Las niñas perdidas - Angela Marsons - E-Book

Las niñas perdidas E-Book

Angela Marsons

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Beschreibung

Dos niñas han desaparecido. Solo regresará una. Los padres que ofrezcan la mayor cantidad recuperarán a su hija; la pareja perdedora, no. No se equivoquen. Una niña morirá. Con la desaparición de dos niñas de nueve años —Charlie y su mejor amiga, Amy—, las familias se sumergen en una pesadilla viviente. Un mensaje de texto confirma lo inconcebible: las niñas han sido víctimas de un secuestro aterrador. Y cuando un nuevo mensaje de texto pone a las familias a competir entre sí por la vida de sus hijas, el reloj comienza a correr para la detective Kim Stone y su equipo. Aparentemente burlada en cada giro, mientras va descubriendo un rastro de cadáveres, Stone se da cuenta de que estos despiadados asesinos podrían ser los más mortíferos a los que se haya enfrentado. Las posibilidades de recuperar vivas a las niñas se van reduciendo minuto a minuto… Una de las claves para resolver este caso consiste en desenredar el pasado de las familias y sus oscuras redes de secretos. Pero ¿podrá Kim sobrevivir lo suficiente para conseguirlo? ¿Alguna de las hijas pagará el precio final?

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Las niñas perdidas

Las niñas perdidas

Título original: Lost Girls

© Angela Marsons, 2015. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna

ISBN: 978-87-428-1206-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Agradecimientos

Siempre me ha interesado cómo las circunstancias pueden afectar el comportamiento. ¿Cuán diferente es nuestra conducta bajo presión extrema? ¿Seguimos siendo fieles a quienes creemos que somos o toma el control algún instinto primario inherente?

No se me ocurre una mejor plataforma para explorar esto que escribir acerca de la que, quizás, es nuestra urgencia más instintiva de protección: la de un niño.

Espero haber tratado el tema con justicia.

Nunca encuentro palabras para expresar mi gratitud por mi compañera, Julie. Su franqueza y convicción me han guiado a lo largo de este viaje de la escritura. Es mi caja de resonancia, mi primera lectora, mi crítica más rigurosa y mi más ardiente partidaria. Veinte años de rechazos siempre suscitaron la misma respuesta: «ellos se lo pierden», y, tras eso, el estímulo inevitable: «la próxima será mejor». Todo el mundo debería tener una Julie.

Como siempre, quisiera expresar mi agradecimiento al equipo de Bookouture por su constante entusiasmo por Kim Stone y sus historias.

Oliver Rhodes es un verdadero mago, y su pasión, junto con la de Claire Bord, por los libros y los autores de Team Bookouture es tan alentadora como vivificante.

Mi editora, Keshini Naidoo, tiene un talento increíble, está muy bien informada y aporta a los libros más de lo que jamás podrá saber.

Kim Nash sigue abrazando, cobijando, protegiendo, estimulando y apoyando a la familia Bookouture, además de que pone a nuestra disposición el hombro más cálido del mundo.

Gracias a todos por todo. Me inspiráis para ser la mejor que puedo ser.

Quisiera extender este reconocimiento a mis compañeros autores de Bookouture. Todos y cada uno son talentosos e impares y contribuyen a crear un ambiente de diversión, apoyo y comprensión. Mi compañera autora Caroline Mitchell comenzó conmigo un largo viaje y siempre tiene listas palabras sabias, consejos útiles y fotos increíblemente graciosas. Lyndsay J. Pryor tiene un talento prominente y es enormemente cálida. Renita D’Silva posee una de las almas más hermosas que he conocido. Todas son mis colegas escritoras, y son excepcionales, pero también se han convertido en amigas muy queridas.

Mi agradecimiento sincero a mamá y papá, que hablan de mis libros a todos sus conocidos, sea que estén interesados o no. Su entusiasmo y apoyo son maravillosos.

Mi gratitud eterna es para todos los estupendos blogueros y críticos literarios que se han tomado el tiempo de conocer a Kim Stone y seguir su historia. Esta gente extraordinaria grita con fuerza y comparte con generosidad, no porque sea su trabajo, sino porque es su pasión. Nunca me cansaré de dar las gracias a esta comunidad por apoyarnos tanto a mí como a mis libros. Muchas gracias.

Finalmente, un caluroso «gracias» a la encantadora Dee Weston, mi manta protectora, quien sigue ofreciéndome su apoyo y amistad cada vez que los necesito.

Dedicatoria

Este libro está dedicado a Mary Forrest, cuyo amor y generosidad han conmovido a tanta gente, incluyéndome a mí.

Mary: Nos enseñaste muchísimo a todos, y esas lecciones se han quedado en nuestros corazones.

Prólogo

Febrero de 2014

Emilly Billingham intentó gritar a través de la mano que le tapaba la boca.

Apretaban su mandíbula unos dedos finos, pero fuertes. Ella logró emitir un sonido que rebotó en la piel del hombre. Echó la cabeza atrás para tratar de soltarse. La parte posterior de su cráneo se encontró con algo duro, una costilla.

—Para ya, zorrita estúpida —dijo él, arrastrándola de espaldas.

El golpeteo en sus oídos casi ahogaba las palabras. Podía sentir en el pecho su propio corazón latir con fuerza.

La tela que cubría sus ojos le impedía mirar lo que la rodeaba, pero sentía la grava bajo los pies.

Cada paso la alejaba más de Suzie.

Emily volvió a sacudirse. Con los brazos, hizo el intento de apartarse, y él simplemente tiró de ella. Trató de zafarse, pero los brazos del hombre la apretaron más. No quería ir con él. Tenía que liberarse, tenía que pedir ayuda.

Papá sabría qué hacer. Papá las salvaría a las dos.

Oyó el crujido de una puerta. No, no, era la furgoneta.

Reunió fuerzas suficientes para gritar. No quería que la subieran otra vez en la furgoneta.

—No... Por favor... —gritó, tratando de zafarse.

Él le dio una fuerte patada en la corva.

A Emily se le dobló la pierna. Cayó hacia delante, pero él le agarró un puñado de cabello y evitó que fuera a dar al suelo.

Sintió un escozor en el cuero cabelludo y sus ojos se llenaron de lágrimas.

En un solo movimiento, él la metió al vehículo por la puerta trasera y cerró de un portazo. El mismo ruido metálico de unos días atrás, un día en que iba caminando al colegio.

Ahora, el aula parecía estar tan lejos que se preguntaba si volvería a estar con sus amigos.

La furgoneta dio marcha atrás deprisa, lanzándola contra una y otra puerta. Los dolores se le dispararon desde la nuca como fuegos artificiales.

Hizo un esfuerzo por enderezarse, pero el vehículo se movía rápidamente y la hizo caer de costado.

Su mejilla se estrelló contra un suelo de madera que rebotaba a gran velocidad. Se estremeció cuando la piel de su pantorrilla desnuda se enganchó en un clavo. Un reguero de sangre tibia escurrió hasta su tobillo.

Suzie le habría dicho que fuera fuerte, como cuando se torció la muñeca en la gimnasia. Suzie le había cogido la otra mano para infundir fuerza en su corazón y le había dicho que se pondría bien. Y así había sido.

Pero no esta vez.

—No puedo, Suzie, lo lamento —susurró Emily mientras iba de las lágrimas a los sollozos. Quería ser valiente para su amiga, pero el temblor que había comenzado en sus piernas circulaba ahora por todo su cuerpo.

Se llevó las rodillas al mentón, trató de apretarse con fuerza, de convertirse en la más diminuta de las bolas, pero los temblores no cesaban.

Sintió que una gota de orina se deslizaba por sus muslos. El goteo se convirtió en un chorro que su cuerpo fue incapaz de retener.

Mientras Emily rezaba por el fin de su suplicio, soltó un sollozo de terror.

Y, de pronto, la furgoneta se detuvo.

—Por favor, m... mami, ven a por mí —suspiró mientras un silencio súbito y ominoso caía sobre ella.

