Recuerdos de muerte - Angela Marsons - E-Book

Recuerdos de muerte E-Book

Angela Marsons

0,0

Beschreibung

Ella les arruinó la vida. Ahora quieren destruir la suya.     «Alguien está recreando cada punto traumático de tu vida. Lo hace para provocarte sufrimiento, para hacerte daño, y el único final posible es la muerte. Tu muerte».     En la cuarta planta del edificio Chaucer, dos adolescentes aparecen encadenados a un radiador. El chico está muerto, pero la chica está viva. Para la detective Kim Stone, cada detalle de la escena es un reflejo de su propia experiencia aterradora con su hermano Mikey, cuando vivían en el mismo edificio, treinta años atrás. En un coche calcinado aparecen los cadáveres de una pareja de mediana edad y Kim no puede dejar de notar la escalofriante similitud con la muerte de Erica y Keith, los únicos padres cariñosos que conoció. Se enfrenta, por lo visto, a un asesino que está recreando sucesos traumáticos de su pasado, por lo que tendrá que encarar una brutal verdad: alguien quiere hacerle daño de la peor manera posible. Desesperada por seguir en el caso, se verá obligada a trabajar con Alison Lowe, una experta en perfiles criminales a quien han llamado para observar a la detective y vigilar su comportamiento. Kim lleva años atrapando a delincuentes peligrosos y protegiendo a inocentes; pero, ahora que hay un asesino firmemente decidido a destruirla, ¿conseguirá resolver este complejo caso y salvar su propia vida? ¿O se convertirá en la víctima final?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 478

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Recuerdos de muerte

Recuerdos de muerte

Título original: Dead Memories

© Angela Marsons, 2019. Reservados todos los derechos.

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna

ISBN: 978-87-428-1289-1

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

First published in Great Britain in 2019 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

De la serie de la detective Kim Stone:

Grito del silencio

Juegos del mal

Las niñas perdidas

Juegos letales

Hilos de sangre

Almas muertas

Los huesos rotos

Una verdad mortal

Promesa fatal

Recuerdos de muerte

Este libro está dedicado a Maureen King.

Aunque ya no está, nunca la olvidaremos.

Prólogo

17 de junio

Amy Wilde cerró los ojos mientras el oro líquido entraba por sus venas y recorría su cuerpo. Visualizó una estela de candente belleza que se precipitaba hacia su cerebro.

Los efectos fueron casi inmediatos. El placer inundó cada centímetro de su ser y era de una intensidad casi dolorosa. El chute la transportaba a otro planeta, a otro mundo, a algún lugar por descubrir. Nunca se había sentido tan bien. Su cuerpo estaba pletórico de euforia. Una oleada tras otra de éxtasis recorría su piel, sus músculos, sus tendones... y hasta lo más profundo de sus huesos. A medida que su fuerza menguaba, intentó retenerlo.

«No te vayas. Te quiero. Te necesito. ¡No te vayas!», gritaba, suplicaba, rogaba su mente, desesperada por aferrarse lo más posible a las sensaciones.

Cuando los últimos estremecimientos de felicidad se desvanecieron, giró la cabeza a la izquierda para compartir aquella sonrisa cómplice con Mark, su amante, su amigo, su alma gemela, como hacía siempre después de compartir la heroína.

Pero, a través de la fatiga que la arrastraba hacia ese acogedor y oscuro olvido que siempre seguía al subidón, se dio cuenta de que Mark no parecía estar bien.

Sabía que estaban sentados en el suelo de una habitación desconocida. Sabía que un radiador la calentaba a través de la chaqueta vaquera. Sabía que tenía las muñecas inmovilizadas con esposas, aunque eso no le importaba. Nada importaba después de semejante chute.

Intentó decir el nombre de Mark, pero la palabra no salió de su boca.

Algo le pasaba a su amante.

No tenía los ojos cerrados. Había sucumbido a la cálida somnolencia. Con los ojos muy abiertos, miraba con fijeza, sin pestañear, un punto en el techo.

Amy quería estirar la mano y tocarlo, darle una sacudida para despertarlo. Quería compartir esa sonrisa antes de entregarse a la oscuridad.

Pero era incapaz de mover ni un músculo.

Aquello no era normal. La pesadez que solía calar sus huesos la hacía sentirse aletargada, lastrada, pero siempre conseguía reunir la energía suficiente para girarse y acurrucarse junto a él.

El cansancio intentaba dominarla, tiraba de sus párpados, la incitaba a dormir; sin embargo, tenía que tocar a Mark.

A través de la niebla descendente, intentó, con todas sus fuerzas, mover un solo dedo. No obtuvo respuesta. Los mensajes no salían de su cerebro. Intentó sobreponerse a la somnolencia, pero era como si le tapasen la cabeza con una manta. Se sentía indefensa, débil, incapaz de espantar la negrura, pero sabía que Mark la necesitaba.

Era inútil. No podía huir de las sombras que la acosaban.

Cuando sus párpados ya caían, oyó que la puerta del piso se cerraba de golpe.

Capítulo 1

Kim sintió que apretaba las mandíbulas. Un incesante repiqueteo cosquilleaba en su oído izquierdo.

A través de la persiana abierta, que captaba la escasa brisa de un junio cargado de tormentas, había entrado una polilla. El insecto arremetía una y otra vez contra la bombilla de sesenta vatios.

Pero no era ese el golpeteo que la molestaba.

—Si te aburres, lárgate —dijo. Unas motas de óxido se desprendieron de los radios de la rueda y aterrizaron en sus vaqueros.

—No me aburro, estoy pensando. —Gemma inclinó la cabeza y miró la polilla, que se acababa de provocar un aneurisma.

—Convénceme —le pidió Kim con sequedad.

—Intento decidir si llevarle las flores o ponerlas en un jarrón en casa.

—Mmm... —comentó Kim, amable, mientras seguía raspando.

Sabía que Bryant y muchos otros cuestionaban su relación con la adolescente que su némesis, la doctora Alexandra Thorne, había manipulado y enviado para que la matara. Según él, Gemma tendría que estar encerrada en la prisión de Drake Hall. Allí residía su madre y allí había entrado en contacto con la doctora Thorne, una psiquiatra sociópata cuyos experimentos enfermizos con pacientes vulnerables había truncado Kim. Desde entonces, atormentar a la detective se había convertido en su misión vital.

Para Bryant, ninguna circunstancia justificaba entablar amistad con una persona que te había querido matar. Así de simple. Solo que no era tan sencillo, porque Kim comprendía bien dos cosas: lo hábil que era Alexandra Thorne para manipular todas las debilidades o vulnerabilidades de una persona —lo supiera esta o no— y que no era culpa de la chica haber tenido una infancia de mierda.

No pretendía hacerse la graciosa al dejar el comentario de Gemma sin responder. En todo caso, no creía que fuera a suceder. La madre de Gemma había estado entrando y saliendo de la cárcel durante toda la vida de la niña. Había dejado a su hija en manos de cualquier pariente que quisiera tenerla, hasta que ya nadie quiso aceptarla. Para comer, la chica había recurrido a vender su cuerpo. Sin embargo, por alguna razón, había mantenido un contacto regular con su madre y la visitaba siempre que tenía ocasión. La mujer tenía que salir en libertad a la semana siguiente, pero, de algún modo, siempre se las arreglaba para meterse en líos y prolongar su condena.

Kim le había ofrecido a Gemma una invitación informal para que, cada vez que necesitara comer, se pasara por allí en lugar de hacer la calle. No podía ofrecerle una comida gourmet, pero sí unas patatas al horno o una pizza.

