Kailén. En la senda del albatros - Oscar Fortuna - E-Book

Kailén. En la senda del albatros E-Book

Oscar Fortuna

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Galaia es una tierra extensa marcada por cientos de caminos. Kailén, el jardinero de la Matriarca, la recorre mentalmente en la Biblioteca de la Isla del Sol, hasta que su ritual de paso a la adultez lo lleva a la senda tan anhelada. Sin embargo, lo que debía ser un viaje breve se convierte en la aventura más peligrosa de su vida. Tejiendo relatos y amistades, Kailén descubre que su mundo no es tan simple como imaginaba. En su andar comienzan a elevarse extraños rumores de guerra, en el norte una sombra se yergue y corroe a Galaia... y el protagonista enfrentará a su peor enemigo para que la vida triunfe: él mismo.

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Oscar Fortuna

Galaia es una tierra extensa marcada por cientos de caminos. Kailén, el jardinero de la Matriarca, la recorre mentalmente en la Biblioteca de la Isla del Sol, hasta que su ritual de paso a la adultez lo lleva a la senda tan anhelada. Sin embargo, lo que debía ser un viaje breve se convierte en la aventura más peligrosa de su vida. Tejiendo relatos y amistades, Kailén descubre que su mundo no es tan simple como imaginaba. En su andar comienzan a elevarse extraños rumores de guerra, en el norte una sombra se yergue y corro a Galaia... y el protagonista enfrentará s su peor enemigo para que la vida triunfe: él mismo.

En un mundo rebosante de mitos y de intrigas, Kailén deberá decidir si el poder de su voluntad y de la armonía que alimenta las raíces de su tierra prevalecen sobre una inquisitiva y peligrosa magia.

Fortuna, Oscar

Kailén. En la senda del albatros / Oscar Fortuna. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Imaginante Editorial, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8313-96-2

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

Correcciones: Diana Regueira y Florencia Colombetti.

Imagen de cubierta: Nelson Samuel García.

Diseño de cubierta: Sabrina Panaino.

Diagramación de interiores: Oscar Fortuna.

Ilustración y diseños de mapa: Diana Regueira y Oscar Fortuna.

Ilustración de dedicatoria: Evgeny Hontor

© 2020, Oscar Fortuna

© De esta edición:

2020 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright

ISBN 978-987-8313-96-2

Conversión a formato digital: Libresque

"Toda la tierra es una sola alma y somos parte de ella.

No podrán morir nuestras almas.

Cambiar, sí que pueden; pero no apagarse.

Somos una sola alma como hay una sola tierra".

Canto Mapuche

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroCréditosDedicatoriaEpígrafePrólogoEn sintonía con el vientoSemillas del caminoAprendizajes de BuscadorParte del mundoEspejismos y constelacionesCantan las piedras, callan los diosesUngüentos y mandalasPájaro de cien coloresLas puertas rojasGigantes, espías y SoñadorasLos DoceChai-vanaLágrimas y cenizasA veces sembrarás y otras, cosecharásTres que llegan, tres que se vanCaminos y sonesCantos y colmillos en la nieblaGallos nocturnosVeneriel: la ciudad colganteUn pueblo, muchas fronterasRitual en las copas: el portal al OtroladoVolver a serEl ojo de la tormentaPoderesSueños para dormir, ideas para despertarFuego y sangreFestín, pesadilla y combateEl que esperaRonda de máscarasCanciones y caminos perdidosNombres verdaderos para sueños oscurosLíneas en un mapaHormigas en una cáscara de nuezEl último relatoEl martillo y la nubeGraznidos y truenosSemillas de concienciaEl vuelo del albatrosEpílogo

Prólogo

Versión oral de la fundación de Uxumi, contada por Wanutrán, de las Tonontué.

 

 

 

Otro Challa-petru se celebraba cuando bajó de su casa perdida entre las nubes de las alturas más altas de las Tonontué. Venía con sus llamas cargadas de quesos, lanas y carne. También traía uno o dos potecitos de barro con ungüentos que siempre esperaban ansiosas las madres para calmar las fiebres y los dolores. Wanutrán bajaba despacio, como paladeando cada paso en el hilo finito que era el camino desde su casa blanqueada al sol hasta el centro ceremonial uxumi.

Cuando alguien se perdía en aquellas alturas –cosa que solía ocurrir por la aparición repentina de nubes que traía el Mar de las Ballenas– Wanutrán los ayudaba a encontrar el camino con su báculo de madera sembrando luz en la niebla; tal como iluminaba la memoria de los pueblos con sus historias.

Varios niños corrían rumbo al viejo y sus llamas, y entre gritos y risas le decían:

—¡Wanu, Wanu!, ¿qué cuento nos contarás hoy?

Y el viejo, con la fila de niños y llamas tras él, reía y cantaba una de las canciones más antiguas del pueblo uxumi; la canción que servía para iniciar el ritual de los cuentos y cantos:

 

Cué-cué, Lum-lum

Suelta las voces

Que cantan tu canción.

