Jack Donoso - Cristián Enrique Raveau Morales - E-Book

Beschreibung

Jack Donoso es un joven y peculiar periodista que está inciando su carrera profesional en la sección de Espectáculos del diario El Patriota, de Ciudad Cándida. Lleva una vida tranquila hasta que, por azares del destino, debe cubrir la nota de la explosión de un automóvil frente al edificio del Ministerio de Obras Públicas. A partir de ese momento, se ve implicado en una intriga política y policiaca que pone en peligro su vida. Esta emocionante novela recupera las características del género policiaco y les añade elementos fantásticos.

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Texto D. R. © Cristián Raveau, 2019

Ilustraciones D. R. © Richard Zela, 2022

Dirección de Producto: Mara Benavides

Gerencia de Literatura Infantil y Juvenil: Mónica Romero Girón

Dirección de Arte y Diseño: Quetzal León Calixto

Edición: Carlos Sánchez-Anaya Gutiérrez

Diagramación: Iván W. Jiménez

Primera edición en Chile: diciembre de 2021

© SM S. A., 2021

Coyancura 2283, oficina 203,

Providencia, Santiago de Chile

Primera edición en México, 2022

D. R. © SM de Ediciones S. A. de C. V., 2022

Magdalena 211, Colonia del Valle,

03100, Ciudad de México

Tel.: (55) 1087 8400

www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-4894-0

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca SM ® es propiedad de Fundación Santa María, licenciada a favor de SM de Ediciones, S. A. de C. V.

Hecho en México / Made in Mexico

Para DamiánC. R.

CAPÍTULO 1

Jack Donoso despertó de golpe. No estaba en su casa, sino en su lugar de trabajo: la sección Espectáculos de El Patriota, el diario de mayor circulación a nivel nacional. Al levantarse, Jack se sintió incómodo y miró alrededor con la esperanza de que nadie lo hubiera visto. No era la primera vez que se dormía en su escritorio; sin embargo, no le agradaba hacerlo.

Tampoco era el único que dormía, a pesar de ser el único al que se lo tenían permitido.

Jack tenía ciertos privilegios en la empresa debido a que había sido contratado bajo la ley 37 489 para trabajadores con “capacidades especiales” o, como la llamaban sus colegas, la “ley muleta”. Según ésta, por cada mil personas, las empresas debían admitir una con algún tipo de discapacidad física o intelectual. La mayoría de ellas se quedaba con novecientos noventa y nueve empleados, pero El Patriota solía estar bajo el escrutinio público, así que había preferido dar un paso más allá y contratar a su primer trabajador especial: Jack Donoso, un panda gigante.

Si bien ser un panda no era técnicamente una discapacidad, la cantidad de horas que debía destinar a comer los casi cuarenta kilos de bambú que consumía cada día —y la consecuente cantidad de horas para digerir esa comida— fue motivo suficiente para que la Inspección Laboral considerara válida la elección de la empresa.

Desde entonces habían transcurrido seis meses y casi todos se habían acostumbrado a su presencia en la redacción. Los primeros días fueron difíciles, pues sus colegas querían acariciarlo, abrazarlo y tomarse fotos con él. Parecer un peluche gigante era complicado para alguien tan solitario como Jack, aunque, después de su experiencia en la universidad, ya estaba medianamente habituado. Sabía que, tras el primer impacto, las cosas se calmarían, y así fue.

Mientras se desperezaba, comenzó a notar que estaba solo. El silencio era sospechoso. No escuchaba ni a sus compañeros de Espectáculos ni a sus vecinos de la sección Nacional. Se levantó del asiento y vio que todos estaban mirando por la ventana hacia abajo, a unos veinte metros de su estación de trabajo.

—¿Te despertó la explosión, bola de pelos? —preguntó una secretaria mientras se dirigía a su despacho.

“Posiblemente sí”, pensó Jack. Recordaba haber estado soñando, visualizando un profundo color verde, cuando, de pronto, percibió un sonido intenso. Se levantó y caminó hacia sus colegas. Varios apuntaban hacia abajo, a la calle. Detrás de un edificio se advertía una columna de humo. A lo lejos se escucharon las primeras sirenas de bomberos.

