Isla de secretos - Robyn Donald - E-Book
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Isla de secretos E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

Era una tentación peligrosa… Gracias a una absurda cláusula en el testamento, para recibir su herencia Luc MacAllister debía pasar seis meses en una isla del Pacífico con la supuesta amante de su padrastro. Joanna Forman podría tentar a un santo y, para mantener la cordura y conservar sus secretos, Luc tendría que alejarse de ella todo lo posible… Aceptar la herencia confirmaría la convicción de Luc de que era una buscavidas, pero rechazarla podría costarle todo aquello por lo que tanto había trabajado, de modo que Joanna debía plantarle cara al poderoso magnate y luchar contra la invencible atracción que había entre ellos hasta el final de aquel largo y cálido verano.

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Robyn Donald Kingston. Todos los derechos reservados.

ISLA DE SECRETOS, N.º 2271 - Noviembre 2013

Título original: Island of Secrets

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3870-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Luc MacAllister miró el documento que tenía delante y luego al abogado antes de decir con voz de hielo:

–Tal vez pueda explicarme por qué mi padrastro insistió en imponer esa última condición en su testamento.

Bruce Keller tuvo que contener el impulso de aclararse la garganta. Había advertido a Tom Henderson de las posibles repercusiones de tan extraña cláusula, pero su viejo amigo había respondido con cierta satisfacción:

–Es hora de que Luc aprenda que la vida significa lidiar con situaciones que no siempre puedes controlar.

En sus cuarenta años discutiendo testamentos con familias dolidas o enfrentadas, Bruce se había quedado sorprendido alguna vez, pero nunca se había sentido amenazado. Sin embargo, el ruido del tráfico en la calle principal de Auckland se esfumó al mirar los fríos ojos grises del hijastro de Tom y tuvo que hacer un esfuerzo para tranquilizarse.

–Tom no me confió el porqué.

–De modo que se negó a explicar las razones por las que estipuló que para obtener el control absoluto de las empresas Henderson antes debía pasar seis meses en compañía de esa tal... Joanna Forman.

–Se negó a explicarme por qué.

MacAllister leyó el testamento:

–«Joanna Forman, que ha sido mi acompañante durante los últimos dos años...» –Luc hizo una mueca–. Tom no solía andarse por las ramas, pero imagino que por «acompañante» quiere decir «amante».

Bruce sintió una punzada de compasión por la mujer.

–Lo único que sé sobre ella es que su tía fue el ama de llaves de tu padrastro en la isla de Rotumea hasta que murió. Joanna Forman cuidó de ella durante sus últimos meses.

–Y luego se quedó en la casa.

El desdén en el tono de Luc enfadó al abogado, pero decidió no decir nada.

Fuese cual fuese el papel que Joanna Forman había tenido en la vida de Tom Henderson, había sido alguien importante para él, tan importante como para dejarle una gran suma de dinero, aunque sabía que eso enfurecería a su formidable hijastro.

MacAllister se encogió de hombros en un gesto que le recordó a su madre, una elegante aristócrata francesa. Aunque Bruce solo la había visto una vez, nunca había olvidado su empaque o su total falta de empatía hacia los demás.

No podía ser más diferente a Tom, un neozelandés que había tomado al mundo por el cuello y que disfrutó enormemente mientras montaba un imperio multinacional.

Bruce había hecho lo posible para convencer a Tom de que aquel inesperado legado crearía problemas, que el testamento incluso podría ser impugnado, pero su amigo estaba firmemente decidido.

En cualquier caso, su hijastro no tenía razones para mostrarse tan despreciativo. Bruce podía recordar al menos dos relaciones de Luc MacAllister publicitadas por los medios de comunicación.

Siendo un hombre justo, aceptaba que una relación entre un hombre de sesenta años y una mujer cuarenta años más joven era un poco... rarita, como diría su nieta; un pensamiento que lo hizo sonreír.

–La situación no me parece divertida –dijo Luc MacAllister.

–Ya sé que esto ha sido una sorpresa para usted. Le advertí a su padrastro que sería así.

–¿Cuándo cambió el testamento?

–Hace un año.

MacAllister asintió con la cabeza.

–Tres años después de la embolia y un año después de que esa mujer se instalase en su casa.

–Así es –asintió Bruce–. Pero Tom tuvo la precaución de hacerse un chequeo físico y mental antes de firmar el testamento.