Y Gemma había aceptado la oferta, incluso después de que, hacía ya un mes, consiguiera un empleo a tiempo parcial en la biblioteca de Dudley.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Kim. Quería evitar por completo el tema de la madre.

Ella soltó una pedorreta y Kim se echó a reír.

Había días en los que la chica era una anciana de dieciocho años endurecida por sus propias elecciones y lo que la vida le había deparado. Había días en los que solo era una chica de dieciocho.

Y a Kim no le molestaba su inesperada visita. Ningún día.

—Mira, Gem, puede que no sea intelectualmente...

—Soporífero —cortó la chica—. Me adormece el cerebro —dijo, y puso mala cara—. Saco y devuelvo libros. Los pongo de nuevo en los estantes. Por la noche, antes de cerrar, me toca el trabajo soñado de limpiar los teclados de los ordenadores públicos. —Kim ocultó su sonrisa. Era mucho más divertido oír a Gemma quejándose de su trabajo que lamentándose por no conseguir uno.

»Ah, y ayer se me acercó una anciana encantadora. —Encorvó la espalda e hizo como que caminaba con un bastón—. «Perdona, cariño, pero ¿podrías enseñarme a enviar estas fotos a mi hijo de Nueva Zelanda?», me preguntó mientras me entregaba su antigua cámara digital. Lo juro...

—Espera —dijo Kim. Su teléfono había empezado a sonar. Se sacudió el óxido de los vaqueros—. Stone —respondió.

—Siento molestarla, señora, pero ha pasado algo en Hollytree. Es un poco confuso. Tengo una dirección y una palabra —dijo la voz de la central.

Kim se puso de pie.

—Dame la dirección.

—Edificio Chaucer, piso 4B.

A Kim se le revolvió el estómago. El mismo edificio, tres pisos más abajo. De todos los malditos días, tenía que ser ese.

—Vale, voy para allá. Dígale a Bryant que se ponga en marcha también.

—Claro, señora.

—¿Y la palabra? —preguntó—, ¿cuál es?

—Muerto, señora. La palabra es «muerto».

Capítulo 2

Sobre la Ninja, Kim sorteaba con soltura el laberinto de calles, callejones sin salida y atajos. Atraía las miradas curiosas de los grupos que, con tan poca ropa como les era posible, se congregaban en las aceras para aprovechar la brisa nocturna.

El sol, que se había puesto quince minutos antes, había dejado a su paso un cielo de mármol rojizo y una temperatura que se acercaba a los veinte grados. Iba a ser otra noche larga y pegajosa.

Rodeó con la motocicleta los contenedores de basura en dirección al Chaucer, el edificio central de apartamentos situado en el abarrotado centro de la extensa urbanización Hollytree. El Chaucer era conocido por ser el más duro entre los bloques de viviendas, el hogar de lo peor de la sociedad.

Y había sido su hogar durante los seis primeros años de su vida. Casi siempre conseguía mantener ese pensamiento clavado en el tablón de anuncios del fondo de su mente. Pero ese día no. En ese momento, el recuerdo estaba en primer plano.

Pasó entre dos coches de policía, una ambulancia y una moto de primeros auxilios, y aparcó detrás del Astra Estate de Bryant. Él vivía un par de kilómetros más cerca y, aparte, Kim había tardado unos minutos en conseguir que Gemma se fuera de su casa. La chica se había quedado boquiabierta y con un montón de preguntas sobre para qué habían llamado a Kim.

Y Kim se lo habría dicho, solo que ni ella misma lo sabía.

Mientras se quitaba el casco, una voz gritó entre la multitud:

—¡Mira, una puerca en moto!

Se pasó una mano por el pelo negro y corto y, para liberarlo, sacudió la cabeza. Sí, hacía unos tres días que no la insultaban con esa palabra.

La multitud que rodeaba al de la voz soltó una carcajada. Kim fingió no haberlos oído y se dirigió a la entrada del edificio.

Después de pasar un cordón exterior y uno interior, se encontró con un muro de agentes en los ascensores y la escalera. El de la derecha había descendido por debajo del nivel del suelo y tenía las puertas abiertas de par en par. Era evidente que estaba averiado. Una agente dio un paso adelante y señaló una pantalla para indicarle que, en ese momento, la cabina se encontraba en la planta cinco.

—Buenas noches, señora. Solo funciona uno de los ascensores —dijo—. Estamos despejando los pisos superiores e inferiores.

Kim asintió. Habían dejado las escaleras para uso exclusivo de la policía, mientras que el ascensor era el único medio de acceso para los residentes.

Evacuar todo el edificio por un incidente en sola una planta no era posible, por lo que habían tenido que gestionar la situación. Así que fue a las escaleras y emprendió la subida al cuarto piso. Menos mal que su pierna izquierda ya estaba en mejores condiciones. En un caso anterior, hacía tres meses, Kim se la había fracturado al caer del tejado de un edificio de dos plantas.

Había agentes apostados en cada planta para asegurarse de que nadie se acercaba al lugar del incidente. Cuando llegó al cuarto piso, uno de los policías le sonrió y le abrió la puerta del vestíbulo.

Kim se acercó a la entrada.

El inspector Plant le cerró el paso.

—¿Qué...?

—¿Puedes esperar? —dijo él por encima del hombro.

Ella lo miró con dureza. Conocía bien a ese tipo. Habían trabajado juntos varias veces, ¿a qué demonios estaba jugando?

—Plant, si no te quitas de ahí...

—Es Bryant, tu compañero —dijo, incómodo—. No te quiere aquí.

—¡¿De qué coño vais?! —exclamó, furiosa. Era la escena de un crimen. Ella era la investigadora al mando y quería entrar—. Me importa una mierda lo que...

Sus palabras se fueron apagando cuando su compañero apareció detrás del inspector, que se apartó de en medio.

Bryant tenía el rostro ceniciento y demacrado, los ojos llenos de horror. No había mostrado tan mal aspecto en el último caso importante, cuando él yacía en el suelo y Kim presionaba con la mano su vientre para intentar detener la sangre que salía a borbotones. Gracias a que los agentes lo conocían como sargento detective, no lo habían metido en una bolsa para cadáveres.

—Bryant, ¿qué...?

—No entre ahí, jefa —dijo él en voz baja.

Kim intentó comprender lo que estaba pasando.

Juntos, habían presenciado lo peor que un ser humano podía hacerle a otro. Habían visto cadáveres en lugares donde el hedor de la sangre flotaba en el aire. Habían visto cuerpos en los más avanzados estados de putrefacción, llenos de gusanos y moscas. Juntos, habían desenterrado cadáveres de jóvenes inocentes. Él sabía que el estómago de Kim lo resistía casi todo, así que ¿por qué ahora intentaba interponerse en su camino?

—Kim —la llevó a un lado—, te lo pido como amigo. No entres ahí.

Nunca la había tuteado en el trabajo. Ni una sola vez.

¿Qué demonios acababa de ver?

Ella respiró hondo y lo miró fijamente.

—Bryant, apártate de mi camino. Ahora.

Capítulo 3

Kim se abrió paso entre el personal que, como un túnel, la guiaba hacia la escena del crimen. Nadie le dedicó una segunda mirada. Esperaban su presencia en aquel lugar, así que ¿cuál era el problema de Bryant?, se preguntó. Sentía tras ella la presencia de su compañero.

El puto rey del drama.

El muro de uniformes se apartó y Kim se quedó paralizada.