—¿Un incendio? —preguntó Jack.

—No sabemos —respondió Ramiro Mardones, su colega de Espectáculos—. Puede ser una fuga de gas o una explosión.

Una voz ronca y profunda interrumpió la conversación.

—¿Alguien piensa ir a cubrir eso o se van a quedar mirando toda la tarde?

Era la potente voz de Pepe Cascarrabias, el editor jefe de la sección Policiales, un hombre maduro y tosco, de pelo entrecano y cejas pobladas.

Ramiro tomó a Jack del hombro y comenzaron a caminar hacia sus escritorios.

—Vámonos, Jack —dijo—. Es problema de otra sección, no de nosotros.

Los periodistas que conformaban la sección Policiales, siete hombres y dos mujeres, se miraron entre sí.

—¿Nadie? —insistió Cascarrabias—. ¿Hay una noticia justo frente a sus narices y mis aguerridos soldados se niegan a ir?

—Puede ser peligroso —dijo uno.

—E igual va a llegar el cable —agregó otro.

Los cables eran la información oficial que enviaba la Central de Comunicaciones a todas las secciones del periódico y constituían prácticamente, casi sin cambios, la base de todo lo que salía publicado al día siguiente. Por eso, para muchos, el trabajo era simple: sentarse y conversar hasta que llegaran los cables, y luego editarlos y embellecerlos un poco. Darles poesía, el toque mágico. Finalmente, mandarlos a imprimir.

—¡El cable, el cable! ¡Lo único que saben es esperar el famoso cable! —rabió Pepe Cascarrabias y dio media vuelta.

Cuando Jack vio que se marchaba, sintió que algo no estaba bien. Sin pensarlo demasiado, se levantó:

—Señor, yo puedo ir.

Cascarrabias se volteó.

—¿Cómo te llamas, panda?

—Jack Donoso, señor, de Espectáculos.

Pepe Cascarrabias caminó hacia él.

—¿Eres el empleado por discapacidad?

Jack se ruborizó. Si bien sabía que no se ponía rojo como los humanos, a veces sentía que los demás podían advertir su incomodidad.

—Técnicamente sí, señor.

—¿Hace cuánto tiempo que trabajas en Espectáculos?

—Seis meses, señor. Empecé haciendo mi práctica para la universidad y luego me dejaron trabajando de bambú…, perdón, de planta, señor.

—Deja de decirme “señor”, panda. No estamos en el ejército.

—Sí, señor. Sí, sí…, señor. Disculpe.

—No sabía que los pandas reporteaban. Pensé que sólo comían bambú por horas. ¿Alguna vez has cubierto noticias en la calle?

—Solamente en la universidad —dijo Jack.

—¿Tienes trabajo pendiente en tu sección?

—No, no. Tengo todo listo.

—Le voy a preguntar a tu jefa.

—No estoy mintiendo, señor. Tengo todos mis textos cerrados por hoy.

Pepe Cascarrabias suspiró, rendido:

—Bien, panda, anda a ver qué rayos pasa allá abajo.

Jack Donoso tomó su chaqueta, su sombrero y su bolso, y fue hasta el ascensor. Siempre llevaba consigo una pequeña libreta de apuntes, algunos portaminas y otros accesorios. El resto del bolso estaba ocupado por bambú, tanto natural como procesado. Nunca sabía cuánto podía tardar en volver a casa.

Al salir del céntrico edificio de El Patriota, el cálido aire de febrero golpeó a Jack en el rostro. A ese aire abotargado y húmedo se sumó un fuerte olor a bencina y humo. Jack, emocionado, caminó deprisa hacia el lugar del suceso. Había visto algunas películas sobre periodistas valientes que enfrentaban enemigos invisibles y salían victoriosos. Plantaban cara al poder y triunfaban ahí donde sólo había oscuridad. Sin embargo, su trabajo real distaba mucho de aquella cinematográfica imagen. La prensa de espectáculos era más bien complaciente y poco inquisitiva. Entrevistados simpáticos, notas curiosas, figuras de la radio y la televisión. Famosos más, famosos menos. Celebridades al alza y a la baja en el mercado de la fama.

