I
Aquel
día no fue posible salir de paseo. Por la mañana jugamos durante
una
hora
entre
los
matorrales,
pero
después
de
comer
(Mrs.
Reed
comía
temprano
cuando
no
había
gente
de
fuera),
el
frío
viento
invernal
trajo
consigo
unas nubes tan
sombrías y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se
disipó.
Yo
me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas
tardes invernales.
Regresábamos de ellos
al anochecer, y yo volvía siempre
con
los dedos agarrota-dos, con el corazón entristecido por los regaños
de
Bessie, la niñera, y
humillada por la
consciencia de mi inferioridad física
respecto
a
Eliza,
John
y
Georgiana
Reed.
Los
tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el salón en torno a
su
madre, reclinada en el
sofá, al lado del
fuego. Rodeada de sus hijos (que en
aquel
instante
no
disputaban
ni
alborotaban),
mi
tía
parecía
sentirse
perfectamente feliz.
A mí me dispensó de la obligación de unirme al grupo,
diciendo que se veía en
la necesidad de mantenerme a distancia
hasta que
Bessie
le
dijera,
y
ella
lo
comprobara,
que
yo
me
esforzaba
en
adquirir
mejores
modales,
en
ser
una
niña
obediente.
Mientras
yo
no
fuese
más
sociable, más despejada,
menos huraña y
más agradable en todos los sentidos,
Mrs.
Reed se creía obligada a excluirme de los privilegios reservados a
los
niños
obedientes
y
buenos.
-¿Y
qué
ha
dicho
Bessie
de
mí?
-interrogué
al
oír
aquellas
palabras.
-No
me gustan las niñas preguntonas, Jane. Una niña no debe hablar a
los
mayores de esa
manera. Siéntate en
cualquier
parte y,
mientras no se te
ocurran
mejores
cosas
que
decir,
estate
callada.
Me
deslicé hacia el comedorcito de desayunar anexo al salón y en el
cual
había una estantería con
libros. Cogí uno
que tenía bonitas estampas. Me
encaramé
al alféizar de una ventana, me senté en él cruzando las piernas
como
un turco y, después de
correr las rojas
cortinas que protegían el hueco, quedé
aislada
por
completo
en
aquel
retiro.
Las
cortinas escarlatas limitaban a mi derecha mi campo visual, pero a
la
izquierda, los
cristales, aunque me
defendían de los rigores de la inclemente
tarde
de noviembre, no me impedían contemplarla. Mientras volvía las
hojas
del libro, me paraba de
cuando en cuando
para ojear el paisaje invernal. A lo
lejos
todo se fundía en un horizonte plomizo de nubes y nieblas. De cerca
se
divisaban los prados
húmedos y los
arbustos agitados por el viento, y sobre
toda
la
perspectiva
caía,
sin
cesar,
una
lluvia
desoladora.
Continué
hojeando mi libro. Era una obra de Bewick, History of British
Brids, consagrada en
gran parte a las
costumbres de los pájaros y cuyas
páginas
de texto me interesaban poco, en general. No obstante, había unas
cuantas de introducción
que, a pesar de
ser muy niña aún, me atraían lo
suficiente
para no considerarlas áridas del todo. Eran las que trataban de los
lugares
donde
suelen
anidar
las
aves
marinas:
«las
solitarias
rocas
y
promontorios donde no
habitan más que
estos seres», es decir, las costas de
Noruega
salpicadas de islas, desde su extremidad meridional hasta el Cabo
Norte.
Do el mar del Septentrión,
revuelto,
baña
la
orilla
gris
de
la
isla
melancólica
de
la
lejana
Tule,
y
el
Atlántico
azota
en
ruda
tempestad
las
Hébridas...
Me
sugestionaba
mucho
el
imaginar
las
heladas
riberas
de
Laponia,
Siberia,
Spitzberg,
Nueva
Zembla,
Islandia,
Groenlandia
y
«la
inmensa
desolación de la Zona Ártica, esa extensa y remota región
desierta que
es
como el almacén de la
nieve y el
hielo, con sus interminables campos blancos,
con sus montañas heladas en torno al polo, donde la
temperatura alcanza
su
más
extremado
rigor».
Yo
me
formaba
una
idea
muy
personal
de
aquellos
países,
una
idea
fantástica, como todas
las nociones
aprendidas a medias que flotan en el
cerebro
de
los
niños,
pero
intensamente
impresionante.
Las
frases
de
la
introducción
se relacionaban con las estampas del libro y prestaban máximo
relieve
a
los
dibujos:
una
isla
azotada
por
las
olas
y
por
la
espuma
del
mar,
una
embarcación
estallándose
contra
los
arrecifes
de
una
costa
peñascosa,
una
luna
fría
y
fantasmal
iluminando,
entre
nubes
sombrías,
un
naufragio...
No
acierto
a
definir
el
sentimiento
que
me
inspiraba
una
lámina
que
representaba
un cementerio solitario, con sus lápidas y sus inscripciones, su
puerta, sus dos árboles,
su cielo bajo y,
en él, media luna que, elevándose a lo
lejos,
alumbraba
la
noche
naciente.
En
otra estampa dos buques que aparecían sobre un mar en calma se me
figuraban fantasmas
marinos. Pasaba
algunos dibujos por alto: por ejemplo,
aquel
en
que
una
figura
cornuda
y
siniestra,
sentada
sobre
una
roca,
contemplaba
una
multitud
rodeando
una
horca
que
se
perfilaba
en
lontananza.
Cada
lámina de por sí me relataba una historia: una historia
generalmente
oscura para mi
inteligencia y mis
sentimientos no del todo desarrollados aún,
pero
siempre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie
nos
contaba
algunas
tardes
de
invierno,
cuando
estaba
de
buen
humor.
En
esas
ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de
planchar y, mientras
repasaba
los
lazos
de
encaje
y
los
gorros
de
dormir
de
Mrs.
Reed,
nos
relataba
narraciones
de
amor
y
de
aventuras
tomadas
de
antiguas
fábulas
y
romances
y,
en
ocasiones (según más adelante descubrí), de las páginas de Pamela
and
Henry,
Earl
of
Moreland.
Con
el libro en las rodillas me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser
interrumpida, y la
interrupción llegó, en
efecto. La puerta del comedorcito
acababa
de
abrirse.
-¡Eh,
tú,
doña
Estropajo!
-gritó
la
voz
de
John
Reed.
Al
ver
que
el
cuarto
estaba,
en
apariencia,
vacío,
se
interrumpió.
-¡Lizzy,
Georgy! -gritó-. Jane no está aquí. ¡Debe de haber salido, con lo
que
llueve!
¡Qué
bestia
es!
Decídselo
a
mamá.
«Menos
mal que he corrido las cortinas», pensaba yo. Y deseaba con todo
fervor que no
descubriera mi escondite.
John Reed no lo hubiera encontrado
probablemente,
ya que su sagacidad no era mucha, pero Eliza, que asomó en
aquel
momento
la
cabeza
por
la
puerta,
dijo:
-Está en el antepecho de la ventana, Jack. Estoy
segura de ello.
Me
apresuré
a
salir,
temiendo
que
si
no
Jack
me
sacase
a
rastras.
-¿Qué
quieres?
-pregunté
con
temor.
-Debes
decir: «¿Qué quiere usted, señorito Reed?» -repuso-. Quiero que
vengas
aquí.
Y
sentándose
en
una
butaca,
me
ordenó
con
un
ademán
que
me
acercara.
John
Reed era un mozalbete de catorce años, es decir, contaba cuatro más
que
yo.
Estaba
muy
desarrollado
y
fuerte
para
su
edad,
su
piel
era
fea
y
áspera,
su cara ancha, sus facciones toscas y sus extremidades muy
grandes.
Comía
hasta atracarse, lo que
le
producía bilis y le hacía tener los ojos abotargados y
las mejillas hinchadas.
Debía haber estado ya en el colegio,
pero su mamá le
retenía en casa
durante un mes o dos, «en atención a su delicada salud». Mr.
Miles, el maestro,
opinaba que John se
hallaría mejor si no le enviasen de casa
tantos
bollos y confituras, pero la madre era de otro criterio y creía que
la falta
de
salud
de
su
hijo
se
debía
a
que
estudiaba
en
exceso.
John
no tenía mucho cariño a su madre ni a sus hermanas y sentía hacia
mí
una marcada antipatía.
Me reñía y me
castigaba no una o dos veces a la
semana
o
al
día,
sino
siempre
y
continuamente.
Cada
vez
que
se
acercaba
a
mí, todos mis nervios
se
ponían en tensión y un escalofrío me recorría los
huesos. El terror que
me inspiraba me hacía perder la cabeza.
Era inútil apelar
a
nadie:
la
servidumbre
no
deseaba
mal
quistarse
con
el
hijo
de
la
señora,
y
ésta era sorda y ciega respecto al asunto. Al
parecer, no veía nunca a
John
pegarme ni insultarme en
su
presencia, pese a que lo efectuaba más de una
vez,
si
bien
me
maltrataba
más
frecuentemente
a
espaldas
de
su
madre.
Obediente,
como de costumbre, a las órdenes de John, me acerqué a su
butaca. Durante tres
minutos estuvo
insultándome con todas las energías de su
lengua.
Yo esperaba que me pegase de un momento a otro, y sin duda en mi
rostro se leía la
aversión que me
inspiraba, porque, de súbito, me descargó un
golpe violento. Me tambaleé, procuré recobrar el equilibrio
y me aparté
uno o
dos
pasos
de
su
butaca.
-Eso
es para que aprendas a contestar a mamá, y a esconderte entre las
cortinas,
y
a
mirarme
como
me
acabas
de
mirar.
Estaba
tan
acostumbrada
a
las
brutalidades
de
John
Reed,
que
ni
siquiera
se me ocurría replicar
a sus injurias y
sólo me preocupaba de los golpes que
solían
seguirlas.
-¿Qué
hacías
detrás
de
la
cortina?
-preguntó.
-Leer.
-A
ver
el
libro.
