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En el año 1585 Inglaterra y España entran en guerra abierta. Los ataques de los corsarios ingleses en el Caribe y el apoyo de su reina a los rebeldes holandeses colman la paciencia de Felipe II, que decide destronar a su enemiga y restaurar allí el catolicismo levantando la flota más formidable que jamás haya navegado el Atlántico: la Armada Invencible, protagonista de una de las batallas más fascinantes y deformadas de la Historia. Pero la guerra cambia y entrelaza los destinos de los protagonistas. Gabriel del Puerto, un mercader de oscuro pasado, busca por los puertos de media Europa el rastro de su hermana, perdida en un ataque pirata; un sargento de Flandes recibe la extraña orden de enrolarse en la Invencible y filtrar información reservada; una exiliada portuguesa en Londres se ve atrapada en una red de espionaje que pone a prueba sus lealtades; y un oficial inglés participa en la fundación de la primera colonia inglesa en el Nuevo Mundo. La armada de Dios nos sumerge en un mundo donde la política, la guerra y la religión tejen una trepidante historia de aventuras, intrigas, amores y ambiciones desmedidos con personajes tan carismáticos como el audaz corsario Francis Drake, el victorioso general Alejandro de Farnesio o Álvaro de Bazán, el curtido almirante a quien Felipe II encomienda dirigir su Grande y Felicísima Armada.
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Seitenzahl: 1097
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Primera edición: mayo de 2024
Copyright © 2024 de Julio Alejandre Calviño
© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-09-7BIC: FV
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Adaptación libre de un fragmento de la obra El Príncipe y el Gouden Leeuw intercambian saludos en el mar, de Willem van de Velde (1684)
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Mapa
Introducción
Primera parte: 1585 - 1586
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Segunda parte: 1587 - 1588
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
Tercera parte: 1588
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
Epílogo
Nota histórica
Agradecimientos
Contenido especial
A mi madre, por su amor incondicional.
Y a Encarnita e Isabel, que la acompañan cada día.
«¡Oh, suerte fiera y dura! ¡Llorad, ojos, llorad mi desventura!». Leonor de la Cueva y Silva, Liras en la muerte de mi querido padre y señor
Junio de 1580
Isabel observaba con atención y cierto sentimiento de impotencia la blanca silueta que bailaba entre las olas, en el horizonte del sur. Aquel barco navegaba con todo el trapo desplegado, pero, ni aun así, alcanzaba a recortar la distancia que lo separaba de la Virgen de las Nieves. Ella lo sentía por su hermano Gabriel, que era el piloto. Sabía que él estaba poniendo todo el empeño del mundo en hacerlo bien, en ser digno de la responsabilidad que había asumido. Le dolía que no lograse acelerar más la marcha del barco, y con el pensamiento le daba ánimos. Siempre había estado muy unida a él.
Se hallaba en el coronamiento de popa, el punto más elevado de la cubierta. Allí corría una brisa agradable que la ayudaba a librarse de las náuseas que la habían acompañado desde el principio de la travesía. El mar estaba algo rizado y una infinidad de crestas blancas y espumosas alegraban el azul oscuro de su superficie.
—La Golondrina se está retrasando demasiado.
La voz de su padre la sacó de su ensimismamiento. Había un fondo de reproche en sus palabras, pese a haber sido dichas con amabilidad. Se había acercado por su espalda sin hacer ningún ruido, o al menos no tanto como el que provocaba el propio movimiento de la nao.
—Le pedís demasiado, padre. Mi hermano es sólo un piloto primerizo que trata de hacerlo lo mejor posible.
Santiago del Puerto se mantuvo en silencio, pero la expresión grave de su rostro no cambió.
Hacía varios días que habían salido de La Habana en dos barcos, para darse mutua protección, pero la Golondrina era una nave vieja y poco marinera que los obligaba a reducir la velocidad. Seguramente también estaba dirigida con poca pericia, aunque eso era disculpable. El piloto había desertado en La Habana y su hermano era el único reemplazo disponible.
La nao cabeceó más de la cuenta e Isabel dio un pequeño traspiés y se aferró a un cabo. Su padre le pasó un brazo por los hombros y le dijo que no se asustara, que sólo había sido una ola traviesa.
—El mar me da miedo. No puedo remediarlo —dijo ella, estremeciéndose—. Si pienso en el abismo sin fondo que se abre bajo nuestros pies, me echo a temblar.
Isabel había nacido y crecido en Veracruz, el más concurrido puerto caribeño de la Nueva España, pero desde la primera vez que se subió a un barco supo que el agua no era su elemento.
—Qué ideas tienes, hija —dijo su padre con una abierta sonrisa. Su voz casi se superpuso al grito del vigía.
—¡Velas por la amura de estribor!
Se dieron la vuelta. Isabel tenía ahora frente a sí todas las cubiertas de la nao, y los palos con sus velas desplegadas. Los hombres, que hasta hace un instante faenaban con diligencia, se habían detenido y miraban todos hacia un mismo punto. Isabel siguió la mirada de su padre, pero no distinguió nada. El resplandor del sol estorbaba la vista en aquella dirección. El azul del mar se aclaraba ligeramente y se fundía con el cielo en una línea difusa. Al fin, guiñando mucho los ojos, pudo identificar dos puntitos blancos muy distantes, casi tan distantes como La Golondrina.