Algunas noches, Jack pensaba en su trabajo. Pocas veces le había tocado estar en la primera línea, en las trincheras. La farándula nacional era bastante pobre. La mayoría de las noticias eran de otras latitudes, romances entre príncipes y princesas, como si la vida fuera un cuento. Pero podía ser peor: personas que inventaban peleas para aparecer en la prensa, para lucrar con el espectáculo. En uno de sus primeros días había hablado acerca del tema con Maritza Matamoros, la editora de la sección.

—¿Publicar noticias de ese tipo no es derechamente faltar a la verdad? Todos sabemos que esa pelea es una mentira y, sin embargo, le damos el espacio en el diario.

—La verdad es un concepto relativo —le había respondido Maritza—. Un tongo más o un tongo menos da lo mismo. Las personas leen nuestras páginas para escapar de sus realidades miserables: trabajos que detestan o familias poco agradecidas. Tienes que pensar nuestras páginas, Jack, como si fueran justamente ficción. Una ficción de tres minutos para alguien que viaja en el metro o en el tren. Un tongo para acompañar el café de la mañana.

—Según el Diccionario oficial, la palabra “tongo” se usa en contextos deportivos. Esto es más similar a un fraude —había corregido Jack.

—Es una metáfora, oso.

Jack había aguantado un gruñido.

—Técnicamente, no soy un oso. Soy un panda.

—¡Son metáforas, Jack!

—En realidad, no. Una metáfora es…

—¿Sabes, Jack? A nadie le gustan los sabelotodos. ¿Por qué no te dedicas a escribir y a ser tierno y a dejar que todos te abracen? Si quisiera contratar a un académico de la lengua, lo importaría de uno de esos países tercermundistas en los que todavía se imparten carreras de ese tipo. Son palabras, no importan. Recuerda el dicho: “El diario de hoy sirve para envolver el pescado de mañana”.

Jack había meditado sobre su error durante la noche y, a la mañana siguiente, llegó con una caja de donas para todos y un ramo de flores para Maritza. No volvió a corregir a ninguno de sus colegas por la manera en que usaban las palabras.

A unos cincuenta metros, un policía cortaba el tránsito.

—Disculpe, señor policía —dijo con voz alzada—. Me llamo Jack Donoso, de El Patriota.

—¿De El Patriota? No seas mentiroso, oso.

Jack mostró su identificación de prensa. El policía la miró, dubitativo.

—¿Qué significa esto? ¿Qué pasó con Mancilla y Baeza?

Sorprendido, Jack recordó que Mancilla y Baeza eran quienes habitualmente cubrían la crónica roja. Al parecer, la policía los conocía. Jack inventó una excusa creíble.

—Están ocupados en un torneo de ping-pong. Usted sabe cómo son.

—¡Sí, claro! —El policía rio—. Mancilla y Baeza son la flojera misma. Y tú, panda, ¿de qué sección eres?

—Espectáculos, pero estaba disponible. Cosas de mi pulgar oponible —dijo Jack, alzando la garra, intentando caerle simpático.

—¿Espectáculos? Bueno, es bien “espectacular” lo que pasó.

—¿Y qué pasó?

—Les debería llegar el cable pronto —dijo el policía—, pero, en resumen, un auto cargado con dinamita explotó frente al Ministerio de Obras Públicas.

Jack observó los restos del vehículo, ya sin llamas, pero todavía humeante.

—¿Ése no es un Quandt 2?

—Sí, claro. Tienes buen ojo, panda.

—Es un clásico. El Gobierno compró cinco mil de ellos hace diez años. En esa época estaban por todos lados.

El policía se ajustó la chaqueta.

—Corren bien. Gastan poco. Maletero grande.

—¿Y por qué explotaría un auto de uso gubernamental frente a un ministerio?

El policía cambió de expresión rápidamente.

—Nadie ha dicho que siga siendo un auto del Gobierno. Puede ser un robo. Puede ser una coincidencia.

—Sí, puede ser, pero los modelos viejos nunca se pusieron a la venta; se guardaron en corrales en las afueras de la ciudad. Algunos fueron desmontados y sus piezas, recicladas. Además, debido a su uso, las concesionarias no los venden. No ese modelo, al menos. Y poca gente usa autos de color negro, para evitar confusiones.

