Juegos letales - Angela Marsons - E-Book

Juegos letales E-Book

Angela Marsons

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Beschreibung

Los muertos no cuentan sus secretos..., hasta que los escuchas. La chica con el rostro destrozado y la boca llena de tierra se ha quedado viendo, sin mirarlo, el cielo azul. Cientos de moscas revolotean sobre sus restos sanguinolentos. El centro de investigación Westerley no es para pusilánimes. Como la «granja de cadáveres» que es, se dedica a investigar la descomposición del cuerpo humano; así que sus huéspedes son despojos en diversos estados de putrefacción. Pero, cuando la detective Kim Stone y su equipo descubren el cadáver reciente de una joven, todo parece indicar que un asesino ha encontrado el lugar perfecto para sepultar sus crímenes. Entonces aparece una segunda chica. La han dado por muerta después de atacarla. La han drogado y tiene la boca llena de tierra. Para Kim Stone y su equipo, está claro que hay un asesino en serie; pero, ¿cuántos cuerpos llegarán a descubrir? ¿Quién será la siguiente? La reportera local Tracy Frost desaparece. Las apuestas se elevan. El pasado parece ser la clave que abrirá los secretos del asesino, pero ¿podrá Kim descubrir la verdadera historia antes de que una mente dañada y retorcida se cobre otra víctima?

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Juegos letales

Juegos letales

Título original: Play Dead

© Angela Marsons, 2016. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna

ISBN: 978-87-428-1209-9

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Dedicatoria

Este libro está dedicado a mi madre y a mi padre, Gill y Frank Marsons, cuyo orgullo y aliento siguen inspirándome.

Gracias por compartir conmigo este viaje y por ayudarme a hacerlo divertido.

Os amo.

Prólogo

Old Hill, 1996

Antes de tocarla, ya sabía que estaba muerta. La toqué, de todos modos.

La piel se sentía fría al tacto mientras yo deslizaba un dedo por su antebrazo. Mi dedo se detuvo en el lunar que tenía en el codo. Nunca más se agrandaría al moverse. Nunca más lo miraría en esos brazos que venían hacia mí, a envolverme con su calor.

Acaricié delicadamente el costado de su rostro. No hubo respuesta, así que acaricié la piel con más fuerza, pero sus ojos seguían fijos en el techo.

—No me dejes —dije, sacudiendo la cabeza, como si al negarlo pudiera tornarlo falso.

No podía imaginar mi vida sin ella. Habíamos estado solas por un tiempo muy largo.

Para cerciorarme, contuve la respiración y observé su pecho. Quería descubrir si podía hincharse. Conté hasta veintitrés antes de que el aliento se me escapara. Su pecho no se movió. Ni una sola vez.

—¿Qué tal si pongo la tetera, madre? Podemos salir a jugar nuestro juego favorito. Prepararé todo —le dije, mientras mis lágrimas comenzaban a caer—. Madre, despierta —grité, y le sacudí con fuerza el brazo—. Por favor, mamá, no quiero que te vayas. Creí que sí quería, pero no era cierto».

Todo su cuerpo se meció con la fuerza de mi empujón. Su cabeza se derrumbó sobre la almohada y, por un momento, pensé que estaba diciéndome que no. Pero, en cuanto me detuve, ella también se detuvo. Su cabeza bamboleante fue lo último en quedarse quieto.

Me puse de rodillas, sollozando en su mano, con la esperanza de que mis lágrimas hicieran un prodigio. Deseé que sus músculos se flexionaran, anhelé que la mano se cerrara; que esos dedos me peinaran el cabello.

Cogí su mano sin vida y me la puse en la cabeza.

—Venga, madre, dilo —le dije mientras meneaba la cabeza bajo sus quietos dedos—. Dime... Dime que soy tu mejor pequeña en todo el mundo.

Capítulo uno

Black Country, hoy

Kim se agazapó tras el contenedor con ruedas. Tras quince minutos en la misma postura, empezaba a perder la sensibilidad en los muslos.

Metió la cara en la chaqueta y habló.

—Stacey, ¿sabes algo de la orden judicial?

—Todavía no, jefa —escuchó a través del pinganillo.

Kim gruñó.

—No me voy a quedar aquí toda la vida, colegas.

Con el rabillo del ojo miró a Bryant, que negaba con la cabeza. El hombre estaba encorvado sobre el capó abierto, justo enfrente de la vivienda que tenían por objetivo.

Confiaba en que Bryant fuera la voz de la razón. La natural cautela del detective dictaba que todo se hiciera de acuerdo con las reglas, y ella estaba de acuerdo. Hasta cierto punto. Sin embargo, todos sabían lo que estaba sucediendo en esa casa. Y hoy mismo tenía que terminar.

—¿Quieres que me acerque más, jefa? —preguntó Dawson, ansioso, en su oído. Ella estuvo a punto de responderle con una negativa cuando la voz de Dawson volvió a surgir por el pinganillo—. Jefa, un hombre blanco de Europa del Sur se aproxima desde el otro lado de la calle. —Breve pausa.— Uno setenta de estatura, pantalones negros y camiseta gris sin mangas.

Kim retrocedió otro poco. Estaba a dos edificios del blanco, encajonada entre el contenedor de basura y un arbusto de hortensias, pero no podía arriesgarse a que la descubrieran. Por ahora, contaban con el elemento sorpresa, y no quería que eso cambiara.

—¿Puedes identificarlo, Kev? —preguntó dentro de su chaqueta. ¿Sería algún conocido?

—Negativo.

Cerró los ojos y deseó que el personaje pasara de largo. No necesitaban un tercer hombre en la casa. Por ahora, los números estaban de su lado.

—Ha entrado, jefa —dijo Bryant desde el otro lado de la calle.

Maldita sea. Eso solo podía significar una cosa: se trataba de un cliente.

Pulsó otra vez el botón del micrófono. ¿Dónde estaba la maldita orden judicial?

—¿Stace?

—Nada, todavía, jefa.

Oyó el intercambio de saludos entre los dos hombres poco después de que se abriera la puerta de la casa.

Kim sintió que la sangre le subía por todo el cuerpo. Cada uno de los músculos que era capaz de reconocer por nombre la compelía a saltar hasta la puerta principal, irrumpir en el interior, esposar a los ocupantes, ponerlos bajo advertencia... y preocuparse después por el papeleo.

—Jefa, solo dales un minuto —dijo Bryant bajo el capó.

Él era el único que sabía, con toda exactitud, lo que ella estaba pensando.

Kim pulsó el botón de la radio sin decir nada, solo como acuse de recibo.

Si entraban al recinto sin una orden judicial, el caso probablemente no llegaría nunca a los tribunales.

—¿Stace? —preguntó otra vez.

—Nada, jefa.

Kim podía percibir la desesperación. Sabía que Stacey estaba tan ansiosa por darle la respuesta que esperaba como ella por oírla.

—Vale, compañeros, pasaremos al plan B —dijo por el micrófono.

—¿Cuál es el plan B? —preguntó Dawson.

La verdad era que no tenía ni idea.

—Simplemente, seguir el juego —dijo ella, enderezándose.

Escapó de las garras del arbusto de hortensias y devolvió la vida a sus extremidades inferiores. Se sacudió la tela de los vaqueros de lona negra, por si tuvieran adherida savia de las flores.

Caminó resueltamente hacia el frente de la casa, a lo largo de la acera, como si no acabara de salir sigilosamente del jardín vecino. Mientras avanzaba, iba escondiéndose el alambre del pinganillo entre el cabello.

Sí, la orden judicial era inminente, pero lo más probable es que ese hombre fuera un cliente, y esa era una idea que simplemente no podía soportar.

Se situó un poco de lado, de modo que el auricular no se viera desde la entrada.