 

Uxu, Lil-lal

Préstanos tu lengua

Para poder contar.

 

Así entraron entre saltos y carcajadas hasta el corazón del Valle de la Gran Madre. Todos los pueblos del Matriarcado de Uxumi se reunían una vez al año allí para intercambiar los frutos de cada región, mientras las comadres trocaban un alimento más potente aún: las noticias de casamientos, nacimientos y muertes, que daba material para hablar por muchas lunas.

El valle era como un cuenco de sopa plano y suave que ascendía en su curva adornado con cientos de tallas y dibujos en las rocas circundantes. La imagen de héroes y dioses nacidos en esa misma tierra eran resguardadas por árboles, flores y aves, que sacudían sus alas cuando cada familia ofrendaba y agradecía a la imagen que representaba a su región. En ese pequeño rincón del mundo los mitos de los uxumis crecían y se renovaban con cada celebración a Madrecita.

Wanutrán dejó que las comadres lo pusieran al día de sus asuntos mientras saboreaba un guiso de lentejas y maíz. Luego bendijo a los jóvenes que habían vuelto de su Chai-vana en una ronda de chicha muy especial: los iniciados bebían del vaso de Wanutrán hasta hartarse, ya que nunca se vaciaba. Los padres, y antes que ellos sus abuelos, habían intentado llegar al fondo del vaso, pero sólo su dueño podía llegar hasta él. Se decía que quien lograra vaciarlo saciaría su sed por el resto de su vida.

Una vez que las panzas estuvieron llenas y cada familia se acomodó sobre sus telas y cueros, Wanutrán se sentó sobre su awaiu, en una pequeña loma, para que todos pudieran verlo y escucharlo. La luna llena iluminaba el centro del fogón donde el ritual de esa noche –y cada noche, desde que el hombre invoca su voz para espantar los miedos– iba a comenzar:

 

“Esta historia se hiló mucho tiempo atrás, en la época en que aquella montaña surgió, en memoria de los fundadores de los cinco pueblos –Wanutrán señaló el Saliente, donde el gran monte de picos desiguales, al que llamaban los Cinco Hermanos, dominaba el paisaje–.

En ese tiempo la gente se peleaba mucho y era difícil ponerse de acuerdo: sea por tierras de cultivo, por robo de animales o amores no correspondidos, la gente se hacía mal; y Madrecita sufría. Por eso se le ocurrió que con estos hermanitos todo se podía arreglar. La misma Alagalaia los amasó con sus manos, mezclando tierra y agua en las orillas de la Isla del Sol. Una vez que todos tomaron la forma deseada, los puso a secar a la luz de Sol Padre, y luego los dejó descansar entre sus manos.

 

Wanutrán tomó cinco ramitas con sus manos callosas y continuó el relato, al tiempo que alzabasu voz de arroyo para que lo escuchara hasta el más alejado de los oyentes:

 

Y con su aliento encendió sus corazones.

 

Los uxumis soplaron suavecito, completando el gesto que el cuentero había iniciado.

 

Los cinco nacieron con una marca bajo el corazón, que Alagalia les hizo para que cuando se vieran pudieran reconocerse como hermanos. A cada uno lo dejó por la mañana a una familia distinta, desperdigados desde de la isla hacia los cinco rincones de esta tierra, a los que hoy llamamos Marcas. Ñe-Kaén creció en Ñaim, y saltaba de árbol en árbol para tomar los frutos más jugosos de su tierra; Karu fue el hijo pródigo de Karuwen, y dejó su nombre y la herencia de su coraje en su Marca; Wan trepó por la base de las Tonontué hasta llegar al techo del mundo, y Tonondrué fue su Marca; Ali nadaba como una trucha entre las aguas que rodean a Alirué, y Ere fue quien trajo las aguas buenas a Erewen, la Marca Amarilla.

Cada hermano creció grande y fuerte en los diferentes pueblos cercanos a las costas del Lago Luz, y cada atardecer los hijos dirigían su mirada y su corazón hacia la Isla donde habitaba su madre. Una añoranza larga les ahondaba el pecho, y Alagalaia les enviaba desde la cima de su hogar una caricia llena de pájaros y abrazos con el viento. La música y la brisa cálida llegaban cada tarde y les alividaba aquel anhelo sin nombre.

Los Marcados ayudaron a los hombres y mujeres a traer agua a los cultivos y resolvieron con alianzas las disputas entre familias, mediando en las interminables discusiones como interpretadores de cada palabra. Los hijos de Madrecita sabían leer el corazón de cada persona, y ordenaban las palabras de cada una acorde a los latidos y no a la furia. Así pudieron unir con potente lazo las tierras donde estaban, de una orilla a otra de cada río que limitaba el territorio de cada Marcado. La gente volvía a estar contenta: sus cultivos crecían lozanos y abundantes, los animales colmaban los corrales, y cuando había disputas recurrían al consejo de uno de los Marcados para resolverlas. Así es como surgieron los cinco pueblos sobre los que hoy está fundado Uxumi, cada uno como un pétalo alrededor de su centro, la Isla del Sol. En la isla nadie tenía derecho a gobernar, ya que allí vivía la Gran Madre, y ella daba el sustento para que los hermanos y sus pueblos pudieran prosperar.

