La aldea de Romàns - Pier Paolo Pasolini - E-Book

La aldea de Romàns E-Book

Pier Paolo Pasolini

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Beschreibung

Romàns es una aldea de la región de Friul perdida entre los Alpes y las idílicas llanuras del norte de Italia. En este escenario, que recuerda de cerca a los lugares de la infancia pasoliniana, transcurre la historia de un joven y voluntarioso cura, Paolo, alter ego religioso del mismo autor, y del dramático desgarro que le producirá el doble choque entre su genuina vocación y una realidad que no logra adaptar a los dogmas de su apostolado: por un lado, el desconcertante descubrimiento de la insuficiencia de la religión como instrumento para entender la realidad social; por el otro, el contraste entre sus creencias y las pulsiones eróticas que experimenta hacia un joven parroquiano, del que brota un insanable y doloroso sentimiento de culpa. En esta novela -una de las primeras obras narrativas de Pasolini, hasta ahora inédita en castellano- aparecen con cristalina claridad todas las características cardinales de la poética del gran autor italiano: el realismo como elección estilística y política, el interés literario y humano por las clases marginales, la fascinación por el entorno rural como virtuoso reducto alejado de la decadencia del falso progreso y la homosexualidad como atormentada condición existencial que, a través del personaje de Paolo, cobra aquí el angustioso tono de una confesión religiosa.

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Introducción

 

NICO NALDINI1

 

 

 

Si se atiende a las fechas de composición, podrá constatarse que el largo relato La aldea de Romàns y el más breve Un artículo para «Progreso» son el primer resultado de la mímesis realista de la narrativa de Pasolini. La realidad representada es el entorno popular de posguerra en la región de Friul, con las tensiones sociales e ideológicas propias de una voluntad de renovación en curso desde el final del fascismo.

Un mundo social en el que algunos de sus componentes se distinguen de inmediato, de acuerdo con los esquemas del realismo clásico: la clase de los pequeños propietarios de tierras, la de los campesinos pobres, los aparceros y los arrendatarios de propiedades ajenas, el paupérrimo grupo de los jornaleros. Más abajo aún, y casi oculto en su propia miseria, una suerte de subproletariado de trabajadores por horas que solo podrán redimirse emigrando al extranjero. Si no se tienen en cuenta estas divisiones por clase social, que hoy nos parecen completamente superadas pero que a finales de la década de los cuarenta se presentaban ante los ojos de Pasolini con toda su dinámica de conflictos en curso, tal vez no logre entenderse el pathos social de estos relatos ni la amplia experiencia del mundo popular que ya permitían vislumbrar. El mundo de los «demás», por el que Pasolini se sentía obligado a sacrificar sus privilegios de clase y de cultura. Y dado que son los demás «los que hacen la historia», exigía también un cambio profundo en sí mismo. Simplificando al extremo, podría decirse que Pasolini, educado en el mito tan propio del siglo XX de la autonomía del arte, en el que el único canon de juicio era el estético y la cultura se desarrollaba por entero bajo el signo del tecnicismo y la filología, a través de una serie de tránsitos racionales, pero en los que la pasión siempre le señalaba el camino correcto, realiza un cotejo entre el gusto estético y las virtudes sociales y entre el antirrealismo típico de la literatura del siglo XX y un arte sometido a ideales ético-fantásticos en cuyo centro estaba el pueblo, objeto de piedad y de amor. Pasolini no duda en denunciar su propio «populismo», su «humanitarismo» —que le fueron criticados por la cultura oficial de la izquierda de los años cincuenta— y en considerar el mensaje del Evangelio como la raíz de la revolución socialista.

La negación de toda clase de sectarismos, la literatura concebida como diálogo histórico y no como un monólogo metahistórico, la primacía de la experiencia existencial frente al dogma doctrinario se hallan en el origen de cada uno de sus puntos de inflexión, mientras que la virtud cristiana de la caridad —combinada con el orden racional marxista— le había consentido no solo ciertas convicciones, sino también las contradicciones que otorgaron flexibilidad intuitiva a su pensamiento.

«Cristo, al volverse hombre, aceptó la historia», escribe en 1954 al poeta católico Carlo Betocchi, «no la historia arqueológica, sino la historia que evoluciona y, por lo tanto, está viva: Cristo no sería universal si no fuera diferente para cada diferente fase histórica. Para mí, en este momento, las palabras de Cristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” significan: “Haz reformas estructurales”».