Los gritos del capitán Beceiro atronaron el aire.
—Señor Ugalde, ocho cuartas a babor.
—Ocho cuartas a babor —repitió la voz de Juan Ugalde, un piloto experimentado en la carrera de Indias.
Los marineros, que habían salido de su momentáneo estupor, se movían con rapidez y agilidad, preparando la nao para la virada.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Isabel.
—Piratas —fue la breve contestación.
—¿Cómo lo sabéis? —dijo Isabel, con el corazón de pronto acelerado—. Sólo son dos barquitos en la lejanía. Parecen copos de algodón.
—Son esos malditos perros del mar —insistió su padre con brusquedad. Nunca maldecía delante de ella—. Han variado el rumbo y se dirigen hacia nosotros.
Siguiendo las órdenes del capitán, se largaron cabos, se bracearon las vergas, el travesaño del pinzote se movió hacia estribor y la Virgen de las Nieves amainó al viento para poner rumbo este nordeste.
El capitán Beceiro pretendía alcanzar la costa de la Florida antes de que los piratas les dieran alcance, y puso toda su pericia, y la de Ugalde, en aprovechar hasta el último soplo de viento para escapar de ellos. Corrieron una legua y los perseguidores habían reducido en un tercio la distancia que los separaba de ellos. En la siguiente legua ya podían distinguir con claridad los palos y cascos de sus navíos y aún no había aparecido la silueta de la costa.
Santiago del Puerto le pidió a su hija que bajara a su camarote, pero todas las mujeres del pasaje estaban en cubierta y ella no quiso ser menos. La joven dividía su pensamiento entre su propia suerte y la de su hermano. La Golondrina, en lugar de dar media vuelta y alejarse de la Virgen de las Nieves, la seguía con obstinación.
A Isabel le costaba hacerse a la idea de que aquellos hermosos bajeles que cortaban las olas con tanta elegancia supusieran una amenaza. En cambio, los rostros de las demás pasajeras expresaban verdadero pánico. Se santiguaban, invocaban a la Virgen y al Altísimo y al mismo tiempo referían algunas historias truculentas sobre piratas.
La distancia continuó menguando y, cuando al fin fue visible la línea de la costa, el capitán se dio cuenta de que no la alcanzarían antes de ser cazados.
—Esta vez tendremos que pelear, Santiago, o… —El capitán dejó la frase en el aire.
—¿Rendirnos? ¿Con seis mujeres a bordo? —respondió el armador de la nao—. Sabes lo que les harán esos salvajes si las capturan.
El capitán cabeceó un par de veces, muy despacio, y le puso la mano en el hombro.
—Habrá que aprestarse para el combate.
La Virgen de las Nieves, una nao mercante de doscientos cuarenta toneles, iba pobremente armada para un enfrentamiento tan desigual. Sus cuatro cañones de pequeño calibre poco podrían hacer contra la artillería de los piratas, pero iban a sacarles todo el partido posible. Mientras los navíos enemigos se acercaban, el capitán Beceiro ordenó traer de la bodega municiones y pólvora con que cebarlos y tenerlos listos para hacer fuego. A los marineros les entregó sables y cuchillos, a la gente de pelea la situó con sus mosquetes en los puntos más altos de la cubierta y en la verga de la mayor, y también les pidió a los hombres del pasaje que sacaran sus fierros y se aprestaran para combatir.
—O nos salvamos juntos o juntos nos condenamos.
Isabel observaba estos preparativos con menos alarma que asombro, fascinada por la repentina agitación que había en cubierta —las voces y silbidos, el movimiento de barricas, pertrechos y bultos, las carreras de los hombres—, tan diferente de la rutina de cada día. Sin embargo, tan preocupada por las dificultades de su hermano como por las propias, no perdía de vista las evoluciones de La Golondrina, que mantenía el mismo rumbo e incluso se les había aproximado. ¿Habrían divisado ya a los piratas? Y si era así, ¿qué pretendían? ¿Sumarse al combate?
Juan Ugalde se acercó a las mujeres, que estaban reunidas en una esquina del alcázar. Les explicó que era peligroso permanecer más tiempo sobre cubierta y les pidió, con voz amable, que se refugiaran en el entrepuente. Algunas protestaron, alegando que querían estar junto a sus hombres.
—Vamos, mis señoras, despejad la cubierta —insistió el piloto. A pesar de que hablaba para todos, miraba solamente a Isabel, que se ruborizó. El piloto era un hombre apuesto que se había mostrado muy atento con ella desde el inicio de la travesía.
Las mujeres cruzaron la cubierta del alcázar con paso tambaleante, bajaron al combés y se plantaron en la amplia boca de la tolda.
—Hale, ya estamos dentro, señor Ugalde. Dad el encargo por cumplido —dijo con dureza una mujer rechoncha vestida de negro—, que también nosotras nos jugamos la vida.
El piloto no se sintió con ánimos de mantener un rifirrafe con aquellas mujeres, pero don Santiago, que estaba a su lado, mandó a su hija a la cámara de popa.
