Invierno en tiempo de guerra - Jan Terlouw - E-Book

Invierno en tiempo de guerra E-Book

Jan Terlouw

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un clásico impactante. Un libro imprescindible sobre hacerse mayor y sobre la guerra, escrito con inteligencia y sutileza, y lleno de suspense. Invierno de 1944-1945. Holanda se halla bajo el poder de los nazis. La población pasa hambre, y un grupo de la Resistencia decide asaltar una oficina de racionamiento. Un integrante del comando confía a Michel una carta que deberá entregar a un tal Bertus si fracasa la acción. Los asaltantes son sorprendidos, y cuando Michel va en busca de Bertus comprueba que también éste ha sido detenido. Ahora es él quien, a sus dieciséis años, debe afrontar la arriesgada tarea que la carta encomendaba a Bertus. Una historia increíble que merece ser leída. The Horn

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 251

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

La publicación de este libro ha sido posible con el apoyo financiero de la Dutch Foundation for Literature

 

 

 

Título original: Oorlogswinter

© del texto: Jan Terlouw, 1973, 2003 y 2016

Ilustración de portada: Marc Suvaal, Lemniscaat 2018

© Lemiscaat, Rotterdam, Países Bajos, 1973, 2003 y 2016

© de la traducción: Marta Arguilé Bernal, 2018

 

© editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2018

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

ISBN: 978-84-17222-26-0

 

 

Disponible guía de lectura en harpercollinsiberica.com/harperkids

1

 

 

 

 

¡Qué oscuro estaba todo!

Paso a paso, tanteando al frente con una mano, Michiel avanzaba por el carril de bicicletas que corría paralelo al camino de carros. En la otra mano llevaba una bolsa de lona con dos botellas de leche.

—Noche sin luna y cielo cubierto —murmuró—. Ya debería de estar cerca de la granja de Van Ommen.

Miró a su derecha, pero por mucho que aguzó la vista no logró distinguir nada. La próxima vez no saldré sin la dinamo, pensó. Ya se encargará Erica de estar en casa antes de las siete y media. Así no hay manera.

Los hechos le dieron la razón. A pesar de lo lento que iba, la bolsa chocó contra uno de los postes que había cada pocos metros para impedir que las carretas de los granjeros invadieran el carril de bicicletas. ¡Maldita sea! Michiel palpó la bolsa con cuidado. ¡Húmeda! Una de las botellas se había roto. ¡Qué desperdicio! Con lo que costaba conseguir la leche. Reanudó la marcha de muy mal humor pero extremando aún más las precauciones. ¡No se veía nada en medio de aquella oscuridad! Estaba a quinientos metros de su casa, y como quien dice conocía cada piedra del camino, sin embargo no le sería fácil llegar antes de las ocho.

Un momento, ¿qué era aquello? Vislumbró un débil resplandor. ¡Ah, sí! La casa de los Bogaard. Al parecer no se tomaban muy en serio la orden de oscurecimiento nocturno, aunque por desgracia la única luz que podían ocultar era la llama de una vela. Al menos sabía que ya no había más postes hasta la carretera y a partir de ahí el camino era más fácil. Había más casas y de un modo u otro siempre se filtraba algo más de luz. ¡Vaya! La leche le iba goteando en el zueco. ¿Había alguien allí? No era muy probable a esas horas. Eran casi las ocho y a partir de ese momento empezaba el toque de queda y no podía haber nadie por la calle.

Notó que el pavimento cambiaba bajo sus pies. La carretera. Ahora debía girar a la derecha y tener cuidado de no acabar en la cuneta. Como ya había anticipado, ahora le resultaba más fácil avanzar. Empezó a distinguir vagamente el contorno de algunas casas. Los De Ruiter, la señorita Doeven, Zomer, el herrero y el pequeño edificio de la Cruz Verde. Ya casi había llegado.

De repente un potente foco se encendió y le dio de lleno en los ojos. Michiel se llevó un susto de muerte.