Se recostó contra la puerta, inmóvil. Los temblores habían paralizado sus extremidades. Ya no le quedaban fuerzas para luchar contra él y se quedó esperando lo que viniera.

El miedo fraguó como un nudo en su garganta cuando el captor abrió la puerta.

Capítulo 1

Black Country, marzo de 2015

Kim Stone sintió que la furia la quemaba. Desde un punto de ignición en su cerebro, viajaba como electricidad a las plantas de sus pies para recorrerla entera una vez más.

Si Bryant, su colega, estuviera a su lado, la instaría a calmarse. A pensar antes de actuar. A tomar en cuenta su carrera, su medio de vida.

Así que era bueno que estuviera sola.

El gimnasio Pure estaba ubicado en la calle Level, en Brierley Hill, e iba del centro comercial Merry Hill al complejo de oficinas y bares Waterfront.

Era un domingo a mediodía y el aparcamiento estaba lleno. Dio una vuelta y, antes de aparcar la Ninja justo frente a la puerta principal, localizó el coche que estaba buscando. No tenía planes de permanecer ahí mucho tiempo.

Entró en el vestíbulo y se dirigió a la recepción. Una mujer guapa, muy en forma, le sonrió abiertamente y le tendió la mano. Kim supuso que esperaba recibir alguna clase de tarjeta de socio. Pero ella tenía una tarjeta de otra clase: su placa.

—No soy socia, pero necesito tener una breve charla con uno de tus clientes. —La mujer guapa miró alrededor, como buscando consejo.— Es un asunto policíaco —le dijo Kim. «Algo así», añadió para sí misma.

La mujer asintió.

Kim echó una mirada al tablero de instrucciones y supo exactamente a dónde debía ir. Dobló a la izquierda y se encontró detrás de tres hileras de máquinas donde la gente daba pasos, caminaba o trotaba.

A lo largo de las hileras de más atrás, los clientes gastaban su energía en no ir a ninguna parte.

La persona a quien buscaba daba pasos arriba y abajo en el rincón más alejado. Su larga melena rubia recogida en una cola de caballo era una pista; el factor decisivo, que tuviera el móvil enfrente, en la pantalla.

Con su objetivo ya localizado, Kim hizo caso omiso de los ruidos de brazos y piernas que se levantaban y daban zancadas, así de como las miradas curiosas que le dedicaban por ser la única persona completamente vestida en ese lugar.

Lo único que le importaba era la implicación de esa mujer en la muerte de un chico de diecinueve años llamado Dewain.

Kim se sentó a horcajadas en la parte delantera de la máquina. La conmoción que observó en el rostro de Tracy Frost estuvo a punto de hacer menguar su rabia, pero no fue suficiente.

—¿Me permite unas palabras? —preguntó, aunque, en realidad, no era una pregunta.

Por un segundo, la mujer casi perdió el equilibrio, lo que hubiera sido una pena.

—¿Cómo coño ha...? —Tracy miró alrededor—. No me diga que usó su placa para entrar.

—Unas palabras, en privado —repitió Kim. Tracy no paró de moverse, arriba, abajo. —Mire, me parece bien hablar aquí —dijo, alzando la voz—. Nunca volveré a ver a estas personas.

Kim podía sentir que la mitad de los ojos en la sala, cuando menos, estaban ya sobre ellas.

Tracy dio un paso atrás para bajar y cogió su móvil.

Kim se sorprendió con la estatura de la mujer. Adivinaba que, cuando mucho, mediría uno cincuenta y siete. Siempre llevaba tacones de quince centímetros, hiciera el tiempo que hiciera.

Entró intempestivamente en el baño de mujeres y empujó a Tracy contra la pared. La cabeza de la mujer no golpeó el secador de manos por un par de centímetros.

»¿Qué puta mierda pensó que estaba haciendo?», gritó.

Se abrió la puerta de un cubículo y una adolescente salió corriendo del baño. Ahora estaban solas.

—Usted no puede tocarme como...

Kim retrocedió hasta dejar entre las dos apenas una pizca de espacio.

—¿Cómo coño se le ocurrió divulgar esa historia, puta estúpida? Está muerto. Dewain Wright está muerto por su culpa.

Tracy Frost, reportera local y escoria de ciénaga en todos los sentidos, parpadeó dos veces cuando las palabras de Kim entraron en su cerebro.

—Pero... mi... reportaje...

—Su reportaje lo mató, hija de la gran puta. —Tracy comenzó a negar con la cabeza. Kim movió la suya de arriba abajo.— Oh, sí.

Dewain Wright era un adolescente de la urbanización Hollytree. Durante tres años, había sido miembro de una pandilla llamada los Encapuchados de Hollytree, pero quería salirse. La banda se enteró. Lo apuñalaron y lo dieron por muerto. Sin embargo, un transeúnte le aplicó una reanimación cardiopulmonar. Fue entonces cuando llamaron a Kim para que investigara el intento de asesinato.

Su primera instrucción fue ocultar a todo el mundo el hecho de que seguía vivo, con excepción de la familia. Sabía que, si la voz se corría por Hollytree, la pandilla encontraría la manera de acabar con él.

Aquella noche la había pasado al lado de la cama, en una silla, orando para que el chico se sobrepusiera a todos los pronósticos y volviera a respirar por sí mismo. Lo había cogido de la mano, le había ofrecido su propia energía con tal de que él pudiera encontrar los arrestos suficientes para volver. La tenía conmovida el coraje que el chico había mostrado al tratar de cambiar de vida y enfrentarse a su destino. Quería tener la oportunidad de conocer a ese valiente que había decidido que la pandilla no era lo suyo.

Kim se inclinó hacia delante y perforó a Tracy con los ojos. No había escapatoria.

—Le supliqué no publicar esa historia, pero usted no pudo contenerse, ¿verdad? Todo era cuestión de ser la primera, ¿no es así? ¿Estaba tan jodidamente desesperada por llamar la atención nacional que tiró por la borda la vida de un chico? —Kim le gritó a la cara.— Mire, por su bien, espero que se fijen en usted, porque ya no tiene lugar aquí. Me aseguraré de que así sea.

—No fue porque...

—Por supuesto que fue su culpa —gritó Kim enfurecida—. No sé cómo se enteró de que seguía vivo, pero ya está muerto. Y esta vez es de verdad. —La confusión distorsionó los rasgos de la mujer. La estúpida quiso decir algo, pero no encontró las palabras. De cualquier modo, Kim no las habría escuchado.— Usted sabía que intentaba escapar, ¿o no? Dewain era un chico decente que simplemente trataba de sobrevivir.

—No pudo ser por mi culpa —dijo Tracy, mientras los colores volvían a su rostro.

—Sí, Tracy, sí lo fue —dijo Kim enfática—. La sangre de Dewain Wright está en sus mugrientas pezuñas.

—Solo estaba haciendo mi trabajo. El mundo tiene derecho a saber.

Kim se le acercó aún más.

—Lo juro por Dios, Tracy, no descansaré hasta conseguir que lo más cerca que usted esté de la prensa sea repartiendo periódicos...

Sus palabras fueron interrumpidas por el sonido del móvil.

Tracy aprovechó la oportunidad para salir del alcance de Kim.

—Stone —contestó Kim.

—Te necesito en la comisaría. Ahora mismo.

El jefe de detectives Woodward no era el más cordial de los líderes, pero, por lo general, se tomaba el tiempo para un saludo conciso.

La mente de Kim se puso a trabajar a toda velocidad. Era domingo a mediodía y él mismo le había insistido en que se tomara el día libre. Y ya estaba cabreado por algún motivo.

—Estoy en camino, Stacey. Consígueme un vino blanco seco —dijo, y colgó el teléfono. Si el jefe se sentía confundido porque lo hubiera llamado Stacey, ya le daría una explicación más tarde.

No estaba dispuesta a revelar, de ninguna manera, que había recibido una llamada urgente de su jefe mientras se encontraba a un escupitajo de distancia de la reportera más despreciable que hubiera conocido.