Llamó a la puerta y puso en sus labios una sonrisa forzada. Bryant siseó en el auricular, que seguía siendo audible entre su cabello.

—Jefa, ¿qué diablos...?

Se llevó un dedo a los labios en señal de silencio mientras oía los pasos que se acercaban por el pasillo.

Ashraf Nadir abrió la puerta.

Kim mantenía un gesto neutral, como si no hubieran estado vigilando cada movimiento de este hombre durante las últimas seis semanas.

El tipo frunció el ceño de inmediato.

—Hola. ¿Podría ayudarnos? Nos hemos quedado por ahí —dijo, señalando hacia Bryant—. Mi esposo dice que debe de ser algo muy complicado, pero yo creo que no es más que la batería.

Él miró sobre el hombro de Kim y Kim miró sobre el suyo. Los otros dos hombres charlaban en la cocina. Un fajo de billetes pasó del uno al otro.

Ashraf comenzó a negar con la cabeza.

—No, lo lamento... —dijo con un acento muy cerrado. Ashraf Nadir había llegado de Irak hacía apenas seis meses.

—¿Podría prestarme unos cables para hacer la prueba?

Volvió a mover la cabeza de un lado al otro. El hombre retrocedió y Kim pudo ver que la puerta principal se cerraba frente a ella.

—Señor, ¿está seguro...?

La puerta seguía cerrándose.

—La tengo, jefa —gritó la voz de Stace en su oído.

Kim metió el pie derecho en la abertura y se lanzó contra la puerta. Sintió una ráfaga de aire en el momento en que Bryant se materializó a su lado.

—Ashraf Nadir, somos de la policía y tenemos una orden de registro...

Kim sintió que la puerta principal cedía. La abrió por completo y vio a Ashraf atravesar la casa y chocar con los otros dos ocupantes como si fueran bolos.

Se lanzó hacia él, que salía por la puerta trasera.

El jardín estaba cubierto de una densa vegetación. A la derecha, un viejo sofá, apoyado en una verja rota, sobresalía de entre las matas. Ashraf corrió a través del jardín. Kim iba detrás, apartando las altas hierbas que trataban de enredarse en sus tobillos.

Ashraf se detuvo por un instante, mirando alrededor con desesperación.

Sus ojos se fijaron en un cobertizo parcialmente eclipsado por la hiedra silvestre.

Saltó sobre un balde y arrastró los pies en el ladrillo, en busca de tracción. Kim saltó desde el suelo y, por pocos centímetros, no alcanzó a cogerlo de los pies.

—Maldita sea —gruñó. Se puso a trazar la ruta del hombre, paso por paso.

Cuando ella por fin consiguió trepar al techo del cobertizo, Ashraf ya se deslizaba por el otro lado.

Kim tuvo la sensación de que estaba perdiendo terreno, y lo mismo sintió él. Una sonrisa empezó a dibujarse en esos delgados labios mientras el rostro se perdía de vista.

Ese aire de triunfo fue la mecha que prendió toda la determinación de la detective.

Le tomó apenas un segundo examinar el jardín adonde Ashraf había saltado, lo suficiente para avizorar algo que él no había advertido.

Era un espacio abierto, perfectamente ordenado, con un césped podado con cortaúñas y un patio pavimentado. El lado derecho daba al siguiente inmueble.

El lado izquierdo estaba protegido por una cerca de un poco más de dos metros de altura coronada por una concertina. Pero enfrente de esa cerca había un par de cosas mucho más interesantes.

Kim se sentó en el cobertizo, con los pies colgando por el borde. Y aguardó.

Dos pastores alemanes llegaron rodeando el edificio y Ashraf se quedó de piedra.

Por el auricular, Kim oyó la voz de Bryant.

—Jefa, ¿dónde estás?

—Mira detrás —respondió al micrófono.

—Mmm, jefa, estás sentada sobre el cobertizo.

Los poderes de observación de Bryant nunca dejarían de sorprenderla.

A sabiendas de que su sospechoso principal no iría a ningún lado, sus pensamientos viraron de inmediato al motivo de que esa mañana de domingo estuvieran haciendo una redada.

—¿Lo tienes? —preguntó ella.

—Afirmativo —respondió él.

Kim dejó las manos descansar sobre sus muslos y se quedó mirando a los perros, uno marrón y otro negro, que avanzaban hacia Ashraf, reclamando su territorio.

Él comenzó a alejarse de los animales, con el cuerpo desesperado por huir y la mente buscando alguna posible ruta de escape.

—¿Necesitas ayuda allá arriba, jefa? —crujió la voz de Bryant en su oído.

—Na, bajo en un minuto.

Ashraf retrocedió otros dos pasos y se giró hacia ella.

Kim le hizo un breve saludo con la mano.

Los pastores alemanes le recortaron esos dos pasos.

Aunque se movían lentamente, sus intenciones se manifestaban en la mirada llena de concentración y en la tirantez del cuello.

Ashraf miró otra vez a los perros y decidió que lo que más le convenía era medirse con Kim.

Giró media vuelta y corrió hacia ella. El movimiento brusco desató la agresión reprimida en los perros, que salieron ladrando a perseguirlo. Kim extendió la mano derecha y tiró de él hasta ponerlo a salvo.

Los perros saltaron y ladraron. No le mordieron los talones por muy pocos centímetros.

El hombre a quien tenía sujeto no se parecía en nada al que le había abierto la puerta principal.

Ella podía sentir el temblor de todo su cuerpo trasmitirse a través de la delgada muñeca.

Su frente estaba salpicada de gotas de sudor. Su respiración era agitada y afanosa.

Kim se llevó la mano izquierda al bolsillo trasero y esposó la mano derecha del hombre antes de que este tuviera la oportunidad de recuperar el temple. Ya no había ninguna necesidad de perseguirlo.

—Ashraf Nadir, queda usted arrestado bajo sospecha de secuestro y encarcelamiento ilegal de Negib Hussain. No es necesario que diga nada, pero podría perjudicar su defensa si en los interrogatorios no mencionara algo que usará después en la corte. Cualquier cosa que diga podrá usarse como prueba.

Lo giró sobre el cobertizo hasta ponerlo de frente a la casa.

Bryant, con todo su metro ochenta y tres, esperaba con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada.

—¿Ya terminaste, jefa?

Acercó a Ashraf al borde. Habría estado encantada de empujarlo, pero el código de conducta desaprobaba la violencia gratuita contra los sospechosos detenidos.

Hizo presión sobre su hombro y lo obligó a sentarse.

—¿Ya está prevenido? —preguntó Bryant, mientras ayudaba al hombre a bajar al suelo.

Ella asintió. El techo de un cobertizo de jardín no era el lugar más extraño donde ella hubiera hecho un arresto, pero probablemente estaría entre los cinco primeros.

Bryant prendió a Ashraf por las esposas y le dio un empellón.

—¿Qué lo hizo detenerse?

—Dos pastores alemanes.

Bryant la miró de reojo.

—Sí, quizás yo hubiera preferido arriesgarme con los perros.

Kim no le hizo caso y se adelantó a atravesar la puerta trasera.

El segundo objetivo y el cliente estaban esposados y bajo la vigilancia de Dawson y dos policías de uniforme.

Ella miró a Dawson con ojos interrogantes.

—Sala de estar, jefa.

Kim asintió y salió al pasillo por la siguiente puerta.

Stacey estaba en el sofá, a unos buenos cuarenta centímetros de un niño de trece años. Bajo la chaqueta de Bryant, que lo hacía parecer un pequeño disfrazado, el chico vestía solo con unos calzoncillos y una camiseta.

Tenía la cabeza agachada y las piernas juntas. Sollozaba en silencio. Kim le miró los dedos, que se retorcían unos con otros.

Le cubrió las manos con las suyas.

—Negib, ya estás a salvo, ¿entiendes?

