente. Mas ahora, entre papá y mamá existe un puente. Este puente a veces une dos abismos, un puente frágil y pequeño, el que
ninguno de los dos tiene el valor de cruzar.
Ese puente eres tú.
Una vez, vinieron dos niños a tu casa. Eran hijos de unas conocidas de tu mamá y, mientras ellas hablaban, ustedes salieron al jardín.
Al rato de corretear un poco, cansados, fueron hasta el muro. Tú dijiste:
—Mi papá viene hoy a verme. Tiene un carro nuevo y vamos a pasear.
Entonces, uno de los niños, a quien llamaban Piri, intervino:
—El mío es piloto y su avión es muy grandeeeee —y al contarlo abría los brazos como queriendo abarcar el mundo entero, el cielo, cuanto su mente pudiera imaginar.
Ahora fue Modesto, el otro niño, de aspecto triste, quien habló:
—Mi papá es policía y persigue a los ladrones. Tiene una pistola muy linda y hace “pam, pam, pam” y todos le tienen tremendo miedo porque es muy guapo y fuerte. Se faja con cualquiera.
—Mi papá también es muy guapo —gritó Piri—. Su avión vuela altísimo, adonde nadie lo ve llegar.
—Pues mi papá es el jefe de todos los policías del mundo —afirmó ahora Modesto muy excitado.
—Mi papá me quiere mucho y vendrá hoy a verme —solo pudiste decir tú, algo abrumado ante las virtudes de los otros padres.
Después, cuando ya se habían ido las visitas, en voz muy baja la abuela comentó, como para sí misma:
—Infelices, qué mundo más injusto este. Es mejor dejarlos soñar. No imaginan que a veces lo mejor es no tener un padre: uno es hijo de un delincuente, el otro de un mujeriego y aquél no sabe ni quién fue su padre.
Durante muchos días piensas en aquello.
¿Por qué habrá tantos niños sin padre en este mundo? No puedes entenderlo.
A veces una persona muere y algo así nadie lo podrá remediar. Cuando alguien muere es como si se fuera hacia un país de donde nunca se regresa.
Cuando alguien no viene hacia nosotros, porque no lo desea o, simplemente, nos ha olvidado, es como si muriera, pero adentro de nosotros mismos.
Pero tú no quieres que papá muera dentro de ti. Aunque ellas lo llamen inconsciente, despreocupado, mujeriego... tú debes mantener vivo su recuerdo.
Si no quiere ser tu padre, ¿por qué no aceptar entonces, al menos, tu amistad?
No se te ocurre exigirle siquiera salir juntos un rato para hablar y pasear. Y tampoco deseas regalos, juguetes, ninguna cosa. Solo anhelas que, de cierta manera y desde algún lugar, te llegue su voz, diciéndote bien bajito, con ternura:
—¡Cuánto te quiero, Héctor!
Tu padre dejó de ser para ti una esperanza. Aprendiste a mi- rarlo como a ese desconocido ocasional que veías un rato de mes en mes, y entonces inútilmente solo pretendía colmarte de preguntas en los pocos, muy escasos, minutos de conversación dentro de aquel pisicorre rojo.
Y durante su visita te asaltaba la inevitable inquietud:
—¿Volverás? ¿Cuándo? ¿El día de mi cumpleaños?, ¿verdad?
—Y te traeré un caballo muy bonito, para montarnos los dos, para irnos por ahí a pasear, a conocer a una novia muy linda que ahora tengo.
—¿Una novia tan bonita como mami? Entonces el silencio y...
—Bueno, Macho, un beso. Me voy. Pórtate bien y a estudiar mucho cuando en septiembre vayas a la escuela.
Así era siempre.
La escuela son muchas caras nuevas, infinidad de caras que te asustan. Desde tu soledad no puedes acostumbrarte ahora al bullicio de los otros. Todos parecen con un ansia infinita de juegos y pillerías y eso te resulta ajeno. No lo entiendes. ¿Acaso no eres igual? ¿Cuántas veces te preguntarás lo mismo? ¿Qué es ser igual o diferente a los demás?
No importa. Aprendes rápido y, pese a tu timidez, te ganas a las maestras. Sobre todo tiene predilección contigo aquella tan alta. Siempre te carga en sus brazos y, colmándote de besos, te pasea por todas las aulas para que cantes como te enseñó.
Escuchas aplausos. Te dan lápices y caramelos. Tampoco te gusta.
¿Qué buscas en realidad?