Durante unos segundos, todos los ruidos se desvanecieron; todos los movimientos cesaron mientras sus ojos registraban la escena que tenía delante. Con la boca seca, se preguntó si terminaría desmayándose. Sintió en el codo la mano de Bryant, que le daba apoyo.

Se volvió para mirarlo. La expresión de su compañero reflejaba miedo, preocupación. Y ella lo entendía por fin. Ahora sabía por qué su compañero había intentado protegerla.

Se tragó las náuseas y se giró, en un intento de sacudirse la sensación de que se estaba moviendo a cámara lenta.

Un escuálido varón de pelo negro, de unos veinte años, estaba sentado con la espalda apoyada en el radiador. Sus ojos inertes y brillantes miraban al frente. Tenía la cabeza ladeada hacia la izquierda. Dentro de sus vaqueros se perdían unas piernas huesudas. De la camiseta de manga corta colgaban unos brazos blancos como la leche, un poco más anchos que un taco de billar.

No había ninguna duda de que estaba muerto y, sin embargo, su cuerpo empezó a moverse, a estremecerse rítmicamente. Kim siguió la línea del brazo derecho, ligeramente extendido, hasta el antebrazo y las esposas que permanecían sujetas al radiador y a la muñeca de la chica. Era ella sobre quien seguían trabajando los paramédicos, que provocaban esos movimientos torpes y espasmódicos.

La actividad de alrededor se filtró de nuevo en las sensaciones de Kim, como si alguien le estuviera quitando poco a poco los cascos de los oídos.

—Creo que tenemos que moverla, Geoff —dijo uno de los sanitarios—. Ya la hemos recuperado dos veces. La próxima...

Sus palabras se desvanecieron. No necesitaba dar una explicación completa.

Kim se hizo a un lado. Sin ningún esfuerzo, los paramédicos subieron a la mujer a la camilla. La preservación de la vida estaba por encima de la preservación de las pruebas. Mientras ellos trabajaban, nadie se había puesto a investigar.

Ninguno resopló por el esfuerzo cuando la tumbaron. Estaba aún más delgada que el chico que había muerto a su lado. Tenía los huesos apenas envueltos en una fina capa de piel que colgaba en algunas partes. Su joven rostro estaba demacrado. En la piel, se destacaban unos pómulos y una barbilla afilados, ojeras y llagas. De camino a la puerta, su boca soltó un gemido.

El segundo paramédico pateó algo al pasar y el objeto aterrizó a los pies de Kim.

Al mismo tiempo en que ella miraba la botella de Coca-Cola vacía, oyó la agitada respiración de Bryant.

Escudriñaba los alrededores y trataba de mantener la compostura. Suponía que todos los ojos estaban puestos sobre ella, a la espera de que mostrase algún tipo de reacción. Una reacción que cada una de sus células quería gritar.

Pero nadie la estaba mirando. Por supuesto que no. No sabían nada.

Un niño y una niña encadenados a un radiador. Una botella de Coca-Cola. El mismo apartamento, solo que unos pisos más abajo.

El calor sofocante allí fuera. El chico muerto, la chica viva.

Ninguno sabía que se trataba de una recreación del suceso más traumático de la vida de Kim.

Bryant sí, y, sin embargo, había algo de lo que ni siquiera él era consciente.

Ese mismo día, se cumplían treinta años de aquello.

Capítulo 4

Eran casi las once cuando Kim aparcó la Ninja frente a la comisaría de Halesowen.

Por encima del cansancio que la dominaba y que hacía lo posible por mandarla a casa, no se había sorprendido al ver el mensaje de Woody. Le pedía que regresara a la comisaría al salir de allí, fuera la hora que fuera.

Y estaba encantada de alejarse de Bryant. Su compañero le había preguntado cientos de veces si estaba bien mientras, con los ojos, buscaba los suyos para descubrir cómo se sentía.

Lo había convencido de que estaba bien. Ahora tocaba convencer a Woody. Asomó la cabeza por la puerta.

—Señor. —Entró y dejó la puerta abierta. «Sutil», pensó.

—Ciérrela —le pidió él.

No lo bastante sutil, al parecer.

Se quedó de pie detrás de la silla, frente al escritorio de su jefe.

Él seguía allí, a esas horas de la noche, y sus únicas concesiones al horario habían sido un aflojamiento de corbata y unas cuantas arrugas en su impoluta camisa blanca.

—He visto el informe, así que cuénteme más sobre la escena del crimen.

—Aún no estoy segura de que haya habido un delito —respondió ella—. Dos adolescentes, drogas; uno con sobredosis y otra bastante cerca. Mañana asistiré a la autopsia del varón, pero creo que la conclusión será sobredosis accidental.

—¿Eso es todo? —preguntó él con el rostro endurecido.

Ella abrió los brazos de modo expresivo, insegura de lo que él quería oír.

—Eeeh..., Bryant llegó primero...

—Y es como si se hubiera quedado solo, a juzgar por el nivel de detalle que me acabas de dar.

—No estoy segura de qué...

La mirada de Woody se intensificó a la par de su irritación.

—¿Estaban ahí las jeringuillas que los chicos usaron para drogarse? ¿En el brazo del varón había un torniquete? ¿Estabas allí?

Kim se lo pensó un momento antes de hablar.

—Llegué y entré en el mayor de los dos dormitorios, que medía unos tres metros por tres. A mi derecha había dos agentes de policía y una sargento. Uno de los agentes era rubio; los otros dos, morenos. Uno tenía un águila tatuada en el antebrazo izquierdo. El rubio llevaba barba.

—Stone, creo que...

—A mi izquierda había un tercer agente de pie y, en el suelo, dos paramédicos que intentaban mantener con vida a la mujer, que, por cierto, había muerto dos veces antes de que yo llegara. Uno de los paramédicos llevaba...

—Stone, cállate —espetó él.

—Sí, señor.

—¿Qué me dices de las esposas que estaban encadenadas al radiador?

—Sí, señor —respondió, y apartó la visión de su mente.

—¿No pensaste en mencionarle esto a...?

—Coincidencia —terminó ella, totalmente convencida de que era eso.

—Tú no crees en las coincidencias —alegó él, perspicaz.

—Para ser sincera, creo que ha sido algún tipo de juego erótico que ha salido mal. Quizá algún tipo de «Yo te pincho y tú me pinchas» que se les ha ido de las manos. Estoy segura de que los utensilios para drogarse están en alguna parte y que los de Criminalística los embolsarán y analizarán.

—Entonces, ¿no estableces ningún paralelismo? —preguntó él.

—¿Con qué? —respondió Kim. Estaba siendo esquiva adrede, como si nunca se le hubiera ocurrido esa idea.

A decir verdad, en cuanto había entrado en aquella habitación, unas plantas más abajo de la que durante seis años había sido su casa, se sintió transportada treinta años antes y vio a su hermano tumbado contra el radiador, muerto; sin embargo, ya con el cerebro en plena marcha, se daba cuenta de que no era más que una coincidencia y de que no tenía ninguna relación con su infancia. Por triste que fuera, esos chavales eran drogadictos y lo estaban pagando.

La pérdida de la vida del joven, aunque trágica, no tenía ningún vínculo con ella ni con Mikey.

Woody era capaz de recordar los datos más destacados de su expediente personal, y ella tendría que haberlo adivinado. Aunque nunca habían hablado del tema, Kim era muy consciente de que su jefe sabía cosas que ella había compartido con muy pocas personas. Incluso Bryant sabía lo justo.

—Entonces, Stone, te repito la pregunta: ¿estás convencida de que no tiene absolutamente ningún vínculo contigo?

—Del todo, señor —dijo sin dudar, y lo dijo en serio.

Casi.