El niño tenía la piel fría y húmeda.

Kim cogió las manos del niño, una en cada una de las suyas, para contener sus temblores.

—Negib, tengo que llevarte al hospital. Después buscaremos a tu padre...

La cabeza se levantó y comenzó a sacudirse. En los ojos del niño asomaba la vergüenza. Kim sintió que su propio corazón estaba a punto de desmoronarse.

—Negib, tu padre te quiere mucho. Si no hubiera sido tan insistente, no estaríamos aquí en este momento. —Respiró hondo y lo obligó a mirarla a los ojos.— No ha sido tu culpa. Nada de esto ha sido culpa tuya y tu padre lo sabe.

Podía notar el valiente esfuerzo del niño por contener las lágrimas. A pesar del dolor, la humillación, el miedo que estaba sintiendo, este niño no quería romper a llorar.

Kim recordaba a otra niña de trece años que se había sentido exactamente igual.

Extendió la mano y le tocó suavemente la mejilla. Pronunció las palabras que en aquel entonces había anhelado escuchar.

—Cariño, todo saldrá bien, te lo prometo.

Esas palabras desencadenaron un torrente de lágrimas, acompañadas de fuertes sollozos. Kim se inclinó y lo atrajo hacia sí.

Lo miró por encima de la cabeza, pensando: «Venga, cariño, solo déjalo salir».

Capítulo dos

Jemima Lowe sintió unos puños cerrarse en sus tobillos.

Con un movimiento repentino, la sacaron de la pequeña furgoneta. Su espalda aterrizó en el suelo, y después, su cabeza. El dolor se le disparó por todo el cráneo como el estallido de una estrella en la oscuridad. Por unos cuantos segundos, no pudo ver otra cosa que los fragmentos de su dolor.

Por favor, solo déjame ir, expresó en silencio, puesto que su boca era incapaz de moverse.

Sus músculos y su cerebro eran entidades separadas. Las extremidades habían dejado de obedecerla. La mente gritaba mensajes, pero el resto del cuerpo no la escuchaba. Podía correr medio maratón con toda facilidad. Podía cruzar de ida y vuelta el canal de la Mancha a nado. Podía recorrer en bicicleta la distancia de un triatlón, pero, en este momento, no era capaz ni de cerrar un puño. Maldijo su propio cuerpo por abandonarla y sucumbir a la droga que devastaba su sistema.

Sintió que giraban su cuerpo sobre el suelo. La grava mordió la parte de su espalda que el top, al subirse, le había dejado al descubierto.

Arrastraban su cuerpo por los tobillos. Se imaginó por un momento a un cavernícola que llegaba a la casa familiar remolcando el cadáver de un animal recién sacrificado.

La textura cambió debajo de ella. Hierba. Su cabeza rebotaba mientras de su cuerpo tiraban unas manos invisibles. El ángulo también cambió. La arrastraban cuesta arriba. Su cabeza cayó de lado y golpeó una pequeña piedra con la mejilla.

Envió a las manos la instrucción de agarrarse al suelo. Sabía que su única oportunidad era retrasar todo esto. Era su única manera de vivir.

Su pulgar y su índice estuvieron a punto de agarrarse a un pequeño puñado de hierba, pero se resbalaron cuando los demás dedos se negaron a obedecer. Sabía que las drogas estaban metidas muy profundamente en su sistema. De sus ojos brotaron lágrimas de frustración. Tenía la certeza de que estaba a punto de morir, y también sabía que no podía evitarlo.

Un jadeo de esfuerzo de su captor rompió el silencio cuando la pendiente se hizo más empinada y el ángulo de su cuerpo cambió.

«Por favor, solo déjame ir», rezó otra vez. Sus pensamientos se hacían más agudos, pero los músculos se negaban a seguirlos.

Su cuerpo se detuvo. Estaba nivelado. Las piernas alineadas con la espalda.

—Quieres que me detenga, ¿no es así, Jemima?

Ahí estaba la voz. La única voz que había oído en las últimas veinticuatro horas.

Le heló los huesos.

—Yo quería que pararas, Jemima, pero tú no.

Jemima ya había tratado de explicarse; sin embargo, no había encontrado las palabras adecuadas. ¿Cómo descifrar los sucesos de aquel día? En su mente, la verdad sonaba terriblemente inadecuada; una vez fuera de su boca, sonaba mucho peor.

—Una de vosotras me puso un calcetín en la boca para que yo no pudiera pedir ayuda a gritos.

Ella quería disculparse; pedir perdón por algo que no había hecho. Había pasado la mayor parte de su vida adulta huyendo del recuerdo de ese día. Pero no había funcionado. Nunca. Ese estigma estaba siempre con ella.

«Por favor, solo déjame explicártelo», gritaba su mente a través del entumecimiento. Estaba segura de que, con un solo minuto que le dieran para pensarlo, podría decir lo correcto.

Se las arregló para abrir la boca. Pero, antes de conjurar las fuerzas necesarias para hablar, le metieron algo a través de los labios. Su lengua reculó ante la sustancia seca y espesa.

—Lo único que oigo cuando me voy a dormir es el sonido de tu risa.

Otro puñado de tierra entró en su boca. Pudo sentirlo descender y obstruir sus vías respiratorias. Dentro de su garganta se preparaba un grito que no encontraba salida.

—Nunca más volveré a oír tus risas.

Otro puñado de tierra y la palma de una mano comprimiéndole el rostro. Las mejillas se le hincharon mientras la tierra trataba de reorganizarse para encontrar espacio. La única salida era escapar a través de la garganta.

Podía sentir que el aliento abandonaba su cuerpo.

Quiso desembarazarse de la mano que le cubría la boca. En su imaginación, el movimiento había sido fuerte y contundente. Surgió como un meneo lastimoso.

—¿Y luego me sujetaste, verdad Jemima?

«¿Eso sintió él?», se preguntaba mientras su cuerpo luchaba por respirar.

Podía sentir que la vida se le escurría e iba a dar al suelo. Su mente gritaba las protestas que su cuerpo era incapaz de expresar.

Por un segundo, la mano se movió y Jemima tuvo la fugaz esperanza de que todo había terminado.

Algo la golpeó en el centro de la cara. Oyó el ruido de un hueso que se rompía un segundo antes de que el dolor explotara por toda su cabeza. La sangre brotó de su nariz y cayó en cascadas sobre sus labios.

La agonía viajó hasta su boca, obligándola a llorar, a pesar de que no podía articular ningún sonido. Eso hizo que más tierra atravesara su garganta.

El reflejo nauseoso trató de expulsar la tierra cuando Jemima comenzó a asfixiarse. Intentó tragar el material árido, pero se le pegaba a los lados de la garganta como alquitrán recién vertido.

Las lágrimas saltaban de sus ojos mientras trataba de encontrar un resquicio de aliento en algún lugar de su cuerpo.

El segundo porrazo aterrizó en su mejilla.

La mente de Jemima gritaba de agonía.

Se retorció en el suelo. Sus gritos de terror quedaban retenidos en la tierra.

El tercero le dio en la boca. Los dientes se salieron de las encías.

Cada centímetro de su cuerpo sucumbía al dolor mientras la voz calmada llegaba otra vez a ella.

—No volveré a ver tu rostro en mis sueños.

Tuvo un último pensamiento antes de que la oscuridad se apoderara de ella.

«Por favor, déjame morir.»

Capítulo tres

Kim llamó una vez antes de entrar en los dominios de su superior, el inspector jefe de detectives Woodward, cuyo despacho estaba en un rincón del tercer piso de la comisaría de Halesowen.

El hombre tenía el auricular del teléfono fijo en la oreja. Una leve molestia ya moldeaba sus rasgos antes de que, abruptamente, diera por terminada la conversación telefónica.

