John Garfield en territorio cheyene - Jordi Cusó Cantavella - E-Book

John Garfield en territorio cheyene E-Book

Jordi Cusó Cantavella

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Beschreibung

Cuando John Garfield y su hermana se quedan huérfanos, la vida les cambia por completo. Tras ser adoptados por una entrañable pareja de ancianos y sobrevivir a un ataque del ejército americano, los hermanos, de nuevo solos, son acogidos por los indios cheyene. Ambientada en la devastadora guerra civil de los Estados Unidos, John Garfield en territorio cheyene es una novela plagada de referencias cinematográficas que gustará a los más jóvenes, pero, especialmente, a los niños y niños de más de cincuenta años amantes del séptimo arte y nostálgicos de los westerns.

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John Garfield en territorio cheyene

JORDI CANTAVELLA CUSÓ

Elpoblet edicions

Colección L’eskuleta, 7

 

 

Diseño de cubierta: elpoblet edicions

Primera edición en elpoblet edicions: 28 de mayo de 2021

© del texto, Jordi Cantavella

© de las ilustraciones, Xavi Roca

© de la edición, elpoblet edicions (Berta rubio, ed.)

© de la traducción, Jordi Cantavella y Berta Rubio

ISBN: 978-84-123951-0-5

Os agradecemos que no reproduzcáis ni total ni parcialmente esta obra ni sus ilustraciones sin la autorización de sus autores.

Muchas gracias.

 

 

 

Demostrad que sois unos grandes conocedores de las historias del Oeste participando en nuestro

Garfield Quiz

www.johngarfield.cat

A mis hijos, Pol y Max

Introducción

En el año 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, mis abuelos escondieron en su casa a un piloto norteamericano que había sido abatido en Francia. Partisanos franceses lo guiaron a través de los Pirineos hasta la frontera española y, después, un grupo de maquis republicanos lo condujeron hasta Barcelona y lo ocultaron en la casa donde había nacido mi padre, junto a la estación de Sants.

Aquel joven se llamaba Frank Garfield y permaneció en el escondrijo durante un par de meses, hasta que fue llevado a un navío de bandera británica del puerto que lo devolvió a Inglaterra para continuar luchando contra las tropas de Hitler.

El tiempo que Frank Garfield permaneció en casa de mis abuelos fue, para mi padre, que entonces tenía once años, inolvidable, ya que aquel muchacho americano —a pesar de que hablaba un castellano algo rudimentario— explicaba las aventuras de su abuelo, John Garfield, que desde pequeño se había visto arrastrado por las circunstancias de su tiempo y de su país, gran parte del cual era un vasto territorio todavía no colonizado, especialmente el oeste, donde los indios aún gozaban de la tierra de sus antepasados, poco antes de ser prácticamente exterminados por el hombre blanco.

Las vivencias de aquel joven interesaron mucho a mi padre y también a mí, cuando él me las narró años más tarde. Para un niño como yo, que me explicasen hechos reales que habían tenido lugar en el Lejano Oeste era todo un lujo pues, cuando era un crío, mis películas preferidas eran las de indios y vaqueros o las de yanquis y confederados. De hecho, cuando jugaba en mi habitación lo hacía con mi fuerte de madera y mis cowboys de plástico, con los que podía pasar horas y horas… Es más, en el momento de escribir estas páginas, tengo más de cuarenta años, pero reconozco que todavía me enzarzaría a jugar si supiera que mi mujer no iba a sorprenderme tocando la corneta del séptimo de caballería… ¡Y es que todo lo que hace referencia al Lejano Oeste tiene sabor a aventura!

Las de los Garfield eran historias en las que aparecían indios y vaqueros, bandidos y piratas, pistoleros y rebeldes, en un escenario que todavía era virgen, inhóspito y peligroso, muy lejano de nuestro hogar y de nuestra cotidianidad.

Una vez llegué a sospechar que aquel piloto aliado idealizaba y exageraba —por no decir directamente que se inventaba— las narraciones de su abuelo, pero mi padre se ofendió cuando le expresé mis dudas y me mostró una fotografía antiquísima, de color sepia, donde aparecía un chico muy joven y una niña al lado de un caballo: los hermanos Garfield.

Entonces quedó del todo claro que los personajes no eran ficticios y pensé que sería una lástima que aquellos sucesos en los que había participado John Garfield cayeran en el olvido. Es por eso que he empezado a recopilar toda la información que es capaz de recordar mi padre y que, gracias a su memoria, he podido escribir este libro.

