La poesía no se consume - Pier Paolo Pasolini - E-Book

La poesía no se consume E-Book

Pier Paolo Pasolini

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Casi cuatro décadas después de su muerte, aparece, en el sótano del Instituto Italiano de Cultura de Nueva York, una cinta que contiene una de las últimas entrevistas que Pasolini concedió, en 1969. Una larga conversación en la que, con un estilo afilado e implacable, el escritor, el crítico, el pensador se abren en canal y se desnudan, sin evitar las provocaciones, los temas escabrosos: Dios, el sexo, la religión, la adhesión al marxismo, la crítica a la izquierda obsesionada por la pureza de las ideas, la poesía —su primer lenguaje—, el cine —el último—, el poder, la cultura del consumo. Una apremiante sucesión de reflexiones que golpea al lector con su apodíctica contundencia y su clarividente actualidad.

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LUIGI FONTANELLA

Introducción

I

 

 

 

Ante todo la voz. Creo que escuchar la voz de Pasolini constituye una emoción única; un «privilegio» para la audiencia que se renueva siempre. Esta entrevista de 1969, sin duda, lo demuestra. Pier Paolo Pasolini tenía una voz persuasiva, musical: parecía rozar las palabras para presentarlas con gracia a sus interlocutores, con toda la frescura del rocío (precisamente la palabra friulana «rosada», en español «rocío», será la palabra clave, fulgurante, que lo llamará irresistiblemente a la poesía en lengua friulana); casi como un olor o un sabor proustiano donde descubrir la parte más vital y verdadera de uno mismo. Quien, como yo, haya tenido la ocasión de oír recitar a Pasolini sus propios versos, sabe a lo que me estoy refiriendo.

Con esta esquiva y sosegada expresividad fónica, con esta ligereza vocal, Pasolini era capaz, sin embargo, de expresar conceptos y sentimientos profundos, tan intensos como incisivos, de una lógica irreductible, que desorientaban a su interlocutor, y que podían resultar duros como el hierro. Su manera de razonar, rica y categórica a la vez, se cargaba de una fuerza dialéctica progresiva inexorable al hablar que, por lo que a mí respecta, solo he podido escuchar en Enrico Berlinguer1, pero no pretendo forzar el símil: tan solo estoy aludiendo a la pura capacidad de convicción que estas dos «voces» sabían suscitar en quien las escucha(ba).

En definitiva, Pasolini, como muy pocos intelectuales italianos contemporáneos suyos supieron hacer, era capaz de conducir, por medio de razonamientos pedagógicos, al punto central de una cuestión, poniendo rigurosamente de relieve y en claro sus puntos más problemáticos, sabiendo descifrar los códigos tras los cuales se ocultaban y sabiendo ilustrarlos (enseñarlos), nada más y nada menos que como lo haría un buen educador.

Sin embargo, Pasolini no era solo un «educador»2. Era un poeta, un artista, un lector omnívoro, un crítico brillante, un provocador con una genial intuición, y en este punto las cosas se complican inexorablemente, se vuelven literalmente ambiguas, incluso contradictorias.

También en esto reside el encanto, todavía contagioso, de un maestro incómodo (a su pesar) como Pier Paolo Pasolini.

II

 

 

 

El retrato más eficaz de Pier Paolo Pasolini lo escribió Alberto Moravia, quizá, o sin quizá, su mejor amigo, en una intervención memorable (pero también brusca e incisiva, como era característico de su estilo oral) que realizó en Yale en 1980, durante un congreso dedicado a Pasolini cinco años después de su muerte («Pier Paolo Pasolini: Five Years Later»). Se trata de un documento todavía inédito en Italia que, con motivo de la presente introducción, he vuelto a leer en una revista americana de estudios italianos de la Universidad de Rutgers [Moravia 1980-1981].

Me gusta volver a este escrito moraviano —es más, lo usaré de vez en cuando durante este prólogo— entre otras cosas porque en él se pueden hallar consideraciones importantes que ilustran muy bien algunos fragmentos claves de la entrevista a Pasolini contenida en este libro.

El título de la intervención de Moravia era Pasolini poeta civile(Pasolini poeta civil). Moravia, que considera a Pasolini «un gran escritor, un gran poeta, un gran ensayista», aclara inmediatamente lo que hay que entender por «civil»:

 

En el fondo, lo que nosotros, en Italia, llamamos «poeta civil» es el poeta que lucha en el frente, por decirlo así, histórico, político y social. Pero existe una particularidad, y es esta: que Italia ha sido dos veces un país hegemónico en el mundo, la primera vez con el Imperio romano, la segunda vez con el Renacimiento. La Italia actual no es ni la Italia del Imperio romano ni la del Renacimiento. Es un país moderno, es un país con muchos problemas. Esto no quita que durante la historia italiana la nostalgia del Imperio romano y del Renacimiento haya tenido gran importancia. Podría decirse que solo dos pueblos sienten tanta nostalgia de su pasado: los italianos y los judíos. ¿Por qué? Porque, indudablemente, estos pasados tienen un valor casi religioso […].