—Son más de las ocho —dijo una voz en un mal holandés—. Tú quedar arrestado. ¿Qué llevar en mano? ¿Una granada?

—Apaga esa maldita linterna, Dirk —exclamó Michiel—. Vaya susto me has dado.

Por mucho que disfrazara la voz, Michiel había reconocido al hijo de su vecino. A Dirk Knopper le gustaba gastar bromas y a sus veintiún años no le temía ni al mismísimo diablo.

—Los sustos lo hacen a uno más fuerte —replicó Dirk—. Además, es verdad que son más de las ocho. Cualquier alemán podría dispararte, eres un peligro para el Gran Imperio Alemán, heil Hitler.

—¡Chist! No vayas gritando ese nombre por la calle.

—Bah, ¿por qué no? A nuestras fuerzas de ocupación les encanta oírlo —comentó Dirk despreocupadamente.

Prosiguieron juntos el camino. Dirk tapaba la linterna con una mano para dejar pasar un fino haz de luz, pero a Michiel le parecía como si fuera pleno día. ¡Qué lujo poder distinguir el borde del camino!

—¿Cómo has conseguido esa linterna eléctrica? Y sobre todo ¿cómo has conseguido las pilas?

—Se las he birlado a los boches.

—¡Anda ya! —exclamó Michiel con incredulidad.

—Lo digo en serio. Ya sabes que tenemos a dos oficiales alojados en casa. Pues esta semana uno de ellos, el gordo, tenía una caja de cartón con diez linternas de estas en su habitación. ¡Qué digo su habitación, nuestra habitación! Así que le mangué una.

—¿Entras en su habitación?

—Pues claro. Todos los días voy a tantear el terreno en cuanto se marchan. No hay peligro. Del único del que tengo que preocuparme es de mi padre, que se asusta por todo. Si llegara a enterarse de que tengo una de esas linternas, esta noche no pegaría ojo. Aunque de todos modos tampoco dormirá por culpa de los aviones ingleses. Bueno, me voy. ¿Verás hasta tu casa?

—Sí, me las arreglaré. ¡Adiós!

La gravilla crujió bajo sus zuecos cuando Michiel atravesó el jardín. Se alegraba de que Dirk no hubiera visto la botella de leche rota, seguro que le habría hecho algún comentario burlón.

 

 

En casa la lámpara de carburo aún estaba en pleno apogeo, como sucedía siempre al comienzo de la velada cuando hacía poco que su padre la había llenado. Llenar la lámpara era una tarea bastante desagradable porque el carburo olía muy mal, pero una vez que cerraban el recipiente de hierro y encendían la llama en la boquilla cónica el olor desaparecía y la lámpara alumbraba casi tanto como una bombilla. Por desgracia, al cabo de un par de horas, la luz empezaba a perder intensidad, y sobre las nueve y media no quedaba más que una llamita azulada que apenas servía para no tropezar con los muebles.

A Michiel le encantaba leer por las noches. Durante el día había luz, pero él no tenía tiempo; en cambio, por las noches tenía tiempo, pero no disponía de luz. Había descubierto dieciocho libros viejos de Julio Verne en la estantería de su padre y estaba deseando leerlos. Al comienzo de la velada, aún veía lo suficiente a unos metros de la lámpara, pero al cabo de un rato solo lograba distinguir las letras si ponía el libro justo delante de la llama, y no podía hacerle eso a los demás, sobre todo cuando tenían huéspedes en casa, lo que sucedía casi siempre.

También en esos momentos la sala de estar se encontraba llena de gente. Además de su padre y su madre, su hermana Erica y su hermano Jochem, Michiel contó a otras diez personas. A primera vista no reconoció a nadie salvo al tío Ben. Su madre le presentó al resto empezando por el señor y la señora Van der Heiden que, según decían, lo habían sentado en su regazo cuando Michiel era aún muy pequeño. Venían de Vlaardingen, así que quizá fuese cierto, porque él había nacido allí. También vio a una viejecita con muchas arrugas que dijo ser su tía Gerdien y que se empeñó en que le diera un beso. Él no sabía que tuviera una tía llamada Gerdien, pero su madre le explicó que era una pariente muy lejana de su padre a la que no habían visto en veinte años. Había dos señoras desconocidas que se asombraron por lo mucho que había crecido, un señor algo estirado que lo llamó «nene» a pesar de que Michiel casi había cumplido los dieciséis años y algunas personas más. Salvo el señor del «nene», los demás parecían saber bien quién era.