Algún día tal vez intentaré averiguar si aquel joven piloto de entonces sigue vivo o si ha tenido descendencia. Resultaría magnífico poder ponerse en contacto con él para que nos pudiera continuar explicando todo lo que vivió su abuelo cuando era joven… Tal como piensa mi padre, tengo la sensación de que el espíritu aventurero de John Garfield, el protagonista de este relato, no dejó de ver mundo, ¡por lo que seguro que hay aventuras que ahora mismo desconozco!

Algún día lo investigaré… Aunque debo reconocer que siempre he sido un vago y no sé si lo haré realmente. Tal vez el verano que viene. Ya lo veremos…

J.C.

1

Desde 1861 los Estados Unidos sufrían una devastadora guerra civil que enfrentaba el norte contra el sur. Las heridas que causó aquella conflagración aún hoy en día no han terminado de cerrarse, y todo ello supuso el fin de una época y de una sociedad, y el principio de una nueva era.

Aquel atardecer de julio de 1863, amenazaba con una tormenta en New Bedford, Massachusetts, una población marinera de Nueva Inglaterra. Arreciaba el viento de lluvia que anunciaba el aguacero y las calles estaban desiertas cuando el juez Alfred Newman fue a la casa de los Garfield para darles una noticia terrible: Richard había caído en la batalla de Gettysburg.

De nada sirvió que explicara a su viuda, Janet, que su marido no había sufrido y que había sido un héroe en el campo de batalla; una tristeza inconsolable se apoderó de la viuda a partir de entonces.

John, su hijo, que recientemente había cumplido nueve años, sufría por la pérdida del padre y también por la aflicción de su madre. Sin embargo, sentía un gran orgullo por saber que su progenitor, el capitán Richard Garfield, había perdido la vida por salvar a uno de sus soldados, un sargento que había recibido un impacto de metralla durante un ataque que había resultado desastroso. El herido estaba a tiro de fusil de las líneas confederadas y pedía auxilio desesperadamente, pero nadie se atrevía a salir debido a la fama que tenían los rebeldes de buenos tiradores. El capitán Garfield sí lo había hecho y había salvado al soldado, pero una bala sudista lo había herido fatalmente y había muerto al poco rato.

Tras conocer lo sucedido, John ansiaba hacerse oficial y llegar a ser tan valiente como su padre. En una ocasión, hasta se pintó un enorme bigote con un tapón de corcho chamuscado y se ofreció voluntario en una oficina de reclutamiento, mintiendo sobre su edad y diciendo que ya era apto para el servicio; sin embargo, le vieron el plumero y, con una nada respetuosa carcajada, le informaron que todavía tenía que esperar unos cuantos años y le sugirieron que fuera al colegio o su maestro le daría unos azotes por llegar tarde.

En cuanto a Martha, la hermana pequeña de John, la familia y las amistades pensaron que todavía no era consciente de lo que había ocurrido, ya que tan solo tenía siete años, pero la niña lloraba noche tras noche. Su hermano que la oía, iba a su habitación e intentaba consolarla explicándole que el padre no los había abandonado sino que los esperaba en un lugar muy lejano y que algún día se encontrarían todos otra vez. El niño quería hacer de hombre de la casa porque creía que había llegado el momento de sustituir a su padre e intentaba hacerse el duro; sin embargo, cuando se encontraba de nuevo en su dormitorio y nadie lo veía, también lloraba como el crío que todavía era.

La pena de la madre pronto degeneró en enfermedad y pasaba cada vez más rato en la cama que levantada. Al poco tiempo, se sintió incapaz de llevar a cabo ninguna de sus obligaciones y ninguno de los tres hubiera podido seguir adelante si no hubiera sido por la ayuda de los Parker, un matrimonio amigo de los Garfield, que se hizo cargo de la situación familiar ayudándolos económicamente y también con su afecto, ya que, como si con la muerte del padre Garfield no hubiese sido suficiente, con ella se había agravado la economía de la familia y, de repente, se les terminó la tranquilidad y el bienestar financiero del que habían disfrutado hasta entonces.