Podía ser una de dos: o Kim se había metido en un problema de la ostia o había surgido algo muy gordo. Ninguno de los dos escenarios se beneficiaría de que esta miserable oyera la conversación.

Se volvió hacia Tracy Frost.

—No crea que hemos terminado. Encontraré el modo de que pague por lo que hizo. Se lo prometo —dijo Kim, abriendo la puerta del baño.

—Pagará por esto con su empleo —le gritó Tracy a la espalda.

—Inténtelo —le respondió Kim sobre el hombro. Un joven de diecinueve años había muerto anoche, y por ningún motivo. No eran los mejores días de la vida de Kim.

Y tenía el presentimiento de que las cosas estaban a punto de empeorar.

Capítulo 2

Kim aparcó la Ninja detrás de la comisaría de Halesowen.

La policía de las Tierras Medias Occidentales atendía a casi dos millones novecientos mil habitantes. Cubría las ciudades de Birmingham, Coventry y Wolverhampton, así como el área de Black Country.

La fuerza estaba dividida en diez unidades locales, incluyendo Dudley, el área de Kim.

Llegó al despacho del tercer piso. Llamó a la puerta, entró y se quedó paralizada.

No se sorprendió de que Woody estuviera sentado junto a la imponente figura de su jefe, el superintendente Baldwin.

Tampoco de que Woody llevara una camiseta polo, en vez de su camisa blanca normal con charreteras cargadas de insignias.

Fue porque, incluso desde la puerta, Kim podía advertir las gotas de sudor en la piel color caramelo que cubría la cabeza de su jefe. Era una ansiedad imposible de ocultar.

Ahora sí que estaba preocupada. Su jefe no sudaba nunca.

Cuatro ojos se posaron en ella mientras cerraba la puerta.

No era consciente de haber hecho nada que los enfadara. El superintendente Baldwin procedía de la casa Lloyd, la comisaría de Birmingham, y ella lo había visto con frecuencia. En televisión.

—¿Señor? —dijo ella, mirando al único hombre que significaba algo para ella en esa habitación. No era posible estar ante su jefe sin reparar también en la fotografía del hijo de veinte años en uniforme de marino. De esa corporación, Woody había recibido el cuerpo sin vida del joven dos años después de ser tomada la fotografía.

—Siéntate, Stone.

Ella avanzó y se sentó en la silla solitaria, abandonada en medio del espacio. Sus ojos iban ahora de uno al otro, buscando ansiosos una pista. La mayoría de las conversaciones entre ella y su jefe estaban precedidas por la necesidad de Woody de estrangular la pelota antiestrés que descansaba frente a él, sobre el escritorio. Por lo general, era una señal tranquilizadora de que, entre ellos, todo iba bien.

La pelota seguía en su lugar.

—Stone, hubo un incidente esta mañana: un secuestro.

—¿Confirmado? —preguntó ella de inmediato. Mucha gente desaparecía solo para reaparecer un par de horas más tarde.

—Sí, confirmado.

Aguardó con paciencia. Incluso ante un secuestro confirmado, Kim no estaba segura de por qué se encontraba frente al jefe de detectives y el jefe del jefe de detectives.

Por suerte, Woody no era proclive a las intrigas y misterios innecesarios, así que fue directamente al grano.

—Se trata de dos niñas.

Kim cerró los ojos y respiró hondo. Ahora entendía por qué el asunto había escalado la pirámide.

—¿Como la última vez, señor?

Aunque no había participado en la investigación, trece meses atrás, todos los miembros de la fuerza de las Tierras Medias Occidentales se habían interesado por el caso. Muchos habían colaborado en las búsquedas posteriores.

Kim sabía mucho del viejo asunto, pero le vino a la cabeza el dato más estrepitoso:

Una de las niñas no había regresado.

Woody trajo su atención al presente.

—A estas alturas, no estamos seguros. En principio, parece que sí. Las dos niñas eran mejores amigas y fueron vistas por última vez en el centro de ocio Old Hill. Una de las madres tenía que haberlas recogido a las doce y media, pero su coche fue inmovilizado.

»Ambas madres recibieron mensajes a las doce y veinte. Los secuestradores les confirmaron que tenían a las dos pequeñas».

Era la una y cuarto, apenas. Las niñas llevaban retenidas menos de una hora, pero la llegada del mensaje de texto significaba que no había necesidad de interrogar a los amigos ni a los vecinos, que no había la menor esperanza de que las niñas simplemente se hubieran ido a pasear. No estaban perdidas, las habían secuestrado, y el caso estaba muy vivo.

Kim se volvió al superintendente.

—Así que, ¿qué salió mal la última vez?

—¿Qué ha dicho? —preguntó él, sorprendido. Era obvio que no esperaba que ella lo interpelara directamente.

Kim estudió el rostro mientras el cerebro del hombre calculaba qué contestar. La capacitación policíaca para responder ante los medios en su más alta expresión. No había arrugas ni gotas de sudor en la línea del cabello. No era de extrañar. Por debajo de él había varios niveles de culpabilidad.

Como toda respuesta, Baldwin se la quedó mirando fijamente, advertencia de que mantuviera la boca cerrada.

Ella le devolvió la mirada.

—Vale, solo regresó una niña, así que, ¿qué salió mal?

—No creo que los detalles...

—Señor, ¿qué estoy haciendo aquí? —preguntó, dirigiéndose otra vez a Woody. Era un secuestro doble, un asunto del Departamento de Investigaciones Criminales, no algo local. La conducción de un caso de esa naturaleza se dividiría en varias secciones. Habría búsquedas de pistas, antecedentes, visitas puerta a puerta, circuitos cerrados de televisión y prensa. Woody jamás la pondría a cargo de la prensa.

Woody y Baldwin intercambiaron miradas.

Tenía el presentimiento de que la respuesta no sería de su agrado. Su primera conjetura era que su equipo estaría destinado a ayudar. Así que tendrían que olvidarse de la carga de trabajo de ataques sexuales, violencia doméstica, fraudes e intentos de homicidio que los tenían ocupados, así como de las declaraciones finales del caso de Dewain Wright.

—Quieren que mi equipo esté en la búsqueda...

—No habrá búsqueda, Stone —dijo Woody—. Estamos emitiendo un apagón mediático.

—¿Cómo dice?

Era algo prácticamente inaudito en los casos de secuestro. Por lo general, la prensa se enteraba en minutos.

—No se ha transmitido nada a través de las frecuencias de radio y, por el momento, los padres no han dicho una palabra.

Kim asintió en señal de que lo entendía. Si mal no recordaba, la última vez habían intentado lo mismo, pero la noticia terminó por colarse hacia el tercer día. A las pocas horas, la niña sobreviviente apareció deambulando por la carretera, en tanto que la otra simplemente no apareció más.

—Todavía me siento confundida en cuanto a...

—Nos están pidiendo que te encargues del caso, Stone.

Pasaron diez segundos, el tiempo que Kim estuvo esperando el remate.

Pero no llegó.

—¿Señor?

—Por supuesto, algo así es imposible —dijo Baldwin—. Definitivamente, usted no es la persona idónea para encargarse de una investigación de esta magnitud.

Aunque Kim no estaba en desacuerdo, se sintió tentada a mencionar el caso Crestwood, donde ella y su equipo terminaron capturando al asesino de cuatro adolescentes.

Ella giró en su asiento y se dirigió exclusivamente a Woody.

—¿Quién lo pide?

—Una de las madres. Pidió que fueras tú, específicamente, y no está dispuesta a hablar con nadie más. Necesitamos que te encargues de los detalles preliminares en lo que organizamos un equipo. Vendrás aquí de inmediato a rendir informes y harás tus entregas al oficial encargado.

Kim asintió en señal de que entendía el procedimiento, pero su pregunta aún no estaba completamente respondida.

—Señor, ¿me puede decir los nombres de las niñas y el nombre de la madre?