–Por supuesto, usted le recomendaría que lo hiciera –replicó el joven, irónico–. Pero no voy a impugnar el testamento, ni siquiera esa última cláusula.

–Me parece muy sensato por su parte.

MacAllister se levantó, su mirada ártica clavada en el rostro del abogado.

Bruce se levantó también, preguntándose por qué el hombre que tenía delante parecía un gigante cuando él medía un metro ochenta y cinco.

Presencia.

A Luc MacAllister le sobraba presencia.

–Presumiblemente, esa mujer estará encantada con las condiciones del testamento.

–Sería tonta si no las aceptase –señaló Bruce–. Por difícil que sea la situación, los dos tienen mucho que ganar.

De hecho, Joanna Forman tenía el poder de privar a Luc MacAllister de algo por lo que había trabajado durante toda su vida: el control total del vasto imperio de Tom Henderson.

Una vez más, Luc miró el testamento.

–Imagino que intentaría convencer a Tom para que no lo hiciera.

–Sí, pero él sabía muy bien lo que quería.

–Y, como buen abogado y viejo amigo, ha hecho lo posible para que esa cláusula fuese intocable –dijo MacAllister, sarcástico.

Luc no esperó una respuesta. Sus abogados se encargarían de revisar el testamento con lupa, pero Bruce Keller era un abogado astuto, de modo que no esperaba poder hacer nada al respecto.

–¿Joanna Forman sabe de su buena fortuna?

–No, aún no. Tom insistió en que se lo contase yo en persona, así que iré a Rotumea dentro de tres días.

Luc intentó contener su enfado. Era injusto culpar al abogado por la situación. Su padrastro era un hombre obstinado que no aceptaba consejos de nadie y, una vez que tomaba una decisión, era inamovible. Ese carácter de hierro le había dado buen resultado en los negocios... hasta que la embolia atrofió su cerebro.

Y esa era la razón, pensó Luc, por la que se vería obligado a vivir con Joanna Forman durante seis meses.

Y, después de los seis meses, ella tomaría la decisión que le daría las riendas del imperio Henderson o lo privaría de todo aquello por lo que había luchado en los últimos años.

–¿Va a decirle que ella decidirá quién controla la empresa?

–Usted sabe que no puedo revelarle eso.

Cuando era necesario, Bruce Keller tenía cara de póquer, pero Luc apostaría lo que fuera a que Joanna Forman no lo sabría hasta que llegase el momento de tomar una decisión.

Y eso le daba tiempo para maniobrar.

–Y si su decisión fuera en mi contra, ¿qué pasaría?

Keller vaciló.

–Eso tampoco puedo divulgarlo.

No hacía falta, Luc lo sabía. Su padrastro habría organizado que alguien de su confianza se hiciera cargo de la empresa y él sabía quién era esa persona: el sobrino de Tom.

Un hombre que había luchado contra él por la supremacía en el consejo de administración de diferentes maneras, culminando el año anterior en su huida y posterior matrimonio con la prometida de Luc, que era la ahijada de Tom Henderson.

«Maldito seas, Tom».

Jo se levantó del sillón, estirándose para controlar el dolor en el cuello. Después de dos años en el trópico se había acostumbrado al calor y la humedad, pero aquel día estaba agotada.

Lo último que le apetecía era hacer de carabina de unos recién casados, pero su mejor amiga había ido a Rotumea con su flamante marido para pasar una noche en el carísimo resort de la isla con la intención de que sus dos personas favoritas pudieran conocerse...

Lindy había sido su mejor amiga desde que se conocieron en el colegio y sería estupendo volver a verla. Además, estaba deseando conocer al hombre del que Lindy llevaba un año hablando sin parar.

Un problema económico había impedido que acudiese a la boda y, por culpa de la crisis, la situación no iba a mejorar por el momento, pero no iba a arruinar la felicidad de la pareja contándole sus problemas.

La noche había empezado bien, Lindy estaba radiante y su marido era encantador. Brindaron con champán por el futuro mientras el sol se escondía tras el horizonte y la luz del atardecer envolvía la isla en una capa de color rojo, con los puntitos plateados de las estrellas.

–Qué suerte tienes –dijo Lindy–. Rotumea es el sitio más bonito del mundo.

Antes de que pudiese responder, Jo escuchó una voz familiar tras ella y, de repente, la noche perdió su encanto.