Los Parker tenían una hija que se llamaba Eleanor, a quien todos, excepto sus padres, llamaban Lenny. La niña tenía un año menos que John y sentía un cariño muy especial por su amigo. A sus padres no les acababa de gustar que ella jugase como un chico, pero consideraban que, a su edad, no había peligro de que se mezclaran sentimientos «pecaminosos». Ciertamente John la consideraba su mejor amiga y solo la veía de esta manera, es decir, como una niña con la que jugaba a cualquier cosa. Para ella, sin embargo, había algo más…

El hogar de los Garfield era un espléndido caserón típico de Nueva Inglaterra, en cuyo desván los dos hermanos tenían su escondite. Allí jugaban a encantamientos, a exploradores que descubrían nuevos territorios en el sudoeste, a piratas… A menudo Lenny Parker, que normalmente quería hacer el papel de reina cuando John hacía de rey, participaba en aquellos juegos; y es que Lenny estaba convencida de que, con los años, se acabarían casando. De hecho, un día se lo hizo saber y él, como única respuesta, enrojeció como un tomate maduro y durante un tiempo se sintió algo incómodo con su amiga, hasta que olvidó aquella extraña propuesta que le había parecido obscura y misteriosa. A él le gustaba jugar con la chica y tenerla cerca, pero había algunos asuntos que, según él, pertenecían al mundo de los adultos y no quería pensar en ellos.

Mientras que los hermanos Garfield tenían el pelo castaño y eran de un físico muy parecido (solo se diferenciaban un poco por el color de los ojos, que en el caso de John eran marrones y, en el de Martha, verdes), Lenny era una niña pelirroja de transparentes ojos azules, con labios carnosos y una cara llena de pecas que resultaban el preludio de una futura dama de gran belleza, aunque John todavía no era consciente de dicha posibilidad. La niña era divertida y osada, lo seguía en todas sus travesuras, y con eso le bastaba.

De hecho, a él le hubiese gustado tener más amigos de género masculino para poder jugar a batallas y poder derrotar a los rebeldes, pero curiosamente las amistades de su familia solo tenían niñas de su edad (los chicos eran o demasiado pequeños o ya se estaban dejando matar en la guerra civil). Así que, para convertirse en alguien tan valiente como su padre, practicaba con Martha y Lenny, que querían ser tan valientes como él y participaban o eran testigos de todas las pruebas que se proponían para demostrar su arrojo. Habían empezado con proezas tan inofensivas como romper algunos cristales de las ventanas de la casa de los Bellamy —una vieja y destartalada mansión que, según se decía, estaba habitada por fantasmas— o robar fruta en algunos huertos vecinos. Aunque esto último lo habían dejado correr, ya que la última expedición que habían realizado en los campos del viejo O’Hara había estado a punto de terminar como una tragedia griega. Ese día, mientras John y Lenny cogían manzanas de uno de los árboles, Martha vigilaba que no los pillaran, pero la pequeña se había distraído recogiendo flores y no había visto que el propietario salía de la casa, por lo que este los había sorprendido en plena fechoría. El anciano irlandés, harto de pequeños ladronzuelos, les había lanzado los perros y los dos amigos no se habían dado cuenta de nada hasta que prácticamente tenerlos encima y habían tenido que huir de manera precipitada abandonando el botín. John había podido saltar la valla, pero a Lenny se le había enganchado la falda en un clavo, había quedado atrapada y el chico había tenido que volver a saltar para ayudarla. Tras ponerla a salvo al otro lado de la valla, había sentido un tirón en su retaguardia y un terrible dolor justo en aquella parte del cuerpo que todos utilizamos para sentarnos… La aventura había terminado con las posaderas de John cosidas a dentelladas y, por si no fuera poco, mientras huían hacia casa, John había tenido que soportar el dolor que le producía la mordedura y el dolor del orgullo herido, ya que durante todo el trayecto había sido el blanco de las burlas de ambas niñas, que imitaban su caminar.

—Jamás pienso volver a jugar con vosotras —había gritado hecho un mar de lágrimas.

—Culo de mona, culo de mooona —habían cantado ellas al unísono sin mostrar ninguna misericordia.

—La culpa es tuya, Eleanor. —El muchacho había acusado a su amiga utilizando el nombre completo de la chica a sabiendas de que a ella no le gustaba.

—Culo de mona, culo de mooona…

—Si no te hubieras enganchado la falda en la valla, no tendría que haber vuelto a saltar y no me habrían mordido el…

—… culo de mona, culo de mooona…

El joven Garfield había tenido que permanecer inmovilizado durante unos días a causa de los daños sufridos y no había podido sentarse dignamente hasta al cabo de una semana, tiempo que había invertido planear su venganza…

A su hermana, mientras dormía, le había pintado con un pincel puntitos rojos en la cara y las manos. Al despertar, levantarse y verse reflejada en el espejo, Martha había gritado de tal manera que todos se habían puesto en pie de guerra y en el pueblo casi tocan las campanas de alarma creyendo que las tropas confederadas estaban a punto de entrar. Tras la visita del doctor Cooper se había descubierto que las manchas no eran síntoma de ninguna enfermedad infecciosa.

Resultado: cuatro días castigado sin poder salir de su habitación.