¿Nunca lograrás saberlo?
El tío iba y venía. Era algo raro. Sí, distinto, como tú, pero tampoco igual a ti.
Un día, te llevó al mar.
—Quédate en la orilla. Voy a nadar.
Su cuerpo atlético y dorado se va perdiendo entre las aguas azules. A veces sube, a veces baja, como los barcos en los libros.
Él no teme al mar y cuando se lo preguntas, te echa una mirada burlona y vuelve a perderse entre las aguas. Se va tan lejos. Adonde no lo ves.
Te quedas nuevamente solo, y abuela, que te imagina tan pro- tegido...
Las conchas blancas y las duras siguas son entonces tus compañeras.
Has oído hablar de los castillos de arena, pero solo ves rocas y más rocas en esta playa.
La espuma te baña los pies mientras juega con piedras oscuras, las llena de peces, pequeñas algas.
Te has decidido: vas a entrar en ese mundo que te invita. El frío de la primera impresión muy pronto es vencido. Chapoteas, saltas, te hundes y hasta has tragado un poco de agua. ¡Qué salada es! No importa, el mar es tu amigo. Cuanto de él te han contado parece mentira.
Aquí adentro el sol no quema tan fuerte y, a través de ese espejo, donde se miran las casas de madera, puedes ver cangrejitos, estrellas, frágiles caracolas rosadas y ambarinos cristales ya sin filo, vueltos de piedra por esa misma fuerza que te arrastra hacia adentro…
El encanto de este mediodía finaliza con los truenos. Por la acera se deja ver la sombrilla negra de tu abuela. Sales, tus ropas mojadas te delatan.
—¿Y tu tío? ¿Te ha dejado solo? ¡Ay, Dios mío, qué castigo!
¿Qué es esto? ¿Cómo puede ser tan desconsiderado?
Nunca llegarás a saber cuál es el castigo. ¿O lo imaginas acaso?
—Hectico, dice la maestra que serás El Zorro, y Zulema, su novia, en la fiesta de la escuela.
Héctor no se imagina qué podrá ocurrirle ahora. Lo inevitable: disfraces, fiestas, mucha gente reunida haciéndole preguntas, fijas en él las miradas, igual a esos detestables cumpleaños tan aburridos y tontos… Ni con el asma podría salvarse de esa abominable fiesta de fin de curso.
El asma casi siempre está con él. Llega, aunque nadie la llame y sin aviso previo. Tal vez la traiga su risa, correr tras un gato o quizás venga en medio de la noche cuando sueña estar nadando por el mar tan lejos como su tío y de pronto lo cubren las olas; todo se oscurece y ya no puede respirar más, se ahoga, le falta el aire.
Despierta en ese momento muy sudado y tosiendo. Viene la abuela con las bolsas de agua caliente. La madre, con aquellas horribles y apestosas pomadas, pastillas, cucharadas.
Cuando al fin se ha calmado, Héctor se siente vacío. Le parece haber nacido nuevamente. Una extraña liviandad lo embarga; sus nervios están tensos. No puede dormir. Piensa entonces en su padre. Lo extraña mucho...
Mira al techo, cubierto de grietas y rajaduras. Con la penumbra adquieren curiosas formas. Cuando llueve, el agua entra por allí y entonces el cuarto se llena de jarritos y palanganas. Se arma un concierto extraño, incansable.
Tanto ha tardado en dormirse, que al otro día tendrá sueño en la escuela. No irá al receso con los otros, y muy solo, allá en la última ventana del aula, se contentará viendo volar a las gaviotas hasta perderse en aquella lejana línea azul. Las gaviotas son iguales a su tío, quien a veces afirma haber nacido del mar, de sus blancas y agitadas olas, como aquellos dioses valientes de la mitología griega.
—Enséñame a nadar —le dices una vez al tío.
—¿Pero, todavía no has aprendido? Mira, ponte así, no, no te contraigas. Así, suave, no, no tengas miedo. Tragar agua no hace daño. Ahora, dale a las manos. Así, así. Bien... Con las piernas, ahora. No, rítmicamente. Así, bueno, te suelto y...
Te has hundido y tragas mucha agua. Buscas el fondo y no das pie. Tratas de llegar a la superficie y solo consigues hundirte más. Quieres gritar y no puedes. ¿Y tu tío? ¿Por qué no te saca?
Sientes un tirón y ves la luz. En su cara el sol baila una extraña sonrisa.
—¿Probamos otra vez?
—No, no, el asma.