Las cosas fueron bien hasta que surgieron innumerables disputas entre gente de diferentes orillas. Alguien de un lado del río Cué-cué reclamaba que su vecino del otro margen le quitaba su pesca, y cada uno llamó a resolver el problema a su hermano Marcado, y los hermanos se encontraron en la ribera del río y se preguntaron:

—¿Quién eres tú, y quién te ha dado esa marca igual a la mía?

Y ambos se respondieron con iguales palabras:

—Soy el enviado por La Gran Madre, y ella me ha dado esta marca para mostrar que gobierno sobre esta tierra y esta agua.

Y es que a los hermanos se les había atontado el pensamiento de tanto ordenar y resolver cosas de allá y de acá, y no querían entender que otros pudieran hacer lo mismo: gobernar a la gente y velar por la prosperidad de la tierra.

Así fue como por la misma marca que les confirió poder, los hermanos perdieron su buen juicio y empezaron a guerrear.

Alagalaia, al ver esto, se puso muy triste, y estuvo todo un día y una noche llorando y pensando cómo resolver y calmar la beligerancia de sus Marcados. Cuando por fin su llanto cesó, un charco se había formado de sus lágrimas, mezclada con la tierra de la que había amasado a sus hijos. Allí se acomodó y de aquel barro decidió crear una última forma; y pensó: “Donde mis hijos han encontrado motivos para pelear, quizá una hija encuentre razones para volver a unirlos”. Y bajo la luz del sol naciente dio forma a Xiara, La Pacificadora.

Los alimentos habían comenzado a faltar en las tierras de los hermanos Marcados, ocupados todos los brazos de la gente en guerrear unos contra otros. Los ríos habían perdido su camino y se adelgazaban por rutas que inundaban las casas –los uxumis se abrazaban en torno a la ronda de historias, imaginando el desastre relatado–, pero los hermanos, ciegos de ira, seguían peleando. Xiara llegó desde la Isla del Sol pisando despacito el agua hasta la orilla de Relen-ka, que en ese entonces era una aldea, y preguntó a los pescadores que la miraban maravillados por su belleza:

—¿Dónde puedo encontrar a los Marcados?

—Siga el camino ése, que por ahí uno de ellos se ha ido con nuestros hijos, y nos ha dejado sin la fuerza de sus brazos y la alegría de sus voces—, dijo uno de los viejos.

Y Xiara siguió el camino, y los ojos de los viejos iban tras ella, entrelazando sueños y deseo. Porque Alagalaia la amasó como una mujer adulta y bella, para que sus hermanos la vieran y la escucharan, y para que por sus palabras buenas, también aprendieran a respetarla.

De camino en camino, de huella en huella, Xiara fue escuchando el lamento que ponían sus hermanos mayores en los pechos ajenos. La tristeza que cantaba la gente tocaba su alma; ella oía aquella música doliente en cada pueblo y reconocía la nota del horror en lo que debía ser bello. La hija de Madrecita se detenía y trataba de ofrecer un consuelo prometiendo a cada uxumi que hablaría con los Marcados para terminar la discordia. Y a su paso, un aroma dulce y tranquilizador manaba de su cuerpo, y en las concavidades de la tierra tocada por sus pies los naluenes florecían.

 

Ahora la gente sonreía, aspirando el aroma que Wanutrán nombraba (porque para el cuentero nombrar a la flor era igual a hacerla presente).

 

Un día por fin se encontró con Ñe´Kaén y Karu, que se enfrentaban en Karuwen, la llanura roja. Los golpes sonaban como truenos y una lluvia de chispas iluminaba el cielo allí donde los Marcados peleaban. Al paso de Xiara los hombres bajaban sus armas y dejaban de luchar, encantados por su belleza. La hija de la Gran Madre andaba por la tierra como recién nacida. Su desnudez encandilaba incluso a los caminos, y los truenos y las chispas tiritaban ante su presencia. Así se presentó ante sus hermanos. Los Marcados frenaron el impulso de sus hachas y la contemplaron igual de embelesados que el resto de los hombres.

—Por la marca que se les ha concedido, les pido que paren esta guerra y que hablemos, hermanos míos—, y mientras esto decía tomaba su pecho izquierdo para que vieran la marca de Alagalaia en ella.”

 

Las risas y los gritos de los uxumis circulaban en la ronda como alimento para el cuentero. Aquella parte de la historia siempre era un descanso para el bueno de Wanutrán. Tomó otro trago de chicha, y continuó:

—Muy bien, así andaba la linda Xiara. ¿No?

—¡Sí, Xiara, sí! —gritaron todos los niños, reprendidos por sus padres que ya empezaban a soñar con La Pacificadora; el candor en sus corazones no quería ser apagado por la gritería aquella noche.