—¿No te sentías con ánimos de escuchar la palabra «entra»? —gruñó.

—Ejem, usted pidió verme, señor —dijo ella. No era como si no supiera que venía.

Él consultó su reloj.

—Hace casi una hora.

—¿De verdad? ¿Tanto?

Ella se situó detrás de la silla que estaba frente al escritorio.

El inspector jefe se sentó y le ofreció una expresión que ella, con las mejores intenciones, habría adivinado que era una sonrisa. Pero no apostaría su casa a eso.

—Te felicito por los resultados positivos de ayer en el caso de Ashraf Nadir. Si no hubieras machacado tanto en que había más gente involucrada en ese anillo de prostitución, jamás habríamos dado con esa segunda casa.

Kim aceptó el halago. Woody se las había arreglado para resumir todo el obstinado esfuerzo de la detective en una sola oración. Si no recordaba mal, cuatro veces había pedido que la dejaran investigar a Ashraf Nadir después de que lo viera charlar con un hombre sospechoso de estar envuelto en el publicitado caso de Birmingham. No había llegado a acampar fuera del despacho de Woody, pero había estado a punto de comprar la carpa.

Retrocedió un paso para marcharse.

—Todavía no, Stone. Tengo un par de preguntas.

Vaya, si tan solo la hubiera llamado a su despacho para darle unas palmaditas en la espalda. Cuando se dio cuenta de que las declaraciones completas de su equipo acerca de la redada Nadir estaban cuidadosamente apiladas en el escritorio, ya era demasiado tarde.

Él se colocó en la nariz las gafas de lectura, tomó el testimonio que estaba arriba y levantó la primera página. Era un gesto innecesario, pues, como bien sabía Kim, ya tenía las preguntas bien formuladas en la cabeza.

—Quiero que me aclares cuánto tiempo pasó entre la recepción de la orden de registro y tu entrada en la casa de Nadir.

—Fue algo insignificante, señor —respondió con toda franqueza.

—¿Minutos o segundos? —preguntó.

—Segundos.

—¿Una cantidad de dos cifras o de una sola? —insistió mientras se quitaba las gafas y se la quedaba mirando fijamente.

—De una.

Colocó las gafas sobre el escritorio.

—Stone, ¿la orden judicial estaba en vigor cuando entraste en la casa?

No dudó en responder:

—Sí, así fue.

No añadió la palabra apenas. También decidió que sería mejor no explicarle que, de cualquier modo, habría entrado. Tendía a meterse en demasiados embrollos por sus juicios impetuosos. Ni hablar de las veces en que fallaba por poco, que eran toda una historia.

Él la miró suspicaz por unos cuantos segundos antes de dar golpecitos con los dedos en la pila de declaraciones.

—Fuera de eso, todo compacto —dijo. Ella asintió y, de nuevo, retrocedió unos cuantos pasos hacia la puerta. —Tanto es así, que creo que tú y tu equipo se han ganado un pequeño presente.

Kim entrecerró los ojos y abrió bien los oídos. Ahora, la suspicaz era ella.

—¿Recuerdas que fuiste informada acerca de las instalaciones de Wall Heath? —preguntó él.

Ella asintió.

—¿Donde se hacen los estudios forenses? Por supuesto.

Todo el mundo, hasta el nivel de inspector detective, recibió información desde que las operaciones del lugar se pusieron en marcha. Llamaban a ese lugar Westerley, y su objetivo era el estudio del cuerpo humano después de la muerte.

Kim se preguntaba si la temperatura de mediados de julio estaría afectando a su jefe. En apariencia, el calor de veintitrés grados únicamente lo había impulsado a aflojarse los puños de la camisa, pero quizás se estaba derritiendo por dentro.

Cerrar casos no era como jugar a los bolos. Si alcanzabas a resolver uno, ese no derribaba a los demás. Había muchos otros asuntos diseminados por los escritorios de los miembros de su equipo, y Woody lo sabía.

—Señor, ¿tenemos alguna posibilidad de diferir esto? —preguntó—. Mi equipo tiene seis nuevos casos que han llegado durante el fin de semana.

Una vez más, el gesto casi sonriente apareció en la cara del hombre.

—No, Stone. He estado esperando esta oportunidad por unas cuantas semanas, pero he tenido que diferirla mientras el asunto de Nadir estaba vivo. Hoy te irás de viaje.

Había aprendido a aceptar las situaciones en que su jefe era inamovible. Ahora elegía sus batallas con mayor sabiduría. De cualquier modo, tenía que hacer un último intento.

—¿Hay alguna razón particular por la que en este momento...?

—West Mercia ha resuelto dos casos fríos en el último mes basándose en investigaciones de Westerley —dijo. Su mirada no dejó en Kim la menor duda de que la discusión había terminado.

Ya estaban en camino.

Capítulo cuatro

El equipo se comprimió en el Golf de diez años. Si lo traía consigo era porque había dejado a Barney en la peluquería canina. Por lo general, su Kawasaki Ninja le daba todo el espacio necesario.

Bryant desenvolvió su metro ochenta y tres en el asiento delantero, mientras Stacey y Dawson se acomodaban en la parte de atrás.

—Abrochaos el cinturón, chicos —dijo Bryant sobre el hombro.

—Maldita sea, Kev. Muévete un poco, ¿podrás?

—Por Dios, Stace, tienes sitio de sobra.

Kim condujo el coche fuera del aparcamiento mientras Dawson y Stacey seguían discutiendo.

—Parad, vosotros dos... —dijo Bryant. Por suerte, él pondría un poco de orden antes de que Kim tuviera que hacerlo—. Espero que los dos hayáis ido al baño antes de subiros al coche.

Dawson refunfuñó y Stacey reprimió una risita.

—Oye, Bryant —dijo Dawson, inclinándose hacia delante—. ¿Nos trajiste a todos un paquete...?

—Una maldita palabra más —espetó Kim— y os iréis a pie. Todos. Esto no es una excursión del cole al zoológico.

En las oficinas tenía, al menos, la posibilidad de refugiarse en el Tazón, que era como llamaban al pequeño despacho que ella tenía en un rincón de la sala de su brigada en el Departamento de Investigaciones Criminales. En su reducido coche no había realmente a dónde ir.

El silencio cayó como un telón.

En un momento dado, Bryant rompió la paz.

—¿Jefa?

—¿Qué?

—¿Falta mucho?

—Bryant, te juro que...

—Perdona, lo que quise preguntar es a dónde vamos, exactamente.

—Justo a las afueras de Wall Heath.

Las instalaciones estaban exactamente en la frontera que separaba los cuerpos policíacos de las Tierras Medias Occidentales y Staffordshire.

Wall Heath era, en esencia, un área residencial ubicada en los confines del extrarradio de las Tierras Medias Occidentales, donde, hacia el oeste, limitaban con Staffordshire. Estaba en la frontera misma de la zona de seguridad de Kim, antes de que las carreteras se hicieran más estrechas, los semáforos desaparecieran y los animales atropellados aparecieran en cada esquina.

—Esa es la casa Holbeche —dijo Bryant mientras pasaban por lo que parecía una mansión solariega—. Es famosa porque ahí fue donde terminaron los Conspiradores de la Pólvora. La mansión fue originalmente construida alrededor de 1600, pero ahora es un asilo de ancianos privado.

—Espléndido —comentó Kim—. Aparentemente estamos buscando una granja que se llama Westerley —dijo, y echó un vistazo hacia su izquierda.

—¿Entonces no está señalizado como un lugar para la descomposición de cadáveres, jefa? —preguntó Stacey.

—¿Investigaciones financiadas? —preguntó Dawson.

Kim se sentía aliviada de que volvieran a hacer preguntas de adultos.

—Sí, pero no exclusivamente —contestó—. El programa está financiado por una combinación de universidades y cuerpos policíacos.

