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Sergio Osvaldo Garabello

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Beschreibung

El presente es el fruto de una mente que necesita expresarse, de un espíritu que colmado por presiones externas debe decantar lo que produce.En manos de quien lea estas páginas estará la oportunidad de comprender, y en todo caso juzgar, su labor, acercándose a su mundo interno, su filosofía de vida y carácter personal.Esta es la historia de un ser humano desconocido, hallado muerto por el comisario de un pueblo de campaña, quien buscando datos de su identidad, halla entre sus pertenencias unas carpetas con relatos que, sublimados, contienen la historia personal del fallecido. En su investigación, Benavídez, lee los escritos, indagando entrelíneas no solo la filiación sino también el carácter y la historia de aquel ser anónimo.

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Seitenzahl: 136

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Sergio Osvaldo Garabello

INVISIBLE

Y otros relatos breves

Editorial Autores de Argentina

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Coordinación de producción: Helena Maso Baldi

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Agradecimientos imprescindiblesDebo dar gracias a todos aquellos seres que de una u otra forma colaboraron para que este libro fuese posible. Algunos jamás sabrán que lo hicieron.

A SADE Chivilcoy, que alimentó y guió mi sueño, brindándome una dimensión de la cultura que no conocía.

Al Taller Literario de la Sala “Alfonsina Storni” que albergó mis ansias de aprender y colmó mi espíritu con su calor tan particular.

A los queridos compañeros “Del-Pas”, que impulsaron mi trabajo con visión crítica y su amor incondicional por la literatura.

En especial a su directora, Profesora Geve Martha Cleci, que con su experiencia y sus inmensos conocimientos, tuvo la gentileza de incluirme en su corazón y me enseñó, corrigió, alentó y reprendió para que lograra superarme, y con quien gracias a su ayuda me asomé al amor por las letras.

S.O.G.

Prólogo necesario

Cuando decidí sentarme a escribir, lo hice impulsado por la necesidad de comunicarme conmigo, para intentar entenderme, para comprenderme, pero sobre todo para derivar de mi interior todo aquello que me estaba haciendo pedazos.

Escribir es una actividad apasionante, regeneradora, que me acompaña desde mi adolescencia, y siempre jugué con la idea de publicar esas ideas que me saltaban desde tan adentro de mí.

No siempre quien escribe es escritor. Para poder llamarme así lo ideal, mi mayor anhelo, es lograr transferir a los demás las mismas imágenes que se generan en mi mente. Suelo pensar que escribir es igual que hacer un programa de radio: el objetivo primordial es transmitir los pensamientos y sentimientos propios por intermedio de esos símbolos consensuados que denominamos “palabras”, para que alguien a quien no vemos, ni conocemos, se forme una idea cabal de lo que pretendemos decir, mas, uno nunca tiene la certeza de lo que el lector (o el oyente) podrá aprovechar al descifrar la intencionalidad de ellos y ni siquiera si podrá lograrlo.

Todos en algún momento de nuestras vidas nos hemos topado con un libro que nos impacta, nos comprende como nuestro mejor amigo, nos señala una dirección o nos da ese consejo necesario o definitorio y que nos compele a hablar con voz propia. En mi caso, fue “Canto a mí mismo” de Walt Whitman.

Como me gustan mucho la sociología, la sicología, la ciencia ficción (que cada vez es más ciencia y menos ficción), los misterios, los relatos que develan las miserias y virtudes humanas de manera simple, siempre fui atraído por las historias relacionadas con ellas. De todos los textos que salieron a mi encuentro, confieso, me apasiona

ron siempre aquellas historias breves que irremisiblemente apuntan a los círculos; también, aquellas en las cuales el personaje encuentra por casualidad (o no) algún escrito, documento o conjunto de ellos, en los que se cuentan sucesos que derivaron en consecuencias irremediables, o bien, obligaron a sus protagonistas a tomar decisiones terminantes.

Estos estilos, que han sido sabiamente utilizados por escritores fundamentales, están pálida e impúdicamente acometidos aquí.