Un personaje de La aldea de Romàns se expresa casi con las mismas palabras: «Ustedes, los sacerdotes, no entienden la misión que tienen hoy en el mundo. ¿Cómo podría explicarle que Cristo, cuando decía consuela a los enfermos, alimenta a los hambrientos, etcétera, para nosotros, la gente de nuestro tiempo, quería decir “Haced reformas estructurales”? Pero ustedes no parecen creer en la universalidad de la palabra de Cristo y en su valor eterno: si Dios se hizo hombre, entró en el tiempo, lo que significa que aceptó la temporalidad, es decir, la historia».

Quien habla es un joven intelectual comunista, indulgente y afable maestro de enseñanza media, en el que Pasolini proyecta una parte de sí mismo y de sus experiencias políticas, combinándolas con las religiosas de un segundo alter ego trasplantado en un capellán de pueblo, el padre Paolo, a quien se dirigen las palabras citadas.

Las vicisitudes del relato, fechadas entre 1947 y 1949, tienen como telón de fondo la llanura friulana entre las orillas del río Tagliamento y el bastión de las estribaciones de los Alpes donde Pasolini vivía durante esos años.

Romàns, una aldea campesina que en los días de fiesta bulle de gritos, de canciones de borrachos, de locuras de juventud, tiene como referente real Borgo Runcis, ubicado en San Giovanni, un anejo de Casarsa, aquí llamado Marsure, donde a la gente, al contrario que en Romàns, «ni siquiera se la ve reír». También los personajes de la historia están sacados de la realidad. Los muchachos, alegres, altos y recios como chopos, pertenecen todos a la «mejor juventud», por la que Pasolini sintió fervor en esos años. La célula del Partido Comunista, la galería con arcos ojivales donde se cuelgan los periódicos murales en los que se debaten las controversias entre los dos partidos adversarios, el católico y el comunista, siguen siendo hoy edificios sólidos… mientras, en las casas y en los campos se difunde el olor antiguo, materno de Friul. El padre Paolo, quien funda una pequeña escuela gratuita para los niños pobres del pueblo y al que impulsa el mito de la redención social a través de la educación, es el Pasolini de esos años, y su diario escolar parafrasea lo que Pasolini escribía en aquella época sobre el autogobierno y la escuela activa.

«Qué decir de Pasolini en el colegio», escribirá Andrea Zanzotto, colega suyo durante algunos años, aún desconocido, coetáneo y casi coterráneo, «de su pasión por la enseñanza, de su meticuloso y ardiente deseo de aplicar los “métodos activos”, en los tiempos de la inmediata posguerra, para entendernos, los de Carleton Washburne y la “honestidad” de John Dewey. Al presentar los experimentos de Pasolini a sus colegas, el director Natale De Zotti, de quien dependía, lo definió como un “maestro admirable”, y siempre lo definió así al recordarlo más tarde. Qué tristeza al evocar los entusiasmos de aquellos tiempos, con el lema “educación y democracia”, que muchos maestros jóvenes (bicicleta, una sola comida al día, habitaciones sin calefacción) compartían…».

Otro tema autobiográfico que hace su primera aparición en un texto narrativo es el de la inclinación homosexual. Pero lo que por comodidad aparece aquí separado —compromiso literario y social, opciones políticas, pasión didáctica, amor por la naturaleza, sexualidad—, resulta en verdad indivisible en la interacción de la personalidad profunda de este Pasolini de los años de Friul, toda ella inmersa en una atmósfera de amor (ágape, filia, eros). Un amor que no se atreve a decir su nombre. Aquí, de hecho, nunca llega a pronunciarse y el lector solo puede intuirlo en la escena en la que el padre Paolo se queda paralizado por la belleza del joven Cesare Jop, que es puro misterio, un «misterio sin secretos». Y más adelante, el lector tendrá otra vez que esforzarse en interpretar esa «cosa», entidad indefinida y sin embargo amenazadora, que se ha enclaustrado en el alma del padre Paolo, que lo exalta y lo hace sufrir.