—Es poco probable que aparezca en los folletos anuales de «Mira cómo gastamos tu dinero» —reconoció Stacey.

Kim sospechaba que no. Definitivamente, estaba en la lista de «no para el consumo público».

—Y acabas de pasarlo por la derecha —dijo Bryant, mirando hacia atrás.

La calzada era de una sola vía. Kim condujo durante casi cuatrocientos metros antes de llegar a un camino de entrada, el cual aprovechó para dar marcha atrás.

Regresó por la calzada, redujo la velocidad y, entre una línea de setos de poco más de dos metros de alto, alcanzó a distinguir una abertura. De la puerta colgaba un sencillo letrero de madera con el nombre grabado a fuego. La entrada no dejaba más que unos treinta centímetros a cada lado del coche.

Bryant se apeó de un salto, abrió el portón y le hizo señas para que entrara. Cuando el coche hubo pasado, cerró.

—¿No hay cerradura? —preguntó Kim, frunciendo el ceño.

El camino se hacía más estrecho, hasta convertirse en dos franjas de tierra con una línea central de césped y hierbas. El seto aumentaba en altura y empezaba a hacerse imponente a su alrededor. Kim tendría que acordarse de llevar el coche a lavar.

El camino terminaba en un segundo portón de madera, pero, a diferencia del anterior, este se alzaba casi dos metros y medio sobre el suelo y estaba hecho de tablas sólidas. Llevaba un tocado negro de puntas de hierro forjado. La puerta sí estaba cerrada. Kim supuso que habían llegado al lugar operativo de la finca.

Bajó la ventanilla y habló por un altavoz a su derecha.

—Inspectora detective Stone, de la policía de las Tierras Medias Occidentales.

No hubo respuesta, pero la sólida puerta comenzó a moverse a lo largo de un riel sencillo. Se estremeció a mitad del camino y luego siguió adelante. Kim pasó de frente con el Golf en cuanto la abertura fue lo suficientemente grande. Aunque la idea de conocer las instalaciones le despertaba cierto interés, el verdadero trabajo policíaco la esperaba encima de su escritorio. Su mente ya estaba distribuyendo entre su equipo un robo a mano armada, un par de agresiones sexuales y un feroz ataque causante de daños corporales.

Kim detuvo el coche junto a una estructura prefabricada de color gris claro. Era tan larga como dos caravanas de ocho literas.

Dos puertas rojas interrumpían una fila de ventanas perfectamente cuadradas.

Junto a un par de inodoros portátiles se alineaba una colección de coches y camionetas.

Todos los vehículos se apretujaban en un pequeño rectángulo de grava. Kim notó que se había hecho algún esfuerzo para dotar al lugar de una línea de grava desde el aparcamiento improvisado hasta el edificio portátil, pero, al parecer, la mayoría de las piedras se las había tragado el suelo.

Se vio obligada a aparcar en la tierra, a un lado de una camioneta roja. Bryant miró el vehículo antes de que su rostro se frunciera ligeramente.

—Glamuroso, ¿eh? —comentó Stacey mientras abría la puerta trasera.

—Mierda, estos zapatos son caros —dijo Dawson, que buscaba un lugar sin barro donde apoyar los pies.

Una persona venía hacia ellos con una sonrisa y la mano extendida.

Kim supuso que el hombre tendría alrededor de cincuenta y cinco años. Mientras se acercaba, su generosa circunferencia lo hacía andar con algún bamboleo. Las botas de agua negras le cubrían hasta las rodillas unos pantalones de pana verde. El jersey estampado perfeccionaba su aspecto de granjero que vivía con su madre.

—Inspectora detective Stone, qué gusto conocerla. Soy Chris Wright, profesor de Biología Humana. Soy la persona que está a cargo de Westerley.

Su palma era cálida y carnosa. Sacudía la mano con entusiasmo.

Kim se tomó un momento para presentarle al resto del equipo. El profesor se aseguró de estrechar las manos de todos.

Ella siguió al hombre mientras este los conducía a la puerta roja de la izquierda. Dos peldaños de madera denotaban que esa era la entrada principal.

De inmediato se sintió sorprendida por el efecto TARDIS del espacio en cuanto su equipo entró detrás de ella.

La puerta se había abierto a una sección central del edificio portátil que, evidentemente, era el despacho. Fijos en todas las paredes había mostradores de imitación de haya clara. El borde frontal estaba despejado. Había muescas para las sillas que estaban colocadas de modo ergonómico, metidas cómodamente debajo de las encimeras.

Los tres espacios de trabajo estaban bien definidos. Tenía el primero, frente a la puerta, tres monitores de pantalla plana, el teclado más grande que Kim jamás hubiera visto y un ratón inactivo junto a un soporte de muñeca. A cada lado del lugar de trabajo, las pantallas estaban giradas para componer un muro de privacidad con respecto al siguiente espacio de trabajo.

—Jameel se ha retrasado —dijo el profesor Wright, señalando las pantallas con la cabeza—. Tengo la esperanza de que llegue antes de que ustedes se vayan, para que les muestre los programas de análisis que utilizamos aquí.

Kim habría jurado haber visto la envidia cayendo a gotas de los ojos de Stacey.

El profesor apuntó hacia las puertas corredizas que llevaban al tercio final del edificio.

—Esa es nuestra área de preparación. La segunda puerta conduce directo al lugar, para que no tengamos que andar cargando con cadáveres por todas las oficinas. —Sonrió abiertamente.— Pero me imagino que son nuestros residentes a quienes ustedes realmente quieren ver.

En realidad, lo que ella quería ver era aquella pesada puerta de madera cerrarse detrás, mas no tenía ganas de ofender al profesor. Entendía que el trabajo que se hacía en ese lugar era valioso, pero no podía dejar de pensar en la posibilidad de que los testigos importantes olvidaran datos fundamentales de los casos que la esperaban sobre el escritorio.

Dio un paso de costado mientras el profesor se apartaba de las puertas corredizas y regresaba al centro del espacio. Todo el equipo desfiló detrás de él como una especie de serpiente desarticulada.

El profesor se desplazó hacia la sección que estaba en el extremo más alejado del lugar. En el lado izquierdo había una cocina con todos los electrodomésticos normales. Kim no estaba segura de querer echar un vistazo dentro del frigorífico o del congelador. El resto del lugar estaba ocupado por un sofá de tres plazas y una mesa de reuniones redonda, del mismo material semejante al haya clara de los escritorios.

Junto a la tetera hirviente, una mujer estaba de pie sirviendo café a cucharadas en un conjunto de tazas. Llevaba las piernas enfundadas en unos vaqueros oscuros y lo que parecían ser las botas de agua de uso obligatorio. Su cabello rojizo iba atado en una cola de caballo muy funcional que caía a la espalda de una sudadera universitaria.

—Les presento a la residente Catherine Evans, entomóloga. Es nuestra dama de los gusanos.

La mujer giró la cabeza, sonrió e hizo una señal de asentimiento. Su sonrisa no era cálida ni hospitalaria. Era funcional. A Kim le recordó un niño pequeño a quien hubieran obligado a sonreír a alguna tía consentida.

Pensó, sin poderlo evitar, que Catherine Evans habría oído esa presentación cientos de veces. Brevemente se preguntó cómo se sentiría esa mujer después de jornadas interminables de educación y estudio para ser reducida a «dama de los gusanos».

El profesor Wright hizo un alto, se volvió y juntó las manos al frente.

—En este momento, tenemos un par de consultores deambulando por el sitio, pero están haciendo observaciones de Ant y Dec, así que no interferirán...

—¿Cómo dijo? —preguntó Kim con perplejidad.

Él sonrió.