–Hola, cariño. ¿Cómo va todo?

De todos los habitantes de la isla, Sean era el único al que no quería ver. Unos días después de la muerte de Tom, había rechazado tener una aventura con él y su reacción la había hecho sentir náuseas.

Se volvió, deseando haber elegido un vestido menos revelador cuando la mirada de Sean fue inmediatamente a su escote. Pero no iba a dejar que su presencia estropease la noche a sus amigos

–Bien, gracias –respondió, intentando hacerle ver que no lo quería allí.

Sean esbozó una sonrisa.

–A ver si lo adivino, vosotros sois la pareja de recién casados a la que Jo tenía tantas ganas de ver, ¿no? ¿Disfrutando de vuestra estancia en los trópicos?

Su amiga, inocente, le devolvió la sonrisa y Joanna apretó los dientes. Ojalá hubiera sabido la clase de hombre que era antes de hablarle a Lindy de él.

–Nos encanta, es una isla preciosa.

–Soy Sean Harvey, un amigo de Joanna.

Por supuesto, Lindy lo invitó a sentarse y cuando Jo miraba alrededor del restaurante, como buscando ayuda, su mirada se encontró con la de un hombre sentado a una mesa cercana.

Le sonrió automáticamente, pero el extraño no le devolvió la sonrisa y ella apartó la mirada.

Los hombres de la isla solían ser amistosos e informales, estilo surferos. Pero, a pesar de los reflejos rubios en el pelo castaño, aquel hombre tenía un aspecto peligroso.

No era un surfero de los que iban a Rotumea cada año, eso seguro.

Alto, atlético y apuesto, tenía unos ojos tan grises como el hierro y una mandíbula cuadrada, recta. Su rostro le resultaba familiar, aunque estaba segura de que no se habían visto antes.

Tal vez fuese un actor de cine, pensó. No era el tipo de hombre que una pudiese olvidar fácilmente.

Como si ese momento de contacto hubiese forjado un tenue lazo entre ellos, el pulso de Jo se aceleró y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada.

«No seas tonta», se dijo a sí misma, intentando olvidarse del extraño.

No podía criticar el comportamiento de Sean, que estaba mostrándose galante con Lindy, simpático con su marido y dejando claro su interés por ella. Tanto que, en cuanto Sean los dejó solos, Lindy le preguntó:

–No me habías hablado de él, ¿es tu último novio?

–No –respondió Jo, con sequedad.

Su amiga había hecho la pregunta en un momento de silencio general y el hombre que estaba sentado a su lado giró la cabeza para mirarla. No había ninguna emoción en sus esculpidas facciones y, sin embargo, por alguna razón, sintió un escalofrío.

Había estado pendiente de él, e intentando disimular durante toda la noche, casi como si su presencia fuera una amenaza.

«No seas dramática», se regañó a sí misma. El extraño no lo merecía. Sencillamente, estaba enfadada con Sean. Por su culpa, había decidido alejarse para siempre de los hombres guapos.

No volvió a mirarlo en toda la noche, pero no podía dejar de notar su presencia, y su recuerdo se quedó con ella hasta que salió del resort y se dirigió al aparcamiento, deteniéndose abruptamente cuando vio una sombra al lado de su coche.

–Hola, Jo.

En Rotumea, el único peligro eran los ciclones, corrimientos de tierra, inundaciones o algún accidente de moto. Nunca había habido un atraco o un crimen, que ella supiera.

En cualquier caso, la presencia de Sean la sobresaltó.

–¿Qué quieres?

En esta ocasión, Sean no se molestó en sonreír.

–Hablar contigo.

–La última vez que nos vimos dijiste todo lo que me hacía falta escuchar.

Él se encogió de hombros.

–Por eso tenemos que hablar. Jo, lo siento. Si no me hubieras rechazado tan crudamente no habría perdido la cabeza. De verdad pensaba que había alguna posibilidad para nosotros. Después de todo, si el viejo Tom te hubiera hecho feliz, no habrías coqueteado conmigo.

No era la primera vez que alguien dejaba caer que la creía amante de Tom Henderson y, cada vez que eso ocurría, sentía náuseas. En cuanto a coquetear con Sean...

Joanna tuvo que contener su indignación.

–Como disculpa, falla en todos los sentidos. Déjalo estar, Sean. Ya no importa.

Él dio un paso adelante.