Capítulo 5

A las siete de la mañana del martes, Kim ya se había tomado un café en casa, había sacado a pasear a Barney, su fogoso y poco sociable border collie, y le había dado de comer; luego había ido al trabajo y estaba lista para la entrada de Bryant, que llegaba antes.

—Buenos días, jefa. Tú...

—Estoy bien, y no hay razón para que no lo esté, ¿te enteras?

—Así que ¿has dormido bien? —dijo él. Era la misma pregunta, aunque con otras palabras.

—He dormido bien —respondió ella, y se sirvió el cuarto café del día.

Mentía como una descosida.

Tras el paseo nocturno con Barney, se había metido en la cama y, un instante después, ya estaba despierta. Se había quedado mirando la oscuridad, reproduciendo la escena en su cabeza, apartando recuerdos que intentaban abrir la caja en la que estaban guardados.

Había recurrido a todos sus viejos trucos para engañarse y alejar los pensamientos intrusivos. Había elegido una de sus rutas de motocicleta favoritas: por Stourton hasta la carretera de Bridgnorth, pasando por Six Ashes y pueblos como Enville y Morville, e intentado imaginarse a sí misma conduciendo la Ninja, inclinándose en las curvas, acelerando a fondo, esforzándose por controlar la moto en una ruta que conocía a la perfección. Por lo general, su mente reaccionaba a la urgencia de concentrarse, su cuerpo se tensaba y se ajustaba hasta quedarse dormido, su cerebro se distraía lo suficiente para escapar de los pensamientos.

Pero no la noche anterior. Había estrellado la moto cuatro veces en su imaginación porque su cerebro se negaba a participar en su versión personal del ejercicio, de contar ovejas.

Lo único que conseguía imaginar era el cuerpo de aquel joven, inerte, apoyado contra el radiador. Estar tumbada en el oscuro silencio de su dormitorio no la había ayudado a librarse de aquella visión.

Así que se había levantado, había preparado café y trabajado en la moto durante un par de horas antes de empezar con su rutina de la mañana, una que había estado peligrosamente cerca de la rutina nocturna anterior.

—Ah, ¿ese es un tic por la cafeína o es que estás contenta de verme? —bromeó él.

—Sí, me estoy agarrando el estómago de tanto reír.

Él la miró de reojo.

—¿Intentas hacerte la graciosa? —preguntó, y se miró el lado izquierdo del vientre, donde un mes antes le habían clavado un cuchillo de diez centímetros.

—Cielos, Bryant, no he querido...

La llegada de Penn la salvó.

—Buenos días —dijo.

Colocó su táper en el escritorio vacío. Después, se quitó el bolso y lo lanzó debajo.

—Siento llegar tarde, jefa —dijo Stacey, que entraba a toda prisa. Se dejó caer en el asiento que antes había pertenecido a Kevin Dawson.

Kim sabía que todos echaban de menos a Dawson, y lo hacían todos los días. Ella, a veces, aún esperaba que el joven llegara con algún comentario socarrón. Pero no tan a menudo como al principio. Lo iba aceptando poco a poco.

—Vale, vale, amigos —dijo Kim—. ¿Alguna novedad con respecto a los casos de ayer?

—¿No te llamaron anoche, jefa? —preguntó Stacey con el ceño fruncido.

Por lo general, una llamada a altas horas de la noche era la noticia precursora del siguiente gran caso. Significaba que, en la medida de lo posible, los demás debían resolverse a toda velocidad o traspasarse a otro equipo.

Por lo general, un miembro del equipo debería estar en la pizarra escribiendo el nombre de la víctima, subrayándolo, recalcando la prioridad de descubrir la causa de defunción.

Por lo general, habría un aire de expectación; un crujido, invisible pero eléctrico; una energía que solo aparecía al empezar. Bryant lo habría comparado con el inicio de una comida de cuatro platos en su restaurante favorito. Kim lo habría comparado con emprender la construcción de una moto clásica en su garaje, con todos los componentes esparcidos por el suelo de hormigón, cada uno con su propósito, que esperaban a ser ensamblados, unidos a la siguiente parte que, en sazón, formarían el todo.

Solo que este caso no tenía misterios que desentrañar. Por trágica que hubiera sido la escena, no había sido un asesinato ni había el menor vínculo con ella.

—Doble sobredosis, Stace —explicó Kim—. Solo estoy a la espera de que Mitch me llame para confirmar los hallazgos, y estará cerrado.

Stacey hizo lo posible por que no se le notara la decepción.

—Ah, vale —dijo.

Cualquier ajeno al oficio habría calificado de fría esa reacción ante la muerte de un joven y la casi muerte de otra, pero Kim la entendía. No conocía un solo detective que no se hubiera alistado para impedir que los malos se salieran con la suya. Stacey no era insensible a esa muerte; estaba decepcionada por no poder rastrear a un culpable y encontrarlo. Y, por norma, Kim habría estado de acuerdo con ella, solo que esta vez quería distanciarse lo más posible para que la visión y los recuerdos desaparecieran de su mente.

Cuanto antes, mejor.

—Entonces, Penn, ¿en qué estás?

—Quedan tres testigos por interrogar, jefa, pero no confío en que los resultados logren entusiasmarnos.

Ella asintió. Dos chavales de trece años que pasaban por la entrada de Hollytree habían recibido una paliza de tres chavales mayores. A pesar de que había descripciones decentes, nadie en la urbanización decía nada.

Kim presentía que se avecinaba una charla de «hicimos todo lo posible» con los padres.

—Sigue investigando. —No era lo habitual, pero a veces no había nada más que hacer. Sin embargo, para cuando esa conversación tuviera lugar, quería asegurarse de que, de verdad, habían hecho todo lo posible—. ¿Stace?

—Hoy tengo la última entrevista con Lisa Stiles. Esto debería quedarse listo para presentarlo esta noche.

—Buen trabajo —dijo Kim.

Lisa Stiles era una mujer de poco más de treinta años con dos hijos pequeños. Durante un decenio, había sido víctima de malos tratos conyugales y no había dicho nada. Aceptaba el comportamiento de su marido bajo el supuesto de que protegía a sus hijos de la verdad. Hasta que, un mes antes, el menor le había dado un puñetazo en la boca «Como hacía papá».

Se había sentido aterrada al darse cuenta de que podía estar educando a dos niños pequeños para que creyeran que ese era un comportamiento normal.

Fue Stacey quien tomó la declaración preliminar y, con delicadeza, eficacia y sensibilidad, guio a Lisa a través del proceso. Había construido un caso sólido que sería presentado a la Fiscalía de la Corona.

Kim señaló con la cabeza el escritorio de Penn.

—Penn, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo.

Él puso mala cara.

—¿En serio? —Kim asintió—. Así que, cuando dijiste que Betty era mi «regalo de bienvenida al equipo»...

—Sí, no era del todo exacto, así que devuélvela. Stacey se queda con la planta. —La asistente de detective acarició las hojas verdes y le dirigió una mirada triunfante—. Trabaja con más ahínco, Penn, y la tendrás... —El sonido de su teléfono la interrumpió.

»Voy a coger esta llamada de Mitch —anunció. Caminó hacia su despacho y les hizo señas para que continuasen con su trabajo. Se dejó caer en la silla—. Hola —saludó.

Bryant apareció y se apoyó en el marco de la puerta.

—Buenos días, inspectora. Confío en que estéss bien después de tu salida nocturna —comentó Mitch. —Lo había echado de menos en la escena, pero ella no había tenido motivos para quedarse—. Te mandaré un inventario completo a la hora de comer, pero he pensado que querrías oír un resumen de nuestros hallazgos iniciales.