Al igual que las virtudes de la heteronomía del arte, victoriosas sobre la «poesía pura», no se materializaron en la carrera literaria de Pasolini de forma milagrosa, sino a través de una larga preparación intelectual, del mismo modo el descubrimiento del eros homosexual no obedecía a los cánones hedonistas habituales, sino que había tropezado con implicaciones tan dramáticas y conflictivas como para hacer que el joven lector de hoy —presumimos— se muestre incrédulo. Para encontrar testimonios de tal conflicto, es preferible pasar por alto las obras mayores —Petróleo incluido (mejor dicho, especialmente Petróleo)— dado su peso y número. Aquí nos bastarán los más inmediatos, revelados a amigos en el ardor de confesiones privadas y que corresponden cronológicamente a la redacción de La aldea de Romàns.

 

He sufrido cuanto podía sufrir —escribe a su amiga Silvana Mauri en 1950—, nunca acepté mi pecado, nunca llegué a acuerdos con mi naturaleza y ni siquiera me he acostumbrado. Nací para vivir sereno, equilibrado y natural: mi homosexualidad era un exceso, algo externo, no tenía nada que ver conmigo. Siempre la vi a mi lado como un enemigo, nunca la sentí dentro de mí.

 

Y en una carta a su amigo Franco Farolfi:

 

Mi homosexualidad hace ya muchos años que ha entrado en mi conciencia y mis costumbres y ha dejado de ser algo ajeno dentro de mí. Tuve que superar un montón de escrúpulos, de intolerancias y de honestidad… pero al final, sangrando y cubierto de cicatrices si se quiere, logré sobrevivir salvando la cabra y la col, es decir, el eros y la honestidad.

 

Palabras que repetirá con un tono muy distinto veinte años después al padre Giovanni Rossi, director de la Ciudadela Cristiana de Asís:

 

El otro pecado que he confesado ya tantas veces en mis poemas, y con tanta claridad y con tanto terror, que ha acabado viviendo en mí como un fantasma familiar, al que me he acostumbrado y del que soy incapaz de apreciar su entidad real y objetiva.

Estoy «bloqueado», estimado padre Giovanni, de una manera que solo la Gracia podría liberar. Tanto mi voluntad como la ajena resultan impotentes. Y esto solo puedo decirlo objetivándome y mirándome desde su punto de vista. Tal vez porque yo vivo desde siempre caído del caballo: nunca he llegado a cabalgar con insolencia en la silla (como muchas personas poderosas en la vida, o muchos miserables pecadores): siempre acabo cayéndome, y uno de mis pies ha quedado enganchado en el estribo, de modo que mi carrera no es una cabalgada, sino un verme arrastrado, con la cabeza golpeándose contra el polvo y las piedras. Ni puedo volver a montar en el caballo de los judíos y de los gentiles, ni caer para siempre sobre la tierra de Dios.

 

Si en La aldea de Romàns no se pronuncia ninguna palabra de amor, si las miradas y las turbaciones del padre Paolo han de leerse entre líneas, si la atracción por el joven Cere (también en este personaje hay muchos reflejos autobiográficos) aparece guardada y como puesta a salvo en el cofre verbal de la «cosa», lo que en cambio sí se difunde de manera palpable es la ansiedad, la neurosis de la angustia que atormenta la apacible alma del padre Paolo. Al igual que la pesadilla del linchamiento, del ostracismo. Asechanzas que, en el relato, más que aludidas, aparecen cercenadas casi a causa de la prohibición de sondear una realidad que se siente como un presagio. Insistiendo en esta conjetura podríamos decir que la interdicción de representar plenamente el drama de la homosexualidad podría deberse a la imposibilidad para el autor de escuchar en su totalidad el infausto oráculo de su imaginación, que de alguna manera preveía lo que acabaría sucediendo más adelante con su escandalosa expulsión de Friul.

Las fechas de la composición de La aldea de Romàns pueden extraerse cómodamente de la correspondencia de Pasolini. Pero antes de establecerlas con la debida aproximación, son necesarias algunas aclaraciones. La aldea de Romàns no es un relato concebido de manera autónoma, sino que maduró inserto en la trama narrativa más compleja de una novela que en el momento de su concepción se titulaba La mejor juventud (título cedido más tarde al corpus poético friulano) y que acabaría siendo publicada con el título de El sueño de una cosa en 1962, es decir, trece años después de su primera redacción.