–¿Mereció la pena, Jo? Por mucho dinero que tuviese, acostarte con un hombre mayor... Tom debía tener al menos cuarenta años más que tú, así que no creo que fuese muy divertido. Espero que te dejase una buena cantidad de dinero en su testamento, aunque lo dudo –Sean dio otro paso hacia ella–. ¿Lo hizo? Tengo entendido que los multimillonarios son muy tacaños...

–¡Ya está bien! –lo interrumpió Jo, indignada–. Cállate de una vez.

–¿Por qué iba a callarme? Todo el mundo en Rotumea sabe que tu madre era una mujer de vida alegre...

–¡No te atrevas! Mi madre era modelo y una profesión no tiene nada que ver con la otra.

Sean abrió la boca para decir algo, pero se giró al escuchar otra voz masculina llena de autoridad:

–Ya la ha oído: cállese.

Jo se volvió para mirar al hombre que había estado sentado a su lado en el restaurante.

–No sé lo que ofrece, pero está claro que ella no lo quiere, así que váyase.

–¿Quién demonios es usted? –exclamó Sean.

–Un extraño que pasaba por aquí –respondió el hombre, con tono desdeñoso–. Y sugiero que suba a su coche y se marche. No es el fin del mundo. Ningún hombre ha muerto porque una mujer lo haya rechazado.

Sean se volvió hacia Jo.

–Muy bien, me iré, pero no vuelvas a mí cuando te echen de la casa de Henderson. Seguro que se lo ha dejado todo a su familia. Las mujeres como tú no valéis un céntimo...

–¡Vete de una vez! –lo interrumpió ella, intentando disimular la vergüenza.

Por fin, Sean se alejó y Joanna se volvió hacia el extraño.

–Gracias.

–Sugiero que la próxima vez deje a los hombres con un poco más de tacto –dijo él, con tono cáustico.

A pesar de ello, Jo se alegraba de que hubiese intervenido. Por un momento, casi había tenido miedo.

–Intentaré recordar el consejo –le dijo, irónica, antes de subir al coche.

El desagradable encuentro con Sean la había dejado angustiada. Era neozelandés, como ella, y estaba en Rotumea dirigiendo una empresa pesquera. Aunque desde el principio había dejado claro que la encontraba atractiva, había parecido aceptar educadamente los límites que ella imponía...

Jo intentó recordar si alguna vez había dicho o hecho algo que le hubiera hecho pensar que quería algo más que una amistad, pero no recordaba nada en absoluto.

Frustrada, dio un volantazo para evitar a un pájaro suicida o que se creía inmortal. Naturalmente, el pájaro era un alcatraz de Nazca, el payaso del Pacífico.

«Concéntrate» se dijo a sí misma.

Tras la muerte de Tom, la sugerencia de Sean de que mantuviesen una aventura había sido algo inesperado, pero ella lo había rechazado amablemente... y se había quedado sorprendida por su enfado.

No le había gustado nada que la esperase en el aparcamiento para insultarla y que la creyese amante de Tom la ponía enferma. Aparentemente, Sean pensaba que cualquier relación entre un hombre y una mujer tenía que ser de naturaleza sexual.

Qué estúpido. En cierto modo, Tom era el padre que ella nunca había conocido.

Esa noche durmió mal. La humedad hacía que se preguntase si se acercaba un ciclón. Pero cuando comprobó el informe del tiempo a la mañana siguiente fue un alivio comprobar que, aunque un ciclón se dirigía al Pacífico, no llegaría a Rotumea.

Savisi, la gerente de su tienda, había llamado para decir que tenía un problema familiar y no podría ir a trabajar hasta la hora del almuerzo, de modo que Jo subió al Land Rover para ocupar su puesto.

Aquel no era su día de suerte y tuvo que lidiar con la peor cliente del mundo, una boba de unos veinte años con ropa demasiado cara y unas maneras que dejaban mucho que desear. Jo suspiró de alivio cuando la chica salió de la tienda dando un golpe de melena.

Afortunadamente, Savisi llegó a mediodía para ocupar su puesto y ella volvió al oasis que era la casa de Tom.

Pero después de comer empezó a pasear de un lado a otro, inquieta. Al final, decidió nadar un rato en la laguna. Tal vez eso la relajaría.

Desde luego la refrescó, pero no lo suficiente. Mirando con anhelo la hamaca que colgaba entre dos árboles, se rindió a la tentación...