—Adelante —dijo, y se puso a girar un bolígrafo entre los dedos.

—Monedas sueltas caídas del bolsillo de los vaqueros del varón por un total de 1,72 libras. Un pañuelo en el bolsillo delantero, una cartera vacía, un recibo descolorido de B&M y muy poco más.

Para cuando Mitch terminó de hablar, ella ya había calculado que había diecisiete rayas azules en la corbata de Bryant.

—¿Y...? —preguntó, a la espera de lo más importante, aquello que descartaría la explicación del pacto suicida o la muerte accidental.

—Eeeh..., ¿y no es una mañana preciosa?

Kim miró a Bryant y negó con la cabeza.

—Jeringuillas —dijo. A veces Mitch era excelente en su trabajo; otras, no tanto.

—Lo siento, no hay jeringas —aseguró el técnico forense con contundencia.

—Pero los paramédicos..., los oficiales...

—Definitivamente, ninguna jeringa —repitió, tajante. «¡Invéntatelas!», quería gritar Kim. «¡Miénteme!»—. Así que el informe completo...

—Gracias, Mitch —dijo, y colgó. —Bryant le dedicó una mirada inquisidora—. No había jeringuillas en la escena —susurró ella.

En su expresión se reflejaba el horror que sentía al darse cuenta.

Esos chicos no se habían inyectado solos.

Capítulo 6

—La autopsia empezará en unos cinco minutos —dijo Bryant cuando vio que Kim, después de haber entrado en el hospital Russells Hall, fue en dirección opuesta a la morgue. Ella aún era incapaz de caminar por esos pasillos sin recordar la puñalada que su compañero había recibido durante el último caso importante.

—En la víctima muerta —replicó ella con ironía—. Y lo último que he sabido es que aún nos queda una viva.

—Es cierto —dijo él, y la siguió hasta la recepción principal, que abría en ese momento.

Kim sonrió mientras pasaba junto a las dos personas que ya hacían fila. Esperaba que su sonrisa fuera interpretada como una disculpa.

Detrás, los susurros de «Lo siento» de Bryant le revelaron que no había tenido tanto éxito. Mostró su placa a una mujer que se disponía a explicarle el sistema de colas.

—Detective Stone —dijo—. Anoche trajeron a una chica: una adolescente, sospecha de sobredosis.

La mujer se volvió a su ordenador.

—¿Nombre?

Kim se sintió tentada de decir que, de saberlo, habría empezado por ahí, pero se contuvo. La cooperación de esta mujer podría ahorrarle el recorrido por innumerables salas en busca de la chica.

—No identificada —respondió.

Los labios de la mujer se fruncieron ligeramente mientras pulsaba algunas teclas.

Hizo una pausa para, con la mano derecha, encender un pequeño ventilador de mesa.

—Unidad de Alta Dependencia. —Por fin mostraba una media sonrisa—. ¿Necesita...?

—No, gracias. Sabemos dónde está.

Pasó a toda velocidad por delante de la cafetería, con Bryant detrás.

—Bueno, jefa —le dijo él en cuanto estuvo a su altura—, sobre lo de anoche...

—Bryant, no quise hablar del tema ayer y no quiero hablar del tema ahora. Sí, había una ligera similitud con un incidente de mi pasado, pero es pura coincidencia, nada que yo quiera analizar más a fondo. ¿De acuerdo?

—Sí, es bueno saberlo. Solo quería disculparme por haber exagerado.

—Ah, disculpa aceptada —dijo ella, sorprendida.

—Aunque tienes que admitir...

—Bryant, cállate y pulsa ese botón —dijo en cuanto llegaron a la sala.

Y él hizo ambas cosas.

Kim mostró su placa a una mujer y esta le devolvió una sonrisa de principio de turno.

—¿Puedo ayudarla?

—Anoche trajeron a una adolescente. Sospecha de sobredosis. Necesito hablar con...

—Lo siento, no puedo ayudarla —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

La paciencia de Kim se estaba agotando.

—Pero la recepcionista ha dicho que está...

—No puedo ayudarla, inspectora, porque la chica que busca ha muerto hace no más de quince minutos.

Capítulo 7

Austin Penn estaba sentado en su Ford Fiesta a la entrada de la urbanización Hollytree.

Ya había oído hablar de aquel lugar incluso cuando estaba en el colegio. Era un sitio duro que aparecía en las noticias casi todas las noches. Después, durante su etapa de entrenamiento, el edificio era conocido por su violencia, el comportamiento antisocial y las drogas, pero la mentalidad pandillera había emergido solo en los últimos diez años.

West Mercia tenía su cupo de urbanizaciones como esa. Penn había tenido que acudir a Westlands, en Droitwich, más veces de las que podía contar, pero no había estado tan cerca de la desesperanza absoluta que asediaba cada centímetro de Hollytree.

Era frustrante que nadie se chivara, que nadie hablara, pero eso no tenía nada que ver con la comunidad. La mayoría de la gente de Hollytree estaba allí porque eran incapaces de vivir en sociedad. Y, si no hablaban, era por dos razones: en primer lugar, porque odiaban a la policía y, en segundo, porque le tenían miedo a la pandilla local. Ya era bastante difícil combatir uno de esos problemas. Lidiar con ambos era casi imposible.

Si consiguiera encontrar a una sola persona que no le tuviera tanto miedo a la banda...

Observó la hilera de tiendas abandonadas; todas cerradas, menos dos. Douglas Mason y Kelvin Smart se habían aventurado en Hollytree hacía dos noches. No habían traspasado la zona de tiendas cuando ya tenían seis huesos rotos y una nada envidiable colección de cortes y magulladuras.

En el interrogatorio, ambos afirmaron que creían que en la esquina había un fish and chips.

Penn no les había creído, pero tampoco les dijo nada a los padres de los chicos.

Preguntando por ahí, se enteró de que muchos chavales de la zona, procedentes de entornos trabajadores y socialmente aceptables, se retaban unos a otros a entrar en Hollytree para ver hasta dónde llegaban. Pues bien, esos dos no llegaron muy lejos. Aun así, hubiera sido un juego o no, los chicos no habían molestado a nadie. Desde luego, no se merecían lo que les habían hecho.

Ahora, ambos estaban en casa, atendidos y, con toda seguridad, mimados por unos padres que esperaban justicia. Y Penn sospechaba que terminarían decepcionados.

Había visto la cara de su jefa mientras le revelaba los avances en el caso. Tampoco le gustó la conversación con los padres. Estos le habían preguntado cómo era posible que les hubieran dado una paliza a plena luz del día sin que nadie viera nada. La respuesta «Hollytree es así» no bastó, lo que era de esperar.

De la misma manera, la expresión de su jefa no le había agradado. Sabía que no estaba decepcionada con él a título personal, sino con la situación.

—Maldita sea, —Golpeó el volante con las manos. Si tan solo consiguiera encontrar a una persona dispuesta a hablar... —. No me jodas, colega —dijo en voz alta cuando un vehículo de gran tamaño pasó junto a su plaza de aparcamiento, a solo un pelo, e hizo temblar el Ford Fiesta.

»Voy a denunciar tu maldita... —Sus palabras se fueron apagando al tiempo que leía el rótulo de la parte trasera del camión.

Sonrió, arrancó el coche y fue tras él.

Capítulo 8

Keats detuvo su dictáfono en cuanto entraron Kim y Bryant. Se quedó mirando a Kim.

—Me alegro de verte, Bryant —dijo—. Y veo que has traído a tu bulldog.