El tiempo iba pasando y la guerra arrancaba de sus hogares a más jóvenes que nunca más iban a volver. A pesar de ello, parecía que los cañones pronto dejarían de escupir fuego y metralla, lo que no acababa de gustar a John, que deseaba tener la edad necesaria para ir a combatir al enemigo que le había arrebatado a su padre.

También en este periodo, la salud de Janet empeoró a causa de su melancolía enfermiza, y la señora Parker iba cada vez más a menudo a la casa de los Garfield para cuidar a su amiga. Siempre la acompañaba su hija Lenny y, como la casa era muy grande, no era extraño que se quedaran a dormir, sobre todo cuando el estado de la señora Garfield era alarmante. En aquellas ocasiones, John, Lenny y Martha esperaban a que todos estuviesen dormidos para subir al desván y seguir con sus aventuras.

Una noche estaban los tres en su escondrijo contemplando cómo caía la lluvia. Lenny tenía miedo de los relámpagos y John se sentía encantado de hacerse el hombre ante ella y de fingir que, a él, los relámpagos no le asustaban.

—Espero que no se despierte con los truenos —dijo preocupado mientras miraba detrás de sí, junto a la puerta, donde había amontonadas unas grandes cajas de madera.

—¿Tenéis una rata? —preguntó Lenny angustiada.

—No, es la bruja que mi padre trajo de Inglaterra —respondió John como si hablara de alguien conocido—. Duerme en una de esas cajas.

—No digas mentiras —le recriminó Lenny.

—No es ninguna mentira —le respondió él supuestamente ofendido—. ¿Verdad que no, Martha?

—Es verdad —aseguró la hermana siguiendo el juego.

—Os burláis de mí.

—¿Quieres tocarla? —le ofreció él.

El chico le explicó que tenían que vendarle los ojos para hacerlo, ya que, si miraba a la bruja y a ella no le gustaba, la podría convertir en un perro salchicha. Lenny no acababa de verlo claro. No se fiaba de John, pero no tenía motivo para dudar de Martha, así que aceptó.

—Pero no me hagáis daño, ¿eh?

—No te preocupes —la tranquilizó él—, yo guiaré tu mano y te explicaré lo que vas tocando. Si le gustas, ella te permitirá que la veas y te enseñará muchas cosas, cuenta historias muy interesantes…

—No creo una sola palabra, sin embargo…

Los Garfield le vendaron los ojos mientras ella se reía de la situación. Entonces Martha se colocó ante ella, John tomó una de las manos de Lenny y le hizo palpar las diferentes partes del cuerpo de su hermana fingiendo que se trataba de la bruja.

—Esto que le tocas ahora son los brazos… esto, los hombros… ahora le estás tocando una oreja… ahora, la nariz…

—Os estáis riendo de mí, estoy tocando a Martha.

—Ahora le tocas los labios —continuó John—. Ahora los cabellos, ahora la otra oreja y ahora… ¡un ojo!

Inmediatamente, John hizo que dos de los dedos de Lenny perforasen con violencia y con fuerza un tomate maduro.

Si los gritos que había soltado Martha unos días antes habían puesto en pie de guerra a medio pueblo, los alaridos histéricos de Lenny despertaron a todos los habitantes de New Bedford, asustaron a los caballos de todo un escuadrón de caballería que pasaba a tres kilómetros yendo hacia el sur y mataron de un infarto a un búho que había en el tejado y que tomaba el fresco.

Resultado: diez días castigado sin poder salir de la habitación.

Una vez pasado el periodo de reclusión, decidió que ya iba siendo hora de firmar la paz con su amiga, pero ella no quería dirigirle la palabra. Y su hermana tampoco, porque Martha había creído que todo aquello de la bruja tan solo era un juego nada más, y no se había imaginado ni de lejos que habría un tomate por el medio.

Al cabo de un tiempo, una noche, John oyó ruido en el desván y, como le costaba dormirse, subió y se encontró con Lenny que miraba por la ventana.

—¿Todavía estás enfadada conmigo? —preguntó al situarse junto a ella.

La niña no respondió, se limitaba a contemplar la oscuridad que reinaba en el exterior. Él, que no sabía qué decir, creyó que, si le proponía otra aventura, tal vez su amiga se animaría un poco.

—Esto… en lugar de romper cristales en la casa de los Bellamy, deberíamos entrar para explorar. ¿Qué te parece? —propuso.

—Me parece que eres un estúpido y un majadero —respondió Lenny antes de arrearle una bofetada y levantarse sollozando para salir del desván llorando y dando un portazo.

John no entendía nada de nada.