 

“Los hermanos se miraron, bajaron sus hachas y ahí mismo se sentaron a debatir; dicen que ahí donde hablaron, creció un enorme círculo blanco de aromáticas naluén, que traen paz y sosiego a quien las huele. Esa tierra que fue devastada por la guerra hoy es un claro rodeado de un bosque donde las aves entonan los cantos más dulces. Dicen que ahí nació Raén, la cantora más grande de nuestras tierras... pero ésa es otra historia” —dijo Wanutrán, mientras hacía sonar su llamador de historias, un manojo de pezuñas de cabra y llama. Tomó un trago más de chicha disfrutando del silencio: las miradas ya están atentas a sus movimientos, los oídos preparados para su voz. Alegre de que el ritual siguiera, hizo sonar la voz de cada quien:

—¿A qué has venido, hermana?

—Me envía Madrecita, para que dejen de pelear.

—Yo vine a defender a mi gente, porque Karu dice ser el Marcado más grande —dijo Ñe-Kaén.

—¡Mentira! ¡Tú fuiste el que se metió en las tierras de mi gente! —respondió Karu alzando su hacha.

—¡Alto! ¿No ven que Madre llora cada vez que riñen? ¿No ven que por su orgullo enceguecido la gente está pasando hambre y la tierra se seca? ¿Para eso los creó Madre?

Los hermanos agacharon la cabeza, mas no respondieron.

—A partir de ahora, cuando tengan problemas entre ustedes, me pedirán consejo; así no habrá más peleas que pongan triste a Madrecita. Los campos deben ser cuidados y las fiestas respetadas. Iré a hablar con el resto de nuestros hermanos, y luego volveré a la Isla. Allí me quedaré y seré la voz y los oídos de nuestra madre para que haya paz y alegría en la tierra de los hijos; porque antes que hermanos, somos hijos de Alagalaia, y ninguno es más grande o mejor a los ojos de ella.

Los hermanos asintieron, soltaron las hachas y se dieron la mano izquierda, que es la del corazón y la que se brinda para expresar sentimiento sincero, para hacer la paz.

Xiara continuó su camino, habló en los pueblos y con el resto de los Marcados, y así comprendió mejor la naturaleza de la gente y cómo regir Uxumi haciendo bien. Ella y sus hermanos gobernaron por muchos años, y por eso hoy la Matriarca, encarnación de la Pacificadora, es quien reina sobre los cinco territorios.”

 

El cuentero terminó su vaso y una vez más hizo sonar al llamador de historias para culminar su historia. Todos los que estaban en el círculo hicieron sonar sus uñas y sus palmas celebrando el relato del viejo. Y entre la chicha y la música de los tambores y las quenas, la gente bailó, cantó y saltó para celebrar la vida y compartir la alegría de ser hijos de la Gran Madre.

 

 

 

Como las semillas de galai-alai

llevadas por los caminos del viento,

así déjame, Madrecita,

ir por la belleza de tu cuerpo.

Protégeme, Gran Madre

en cada paso y cada aliento,

dame tu bendición, Madrecita,

para alcanzar mis sueños.

En sintonía con el viento

Mañana lluviosa. Kailén baja las escaleras de los jardines matriarcales rumbo al Puerto Real. La cortina leve de agua intensifica el aroma de las flores y podemos sentir respirar a la tierra. Aquellas terrazas del enorme jardín habían sido cultivadas y cuidadas durante años por él, ése era el último día que pasaría entre las fresias y los naluenes. Detuvo la carrera al puerto para observar su trabajo; había disfrutado tanto el contacto con la tierra, sintiendo el latido suave de la savia al viajar por los tallos y el sol que, con frecuencia, era un amparo. Nada de qué huir. Tomó un ramillete de cada especie y los guardó en su awaiu dispuesto a comenzar su Chai-vana.

El Capitán Urkos lo estaba esperando para zarpar rumbo al continente. Kailén lo sabía impaciente, pero no retomó el trote. Viejo marinero aunque no hombre viejo, había intentado ser un guía para el muchacho en los primeros años después de que su padre muriera, pero Kailén se cerró en sí mismo y se consagró por completo a la única herencia que recibiera de él: el trabajo lento y minucioso en los jardines de la Matriarca.

—Hace años que esperaba este momento.

—Yo también, Capitán.

Urkos sonreía y le palmeaba la espalda. Se habían sucedido cinco vueltas alrededor del sol desde la promesa que ambos se hicieron de navegar juntos el contorno del enorme lago al que debían la circulación de la riqueza de Uxumi.