—Acompáñala tú también, Elvira —añadió. Elvira era su dama de compañía.
Isabel le dedicó a su padre una mirada suplicante que tuvo escaso efecto, pero la mujer vestida de negro volvió a intervenir:
—Si los piratas nos atacan por la popa, la cámara será un lugar muy poco seguro, señor. Yo que vos, la dejaría aquí.
Santiago del Puerto sopesó un momento aquellas palabras, que no estaban por completo carentes de razón, alzó la vista al cielo, hizo con los brazos un gesto de resignación y se quitó de en medio.
La mujer vestida de negro, que se llamaba Plácida, animó a las demás a rezar el rosario para levantar el espíritu y preparar el alma para lo que hubiera de venir. Abrió un pequeño misal de pastas negras que llevaba siempre consigo y comenzó con el acto de contrición.
—Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor Dios Nuestro —recitó la mujer—. In nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amén.
—Amén —respondieron las demás.
A continuación recitaron el Credo y las letanías de Nuestra Señora. Isabel era muy devota y solía rezar el rosario con gran fervor, pero los acontecimientos de aquel día le impedían concentrarse y respondía de forma mecánica a las oraciones de Plácida.
—Sancta Maria —decía la mujer.
—Ora pro nobis —respondían las demás.
—Sancta Dei Genetrix.
—Ora pro nobis.
—Sancta Virgo virginum.
—Ora pro nobis.
Acababan de finalizar el tercer misterio cuando uno de los navíos enemigos cayó ligeramente a sotavento con la intención de cogerlos entre dos fuegos. Podían distinguirse las troneras de los cañones y las figuras de los piratas faenando en cubierta o trepados en la arboladura. A Isabel le pareció que aquellos hombres se movían con demasiado ardor y entusiasmo como para que algún sentimiento virtuoso los guiase. Y de repente sintió un intenso pánico.
—Salve, Regina, mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra.
—Salve.
La nao recibía el viento por la aleta de babor y el capitán Beceiro ordenó amollar escotas y virar por avante para ofrecer al navío más adelantado la banda de estribor. Este también maniobró para situarse de costado y en pocos momentos estuvo a distancia de fuego.
—Son ingleses —anunció el primer piloto, mientras señalaba el nombre escrito en el casco: Black Crow.
La primera andanada no se hizo esperar. Las balas impactaron en el forro del casco, agujerearon la vela del trinquete y destrozaron parte de la borda. La sangre de los heridos tiñó de rojo la tablazón de la cubierta. El capitán ordenó hacer fuego con las culebrinas de estribor, pero la distancia era todavía mucha para emplear los arcabuces. Los pajes estaban ocupados en ayudar con las culebrinas y sólo el barbero trataba de recoger a los heridos. Casi de inmediato, el segundo navío pirata, que se había acercado por detrás, abrió fuego con una de sus baterías. Varios proyectiles impactaron en la popa y después en la banda de babor, causando más destrozos y nuevas bajas.
—Ya está bien de rezos —dijo Elvira de pronto, haciendo silenciar las avemarías del cuarto misterio y detenerse los dedos en las cuentas de los rosarios—, que esos hombres necesitan nuestra asistencia. —Y sin demora abandonó la protección de la tolda, se aproximó al barbero y lo ayudó a trasladar al herido.
Las demás mujeres, animadas por su ejemplo, corrieron a evacuar de la cubierta a otros dos heridos. Plácida e Isabel se hicieron cargo de un grumete que había sido alcanzado en el pecho y el hombro izquierdo por una falcada de astillas. Tosía con fuerza y escupía sangre, tenía el rostro contraído por el dolor, pero de sus labios no escapaba ningún gemido. Mientras jadeaba por el esfuerzo, Isabel lanzó una ojeada por encima de la borda, para intentar localizar a La Golondrina, pero entre el balanceo de la nao y su propia desorientación lo único que alcanzó a ver fue una muchedumbre salvaje y aulladora que las observaba con ojos chispeantes.
—¡Por las cinco llagas de Cristo, poneos a cubierto, mis señoras! —oyó gritar al capitán, pero Elvira y otra mujer hicieron caso omiso de la advertencia y fueron a rescatar al último herido, que, sentado al pie del árbol mayor, se agarraba con las manos una pierna por la que asomaba un fragmento de hueso.
Mientras el Black Crow maniobraba para virar y retornar al ataque, el otro navío pirata cayó a sotavento y se alejó hacia el sur.
—¡Se largan! —gritó Juan Ugalde.
Isabel no pudo contener la curiosidad, se acercó a la borda y echó un vistazo. Aquel navío se alejaba, en efecto, pero en dirección a La Golondrina.
—¡Resguárdate, hija mía! —Desde el barandal del alcázar, junto al capitán, su padre le rogaba más que le ordenaba. Llevaba la cabeza destocada, el pelo revuelto y una espada en la mano.
—Van a por ellos, padre —le respondió, señalando a lo lejos con la mano.
—Ponte a cubierto. Tu madre me matará si te ocurre algún percance.
Isabel regresó a la tolda, junto al resto de mujeres. Pero el peligro no había pasado. Era sólo una tregua engañosa, mientras el Black Crow completaba la virada y volvía sobre ellos a banda cambiada. Sin duda los piratas se sentían en tan franca superioridad que confiaban en poder derrotarlos con una sola nave.