—Le explicaré —contestó, y los condujo al exterior. Cerró la puerta y comenzó a caminar lentamente hacia el este—. Oficialmente, estamos categorizados como una institución especializada en servicios de antropología forense y otras disciplinas relacionadas —dijo—. Más comúnmente conocida como granja de cadáveres.

—¿No hay una en los Estados Unidos? —preguntó Dawson.

De hecho, en los Estados Unidos hay seis. La más grande pertenece a la Universidad Estatal de Texas y cubre un área de casi tres hectáreas.

Dawson frunció el ceño y movió la cabeza de un lado al otro.

—No, esa no es la...

—Usted estará pensando en la granja de cadáveres original, la de Knoxville, en Tennessee, que fundara el doctor William Bass en 1981 e hiciera famosa la escritora Patricia Cornwell. Westerley es mucho más pequeña que las instalaciones de una hectárea de Texas, pero se usa para capacitar a las fuerzas del orden en técnicas relacionadas con escenas criminales. Visité el lugar hace algunos años y organicé Westerley bajo muchas de sus ideas y teorías.

—¿Con qué superficie cuentan aquí, entonces? —preguntó Dawson.

El profesor Wright señaló el horizonte con el rostro.

—Hasta donde alcanza la vista y un poco más allá del límite sur.

Kim siguió su mirada. El área que les indicaba comprendía dos o tres canchas de fútbol, y, aunque el terreno se ondulaba en algunos lugares, iba cuesta abajo con respecto al edificio desmontable.

Apuntó hacia el oeste.

—Esos árboles marcan la barrera de Staffordshire. Todo el sur está bloqueado por setos, más allá de los robles. Hacia el este hay un arroyo que nos separa de nuestros vecinos cercanos.

—¿Y cómo se sienten los vecinos? —preguntó Dawson.

El profesor sonrió.

—No les ponemos avisos semanales, pero el más cercano es una fábrica de envasado de alimentos. Hay ochocientos metros, en cualquier dirección, entre nosotros y los residentes más próximos.

Dawson parecía satisfecho.

—¿Cuántos cuerpos tienen? —preguntó Bryant.

—Por ahora, siete.

—¿De dónde los sacan? —preguntó Stacey.

—Donativos de familiares, un deseo personal señalado en el testamento...

—Espere, profesor —interrumpió Bryant—, ¿quiere decir que los miembros de la familia de verdad donan sus seres queridos a esta institución?

El profesor Wright dudó.

—En las donaciones para investigación médica rara vez se establece la naturaleza de la exploración. Unos cuantos familiares desearían conocer los detalles, pero se sienten satisfechos de saber que la muerte de un ser querido podría ser beneficiosa para la ciencia; y desde luego que lo es.

Kim intervino:

—¿Y algunos se ofrecen por voluntad propia?

—No necesariamente para este preciso lugar, pero sí en beneficio de la ciencia. A la Universidad Estatal de Texas se donan alrededor de cien cuerpos cada año. Más de mil trescientas personas se han inscrito para que, al morir, sus cuerpos sean entregados a ese lugar.

—¿Hay una lista de espera? —preguntó Kim, incrédula.

El profesor Wright sonrió y asintió.

—¿Y los cuerpos se encuentran en diferentes etapas de descomposición? —preguntó Stacey.

—Sí, querida. Creo que se harán una buena idea acerca de nuestras actividades cuando lleguemos a los dos residentes a los cuales me dirijo.

Stacey se puso levemente rígida ante el apelativo cariñoso, según pudo percibir Kim, pero sonrió a pesar del disgusto.

Siguieron su camino mientras el sol matutino finalmente se metía tras una nube blanca y cambiaba por completo el cariz del día.

Kim igualó su paso con el del profesor.

—Debe ser muy singular el sistema de financiamiento que tienen aquí.

Él asintió.

—De hecho, hemos tenido la fortuna de que la mayoría de las instituciones a las que nos hemos acercado han mostrado interés en nuestras investigaciones; y, sin embargo, nadie nos quiere a sus puertas. Así que compartimos nuestros descubrimientos con todas las partes y ofrecemos tanta ayuda como nos es posible.

—¿A investigaciones en curso?

Asintió sin dejar de caminar.

—Por supuesto. Tratamos de reproducir tantos escenarios como nos es posible, no solo para favorecer nuestros objetivos de investigación, sino para ayudar a la policía en pesquisas actuales e históricas.

Y ya habían ayudado a West Mercia a resolver dos casos fríos. Maldita sea, Woody. Ahora sí que estaba jodidamente interesada. Kim no haría escarnio de ningún recurso policíaco accesorio. Los casos sin resolver eran frustrantes para cualquier oficial de la corporación. Se quedaban en algún lugar de tu cerebro como una conversación que terminara antes de que pudieras dar tu opinión. Se incrustaban en tu subconsciente hasta que eras capaz de completarlos... Si eras lo suficientemente afortunado.

A veces, ni siquiera alcanzaban a llegar al fondo de tu mente para ser maquinados mientras seguías con tu carga de trabajo cotidiana. De vez en cuando, permanecían en el primer plano de tus pensamientos, con las dudas royéndote y triturándote constantemente el cerebro. ¿Interrogué a los testigos adecuados? ¿Pasé por alto alguna pista transcendental? ¿Pude haber hecho algo más? En la opinión de Kim, los casos sin resolver eran responsables de gran parte de los abusos del alcohol que se veían en las corporaciones policíacas.

—Aquí estamos —dijo el profesor Wright, recobrando la atención de todos.

Kim advirtió que había dos rectángulos perfectamente recortados en la hierba. Al acercarse un poco más, pudo notar que se trataba de tumbas improvisadas.

—Les presento a Jack y a Vera —dijo el profesor Wright, señalando las tumbas como un padre orgulloso.

—¿Son sus verdaderos nombres? —preguntó Stacey. Dawson puso los ojos en blanco.

El profesor negó con la cabeza.

—No. Llegan a nosotros con números de referencia únicos que preservan sus identificaciones oficiales; pero aquí, en el campo, preferimos un trato más personal.

Kim miró el pie de un árbol cercano. Había dos ramos de flores casi muertas. Rosas y lirios.

—¿Flores? —preguntó.

Los ojos del hombre siguieron su mirada.

—Sí, apenas un signo de nuestro respeto.

A Kim le gustó ese delicado gesto.

El profesor se situó a la cabeza de las tumbas y miró hacia abajo. Todos siguieron su ejemplo.

La fosa de la derecha contenía a Vera, cuyo cuerpo mostraba la incisión de la autopsia. La carne estaba sumergida en agua. Kim pudo notar que la tumba estaba inclinada hacia ellos.

Miró a Jack, quien también estaba sumergido en agua, pero el cuerpo no tenía una incisión de autopsia ni estaba inclinado.

—Tenemos mucho que aprender de las actividades de los insectos en el líquido —explicó el profesor Wright—. Vera está bañada en agua que proviene del arroyo. Hemos abierto un canal e inclinado la tumba hacia el lado contrario de la corriente.

Kim ahuyentó una mosca de su oreja y miró la pequeña franja de agua en movimiento a casi dos metros del extremo de las tumbas. Ahora entendía lo del ángulo. Era para que la corriente de agua escurriera lejos de la fuente, de modo que los contaminantes del cadáver no regresaran al lento arroyo.

—Aprovechamos cualquier oportunidad para servirnos de los elementos que nos rodean —afirmó, levantando una ceja—. La decisión de ubicar las instalaciones de Texas en el rancho Freeman fue puesta en cuestionamiento debido a la presencia de buitres, pero eso ahora les proporciona una nueva área de estudio que se enfoca en el efecto de los carroñeros en la descomposición humana.

Kim asintió. Estaba definitivamente de acuerdo con el uso de los recursos disponibles, pero ¿buitres?

—Jack está inmerso en agua de lluvia, así que su líquido no contiene insectos, como es el caso de Vera.