Era la estación fría y de lluvias, fiesta de los cuentos y de Alamaún, la diosa del agua. En otros tiempos, cuando las celebraciones lo liberaban de su labor, Kailén se refugiaba en la biblioteca y se iba –por los mapas de su reino y por los de otros tan fantásticos y lejanos que no parecían ser posibles– a darle materia a los mitos que eran el corazón de los pueblos. Recordaba a gente que vivía sobre árboles, otras en intrincados laberintos debajo de colinas y montañas, algunas que ni siquiera habitaban la tierra, sino en barcas enruladas iluminadas con guirnaldas de pequeñas vasijitas de bronce. Allá se iba montando las olas con rumbo de sol... De pronto Kailén era un pájaro enorme que podía ver cada cosa de cada lugar y, aunque estuvieran muy distantes entre sí, siempre había un hilo invisible que lo unía todo, dándole nuevas formas y sentidos al mundo. Desde allí arriba cada pequeña cosa armonizaba con la Canción del Mundo. Quizá alguna vez llegaría más allá de los límites del Matriarcado; pero, por ahora, el viaje próximo lo colmaba de alegría y entusiasmo.

Otra entrañable disfrute, además de sus visitas a la biblioteca, lo constituía el manantial de Alagalaia. Iba a extrañar sus caminatas hasta el bosque que crecía a su alrededor para enraizar con el Árbol Madre. En el centro de la Isla del Sol, se abría un pequeño valle que dividía la zona de casas y comercios de la tierra de cultivo. El bosque era un sitio sagrado dedicado a la Diosa Madre. Nada se parecía a meterse por la senda de pastoreo, apenas una huella comparada con el Camino Real, pero que ofrecía un recorrido más agudo en percepciones y sensaciones: la huella de las cabras y las llamas serpenteaba entre abetos, aromados eucaliptos y enormes álamos. El aire allí siempre era fresco, por eso en verano Kailén recorría seguido el sendero hasta el manantial, corazón del bosque y fuente de la mansa frescura que iluminaba el verde. La tarde anterior había hecho su último paseo hasta ese lugar, acompañado por su madre. Deseaba ofrendarle a la diosa flores de naluén y frutos de granada de su huerta; recibió a cambio la protección de la Gran Madre para iniciar su Chai-vana.

En la despedida Laltli, su madre, le dio un abrazo lento y triste. Kailén se mantuvo silencioso, pero en el brillo de sus ojos se podía ver la intensidad con la que experimentaba la ceremonia de su paso ritual a la adultez.

—Sólo serán un par de lunas lejos de casa —dijo su madre intentando tranquilizarlo, aunque lo decía más para sí misma que para él.

—¡Voy a estar por primera vez fuera de la isla más de tres días corridos! —añadió, separándose de ella para mirarla.

Su madre lo abrazó nuevamente con dulzura y su largo pelo negro le cosquilleó la cara cuando le susurró algo al oído. Kailén sonrió, la besó en la mejilla y Laltli rozó sus labios en la frente amada. Sólo entonces él acomodó su awaiu en la espalda y bajó al puerto. No tenía un itinerario fijo.

En el puerto, Filosur, la barca de Urkos, brillaba gracias a la renovación realizada hacía muy poco. Kailén había ayudado al marinero en el calafateado y hoy, al caminar por la cubierta, disfrutaba aún más porque también se sentía parte de aquella nave robusta y noble. Remó a la par del marinero hasta que la vela abrazó al viento. Luego dirigió el timón mientras Urkos cuidaba que la vela se mantuviera tensa para no perder impulso. El frío era más intenso en el medio del lago y se acurrucó junto al rincón techado en la proa para no mojarse más de lo que ya estaba. Urkos tomó el mando mientras él contemplaba la isla que se hacía más pequeña con cada soplido del viento, pero que al mismo tiempo se expandía como un paisaje imborrable en la memoria de su corazón.

A sólo tres horas de partir, tocaron el puerto de Relen-ka, donde la lluvia de la mañana había dado paso a un mediodía abierto de luz. Apenas pisó tierra, Kailén se sintió embriagado por el aire aromado de especias que provenían de todos los rincones de Uxumi: en su nariz le picaban la canela, el clavo de olor y la pimienta, se rascó con fuerza y estornudó. Luego vino el olor rancio del sudor, la orina y la mugre acumulada entre las piedras del desembarcadero, y entonces se tapó. En los bordes el barullo de los mercaderes que ofrecían pescado lo ensordecieron. Apuraron el paso por la calle principal, donde los khur y las llamas cruzaban las estrechas calles cargados de un sinfín de productos rumbo al mercado de la plaza. Urkos le había prometido que allí le develaría la ruta de su camino ritual. Aceptaría lo que el camino le ofreciera, como las semillas de galai-alai en sintonía con el viento.

Semillas del camino

Los viajeros habían anclado el barco y se dirigían al centro con un encargo de Aniala, la Matriarca. Urkos marchaba a paso firme. Su rostro serio dejaba ver que se trataba de asuntos importantes; Kailén, ajeno, lo seguía detrás pensando en cuál sería el próximo destino. Su cabeza embarullada ya flotaba sobre el mapa de memoria, jugando a adivinar el recorrido, aunque nadie hubiera podido imaginar lo que su anwat finalmente le tenía preparado.

Urkos se detuvo frente a una tienda y le señaló un grupo de comerciantes.