A pesar del castigo recibido, el capitán Beceiro y sus oficiales estaban demostrando la serenidad necesaria para mantener a la dotación de la nao en sus puestos, a la espera del inminente abordaje. Los servidores de los dos cañones sujetaban en alto los botafuegos. La gente de pelea tenía las armas cargadas y las mechas encendidas, y el resto de los hombres, excepto los marineros indispensables para manejar el aparejo, aguardaban parapetados tras las empavesadas. Los pajes portaban cubos de arena para empapar la sangre, unas parihuelas para retirar heridos y varias cubetas con agua para apagar fuegos.
Isabel sentía aumentar la tensión mientras el navío pirata se aproximaba. Le latían las sienes y la boca se le había quedado seca. Las piernas le temblaban. Limpió con el borde de la falda la tapa de un arcón allí arrumado y se sentó en él. Elvira dio unos pasos y fue a sentarse junto a ella. Le pasó el brazo por los hombros y le habló con voz amable.
—Yo también tengo miedo, señora. —A pesar de los meses de trato que llevaban y de la poca edad que las separaba, su doncella seguía manteniendo las formas. En todo caso, su cordialidad y su calor consiguieron calmarle un tanto los nervios.
La tarde avanzaba, una tarde de junio hermosa y soleada en la que podía torcérsele el destino. Su padre había embarcado a sus dos hijos menores en aquel viaje para casarlos. A su hermano y a ella. Dejaba atrás familia y amigas, y a un mozo gallardo y divertido que la pretendía y le gustaba. Pero jamás se le habría ocurrido contradecir a su padre, y aceptó su sino con resignación y optimismo. Y allí estaban, en medio de un combate con una horda de feroces piratas cuyos rostros eran ya claramente perceptibles.
La ronca voz del piloto la sacó de sus cavilaciones.
—¡Atentos! A mi orden soltad trapo. Quiero más velocidad cuando se pongan a nuestra altura. No les vamos a poner fácil el abordaje.
El instante se hizo interminable. El Black Crow se les arrimaba por la banda de estribor, y tan cerca que casi habrían podido saltar de una borda a la otra. Ya estaba apenas a un cable, a medio cable, a menos. Los escopeteros de uno y otro navío comenzaron a intercambiar disparos. Una lluvia de plomo se abatió sobre la cubierta de la nao. Las balas zumbaban, golpeaban contra la madera, y algunas de ellas hacían carne en algún desgraciado.
—¡Ahora! —gritó Juan Ugalde.
Los marineros soltaron trapo y trincaron los cabos, la mayor y el trinquete se llenaron con el viento y la Virgen de las Nieves cobró vida de repente. En un instante los navíos estuvieron borda contra borda, los cañones rugieron y la lluvia de plomo y astillas se hizo más intensa. Un humo azulado y picante ocultó por un momento las cubiertas. Parecía que la nao iba a sobrepasar con facilidad al enemigo, pero los piratas lanzaron tal cantidad de garfios y arpones que lograron aferrarla y detener su arrancada.
—Cortad los cabos. —La voz de Ugalde se alzó sobre la algazara.
Algunos marineros cogieron sus hachas y obedecieron al piloto, expuestos a los tiradores enemigos. Consiguieron cortar algunos cabos, pero con el resto no pudieron, y los piratas, aprovechando la mayor altura de su alcázar, saltaron al combés de la nao.
Pronto se desató el infierno. Isabel veía a unos y otros pelear en un remolino difícil de distinguir. Se luchaba sin orden ni concierto, en duelos individuales o colectivos. La fiereza de cada lance era terrible, pues no era otra cosa que la vida lo que estaba en juego. La gente de pelea que se había apostado en los palos bajó de ellos y se sumó a la contienda. Su destreza hacía buena falta, porque los piratas eran cada vez más numerosos. Su padre y el capitán Beceiro se habían colocado espalda contra espalda y a estocadas se defendían de sus enemigos, sin ceder un palmo. Pero Isabel apenas tuvo tiempo de alarmarse, porque Elvira haló de ella.
—Vamos, ayudadme con ese hombre.
Se refería a un caballero del pasaje que había recibido un tajo en la cabeza. Tenía el pelo y el rostro ensangrentados y se retorcía en las tablas con grandes gestos de dolor. Las dos mujeres cruzaron entre la barahúnda de hombres, medio agachadas, ensordecidas por los gritos y disparos, casi asfixiadas por el humo, llegaron junto al caballero, lo agarraron por las piernas y tiraron de él hacia la tolda. Tenía el rostro irreconocible, pero por las vestimentas pudieron saber que se trataba del marido de la señora Plácida. Esta, sin alterarse, vertió el agua de un balde sobre la cabeza de su esposo y todas pudieron observar que el corte, aunque le había rebanado media cabellera, no le había partido el hueso. A continuación se remangó la falda y cortó una buena tira de su refajo para poder vendarle la cabeza. Otras mujeres acarreaban ya a otro herido, y eran estos tantos que enseguida se vieron desbordadas.
