Jesús de Nazaret - Joseph Ratzinger - E-Book

Jesús de Nazaret E-Book

Joseph Ratzinger

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"He tratado de desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús. Este cometido era aún más difícil en esta segunda parte del libro, porque es aquí donde se encuentran las palabras y los acontecimientos decisivos de la vida de Jesús. He tratado de mantenerme al margen de posibles controversias sobre muchos elementos particulares y reflexionar únicamente sobre las palabras y las acciones esenciales de Jesús. Y esto guiado por la hermenéutica de la fe, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo con responsabilidad la razón histórica, necesariamente incluida en esta misma fe. Aunque siempre quedarán naturalmente detalles que discutir, espero sin embargo que haya podido acercarme a la figura de Nuestro Señor de una manera que pueda ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle". Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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JOSEPH RATZINGER

BENEDICTO XVI

Jesús de Nazaret

SEGUNDA PARTE
Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección

Traducción de J. Fernando del Río, OSA

Título originalJesus von Nazareth -Vom Einzug in Jerusalem bis zur Auferstehung

© 2011 Libreria Editrice Vaticana, Roma © 2011 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

PRÓLOGO

Puedo presentar finalmente al público la segunda parte de mi libro sobre Jesús de Nazaret. Dadas las numerosas reacciones a la primera parte, que ciertamente eran de esperar, me ha animado mucho el que grandes maestros de la exégesis, como Martin Hengel, lamentablemente fallecido entretanto, así como Peter Stuhlmacher y Franz Mußner, me hayan confirmado explícitamente en el proyecto de continuar este trabajo y llevar a término la obra iniciada. Aunque no se identifican con todos los detalles de mi libro, lo han considerado, tanto desde el punto de vista del método como del contenido, una contribución importante que debería ser completada.
   También ha sido para mí un motivo de alegría que el libro haya ganado en este tiempo, por decirlo así, un hermano ecuménico en la voluminosa obra Jesus (2008), del teólogo protestante Joachim Ringleben. Quien lea los dos libros notará, por un lado, la gran diferencia en el modo de pensar y en los planteamientos teológicos determinantes, en los que se manifiesta concretamente la distinta procedencia confesional de los dos autores. Pero, al mismo tiempo, se observa la profunda unidad en la comprensión esencial de la persona de Jesús y de su mensaje. Si bien con enfoques dispares, es la misma fe la que actúa, produciendo un encuentro con el mismo Señor Jesús. Espero que ambos libros, en su diversidad y en su esencial sintonía, sean un testimonio ecuménico que, a su modo, pueda servir en este tiempo a la misión fundamental común de los cristianos.
   He podido comprobar también con gratitud que la discusión sobre el método y la hermenéutica de la exégesis, y sobre la exégesis como disciplina histórica y teológica a la vez, se está ha ciendo más vivaz, no obstante ciertas resistencias hacia los nuevos pasos. Me parece de particular interés el libro de Marius Reiser, Bibelkritik und Auslegung der Heiligen Schrift, publicado en 2007, en el que se recoge un conjunto de ensayos publicados precedentemente, dotándoles de una unidad interna y ofreciendo indicaciones relevantes para las nuevas vías de la exégesis, sin abandonar la importancia que siempre tiene el método histórico-crítico.
   Una cosa me parece obvia: en doscientos años de trabajo exegético la interpretación histórico-crítica ha dado ya lo que tenía que dar de esencial. Si la exégesis bíblica científica no quiere seguir agotándose en formular siempre hipótesis distintas, haciéndose teológicamente insignificante, ha de dar un paso metodológicamente nuevo volviendo a reconocerse como disciplina teológica, sin renunciar a su carácter histórico. Debe aprender que la hermenéutica positivista, de la que toma su punto de partida, no es expresión de la única razón válida, que se ha encontrado definitivamente a sí misma, sino que constituye una de terminada especie de racionabilidad históricamente condicionada, capaz de correcciones e integraciones, y necesitada de ellas. Dicha exégesis ha de reconocer que una hermenéutica de la fe, desarrollada de manera correcta, es conforme al texto y puede unirse con una hermenéutica histórica consciente de sus propios límites para formar una totalidad metodológica.