—Llévale esta carta a aquel hombre, más tarde nos encontraremos.

Kailén observó a un gigante dorado de ojos negros tan intensos que parecían incendiar todo lo que miraba. El hombre cruzó con Urkos un saludo a la distancia y Kailén se encaminó hacia la tienda. Paso a paso retrasaba la marcha por un único motivo: a medida que avanzaba se sentía más y más pequeño, no podía evitarlo, el tamaño de aquel hombre lo intimidaba. No era de su pueblo, eso estaba claro: los de su tierra eran bajos y morenos como él, y ninguno tenía el sol en sus ojos. Ya estaba allí. Se inclinó ante el gigante para entregarle el rollo de papel y, cuando se entretenía observando la cantidad y diversidad de tallas, minerales y especias ordenados en los estantes, escuchó el resoplido molesto del extranjero.

—Ven conmigo, niño. —Escalofríos daba la voz poderosa y profunda. Kailén la obedeció silencioso. Iban rumbo al mercado de la plaza y tuvo que apurar los pasos para seguir los grandes trancos del otro. Mientras sopesaba si el gigante sería de fiar, escuchó con sorpresa: “Serás el responsable de las semillas de nuestra caravana”.

Kailén sintió que un calor intenso le subía por el cuello. ¿Semillero? ¡Pero si nunca había trabajado en eso! Claro que por su oficio manejaba una cantidad enorme de semillas, pero quien más sabía de semillas no era él… y, un momento, ¿dijo “caravana”? ¿Viajaría en una caravana? Cerró los ojos como hacía siempre que no podía pensar con claridad.

—Es un honor para mí, señor.

¿Por qué había dicho eso? Algo se revolvió en su interior, algo como molestia y curiosidad. Por otra parte, ¿qué podría hacer si se contradecía y rechazaba la “invitación” de aquel hombre? De momento pondría todo su empeño en adaptarse a la situación, luego hablaría con Urkos.

–Puedes llamarme Gran Or, y dependiendo de cómo desarrolles tu trabajo tal vez puedas mencionar algún día mi otro nombre.

–Sí, señor, y usted puede llamarme Kailén, en lugar de “niño”.

El gigante lo miró fijamente, pero no dijo nada.

¡Sabía tan poco de lo que estaba ocurriendo! Caminaba por el tumulto del mercado tratando de pensar en el oficio de Semillero que acababan de endilgarle, en el viaje en caravana, del que no había tenido noticias hasta hacía un momento. Buscaba abrirse a su anwat. Todos esos años de preparación como jardinero, todas las tardes que había pasado revolviendo mapas y códices en la biblioteca lo habían llevado hasta aquí; como antes a las flores, como antes a la matriz de su madre. El Chai-vana ocurría una sola vez en la vida. Esa certeza se afianzaba en otra: de saber leer las oportunidades del camino dependían los hechos futuros… o al menos eso le había susurrado su madre al bendecirlo.

—Gran Or, ¿vamos a la tierra nastieni?

Por primera vez el gigante dorado miró los ojos de Kailén y le dedicó una ancha sonrisa.

—Así es, niño... Kailén. Urkos me contó de tu viaje ritual. Ven, allí nos encontraremos con nuestro amigo.

Avanzaron hacia un rincón del mercado atiborrado de mesas, cubiertas por vastas telas a modo de techo. Se levantaba en ese extremo una pequeña tienda de bebidas colmada de hombres con largas barbas y ropas extrañas. Se sentaron en sillas talladas en una madera suave y pesada. La mesa de piedra en la que se acomodó Kailén lo entretuvo con las incrustaciones de cerámica que dibujaban aves y flores imposibles. El humo del café enrulaba el aire con un aroma amargo y estimulante que alentaba a los vozarrones a largas charlas y regateos. El gigante le ofreció una vasija espumante y olorosa.

Habían pasado cuatro horas desde que Kailén bajara de su casa soñando con recorrer la costa del Lago Luz, ¡y resulta que ahora cruzaría el continente! Sabía que los nastienis eran un pueblo pacífico que vivía mayoritariamente del comercio. Uno de los Escribidores de la biblioteca de Isla del Sol le había contado que las ciudades nastienis estaban cubiertas de esmeraldas y amatistas, y que por eso los ojos de aquellos hombres reflejaban el fulgor de sus casas; pura añoranza. Claro que como la labor de un escribidor implicaba la ampliación, corrección minuciosa y paciente reflexión sobre diferentes textos, todo lo que sabía sobre los nastienis podía tan solo ser una versión libre de las tantas que se encontraban dispersas en las diferentes bibliotecas del Matriarcado. Así, cada pueblo tenía su historia oficial, que era la que contaban los Cuenteros en las rondas de las celebraciones de la siembra y la cosecha; y circulaban aparte las versiones ajustadas al capricho de cada Escribidor, floreadas al gusto del lugar y época.