Para hacer más grande la confusión, desde el navío enemigo comenzaron a lanzar sobre la cubierta de la Virgen de las Nieves alcancías incendiarias que al caer se rompían y provocaban fuegos que nadie se preocupaba ya de apagar. Isabel, ayudada por Elvira, trataba de rescatar a otro herido al que le habían cortado una mano cuando una de las alcancías se quebró a su lado; parte del aceite le salpicó la falda y el fuego no tardó en prenderla. Se puso en pie y empezó a gritar, olvidada de su propia seguridad. Un proyectil zumbó junto a su oreja derecha y agachó instintivamente la cabeza. Elvira, mientras tanto, le rasgaba la falda, se la quitaba de encima y con ella daba furiosos golpes sobre las llamas. En su turbación, con la vista puesta en el frente, Isabel se percató de que un hombre la observaba desde el castillo de proa del navío pirata, un hombre con expresión grave y mirada de águila. Parecía algo irreal, en medio del humo que la brisa deshilachaba, de la algarabía de gritos y lamentos, del entrechocar de hierros, el traquido de disparos y el crepitar de los fuegos. Pero fue sólo un instante. Elvira terminó de apagar el fuego y de un fuerte tirón la hizo agacharse tras la borda y volver a la realidad.
Cogieron entre ambas al mutilado y lo llevaron junto al barbero, que no daba abasto para atender a los heridos.
Los piratas estaban poco a poco haciendo retroceder a los españoles, que se batían ya a la desesperada. La mayoría de los cuerpos que yacían sobre cubierta pertenecían a la dotación de la nao. Hasta una de las mujeres había sido herida y se acurrucaba junto a los mamparos del castillo de proa. Del padre de Isabel y del capitán Beceiro no había rastro. En aquel momento, dos piratas, uno de ellos tuerto y el otro con una barba que semejaba un campo en barbecho, se fijaron en ellas. Los ojos les brillaban como si los hubiera iluminado directamente un rayo de sol. Se desentendieron de la batalla y corrieron a su encuentro, causando un gran alboroto entre el grupo de mujeres. Con los brazos extendidos y profiriendo aullidos en inglés los hombres parecían querer abarcarlas a todas. Sus rudas manos buscaban sus pechos, sus caderas, el vuelo de sus faldas. Pisoteaban a los heridos sin consideración, como caballos en celo. Al barbero, que protestó por su salvajismo, le endilgaron una estocada en el vientre y a doña Plácida, que golpeó a uno de ellos en sus partes pudendas, le partieron la nariz de un puñetazo.
El de la barba irregular, que también tenía los dientes podridos, se fijó en Isabel, quizá por vestir sólo la enagua, e intentó abrazarla. Ella lo esquivó con un rápido quite, salió de la tolda y se dirigió a la escala del alcázar. A su espalda oía gritos femeninos, pero no los entendía. A media subida, el pirata la cogió del tobillo y la hizo caer sobre las tablas del combés. Se dio un buen talegazo que le magulló codos y rodillas, pero se revolvió con agilidad y corrió hacia la borda de estribor, donde de nuevo le dio alcance el hombre. Estaba a unos pies de distancia y abría los brazos para evitar que se le escapase. Sonreía, seguro de su presa, y seguía profiriendo frases incomprensibles. Isabel abrió la boca para chillar, pero en ese instante uno de los barriles de pólvora, alcanzado por un disparo o por alguna alcancía de aceite, estalló violentamente y la onda expansiva la lanzó por encima de la borda.
Vio un destello blanco que lo abarcó todo, sintió que el rostro le ardía y la cabeza le estallaba. La caída al vacío se le hizo eterna. Lo veía todo de color blanco, e incluso dudó de seguir viva. La frialdad del agua la despejó. Se había hundido dos o tres brazas y había tragado unas cuantas buchadas, pero braceando con fuerza logró salir a la superficie. Se hallaba entre los cascos de los dos navíos: el inglés estaba intacto, pero a la Virgen de las Nieves parecía que un monstruo marino lo hubiera masticado entre sus fauces. Tenía una enorme vía de agua en el costado, la cubierta y la arboladura estaban envueltas en llamas y no tardaría en convertirse en una verdadera pira. La gente saltaba al agua para tratar de salvarse, amigos y enemigos. En el navío pirata habían cortado todos los cabos que lo mantenían unido a la nao y maniobraban para alejarse.
El mar, que desde cubierta le había resultado tranquilo, estaba allí abajo bastante movido, con olas de regular altura que la obligaban a bracear sin descanso. Isabel sabía nadar lo suficiente para no hundirse como una piedra, pero no estaba segura de cuánto conseguiría mantenerse a flote. Tenía miedo de que hubiera una nueva explosión, y nadó para alejarse de la agonizante nao. Cuando el lomo de una ola la levantaba podía ver un cúmulo de cabezas que sobresalían del agua, aunque le resultaba imposible distinguir unas de otras. Estos buscaban tablas, cofres o barricas donde asirse, esos braceaban desesperados sin saber a dónde ir y aquellos se hundían y volvían a salir, boqueando y escupiendo agua, para luego hundirse definitivamente. Y no podía hacer nada para salvarlos. ¿Dónde estaría su padre? ¿Y Elvira?