—Han hecho sus deberes —murmuró Michiel.

Todas aquellas personas procedían del oeste del país y se desplazaban hacia el norte y el este empujadas por el hambre. Había comenzado el invierno de 1944-1945 y seguían en guerra. En las grandes ciudades apenas quedaba nada de comida y tampoco contaban con medios de transporte, de modo que aquellas personas recorrían decenas, incluso, a veces, hasta centenares de kilómetros a pie, empujando carros, cochecitos infantiles, bicicletas sin neumáticos o los artefactos más estrafalarios. Pero a las ocho de la tarde empezaba el toque de queda y no podía haber nadie por las calles. Por eso era tan importante tener contactos que vivieran a lo largo del camino. Los padres de Michiel no tenían ni idea de que conocieran a tanta gente o, mejor dicho, que tanta gente los conociera a ellos.

Todos los días, alrededor de la siete de la tarde, el timbre de casa sonaba repetidas veces y al abrir la puerta se encontraban alguna cara desconocida en el umbral que exclamaba con alegría: «Hola, ¿qué tal estáis? ¿No me reconocéis? Soy Miep, de La Haya. ¡Cuánto me he acordado de vosotros!». Parecería una escena cómica si no resultara tan triste, porque ocurría que Miep era una señora a la que su padre y su madre habían visto una sola vez en casa de una conocida común. Pero entonces reparaban en que la pobre mujer estaba desnutrida y al borde del agotamiento, que había llegado caminando desde La Haya con unas viejas zapatillas y todo para conseguir unos kilos de patatas que llevarles a los niños de su hija, y entonces le decían:

—Claro que sí. Pase usted, tía Miep, si me permite llamarla así. ¿Cómo se encuentra?

Y le ofrecían un plato de sopa de guisantes, un lugar cerca de la lámpara de carburo y una cama o al menos un colchón en el suelo para pasar la noche.

Después de haber saludado a todos los presentes, Michiel le hizo una seña a su madre para que lo acompañara a la cocina. Para aquellos breves desplazamientos contaban con la dinamo. Era una especie de linterna que funcionaba como la dinamo de una bicicleta y podía recargarse accionando una palanca arriba y abajo. Daba bastante luz pero el pulgar no tardaba en quedarse acalambrado.

—Lo siento mucho, mamá, se me ha roto una botella.

—¡Ay, hijo, pero cómo has podido ser tan torpe!

Michiel dejó de accionar la dinamo y retiró las cortinas. La noche era oscura como boca de lobo.

—No hay luna y no tenía la dinamo —dijo, en tono de disculpa.

Volvió a dejar caer la cortina y empezó a mover el pulgar arriba y abajo obedientemente para que pudieran verse. Su madre deseó no haber hecho aquel comentario y le acarició el pelo. Trabaja como un hombre, pensó. Va él solo a buscar la leche en medio de esta oscuridad, algo que no sé si yo me atrevería a hacer o si sería capaz. Y encima le hago reproches.

—Perdóname, Michiel. Lo he dicho sin querer. Sé que no ha sido culpa tuya. Es que pensaba en todas las personas de la sala a las que tengo que servir café.

Llamar café a aquella bebida era un poco exagerado. En realidad lo que tomaban no era más que un sucedáneo con un colorcillo marrón que intentaban mejorar añadiéndole un poco de leche caliente.

—Ahora ya no puedo volver a ir. Son más de las ocho —dijo Michiel—. Si alumbras tú un rato, quitaré los cristales de la bolsa.