Lo que sigue es el relato de un comisario de ciudad aficionado a la lectura, trasladado a un pueblo pequeño y remoto de provincia, que halla entre las pocas pertenencias de un anciano fallecido y sin identidad conocida, un conjunto de cuentos, presumiblemente escritos por éste, a través de los cuales intentará dilucidar su origen y las circunstancias que lo condujeran a terminar su vida en aquella casucha apartada y solitaria (acción que dejo igualmente en manos de aquéllos que deseen hacerlo, si es que consienten a leer entrelíneas).

A medida que examina los escritos, comprende que se trata de una autobiografía enmascarada e intrincadamente escondida en esas palabras y configuran la filosofía de vida del muerto, su punto de vista con respecto a la humanidad, la existencia en sociedad. Conjetura que para conocerlo de verdad, deberá desanudar aquella suma de alegorías que conforman la personalidad de ese ser anónimo. Esto hace que sea un relato que narra la lectura de otros.

El objetivo que me impulsa es comunicar la visión del mundo de un hombre común y corriente, desde su mirada, desde su universo interior; ni más ni menos, la mía propia.

Sergio Garabello

Prólogo(Benavídez)

José Alfredo Benavídez es policía desde hace demasiado tiempo,

y se siente cansado, hastiado de la insensibilidad y el aislamiento que deparan las ciudades superpobladas. Le pesan ya los años de servicio, las pérdidas, las responsabilidades, la violencia cotidiana del conurbano.

Por esto es que cuando el médico siquiatra de la fuerza sugirió que solicitar el retiro, o bien, el traslado a un lugar de mayor tranquilidad le sería beneficioso, aceptó la segunda idea de buena gana.

Sus tres hijos ya eran grandes y tenían sus vidas propias; la hija mayor es arquitecta, el segundo abogado y el último, periodista; viudo desde hacía unos doce años, el apego por su profesión policial siempre le impidió formar vínculos estables con el sexo opuesto. Así que cuando le dieron el traslado a Loma Chica, en la VII Sección de la provincia, ni siquiera lo dudó. Arregló en unos días sus cosas y con lo mínimo indispensable, hizo la mudanza.

Es un hombre de gustos y costumbres simples, sin apego por los lujos o las comodidades excesivas.

Al llegar al pueblo, se acomodó en la casa adjunta a la comisaría, sin problemas a pesar de la austeridad de la misma; era suficiente para un hombre solo. Una sola habitación con una cama antigua de una plaza y media, un ropero con espejo en la puerta, donde se reflejaban los vidrios de una ventana que mira hacia un pequeño jardín, una cocina comedor bien iluminada y del mismo tamaño y el baño pequeño pero completo; todo limpio y pintado recientemente.

Además, la vivienda contaba con una cocina, una heladera de una puerta, mesa, tres sillas, un aparador y un televisor de 14 pulgadas.

La vista desde el comedor abarcaba parte de la plaza arbolada, la calle principal y la escuela. Un alegre y locuaz suboficial que le abrió la puerta le dijo que una señora vendría tres veces por semana a cocinar y hacer la limpieza, pero lo rechazó rotundamente: él se atendía solo desde siempre, no necesitaba sirvientes.

De inmediato se hizo cargo de la pequeña estación de policía, comprobando el teléfono, la radio VHF, las cerraduras y la única celda con la que contaba. El patio tenía un hermoso asador. Conocía de sobra las costumbres del interior y no le desagradaban.

Benavídez, siguió con el archivo; ochenta y tres expedientes muy bien ordenados en tres cajoneras metálicas. Los fue sacando uno por uno y los leyó completos. No halló nada fuera de lo común. Esta es una zona rural y los delitos más habituales son el abigeato y las carreras clandestinas. De cuando en cuando algún herido en una pelea de borrachos, pero nada en comparación con el mundo violento del que él venía. Loma Chica es una localidad perdida en medio de la llanura, con pocos y antiguos moradores que, como es de esperarse, no tenían mayores conflictos entre sí.