La poesía civil italiana siempre es humanista, tanto la de Petrarca como la de Foscolo, Carducci o D’Annunzio: siempre humanismo. Ahora bien, con el humanismo es muy difícil, si es que no imposible, escribir poesía de izquierdas. El humanismo conduce a la derecha, al nacionalismo, a la retórica, al triunfalismo. En una situación que no era muy distinta de la que vivió Leopardi, la gran originalidad de Pasolini fue escribir poesía civil de izquierdas, dejando a un lado el humanismo y volviendo al decadentismo europeo [Moravia 1980-1981:10].

 

Esto es exactamente lo que declara Pasolini en esta entrevista cuando habla de su obra en sus diferentes etapas: desde su primer aprendizaje académico-humanista («¡Yo era un poeta académico con siete años! De hecho, adoptaba la lección petrarquista como canon estilístico») hasta las lecturas fundamentales de los simbolistas franceses, de Ungaretti, Apollinaire, de los decadentistas y, por encima de todos, de Rimbaud, con quien —según Moravia— Pasolini se identificó profundamente («Pasolini adoraba a Rimbaud. Se identificó hasta tal punto con él que incluso escribió algunos pastiches rimbaudianos. Hay poemas que retoman el mismo ritmo, como los versos breves, los pentasílabos, etcétera, que, en el fondo, imitan los de Rimbaud»).

Se trata, por tanto, de una operación concreta de laboratorio que, al final, lo lleva a ser un poeta civil que crea polémica y lamenta los desastres de su patria; pero que, en lugar de inspirarse, por ejemplo, en Horacio, en los latinos o en poshumanistas como Foscolo y Carducci, se inspira directamente en los poetas modernos decadentistas: «en los franceses, y también no franceses, como por ejemplo Machado, que ejerció una gran influencia sobre Pasolini» [Moravia 1980-1981:10].

III

 

 

 

Pasolini en Nueva York. Pasolini y Nueva York. El primer viaje que realizó Pier Paolo a la metrópolis norteamericana fue a principios de octubre de 1966.

 

Pequeño, frágil, consumido por sus miles de deseos, por sus miles de desilusiones y amarguras, y vestido como un chaval recién salido del college. Ya sabes, esos tipos esbeltos, deportistas, que juegan al béisbol y hacen el amor en el coche. Jersey avellana, con bolsillo de cuero a la altura del corazón, pantalones de pana avellana, un poco ajustados, zapatos de gamuza con suela de goma. En realidad, no aparenta los 44 años que tiene [Véase p. 103].

 

Así nos lo presentó Oriana Fallaci en un vívido artículo-entrevista publicado en L’Europeo el 13 de octubre de 1966. En su reportaje, Oriana declara, entre otras cosas, que Pier Paolo lleva diez días en Nueva York; así pues, podemos fechar su llegada a la metrópolis norteamericana posiblemente hacia el 2 de octubre.

Durante aquellos diez días, Pasolini se siente vivamente sorprendido por la vitalidad impetuosa y contagiosa de esta ciudad. En Vida de Pasolini, Enzo Siciliano escribirá:

 

Pier Paolo sucumbió al ambiente de novedad que se respiraba en ese país. […] El encanto de la ciudad, su belleza inusitada… sucumbió a una euforia erótica y agotadora. Además, quedó fascinado por el movimiento de protesta norteamericano del momento, por el descubrimiento de una democracia del espíritu inexistente en Italia [Siciliano 1978].

 

En efecto, son diez días febriles que Pasolini vive intensamente, observando todo y absorbiendo todo. Declarará a Fallaci:

 

Diez días son pocos para emitir un juicio, no hay duda, pero una vez, Orson Welles me dijo que para entender un país hacen falta diez días o diez años: al undécimo día te acostumbras y ya no ves nada.

 

Curiosamente, Pasolini permanecerá justo diez días en Nueva York y volverá a Italia al undécimo. Una vez más, confesará cándidamente a Fallaci:

 

Me gustaría tener dieciocho años para vivir una vida aquí, en Nueva York. Una ciudad mágica, arrebatadora, bellísima. Una de esas ciudades afortunadas que tienen encanto, como algunos poetas que cada vez que escriben un verso crean un bello poema […]. Nueva York no es una evasión: es un compromiso, una guerra. Te dan ganas de ser emprendedor, de afrontar la realidad, de cambiarla: te gusta como las cosas que gustan a los veinte años.