—Ya lo haremos mañana. ¿Podrías traerme la otra botella? Gracias. Cuéntame cómo ha sido.

—Choqué contra un poste cuando estaba cerca de la granja de Van Ommen. ¿La pongo en el cazo?

—Ya lo hago yo.

Michiel volvió a coger la dinamo y, poco después, los dos regresaron a la sala de estar, donde pusieron a calentar la leche sobre la estufa que alimentaban con leña, porque hacía tiempo que se les había terminado el carbón.

Después de tomar el café, los huéspedes contaron historias sobre la vida en las grandes ciudades. Casi todas iban sobre el hambre, el frío y el miedo a las detenciones. Había escasez de todo y reinaba una gran inseguridad. Todos conocían a alguna familia que había tenido que ocultarse, algún amigo al que habían llevado a un campo de concentración o alguna casa que había quedado reducida a escombros por una bomba. Después comentaron los rumores que corrían sobre el desarrollo de la guerra, el rápido avance del general estadounidense Patton en el frente occidental y las pérdidas que los alemanes estaban sufriendo en el frente ruso.

A continuación se pusieron a contar chistes de la guerra. Se decía que Anton Mussert, el líder del Partido Nacional Socialista holandés se había casado con su tía. El señor Van der Heiden contó que había visto una película en el cine en la que salía Mussert. De pronto alguien en la sala gritó: «¡Anton, Anton!», y una vocecilla al fondo le contestó: «¿Qué quieres, tía?». A todos les hizo mucha gracia.

—¿Sabéis lo de la apuesta que hicieron Goering, Goebbels y Hitler para ver cuál de ellos aguantaba más rato en la madriguera de una mofeta? —dijo el tío Ben—. Goering fue el primero en intentarlo y a los quince minutos salió de allí con arcadas. Luego entró Goebbels y aguantó media hora. Por último Hitler se metió en la madriguera y ¡a los cinco minutos salieron corriendo todas las mofetas!

Aquellos chistes inocentes bastaban para que todos los presentes, con los nervios crispados por la miseria y la tensión, estallasen en carcajadas.

La lámpara de carburo estaba a punto de apagarse. Alumbrándose con cabos de vela, cada uno se fue a su cama o a su colchón en el suelo. Michiel comprobó que quedara algo de leña menuda para encender la estufa al día siguiente, luego se dirigió a tientas a su cuarto en la buhardilla. Se quitó la ropa y se metió en la cama. A lo lejos oyó el motor de un avión. Rinus de Raat, pensó Michiel. Espero que no venga hacia aquí.

Rinus de Raat era el hijo del zapatero del pueblo. Al comienzo de la guerra había logrado llegar a Inglaterra y, según decía el padre de Michiel, se había hecho piloto. Por eso, cada vez que los del pueblo oían pasar un avión, decían: «Ahí va Rinus de Raat».

Michiel se quedó dormido y no se enteró de nada más en aquella noche, la número mil seiscientos once de la ocupación alemana.

2

 

 

 

 

Cuando el ejército alemán invadió Holanda y Bélgica el 10 de mayo de 1940 por orden del Führer Adolf Hitler, Michiel van Beusekom tenía once años. Recordaba que la radio había estado transmitiendo noticias de paracaidistas que se lanzaban sobre Ypenburg, repetimos sobre Ypenburg, y sobre Waalhaven, repetimos sobre Waalhaven. Durante todo el día, pasaron por el pueblo soldados de la caballería que bromeaban con las chicas y parecían de todo menos heroicos. Michiel llegó a la conclusión de que la guerra era una aventura fascinante y deseó que durase mucho tiempo.