Lo
cogí
de
la
ventana
y
se
lo
entregué.
-Tú
no tienes por qué andar con nuestros libros. Eres inferior a
nosotros: lo
dice mamá. Tú no tienes
dinero, tu padre
no te ha dejado nada y no tienes
derecho
a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros, ni a
comer
como nosotros, ni a
vestir como nosotros a
costa de mamá. Yo te enseñaré a
coger
mis libros. Porque son míos, para que te enteres, y la casa, y todo
lo que
hay en ella me
pertenece, o me
pertenecerá dentro de pocos años. Sepárate un
poco
y
quédate
en
pie
en
la
puerta,
pero
no
lejos
de
las
ventanas
y
del
espejo.
Le
obedecí, sin comprender de momento sus propósitos. Reparé en ellos
cuando le vi asir el
libro para tirármelo,
y quise separarme, pero ya era tarde.
El
libro me dio en la cabeza, la cabeza tropezó contra la puerta, el
golpe me
produjo
una
herida
y
la
herida
comenzó
a
sangrar.
El
dolor
fue
tan
vivo
que
mi
terror,
que
había
llegado
a
su
extremo
límite,
dio
lugar
a
otros
sentimientos.
-¡Malvado!
-le dije-. Eres peor que un asesino, que un negrero, que un
emperador
romano...
Yo
había leído History of Rome, de Goldsmith, y había formado una
opinión personal
respecto a Nerón,
Calígula y demás césares. E incluso había
en
mi interior establecido paralelismos que hasta aquel momento
guardaba
ocultos,
pero
que
entonces
no
conseguí
reprimir.
-¡Cómo!
-exclamó
John-.
Eliza,
Georgiana,
¿habéis
oído
lo
que
me
ha
dicho?
Voy
a
contárselo
a
mamá.
Pero
antes...
Se
precipitó hacia mí, me cogió por el cabello y por la espalda y me
zarandeó bárbaramente.
Yo le consideraba
un tirano, un criminal. Una o dos
gotas
de sangre se deslizaron desde mi cabeza hasta mi cuello. Sentí un
dolor
agudo.
Aquellas
impresiones
se
sobrepusieron
a
mi
miedo
y
repelí
a
mi
agresor
enérgicamente.
No
sé
bien
lo
que
hice,
pero
le
oí
decir
a
gritos:
-¡Condenada!
¡Perra!
No
tardó
en
recibir
ayuda.
Eliza
y
Georgiana
habían
corrido
hacia
su
madre
y
ésta
aparecía
ya
en
escena,
seguida
de
Bessie
y
de
Abbot,
la
criada.
Nos
separaron
y
oí
exclamar:
-¡Hay
que
ver!
¡Con
qué
furia
pegaba
esa
niña
al
señorito
John!
-¡Con
cuánta
rabia!
La
Mrs.
ordenó:
-Llévensela
al cuarto rojo y enciérrenla en él. Varias manos me sujetaron y
me
arrastraron
hacia
las
escaleras.
II
Resistí
por todos los medios. Ello era una cosa insólita y contribuyó a
aumentar la mala opinión
que de mí tenían
Bessie y Miss Abbot. Yo estaba
excitadísima,
fuera de mí. Comprendía, además, las consecuencias que iba a
aparejar
mi
rebeldía
y,
como
un
esclavo
insurrecto,
estaba
firmemente
decidida,
en
mi
desesperación,
a
llegar
a
todos
los
extremos.
-Cuidado
con
los
brazos,
Miss
Abbot:
la
pequeña
araña
como
una
gata.
-¡Qué
vergüenza! -decía la criada-. ¡Qué vergüenza, señorita Eyre! ¡Pegar
al
hijo
de
su
bienhechora,
a
su
señorito!
-¿Mi
señorito?
¿Acaso
soy
una
criada?
-Menos
que una criada, porque ni siquiera se gana el pan que come. Ea,
siéntese
aquí
y
reflexione
a
solas
sobre
su
mal
comportamiento.
Me habían conducido al cuarto indicado por Mrs.
Reed y me hicieron
sentarme. Mi primer
impulso fue ponerme en
pie, pero las manos de las dos
mujeres
me
lo
impidieron.
-Si
no
se
está
usted
quieta,
habrá
que
atarla
-dijo
Bessie-.
Déjeme
sus
ligas,
Abbot.
No
puedo
quitarme
las
mías,
porque
tengo
que
sujetarla.
Abbot
procedió
a
despojar
sus
gruesas
piernas
de
sus
ligas.
Aquellos
preparativos
y
la
afrenta
que
había
de
seguirlos
disminuyeron
algo
mi
excitación.
-No
necesitan
atarme
-dije-.
No
me
moveré.
Y,
como
garantía
de
que
cumpliría
mi
promesa,
me
senté
voluntariamente.
-Más
le
valdrá-dijo
Bessie.
Cuando
estuvo segura de que yo no me rebelaría más, me soltó, y las dos,
cruzándose de brazos, me
contemplaron como
si dudaran de que yo estuviera
en
mi
sano
juicio.
-Nunca
había
hecho
una
cosa
así
-dijo
Bessie,
volviéndose
a
la
criada.
-Pero
en el fondo su modo de ser es ese -replicó la otra-. Siempre se lo
estoy diciendo a la
señora, y ella
concuerda conmigo. Es una niña de malos
instintos.
Nunca
he
visto
cosa
semejante.
Bessie
no
contestó,
pero
se
dirigió
a
mí
y
me
dijo:
-Debe
usted
comprender,
señorita,
que
está
bajo
la
dependencia
de
Mrs.
Reed,
que
es
quien
la
mantiene.
Si
la
echara
de
casa,
tendría
usted
que
ir
al
hospicio.
No
contesté a estas palabras. No eran nuevas para mí: las estaba
oyendo
desde que tenía uso de
razón. Y sonaban en
mis oídos como un estribillo, muy
desagradable
sí,
pero
sólo
comprensible
a
medias.
Miss
Abbot
agregó:
-Y
aunque la señora tenga la bondad de tratarla a usted como si fuera
igual
que sus hijos, debe
usted quitarse de la
cabeza la idea de que es igual al
señorito
y
a
las
señoritas.
Ellos
tienen
mucho
dinero
y
usted
no
tiene
nada.
Así
que
su
obligación
es
ser
humilde
y
procurar
hacerse
agradable
a
sus
bienhechores.
-Se
lo decimos por su bien -añadió Bessie con más suavidad-. Si procura
usted ser buena y
amable, quizá pueda
vivir siempre aquí, pero si es usted mal
educada
y
violenta,
la
señora
la
echará
de
casa.
-Además
-acrecentó
Miss
Abbot-,
Dios
la
castigará.
Ande,
Bessie,
vámonos. Rece usted,
señorita Eyre, y
arrepiéntase de su mala acción, porque,
si
no,
puede
venir
algún
coco
por
la
chimenea
y
llevársela.
Se
fueron
y
cerraron
la
puerta.
El
cuarto rojo no solía usarse nunca, a menos que en Gateshead Hall
hubiese
una
extraordinaria
afluencia
de
invitados.
Era,
sin
embargo,
uno
de
los
mayores y más
majestuosos aposentos de la casa. Había en él un lecho de
caoba,
de
macizas
columnas
con
cortinas
de
damasco
rojo,
situado
en
el
centro
de
la
habitación,
como
un
tabernáculo.
La
habitación
tenía
dos
ventanas
grandes
con
las
cortinas
perpetuamente
corridas.
La
alfombra
era
roja
y
la
mesita situada junto al lecho estaba cubierta con
un paño carmesí. Las
paredes
se hallaban tapizadas
en
rosa. El armario, el tocador y las sillas eran de caoba
barnizada en oscuro.
Junto al lecho había un sillón lleno de
cojines, casi tan
ancho
como
alto,
que
me
parecía
un
trono.
El
cuarto
era
frío,
porque
casi
nunca
se
encendía
la
chimenea
en
él;
silencioso,
porque
estaba
lejos
de
las
cocinas
y
del
cuarto
de
los
niños;
solemne, porque me
constaba que se usaba
pocas veces y porque... La criada
sólo
entraba allí los sábados para quitar el polvo del espejo y de los
muebles.
De tarde en tarde, Mrs.
Reed visitaba
también la habitación para revisar, en un
departamento
secreto del armario, las joyas que guardaba en unión de un
retrato
de
su
difunto
marido...
La
clave de que el cuarto rojo fuera imponente residía en esas últimas
palabras. Mr. Reed había
muerto nueve años
atrás precisamente en aquella
habitación,
en ella había permanecido de cuerpo presente, y todo fue dejado
allí
en
la
misma
forma
en
que
se
encontraba
al
fallecer
su
tío.
El
asiento en que Bessie y la áspera Abbot me habían hecho instalarme
era
una otomana baja,
próxima a la chimenea
de mármol. Ante mí se erguía el
lecho;
a mi derecha quedaba el armario, grande y sombrío, con negros
reflejos
en
sus
paredes;
y
a
la
izquierda,
las
ventanas
cerradas,
entre
las
cuales
había
un gran espejo que
duplicaba la visión de
la vacía majestad del lecho y del
aposento.
Yo
no estaba absolutamente segura de si las dos mujeres habían cerrado
la
puerta al marcharse. Me
atreví a
levantarme para comprobarlo. ¡Ay, sí!, la
encontré
cerrada
herméticamente.
Pasé
ante
el
espejo
otra
vez.
Involuntariamente
mis
ojos
fascinados
dirigieron una mirada
al cristal. Todo parecía en el espejo más
frío y más
sombrío de lo que era en
realidad, y la extraña figurita que, en el rostro lívido
y
los
ojos
brillantes
de
miedo,
aparecía
en
el
cris-tal
se
me
figuraba
un
espíritu,
uno de aquellos seres, entre hadas y duendes, que en las historias
de
Bessie
se
aparecían
a
los
viajeros
solitarios.
Volví
a
mi
asiento.
Comenzaba
a acosarme a la superstición. Pero no me dominaba del todo:
aún quedaban en mi alma
rastros de la
energía que me infundiera mi rebeldía
reciente.