De modo que La aldea de Romàns es una rama narrativa que se ha desgajado de un tronco principal: la novela que, al no tener todavía por entonces el título de El sueño de una cosa, llamaremos «la novela friulana de Pasolini». Cómo se produjo ese desgajamiento entra en el ámbito de las conjeturas. Sea como fuere, la fecha de concepción de la novela en su proyecto de conjunto puede fijarse entre finales de 1948 y principios de 1949. La primera mención se encuentra en una carta a Silvana Mauri de marzo de 1949: «…Una novela que sigue manteniéndome ocupado no sé decirte con cuánta trepidación y con qué cantidad de horas de empeño».

El trabajo avanza a lo largo de 1949, dado que a finales de ese año, para seguir ciertos movimientos del modelo real de uno de sus personajes que emigra de Friul a Suiza, Pasolini se vio obligado a pedir información nada menos que al prestigioso crítico Gianfranco Contini:

 

Tal vez deba pedirle dentro de unos meses un nuevo favor, es decir, cierta información topográfica sobre los alrededores de Friburgo y más en concreto sobre la carretera entre Friburgo y Morat (?), de la que me habla Archimede con la mayor indiferencia lingüística. Un capítulo de una novela en la que estoy trabajando (y de la que lo único seguro hasta ahora es el título: La mejor juventud) está dedicado a la estancia de Archimede, convertido en Milio, en Salvenach. Para ello es probable que tenga necesidad de usted, aparte del hecho de que mientras escribo siento constantemente sus ojos fijos en mis papeles.

 

El joven Archimede, un campesino pobre y apuesto de una aldea próxima a Casarsa, en su estancia como emigrante en Suiza, hizo una fugaz aparición en casa de Contini, quien daba por entonces clases en Friburgo, para llevarle recuerdos de Pasolini. En años anteriores había sido uno de los más fervientes participantes de la Chanson de geste de la juventud de la orilla derecha del Tagliamento descrita por Pasolini en su novela. Tocaba el acordeón, participaba en todos los bailes de las romerías y era un combativo «garibaldino» que militaba en las formaciones juveniles del Partido Comunista Italiano (PCI). Pasolini ya había obtenido de él un detallado informe de su época de emigrante (que aparece en El sueño de una cosa casi intacto en muchos puntos) si bien, insaciable, le dirigió en 1951 una segunda solicitud en una carta enviada desde Roma:

 

Tengo que pedirte un favor. ¿Te acuerdas de esas redacciones que me hiciste sobre Suiza? Creo que Nico te leyó el cuento que saqué de ellas y que me publicaron en la revista Il Mondo. Ahora necesito nuevamente tu ayuda. Deberías hacerme estas tres redacciones (de dos o tres paginillas cada una):

1) La miserable vida del campesino y sus tareas más agotadoras.

2) Las condiciones de tu familia.

3) Maldiciones contra las injusticias sociales que te impidieron estudiar.

Si tienes la sensación de no entender bien lo que te pido, vete a ver a Nico para que te dé algunos consejos.

 

Tras emigrar a su vez a Roma, casi siguiendo el destino de sus personajes, Pasolini continúa trabajando en la novela friulana, poniendo en ella incluso esperanzas de tipo «práctico». En una carta a Silvana Mauri de febrero de 1950, resume la trama enumerando entre los personajes al padre Paolo y a Cere, además de a los que conoceremos al leer El sueño de una cosa: «Para poder hacerte una idea», le escribe a Silvana, «deberías pensar en una extrañísima intersección —en la vertiente narrativa dostoievskiana—, entre Proust y Verga, no sin algún elemento de ese lenguaje babilónico, excéntrico y compuesto que tiene en Italia como magnífico ejemplo a Calo Emilio Gadda».

Sin embargo, en la lectura de La aldea de Romàns no se halla rastro alguno de ese lenguaje babilónico. Solo en el Sueño encontraremos diálogos en dialecto con la traducción en una nota. Por lo tanto, podemos formular la siguiente hipótesis: mientras el Sueño pasa de una redacción a otra hasta asentarse en una plena operación de mímesis realista (de la que Pasolini está realizando un ejemplo exhaustivo con Chicos del arroyo), los hechos que se entrelazan con La aldea de Romàns