El comisario, además, es un ávido lector. Gusta de las novelas policiales, bien contadas, de la ciencia ficción y el misterio. Pudo leer en noches largas de guardia a los clásicos de estos géneros. Poe, Lovecraft, Christie, Huxley, King y otros tantos que pasaran por sus manos lo deleitaron enormemente.

Siempre admiró la forma de escribir de todos los que leyó, aún de la poco habitual de su favorito, Cortázar, que según su criterio escribía igual que si hablara. Borges y Bioy Casares lo impactaban menos que Johnatan Swift o Mark Twain. Su deseo siempre fue escribir como alguno de ellos, pero nunca lo pudo conseguir. Él mismo acusaba de esto a su trabajo: tanto delincuente, tanta sangre, tanta miseria humana lo habían endurecido y confinaron su redacción a los lacónicos e impersonales informes policiales. Pero eso no le impedía en nada disfrutar de sus lecturas favoritas y, en prevención de la falta de buena literatura que habría en ese pueblo apartado, se trajosu colección completa de libros. Juzgaba que dispondría del tiempo necesario para su lectura.

Trabó conocimiento con las gentes del pueblo en los primeros pasos que dio. Todos lo saludaron con cordialidad, haciendo algunas recomendaciones y reclamos, entendiendo que con él llegaba la ley y el orden que faltaban desde el traslado del comisario anterior, seis meses antes. No faltaron las usuales invitaciones a cenar, tampoco.

En la mañana del lunes de la segunda semana desde su llegada, a eso de las ocho, se encontraba leyendo el diario sentado en su escritorio. No se percató que un muchachito de unos diez años, de rostro aindiado, mal vestido y sucio, entró y se paró frente a él.

Como Benavídez no lo notara, el chico golpeó el borde del respaldar de la silla dos veces con la punta de los dedos. El comisario levantó la vista, mirándolo por sobre el marco de los anteojos.

–¿Qué pasa, m’ijito? –dijo, tratando de no intimidarlo demasiado.

–Me manda mi papá a decirle que hay un muerto, señor–, y salió corriendo sin esperar respuesta.

Benavídez, sonrió, y pensó que podría ser una broma, pero lo descartó: era muy nuevo en el pueblo como para que jugaran de esa manera con él. Aparte, había podido observar una gran cantidad de extranjeros que trabajaban los campos. Éste debía ser hijo de alguno de ellos.

Sin muchas ganas, salió afuera solamente para ver que el chico estaba parado mirándolo desde la esquina a dos cuadras, como si lo esperara. Espoleado por la curiosidad, se decidió a seguirlo. Subió al móvil policial, una camioneta F-100 modelo 1980, con la pintura reglamentaria en mal estado. Cuando arrancó, el muchachito empezó a correr nuevamente por el medio de la calle en dirección al norte del pueblo. La chata no daba para mucho, así que lo siguió despacio.

Aquél, luego de varias cuadras, se internó entre medio de unas quintas de tomates y almácigos de verduras de hoja, hasta un rancho precario a unos cien metros de la calle. Hablaba con un adulto, un hombrecito bajo y gordo de espeso cabello negro, con la camisa desabotonada sobre el vientre redondo.

Dejó la camioneta en la calle y caminó hasta la casa. Saludó y dijo:

–A ver, ¿dónde está el cadáver?

El campesino lo miró con sorpresa, y luego bajó la mirada hacia el chico. Éste, se tapó la boca con ambas manos, asustado.

–¡Yo te viá dar a vos!, ¿quién te dijo que había un muerto?

–El Yona –dijo el chico intimidado, y cuando el hombre levantó la mano derecha en ademán de descargar un golpe, el chiquilín corrió hasta desaparecer detrás del rancho.

–Ni se le ocurra ponerle una mano encima al chico, amigo –dijo el comisario; el otro se quedó duro.

Había visto demasiada violencia que involucraba a menores y no toleraba ninguna clase de maltrato contra ellos.

–Bueno, dígame qué fue lo que pasó.