En mi cabeza se agitaban las violencias de John Reed, la orgullosa
indiferencia de sus
hermanas, la aversión
de su madre y la parcialidad de la
servidumbre,
como los sedimentos depositados dentro de un pozo salen a la
superficie al agitarse
sus aguas. ¿Por qué
habría de sufrir siempre, de ser
siempre
golpeada, siempre acusada, siempre considerada culpable? ¿Por qué
no agradaba nunca a
nadie, ni jamás
merecía atención alguna? Eliza, testaruda
y
egoísta, era respetada. A Georgiana, díscola, caprichosa e
insolente, todo se
le
perdonaba.
Su
belleza,
sus
mejillas
rosadas
y
sus
dorados
rizos
encantaban
a
cuantos la veían y le daban derecho a que se
pasasen por alto todas sus
faltas.
John no era jamás
reprendido,
ni mucho menos castigado, aunque retorciese el
cuello a los pichones, matase las crías de los pavos reales,
maltratase
a los
perros,
cogiese
las
uvas
de
las
parras
y
arrancase
los
retoños
de
las
plantas
más
delicadas del
invernadero. Llamaba vieja a su madre, se burlaba de su piel
morena -tan parecida a
la de él-, no hacía
caso alguno de ella, estropeaba a
veces
sus vestidos de seda y, con todo, era «su niño querido». Yo no
hacía
nada
malo,
procuraba
cumplir
todos
mis
deberes
y,
sin
embargo,
se
me
consideraba
fastidiosa
y
traviesa
y
se
me
reñía
siempre,
de
la
mañana
a
la
tarde
y
de
la
tarde
a
la
mañana.
Mi
cabeza sangraba aún del golpe que me asestara John, sin que nadie
le
hubiera reprendido a él
por eso y, en
cambio, mi reacción contra aquella
violencia
merecía
la
reprobación
general.
«Es
muy injusto», decía mi razón, estimulada por una precoz, aunque
transitoria energía. Y
en mi interior se
forjaba la resolución de librarme de
aquella
situación de tiranía intolerable, o bien huyendo de la casa o, si
eso no
era posible, negándome a
comer y a beber
para concluir, muriendo, con tanta
tortura.
Durante
aquella inolvidable tarde la consternación reinaba en mi alma, un
caos
mental
en
mi
cerebro
y
una
rebeldía
violenta
en
mi
corazón.
Mis
pensamientos y mis
sentimientos se debatían en torno a una pregunta que no
lograba contestar:
«¿Por qué he de sufrir así? ¿Por qué me
tratan de este
modo?»
No
lo comprendí claramente hasta pasados muchos años. Yo discordaba
con el ambiente de
Gateshead Hall, yo no
era como ninguno de los de allí, yo
no
tenía nada de común con Mrs. Reed, ni con sus hijos, ni con sus
servidores.
Me
querían
tan
poco
como
yo
a
ellos.
No
sentían
propensión
alguna
a
simpatizar con un ser
que ni en
temperamento ni en inclinaciones se les
asemejaba,
con
un
ser
que
no
les
era
útil
ni
agradable
en
nada.
Si
yo,
al
menos,
hubiera sido una niña
juguetona, guapa,
alegre y atrayente, mi tía me hubiera
soportado
mejor, sus hijos me hubieran tratado con más cordialidad y las
criadas
no
hubieran
descargado
siempre
sobre
mí
todos
sus
malos
humores.
La
luz del día comenzaba a disiparse en el cuarto rojo. Eran más de
las
cuatro y la tarde se
convertía, rápida, en
crepúsculo. Yo oía aullar el viento y
batir
la lluvia en las ventanas. Mi cuerpo estaba ya tan frío como una
piedra y,
no
obstante,
cada
vez
sentía
un
frío
mayor.
Todo
mi
valor
de
antes
se
esfumaba. Mi
acostumbrada humillación, las
dudas que albergaba sobre mi
propio
valor, la habitual depresión de mi ánimo, recuperaban su imperio de
siempre a medida que mi
cólera decaía.
Todos decían que yo era muy mala, y
acaso
lo
fuese...
¿No
acababa
de
ocurrírseme
la
idea
de
dejarme
morir?
Eso
era un pecado y, además, ¿me sentía en efecto
dispuesta a la muerte?
¿Acaso
las tumbas situadas bajo
el
pavimento de la iglesia de Gateshead eran un lugar
atractivo? Allí me
habían dicho que fue enterrado Mr. Reed.
Este recuerdo
hizo
aumentar
mi
temor.
No
me acordaba de él. Sólo sabía que mi tío, hermano de mi madre, me
había recogido en su
casa al quedarme
huérfana y que, antes de morir, hizo
prometer
a su mujer que me trataría como a sus propios hijos. Sin duda, Mrs.
Reed creía haber
cumplido su promesa -y
hasta quizá quepa decir que la
cumplía
tanto como se lo permitía su modo de ser-, pero en realidad, ¿cómo
había de interesarse por
una persona a la
que no le unía parentesco alguno y
que,
muerto
su
marido,
era
una
intrusa
en
su
casa?
Comenzó
a surgir en mi mente una extraña idea. Yo no dudaba de que, si
mi
tío
hubiera
vivido,
me
habría
tratado
bien.
Y
en
aquellos
momentos,
mientras
miraba al lecho y las paredes sombrías, y también, de vez en
cuando,
al
espejo
que
daba
a
todas
las
cosas
un
aspecto
fantástico,
empecé
a
rememorar
ocasiones
en
las
que
oyera
hablar
de
muertos
salidos
de
sus
tumbas
para vengar la
desobediencia a sus
últimas voluntades. Pensé que bien pudiera
suceder
que el espíritu de mi tío, indignado por los padecimientos que se
infligían a la hija de
su hermana,
surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del
mundo desconocido en que moraba, y se presentase en aquella
habitación
para
consolarme. Yo
sospechaba que
tal posibilidad, muy confortadora en teoría,
debía ser terrible en la realidad. Traté de tranquilizarme,
aparté el
cabello que
me caía sobre los ojos,
levanté la cabeza y traté de sondear las tinieblas de la
habitación.
En
aquel instante, una extraña claridad se reflejó en la pared. ¿Será
-me
pregunté- un rayo de
luna que se desliza
entre las cortinas de las ventanas?
Pero
la luz de la luna no se mueve, y aquella luz cambiaba de lugar. Por
un
momento
se
reflejó
en
el
techo
y
luego
osciló
sobre
mi
cabeza.
Ahora,
a
través
del
tiempo
transcurrido,
conjeturo
que
tal
luz
provendría
de
alguna
linterna
que,
para
orientarse
en
la
oscuridad,
llevase
alguien
que
cruzaba
el campo, pero entonces, predispuesta mi mente a todos los
horrores,
en tensión todos mis
nervios, pensé que
aquella claridad era quizá el preludio
de
una aparición del otro mundo. El corazón me latía apresuradamente,
las
sienes
me
ardían,
mis
oídos
percibieron
un
extraño
sonido,
como
el
apresurado
batir de unas alas
invisibles, y me pareció que algo terrible y
desconocido se
me
aproximaba.
Me
sentí
sofocada,
oprimida;
no
podía
más...
Corrí
a
la
puerta
y
la
golpeé
con
desesperación.
Sonaron
pasos
en
el
corredor,
la
llave
giró
en
la
cerradura
y
entraron
en
la
habitación
Abbot
y
Bessie.
-¿Se
ha
puesto
usted
mala,
señorita?
-preguntó
Bessie.
-¡Qué
modo
de
gritar!
¡Creí
que
iba
a
dejarme
sorda!
-exclamó
Miss
Abbot.
-Sáquenme
de
aquí.
Déjenme
ir
a
mi
cuarto
-grité.
-Pero
¿qué
le
ha
pasado?
¿Ha
visto
alguna
cosa
rara?
-preguntó
Bessie.
-He
visto una luz y me ha parecido que se me acercaba un fantasma
-dije,
cogiendo la mano de
Bessie. -Ha gritado a
propósito -opinó Abbot-. Si la
hubiese
ocurrido algo, podía disculparse ese modo de gritar, pero lo ha
hecho
para
que
viniéramos.
Conozco
sus
mañas.
-¿Qué
pasa?
-preguntó
otra
voz.
Mi
tía apareció en el pasillo, haciendo mucho ruido con las faldas
sobre el
pavimento.
Se
dirigió
a
Bessie
y
a
Miss
Abbot.
-Creo
haber ordenado -dijo- que se dejase a Jane Eyre encerrada en el
cuarto
rojo
hasta
que
yo
viniese
a
buscarla.
-Es
que
Miss
Jane
dio
un
grito
terrible,
señora
-
repuso
Bessie.
-No
importa
-contestó
mi
tía-.
Suelta
la
mano
de
Bessie,
niña.
No
te
figures
que
por
esos
procedimientos
lograrás
que
te
saquemos
de
aquí.
Odio
las
farsas,
sobre todo en los
niños. Mi deber es
educarte bien. Te quedarás encerrada una
hora
más y cuando salgas será a condición de que has de ser obediente en
lo
sucesivo.
-¡Ay,
por Dios, tía! ¡Perdóneme! ¡Tenga compasión de mí! ¡Yo no puedo
soportar
esto!
¡Castígueme
de
otro
modo!
¡Me
moriría
si
viera!
-¡A
callar! No puedo con esas patrañas tuyas. Probablemente mi tía
creía
sinceramente que yo
estaba fingiendo para
que me soltasen y me consideraba
como
un
complejo
de
malas
inclinaciones
y
doblez
precoz.
Bessie
y
Abbot
se
retiraron
y
Mrs.
Reed,
cansada
de
mis
protestas
y
de
mis
súplicas, me
volvió bruscamente la espalda, cerró la puerta y se fue sin más
comentarios. Sentí
alejarse sus pasos por
el corredor. Y debí de sufrir un
desmayo,
porque
no
me
acuerdo
de
más.