—Las niñas son Charlie Timmins y Amy Hanson. Quien ha pedido que te implicaras ha sido la madre de Charlie. Se llama Karen y dice que es tu amiga.

Kim agitó la cabeza sin entender. Eso era imposible. No conocía a ninguna Karen Timmins y, en definitiva, no tenía amigas.

Woody consultó una hoja de papel que tenía sobre el escritorio.

»Perdona, Stone. Quizás conozcas mejor a esta mujer por su nombre de soltera. Se llamaba Karen Holt.

Kim sintió que la espalda se le ponía rígida. Ese nombre vivía en un lugar seguro de su pasado, uno que rara vez visitaba.

»Stone, tu semblante dice que, de hecho, conoces a esta mujer».

Kim se puso de pie y dirigió su mirada únicamente a Woody.

—Señor, me haré cargo de los interrogatorios preliminares y se los haré llegar al oficial encargado que me señale, pero le aseguro que esa mujer no es mi amiga.

Capítulo 3

Kim condujo la Ninja hasta delante de la cola serpenteando a través del tráfico. Cuando la luz amarilla estaba a punto de iluminarse, aceleró el motor y atravesó la intersección a toda velocidad.

En la siguiente mediana, su rodilla besó el pavimento a sesenta kilómetros por hora.

Mientras conducía hacia el sur, se iba alejando del corazón de Black Country, la región así llamada por la veta de hierro y carbón de diez metros de espesor que afloraba en varios lugares.

Antiguamente, muchos habitantes del área poseyeron pequeñas explotaciones agrícolas, pero complementaban sus ingresos trabajando como fabricantes de clavos o herreros. Hacia 1620, había veinte mil herreros a quince kilómetros a la redonda del castillo Dudley.

La dirección que le dieron fue una sorpresa para Kim. Nunca habría imaginado a Karen Holt viviendo en una de las áreas más selectas de Black Country. De hecho, estaba un tanto sorprendida de que la mujer siguiera viva.

A medida en que avanzaba por Pedmore, las fincas comenzaban a apartarse de la carretera. Las parcelas se hacían más grandes; los árboles, más altos, y las casas, más separadas entre sí.

El área había sido originalmente un pueblo en la campiña de Worcestershire, pero había terminado por fundirse con Stourbridge tras una abundante construcción de casas durante el período de entreguerras.

Dejó la carretera de Redlake y entró en un camino que crujía bajo los neumáticos de la motocicleta. Rodó hasta la vivienda y soltó un silbido dentro de su cabeza.

La casa unifamiliar era de estilo victoriano, con doble fachada y perfectamente simétrica. Los ladrillos blancos parecían recientemente pintados.

Kim detuvo la motocicleta ante un pórtico adornado que sostenía un balcón con balaustrada. A ambos lados había ventanas saledizas.

Era una de esas casas que a todo el mundo comunican tu éxito. Y Kim no hacía sino preguntarse qué demonios había hecho Karen Holt para llegar ahí. Si Bryant hubiera estado con ella jugando a su acostumbrado pasatiempo de «adivina el valor de la casa», la postura inicial no habría sido menos de un millón y medio de libras.

Junto a una Range Rover plateada había un Vauxhall Cavalier sin marcas. Una rápida evaluación le confirmó que la casa no podía examinarse desde ningún lado. Mientras avanzaba, iba tomando notas mentales que transmitiría a quien Woody nombrara oficial encargado.

Le abrió la puerta principal un agente de la policía a quien Kim pudo reconocer por un caso anterior. Entró en un vestíbulo de recepción con un suelo de baldosas Minton. Dominaba el centro del espacio una mesa redonda de roble que sostenía el jarrón de flores más alto que jamás hubiera contemplado. Había una sala de recepción a cada lado del pasillo.

—¿Dónde está? —preguntó al agente.

—En la cocina, Marm. La madre de la otra niña también está aquí.

Kim asintió y siguió de frente, más allá de la amplia escalera. Una mujer se encontró con ella a la mitad del camino. Por parte de Kim, el reconocimiento tardó un poco en llegar, pero, en el rostro de la mujer que tenía enfrente, fue instantáneo.

Karen Timmins se parecía muy poco a Karen Holt.

Los vaqueros recortados, que alguna vez se acomodaron a todas las curvas disponibles, habían sido reemplazados con unos elegantes pantalones de pierna estrecha. Los tops bajos y ajustados, que antes apenas sujetaban sus pechos, eran ahora un jersey de cuello en V que insinuaba lo que había debajo, en vez de gritarlo a voz en cuello.

El cabello teñido de rubio había sido devuelto a su color marrón natural. Estaba cortado con estilo alrededor de un rostro que, aunque atractivo, no era espectacular.

Algo de cirugía había habido. No mucho, pero lo suficiente para producir cambios significativos en la cara. Kim supuso que se habría operado la nariz. Karen siempre detestó su nariz, y sí que había ahí mucho qué detestar.

—Kim, gracias a Dios. Gracias por venir. Gracias.

Kim dejó que le apretara la mano por tres largos segundos antes de retirarla.

Apareció una segunda mujer a un lado de Karen. El terror en sus ojos cedió un poco de espacio a la esperanza.

Karen se hizo a un lado.

»Kim, te presento a Elizabeth, es la madre de Amy».

Kim hizo una señal de asentimiento a esa mujer de ojos ennegrecidos por el rímel emborronado. Su cabello era un elegante casco de color castaño. Pesaba unos cuantos kilos más que Karen y vestía de chinos color crema y un jersey de tonos cereza.

—¿Y tú eres la madre de Charlie? —preguntó Kim.

Karen asintió con ansias.

—¿Ya las encontró? —preguntó Elizabeth, casi sin aliento.

Kim negó con la cabeza mientras las conducía de vuelta a la cocina.

—He venido a recoger los detalles iniciales para el...

—¿No nos ayudarás a encontrar...?

—No, Karen. En este momento se está formando un equipo. Solo estoy aquí por los detalles iniciales.

Karen abrió la boca para hacer reclamaciones, pero Kim levantó la mano y le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Puedo prometerte que los mejores agentes serán asignados para trabajar contigo, con mucha más experiencia en este tipo de casos. Cuanto antes me deis los detalles, más rápidamente podré transmitírselos y hacer que vuestras hijas vuelvan seguras a casa.

Elizabeth asintió, pero Karen entrecerró los ojos. Sí, esa era una mirada que Kim reconocía bien.

Y al igual que cuando eran adolescentes, Kim no le prestó atención.

—¿Les han enviado mensajes? —preguntó.

Ambas le tendieron sus móviles. Cogió primero el de Karen y leyó las frías y negras palabras.

No hay necesidad de apresurarse. Charlotte no volverá hoy a casa. Esto no es una broma. Tengo a su hija.

Kim le devolvió el teléfono a Karen y cogió el de Elizabeth.

Amy no volverá hoy a casa. Esto no es una broma. Tengo a su hija.

—Vale. Contadme lo que ha sucedido, con toda exactitud —dijo, y devolvió el móvil.

Las dos mujeres se sentaron a la barra del desayuno. Karen tomó un sorbo de café y habló.

—Las dejé en el centro de ocio esta mañana...

—¿A qué hora?

—A las diez y cuarto. La clase comienza a las diez y media y termina a las doce y cuarto. Siempre llego a recogerlas a las doce y media.

Kim podía percibir la emoción en la voz, mientras la mujer se resistía a llorar. Elizabeth puso su mano sobre la mano libre de Karen y la instó a continuar.

Karen tragó saliva.

—Justo a la hora, salí de la casa para ir a recogerlas. Siempre me esperan en el área de recepción hasta que llego. Mi coche no quiso arrancar... Entonces recibí el mensaje.

—¿Tienes una cámara de seguridad en tu casa? —preguntó Kim. Tenía que suponer que el problema del coche había sido provocado y que alguien se había metido en su propiedad.

Karen negó con la cabeza.