Pronto cambió de opinión. La primera duda le sobrevino al cabo de cinco días, cuando el ejército holandés tuvo que abandonar aquella lucha desigual. Al oír la noticia por la radio su padre se puso pálido y su madre se echó a llorar. Enseguida empezaron las preocupaciones por los catorce chicos del pueblo que estaban en el ejército. Pronto recibieron noticias de que ocho de ellos estaban sanos y salvos. Poco después supieron que otros tres habían salido ilesos, pero seguían sin saber nada de los tres restantes: Gerrit, el hijo del panadero; Hendrik Bosser, el hijo de un granjero, y el hijo de su jardinero, al que llamaban Maas el Blanco por el mechón de pelo blanco que le caía por la frente. Michiel recordaba como si fuera ayer que permaneció mucho rato sentado en la carretilla, observando cómo trabajaba en el jardín el padre de Maas el Blanco. El hombre no decía nada, solo trabajaba sin descanso. Y siguió trabajando sin descanso una semana después cuando se supo que habían encontrado a Gerrit y a Hendrik.

A Gerrit lo habían hecho prisionero. Su ancho rostro se iluminaba de alegría cuando contaba que un sorprendido oficial alemán le había señalado la cara llena de pecas de arriba abajo. «Son los extremos oxidados de mis nervios de acero», le había contestado él, y gracias a esa respuesta pareció como si la guerra no estuviera del todo perdida. A Hendrik Bosser simplemente se le había olvidado mandar una carta a casa. Pero a Maas el Blanco lo enterraron en Grebbeberg. Su padre siguió atendiendo el jardín del padre de Michiel, el alcalde Van Beusekom, y no dijo nada.

Sí, ya por entonces el joven Michiel había comprendido que su deseo era estúpido y que era mejor que la guerra terminase cuanto antes. Sin embargo, habían pasado casi cuatro años y cinco meses desde aquel 10 de mayo de 1940 y las cosas no hacían más que empeorar. Era cierto que el pasado junio los soldados estadounidenses e ingleses habían desembarcado en la costa de Francia, habían hecho retroceder a los alemanes y habían avanzado hasta el sur de Holanda, pero aún no habían logrado cruzar los ríos. Habían hecho un intento cerca de Arnhem, pero por desgracia los alemanes ganaron esa batalla. Ahora estaban a las puertas de otro invierno. Un invierno muy oscuro. Los alemanes sabían que estaban perdiendo la guerra y se aferraban a sus posiciones como nunca lo habían hecho hasta entonces. Confiscaban cualquier cosa comestible y la enviaban a Alemania. En las ciudades la gente se moría de hambre. Los alemanes ya no mandaban en el cielo. Los cazas estadounidenses y británicos se habían adueñado del espacio aéreo y disparaban a cualquier medio de transporte que veían. Eso obligaba a los alemanes a desplazarse por la noche, en la oscuridad, lo que no resultaba nada fácil.

 

 

Vlank, el pueblo del que era alcalde el padre de Michiel, estaba situado en la franja norte de Veluwe, cerca de la ciudad de Zwolle. Ambas poblaciones estaban divididas por el río Ijssel. Había dos puentes que cruzaban el Ijssel, uno para el ferrocarril y otro para el resto del tráfico. Los aliados querían destruir aquellos puentes a toda costa, así que los bombardeaban sin tregua. Si lo conseguían, entorpecerían mucho el transporte alemán.

Los puentes tenían otra función además de permitir el tráfico de vehículos, pues resultaba sencillo detener a la gente y controlar su documentación. De ese modo podían arrestar a hombres jóvenes y mandarlos a trabajar a las fábricas de armamento de Alemania. También podían atrapar a los clandestinos que viajaban con papeles falsos. Para los alemanes, el puente del Ijssel era una trampa perfecta.

También era la razón de que hubiera tantas personas que pasaran por Vlank para preguntar si era seguro cruzar por el puente o si había mucho control. Era bien sabido que el alcalde no simpatizaba con los alemanes, por eso había siempre mucho movimiento en casa de los Van Beusekom.

La mañana siguiente al accidente con la botella de leche, Michiel se despertó a las siete y media. No tenía sentido madrugar más porque aún estaba oscuro. Pensó que sería el primero en levantarse, pero se equivocaba, el tío Ben ya estaba atareado encendiendo la estufa.