 

En definitiva, la América que Pasolini ve quintaesenciada en la ciudad de Nueva York evidentemente no es ese país «violento y brutal» representado en las películas que había visto:

 

Durante toda mi juventud estuve fascinado por las películas americanas, es decir, de una América violenta, brutal. No, no es ese el país que he encontrado: es una América joven, desesperada, idealista. En sus habitantes se halla un gran pragmatismo y, al mismo tiempo, un gran idealismo. Nunca son cínicos, escépticos, como lo somos nosotros. Nunca son apolíticos3, realistas: viven siempre en un sueño y tienen que idealizar todo.

 

Al hilo de este entusiasmo, Pasolini llega a afirmar que en América se encuentra «la mejor izquierda que, actualmente, puede descubrir un marxista». Su entusiasmo es sincero, pero no excluye la reflexión analítica, ni tampoco cierta ambigüedad porque, paradójicamente, en una ciudad como Nueva York se puede encontrar la miseria; es más, se trata de…

 

… el aspecto más importante… el mismo tipo de miseria y pobreza que se encuentra en las antiguas colonias que se han independizado recientemente. El mismo tipo de pobreza que encuentras en Calcuta, en Bombay, en Casablanca. No una miseria económica, no la miseria de quien no tiene para comer: es una miseria, podríamos decir, psicológica. Esa suciedad extendida, esa provisionalidad. Las calles mal asfaltadas que, cuando llueve, se llenan de charcos. Los muros negros o marrones, construidos deprisa para ser derribados deprisa. Y ni siquiera una esquina impecable, destinada a durar. De acuerdo, también está Park Avenue, los espléndidos rascacielos de cristal: pero son como las pirámides. Estar aquí hoy en día es como encontrarse en Egipto cuando los esclavos construían las pirámides.

 

Durante su estancia en Nueva York, Pasolini llega incluso a convencerse de que la revolución todavía es un ideal vivo y realizable. Una convicción de este tipo deriva de una intuición poética y sugestiva mediante la cual él identificaba a los jóvenes del SNCC (Student Nonviolent Coordinating Committee), «los estudiantes que van al sur a organizar a los negros», con los primeros cristianos. Una visión transfiguradora, de carácter franciscano, que reflexiona sobre el concepto de cristianismo primitivo que tanto le gustaba a Pasolini. Acerca de estos jóvenes, dirá:

 

[…] En ellos se halla la misma firmeza con la que Cristo decía al joven rico «[…] vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y entonces tendrás riqueza en el cielo; luego ven y sígueme». No son ni comunistas ni anticomunistas, son místicos de la democracia: su revolución consiste en llevar la democracia a consecuencias extremas y casi de locos.

 

Entre otras cosas, será durante la permanencia en Nueva York cuando Pasolini madurará la idea de ambientar en esta ciudad la película sobre san Pablo, «situando la acción en el presente» pero manteniendo intacta la historia original.

Sobre esta primera estancia americana y sobre América en general, Pasolini volverá a hablar un mes más tarde en un largo artículo publicado en Paese Sera4, escrito como respuesta aclaratoria a la carta de un lector (un tal Sergio Luschi) que se quejaba especialmente de una afirmación de Pasolini («En América se encuentra la mejor izquierda que puede descubrir un marxista en la actualidad»). El artículo (recogido también en este volumen) tiene todas las características de un auténtico ensayo y consiste en una reflexión articulada en la que Pasolini precisa a contracorriente su posición y actitud respecto a América, así como el reflejo socio-psicológico de este país respecto a la historia europea.

En «Guerra civil», Pasolini recorre, como en una película mental, las secuencias más significativas de su experiencia neoyorquina: algunas noches febriles, como la que pasó en Harlem junto a un grupo de jóvenes negros: «un movimiento extremista que se prepara para una auténtica lucha armada»; o una tarde, semiológicamente contradictoria, en el Village, donde convivían, por un lado, un grupo de neonazis a favor de la guerra de Vietnam y, por otro, dos hombres y una joven «que tocaba la guitarra [sic], cantaban canciones pacifistas de la Nueva Izquierda»; el encuentro con un movimiento sindicalista «que lucha contra la desocupación de los negros»; o una noche en un apartamento burgués oyendo las risas histéricas y terribles de una intelectual blanca casada con un negro que «deliraba manifestando su rencor contra el viejo comunismo norteamericano y contra la izquierda de la droga» [Pasolini 1972:99].