—¿Por qué habría de tenerla?

—No vuelvas a tocar el coche —le ordenó Kim—. Los técnicos forenses podrían encontrar alguna cosa. —Era posible, pero no probable.— Los secuestradores conocían bien tu rutina.

Elizabeth levantó la cabeza.

—¿Más de un secuestrador?

Kim asintió.

—Eso me inclino a pensar. Sus hijas tienen nueve años. Manejarlas juntas no es fácil. Sería complicado controlar una lucha entre un adulto y dos niñas. Habría habido escándalo.

Elizabeth hizo un leve ruido, pero no era algo que Kim pudiera evitar. Llorar no las traería de vuelta; si así fuera, ella misma estaría soltando unas cuantas lágrimas.

—¿Habéis notado alguna cosa extraña recientemente? ¿Caras conocidas o coches que aparecen?, ¿quizás la sensación de ser vigiladas?

Las dos mujeres negaron con la cabeza.

—¿Alguna de vuestras hijas mencionó algo diferente, quizás que se le hubiera acercado un extraño?

—No —dijeron al unísono.

—¿Los padres de las niñas?

—Vienen de regreso del golf. Conseguimos ponernos en contacto con ellos justo antes de que tú llegaras.

Eso respondía todas las interrogantes. Era evidente que ambos padres seguían apareciendo en la foto, así que cualquier batalla por la custodia era improbable. Y eso también le decía que ambas familias estaban muy unidas.

—Por favor, sed muy francas conmigo. ¿Os habéis puesto en contacto con alguien más, amigos o parientes?

Ambas negaron con la cabeza, pero fue Karen quien habló.

—El policía con quien hablamos nos dijo que no lo hiciéramos hasta que alguien se pusiera en contacto con nosotras.

Buen consejo, dado que el secuestro estaba confirmado. No se habían perdido. Se las habían llevado.

—¿Qué debemos hacer, inspectora? —preguntó Elizabeth.

Kim sabía que sus instintos naturales las espolearían a buscar, moverse, caminar, actuar, hacer algo. Las niñas habían estado ausentes alrededor de una hora y media. Y la cosa se iba a poner mucho peor.

Negó con la cabeza.

—Nada. Tenemos que suponer que este ha sido un secuestro planeado por gente que sabe exactamente lo que hace. Conocen vuestras rutinas y os han vigilado de cerca. Lo más probable es que las niñas hubieran sido atraídas lejos de la entrada del centro de ocio de una de estas tres maneras: la primera es a través de un conocido; la segunda, por una persona que perciben como digna de confianza, y la tercera, mediante una promesa.

—¿Una promesa? —preguntó Karen.

Kim asintió.

—Vuestras hijas son demasiado grandes para persuadirlas con golosinas, así que más bien sería un perrito o un gatito.

—Madre mía —suspiró Elizabeth—, Amy lleva meses pidiéndome un gatito.

—Muy pocos niños pueden resistir una tentación así —explicó Kim—. Por eso funciona. —Respiró hondo.— Escuchad: habrá un apagón mediático en este asunto.

En ese momento, no tenían que saber las razones. Mientras menos supieran del caso anterior, mejor.

Kim prosiguió:

»Así que no habrá búsqueda. No tiene sentido. No las encontraremos mediante una persecución. El crimen ha sido planeado y ya se pusieron en contacto. Vuestras hijas no están por ahí, en el campo, a la espera de que las encontremos».

—Pero ¿qué quieren? —preguntó Karen.

—Estoy segura de que os lo dirán, pero, mientras no lo hagan, tenéis que guardar silencio. No podéis contarlo ni a los miembros de vuestras familias. No hay excepciones. Si la prensa llegara a enterarse, la investigación tomaría un rumbo completamente distinto. Que haya cientos de personas recorriendo la zona no os devolverá a vuestras hijas.

Kim podía percibir la indecisión en sus rostros. Muy pronto, esa lucha tendría que librarla alguien más; pero, por ahora, sentía la urgencia de decirles que permanecieran en silencio. Al menos hasta que ella estuviera de regreso en la comisaría y el problema quedara en otras manos.

»La reacción natural podría ser poner a todos vuestros conocidos al acecho, así como vosotras quisierais salir a buscarlas, pero eso no sería nada bueno. —Kim se puso de pie.— El oficial encargado estará aquí muy pronto. Podéis aprovechar este tiempo para hacer listas de las personas con quienes tendréis que poneros en contacto para explicar las ausencias de vuestras hijas y las de vosotros mismos.

Karen parecía aturdida.

—Pero yo quiero... ¿No puedes...?

Kim negó con la cabeza.

—Necesitas a alguien que tenga más experiencia en casos de secuestro.

—Pero yo quiero que...

Justo en ese momento, un niño comenzó a llorar en la habitación contigua. Elizabeth echó atrás su silla. Kim la siguió en su camino a la puerta principal.

Karen la agarró del brazo.

—Por favor, Kim...

—Karen, no puedo encargarme del caso. No tengo ninguna experiencia. Lo lamento, pero te prometo que el oficial encargado hará todo lo posible...

—¿Esto es por lo mucho que me odiabas entonces?

Kim se quedó azorada. Las palabras no eran erróneas, pero Kim no se dejaría influir por algo así cuando las vidas de dos niñas estaban en peligro.

Sintió una creciente frustración por su incapacidad de ayudar a la desesperada mujer; sin embargo, los superiores habían dejado su posición perfectamente clara.

—¿Por qué, Karen? ¿Por qué yo?

Karen esbozó media sonrisa.

—¿Recuerdas cuando nos pusieron con la familia Price y las zapatillas de Mandy se agujeraron? Le pediste un nuevo par a Diane y ella dijo que no.

Mandy había sido una niña tímida que rara vez hablaba. Las plantas de sus pies se habían rozado y las tenía adoloridas por la grava, con un poco de sarpullido.

—Por supuesto que me acuerdo —dijo Kim. Para ella, había sido la familia de acogida número siete. La última.

—Recuerdo lo que hiciste. Averiguaste cuánto les pagaban por cuidarnos. Entonces escribiste lo que gastaban en la compra, en la facturas y el alquiler.

Sí, Kim había observado lo que descargaban cada sábado por la mañana y después había ido al supermercado para hacer la suma. Se había quedado hasta muy tarde una noche para revisar las cuentas de la casa.

»Al cabo de un mes, te presentaste con una hoja de papel que pensabas enviar a los servicios sociales.

La familia se quedaba siempre con los chicos más grandes, por los que recibían más dinero. Eran profesionales del cuidado.

»Todavía recuerdo bien lo que sucedió cuando te enfrentaste a ellos —dijo Karen con una sonrisa que ni siquiera se acercó a sus ojos—. Zapatillas nuevas para todas. —Movió la cabeza de un lado al otro.— Entonces no sabíamos nada de ti, Kim. No decías la menor cosa de tu pasado; de hecho, apenas hablabas, pero había en ti una gran determinación».

Kim le devolvió una breve sonrisa.

—¿Así que quieres que dirija este caso porque te conseguí un par de zapatillas nuevas?

—No, Kim. Quiero que dirijas este caso porque sé que, si tú decides ayudarnos, yo volveré a encontrarme con mi hija.

Capítulo 4

No había nadie con Woody veinte minutos después, cuando Kim golpeó la puerta y entró en el despacho.

—Señor, lo quiero —dijo ella.

—¿Qué quieres, Stone? —preguntó él, apoyándose en el respaldo de la silla.

—El caso. Yo quiero ser la oficial encargada.

Woody se frotó la barbilla.

—¿Escuchaste al superintendente cuando dijo...?

—Sí, alto y claro, pero se equivoca. Haré que esas niñas vuelvan a casa, de manera que, si simplemente me dijera qué culos tengo que besar...

—Eso no será necesario —dijo él, cogiendo la bola antiestrés.

Maldita sea, había perdido sin siquiera empezar el discurso de venta. Pero ya alguna vez se había aferrado a la victoria estando en las fauces de la derrota.