En realidad, el tío Ben no era su tío, pero Erica, Michiel y Jochem lo llamaban así porque iba muy a menudo a su casa y solía quedarse con ellos varios días. Para cualquier otro aquella costumbre habría resultado engorrosa dada la escasez de comida, pero el tío Ben siempre se las arreglaba para llevarles algo. La última vez le había regalado a su madre media libra de té del de antes de la guerra y un auténtico cigarro para su padre.

—Buenos días, tío Ben.

—Hola, Michiel. Necesito tu ayuda, muchacho. Hoy tengo que conseguir medio saco de patatas o un saco entero si puede ser. ¿Sabes adónde podría ir?

—Puede intentarlo con Van de Bos. Su granja queda un poco apartada de aquí, a una media hora en bicicleta, pero está tan lejos de la carretera que no recibe muchas visitas. Si quiere, puedo acompañarlo.

—Te lo agradezco.

La sala empezó a caldearse agradablemente. La estufa ronroneaba con entusiasmo y Michiel la miró con desconfianza. La leña húmeda que solían utilizar no ardía tan bien. Levantó la tapa del antiguo arcón de roble y vio que estaba vacío. El tío Ben había echado a la estufa toda la leña de salvación.

—¿Ha usado la leña de salvación? —preguntó Michiel con brusquedad.

—¿La qué?

—La leña que estaba ahí dentro.

—Sí, ¿por qué?

—A veces mi madre se desespera cuando ve que la estufa amenaza con apagarse antes de que la comida esté lista. En esos momentos puede usar la leña de salvación que guardamos en este arcón. Papá y yo nos turnamos para cortarla en astillas muy finas y después la extendemos detrás de la estufa hasta que esté bien seca.

El tío Ben lo miró arrepentido.

—Me ocuparé personalmente de volver a llenar el arcón.

Michiel asintió. Esa tarea iba a llevarle más de una hora, pensó el chico, pero no dijo nada. Tampoco se ofreció para hacerlo en su lugar. Quien utilizaba la leña de salvación con tanta ligereza debía pagar las consecuencias.

Poco a poco fueron apareciendo los demás huéspedes y cada uno recibió dos rebanadas de pan y un platito de gachas con leche para desayunar. Luego agradecieron su hospitalidad a la señora Van Beusekom y se pusieron en camino: algunos hacia el norte, para comprar un saco de centeno o de patatas; otros al oeste, de vuelta a casa, donde sus familiares los esperaban con los estómagos hinchados por culpa del hambre.

Después de que la familia acabase también de desayunar, el tío Ben le preguntó a Michiel si le iba bien acompañarlo a la granja de Van de Bos. Michiel dirigió una mirada elocuente al arcón de la madera y le dijo que antes debía llevar unos conejos a Wessels. Con aire resignado, el tío Ben fue en busca del hacha y se marchó al tajo que estaba detrás del cobertizo. Michiel dio de comer a sus treinta conejos, escogió tres, los pesó y partió hacia Wessels, decidido a sacar por ellos quince florines por lo menos.

Michiel llevaba meses sin ir a clase. Oficialmente había pasado a cuarto curso de la secundaria en el instituto de Zwolle, pero era imposible llegar hasta allí. El primer día de curso después de las vacaciones de verano había intentado ir en tren. Fue un viaje muy movido. Cuando estaban cerca de Vlankenerbroek, un avión empezó a planear en círculos encima del tren hasta que este se detuvo, entonces todos los pasajeros bajaron y echaron a correr por los campos, mientras el caza inglés descendía sobre sus cabezas. Pero los pilotos ingleses y estadounidenses no querían disparar a la población civil, lo único que pretendían era eliminar todos los medios de transporte del enemigo. Así que tan pronto como los pasajeros se hubieron alejado lo suficiente, el caza se lanzó en picado sobre la locomotora un par de veces y la acribilló a balazos.

Después de aquel episodio se terminaron los viajes a Zwolle. Michiel tampoco podía ir en bicicleta, porque no había forma de conseguir buenos neumáticos y era impensable recorrer una distancia tan grande todos los días con llantas de madera. Además, a los padres de Michiel les parecía demasiado peligroso, así que decidieron que no fuera más al instituto.