Al ver a Gran Or, Kailén pensó que más que añoranza, el brillo de aquellos ojos demostraba fortaleza y hasta, quizá, algo de ferocidad. No imaginaba que un caravanero viviera con el deseo permanente de regresar a su hogar, porque la casa para ellos estaría allí, a cada paso del camino…

Y él, ¿qué dirían los ojos del jardinero? El marrón de los valles fértiles estaba en sus ojos, rasgados por el fulgor del Padre Sol en los anchos cielos. Las aguas del lago Luz, el trabajo suave con la tierra, la caricia de colores y sonidos, de aves y mariposas, el viento de cada tarde, todo eso iluminaba su mirada. El destello verde terminaba de colorearlo con la calidez del abrazo de Alagalaia.

Iba en esos pensamientos cuando escuchó la risa de Urkos. Luego de darse un apretón de manos, los hombres dialogaron en un idioma musical que sonaba, a veces, parecido al suyo. Pudo captar algunas palabras de la charla y por los gestos afirmativos y un choque de puños entre ambos, al tiempo que lo miraban, Kailén entendió que su rumbo estaba siendo decidido por otros, y no sabía si eso le agradaba. Finalmente, Urkos se dirigió hacia él y, mientras llenaba una vasija con café, le hizo saber:

—Hijo, Gran Or te llevará en su caravana hasta Nahuil para que aprendas más sobre el cuidado de las plantas, también te enseñará el arte de ver las señales del camino. La primera vez que me crucé con Gran Or también recorría mi Chai-vana, y él me salvó de morir perdido en el desierto. Tiempo después le devolví el favor, una vez que una tormenta en medio del Lago Luz lo tiró por la borda —los hombres intercambiaron miradas y rieron—. Puedes confiar plenamente en él, somos como hermanos —la mano cayosa del marinero descansaba sobre el hombro dorado del nastieni—, tú serás el portador de nuestras esperanzas.

¿Portador de nuestras esperanzas…? A Kailén esas palabras le quedaron dando vueltas en el borde de la conciencia, pero, tan excitado como estaba con el viaje al confín norte de Galaia, no les prestó mucha atención.

Saborearon plácidamente el café; Kailén no estaba para nada tranquilo. ¿Cuántas cosas del capitán Urkos desconocía? Había escuchado varias veces de su boca sus aventuras de viaje, y esas historias fueron las que inflamaron durante años su corazón, deseoso de recorrer países lejanos. Aunque no sabía que el marinero hubiera estado tan cerca de la muerte…

Kailén estaba descubriendo que cada historia cuenta solo lo que el cuentero quiere. A fin de cuentas el único modo de conocer cada detalle de un relato, es siendo uno el protagonista. Había llegado la hora de dejar de soñar y empezar a caminar su anwat. Se sentía agradecido por la oportunidad de sumarse a la caravana, aunque, también, el vértigo por lo desconocido germinaba con los primeros pasos de su Chai-vana.

—Urkos, gracias. Espero verte pronto.

—Así será. Mañana partirás con la caravana, y en cinco lunas llegarás a Nahuil, la ciudad titilante.

¡Entonces era verdad aquello de la ciudad de las esmeraldas! ¿Y cinco lunas? ¡Eso era mucho tiempo!

—Allí te estaré esperando con Filosur para costear juntos el mar Poniente, de vuelta hasta Uxumi.

Gran Or se desperezó y se levantó:

—Ya es hora de que vayas a conocer las mercancías bajo tu cuidado; mañana nos espera un largo día.

Kailén ajustó su awaiu y se inclinó ante Urkos en señal de respeto. Con igual gesto, el capitán sacó de entre sus ropas una daga curva y le ofreció el mango; era de una madera que nunca antes había asido, sospechó que se trataba de veramita. Su madre le había contado que Aniala, la Matriarca, anhelaba sumar a su jardín personal un ejemplar del mítico árbol. En Uxumi las mujeres administraban las tierras, por lo que ellas decidían qué cultivar en cada parcela. Laltli prefería los zapallos, las papas y zanahorias para cultivar en su casa (Kailén nunca olvidaba el dicho de su madre: “las raíces te harán fuerte”), al revés de la Matriarca, que era adepta a los cultivos exóticos. Recordaba bien el relato con las cadencias y suspiros de su madre, porque la última vez que se lo contó fue mientras preparaban la tierra para la siembra de la papa:

 