—No la provoques, Keats. No está de buen humor —contestó Bryant con cansancio.

—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó Keats.

—Desde luego, mi humor no mejorará gracias a dos payasos como vosotros, que actúan como si yo no estuviera aquí —protestó.

—Qué quisquillosa, inspectora —dijo él, imperturbable—. Así que ¿quién te ha quitado la piruleta?

—La chica ha muerto —dijo sin energía.

Se sentó sobre la camilla de metal.

—Ah, sí, había oído que estaba mal. Tengo entendido que los paramédicos ya la habían salvado.

—Dos veces —confirmó Kim—. Pero entró en coma y ha muerto hace media hora.

—Si la ayuda hubiera llegado antes —suspiró Keats—, no sé... Las sobredosis de heroína pueden revertirse si se detectan a tiempo.

—¿En serio? —preguntó Bryant—. Pensaba que con un exceso de ese veneno en tu cuerpo se acababa la partida.

Keats negó con la cabeza.

—La heroína es un opiáceo, como ya sabéis. Entra en el cerebro y se convierte de nuevo en morfina. Se une, entonces, a los receptores opioides de todo el sistema nervioso central. La dopamina inunda el sistema y te da un subidón de placer mucho mayor del que esperarías experimentar de forma natural.

—Y eso es lo que los hace adictos —observó Bryant.

—En realidad, no —aclaró Keats—. La euforia dura poco. La sensación se disipa y desaparece por completo a medida que el consumidor se vuelve tolerante a la droga. La mayoría de los consumidores experimentados siguen consumiendo para evitar el síndrome de abstinencia, pero el subidón que sintieron al principio les queda como un recuerdo lejano.

—Entonces, ¿puede revertirse una sobredosis? —preguntó Kim, sorprendida.

Keats asintió.

—Hay sustancias químicas que se unen a los mismos receptores y desplazan temporalmente la droga, pero esos químicos tienen una vida más corta que la heroína y no permanecen mucho tiempo en el organismo. No es perfecto, pero se puede hacer.

—Aunque no para nuestra chica, por desgracia —dijo Bryant.

—Pobre niña —se lamentó Keats, y sacudió la cabeza—. Al parecer, tendré una cita con ella más tarde.

Kim consultó su reloj.

—Creía que empezabas a trabajar con nuestro amiguito a las nueve.

Los tres fregaderos estaban vacíos.

—He terminado —dijo Keats con una sonrisa—. Cuando Mitch me dijo que no había jeringuillas en la escena, tuve la extraña premonición, acertada, por cierto, de que irrumpirías aquí, exigiendo respuestas, a primera hora de la mañana.

—Has dado palos de ciego, ¿verdad? —preguntó ella.

Él no le hizo caso y leyó en su portapapeles:

—«El varón no identificado mide 1,70 metros y tiene el pelo negro rizado. Pesa cincuenta y tres kilos». Esto lo sitúa dos kilos por debajo del percentil mínimo para su estatura. No hace falta que os diga que tenía marcas de agujas por la heroína inyectada. «En su historial, aparecen cuatro fracturas durante su infancia».

—Torpe o maltratado —dijo Bryant.

Keats asintió.

—No hay forma de saberlo con seguridad, pero sus huesos me dicen que no lo cuidaron durante la niñez. Todos los órganos principales están en un estado razonablemente bueno, aunque también era un poco bebedor. Hay daños hepáticos menores.

»Desde mi punto de vista, y por falta de pruebas que insinúen con claridad otra cosa, este varón murió de una sobredosis de heroína. Ahora bien, ¿cómo le llegó esa heroína? Ese es tu trabajo, inspectora.

—¿Hay algo que nos ayude a identificarlo?

Detestaba pensar en víctimas anónimas. Necesitaba saber por quién estaba luchando.

—¿Opiniones o hechos? —preguntó él.

—No sueles preguntar antes de compartir ni unos ni otros —observó ella.

—Y Kim ha vuelto —dijo Keats, que la miraba por encima de sus gafas—. En mi opinión, está al final de la adolescencia, tiene poco más de veinte años y es un sintecho. Sus uñas y dientes no son los de alguien que haya tenido un acceso fácil o regular a instalaciones higiénicas. Tiene un tatuaje de banda celta alrededor del brazo izquierdo, en la parte superior. —Keats hizo una pausa mientras Bryant sacaba su bloc de notas.

»En la oreja derecha hay un piercing que ha cicatrizado. Hemos enviado todas las muestras al laboratorio. Tendré los resultados en los próximos días.

Kim bajó de la camilla sintiéndose más ligera que al subir. Estaba claro que no había ningún vínculo con ella ni con su pasado. Aunque dos personas habían perdido la vida de forma semejante a como su madre había intentado matarlos a ella y a Mikey, no había ninguna conexión. Era, de verdad, una coincidencia. Podía resolver este asesinato como cualquier otro que le hubieran encargado investigar. Todo lo que unía ambas situaciones era circunstancial, nada más, y, por una vez, estaba dispuesta a admitirlo. Alguien, en cualquier momento, podría haber dejado ahí la botella de Coca-Cola, pero faltaba una parte vital de la escena, y era cuanto ella necesitaba saber para descartar cualquier conexión. Woody le había dicho que volviera si se producían novedades.

—Uf —exclamó Bryant al llegar a las puertas—. Veo que estás aliviado de que no haya relación, así que no hay necesidad de volver al...

—Solo una cosa más, inspectora —dijo Keats. A Kim se le revolvió el estómago. Tenía que haberla, por supuesto. Se giró hacia él, la tensión reflejada en la mandíbula.

»Apenas había contenido estomacal, pero debió de apetecerle algún tentempié poco antes de morir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella. Se le estaba secando la boca.

—Me estoy haciendo el gracioso con lo del tentempié, pero tenía un trocito de papel en la garganta. Muy profundo. Lo que quiero decir es que, de algún modo, se le había encajado muy adentro. Parece ser de algún tipo de galleta.

Kim se volvió hacia su colega y resistió su mirada interrogante.

—Llévame de vuelta a la estación. Ya.

Capítulo 9

—Señor, tenemos que hablar —dijo Kim en cuanto entró en el despacho de Woody.

El leve aleteo nasal y la mandíbula tensa del jefe le recordaron que se había olvidado de llamar a la puerta. Una vez más.

Él levantó la mano mientras escuchaba una voz por el teléfono.

—Entendido, señor. Estoy de acuerdo. Lo mantendré informado —dijo, y colgó.

Entrelazó los dedos bajo la barbilla.

—¿Y qué es tan urgente como para que irrumpas en mi despacho sin llamar?

—Una novedad —dijo, y se sentó.

Woody frunció el ceño, aunque no porque no la hubiera invitado a sentarse, sino porque ella no se sentaba si podía evitarlo. De hecho, si era posible, hablaba desde la puerta.

—¿Qué clase de novedad? —preguntó él antes de volverse hacia su ordenador—. Entiendo que ya no es la sobredosis de drogas simple y llana que pensabas que era y que ha pasado a ser un doble asesinato. Apenas son las diez de la mañana y vienes a decirme que aún hay más.

Ella asintió.

—Me temo que sí —dijo entre respiraciones profundas. Lo que estaba a punto de revelar podría cambiarlo todo—. Señor, tal vez haya una conexión.

—¿Con qué?

—Conmigo —respondió—. Se trata de algo que ha aparecido en la garganta de la víctima masculina —bajó la voz—: un trozo de un paquete de galletas.