—Bueno, parece que deberías dedicarte a vender autos, panda —dijo el policía mientras sacaba su libreta de notas—. ¿Cómo dijiste que te llamas?

Jack notó el cambio de actitud del policía y quiso mentir sobre su nombre. ¿Lo estaría poniendo a prueba? No importaba. Jack era fácilmente identificable en su lugar de trabajo.

—Me llamo Jack Donoso, pero, ¿sabe?, voy a volver al diario a esperar el cable. ¡Qué lata más grande andar cubriendo tonteras en la calle!

El policía volvió a su normalidad y guardó la libreta sin anotar su nombre.

—¿Para qué se molesta entonces? ¿Y sabe qué? Cuando vea a Mancilla y Baeza, dígales que hace tiempo no los vemos en el bar Caro y Malo; que no sean ingratos, les toca invitar unas rondas.

—Yo les digo. Buenas tardes, señor.

Jack guardó su libreta de notas, mascó una barra de bambú para los nervios y regresó apresurado a su lugar de trabajo.

Faltaban pocos minutos para la hora del almuerzo cuando Jack terminó de tipear su reporte. El piso de noticias, compartido por las secciones Deportes, Policiales, Nacional y Espectáculos, estaba prácticamente vacío. Jack mandó a imprimir su texto desde su rudimentario computador —apenas cinco años antes habían sido eliminadas las máquinas de escribir eléctricas— y se dirigió hacia el final del pasillo, donde se encontraba la impresora común. En el camino, observó a Pepe Cascarrabias, que revisaba un documento en su oficina. Retiró sus hojas de la pila de impresiones, las engrapó y golpeó la puerta de Pepe.

—Adelante, pasa.

Jack entró. La oficina de Pepe era minimalista, simple y gris. Algunos libros en las repisas semivacías, dos fotos familiares y nada más.

—Vengo a dejarle el escrito sobre la explosión.

—¿En serio? —replicó Pepe, confuso.

Jack le entregó las páginas. Se produjo un momento de silencio mientras Pepe recorría con los ojos el texto y asentía con la cabeza.

—No pensé que fueras a redactar la noticia en serio. El cable oficial ya llegó. Es, por supuesto, ramplón y aburrido como todos, pero Mancilla le añadió un par de cosas.

Jack tragó saliva y se mostró indiferente. Los humanos le habían enseñado a disimular las emociones y, a ratos, esconderlas del todo. Y, claro, no esperaba que su texto fuera publicado, pero sí quería ser leído por Pepe.

—Todo bien —respondió Jack—. No hay problema. Tenía un tiempo libre.

Pepe Cascarrabias lo miró directamente a los ojos durante más tiempo del que los humanos solían hacerlo y le dijo:

—Tu versión es considerablemente mejor.

Jack se mantuvo en silencio.

—¿Es verdad que el auto era un Quandt 2 negro? —preguntó Pepe.

—Sí.

—¿Y por qué incluiste ese dato? Si un auto explota, es un atentado terrorista. La marca, el modelo y el color son tangenciales. ¿Quisiste decir algo o fue un exceso de información?

Silencio. Jack decidió tomarse unos segundos antes de responder. Era la primera vez en años que alguien le hacía una pregunta difícil. La gente solía hablar poco de política. No era miedo; simplemente, las cosas parecían andar bien y la política no era tema de interés para casi nadie.

Sin elecciones por más de cien años, sin Parlamento y con algunos ministerios manteniendo las pocas instituciones públicas que quedaban, prácticamente no había quejas; al menos, no en voz alta. A veces se escuchaban susurros, nada fuerte, y mucho menos en medios de prensa. Decidió, entonces, no arriesgarse. Pepe le parecía una buena persona, pero quizás esa conversación debía esperar a otro momento.

—Tiene razón, señor. Disculpe… por lo de “señor” —se corrigió Jack—. Es información secundaria. Quise ser lo más objetivo pero, al mismo tiempo, lo más descriptivo posible. Lo que pasa es que en Espectáculos tenemos que rellenar varios días a la semana, así que sobreadjetivamos y…

—Entiendo, entiendo —interrumpió Pepe—. Eres un tipo inteligente, panda. Tal vez te estés perdiendo en Espectáculos. A lo mejor algún día te pasamos para acá.