“Fue hace mucho tiempo, tu padre había ingresado como jardinero hacía unas pocas lunas cuando Aniala lo convocó para preguntarle si él podría acondicionar un espacio de su jardín para plantar un árbol de veramita. Él aceptó el desafío. La curiosidad llevaba a tu padre a correr el riesgo de perder el favor de la Matriarca. Ése era tu padre —y un suspiro escapaba, anhelando a aquel que ya no estaba.— Aniala envió una comitiva diplomática hasta el altiplano warache para intercambiar nuestras mejores semillas de maíz a cambio de un retoño de veramita. La comunidad de Sol Alto –una de las ciudades más ricas de aquel pueblo, que produce herramientas y armas de veramita– recibió con alegría el tributo y ofrecieron refugio y grandes agasajos a nuestros enviados, pero de la veramita, ¡nada! —y alzaba los brazos, un poco para quejarse y otro poco para distraer el dolor de los brazos que daban aire a la tierra removida—. Nuestros enviados comenzaron a impacientarse; día tras día los herreros les ofrecían hermosas dagas, cucharas y hasta un collar de veramita con el símbolo de la Gran Madre tallado para Aniala, pero nunca, nunca un retoño del árbol. Entonces los uxumis se dispusieron a iniciar la búsqueda de uno por cuenta propia, ya que nadie quizo informarles del camino para llegar hasta el Bosque Secreto. Marcharían hacia el borde de las Tonontué, ya que los rumores decían que el bosque se escondía por allí. Sorpresivamente, cuando estaban aprontando sus llamas para la búsqueda, acudió el chamán de Sol Alto con su awaiu cargado de tierra: en su centro latía el dorado corazón de un retoño de veramita. —Laltli ahuecaba sus manos llenas de tierra y miraba allí, como si el mismo árbol estuviera entre sus palmas. Kailén reía con los gestos de su madre, y el trabajo se hacía más fácil con la voz de sus historias.

La comitiva volvió feliz de haber cumplido su meta. Pero los waraches no eran tan tontos como para creer que la Matriarca quería la veramita sólo como un lujoso adorno en su jardín. La veramita es dura como el hierro, pero más fácil de moldear y liviana. Si entregaban su materia prima, entregaban su poder. —Ahora Laltli golpeaba sus palmas, fruncía el entrecejo—. Sólo faltaba convencer a uno de los maestros herreros a que viniera a la Isla a instalar su taller y enseñara el secreto de los cuatro fuegos a otros, y entonces Uxumi ya no dependería de los waraches para la provisión de la mítica madera.

Aniala había entregado nuestras mejores semillas, sí, pero sabía que la tierra warache, más seca y roja, no daría abundante cosecha. Nunca imaginó que el chamán le devolvería la gracia: tu padre logró implantar el árbol, pero pasadas tres lunas comenzó a marchitarse. A pesar de que preparó toda una terraza con tierra warache para asegurarse de que el entorno fuera el mismo, el árbol no pudo afirmar su raíz y finalmente se secó. —Otro suspiro, mientras Kailén seguía con la pala removiendo la tierra—. Aniala cosechó los frutos de su codicia. Tu padre nunca supo qué le ocurrió al árbol; intuía que el aire del altiplano debía tener otro sabor, otra música. Por eso sabemos que la veramita sólo crece en tierra warache. Es un regalo que Alagalaia le dio a esas tierras, como a nosotros nos dio el maíz. Por eso es que tu padre murmuraba “cada uno con su semilla, pues”. Cada persona y cada pueblo debe cultivar lo que mejor ofrezca su tierra, y en el intercambio con los demás está la riqueza y la abundancia. El que intenta acaparar todo para sí, sólo cosecha tierra seca y semillas amargas.”

 

Allí, entre sus manos, brillaba real la mítica madera de aquella historia. En el nudo central de la empuñadura destacaba una pequeña gema trasparente. Kailén tomó la daga por la hoja, puso la piedra a la altura de sus ojos, y a trasluz pudo ver danzar todos los colores en su interior. El filo brotaba de la madera misma, era de un metal muy oscuro y brillante, o eso le pareció a Kailén. Por su diseño, semejaba un arma arcaica, muy diferente de las que portaban las guardias del palacio. Las dagas que él conocía eran más livianas y pequeñas que ésa, además en la Biblioteca Matriarcal había visto bocetos antiguos de armas similares a la que ahora empuñaba. Miró con gesto inquisitivo a Urkos y éste le hizo señas para que la guardara:

—La conseguí hace mucho tiempo en tierra warache, es un arma muy valiosa y preciada para mí. Cuídala y ten la claridad de saber cuándo emplearla. —Kailén tomó el pomo con sus manos traspiradas, miró a los ojos a Urkos, metió el arma en su awaiu y se inclinó aún más—. Gracias, Capitán, espero no tener que usarla.

—Deseo lo mismo que tú, pero en el viaje que te espera puede que la necesites. De todas formas, siempre es mejor tener algo con qué defenderse a no tener nada. —Kailén pensaba que no era mejor si no sabía cómo utilizarla, pero sospechó que en la caravana habría varios dispuestos a enseñarle. Urkos le dio una palmada sobre los hombros y se despidió—. Que tus pasos sean uno con tu anwat, Kailén.

—Y que los tuyos sigan firmes, sea en la tierra o sobre Filosur.

Al calor de esa hora los tenderos bajaban las tablas de sus tiendas para descansar, el bullicio disminuía y la gente buscaba la sombra fresca de los huelequíes de la plaza para intercambiar chismes o echarse una siesta. Para Gran Or, era el momento de partir:

—Suficientes ceremonias; tengo que terminar de organizar la caravana. Ya es tiempo de volver a Nastien.