—Señor, soy tenaz, determinada, decidida... —Él se la quedó mirando y ladeó la cabeza.— Soy persistente, obstinada...

—Sí, sí, eres todo eso Stone —opinó él.

—No comeré ni dormiré ni beberé hasta que...

—Vale, Stone, es tuyo.

—Nadie trabajaría más duro que... ¿Qué ha dicho?

Él se enderezó y soltó la pelota.

—El superintendente y yo hemos tenido toda una conversación después de que te fuiste. Le dije muchas de esas palabras. Entre otras. Le aseveré que, si alguien es capaz de devolver esas niñas a sus casas, esa eres tú.

—Señor, yo...

—Pero nuestras cabezas, la tuya y la mía, están comprometidas, Stone. El superintendente no se hará responsable de ningún error; especialmente después de lo que sucedió la última vez. No tenemos el menor margen de maniobra en este caso. Un paso en falso y estaremos fuera, los dos. ¿Me has entendido?

Kim agradecía la fe que Woody había puesto en sus habilidades y no lo defraudaría. Trató de imaginarse la conversación que había tenido lugar entre su jefe y el superintendente. El hombre que tenía enfrente debió de haberla defendido con pasión para convencer a Baldwin.

—¿Qué necesitas? —preguntó él, y cogió el bolígrafo.

Ella respiró hondo.

—Los archivos completos del último caso. Eso me dirá todo lo que necesito saber acerca de cómo fue llevada esa investigación.

—Andando. ¿Qué más?

—Quiero al mismo funcionario de enlace familiar.

Él escribió la petición, y sería difícil, pero, para ella, era imprescindible. El funcionario de enlace había estado con las familias día y noche. Sería capaz de ofrecer una visión de los acontecimientos y advertirla sobre cualquier similitud.

—Me pondré a ello. ¿Qué más?

—Tengo la intención de poner mi base en la casa de los Timmins. Desde ahí dirigiré la investigación.

—Stone, eso no es verdaderamente...

—Así tiene que ser, señor. Debo estar disponible. El primer mensaje fue de texto. No sabemos si ese seguirá siendo el medio de comunicación y tendré que estar ahí todo el tiempo, lista para actuar ante cualquier novedad.

Él lo pensó por un momento.

—Necesito que el superintendente Baldwin me dé el visto bueno, pero eso es asunto mío, no tuyo. Espero que se me mantenga debidamente informado, y ese es mi nivel apropiado de comunicación, no el tuyo.

—Por supuesto —accedió ella. Se puso de pie y se dirigió a la puerta.

—Tengo que convocar a mi equipo.

—Te esperan allá arriba.

Kim frunció el ceño.

—Señor, ¿no es verdad que acabo de pedirle el caso?

—Los llamé en cuanto saliste de aquí. No tienen ni idea de para qué, así que te toca ponerlos al corriente.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Cómo podía estar tan seguro?

—Porque te dijeron que este asunto no podía ser tuyo, y eso no te gusta nada.

Kim abrió la boca y volvió a cerrarla. Por una vez, no podía estar en desacuerdo.

Capítulo 5

Kim entró en la sala de su escuadrón y cerró la puerta. La atención de todo el equipo estuvo sobre ella de inmediato. Esa puerta rara vez tocaba el marco.

—Buenas tardes, jefa —dijeron al unísono.

Hizo una rápida valoración. Sí, Woody tenía razón cuando dijo que los había llamado a todos.

El sargento detective Bryant todavía llevaba la camiseta de rugby del entrenamiento vespertino, junto con una mancha de suciedad bajo el ojo izquierdo. Aunque su complexión natural era adecuada para jugar al rugby, ahora se encontraba en el lado equivocado de los cuarenta y cinco años como para salir ileso del campo. Eso ya se lo habían dicho, en numerosas ocasiones, tanto su esposa como Kim.

El sargento detective Dawson tenía el aspecto impecable de todos los días. Siendo de los que opinan que uno es juzgado por su atuendo, Dawson se aseguraba de que su estatura de uno ochenta estuviera todo el tiempo vestida de la manera más adecuada. Incluso en un día de descanso, su impecable vestimenta ostentaba los resultados de su fidelidad al gimnasio. Si Kim tuviera que adivinar, diría que había jugado squash por la mañana, se había duchado y luego cambiado de ropa, antes de prepararse un refrigerio líquido con sus compañeros. Ni qué decir.

A diferencia de los otros, la asistente de detective Stacey Wood estaba vestida para el trabajo en pantalones azul marino y una blusa blanca sencilla, señal de que, probablemente, estaba en su casa, absorta en su ordenador, luchando contra brujos y duendes en World of Warcraft.

Kim se sentó en el borde del escritorio desocupado que estaba frente a frente con el de Bryant.

Dawson echó un vistazo a la puerta cerrada.

—¿Mierda, Jefa, qué hicimos?

—En tu caso, estoy segura de que algo se me podría ocurrir, pero, en esta rara ocasión, no hemos sido nosotros.

—Aleluya —dijo Bryant.

—Fantástico —dijo Stacey en su dialecto de Black Country.

—Vale. Antes que nada, ¿cómo está vuestra situación alcohólica? Sí, era domingo, pero ahora estaba convertido en un día laboral.

—Seca como un hueso —respondió Stacey.

—Nada —dijo Bryant.

—Casi —gruñó Dawson.

Y la propia Kim no había tocado una gota desde los dieciséis años, así que estaban listos.

—Vale. Sé que Woody os ha tenido en tinieblas, pero esta es la razón —respiró hondo—: Hace un par de horas secuestraron a dos niñas en el centro de ocio Old Hill. Confirmado. Las niñas eran mejores amigas, al igual que los padres. —Hizo una pausa para darles a todos tiempo de digerir la información.

Bryant miró la puerta cerrada.

—¿Apagón de prensa y apagón en la corporación de policía, jefa?

Kim asintió.

—Allá, solo cuatro personas lo saben, y han jurado guardar el secreto. No transmitiremos nada por la radio. No podemos arriesgarnos a que esto se sepa.

—¿Cómo se confirmó? —preguntó Dawson.

—Ambas madres recibieron mensajes de texto.

—Maldita sea —susurró Stacey.

—¿No habrá búsqueda, entonces? —preguntó Bryant.

Como padre de una adolescente, su instinto natural era salir a buscar.

—No, estamos lidiando con profesionales. Por el momento, sabemos que las niñas tenían que ser recogidas a las doce y media. Los mensajes de texto llegaron dieciséis minutos después de las doce. El coche de la madre encargada de recogerlas ha sido manipulado.

—Jefa, esto suena terriblemente conocido.

—Estoy de acuerdo. Todos sabemos que quien estuvo detrás del secuestro del año pasado nunca fue capturado. Podría tratarse de la misma persona o de un criminal de imitación.

—¿Qué podemos esperar? —preguntó Stacey.

Kim no estaba segura. Si, de hecho, se trataba de la misma gente, habrían aprendido de la experiencia anterior. Habrían refinado sus habilidades. Tendrían planes de respaldo, salidas estratégicas. Pero, por otro lado, Kim podría descubrir cómo habían actuado, estudiar su metodología a partir de las notas del secuestro previo.

—Jefa, ¿qué fue lo que falló la vez anterior? —preguntó Bryant.

—No lo sé, aunque estoy segura de que lo averiguaremos. —Kim respiró hondo.— Escuchad, chicos, esto se va a poner pesado. Trabajaremos en la casa de los Timmins, entre unos padres angustiados, hasta que consigamos traer a esas niñas de regreso.

—¿No deberías decir «si conseguimos traerlas de regreso», jefa? —preguntó Dawson.

Kim se giró para mirarlo.

—No, Kev, quiero decir «cuando lo logremos».

Él asintió y apartó la mirada.