III
Lo
primero de lo que me acuerdo después de aquello es de una especie
de
pesadilla
en
el
curso
de
la
cual
veía
ante
mí
una
extraña
y
terrible
claridad
roja, atravesada por barras negras. Parecía oír voces
confusas,
semejantes al
aullido del viento o al
ruido de la caída del agua de una cascada. El terror
confundía mis
impresiones. Luego noté que alguien me cogía, me
incorporaba
de
un
modo
mucho
más
suave
que
hasta
entonces
lo
hiciera
nadie
conmigo
y
me sostenía en aquella posición, con la cabeza
apoyada, no sé si en una
almohada
o
en
un
brazo.
Cinco
minutos después, las nubes de la pesadilla se disiparon y me di
cuenta de que estaba en
mi propio lecho y
que la luz roja era el fuego de la
chimenea
del cuarto de niños. Era de noche. Una bujía ardía en la mesilla.
Bessie estaba a los pies
de la cama con
una vasi-ja en la mano, y un señor,
sentado
a
la
cabecera,
se
inclinaba
hacia
mí.
Sentí
una inexplicable sensación de alivio, de protección y de seguridad
al
ver que aquel caballero
era un extraño a
la casa. Separé mi mirada de Bessie
(cuya
presencia me era menos desagradable que me lo hubiera sido, por
ejemplo, la de Miss
Abbot) y la fijé en el
rostro del caballero. Le reconocí: era
Mr.
Lloyd, un boticario a quien mi tía solía llamar cuando alguien de
la
servidumbre estaba
enfermo. Para ella y
para sus niños avisaba al médico
siempre.
-¿Qué?
¿Sabes
quién
soy?
-me
preguntó
Mr.
Lloyd.
Pronuncié
su
nombre
y
le
tendí
la
mano.
Él
la
estrechó,
sonriendo,
y
dijo:
-Vaya,
vaya:
todo
va
bien...
Luego
encargó a Bessie que no me molestasen durante la noche y dio
algunas otras
instrucciones
complementarias. Dijo después que volvería al día
siguiente y se fue,
con gran sentimiento mío. Mientras estuvo
sentado junto a
mí, yo sentía la
impresión de que tenía un amigo a mi lado, pero cuando salió
y la puerta se cerró
tras él, un gran
abatimiento invadió mi corazón. Dijérase
que
la
habitación
se
había
quedado
a
oscuras.
-¿No
tiene ganas de dormir, Miss Jane? -preguntó Bessie con inusitada
dulzura.
Apenas
me
atreví
a
contestarle,
temiendo
que
sus
siguientes
palabras
fuesen
tan
violentas
como
las
habituales.
-Probaré
a dormir -dije únicamente. -¿Quiere usted comer o beber algo? -
No,
Bessie;
muchas
gracias.
-Entonces voy a acostarme, porque son más de las
doce. Si necesita algo
durante la noche,
llámeme. Aquella
extraordinaria amabilidad me animó a
preguntarle:
-¿Qué
pasa,
Bessie?
¿Estoy
enferma?
-Se
desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segura de que pronto se
pondrá
buena.
Y
se
fue
a
la
habitación
de
la
doncella,
que
estaba
contigua.
Le
oí
decirle:
-Venga
a
dormir
conmigo
en
el
cuarto
de
los
niños.
Sarah
no quisiera por nada del mundo estar sola esta noche con esa pobre
pequeña. Temo que se
muera. ¡Dios sabe lo
que habrá visto en el cuarto rojo!
La
señora
esta
vez
ha
sido
demasiado
severa.
Sarah
la acompañó. Ambas se acostaron y durante media hora estuvieron
cuchicheando,
antes
de
dormirse.
Yo
únicamente
pude
entender
retazos
aislados de su conversación, por los que sólo saqué en
limpio la esencia
del
objeto
de
la
charla.
-Vio
una
aparición
vestida
de
blanco
Y
detrás
de
ella,
un
enorme
perro
negro...
-...Tres
golpes
en
la
puerta
de
la
habitación...
-...Una
luz
en
el
cementerio
de
la
iglesia...
Y otras cosas por el estilo. Se durmieron, al
fin. El fuego y la bujía
se
apagaron. Pasé toda la
noche en un
temeroso insomnio. Mis ojos, mis oídos y
mi
cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como
sólo los
niños
pueden
sentir.
Con
todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto
rojo. El suceso me
produjo únicamente un
trauma nervioso, que aún hoy
repercute
en mi cerebro. Sí, Mrs. Reed: a usted le debo bastantes
sufrimientos
mentales... Pero la
perdono, porque sé que
ignoraba usted lo que hacía y que,
cuando
me
sometía
a
aquella
tortura,
pensaba
corregir
mis
malas
inclinaciones.
Al
día siguiente ya me levanté y estuve sentada junto al fuego de
nuestro
cuarto, envuelta en un
mantón. Físicamente
me sentía débil y quebrantada,
pero
mi mayor sufrimiento era un inmenso abatimiento moral, un
abatimiento
que me hacía prorrumpir
en silencioso
llanto. Intentaba enjugar mis lágrimas,
pero
inmediatamente
otras
inundaban
mis
mejillas.
Sin
embargo,
tenía
motivos
para sentirme feliz:
Mrs. Reed había
salido con sus niños en coche. Abbot
estaba
en otro cuarto y Bessie, según se movía de aquí para allá
arreglando la
habitación,
me
dirigía
de
vez
en
cuando
alguna
frase
amable.
Tal
cosa
constituía para mí un
paraíso de paz,
acostumbrada como me hallaba a vivir
entre
continuas
reprimendas
y
frases
desagradables.
Pero
mis
nervios
se
hallaban
en
un
estado
tal,
que
ni
siquiera
aquella
calma
podía
apaciguarla.
Bessie
se fue a la cocina y volvió trayéndome una tarta en un plato de
china
de
brillantes
colores,
en
el
que
había
pintada
un
ave
del
paraíso
enguirnaldada de pétalos
y capullos de
rosa. Aquel plato despertaba siempre
mi
más entusiasta admiración y, repetidas veces, había solicitado la
dicha de
poderlo tener en la mano
para examinarlo,
pero tal privilegio me fue denegado
siempre
hasta entonces. Y he aquí que ahora aquella preciosidad se hallaba
sobre mis rodillas y que
se me invitaba
cordialmente a comer el delicado
pastel
que
contenía.
Mas
aquel
favor
llegaba,
como
otros
muchos
ardientemente
deseados
en
la
vida,
demasiado
tarde.
No
tenía
ganas
de
comer
la
tarta
y
las
flores
y
los
plumajes
del
pájaro
me
parecían
aquel
día
extrañamente deslucidos.
Bessie me
preguntó si quería algún libro y esta
palabra
obró sobre mí como un enérgico estimulante. Le pedí que me trajese
de
la
biblioteca
los
Viajes
de
Gulliver.
Yo
los
leía
siempre
con
deleite
renovado y me parecían
mucho más
interesantes que los cuentos de hadas.
Habiendo
buscado en vano los enanos de los cuentos entre las campánulas de
los
campos,
bajo
las
setas
y
entre
las
hiedras
que
decoraban
los
rincones
de
los
muros antiguos, había
llegado hacía
tiempo en mi interior a la conclusión de
que
aquella minúscula población había emigrado de Inglaterra,
refugiándose
en algún lejano país. Y
como Lilliput y
Brobdingnag eran, en mi opinión,
partes
tangibles de la superficie terrestre, no dudaba de que, algún día,
cuando
fuera
mayor
podría,
haciendo
un
largo
viaje,
ver
con
mis
ojos
las
casitas
de
los
liliputienses, sus
arbolitos, sus minúsculas vacas y ovejas y
sus diminutos
pájaros; y también los
maizales del país de los gigantes, altos como bosques,
los perros y gatos
grandes como monstruos, y los hombres y
mujeres del
tamaño de los toros. No
obstante, ahora tenía en mis manos aquel libro, tan
querido
para
mí,
y
mientras
pasaba
sus
páginas
y
contemplaba
sus
maravillosos
grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan
infinito
placer,
me
resultaba
hoy
turbador
y
temeroso.
Los
gigantes
eran
descarnados
espectros, los enanos malévolos duendes y Gulliver un desolado
vagabundo perdido en
aquellas espantables
y peligrosas regiones. Cerré el
libro
y
lo
coloqué
sobre
la
mesa,
al
lado
de
la
tarta
intacta.
Bessie
había terminado de arreglar el cuarto y, abriendo un cajoncito,
lleno
de espléndidos retales
de tela y satén,
se disponía a hacer un gorrito más para
la
muñeca
de
Georgiana.
Mientras
lo
confeccionaba,
comenzó
a
cantar:
En
aquellos
lejanos
días...
¡Oh,
cuánto
tiempo
atrás!...
Le
había oído a menudo cantar lo mismo y me agradaba mucho. Bessie
tenía -o me lo parecía-
una voz muy dulce,
pero entonces yo creía notar en su
acento
una tristeza indescriptible. A veces, absorta en su trabajo,
cantaba el
estribillo
muy
bajo,
muy
lento:
¡Cuántooooo
tiempooooo
atrááááás!
Y la melodía sonaba con la dolorosa cadencia de
un himno funeral. Luego
pasó
a
cantar
otra
balada
y
ésta
era
ya
francamente
melancólica:
Mis
pies están cansados y mis miembros rendidos. ¡Qué áspero es el
camino, qué empinada la
cuesta! Pronto las
tristes sombras de una noche sin
Luna
cubrirán
el
camino
del
pobre
niño
huérfano.
¡Oh!
¿Por qué me han mandado tan lejos y tan solo, entre los campos
negros
y
entre
las
grises
rocas?
Los
hombres
son
muy
duros:
solamente
los
ángeles
velan
los
tristes
pasos
del
pobre
niño
huérfano.
Y
he aquí que sopla, suave, la brisa de la noche; ya en el cielo no
hay
nubes
y
las
estrellas
brillan,
porque
Dios,
bondadoso,
ha
querido
ofrecer
protección
y
esperanza
al
pobre
niño
huérfano.