—Vete a la mierda —dijo Dawson, manoseando el aire alrededor de su cabeza.

El profesor Wright sonrió al colega de Kim.

—Nunca se queje de ver un moscardón, muchacho. No vuelan a menos de once grados, así que son una buena señal de que el tiempo se está calentando.

—Vale, pero este se pasa de entusiasta —gimió Dawson.

No era el único, por lo que Kim pudo notar, puesto que otro se esforzaba por aterrizar en el hombro de Bryant.

Miró los cuerpos en el agua. Las moscas no les prestaban la menor atención.

—Son gajes de nuestro oficio, me temo —dijo el profesor—. Vale, vayamos a lo que sigue.

Se apartaron de Jack y Vera y comenzaron a dirigirse al sector que estaba en el extremo occidental del terreno. Kim miró atrás, para ver si los moscardones los seguían. No. Se habían retirado a un área más allá del arroyo. No estaban solos, según ella pudo notar. Había un montón de moscas revoloteando y lanzándose en picada con la emoción de un nuevo descubrimiento.

Kim se dio cuenta de que el profesor los guiaba hacia dos hombres que, a la distancia, estudiaban un cuerpo sin vida rodeado de una malla gallinera.

Vaciló.

—Profesor, ¿podríamos simplemente regresar...?

—Anda, jefa, tan solo vayamos a donde están los dos tipos de allá —dijo Bryant con un destello de diversión en los ojos.

Ella no tenía ni idea de cuál era la causa de esa diversión ni tampoco era que le importara demasiado. Si había un cadáver más fresco para que su equipo lo mirara, uno donde pudiera observarse el comienzo de las actividades de los insectos, estaba lista para apearse de la gira oficial y aprender algo útil.

Dio media vuelta y empezó a caminar de regreso a Jack y Vera.

—Inspectora, ahí ya no hay nada más —le dijo el profesor Wright. Ella cubrió la distancia rápidamente y ya estaba de regreso en las dos tumbas cuando él la alcanzó—. No sé qué quiere...

—No se preocupe, estoy segura de que no será demasiado complicado para mi equipo —dijo, y se puso a caminar por la lenta corriente. El agua le cubría los tobillos. No significaba ninguna amenaza para sus botas de motociclista, pero los dobladillos de sus vaqueros de lona negra estaban empapados. No le importó. El agua se seca.

—No es eso, inspectora, es solo que no sé qué espera...

Sus palabras se perdieron cuando los dos salieron al otro lado del arroyo y descubrieron el origen de la actividad de los insectos.

Una mujer completamente vestida y con la cara destrozada contemplaba, sin verlo, el cielo azul.

Cientos de moscas flotaban sobre el rostro ensangrentado.

—¿Puede decirnos qué esperan averiguar de este cuerpo, profesor? —Kim preguntó cuando el equipo finalmente se reunió con ellos.

Al científico se le iban todos los colores del rostro mientras mantenía los ojos fijos en el cadáver.

Hubo una larga pausa antes de que finalmente respondiera:

—Lo lamento, inspectora, pero no hay nada que pueda decirle, porque este cuerpo no es nuestro.

Capítulo cinco

—Kev, consígueme algo para acordonar esta área. Stace, regresa al edificio portátil y revisa las grabaciones de las cámaras de seguridad, por si hubiera alguna cosa que pudiera ayudarnos.

El profesor movía la cabeza, lentamente, con los ojos aún fijos en el cadáver.

—El circuito cerrado no cubre...

—Ya lo veremos —dijo ella, haciendo señales de asentimiento hacia su equipo. Ellos giraron media vuelta y fueron colina arriba. Para Kim, la conmoción por el descubrimiento se había consumido y era hora de ponerse a trabajar. El profesor aún parecía aturdido.

En la mente de la detective se desvaneció el recuerdo de los casos que estaban sobre su escritorio. En todos ellos, las víctimas seguían vivas; heridas, pero respirando.

Por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir, a la distancia, los dos personajes que se dirigían hacia ellos.

—Bryant, mantenlos alejados de aquí. No me importa lo que estén indagando. Esto no está abierto al público.

—Me pongo con eso, jefa.

Ella aún tenía el teléfono en la mano. Había llamado a Keats, antes que nada, y este había despachado de inmediato un equipo forense. Luego había llevado a todo el mundo al otro lado del arroyo, donde tendrían que permanecer hasta el la llegada de los técnicos.

—Inspectora detective, ¿hay algo que pueda hacer? —preguntó finalmente el profesor Wright desde el otro lado del agua. Dado que no estaba entrenado como forense, tendría que hacer todas sus observaciones desde fuera del área más próxima.

Kim negó con la cabeza, aunque pudo notar que los tonos retornaban lentamente al semblante descolorido del hombre.

Revisó la lista de sus contactos y presionó el botón de llamar. Woody respondió a la segunda.

—Señor, aquí tenemos un cadáver —le dijo sin más preámbulos. Los saludos y las cortesías no encabezaban su lista normal de prioridades, pero, en un caso como este, ni siquiera existían, simplemente.

Pudo sentir la sonrisa en la voz que le contestaba:

—Vaya, Stone, tu humor...

—No, es uno vivo.

Kim detectó la paradoja en lo que acababa de decir, pero sabía que él la entendería.

Prosiguió:

—Mujer. Es difícil calcular la edad, porque el rostro ha sido terriblemente golpeado. Está completamente vestida y no lleva mucho tiempo aquí.

—Vale. Quédate ahí. Iré redactando un comunicado de prensa. ¿Ya has hablado con Keats?

Amortiguó la indignación. Keats había sido su primera llamada, por supuesto. El médico forense ya venía en camino con un equipo para analizar la escena y darle las pistas que la ayudarían a encontrar al responsable.

Woody estaba redactando un comunicado de prensa. Prioridades.

—Sí, señor —contestó ella—. Esa fue mi primera llamada.

Quizás no había sido capaz de contener toda su irritación.

La voz de Woody fue cortante:

—Informe completo más tarde.

Y colgó. Kim se encogió de hombros y guardó el móvil en su bolsillo trasero.

Se volvió al profesor, cuyo semblante se acercaba ya a la tonalidad normal.

—¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo ha estado ahí?

Él tosió y la miró a los ojos.

—Sabemos que, en días calurosos, los cuerpos atraen cientos de moscardones en cuestión de minutos. En uno como hoy, bastarán unas cuantas horas para que la nariz, la boca y los ojos estén llenos de huevos de mosca.

El día anterior había sido caluroso, pero ella aún no podía ver ningún asomo de huevos amarillentos y granulados, lo que indicaba que el cadáver había sido dejado en algún momento de la noche.

El profesor siguió hablando:

—Hemos tenido miles de hembras preñadas pululando alrededor de un cuerpo poco después de su llegada, y, como usted sabe, cada hembra es capaz de poner cientos de huevos a la vez. —Hizo una pausa.— Lo interesante es que las moscas apuntan directo a la cara.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó ella, mientras a la distancia miraba a Bryant, quien charlaba animadamente con los otros visitantes. Sin duda, se estaba tomando su tiempo para advertirlos de que tenían que mantenerse alejados.

La atención de Kim volvió al profesor, quien seguía hablando.

—... que es un indicio de que no hay más heridas. Si llegan a oler sangre, esta se convierte en el objetivo.

«Denle un premio a este hombre», pensó Kim. Ya había deducido que el cuerpo fue dejado ahí por la noche y que no era probable que hubiera otras heridas. A ese ritmo, podrían darle el día libre a Keats.

—Vaya, gracias por reunirte con nosotros, Bryant —dijo Kim a su colega cuando este estuvo de regreso—. Te dije que los mantuvieras alejados, no que los invitaras a comer.