   Naturalmente, esta articulación entre dos géneros de hermenéutica muy diferentes entre sí es una tarea que ha de realizarse siempre de nuevo. Pero dicha articulación es posible, y por medio de ella las grandes intuiciones de la exégesis patrística podrán volver a dar fruto en un contexto nuevo, como demuestra precisamente el libro de Reiser. No pretendo afirmar que en mi libro esté ya totalmente acabada esta integración de las dos hermenéuticas. Pero espero haber dado un buen paso en dicha dirección. En el fondo, se trata de retomar finalmente los principios metodológicos para la exégesis formulados por el Concilio Vaticano II (cf. Dei Verbum 12), una tarea en la que, desgraciadamente, poco o nada se ha hecho hasta ahora.
Llegados a este punto, quizás sea útil poner de relieve una vez más la intención que guía mi libro.
   No creo que sea necesario decir expresamente que no he querido escribir una «Vida de Jesús». Por lo que a esto se refiere, hay ya obras excelentes sobre las cuestiones cronológicas y topográficas; me remito en particular a Joachim Gnilka, Jesus von Nazareth. Botschaft und Geschichte, y a la obra fundamental de John P. Meier, A Marginal Jew (3 volúmenes, Nueva York 1991, 1994, 2001).
   Un teólogo católico ha calificado mi libro, junto a la obra maestra de Romano Guardini, El Señor, como «cristología desde arriba», poniendo en guardia sobre los peligros que ello comporta. En realidad, no he intentado escribir una cristología. En el ámbito de lengua alemana tenemos un grupo importante de cristologías, desde las de Wolfhart Pannenberg y Walter Kasper hasta la de Christoph Schönborn, a las que ahora debe añadirse la gran obra de Karl-Heinz Menke, Jesus ist Gott der Sohn (2008).
   Mi intención se ve más claramente si se compara con el tratado teológico sobre los misterios de la vida de Jesús, al que Tomás de Aquino ha dado una forma clásica en su Suma Teológica (S. Theol., III, qq. 27-59). Si bien mi libro tiene muchos puntos de convergencia con este género de tratado, se coloca sin embargo en un contexto histórico-espiritual diferente, y por eso tiene también una orientación intrínseca distinta, que condiciona de manera esencial la estructura del texto.
   En el Prólogo a la primera parte de esta obra decía que mi deseo era presentar «la figura y el mensaje de Jesús». Tal vez hubiera sido acertado poner estas dos palabras —figura y mensaje— como subtítulo al libro con el fin de aclarar su intención de fondo. Podría decirse, exagerando un poco, que quería encontrar al Jesús real, sólo a partir del cual es posible algo así como una «cristología desde abajo». El «Jesús histórico», como aparece en la corriente principal de la exégesis crítica, basada en sus presupuestos hermenéuticos, es demasiado insignificante en su contenido como para ejercer una gran eficacia histórica; está excesivamente ambientado en el pasado para dar buenas posibilidades de una relación personal con Él. Conjugando las dos hermenéuticas de las que he hablado antes, he tratado de desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús.
   Este cometido era aún más difícil en esta segunda parte del libro, porque es aquí donde se encuentran las palabras y los acontecimientos decisivos de la vida de Jesús. He tratado de mantenerme al margen de posibles controversias sobre muchos elementos particulares y reflexionar únicamente sobre las palabras y las acciones esenciales de Jesús. Y esto guiado por la hermenéutica de la fe, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo con responsabilidad la razón histórica, necesariamente incluida en esta misma fe.
   Aunque siempre quedarán naturalmente detalles que discutir, espero sin embargo que haya podido acercarme a la figura de Nuestro Señor de una manera que pueda ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle.
Al presentar así el objetivo de fondo del libro, es decir, comprender la figura de Jesús, su obra y su palabra, es obvio que los relatos de la infancia no podían estar comprendidos directamente en la intención esencial de esta obra. No obstante, deseo intentar ser fiel a mi promesa (cf. primera parte, p. 20) y presentar también un pequeño fascículo sobre dicho argumento, si se me conceden las fuerzas necesarias para ello.
Roma, en la fiesta de San Marcos,
25 de abril de 2010
Joseph Ratzinger – Benedicto XVI