Acaso
caeré
cruzando
el
puente
roto,
o
me
hundiré
en
las
ciénagas
siguiendo un fuego fatuo. Pero entonces el buen Padre de las
alturas,
recibirá
el
alma
del
pobre
niño
huérfano.
Y
aun cuando en este mundo no haya nadie que me ame y no tenga ni
padres
ni
hogar
al
que
acogerme,
no
ha
de
faltar,
al
fin,
en
el
cielo,
un
hogar
ni
el
cariño de Dios al pobre niño huérfano. Bessie, cuando acabó de
cantar, me
dijo:
-Miss
Jane:
no
llore...
Era
como si hubiese dicho al fuego: «No quemes». Pero ¿cómo podía ella
adivinar
mi
sufrimiento?
Mr.
Lloyd
acudió
durante
la
mañana.
-Ya
levantada,
¿eh?
¿Qué
tal
está?
Bessie
contestó
que
ya
me
hallaba
bien.
-Hay
que tener mucho cuidado con ella. Ven aquí, Jane... ¿Te llamas
Jane,
verdad?
-Sí,
señor:
Jane
Eyre.
-Bueno,
dime:
¿por
qué
llorabas?
¿Te
ocurre
algo?
-No,
señor.
-Quizá
llore porque la señora no le ha llevado en coche con ella -sugirió
Bessie.
-Seguramente
no.
Es
demasiado
mayor
para
llorar
por
tales
minucias.
Yo protesté de aquella injusta imputación,
diciendo: -Nunca he llorado
por
esas
cosas.
No
me
gusta
salir
en
coche.
Lloro
porque
soy
muy
desgraciada.
-¡Oh,
señorita!
-exclamó
Bessie.
El
buen
boticario
pareció
quedar
perplejo.
Yo
estaba
en
pie
ante
él
mientras
me
contemplaba
con
sus
pequeños
ojos
grises,
no
muy
brillantes
pero
sí perspicaces y
agudos. Su rostro era anguloso, aunque bien conformado. Me
miró
detenidamente
y
me
preguntó:
-¿Qué
sucedió
ayer?
-Se
cayó
-se
apresuró
a
decir
Bessie.
-¿Cómo
que
se
cayó?
¡Cualquiera
diría
que
es
un
bebé
que
no
sabe
andar!
No
puede
ser.
Esta
niña
tiene
lo
menos
ocho
o
nueve
años.
-Es
que
me
pegaron
-dije,
dispuesta
a
dar
una
explicación
del
suceso
que
no
ofendiera
mi
orgullo
de
niña
mayor-.
Pero
no
me
puse
mala
por
eso
-añadí.
Mr.
Lloyd tomó un polvo de rapé de su tabaquera. Cuando lo estaba
guardando en el bolsillo
de su chaleco,
sonó la campana que llamaba a comer
a
la
servidumbre.
-Váyase
a comer-dijo a Bessie al oír la campana-. Yo, entre tanto, leeré
algo
a
Jane
hasta
que
vuelva
usted.
Bessie
hubiese preferido quedarse, pero no tuvo más remedio que salir,
porque la puntualidad en
las comidas se
observaba con extraordinaria rigidez
en
Gateshead
Hall.
-¿Qué
es lo que te pasó ayer? -preguntó Mr. Lloyd cuando Bessie hubo
salido.
-Me encerraron en un cuarto donde había un
fantasma y me tuvieron allí
hasta
después
de
oscurecer.
El
boticario sonrió, pero a la vez frunció el entrecejo. -¡Qué niña
eres! ¡Un
fantasma!
¿Tienes
miedo
a
los
fantasmas?
-Sí, sí; era el fantasma de Mr. Reed, que murió
en aquel cuarto. Ni
Bessie
ni nadie se atreve a ir
a él
por la noche, ¡y a mí me dejaron allí sola y sin luz!
Es
una
maldad
muy
grande
y
nunca
la
perdonaré.
-¡Qué
bobada!
¿Y
es
por
eso
por
lo
que
te
sientes
tan
desgraciada?
¿Tendrías
miedo
allí
ahora,
que
es
de
día?
-No, pero por la noche sí. Además, soy
desgraciada, muy desgraciada,
por
otras
cosas.
-¿Qué
cosas?
Dímelas.
Yo
hubiera deseado de todo corazón explicárselas. Y, sin embargo, me
resultaba difícil
contestarle con
claridad. Los niños sienten, pero no saben
analizar
sus
sentimientos,
y
si
logran
analizarlos
en
parte,
no
saben
expresarlos
con
palabras.
Temerosa,
sin
embargo,
de
perder
aquella
primera
y
única
oportunidad
que se me ofrecía de aliviar mis penas narrándolas a alguien di,
después de una pausa,
una respuesta tan
verdadera como pude, aunque poco
explícita
en
realidad:
-Soy
desgraciada
porque
no
tengo
padre,
ni
madre,
ni
hermanos,
ni
hermanas.
-Pero
tienes
una
tía
bondadosa
y
unos
primitos...
Yo
callé
un
momento.
Luego
insistí:
-Pero
John
me
pega
y
mi
tía
me
encierra
en
el
cuarto
rojo.
Mr.
Lloyd
sacó
otra
vez
su
caja
de
rapé.
-¿No
te
parece
que
esta
casa
es
muy
hermosa?
-dijo-.
¿No
te
agrada
vivir
en
un
sitio
tan
bonito?
-Pero
la
casa
no
es
mía,
y
Abbot
dice
que
tengo
menos
derecho
de
estar
aquí
que
una
criada.
-¡Bah!
No
es
posible
que
no
te
encuentres
a
gusto...
-Si tuviera donde ir, me iría muy contenta,
pero no podré hacerlo hasta que
sea
una
mujer.
-Acaso
puedas,
¿quién
sabe?
¿No
tienes
otros
parientes
además
de
Mrs.
Reed?
-Creo
que
no,
señor.
-¿Tampoco
por
parte
de
tu
padre?
-No
lo sé. He preguntado a la tía y me ha respondido que tal vez tenga
algún
pariente
pobre
y
humilde,
pero
que
no
sabe
nada
de
ellos.
-Si
lo
tuvieras,
¿te
gustaría
irte
con
él?
Reflexioné. La pobreza desagrada mucho a las
personas mayores y, con
más
motivo,
a
los
niños.
Ellos
no
tienen
idea
de
lo
que
sea
una
vida
de
honrada y laboriosa
pobreza y ésta la
relacionan siempre con los andrajos, la
comida
escasa
la
lumbre
apagada,
los
modales
groseros
y
los
vicios
censurables. La
pobreza entonces era, para mí, sinónimo de degradación. No,
no
me
gustaría
vivir
con
pobres
fue
mi
respuesta.
-¿Aunque
fuesen
amables
contigo?
Yo
no comprendía cómo unas personas humildes podían ser amables.
Además, hubiera tenido
que acostumbrarme a
hablar como ellos, adquirir sus
modales,
convertirme en una de aquellas mujeres pobres que yo veía cuidando
de los niños y lavando
la ropa a la
puerta de las casas de Gateshead. No me
sentí
lo
bastante
heroica
para
adquirir
mi
libertad
a
tal
precio.
Así,
pues,
dije:
-No;
tampoco me gustaría ir con personas pobres, aunque fueran amables
conmigo.
-¿Tan
miserables
piensas
que
son
esos
parientes
tuyos?
¿A
qué
se
dedican?
¿Son
trabajadores?
-No lo sé. La tía dice que, si tengo algunos,
deben ser unos
pordioseros. Y
a
mí
no
me
gustaría
ser
una
mendiga.
-¿No
te
gustaría
ir
a
la
escuela?
Volví
a reflexionar. Apenas sabía lo que era una escuela. Bessie solía
hablar de ella como de
un sitio donde las
muchachas se sentaban juntas en
bancos
y
donde
había
que
ser
muy
correctos
y
puntuales.
John
Reed
odiaba
el
colegio y renegaba de su maestro, pero las
inclinaciones de John Reed
no
tenían por qué servirme
de modelo,
y si bien lo que Bessie contaba acerca de
la
disciplina escolar (basándose en los informes suministrados por las
hijas de
la familia donde
estuviera colocada antes
de venir a Gateshead) era aterrador
en
cierto sentido, otros datos proporcionados por ella y obtenidos de
aquellas
mismas
jóvenes,
me
parecían
considerablemente
atractivos.
Bessie
solía
hablar
de cuadritos de
paisajes y flores que
aquellas jóvenes aprendían a hacer en el
colegio,
de canciones que cantaban y música que tocaban, de libros franceses
que traducían... Todo
aquello me inclinaba
a emularlas. Además, estar en la
escuela
significaba cambiar de vida; hacer un largo viaje, salir de
Gateshead...
Cosas
todas
que
resultaban
en
gran
manera
atrayentes.
-Me
gustaría
ir
a
la
escuela
-fue,
pues,
la
contestación
que
di
como
resumen
de
mis
pensamientos.
-Bueno,
bueno. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? -dijo Mr. Lloyd. Y
agregó, al salir, como
hablando consigo
mismo-: La niña necesita cambio de
aire
y
de
ambiente.
Sus
nervios
no
se
hallan
en
buen
estado.
Bessie
volvía del comedor y, al mismo tiempo, sentimos el rodar de un
carruaje
sobre
la
arena
del
camino.
-¿Es
su señora? -preguntó el boticario-. Quisiera hablar con ella antes
de
irme.
Bessie
le
invitó
a
pasar
al
comedorcito.
En
la
entrevista
que
Mr.
Lloyd
tuvo
con mi tía supongo, por
el desarrollo
ulterior de los sucesos, que él recomendó
que
me
enviasen
a
un
colegio
y
que
la
resolución
fue
bien
acogida
por
ella.
Así lo deduje de una
conversación que una
noche mantuvo Abbot con Bessie
en
nuestro
cuarto
cuando
yo
estaba
ya
acostada
y,
según
ellas
creían,
dormida.