Se fijó en un madero que flotaba a la deriva y nadó hacia él, procurando no perderlo de vista. La ropa empapada tiraba de ella hacia abajo y cada brazada le costaba un gran esfuerzo, pero finalmente consiguió alcanzarlo. Se trataba de un tablón grueso, de sección rectangular, de los que sujetaban la tablazón de las cubiertas, pero no recordaba el nombre que le daban los marineros. De momento, a ella le servía de asidero. ¿Qué había sido de su hermano? ¿Qué iba a ser de ella? Comenzó a llorar y las lágrimas se mezclaban con el agua del mar. Le escocían los ojos y apenas entreveía el casco de la nao, cada vez más hundido. Todavía había gente a bordo. ¿Por qué no saltaban? ¿Acaso no sabían nadar? La deriva la estaba acercando al Black Crow, en cuya borda los piratas habían desplegado una red basta, hecha de maromas anudadas, para que los náufragos pudieran salvarse. ¿Salvarse para qué? ¿Para caer en las manos de esos salvajes? Pero dejarse morir era un pecado capital que la conduciría directamente al infierno. Y ella no quería condenarse.
El madero era difícil de dirigir, y tardó un rato en alcanzar el costado del navío. Había cada vez menos cabezas sobresaliendo del agua —¿cuántos se habrían ahogado?—, y las pocas que había se aproximaban, como ella, al buque pirata. Al fin logró poner una mano en la red, luego la otra, y tirando con fuerza pudo salir del agua, chorreando, y subir poco a poco por la inestable escala. Se sentía sin fuerzas. Alzó la cabeza para ver cuánto restaba y lo que vio le encogió el corazón: un montón de rostros feroces que no apartaban la vista de ella. Se detuvo y pensó en soltarse.
—¡Vamos, señorita, seguid adelante! —le gritó una voz en un castellano incorrecto.
Volvió a levantar los ojos, pero no identificó a nadie en concreto. Juan Ugalde, a su izquierda, trepaba por una estacha, y ese detalle la animó a continuar.
Al llegar arriba unas manos rasposas la alzaron sin consideración y la metieron dentro. Quedó de rodillas sobre las tablas. Antes de que hubiera recuperado el resuello se vio rodeada por una jauría hambrienta que se lanzó sobre ella y, a tirones y manotazos, le arrancó la ropa que llevaba.
Deseó haber muerto.
«La mar en medio y tierras he dejadode cuanto bien, cuitado, yo tenía; y yéndome alejando cada día,gentes, costumbres, lenguas he pasado».Garcilaso de la Vega, Sonetos
1
Mar Báltico
Había marea baja y la playa, que apenas tenía pendiente, resultaba inmensa. El agua, de un color verde sucio, se hallaba en calma. Las olas, en líneas casi paralelas, levantaban las crestas con pereza y se abatían con mansedumbre sobre la arena, alargando sus lenguas y marcando una línea lobulada más oscura.
La primavera estaba entrada y dos hombres esperaban junto a un batel varado en la orilla. Uno de ellos se entretenía observando jugar a una pareja de niños delgados y fibrosos que hacían cabriolas, se perseguían y se tiraban puñados de arena entre risas y gritos, ajenos por completo a su presencia. Tenían las caras redondeadas, los ojos claros y el pelo corto, y aunque uno era rubio y el otro completamente albino, se notaba que eran hermanos. Llevaban los cuerpos rebozados en arena y se cubrían con sendos calzones de lana tan empapados que se les bajaban a cada rato, mostrando el arranque de las nalgas.
El cielo estaba azul con algunas nubes muy altas y claras que no conseguían restarle brillo al sol; sin embargo, la mañana era fresca. El hombre echaba en falta la capa, que había dejado sobre el catre de su camarote, y ver así a los niños, casi desnudos, le daba escalofríos.
El niño rubio parecía algo mayor, pero el albino era más ágil, más escurridizo y travieso. Le lanzaba al otro a la cara pellas de arena mojada y se retiraba corriendo. Su hermano lo perseguía para vengarse, pero el albino hacía rápidas fintas para esquivarlo. Luego se agachaba, cogía a la carrera otro puñado de tierra con el que formaba una nueva pella y se la tiraba. La última le acertó en los ojos y el niño rubio corrió a enjuagárselos en la orilla y volvió dispuesto a castigar la afrenta. Después de varias carreras infructuosas, consiguió ponerle una zancadilla y derribar a su compañero de juegos. Se montó a horcajadas sobre él y le restregó una y otra vez arena mojada por la cara, hablándole en un idioma que el hombre no comprendía. El albino movía la cabeza de un lado para otro y escupía la arena que le entraba en la boca, pero no cesaba de reírse, lo que parecía restarle mérito a la victoria de su hermano.
Wismar era un puerto con mucho movimiento. En la amplia ensenada había anclados, aparte de los pesqueros, más de veinte mercantes entre cocas, urcas, naos y filibotes. Una buena parte de ellos lucía la enseña de la Liga Hanseática, pero también las había inglesas, imperiales, danesas y de otros reinos que asomaban al Báltico. El tráfico de lanchas y gabarras entre la playa y los navíos no cesaba.