1

ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO

1. ENTRADA EN JERUSALÉN

El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén.
   Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23).
   La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
   Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46).
   En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado».
   Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc 10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?
Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
   Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.
   En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Se dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
   Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5; cf. Za 9,9; Jn 12,15). Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
   Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9 excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.
Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel…» (1,33s).
   También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
   Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
   Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).
   La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
   La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
   Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíō), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
   Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.
   Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: «¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.
   Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).
   Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a Él.
   Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
   Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico post-pascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
   También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
   La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.

2. LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO

Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (11,15).
   Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. Is 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello?
En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente.
   En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles.
   Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo.
   En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas.
Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutionär?, p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero.
   Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25).
   El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zēlos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia.
   Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zēlos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado.
   Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a al humanidad, sino a la inhumanidad.
Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús? ¿Fue tal vez un zelote? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra.
   No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo.
   Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente.
   Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes.
   Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf. Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas.
Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿No está quizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas.
   Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.
En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco.
   El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» (Jn 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús. Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿Qué significa esto?
   Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente. Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios.
   En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo.
Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.
   En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.
   En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.
   Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, reme morándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.
   El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
¿Qué hay entonces acerca del «zēlos» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo…» (Sal 69,2.8.10).
   Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo. Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús.
Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo.
   «En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
   En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad.
   Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.

2

DISCURSO ESCATOLÓGICO DE JESÚS

San Mateo, al final de las recriminaciones de Jesús a los escribas y fariseos, y por tanto en el contexto de las enseñanzas que siguieron a su entrada en Jerusalén, nos transmite unas palabras misteriosas de Jesús, que en Lucas se encuentran durante su camino hacia la Ciudad Santa: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. Lc 13,34s). En estas frases se manifiesta ante todo el amor profundo de Jesús por Jerusalén, su lucha apasionada para lograr el «sí» de la Ciudad Santa al mensaje que Él ha de transmitir, y con el cual se pone en la gran línea de los mensajeros de Dios en la historia precedente de la salvación.
   La imagen de la gallina protectora y preocupada proviene del Antiguo Testamento: Dios «encontró [a su pueblo] en tierra desierta... Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a la niña de sus ojos. Como uno que vela por su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así despliega él sus alas y le toma, lo lleva sobre sus plumas» (Dt 32,10s). Al lado de este texto puede ponerse la hermosa expresión del Salmo 36,8: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los hombres se acogen a la sombra de tus alas».
   Jesús aplica aquí la bondad poderosa de Dios mismo a su propio obrar y a su intento de atraer a la gente. No obstante, esta bondad que protege a Jerusalén con las alas desplegadas (cf. Is 31,5) se dirige al libre albedrío de los polluelos, y éstos la rechazan: «Pero no habéis querido» (Mt 23,37).
   La desdicha que se sigue de esto la indica Jesús de manera misteriosa, pero inequívoca, con una palabra que retoma una antigua tradición profética. Jeremías, ante el mal comportamiento en el templo, había proferido un oráculo de Dios: «Dejé mi casa, abandoné mi heredad» (12,7). Precisamente lo mismo que anuncia Jesús: «Vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,38). Dios se marcha. El templo ya no es aquel lugar donde Él ha puesto su nombre. Quedará vacío; ahora es solamente «vuestra casa».
Estas palabras de Jesús encuentran un paralelismo sorprendente en Flavio Josefo, el historiógrafo de la guerra judía; también Tácito ha recogido esta noticia en su obra histórica (cf. Hist., 5,13). Flavio Josefo habla de acontecimientos extraños ocurridos en los últimos años antes de que estallara la guerra judía: todos anunciaban de modo diferente y preocupante el fin del templo. El historiador menciona siete de estos signos. Quisiera citar aquí sólo el que más se acerca a la palabra amenazadora de Jesús antes mencionada.
   El acontecimiento tiene lugar en Pentecostés del año 66 después de Cristo: «Cuando en la fiesta llamada Pentecostés llegaron los sacerdotes al patio interior del templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a continuación unos gritos: "¡Vamos fuera de aquí!"» (De bello Judaico, VI, 299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía». «¡Vamos fuera de aquí!»: en la forma de la primera persona del plural, típica del hablar bíblico de Dios (cf. p. ej. Gn 1,26), Él mismo anuncia que se irá del templo, dejándolo «vacío». Había en el aire un cambio de alcance universal y de sentido imprevisible.
En Mateo, a la palabra de la «casa vacía» —palabra que no anuncia todavía directamente la destrucción del templo, pero sí ciertamente su fin intrínseco, el cese de su significado como lugar de encuentro entre Dios y el hombre— sigue inmediatamente el gran discurso escatológico de Jesús, con los temas centrales de la destrucción del templo, de la destrucción de Jerusalén, del Juicio final y del fin del mundo. Este discurso, transmitido por los tres Sinópticos con distintas variantes, ha de considerarse tal vez como el texto más difícil de los Evangelios.
   Ello depende, por un lado, de la complejidad del contenido, que en parte se refiere a acontecimientos históricos que ya han sucedido con el paso del tiempo, pero que en gran parte mira también hacia un futuro que va más allá de las realidades temporales y que podemos percibir, y que más bien las lleva a su cumplimiento. Se anuncia un porvenir que supera nuestras categorías y que, no obstante, puede representarse sólo mediante modelos tomados de nuestra experiencia, modelos que son necesariamente insuficientes frente al contenido que se ha de expresar. Así se comprende por qué Jesús, que habla siempre sustancialmente en continuidad con la Ley y los Profetas, explica el conjunto con una trama de palabras de la Escritura en la cual inserta la novedad de su misión, de la misión del Hijo del hombre.
Así, la visión del futuro se puede expresar en buena medida con imágenes de la tradición que quieren llevarnos más cerca de lo indescriptible; pero a estas dificultades del contenido se añaden también todos los problemas de la historia redaccional: precisamente porque las palabras de Jesús pretenden en este caso ser un desarrollo en continuidad con la tradición, y no descripciones del futuro, quienes las transmitieron han podido elaborar ulteriormente estos desarrollos según las circunstancias y las capacidades de entender de sus oyentes, teniendo cuidado en conservar fielmente el contenido esencial del auténtico mensaje de Jesús.
   Este libro no tiene la pretensión de entrar en los múltiples problemas particulares de la historia de la redacción y de la tradición del texto. Quisiera limitarme a destacar tres elementos del discurso escatológico de Jesús en los que se muestran con claridad las intenciones esenciales de esta composición.

1. EL FIN DEL TEMPLO