—Ah —dijo él, y repitió esa exclamación mientras detalles más concisos del expediente personal de Kim se abrían paso en su mente. Guardó silencio durante cinco largos segundos—. De modo que...

—Señor, no quiero que me saque de este caso —soltó ella—. Entiendo su postura, pero, si está relacionado conmigo, soy la persona más adecuada para dirigir la investigación; y, si no está relacionado conmigo, sigo siendo la persona más adecuada.

Él le dedicó una leve sonrisa.

—Y también la más modesta.

Ella sabía lo que iba a pasar. Dado lo que acababa de decirle, a él no le quedaría más remedio que apartarla del caso, traer a un nuevo detective o, incluso, dejar el asunto en manos de otro equipo.

—¿Conoces a las víctimas? —preguntó Woody.

—Ambos están sin identificar todavía, pero no me resultan familiares en absoluto.

—¿Así que tenemos dos heroinómanos desconocidos, asesinados en un piso cerca de donde vivías, y uno tenía papel en la garganta?

—Sí, señor, pero ha sido...

—Stone —la interrumpió—, ¿he dicho algo incorrecto? —Ella negó con la cabeza—. Entonces, te sugiero que te calles un minuto.

—Pero, señor, solo creo que...

—Ese es el problema, Stone. Lo que pienses me importa un comino. En este caso, la única opinión que importa es la mía.

Capítulo 10

—Vale, chicos, dejad lo que estéis haciendo —dijo Kim, que acababa de entrar otra vez en la sala del escuadrón.

Todo el mundo se quedó sorprendido, aunque Penn parecía especialmente abatido.

—¿De verdad, jefa?

—Bueno, tu caso no es muy apremiante, ¿no? —preguntó. Estaba segura de que los padres de los dos adolescentes podían esperar unas horas antes de saber que no tenían cómo presentar cargos.

—Tengo un testigo del asalto a los chicos, jefa —dijo Penn.

Kim frunció el ceño.

—¿Cómo?

No había estado fuera más que un par de horas.

—La señora Mowbray, de Church Court, 9. Estaba en la puerta de su piso cuando tres jóvenes, todos con nombres y apellidos, pasaron riendo y alardeando de lo que habían hecho.

Kim lo miró con desconfianza.

—¿Cómo es posible?

—Se está mudando. Ha tenido de sobra. Se va a vivir con su hermana a Anglesey. Ya no tiene miedo de hablar.

Kim estaba impresionada.

—Stace, devuélvele Betty a Penn.

—Pero, jefa...

—Se merece que le devuelvan la planta —le ordenó. A regañadientes, Stacey la empujó por el escritorio hasta las manos de Penn—. Vale, chicos, que alguien vaya a la pizarra. —Bryant se puso de pie.

»Venga. Que alguien que no sea Bryant vaya a la pizarra —especificó. Su letra era atroz.

Stacey se levantó y cogió el rotulador.

Como siempre, había tardado unos segundos en comprender los procesos mentales de Woody. La había animado a callar por algo. Si había que apartarla o no de un caso era decisión de él. Así que, en ese momento, no importaba si Kim creía que había un vínculo con su pasado; importaba que él pensara que lo había. Y, ahora, era él quien calificaba de «coincidencia» el envoltorio de la galleta.

—Antes de empezar, Woody ha insistido en que recibamos ayuda en este caso. No sé de quién ni por qué, pero es un requisito. —Uno contra el que no había tenido argumentos—. Y lo más inquietante es que a ninguno de nosotros se nos permite hablar, interactuar o relacionarnos de ninguna forma con la prensa. Se gestionará desde arriba. —Era una condición que se había alegrado de no refutar.

—Semejante prohibición ha debido caerte mal, jefa —observó Bryant.

—Como si me hubieran abierto en canal —comentó ella.

Stacey estaba preparada ante el tablero.

—Bien. «Mujer desconocida» en un tablero y «Hombre desconocido» en el otro. —Le molestaba no tener nombres, pero esperaba corregir eso cuanto antes—. Debajo del nombre del varón, añade «Tatuaje de banda celta», «Vagabundo» y «Envoltorio de galleta».

Stacey se dio la vuelta.

—¿Eh? —preguntó.

—En la garganta —dijo Kim, sin cambiar de voz. Había decidido que pensar en aquello como un envoltorio de galleta la ayudaría a seguir siendo objetiva... y a mantener la distancia.

—Virgen santa, ¿qué es todo esto? —preguntó Penn.

Kim se encogió de hombros.

Su equipo sabría lo menos posible.

Con suerte, encontrarían al maldito hijo de puta responsable antes de que ella tuviera que decirles nada.

—Vale, Penn, te quiero en los circuitos cerrados de televisión. Y a ti, Stace, identificando a las víctimas y la llamada anónima a la policía.

—¿Y nosotros, jefa?, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Bryant.

Ella tomó aire.

—Nosotros, Bryant, volveremos a la escena del crimen.

Capítulo 11

—¿De verdad crees que es una buena idea no contarles nada? —preguntó Bryant mientras salían del edificio.

—¿Qué quieres?, ¿que haga copias de mi expediente personal y los reparta por la comisaría? —le soltó ella.

—¿No crees que les estás atando un poco de manos?

—Bryant, llevamos este caso dos horas, más o menos. Apenas he tenido tiempo de atarme los cordones, no digamos ya atarles las manos a ellos. Tienen los hechos del caso, y eso es todo lo que necesitan.

—Entonces, ¿quién es la persona que vendrá a ayudarnos y qué hará, exactamente? —preguntó en un hábil cambio de tema.

—No tengo ni idea. —Él condujo fuera de la estación.

—¿Así que era un requisito para que te quedaras con el caso? —preguntó él, perspicaz.

—Tengo una idea: vamos a fingir que ha habido un doble asesinato y que tenemos que resolverlo. Hablemos de eso, ¿vale?

—Ah, eso pensaba —dijo él, cooperativo—. Entiendo. Tengo algunas preguntas: ¿quiénes eran esos chicos?, ¿cómo los han matado?, ¿cómo los atrajeron a ese piso?, ¿o son okupas? ¿Quién ha hecho la llamada anónima a la policía? ¿Lo han planeado para que tú acudieras? ¿Por qué las esposas? ¿Por qué el envoltorio en la boca? ¿Cómo...?

—Por Dios, Bryant, déjalo ya y respóndeme una pregunta muy sencilla.

—¿Cuál?

—¿Hemos llegado?

Capítulo 12

—Venga, entonces; cogeré otra. —Stacey buscó en el táper una galleta con pepitas de chocolate.

—No recuerdo habértela ofrecido —dijo Penn sin apartar la vista de la pantalla.

—Es una compensación por haberme quitado a Betty tan pronto. —Le dio a la galleta un mordisco y las migas cayeron sobre su escritorio.

—Para qué te duermes en los laureles... —dijo él, y cogió sus cascos.

Stacey ya había aprendido que, de esa forma no tan sutil, Penn le estaba diciendo que quería concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Y le parecía bien. Respetaba ese espacio.

—¿Qué opinas de este caso? —le preguntó.

Él se encogió de hombros.

—Ya he trabajado en dobles asesinatos.

—Sí, sí, sí, todos lo hemos hecho, ¿no? Pero ¿no hay algo un poco raro? La jefa acude al lugar de los hechos y no es un asesinato. Al día siguiente, resulta que sí lo es; y ahora vienen a ayudarnos.

Penn se lo pensó un momento.

—¿Sabes?, responder a eso no me ayudará a examinar más rápido las cámaras de seguridad —dijo, y se puso los cascos.