–Mire, don comisario –dijo el hombre confuso–, no sabemos… es un viejo que vivía solito, ahí, atracito del canal, en una taperita; hoy temprano mi mujer fue, como todos los días a llevarle la leche… y lo encontró muerto. Era un buen hombre, nunca molestaba… y los chicos lo querían un montón, siempre les contaba cuentos y esas cosas, ¿vio?

–Bien, mostráme donde está.

Atravesaron un montecito de árboles bajos, cruzaron una cuneta ancha por sobre un puente fabricado con tres troncos de paraíso, siguieron un senderito entre pastos altos y un sembradío de soja, y llegaron a una casucha de chapas, madera y lonas. Una raída remera de un amarillo desteñido ondeaba sola colgada de un alambre.

El interior se veía ordenado a pesar de la precariedad de todo: un plato, un vaso y una ollita lavados y secos, arriba de un trapo limpio sobre la mesita de madera de tarimas; un par de estantes con algunas prendas cuidadosamente dobladas, una taza para café, con unos pocos cubiertos; bolsitas de plástico colgadas de clavos con diversas cosas, verduras en unas, artículos de limpieza en otras. Un espejito redondo de marco verde colgaba de uno de los palos en un rincón.

Sobre la vieja cama de madera estaba el cuerpo de un hombre anciano, blanco, casi calvo, desnudo y pálido. Encima de la cabe

cera una tabla sostenía una docena de libros, añosos y ajados. Por la rigidez del cuerpo, pasaron más de doce horas del deceso; no presentaba traumas visibles de ninguna clase y la expresión serena de su rostro permitía inferir que había fallecido de muerte natural mientras dormía. Sobre el lado izquierdo del pecho, bajo la clavícula, lucía un curioso tatuaje, evidentemente casero, con una sola palabra: INVISIBLE.

Tenía manos de piel suave, apenas atacadas por las durezas del trabajo pesado; pudo apreciar que fue un hombre robusto y por la flaccidez del cuerpo, con algún grado de obesidad; no parecía un pordiosero ni un indigente común; a éstos, Benavídez estaba habituado a verlos y a encontrarlos muertos, después de las heladas noches de invierno en las calles de San Martín.

Se dedicó a revisar las pertenencias del anciano, buscando algún documento, algo que le pudiera decir quién era. Pero no halló nada. Bajo la cama, descubrió dentro de bolsas plásticas envueltas en otras de arpillera varias carpetas casi destruidas por el manoseo, llenas con un montón de papeles, algunos mecanografiados, otros escritos a mano con buena letra, todos con correcciones.

Dejó esto sobre la mesa y siguió buscando entre los libros, pero no había nada más. Preguntó si alguien sabía cómo se llamaba el occiso, pero todos lo conocían como “el viejo”.

Se llevó los escritos y los libros a la comisaría para revisarlos mejor después; mientras, confeccionó el informe al que adjuntó el certificado de defunción y una aséptica declaración de autopsia del médico local.

Luego, preguntó por teléfono a la central si podría mandar un juego de huellas digitales para identificarlo. Le contestaron de mala gana que sería una pérdida de tiempo.

Contrariado, se enojó conjeturando sobre los sucesos que rodearan la vida y el final de ese hombre solitario, apartado del mundo y lo injusto que le parecía que nadie supiera de su muerte para reclamar el cuerpo y llorar su pérdida. Se preguntó si a él no le ocurriría lo mismo cuando le llegara la hora.

Dispuso con el cura que se sepultara el cuerpo de inmediato en el cementerio de atrás de la iglesia, previa colaboración con la parroquia, que salió de su bolsillo, y se aprestó con paciencia a esperar que desde la capital le dieran, algún día, los datos filiatorios del “viejo”. Y eso mismo mandó escribir sobre la cruz blanca que señalaba la tumba: “El Viejo”.

Entonces, pudo dedicarse a la lectura de los papeles que hallara en el rancho.

Se trataba de una especie de colección de relatos, como un libro de cuentos sin concluir que bien podrían haber sido guardados por el hombre en algún momento de su vida, y que vaya a saber por qué, conservara con tanto cuidado. Lo más probable era que los hubiera escrito él.

Benavídez, con marcado interés, leyó:



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