Al borde de la arena se veía una línea de construcciones altas, de ladrillo rojo, con profusión de ventanas y con los tejados muy pendientes o escalonados. La ciudad estaba más allá de los almacenes, oculta por la muralla, de la que sobresalían sólo las torres más altas.
De uno de los almacenes salieron dos mujeres que se dirigieron a buen paso al encuentro de los hombres. La más joven riñó a los niños por estar perdiendo el tiempo, y estos corrieron hacia el almacén.
—Señor Duport, no puedo aceptar las cantidades que me habéis ofrecido —dijo la otra con sequedad. Iba con el pelo recogido y cubierto por una cofia, lo que confería a sus rasgos una dureza algo hombruna.
—Son las mismas que el año pasado —protestó al aludido sin mucha convicción.
—Los precios han subido.
—Decid mejor que los habéis subido, señora Lange.
—No me echéis la culpa a mí, sino al rey de España. —La expresión de estupor de su interlocutor fue grande, por lo que la mujer se sintió obligada a explicarse un poco mejor—. La grandísima cantidad de plata americana que ha acuñado y puesto en circulación está inundando el mercado. Y eso le resta valor a la moneda y hace que aumenten los precios.
El hombre se encogió de hombros. La economía de Europa le traía sin cuidado. Una gaviota con un pez en el pico pasó cerca de su cabeza y lo salpicó con algunas gotas de agua.
—El fardo de seda de Colonia cuesta sesenta y tres táleros —retomó la mujer el negocio, mientras la otra atendía en silencio a la plática—, pero os lo podría dejar en sesenta, y el barril de clavos de acero, treinta y cuatro, aunque puedo bajarlo a treinta.
—El precio de los clavos lo veo justo, pero la tela… Son cuarenta fardos los que nos vamos a llevar y no puedo pagaros más de cincuenta y cinco táleros por cada uno.
—Cuarenta fardos es lo mínimo que se despacha aquí —respondió ella al punto—. Hay mercaderes que embarcan el doble o el triple. Puedo bajároslo en un tálero.
—Os ofrezco cincuenta y seis.
—Cincuenta y seis y tres cuartos.
—Cincuenta y seis y medio, pagados en reales de a ocho.
—Me parece bien, por esta vez. —La mujer se escupió en la palma de la mano y se la tendió, y el hombre se la estrechó. Se habían estado entendiendo en francés—. Prepararé el certificado de venta con sus sellos. Y vos preparad el dinero.
—Os entregaré hasta el último real cuando la mercancía esté cargada y estibada.
Duport se rio con carcajadas prolongadas y sonoras y la señora Lange sonrió abiertamente por primera vez.
—Sois un buen negociante, señor Duport.
—Me viene de familia.
—¿Aún seguís interesado en viajar con los barcos de los que os hablé?
—Desde luego.
—Dejad que os presente entonces a mi sobrina —dijo la señora Lange, e hizo una seña para que se acercase la otra mujer—. Señor Duport, esta es Eva Falk. Ella comanda los barcos.
El hombre intentó esconder la sorpresa que tal declaración le produjo y se llevó la mano al ala de su chapeo, a modo de saludo. Eva Falk cabeceó levemente. Tenía la piel muy blanca, tanto que el sol, en lugar de dorarla, la enrojecía. El pelo era rubio, alborotado alrededor de la cara y recogido en la nuca con una pequeña coleta. Iba vestida con una blusa clara, un corpiño oscuro que le realzaba el escaso busto y una falda del mismo color, bastante corta, que dejaba ver debajo unas calzas que se alargaban hasta el tobillo.
—Saldremos mañana, señor Duport —lo informó Eva Falk con una firmeza inesperada. La voz era ligeramente ronca y sus ojos lo miraban con agudeza—. Haremos escala en Amberes y nos quedaremos en Dunquerque.
Una tos a su espalda le hizo volver la cabeza a Duport. Su compañero reclamaba su atención.
—¿Vamos a viajar con ella? Sólo tiene dos barcos —le dijo en castellano—. Dentro de poco saldrá una flotilla más numerosa.
—Prefiero viajar en pequeño grupo, Pascual. Las flotas grandes son el objetivo predilecto de los piratas zelandeses. Y no digamos de los ingleses.
—A mí estas alemanas no me dan buena espina.
—Creo que la señora Lange es sueca, pero entiende unas cuantas palabras de castellano, así que ten cuidado con lo que dices —lo corrigió Duport.
Ninguna de las mujeres dio muestras de sentirse aludida. La señora Lange se había hecho a un lado, dando a entender que el negocio ahora era con su sobrina.
—¿Qué habéis resuelto, señor Duport? Porque quiero zarpar antes del alba —preguntó con cierta brusquedad Eva Falk. El viento movía las hilachas amarillas que le rodeaban la cara.
—Entonces habrá que comenzar la carga cuanto antes.
2
Mar Báltico
Al regresar a bordo de la nao Diana, Pascual Laiseca se desahogó de los enojos que llevaba dentro. Era un santanderino de mucho carácter pero buen fondo al que Gabriel del Puerto había reclutado para sustituir al anterior maestre. Laiseca había sido piloto antes que maestre y tenía la mar metida en la sangre. Pocas personas podrían enseñarle algo que no supiera. Quizá por eso se inmiscuía en todos los asuntos de la nao, tuvieran que ver con el flete, la navegación o la estiba. Pero Gabriel conocía bien su pericia y aguantaba sus asperezas con paciencia.