Ella ya había enviado correos electrónicos con descripciones de las víctimas a todos los refugios y centros comunitarios en un radio de treinta kilómetros. Estaba a la espera de alguna respuesta. Hasta ahora, Personas Desaparecidas no había encontrado nada.

Penn tecleaba con fuerza. Stacey no pudo evitar que sus labios esbozaran una sonrisa. Se había cansado de ser atenta con su colega.

—No tenemos nada sobre Hollytree, así que estás perdiendo el tiempo —le dijo en voz alta.

—Así que te haré caso e ignoraré las órdenes directas de la jefa, ¿qué te parece?

—Lo que ella espera es que lo soluciones y emplees tu tiempo de forma productiva —sugirió Stacey.

—Sí, claro. —Se quitó un auricular—. ¿Sabes que ya no soy el nuevo?

Ella se encogió de hombros, contenta con haber intentado ayudarlo. Él ya tendría que saberlo: había momentos en los que debías seguir al pie de la letra las instrucciones de la jefa, y otros en los que te las debías arreglar por tu cuenta. Descubrir cuándo se trataba de uno u otro era un viaje peligroso que no debía emprenderse sin equipo de protección.

—Mmm... —dijo Penn, y se quitó del todo los cascos.

Stacey echó un vistazo por encima de su ordenador.

—Ah, ¿así que ahora quieres algo de mí? —preguntó.

—La llamada anónima entró a las 22:03 y Keats estima la hora de la muerte del varón sobre las 21:00.

—¿Y? —preguntó Stacey.

—Bueno, sabemos que los agentes tuvieron que forzar la entrada, así que el telefonazo solo pudo venir del asesino.

Stacey asintió. Habían escuchado la grabación innumerables veces, pero, con las palabras «Chaucer, 4B, muerto», no habían podido determinar la edad ni el sexo de la persona que había hecho la llamada.

—Así que —continuó Penn— el asesino estaba en la habitación y debía saber que la chica seguía viva.

Stacey empezaba a entender por qué la jefa insistía en identificar a las víctimas cuanto antes. Odiaba oír «El niño, la niña, el varón», la mujer». Los despersonalizaba. Ponía distancia entre la víctima y la investigación.

—Continúa —lo instó.

—Bueno, ¿no habrías querido asegurarte de que ambos estuvieran muertos?

—Quizás lo interrumpieron —razonó Stacey.

—¿Y llama a la policía después? —preguntó él, dubitativo—. Sobre todo, si te han importunado. ¿No querrías alejarte de la escena tanto como fuera posible?

—Penn, tu atención a los detalles...

—Pero ¿por qué no asegurarse, antes de irse, de que la chica estuviera muerta? ¿Por qué no matarlos sin más y marcharse y dejar que los encontraran en cualquier momento? ¿Por qué llamar a la policía?

Stacey cogió una segunda galleta, pero se detuvo antes de darle un mordisco.

—Sin violencia, sin forcejeos, sin contusiones ni heridas defensivas. Es como si hubieran entrado en ese piso y se hubieran sentado en silencio, obedientes, a esperar la muerte.

Él asintió con la cabeza.

—Tengo una palabra en mente, pero no es muy bonita. Sigo pensando que son irrelevantes, que no tienen ninguna importancia, ¿me entiendes? —preguntó, al parecer desconcertado por lo que sentía.

—Creo que sí —dijo ella, que seguía el hilo de sus pensamientos.

—Es como si este asesinato no tuviera nada que ver con ellos, sino con algo más. Son una parte del decorado, utilería.

Stacey entendía su punto de vista, pero nunca había trabajado en un caso en el que las víctimas no fueran el centro de la investigación, así que se preguntó si Penn no estaría errando del todo el tiro.

Estaba a punto de dar voz a sus pensamientos cuando su bandeja de entrada acusó recibo de un mensaje del centro comunitario de Stourbridge.

Lo leyó y se volvió hacia Penn.

—Bueno, ya sea que Mark y Amy le importaran a nuestro asesino o no, asegurémonos de que sí nos importan a nosotros.

Capítulo 13

Kim respiró hondo varias veces antes de pasar por debajo de la cinta de la escena del crimen. Entrar le resultaba más difícil que la noche anterior.

Catorce horas antes, todos los espacios disponibles se habían llenado de paramédicos, agentes de policía, testigos potenciales y curiosos que se disputaban el sitio, a pesar de que no podían ver nada de lo que sucedía cuatro plantas más arriba.

La noche anterior, la zona no se parecía en nada al apartamento de unos pisos más arriba, pero hoy las cosas eran diferentes. La multitud se había dispersado y alejado del cordón policial. La gente había vuelto a su vida cotidiana después del espectáculo nocturno. Patrullaban la barrera dos agentes que sentían cada gramo de su chaleco antipuñaladas de tres kilogramos bajo un calor que, antes de la hora del almuerzo, ya alcanzaba los veinte grados.

Más allá, un oficial iba de un lado al otro frente a la entrada principal. Kim no podía pasar junto a esas personas sin sentir una punzada de compasión. Lo de estar de pie en un cordón no era el sueño de ningún policía. Vigilar la entrada de un edificio de apartamentos no era para sacarte de la cama cada mañana.

La policía ya había sido retirada de las demás plantas, por lo que la mayoría de los residentes estaban ocupados con sus asuntos; excepto los de la cuarta, donde aún había agentes apostados, tanto en el ascensor como en las escaleras.

Con menos gente, menos actividad y espacios más abiertos, Kim pudo fijarse en los detalles de la vivienda. Había un estrecho vestíbulo sin ventanas que llegaba hasta el salón principal. A la derecha, una puerta daba acceso a la cocina y a un dormitorio; a la izquierda estaban el segundo dormitorio y el cuarto de baño. Y hacia allí giró, hacia una habitación que tenía una ventana orientada al sur, ideal para atraer el calor del sol y convertirla en un horno industrial.

Los espacios casi siempre nos parecen más pequeños a medida que nos hacemos mayores, pero este parecía más grande de lo que Kim recordaba, aunque sabía que era exactamente del mismo tamaño que el de la séptima planta.

Claro, en aquel piso, las dos camas individuales encajonadas habían dominado por completo la habitación y dejaban espacio tan solo para una maltrecha cómoda en la que, sin ningún problema, había cabido su exigua colección de ropa.

Kim se estremeció al volver a ese lugar, a ese piso donde un Mitch de mono blanco y un colega recolocaban la moqueta. Sus ojos se posaron en el radiador y su mente repitió las imágenes de la noche anterior.

Mitch se quitó los guantes azules y la mascarilla.

—Hola, inspectora —dijo—. ¿Qué te trae de vuelta?

Ella se encogió de hombros, se apartó y fue a la ventana.

—Solo quería hacerme una idea del lugar. —Estuvo a punto de añadir «Otra vez».

Su parte adulta, lógica y policíaca sabía que no era la misma habitación y, sin embargo, imaginaba a Mikey durmiendo plácidamente en la cama de la izquierda. Lo veía envuelto como una cebolla en las mantas grises y ásperas y gritando «Ven a buscarme». Se veía a sí misma fingiendo que iba a buscarlo. Veía con claridad el miedo reflejado en la cara del niño la vez que su madre lo inmovilizó contra la cama, le puso un cuchillo de pan en el pecho y le juró que le arrancaría el alma si era necesario.

Pero lo más claro de todo era la imagen de la pequeña forma de Mikey apoyada en Kim mientras el cuerpo debilitado y enfermizo del niño los traicionaba a ambos. Incluso entonces, la niña de seis años había pensado que, si los encontraban pronto, podrían revivir a su hermano.