Él se detuvo a un lado de la corriente y habló al profesor:

—La falta de café la vuelve mordaz. —Kim lo fulminó con la mirada.— La caballería ha llegado —, dijo, mirando hacia la colina.

Keats, el diminuto médico forense, se acercaba a ellos a toda marcha. Se detuvo junto al arroyo antes de vadearlo. Un grupo de investigadores de escenas criminales lo flanqueaba. La policía de las Tierras Medias Occidentales tenía un equipo de más de cien técnicos civiles que podían hacer fotografías y croquis y recolectar pruebas antes de que el forense pudiera retirar el cadáver.

De pronto, Keats se detuvo en seco. Se puso una mano sobre los ojos antes de saludar a alguien en la distancia.

Fue una pausa breve. Aterrizó junto a Kim pocos segundos después.

Una sonrisa elevó su puntiaguda barba.

—Vaya, inspectora, solo usted podría encontrar un cadáver aquí.

—Keats, ¿qué tal si simplemente se pone a hacer su...?

—¿Ya lo sabe? —preguntó el forense a Bryant.

Ella detectó la leve negación que su colega hizo con la cabeza.

—¿Saber qué? —preguntó Kim.

—Vale, excelente —dijo Keats, sonriendo—. Ahora, permítame echarle un vistazo a nuestra víctima.

Kim miró a su colega en busca de una explicación.

—¿Bryant...?

Él levantó las manos.

—Voy a por café. Lo vas a necesitar.

Tuvo la repentina sensación de que entre todos se habían contado un chiste y que ella era la única que no lo había entendido. Sospechaba que era algo relacionado con los dos consultores que, en ese momento, estaban de pie en medio del campo.

Se encogió de hombros y se volvió al profesor.

—Tengo que pedirle que se vaya de aquí.

—Entiendo. Es una escena criminal. Iré a ver cómo están mis otros visitantes.

Kim cogió el calzado protector que le ofrecían.

—Así que, inspectora detective...

—Keats, ni siquiera empieces con eso. Esto era, supuestamente, una gratificación —dijo, poniéndose los guantes azules.

A menudo discutían en las escenas criminales. Para él, era puro cachondeo; para ella, un verdadero coñazo. El año anterior, Keats había perdido a su esposa repentinamente tras treinta y cinco años de matrimonio. La pérdida lo había afectado más de lo que él se permitía mostrar. Pero ella lo sabía. Así que lo dejaba divertirse. Una y otra vez.

Los técnicos trabajan a su alrededor, de modo que bloqueó las charlas circundantes. Por un momento, se quedó tan quieta como el cadáver. Todo se desvaneció mientras concentraba sus sentidos en la mujer que yacía al frente. Lo único que le importaba eran las pistas que aún había en ella. De su mente desapareció todo, con excepción de la víctima, mientras se daba la oportunidad de contemplar los pies parcialmente expuestos.

Los dedos de los pies de la mujer asomaban de unas sandalias de gladiador con dos correas sobre los tobillos. Solo una de las correas de cada sandalia estaba atada.

La falda era larga y vaporosa, prenda gitana de motivos verticales que llegaban hasta el elástico de la cintura. Kim miró más de cerca. La falda descansaba justo arriba de las sandalias en todo el contorno, como si hubiera sido acomodada con cuidado. Un top lila con tirantes finos dejaba ver la ausencia de sostén. No hacía falta en esa complexión tan tenue. Una cadena sencilla con una cruz de oro colgaba del cuello hasta el esternón.

Le habían puesto los brazos a pocos centímetros del tronco. Las muñecas apenas se distinguían. En la izquierda, una delgada tira blanca dejaba ver el lugar donde debió haber estado el reloj, pero fue la derecha la que provocó que Kim hiciera una pausa.

Una línea nítida rodeaba la muñeca. Algo de la piel se había perdido tras un roce en la parte superior de la mano. Kim no necesitó más información para deducir que la marca y el despellejamiento se debían a la presencia de esposas.

Su corazón se aceleró solo por unos segundos mientras su mirada se detenía en la herida. Evocó cómo se había visto ese mismo anillo en sus manos de seis años de edad. El recuerdo del dolor de los raspones en la piel pasó fugazmente por su cabeza y la incitó a sobarse su propia mano. A veces tenía que recordarse a sí misma que había pasado mucho tiempo. Aunque la piel se había recuperado y sanado, ella, veintiocho años después, seguía siendo capaz de dibujar las formas en su piel.

Puso su atención en la cabeza de la mujer para liberar la mente de su propio pasado.

Su mirada viajó a lo largo de lo que alguna vez fue una cabeza. El cráneo estaba distorsionado, como una manzana a la que alguien le hubiera dado un mordisco. La sangre seca cubría cada centímetro de la piel y había formado riachuelos en la mandíbula y el cuello. Del lado derecho, el cabello estaba enrojecido por la sangre, mientras que en el izquierdo era rubio. Kim supuso que la mujer había ladeado un poco la cabeza en un intento de esquivar los golpes.

La nariz parecía apuntar hacia la izquierda; las carnes se habían hinchado de inmediato a raíz de los impactos. Como las heridas hechas después de la muerte no se inflaman, eso era un indicio de que la mujer estaba viva mientras la apaleaban.

—¿Qué dem...? —dijo Kim mientras se agachaba. Puso su atención en la abertura entre los labios. Había ahí una sustancia marrón.

—Tranquila, inspectora —la advirtió Keats, que no perdía de vista ninguno de sus movimientos.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, e inclinó la cabeza para mirar mejor.

Keats se encorvó desde el otro lado del cuerpo y respiró hondo antes de acercar su cara a la de la víctima para mirarla bien. No quería que, con una exhalación, alguna prueba inapreciable saliera volando.

—Parece tierra —dijo, y cruzó su mirada con la de Kim.

—¿En la boca? —preguntó ella.

Keats presionó con un dedo un par de zonas del rostro hinchado de la mujer. ¿Cómo sabía qué partes tocar? Eso era un misterio para la detective.

—No me cites antes de que me la lleve de aquí, pero creo que tiene la boca llena de tierra.

Kim se incorporó y miró alrededor.

—Aquí —dijo—, apuntando a un área que había sido claramente alterada. Mientras se apartaba del lugar, un técnico llegaba a marcar el punto señalado. Si el asesino había raspado el suelo para aflojar la tierra, ahí podía haber quedado algún resto de él.

Bryant apareció a su lado y le pasó un vaso de cartón. Ella tomó un sorbo y volvió a poner su atención en Keats.

—Ya sé que ha estado aquí por menos de doce horas y que no hay más heridas, así que...

—¿Escuchasteis, chicos? La inspectora detective ya lo sabe todo, así que simplemente recogemos nuestras cosas y enterrémosla mañana.

Por un instante, Kim se preguntó si se refería a la víctima o a ella misma.

Ni ella ni los técnicos le hicieron caso.

—El profesor nos brindó mucha información mientras esperábamos tu llegada.

—¿Así que no me vas a estar jorobando para que te dé un informe de autopsia anticipado? —replicó con sorna.

—Eso quisieras. Hablando del tema...

—Mañana a las nueve, y no estoy para regatear.

—Vale.

—Bryant, toca su frente. No da guerra. Tiene alguna enfermedad.

Ella le dedicó una breve sonrisa.

El horario de la autopsia le sentaba a la perfección. No había ningún bolso de mano por ahí. Las prendas de la víctima no tenían bolsillos. La prioridad del día sería la identificación.

Kim recorrió el cuerpo por última vez, memorizando cada detalle. Hizo una pausa. Había pasado por alto alguna cosa en las revisiones previas. Extendió la mano hacia la mano izquierda de la mujer, pero Keats se la apartó de un manotazo.

—Ni se te ocurra. Tenemos que meterla en una bolsa.

Kim levantó una ceja. No era su primer cadáver.