–Señorita Forman.

Su nombre, pronunciado por una ronca voz masculina, la sobresaltó. Con el sol a la espalda no podía ver sus facciones, pero estaba segura de que no lo conocía.

Medio dormida, murmuró:

–Váyase.

–No pienso irme. Despierte.

Era una orden e indignada, saltó de la hamaca y apartó el pelo de su cara, intentando poner en acción su cerebro.

Ah, el hombre de la noche anterior.

Sintiéndose extrañamente vulnerable, deseó haberse puesto un bañador y no aquel biquini diminuto.

Aunque él no mostraba interés por su cuerpo ya que los ojos grises estaban clavados en su cara.

–¿Qué hace aquí? Esta es una playa privada.

–Lo sé. He venido a verla.

Jo se puso las gafas de sol a toda prisa, un frágil escudo ante tan penetrante mirada.

–Es usted el abogado, ¿verdad? Pensé que no vendría hasta mañana.

Aunque no tenía aspecto de abogado. No, más bien parecía un pirata o un vikingo, letal y abrumadoramente masculino. Y muy, muy vital. Era imposible imaginarlo sentado detrás de un escritorio redactando testamentos...

–No soy el abogado –dijo él entonces.

–Entonces, ¿quién es?

–Luc MacAllister.

Como su rostro, el nombre le resultaba familiar, pero seguía sin recordar...

–Muy bien, Luc MacAllister, ¿y qué es lo que quiere?

–Ya se lo he dicho, he venido a verla. Mi madre era la esposa de Tom Henderson.

–¿Tom? –repitió ella, sorprendida.

De repente, todo encajó.

De modo que aquel hombre era el hijastro de Tom.

Y estaba enfadado con ella.

El orgullo hizo que irguiese los hombros mientras la mirada metálica de Luc MacAllister se clavaba en ella.

La explicación podía esperar, pensó. Aquel hombre era parte de la vida de Tom. Se había hecho cargo del imperio Henderson años antes, tras la embolia que sufrió su padrastro. Pero, según él, no le había dejado las riendas amistosamente...

Sin embargo, aunque Tom había sido apartado del poder, seguía confiando en su hijastro.

Jo le ofreció su mano.

–Tom hablaba mucho de usted. ¿Como está, señor MacAllister?

Por un momento, pensó que iba a negarse a estrechar su mano, pero, después de unos segundos que le parecieron horas, unos largos dedos de acero se cerraron sobre los suyos, el contacto provocando una especie de descarga eléctrica. Sorprendida, estuvo a punto de dar un paso atrás, pero él soltó su mano como si temiera contaminarse.

Muy bien, además era un grosero. No podía dejar más claro que se había tragado las insinuaciones de Sean.

Enfadada, le dijo:

–Supongo que ha venido para hablar de la casa.

Sin esperar respuesta, tomó su toalla y se la colocó a modo de sarong mientras le daba la espalda.

–Por aquí –le dijo, llevándolo por un camino entre las palmeras.

Mientras caminaba delante de él, Luc admiró sus largas piernas, los brazos bronceados, el cabello de color caramelo que caía por su espalda...

De repente, su cuerpo respondió de una manera primitiva. Tom tenía buen gusto, eso había que reconocerlo. Era lógico que se hubiera encaprichado de una mujer tan sensual. Incluso en su juventud, su madre no hubiera podido compararse con aquella mujer.

Ese pensamiento debería haber matado el deseo que sentía por ella, pero ni siquiera el desprecio que sentía por sí mismo en aquel momento podía controlarlo. Nunca había perdido la cabeza por una mujer, pero por un momento entendió la frustración que sentía el hombre del aparcamiento la noche anterior. Joanna Forman debía de haber pisoteado su corazón...

Pero, ¿qué podía esperar de una mujer que se acostaba con un hombre cuarenta años mayor que ella? ¿Generosidad de espíritu?

No, en lo único que podía haber estado interesada era en la cuenta bancaria de Tom.

Poco después llegaron a la casa, rodeada de palmeras. Uno de esos árboles había matado a Tom, su fruta tan peligrosa como una bala de cañón. Él conocía los riesgos, por supuesto, pero había salido durante un ciclón, después de escuchar lo que le habían parecido gritos de ayuda...

Un coco le había partido el cráneo, matándolo de manera inmediata.