—Será un buen día —respondió Jack, quizás con excesiva confianza.

—No te prometo nada. Una cosa a la vez.

—Carpe diem, señor.

El rostro de Pepe Cascarrabias pareció cambiar a una seriedad inédita e inexpresiva.

—¿Qué dijiste? —preguntó Pepe.

—Nada, se…, señor. Usted sabe, carpe diem, “aprovecha el día” en latín.

Pepe tardó en responder.

—Me sorprende que conozcas ese idioma. Ya no hay cursos de latín en la universidad, ¿cierto?

—No —respondió Jack—. Entiendo que hace décadas se cancelaron. Aprendí por mi cuenta un poco. Además, es un tópico literario famoso.

—Vaya, eso sí es sorpresivo. Menos gente aún habla de literatura. O sea, de literatura en serio, no de esos libros reducidos que publican en este país.

—Es un buen pasatiempo, señor. En la universidad conocí a gente muy interesante. La mayoría estudiaba periodismo, pues no hay una carrera dedicada exclusivamente a la literatura.

—Claro que no. En otros países aún se estudia literatura. Aquí, hace mucho tiempo, existía esa carrera. Leíamos libros antiguos en ediciones íntegras y los analizábamos durante horas…

—Claro, señor. Yo tengo algunos libros clásicos, una pequeña colección. Incluso tengo un Don Quijote de la Mancha en tapa dura.

Pepe Cascarrabias continuaba pensativo.

—Ciertamente, ciertamente… Así que un Quijote… ¿Sabes una cosa, panda? Tú cubriste la explosión. Bajaste e hiciste las preguntas correctas. Voy a publicar tu artículo y no el de Mancilla.

Jack pensó en negarse. No quería meterse en problemas. Si bien había buscado lucirse ante Pepe Cascarrabias, no deseaba pasar sobre un colega. Sin embargo, al mismo tiempo era cierto que él había hecho el trabajo de campo, las entrevistas, la investigación. Al parecer, Pepe notó la confusión interna de Jack.

—No me digas nada —concluyó—. Yo veré lo que hago.

Y Jack salió de aquella oficina.

CAPÍTULO 2

El despertador sonó a las cinco y treinta de la madrugada. Jack, cansado, entreabrió los ojos.

Si bien su trabajo comenzaba a las ocho, su metabolismo le exigía comer unos diez kilos de bambú antes de comenzar la jornada, actividad para la que requería, por lo menos, noventa minutos.

Se sentó a mirar la ciudad dormida desde la ventana del pequeño departamento, en el décimo piso, que arrendaba en el centro de la ciudad. Estaba en un edificio antiguo, de techos altos y paredes gruesas, que había sido glamoroso en otra época y hoy, más bien, era un reducto para jóvenes profesionales, principalmente solteros.

Abrió el refrigerador y sacó un envase plástico lleno de hojas frescas, despachado directo desde la frontera sur por el Ministerio Migrante. Su sueldo no era malo, pero necesitaba ayudas estatales. La importación y el transporte del bambú eran excesivamente caros. Además, no lo vendían en el supermercado ni crecía en la calle. De lo contrario, las cuentas no habrían cuadrado. Gran parte del dinero de Jack se iba en el arriendo, ropa, discos y libros. No gozaba de grandes lujos; es más, no tenía televisión ni videojuegos. Disfrutaba leer, pero no el tipo de literatura que se encontraba en las grandes cadenas de los centros comerciales, sino libros antiguos, de tiendas perdidas y olvidadas.

Solitario, como tanta gente, había dejado de lado la mayoría de sus círculos sociales. Sus antiguos compañeros de la universidad eran intelectuales altaneros; la gente del diario, simplona y aburrida. No había encontrado un punto medio en el que se sintiera cómodo, así que, muchas noches, simplemente se echaba en su cama con un buen libro y unos cuantos kilos de bambú para leer y comer hasta quedarse dormido.

La radio se encendió de manera automática, como todos los días, a las seis de la mañana. A esa hora comenzaban las noticias.