-La
señora quedará encantada de librarse de una niña tan traviesa y de
tan
malos instintos, que no
hace más que
maquinar maldades -decía Abbot quien,
al
parecer,
debía
de
tenerme
por
un
Guy
Fawkes
en
ciernes.
Aquella
misma noche, en el curso de la charla de las dos mujeres, me
enteré por primera vez
de que mi padre
había sido un humilde pastor; de que
mi
madre
se
casó
con
él
contra
la
voluntad
de
sus
padres,
quienes
consideraban al mío
como muy inferior a ellos; de que mi abuelo, enfurecido,
se
negó
a
ayudar
a
mi
madre
ni
con
un
chelín;
de
que
mi
padre
había
contraído
el tifus visitando a
los enfermos pobres
de una ciudad fabril donde estaba
situado
su curato; y de que se lo contagió a mi madre, muriendo los dos con
el
intervalo
de
un
mes.
Bessie,
oyendo
aquel
relato,
suspiró
y
dijo:
-La
pobrecita
Jane
es
digna
de
compasión,
¿verdad
Abbot?
-Si
fuese
una
niña
agradable
y
bonita
-repuso
Abbot-,
sería
digna
de
lástima,
pero
un
renacuajo
como
ella
no
inspira
compasión
a
nadie.
-No
mucha,
es
verdad...
-convino
Bessie-.
Si
fuera
tan
linda
como
Georgiana,
las
cosas
sucederían
de
otro
modo.
-¡Oh,
yo adoro a Georgiana! -dijo la vehemente Abbot-. ¡Qué bonita está
con sus largos rizos y
sus ojos azules y
con esos colores tan hermosos que
tiene!
Parecen
pintados...
¡Ay,
Bessie;
me
apetecería
comer
liebre!
-También
a mí. Pero con un poco de cebolla frita. Venga, vamos a ver lo
que
hay.
Y
salieron.
IV
De
mi conversación con Mr. Lloyd y de la mencionada charla entre Miss
Abbot y Bessie deduje
que se aproximaba un
cambio en mi vida. Esperaba en
silencio
que ocurriese, con un vivo deseo de que tanta felicidad se
realizara.
Pero pasaban los días y
las semanas, mi
salud se iba restableciendo del todo y
no
se hacían nuevas alusiones al asunto. Mi tía me miraba con ojos
cada vez
más severos, apenas me
dirigía la palabra
y, desde los incidentes que he
mencionado,
procuraba ahondar cada vez más la separación entre sus hijos y
yo. Me había destinado
un cuartito para
dormir sola, me condenaba a comer
sola
también y me hacía pasar todo el tiempo en el cuarto de niños,
mientras
ellos estaban casi
siempre en el salón. No
hablaba nada de enviarme a la
escuela,
pero yo presentía que no había de conservarme mucho tiempo bajo su
techo. En sus ojos,
entonces más que
nunca, se leía la extraordinaria aversión
que
yo
le
inspiraba.
Eliza
y
Georgiana
-obraban
sin
duda
en
virtud
de
instrucciones
que
recibieran-
me hablaban lo menos posible. John me hacía burla con la lengua
en cuanto me veía, y una
vez intentó
pegarme, pero yo me revolví con el
mismo
arranque de cólera y rebeldía que causara mi malaventura la otra
vez y
a él le pareció mejor
desistir. Se separó
abrumándome a injurias y diciendo
que
le había roto la nariz. Yo le había asestado, en efecto, en esta
prominente
parte de su rostro un
golpe tan fuerte
como mis puños me lo permitieron y
cuando
noté que aquello le lastimaba, me preparé a repetir mis arremetidas
sobre su lado flaco.
Pero él se apartó y
fue a contárselo a su mamá. Le oí
comenzar
a
exponer
la
habitual
acusación.
-Esa
asquerosa
de
Jane...
Y
siguió diciendo que yo me había tirado a él como una gata. Pero su
madre
le
interrumpió:
-No
me hables de ella, John. Ya te he dicho que no te acerques a ella.
No
quiero
que
la
tratéis
tus
hermanas
ni
tú.
No
es
digna
de
tratar
con
vosotros.
Sin
pensarlo
casi,
grité
desde
las
regiones
donde
me
hallaba
desterrada:
-¡Ellos
son
los
indignos
de
tratarme
a
mí!
Mrs.
Reed era una mujer bastante voluminosa, pero al oírme subió las
escaleras
velozmente,
se
precipitó
como
un
torbellino
en
el
cuarto
de
jugar,
me
zarandeó
contra
las
paredes
de
mi
cuchitril
y,
con
voz
enfática
e
imperiosa,
me
conminó
a
no
pronunciar
ni
una
palabra
más
en
todo
lo
que
quedaba
de
día.
-¿Qué
diría
el
tío
si
viviese?
-fue
mi
casi
voluntaria
contestación.
Y
escribo «casi voluntaria», porque aquel día las palabras me
brotaban de
la boca de una manera
espontánea, como si
me las dictasen en mi interior una
fuerza
desconocida
que
yo
fuese
incapaz
de
dominar
aunque
lo
hubiera
pretendido.
-¿Eh?
-dijo
mi
tía.
Y
en la mirada, habitualmente fría, de sus ojos grises, se
transparentaba
algo parecido al temor.
Soltó mi brazo y
me contempló como si dudara en
decidir
si
yo
era
una
niña
o
un
demonio.
Continué:
-Mi
tío está en el cielo y sabe todo lo que usted hace y piensa, y
también
papá y mamá. Todos ellos
saben cómo me
maltrata usted y las ganas que tiene
de
que
me
muera.
Mi
tía logró recuperar su presencia de espíritu. Me abofeteó y se fue
sin
decir palabra. Bessie
llenó esta laguna
sermoneándome durante más de una
hora
y asegurándome que no creía que hubiese una niña más mala que yo
bajo
la capa del cielo. Yo
me sentía inclinada
a creerla, porque aquel día sólo
surgían
en
mi
alma
sentimientos
rencorosos.
Habían
transcurrido noviembre, diciembre y la mitad de enero. Las fiestas
de Navidad se celebraron
en la casa como
de costumbre. Se enviaron y se
recibieron
muchos regalos y se organizaron muchas comidas y reuniones. De
todo ello yo estuve, por
supuesto,
excluida. Todas mis diversiones pascuales
consistían
en
presenciar
cómo
se
peinaban
y
componían
diariamente
Georgiana y Eliza para
bajar a la sala vestidas de brillantes
museli-nas y
encarnadas sedas y,
después, en escuchar el sonido del piano o del arpa que
tocaban abajo, en
asistir al ir y venir del mayordomo y el
lacayo, y en percibir
el
entrechocar
los
vasos
y
tazas
y
el
murmullo
de
las
conversaciones
cuando
se
abrían
o
cerraban
las
puertas
del
salón.
Si
me
cansaba
de
este
entretenimiento,
me
volvía
al
solitario
y
silencioso
cuarto de jugar. Pero, de todos modos, yo, aunque
estaba muy triste, no
me
sentía desgraciada. De
haber sido
Bessie más cariñosa y haber accedido a
acompañarme,
habría preferido pasar las tardes sola con ella en mi cuarto, a
estar bajo la temible
mirada de mi tía, en
un salón lleno de caballeros y
señoras.
Pero
Bessie,
una
vez
que
terminaba
de
arreglar
a
sus
jóvenes
señoritas, solía marcharse a las agradables regiones del
cuarto de
criados y de
la cocina, llevándose la
luz, por regla general. Entonces me sentaba al lado del
fuego, con mi muñeca
sobre las rodillas, hasta que la chimenea
se apagaba,
mirando de cuando en
cuando en torno mío para convencerme de que en el
aposento no había otro
ser más temible que yo. Cuando ya no
quedaba de la
lumbre
más
que
el
rescoldo,
me
desvestía
presurosamente,
a
tirones,
y
huía
del
frío
y de la oscuridad refugiándome en mi cuartucho. Me llevaba siempre
allá
a mi muñeca. El corazón
humano necesita
recibir y dar afecto y, no teniendo
objeto
más
digno
en
que
depositar
mi
ternura,
me
consolaba
amando
y
acariciando a aquella
figurilla, andrajosa
y desastrada como un espantapájaros
en
miniatura. Aún recuerdo con asombro cuánto cariño ponía en mi pobre
juguete.
Nunca
me
dormía
si
no
era
con
mi
muñeca
entre
mis
brazos
y,
cuando
la
sentía
a
mi
lado
y
creía
que
estaba
segura
y
calientita,
era
feliz
pensando
que
mi
muñeca
lo
era
también.
Pasaban
largas
horas
-o
me
lo
parecía-
antes
de
que
se
disolviese
la
reunión. A veces
resonaban en la escalera los pasos de Bessie, que venía a
buscar
su
dedal
o
sus
tijeras,
o
a
traerme
algo
de
comer:
un
pastel
o
un
bollo
de
manteca. Se sentaba en el lecho mientras yo comía y, al terminar,
me
arreglaba las ropas de
la cama, me besaba
y decía: «Buenas noches, Miss
Jane.»
Cuando era amable conmigo, Bessie me parecía lo más bello, lo más
cariñoso y lo mejor del
mundo, y deseaba
ardientemente que nunca volviera a
reprenderme,
a tratarme mal o a no hacerme caso. Bessie Lee debía ser, si mi
memoria no me engaña,
una muchacha
inteligente, porque era muy ingeniosa
para
todo y tenía grandes dotes de narradora. Al menos así la recuerdo
yo a
través de los cuentos
que nos relataba. La
evoco como una joven delgada, de
cabello
negro, ojos oscuros, bellas facciones y buena figura. Pero tenía un
carácter
variable
y
caprichoso
y
era
indiferente
a
todo
principio
de
justicia
o
de
moral. Fuera como fuese, ella era la persona a quien más quería de
las de la
casa.
Llegó
el 15 de enero. Eran las nueve de la mañana. Bessie había salido a
desayunar. Eliza estaba
poniéndose un
abrigo y un sombrero para ir a un
gallinero
de que ella misma cuidaba, ocupación que le agradaba tanto como
vender los huevos al
mayordomo y acumular
el importe de sus transacciones.