Fue una de las pocas veces que decidieron por su hijo, pues para todo lo demás Michiel era un chico muy independiente. Era una de las consecuencias de la guerra. Salía por los alrededores y volvía con mantequilla, huevos o tocino. Ayudaba a algunos granjeros y se ocupaba de sus propios negocios. Reparaba las destartaladas carretillas, carritos y mochilas de los caminantes de la ciudad. Sabía dónde se escondían algunos judíos. Sabía quién tenía una radio clandestina y sabía también que Dirk era miembro de la resistencia. Pero no pasaba nada porque conociera tantos secretos: Michiel tenía un carácter reservado y no sentía la menor necesidad de irse de la lengua.

Cuando regresó de Wessels con los diecisiete florines que había conseguido, se encontró a su vecino Dirk en la entrada del jardín.

—Hola.

—Necesito hablar contigo —le dijo Dirk—. A solas.

—Vamos al cobertizo. ¿Qué pasa?

Pero Dirk no le dijo nada más hasta que estuvieron dentro.

—¿Puede oírnos alguien? —preguntó.

—Claro que no, aquí no hay nadie. Es completamente seguro —le aseguró Michiel—. Además en esta casa todos son de fiar. ¿Qué sucede?

Dirk parecía mucho más serio que de costumbre.

—Júrame que no se lo dirás a nadie.

—Lo juro —dijo Michiel.

—Esta noche vamos a asaltar entre tres la oficina de distribución en Lagezande.

Lagezande era un pueblo que estaba a seis kilómetros de Vlank. Michiel notó una sensación extraña en el estómago porque lo hiciesen partícipe de aquellos planes, pero fingió como si aquello fuera lo más normal del mundo.

—¿Por qué vais a asaltar la oficina de distribución?

—En esta zona viven muchos clandestinos —le explicó Dirk—. Y no reciben cupones de racionamiento para comprar pan, azúcar, ropa, tabaco y muchas otras cosas.

Michiel sabía que era prácticamente imposible adquirir algo sin aquellos cupones, porque todo estaba racionado.

—Comprendo —dijo el chico.

—Bien, pues la idea es asaltar la oficina de distribución, llevarnos todos los cupones y repartirlos entre la gente que tiene a clandestinos escondidos en sus casas.

—¿Cómo te las arreglarás con la caja de caudales?

—Confío en que el señor Van Willigenburg me la abrirá amablemente.

—¿Quién es el señor Van Willigenburg?

—El director. Es un buen hombre y los alemanes no le caen muy bien. Sé que esta noche piensa quedarse a trabajar hasta tarde. Iremos y le pediremos que nos abra la caja de caudales y que nos entregue los nuevos cupones de racionamiento. Cuento con que no nos dará demasiados problemas.

—¿Con quién vas?

—Eso no importa.

Michiel sonrió. Dirk tendría que estar loco para dar nombres.

—¿Y por qué me cuentas todo esto a mí?

—Escúchame bien, Michiel. Aquí tengo una carta. Si algo saliera mal, debes entregársela a Bertus van Gelder. ¿Lo harás?

—¿A Bertus el Sordo? ¿Es que él también está en la resistencia?

—No hagas tantas preguntas. Tú dale la carta a Bertus y ya está. ¿De acuerdo?

—Claro. Pero ¿tú crees que puede haber complicaciones?

—No, no lo creo, pero nunca se sabe. ¿Tienes algún lugar donde esconder la carta?

—Desde luego. Dámela.

Dirk se sacó un sobre de debajo del jersey. Estaba cerrado y no había nada escrito.

—¿En dónde piensas guardarla?

—Eso es cosa mía.

Esa vez fue Dirk quien sonrió.

—Mañana vendré a buscarla.

—Vale. No dejes que te pillen, Dirk.

—Claro que no. Cuida bien de la carta. Adiós.