“La verdad, la verdad y solamente la verdad. Aquí comienza el informativo número uno de Caralambia. Radio Patria presenta… Noticias liberales, en su edición de madrugada…”.

Y luego, la típica música de película de acción. ¿Era necesario musicalizar las noticias?

“Terroristas hicieron explotar un coche bomba enfrente del Ministerio de Obras Públicas, a sólo cinco cuadras del Palacio Presidencial. Afortunadamente, no hubo víctimas fatales. Durante la noche, la policía arrestó a dos personas sospechosas del ataque, quienes ya están siendo interrogadas. Fuentes hablan de un grupo subversivo…”.

“¿Dónde?”, se preguntó Jack. “No dijeron dónde están los detenidos. Los podríamos entrevistar”.

Entró a la ducha. El agua tibia empapó su pelaje por completo. Había algo que le disgustaba profundamente, aunque prefería no pensar en ello. ¿Por qué? No lo sabía con certeza. Era una especie de malestar generalizado, una idea, un pensamiento que, por más que lo intentaba, no podía sacar de su cabeza. No era común en él. ¿Se estaría resfriando? ¿Sería buena idea ir a trabajar ese día?

Era difícil secar tantos kilos de pelo. Se entretuvo con la toalla unos veinte minutos. Luego, se preparó un té y salió a tomar el autobús. Vivía relativamente cerca de su trabajo, pero prefería evitar el gasto energético lo más posible.

Ingresó al diario cinco minutos antes de las ocho de la mañana y la secretaria lo miró extrañada.

—Buenos días, Rosita —dijo Jack—. ¿Pasó algo?

—Lo están esperando —replicó ella, y luego bajó la voz—. Quizás sería buena idea que se tome un día libre.

—¿Esperando? ¿Quién?

Una voz fuerte los interrumpió.

—¡Jack Donoso! —Era la voz de Cascarrabias—. ¡A mi oficina, urgente!

Jack entró deprisa a la oficina de Pepe Cascarrabias. Sintió que le faltaba azúcar y buscó torpemente algo en su bolso.

—¿Estás bien, panda?

—Es… el bambú. El azúcar, señor.

Pepe abrió el primer cajón de su escritorio y sacó varios dulces con azúcar procesada.

—Toma, come algo.

—Gracias, señor, pero ya tengo una barra. —Jack mostró su barra de bambú y la mordió nerviosamente, al tiempo que seguía a Cascarrabias, quien salió de su oficina hacia el ascensor y presionó el botón de llamada.

—¿Te sientes bien? —preguntó Pepe mientras subían al ascensor—. ¿Eres diabético?

—No, no —contestó Jack—. Me hace falta azúcar. O sea, bambú.

—¿Porque eres obeso? Quizás necesitas más ejercicio.

—Soy un panda. Los pandas comemos mucho bambú. —Jack terminó de tragar—. No azúcar procesada, sino bambú. Señor, estoy un poco preocupado. ¿Qué está pasando?

—Siéntate, escucha y, si te preguntan algo, sé sincero. Todo va a estar bien.

Las puertas del ascensor se abrieron en el decimoquinto piso, el último del edificio de El Patriota. Jack nunca había subido hasta allá. Estaba reservado para gerentes y el director del periódico, personajes misteriosos sobre los cuales corrían rumores, algunos tan alejados de lo probable que era mejor olvidarlos con prontitud.

Jack siguió a Cascarrabias a través de unos suntuosos pasillos en cuyas paredes lucían extravagantes obras de arte e, incluso, una armadura. Sentía que le faltaba el aire. Ciertamente, no había hecho nada para merecer un ascenso y, si así hubiera sido, no existía la necesidad de llevarlo tan arriba. Un aviso habría sido suficiente. Por otra parte, si lo querían despedir, el trámite era todavía más simple. ¿Qué estaba pasando?

Después de saludar a la secretaria, ingresaron al enorme despacho del señor Stewart, quien, en ese momento, lanzaba una carcajada. Se encontraba junto a él un hombre alto, de pelo negro —evidentemente teñido— y bigotes abundantes, que fumaba un puro y también reía de forma estentórea.