No supondría la derrota antes de comenzar. El equipo anterior había conseguido un éxito del cincuenta por ciento, y aun eso había sido por defecto. Los secuestradores habían dejado ir a la niña. Kim no permitiría que un solo miembro de su equipo entrara a esa casa asumiendo que todo estaba perdido.

—Los familiares querrán algo de vosotros. Pensarán que sabéis algo que ellos no saben. Querrán enterarse de todo. Tendremos que guardar cierta distancia. Nuestro trabajo no es convertirnos en sus amigos ni en una extensión de su familia; no somos terapeutas ni sacerdotes. Estaremos ahí para encontrar a las niñas. —Miró directamente a Dawson.— A las dos.

Dawson asintió.

—Venga, Stace, quiero que hagas una lista de equipos de control remoto y telefonía móvil. Incluye todo lo que creas que pudiéramos necesitar y llévasela a Woody. Él se asegurará de conseguirlo.

Stacey asintió y comenzó a teclear en su ordenador.

—Kev, quiero que vayas a la casa Lloyd y que te conviertas en un verdadero fastidio hasta que te entreguen todos los expedientes del caso. Woody ya los ha pedido, pero los necesitamos tan pronto como sea posible.

—Enterado, jefa.

—Bryant, por el amor de Dios, ve a tu casa y cámbiate. Consigue un candado y un taladro y ven a ayudar a Stacey con el equipo.

Bryant se puso de pie. Stacey y Dawson se echaron a reír y Kim siguió sus miradas con horror.

»Bryant, tienes que estar de coña».

El detective se había apartado del escritorio, dejando a la vista unos pantaloncillos cortos negros y unas piernas que parecían salidas de un zoológico.

—Woody nos dijo que viniéramos a las oficinas enseguida, jefa.

—Kim ocultó una sonrisa y apartó la mirada.

—Por favor, Bryant, vete ahora mismo.

Antes de que Kim dijera nada más, él ya estaba en la puerta.

—Ah, y ni siquiera tengo que recordaros que no habléis con nadie de este caso. Sabéis a qué me refiero.

Asintieron en señal de que reconocían la advertencia. A veces, incluso los familiares debían mantenerse en penumbras sobre los asuntos del trabajo.

Kim fue al Tazón, una estructura de vidrio y madera que estaba a la derecha, en el rincón más alejado de la sala, y que, supuestamente, era su despacho privado. Tenía el tamaño de un ascensor decente y lo usaba solo para las reprimendas ocasionales. Kim pasaba la mayor parte del tiempo sentada en el escritorio sobrante, entre los miembros de su equipo.

Se giró y miró a sus colegas ponerse en acción. Entre los miembros de su equipo no había lugar para los titubeos.

Cualquier duda sería toda suya.

Capítulo 6

Kim llegó a la casa de los Timmins cuando la oscuridad amenazaba por caer, algo que no mejoraría el estado de ánimo de los padres. Los primeros días de marzo se afanaban en dejar atrás las temperaturas de febrero. Todos los días, desde la media tarde, ofrecían una larga noche.

Kim llamó y entró. Un agente de la policía estaba sentado detrás de la puerta.

—¿Ha habido algo relevante?

Él se puso de pie como si se dirigiera a un sargento mayor.

—Los esposos regresaron. Ha habido gritos y mucho más llanto.

Kim asintió y se dirigió a la cocina.

Karen apareció frente a ella en el pasillo. Tenía las manos fuertemente apretadas contra el pecho.

—Kim, tú serás...

—La oficial encargada de este caso —terminó la frase medio sonriente.

Karen asintió agradecida y la condujo a la cocina.

—Joder, ya era hora, inspectora. ¿Ya encontró a mi hija?

—Stephen —protestó Karen.

—No hay problema —dijo Kim, alzando las manos. La familia tendría que gestionar muchas emociones, y la cólera encabezaba la lista.

Rápidamente negó con la cabeza.

En esa habitación funcionaban dos zonas horarias completamente distintas. Para ella, las últimas horas se habían ido a toda velocidad, en tanto que para los padres habían sido toda una vida.

La frustración y la rabia formaban parte de sus expectativas. Habría acusaciones y desconfianza, y Kim estaba en la mejor disposición de aceptarlo todo. Hasta cierto punto.

Se enfrentó al hombre que había hablado. Su cabello era tan negro como el suyo y no mostraba una sola cana. Cargaba con unos diez kilogramos de más y tenía las manos muy bien cuidadas.

Karen le dedicó una mirada fulminante al hacer las presentaciones:

—Kim, te presento a Stephen Hanson, el esposo de Elizabeth. Este es Robert, mi esposo.

Kim ocultó su sorpresa. Robert Timmins medía un metro ochenta y cinco. Ella sabía que Karen tenía su misma edad, treinta y cuatro años, pero Robert parecía considerablemente mayor.

No era un hombre carente de atractivo. Parecía mantenerse en forma. Las canas en las sienes iban bien con su rostro abierto y franco. Su mano derecha, protectora, estaba apoyada en el hombro de Karen.

No era la clase de hombre con quien Kim habría imaginado que Karen haría su vida. En su adolescencia se había inclinado por los chicos malos. Sus criterios incluían tatuajes, perforaciones y la ostentación de una Orden de Comportamiento Antisocial.

Para Karen, había uno en particular. Otro chico en los servicios asistenciales de cuya órbita era incapaz de escapar. Durante la adolescencia, los dos se habían separado y chocado en numerosas ocasiones. Y, cada vez que él la golpeaba, ella juraba no volver. Después de la cuarta o quinta vez, ya nadie estaba dispuesto a escucharla.

—Encantada de conocerlos. Ahora, para ponerlos al día, me he reunido con mi equipo, quienes llegarán aquí dentro de los próximos...

—¿Dónde coño están buscando? ¿Dónde están los equipos, los helicópteros? —gritó Stephen Hanson mientras avanzaba hacia ella.

Kim no se movió un milímetro. Él se detuvo justo en la frontera de su espacio personal.

La miró de arriba abajo.

—Así que esto es lo que tenemos, qué cojones.

Aunque Elizabeth había tenido la delicadeza de bajar la mirada, Kim podía sentir entre ellos la esperanza de que, de alguna manera, esos gritos precipitaran el regreso de las niñas.

—Señor Hanson, tenemos un apagón mediático en esta historia. Muy poca gente sabe que su hija ha sido secuestrada.

Los ojos del hombre destellaron ante el tono calmado y mesurado de la detective.

—¿Así que no están haciendo nada?

—Señor Hanson, le ruego que se tranquilice. Que la prensa esté encima de todo esto no hará que las niñas regresen.

Los otros tres observaban el intercambio. Cada momento explicaba mejor la dinámica de ese grupo.

Stephen Hanson se estaba atribuyendo el papel de héroe. Kim entendía que su instinto cavernícola era proteger y ponerse al mando.

—¿Cómo coño no va a ser beneficiosa una búsqueda? Si el público lo supiera, vendrían a decirnos cosas.

—¿Cómo qué?

—Un hombre metiendo a dos niñas en un vehículo —dijo, como si le hablara a un niño.

—¿No cree que eso ya lo habrían denunciado? —respondió Kim, arqueando una ceja.

Él dudó.

—Esa no es la cuestión. Las personas no piensan en lo que pudieron haber presenciado hasta que se hace público.

—Lo más que podríamos conseguir interrogando a los testigos es que las hubieran visto en el lugar del secuestro. Esa información ya no nos es útil, puesto que tenemos la certeza de que han sido secuestradas. A menos que pudieran decirnos el número de la matrícula, la descripción del delincuente y el lugar hacia donde se dirigían, la información no compensaría las consecuencias.

Stephen Hanson movió la cabeza de un lado al otro.

—Lo lamento, pero no podría estar más en desacuerdo con usted. Pienso encontrar a mi hija, aunque tenga que llamar a todos los medios informativos del país. —Cogió su móvil.

—No puedo impedir que haga lo que usted considere conveniente, pero, una vez que haga esa llamada, dejará sellado el destino de su hija —dijo Kim en un tono mesurado.