Tenía
marcada inclinación al ahorro, y no sólo `vendía huevos y pollos,
sino
que
también
entablaba
activos
tratos
con
el
jardinero,
quien,
por
orden
de
Mrs.
Reed,
compraba a su hija todos los productos que ésta cultivaba en un
cuadro
del
jardín
reservado
para
ella:
semillas
y
retoños
de
plantas
y
flores.
Creo
que
Eliza hubiera sido capaz de vender su propio
cabello si creyera sacar
de la
operación un beneficio
razonable. Guardaba sus ahorros en los sitios más
desconcertantes, a lo
mejor en un trapo o en un pedazo de papel
viejo, pero
después, en vista de que
a veces las criadas descubrían sus escondrijos, Eliza
optó
por
prestar
sus
fondos
a
su
madre,
a
un
interés
del
cincuenta
o
sesenta
por
ciento,
y
cada
trimestre
cobraba
con
rigurosa
exactitud
sus
beneficios,
llevando con extremado
cuidado en un pequeño libro las cuentas
del capital
invertido.
Georgiana,
sentada en una silla alta, se peinaba ante el espejo, intercalando
entre sus bucles flores
artificiales y
otros adornos de los que había encontrado
gran
provisión en un cajón del desván. Yo estaba haciendo mi cama, ya
que
había recibido
perentorias órdenes de
Bessie de que la tuviese arreglada antes
de
que ella regresase. Bessie solía emplearme como una especie de
segunda
doncella del cuarto de
jugar y, a veces,
me mandaba quitar el polvo, limpiar el
cuarto,
etc. Después de hacer la cama, me acerqué a la ventana y comencé a
poner en orden varios
libros de estampas y
algunos muebles de la casa de
muñecas
que
había
en
el
alféizar.
Pero
habiéndome
ordenado
secamente
Georgiana (de cuya
propiedad eran las sillitas y espejitos y los minúsculos
platos y copas) que no
tocara sus juguetes, interrumpí mi
ocupación y, a falta
de otra mejor,
me dediqué a romper las flores de escarcha con que el cristal de
la ventana estaba
cubierto, para poder
mirar a través del vidrio el aspecto del
paisaje,
quieto
y
como
petrificado
bajo
la
helada
invernal.
Desde
la ventana se veían el pabellón del portero y el camino de coches,
y
precisamente cuando yo
arranqué parte de
la floración de escarcha que cubría
con
una
película
de
plata
el
cristal,
vi
abrirse
las
puertas
y
subir
un
carruaje
por
el
camino.
Lo
miré
con
indiferencia.
A
Gateshead
venían
coches
frecuentemente y ninguno
traía visitantes
que me interesaran. El carruaje se
detuvo
frente a la casa, se oyó sonar la campanilla, y el recién llegado
fue
recibido.
Pero
yo
no
hacía
caso
de
ello,
porque
mi
atención
estaba
concentrada
en un pajarillo
famélico, que intentaba
picotear en las desnudas ramitas de un
cerezo
próximo a la pared de la casa. Los restos del pan y la leche de mi
desayuno estaban sobre
la mesa. Abrí la
ventana, cogí unas migajas y las
estaba
colocando
en
el
borde
del
antepecho,
cuando
irrumpió
Bessie.
-¿Qué
está usted haciendo señorita Jane? ¿Se ha lavado las manos y la
cara?
Antes
de
contestar,
me
incliné
sobre
la
ventana
otra
vez,
a
fin
de
colocar
en
sitio
seguro
el
pan
del
pájaro,
y
cuando
hube
distribuido
las
migajas
en
distintos
lugares,
cerré
los
batientes
y
repliqué:
-Aún
no,
Bessie.
Acabo
de
terminar
de
limpiar
el
polvo.
-¡Qué
niña!
¿Qué
estaba
usted
haciendo?
Está
usted
encarnada.
¿Por
qué
tenía
la
ventana
abierta?
No
necesité molestarme en contestarla, pues Bessie tenía demasiada
prisa
para perder tiempo en
oír mis
explicaciones. Me condujo al lavabo, me dio un
enérgico, aunque afortunadamente breve restregón de manos y
cara con
agua,
jabón y una toalla, me
peinó con
un áspero peine y, en seguida, me dijo que
bajase
al
comedorcito
de
desayunar.
Hubiera
deseado preguntarle el motivo y saber si mi tía estaba allí o no,
pero
Bessie
se
había
ido
y
cerrado
la
puerta
del
cuarto.
Así,
pues,
bajé
lentamente.
Hacía cerca de tres meses que no me llamaban a presencia de mi
tía.
Confinada
en
las
habitaciones
de
niños,
el
comedorcito,
el
comedor
grande
y
el
salón
eran
para
mí
regiones
vedadas.
Antes
de entrar en el comedor, me detuve en el vestíbulo, intimidada y
temblorosa. En aquella
época de mi vida,
los castigos injustos que recibiera
habían
hecho de mí una infeliz cobarde. Durante diez minutos titubeé; ni
me
atrevía
a
volver
a
subir
ni
me
atrevía
a
entrar
en
donde
me
esperaban.
El
impaciente sonido de la campanilla del comedorcito me decidió. No
había
más
remedio
que
entrar.
«¿Qué
querrán
de
mí?»,
me
preguntaba,
mientras con ambas manos
intentaba abrir
el picaporte, que resistía a mis
esfuerzos.
«¿Quién
estará
con
la
tía?
¿Una
mujer
o
un
hombre?»
Al
fin el picaporte giró y, erguida sobre la alfombra, divisé algo que
a
primera
vista
me
pareció
ser
una
columna
negra,
recta,
angosta,
en
lo
alto
de
la
cual
un
rostro
deforme
era
como
una
esculpida
carátula
que
sirviese
de
capitel.
Mi
tía ocupaba su sitio habitual junto al fuego. Me hizo signo de que
me
aproximase
y
me
presentó
al
desconocido
con
estas
palabras:
-Aquí
tiene
la
niña
de
que
le
he
hablado.
Él
-porque
era
un
hombre
y
no
una
columna
como
yo
pensara-
me
examinó
con inquisitivos ojos
grises, bajo sus
espesas cejas, y dijo con voz baja y
solemne:
-Es
pequeña
aún.
¿Qué
edad
tiene?
-Diez
años.
-¿Tantos?
-interrogó,
dubitativo.
Siguió
examinándome
durante
varios
minutos.
Al
fin,
me
preguntó:
-¿Cómo
te
llamas,
niña?
-Jane
Eyre,
señor.
Y
le miré, Me pareció un hombre muy alto, pero ha de considerarse que
yo
era muy pequeña. Tenía
las facciones
grandes y su rostro y todo su cuerpo
mostraban
una
rigidez
y
una
afectación
excesivas.
-Y
qué,
Jane
Eyre,
¿eres
una
niña
buena?
Era
imposible
contestar
afirmativamente,
ya
que
el
pequeño
mundo
que
me
rodeaba
sostenía
la
opinión
contraria.
Guardé
silencio.
Mi
tía
contestó
por
mí
con
un
expresivo
movimiento
de
cabeza,
agregando:
-Nada
más
lejos
de
la
verdad,
Mr.
Brocklehurst.
-¡Muy
disgustado
de
saberlo!
Vamos
a
hablar
un
rato
ella
y
yo.
Y,
abandonando la posición vertical, se instaló en un sillón frente al
de mi
tía
y
me
dijo:
-Venaquí.
Crucé
la
alfombra
y
me
paré
ante
él.
Ahora
que
su
cara
estaba
al
nivel
de
la
mía, podía vérsela
mejor. ¡Qué nariz tan
grande, y qué boca, y qué dientes tan
salientes
y
enormes!
-No
hay nada peor que una niña mala -me dijo-. ¿Sabes adónde van los
malos
después
de
morir?
-Al
Infierno
-fue
mi
pronta
y
ortodoxa
contestación.
-¿Y
sabes
lo
que
es
el
Infierno?
-Un
sitio
lleno
de
fuego.
¿Y
te
gustaría
ir
a
él
y
abrasarte?
-No,
señor.
-¿Qué
debes
hacer
entonces
para
evitarlo?
Medité
un
momento
y
di
una
contestación
un
tanto
discutible.
-Procurar
no
estar
enferma
para
no
morirme.
-¿Y
cómo puedes estar segura de no enfermar? Todos-los días mueren
niños más pequeños que
tú. Hace un par de
días nada más que he acompañado
al
cementerio
a
un
niño
de
cinco
años.
Pero
era
un
niño
bueno
y
su
alma
estará
en el Cielo ahora. Es
de temer que no se
pueda decir lo mismo de ti, si Dios te
llama.
No
sintiéndome lo suficientemente informada para aclarar sus temores,
me
limité
a
suspirar
y
a
clavar
la
mirada
en
sus
inmensos
pies,
deseando
vivamente
marcharme
de
allí
cuanto
antes.
-Espero
que ese suspiro te saldrá del alma y que te arrepentirás de haber
obrado
mal
con
tu
bondadosa
bienhechora.
«¿Mi
bienhechora? -pensé-. Todos dicen que mi tía es mi bienhechora. Si
lo
es
de
verdad,
una
bienhechora
resulta
una
cosa
muy
desagradable.»
-¿Rezas
siempre
por
la
noche
y
por
la
mañana?
-continuó
mi
interlocutor.
-Sí,
señor.
-¿Lees
la
Biblia?
-A
veces.
-¿Y
qué
te
gusta
más
de
ella?
-Me
gustan
las
Profecías,
y
el
libro
de
Daniel,
y
el
de
Samuel,
y
el
Génesis,
y
una
parte
del
Éxodo,
y
algunas
de
los
Reyes
y
las
Crónicas,
y
Job,
y
Jonás.
-¿YlosSalmos?¿Tegustan?
-No,
señor.