—Adiós.

Dirk salió silbando del cobertizo. Michiel abrió la puerta que daba al corral de las gallinas. Apartó la paja del cuarto nidal de la derecha. La tabla de madera del fondo estaba suelta. La levantó un poco y deslizó la carta debajo. Luego volvió a ponerlo todo como estaba antes. Allí no la encontraría nadie, pensó. Fue a su habitación en la buhardilla y en la madera de la cama escribió a lápiz «4 D». Cuarto de la derecha. Estaba seguro de que no se le iba a olvidar, pero nunca se sabía. Bueno, aquel tema ya estaba zanjado. ¿Qué más tenía que hacer? Ah, sí, acompañar al tío Ben a la granja de Van de Bos. Al bajar se encontró con su tío, que en esos momentos entraba en la sala con una buena brazada de leña menuda.

—¿Está satisfecho el señor? —preguntó con sorna.

—Un trabajo de primera —lo elogió Michiel—. ¿Nos vamos ya? Seguro que a papá no le importa que tome prestada su bicicleta.

—Sí, ya se la he pedido y no hay problema —dijo el tío Ben—. Y tú, ¿tienes algún vehículo para ir hasta allá?

—Una bicicleta con una rueda maciza y otra de madera —contestó Michiel, divertido—. Va dando sacudidas, pero funciona.

—Bueno, pues pongámonos en marcha.

Por el camino, el tío Ben le habló del movimiento de resistencia clandestina de Utrech al que él pertenecía.

—Nuestra misión principal es organizar rutas de escape —dijo.

—¿Fugas de la prisión? ¿Es eso posible?

—No, de la prisión no, aunque se han llevado a cabo algunas acciones muy valientes en esa línea. Me refiero a salir del país. Casi a diario derriban aviones ingleses y estadounidenses. Cuando los pilotos consiguen salvarse, se esconden e intentan ponerse en contacto con los partisanos de la resistencia. Nosotros hacemos todo lo posible para devolverlos a Inglaterra ya sea por mar, en barcos que zarpan de noche a escondidas, o por tierra, a través de España.

Un avión los sobrevoló a muy baja altura y por unos instantes fue imposible seguir la conversación. Cuando pasó de largo, el tío Ben reanudó su explicación:

—Hay grupos de la resistencia que matan a oficiales alemanes. A mí me parece una enorme irresponsabilidad. Así solo consiguen que los boches tomen represalias, arresten a civiles y los fusilen sin proceso alguno.

Michiel asintió. Hacía poco que un compañero de su padre de un pueblo vecino había sido ejecutado de aquel modo.

—¿Suelen tener éxito las evasiones por tierra? —preguntó.

—Por desgracia detienen a muchos por el camino y los conducen a los campos de prisioneros, pero como atrapen a alguien de aquí ayudándolos va directo al paredón. Después de torturarlo todo lo que haga falta, claro está, hasta que haya confesado los nombres y las direcciones de sus contactos. Comprenderás que intentemos organizarnos para que las distintas personas implicadas sepan lo menos posible las unas de las otras.

—¿Corre usted también mucho peligro?

—No, la verdad es que no. Yo me dedico a la falsificación de documentos. Para ello me pongo en contacto con algunas personas de la clandestinidad que son auténticos expertos en la materia. Cuando acabe la guerra, deberían dedicarse a falsificar dinero. Seguro que se harían ricos —comentó el tío Ben con una sonrisa.

No resultaba fácil mantener una conversación con el traqueteo de la rueda de madera de Michiel. Además, tenían que girar a la derecha y subir por una pista de tierra que contaba con un estrecho carril de bicicletas pavimentado. A partir de ahí ya no podían seguir pedaleando uno junto al otro, y como Michiel conocía el camino tomó la delantera.

El granjero Van de Bos accedió a venderle al tío Ben medio saco de patatas por el razonable precio de 20 céntimos el kilo. Los agricultores de aquellas tierras no se aprovechaban de la guerra para hacer negocio. Estrictamente ha