Él vaciló por un momento mientras las dos mujeres daban un grito ahogado.

Robert Timmins dio un paso al frente.

—Stephen, deja el teléfono. —Hablaba con voz calma, tranquila y llena de autoridad. Rompió la tirantez que reinaba en la habitación.

Stephen se volvió a su amigo.

—Venga, Rob, no puedes estar de acuerdo...

—Creo que deberías escuchar lo que la inspectora tiene que decirnos. En cuanto hagamos la llamada, ya no habrá vuelta atrás, aunque es algo que podríamos considerar más adelante.

—Para entonces, podrían estar jodidamente muertas —explotó. A Stephen no le gustaba que nadie le dijera qué hacer, evidentemente. Pero aún no había pulsado ningún botón.

—Podrían estar muertas ya —dijo Robert calmadamente. Elizabeth y Karen gritaron. Robert apretó los hombros de su mujer para tranquilizarla—. No lo creo, pero no se me ocurre ningún escenario en que pudiéramos beneficiarnos de tener a los de Sky News estacionados en el césped.

Kim podía sentir la ira controlada de Stephen.

Intervino.

—Escuchen. Sus hijas están vivas. Este no ha sido el arrebato aleatorio de un oportunista. Fue planeado y habrá contingencias.

»¿Recuerdan el año pasado, cuando secuestraron a dos niñas de Dudley? —Las dos mujeres asintieron.— Hasta el momento, esto es muy parecido a lo que sucedió entonces. No conocemos los pormenores, pero solo una de las chicas se salvó. Nunca encontramos el cuerpo de la segunda.

»Se decretó un bloqueo de prensa, pero la noticia salió a la luz al tercer día. Quizás se asustaron con tanta notoriedad e hicieron algo precipitado. Eso no es lo que queremos esta vez. Los secuestradores ya se pusieron en contacto. Ustedes saben que se las llevaron por algún motivo y que no fue un acto azaroso de pedofilia.

Kim no hizo caso al horror en los rostros. Tenían que saber la verdad y, desafortunadamente, la suya no venía envuelta en té y compasión.

»Se pondrán en contacto. Quieren algo de uno de ustedes o de todos. Lo más lógico es suponer que quieren dinero, pero no podemos descartar otras cosas.

Por fin, tenía la atención de todos.

»¿Alguno de ustedes tiene un enemigo en quien pudiera pensar? ¿Empleados descontentos, clientes, miembros de la familia? Tendríamos que tomar a todos en cuenta».

—¿Sabe a cuánta gente cabreo cada semana? —preguntó Stephen Hanson.

«Quizás no a tantos como yo», pensó Kim.

»Soy fiscal de la corona para el crimen organizado».

En otra situación, ella le habría dicho que no cabreaba a tantos como debía.

La división de la fiscalía de la corona para la que él trabajaba, esto Kim lo sabía bien, era un brazo aparte de los abogados que se encargaban de los casos en que a ella le tocaba participar; eso explicaba que nunca se hubieran conocido.

La relación entre la mayoría de los policías y la fiscalía de la corona era tensa, en el mejor de los casos. No había nada peor que trabajar en un asunto por semanas, meses e incluso años y que el procedimiento se suspendiera por motivos probatorios.

—¿Cuántos de sus adversarios tendrían recursos como para montar algo así? —preguntó—. Esto no es como arrojar un ladrillo a una ventana, señor Hanson.

—Haré una lista —dijo él.

Su cambio de actitud llegó con esa promesa de tener una participación proactiva. Kim tomó una nota mental: había que tener ocupado a Stephen Hanson.

—¿Y usted, señora Hanson?

Ella se encogió de hombros con impotencia.

—Yo solo soy una asistente legal, pero lo pensaré.

—¿Señor Timmins?

Su rostro se contrajo en un pensamiento profundo.

—Soy propietario de una compañía de transporte. Tuve que echar a unas cuantas personas hace unos siete meses, pero no creo que...

—Necesito sus nombres. Tendríamos que descartarlos a todos.

Se hizo un silencio.

—¿Karen?

Ella negó con la cabeza.

—Nada, en absoluto. Soy un ama de casa. —Se encogió de hombros, como si eso fuera suficiente.

—¿Algo en tu pasado? —preguntó Kim con toda intención.

—No, definitivamente —respondió ella, solo que un poco demasiado rápido. Al darse cuenta de la inmediatez y contundencia con que había respondido, añadió—: Pero lo pensaré, desde luego.

—Por ahora, lo último que quiero pedirles es que mañana por la mañana tengan preparada una lista de llamadas telefónicas. Lo que digan acerca de las niñas tiene que coincidir para que nadie sospeche nada, ¿entendido?

Todos asintieron y Kim respiró aliviada. Estaban cooperando. Por ahora. Eso no duraría mucho. Tenían cosas que hacer, cosas en qué pensar que podrían ayudar al regreso de sus hijas; pero, mientras sus emociones recorrían todo el espectro, ella y su equipo estarían en el extremo receptor.

Salió al salón a dar un respiro. En ese momento, el timbre sonó por toda la casa.

El agente de la policía abrió la puerta mientras Kim se dirigía hacia la entrada.

La saludó una mujer de mediana edad con el cabello rubio entrecano. Llevaba con autoridad un ligero sobrepeso. Vestía unos vaqueros claros y un grueso jersey de punto Arran bajo un pesado abrigo de invierno.

Al pasar junto al policía, la mujer le sonrió a Kim directamente.

—Soy Helen Barton. Usted pidió mi presencia aquí.

Kim se la quedó mirando sin comprender.

La mujer le tendió la mano.

—Soy la oficial de enlace familiar.

—Oh, gracias a Dios, dijo Kim, y aceptó su saludo.

Finalmente, el té y la comprensión habían llegado.

Capítulo 7

—Maldita sea —dijo Kim cuando Bryant detuvo el coche fuera del centro de ocio a oscuras.

Habían dejado a Stacey descargando el equipo de cómputo y a Dawson de camino a la casa con los archivos del viejo caso.

Su urgencia natural la había llevado a salir a la calle y a dirigirse a su primera y, por el momento, única pista.

Salió del coche y giró para observar el entorno.

Una carretera discurría a un lado del edificio y llegaba a lo alto de una colina antes de perderse del otro lado. Junto al recinto se construía algo tras la demolición del edificio del ayuntamiento. A la derecha estaba la entrada al parque. Un camino de tierra separaba las dos áreas.

Al otro lado de la carretera se levantaban viviendas elevadas y apartadas de la acera. Un grupo de casas nuevas escondía el camino que, por el lado de atrás, conducía a una pequeña urbanización municipal.

—Demasiadas direcciones posibles —dijo Kim.

Sospechaba que los secuestradores se habían estacionado en el camino de tierra, entre el edificio y el parque. Lo suficientemente cerca como para salir deprisa, pero no tanto como para levantar sospechas si las niñas ofrecían resistencia. Un abedul convenientemente colocado obstruía la vista desde las casas.

Bryant siguió su mirada.

—¿Crees que fue ahí donde sucedió?

—Si hicieron los deberes, sí.

Kim recorrió el camino hacia la puerta de entrada y acercó el rostro al cristal. No había la menor señal de actividad.

—Necesitamos los vídeos de las cámaras de seguridad, Bryant.

—Esto... Supongo que estará cerrado por la noche.

—No me digas —dijo ella, mientras examinaba el marco de la puerta.

—Sí, jefa; y, para que lo sepas, el allanamiento es un delito.

—Mmm... Bryant, regresa al coche y enciende la radio de la policía.

—No, mierda, ¿Qué piensas...?

—Haz lo que te digo —le ordenó.

Él resopló y se dirigió al coche.

Kim se agachó para inspeccionar la parte inferior de la puerta. Encontró contactos de la alarma en los bordes laterales, pero no cerraduras. Era lo mismo que en la parte superior. El mecanismo de cierre estaba en el centro.