-¡Qué
extraño! Yo tengo un niño más pequeño que tú que sabe ya seis
salmos de memoria, y
cuando se le pregunta
si prefiere comer pan de higos o
aprender
un salmo, responde: «Aprender un salmo. Los ángeles cantan salmos
y yo quiero ser un
ángel». Y entonces se
le dan dos higos para recompensar su
piedad
infantil.
-Los
Salmos
no
son
interesantes
-contesté.
-Eso
prueba que eres una niña mala y debes rogar a Dios que cambie tu
corazón,
sustituyendo
el
de
piedra
que
tienes
por
otro
humano.
Ya
iba yo a preguntarle detalles sobre el procedimiento a seguir
durante la
operación de cambiarme
de víscera, cuando
Mrs. Reed me mandó sentar y
tomó
la
palabra.
-Mr.
Brocklehurst: creo haberle indicado en la carta que le dirigí hace
tres
semanas que esta niña no
tiene el carácter
que yo desearía que tuviese. Me
agradaría
que,
cuando
se
halle
en
el
colegio
de
Lowood,
las
maestras
la
vigilen
atentamente y procuren
corregir su
defecto más grave: la tendencia a mentir.
Ya
lo
sabes,
Jane:
es
inútil
que
intentes
embaucar
al
señor
Brocklehurst.
Por
mucho que hubiera deseado agradar a mi tía, frases como aquélla,
frecuentemente
repetidas,
me
impedían
hacerlo.
En
este
momento,
en
que
iba
a
emprender una nueva vida, ya ella se encargaba de sembrar por
adelantado
aversión y antipatía en
mi camino. Me veía
transformada ante los ojos del
señor
Brocklehurst
en
una
niña
embustera.
¿Cómo
remediar
semejante
calumnia?
«De
ningún modo», pensaba yo, mientras trataba de contener las lágrimas
que
acudían
a
mis
ojos.
-El
mentir
es
muy
feo
en
una
niña
-dijo
Brocklehurst-,
y
todos
los
embusteros
irán al lago de fuego y azufre. No se preocupe, señora. Ya hablaré
con
las
profesoras
y
con
la
señorita
Temple
para
que
la
vigilen.
-Deseo
-siguió
mi
tía-
que
se
la
eduque
de
acuerdo
con
sus
posibilidades:
es decir, para ser una mujer útil y humilde.
Durante las vacaciones, si
usted lo
permite,
permanecerá
también
en
el
colegio.
-Tiene
usted mucha razón-dijo Brocklehurst-. La humildad es grata a Dios
y, aunque desde luego es
una de las
características de todas las alumnas de
Lowood,
ya me preocuparé de que la niña se distinga entre ellas por su
humildad. He estudiado
muy profundamente
los medios de humillar el orgullo
humano,
y hace pocos días que he tenido una evidente prueba de mi éxito. Mi
hija segunda, Augusta,
estuvo visitando la
escuela con su madre, y al regreso
exclamó:
«¡Qué pacíficas son las niñas de Lowood, papá! Con el cabello
peinado sobre las
orejas, sus largos
delantales y sus bolsillos en ellos, casi
parecen
niñas pobres. Miraban mi vestido y el de mamá, como si nunca
hubieran
visto
ropas
de
seda.
»
-Así
me
gusta-dijo
mi
tía-.
Aunque
hubiese
buscado
por
toda
Inglaterra,
no
hubiera encontrado
un sitio donde el régimen fuera más apropiado para una
niña como Jane Eyre.
Conformidad, Mr. Brocklehurst, conformidad
es lo
primero
que
yo
creo
que
se
necesita
en
la
vida.
-La
conformidad
es
la
mayor
virtud
del
cristiano,
y
todo
está
organizado
en
Lowood
de
modo
que
se
desarrolle
esa
virtud:
comida
sencilla,
vestido
sencillo, cuartos sencillos, costumbres activas y
laboriosas... Tal es
el régimen
del
establecimiento.
-Bien.
Entonces quedamos en que la niña será admitida en el colegio de
Lowood
y
educada
con
arreglo
a
su
posición
y
posibilidad
en
la
vida.
-Sí,
señora;
será
acogida
en
mi
colegio,
y
confío
en
que
acabará
agradeciendo
a
usted
el
gran
honor
que
se
le
dispensa.
-Entonces se la enviaré cuanto antes, porque le
aseguro que deseo
librarme
de la responsabilidad
de
atenderla, que comienza a ser demasiado pesada para
mí.
-Lo
comprendo, señora, lo comprendo... Bien: tengo que irme ya. Pienso
volver a Brocklehurst
Hall de aquí a una o
dos semanas, ya que mi buen
amigo, el
arcediano, no me dejará marchar antes. Escribiré a Miss Temple que
va a ser enviada al
colegio una niña
nueva para que no ponga dificultades a su
admisión.
Buenos
días.
-Buenos
días, Mr. Brocklehurst. Mis saludos a su señora, a Augusta y
Theodore
y
al
joven
Broughton
Brocklehurst.
-De
su parte, gracias... Niña, toma este libro. ¿Ves? Se titula Manual
del
niño bueno, y debes
leerlo con interés,
sobre todo las páginas que tratan de la
espantosa
muerte repentina de Marta G..., una niña traviesa, muy amiga de
mentir.
Y después
de entregarme aquel interesante tomo, el señor Brocklehurst
volvió
a
su
coche
y
se
fue.
Mi tía y yo quedamos solas. Ella cosía y yo la
miraba. Era una mujer de
unos treinta y seis o
treinta y siete
años, robusta, de espaldas cuadradas y
miembros
vigorosos,
más
bien
baja
y,
aunque
gruesa,
no
gorda;
con
las
mandíbulas
prominentes
y
fuertes,
las
cejas
espesas,
la
barbilla
ancha
y
saliente
y
la
boca
y
la
nariz
bastante
bien
formadas.
Bajo
sus
párpados
brillaban unos ojos exentos de toda expresión de ternura, su
cutis era
oscuro y
mate, su cabello áspero
y su
naturaleza sólida como una campana. No estaba
enferma jamás. Dirigía la casa despóticamente y sólo sus
hijos se
atrevían a
veces
a
desafiar
su
autoridad.
Yo,
sentada
en
un
taburete
bajo,
a
pocas
yardas
de
su
butaca,
la
contemplaba
con atención. Tenía en la mano el libro que hablaba de la muerte
repentina de la niña
embustera y, cuanto
había sucedido, cuanto se había
hablado
entre
mi
tía
y
Brocklehurst,
me
producía
un
amargo
resentimiento.
Mi
tía
levantó
la
vista
de
la
labor,
suspendió
la
costura
y
me
dijo:
-Vete
de
aquí.
Márchate
al
cuarto
de
jugar.
No
sé si fue mi mirada lo que la irritó, pero el caso era que en su
voz había
un tono de reprimida
cólera. Me levanté y
llegué hasta la puerta, pero de
pronto
me
volví
y
me
acerqué
a
mi
tía.
Sentía
la
necesidad
de
hablar:
me
había
herido
injustamente
y
era
necesario
devolverle
la
ofensa.
Pero
¿cómo?
¿De
qué
manera
podría
herir
a
mi
adversaria?
Concentré mis energías y acerté a articular la siguiente brusca
interpelación:
-No
soy
mentirosa.
Si
lo
fuera,
le
diría
que
la
quiero
mucho
y,
sin
embargo,
le
digo
francamente
que
no
la
quiero.
Me
parece
usted
la
persona
más
mala
del
mundo,
después
de
su
hijo
John.
Y
este
libro
puede
dárselo
a
su
hija
Georgiana.
Ella
sí
que
es
embustera
y
no
yo.
La
mano de mi tía continuaba inmóvil sobre la costura. Sus ojos me
contemplaban
fríamente.
-¿Tienes
algo más que decir? -preguntó en un tono de voz más parecido al
que se emplea para
tratar con un adulto
que al que es habitual para dirigirse a
un
niño.
La
expresión de sus ojos y el acento de su voz excitaron más aún mi
aversión
hacia
ella.
Temblando
de
pies
a
cabeza,
presa
de
una
ira
incontenible,
continué:
-Me
alegro de no tener que tratar más con usted. No volveré a llamarla
tía
en
mi
vida.
Nunca
vendré
a
verla
cuando
sea
mayor,
y
si
alguien
me
pregunta
si la quiero, contestaré contándole lo mal que se
ha portado conmigo y
la
crueldad
con
que
me
ha
tratado.
-¿Cómo
te
atreves
a
decir
eso?
-¿Qué cómo me atrevo? ¡Porque es verdad! Usted
piensa que yo no siento
ni padezco y que puedo
vivir sin una pizca
de cariño, poro no es así. Me
acordaré
hasta
el
día
de
mi
muerte
de
la
forma
en
que
mandó
que
me
encerrasen en el cuarto
rojo, aunque yo le
decía: «¡Tenga compasión, tía,
perdóneme!»,
y lloraba y sufría infinitamente. Y me castigó usted porque su
hijo me había pegado sin
razón. Al que me
pregunte le contaré esa historia tal
como
fue. La gente piensa que usted es buena, pero no es cierto. Es
usted
mala,
tiene
el
corazón
muy
duro
y
es
una
mentirosa.
¡Usted
sí
que
es
mentirosa!
Al
acabar
de
pronunciar
estas
frases,
mi
alma
comenzó
a
expandirse,
exultante, sintiendo
una extraña
impresión de independencia, de triunfo. Era
como
si
unas
ligaduras
invisibles
que
me
sujetaran
se
hubieran
roto
proporcionándome
una inesperada libertad. Y había causa para ello. Mi tía
parecía anonadada, la
costura se había deslizado de sus
rodillas, sus manos
pendían
inertes
y
su
faz
se
contraía
como
si
estuviese
a
punto
de
llorar.
-Estás
equivocada, Jane. Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo tiemblas así? ¿Quieres
un
poco
de
agua?
-No,
no
quiero.
-¿Deseas
algo? Te aseguro que no te quiero mal. -No es verdad. Ha dicho
usted
a
Mr.
Brocklehurst
que
yo
tenía
mal
carácter,
que
era
mentirosa.
Pero
yo
diré
a
todos
en
Lowood
cómo