—Las mentiras tienen las patas muy cortas, capitán —empezó Laiseca algo acalorado—. No sé a cuento de qué seguimos haciéndonos pasar por franceses.
—Las mentiras son útiles.
—Pero peligrosas si nos descubren.
—Más peligroso es presentarse como católicos en esta tierra de herejes. Ea, Pascual, dejemos los debates, que hay que darse prisa con la carga.
—Esa es otra. Vaya precio que nos han cobrado por el cargamento… Más caro que la última vez.
—Todas las mercancías nos han costado en este viaje más que en el anterior. Pero si crees poder hacerlo mejor, adelante, negócialas tú.
—Un cuerno voy a negociar yo —exclamó el señor Laiseca, pero Gabriel sabía que era el último trueno de la tormenta—. No soy ni el dueño de la nao ni el armador, sólo el maestre. Si vos estáis de acuerdo en perder el dinero, no seré yo quien os lo impida.
—Hala, vayamos fuera, a prepararlo todo.
La Diana, una nao de pequeño arqueo, se la habían comprado Gabriel del Puerto y Martín Robledo, su viejo socio, a un corsario inglés en las islas Azores hacía ya algunos años. De su antigua tripulación sólo quedaban a su lado un par de españoles, otros dos franceses, un portugués, un holandés llamado Jerónimus, más ladino que un pirata berberisco, y Antonio Martínez, un náufrago al que los indios de la Florida habían esclavizado y apodado Mahagüini, que era como pronunciaban ellos su apellido. También el piloto había cambiado. El actual era un flamenco católico, Frans Vermeulen, que resultaba insustituible para navegar aquellas aguas.
Acarrear las mercancías desde el almacén hasta la bodega de la nao les llevó la mitad de la tarde. Para facilitar la tarea, la señora Lange le alquiló, por unos marcos, una gabarra de buenas proporciones. Al finalizar el último viaje, Gabriel la acompañó al almacén y le hizo entrega de tres saquetes de cuero de becerro llenos de monedas. La mujer se sentó junto a una mesa de madera oscura, pulida por el uso, y procedió a vaciar el dinero y contarlo. Sus dedos robustos se movían con rapidez y agilidad por las piezas de plata, que iba apilando según su valor: reales, dos reales, tostones y duros. Mientras lo hacía, Gabriel se acomodó en el borde de una banqueta y pasó revista a las mercancías que abarrotaban aquel almacén, bien ordenadas y apiladas. Había allí fardos y líos de tela, balas de lana, enormes bobinas de hilo, cestas con cintas de colores, arcones con ropa elaborada, calzas, camisas, jubones, toneles de diferentes tamaños y grosores, cántaras de vino y aceite, barricas de miel, cajas rellenas de paja y objetos de vidrio, planchas y barras de hierro, de bronce y de otros metales; aparejos para los barcos, cabos, estachas, lona, motones, anclotes, palas y remos. Al fondo del local, cerca de la puerta trasera por la que accedían las carretas, había varios montones de pescado seco que atufaban el aire. Y sólo era la primera planta.
Los dos niños se habían acercado a la mesa donde la señora Lange trabajaba y la observaban en silencio. Debían de tener prohibido interrumpirla mientras contaba el dinero, porque no dijeron una palabra.
—No se parecen mucho a vos —comentó Gabriel cuando le vio anotar las cantidades en un grueso cuaderno.
—Es que son míos —dijo a sus espaldas la voz ronca de Eva Falk.
—¿Y su padre?
—Son sólo míos —respondió ella de manera tajante.
Gabriel escrutó su rostro con impertinencia, tratando de calcular su edad. ¿Treinta quizás? No era una mujer especialmente hermosa, pero se mostraba dotada de una enorme fuerza de voluntad, algo necesario, por otra parte, para dirigir una flotilla mercante. Pensó que era una curiosa sociedad la que formaban la tía y la sobrina.
—Paráis poco por aquí, señora Falk —comentó Gabriel, picado por la curiosidad—, pues hasta ahora no os he visto.
—Me paso la vida navegando, señor Duport. ¿No os pasa a vos lo mismo? —dijo la mujer con expresión amable, pero no risueña. Sus ojos de color azul intenso lo miraban, sin embargo, con agrado.
—No sabría qué deciros. En estos mares y puertos dedica uno más tiempo a negociar los fletes y cargar y descargar las bodegas que a navegar.
—¿Y qué otros mares puede haber?
Iba a responderle Gabriel que el Atlántico abierto, donde las travesías duraban semanas, si no meses, cuando los interrumpió la señora Lange, que ya había concluido con los apuntes.
—Faltan cuatro táleros y medio, caballero.
—Ah, no. El dinero está justo, mi señora. Sabéis bien que un tálero tiene cuatro décimas partes menos de plata que una pieza de a ocho, y que su plata es menos pura. En realidad, vos me debéis a mí uno, pero os lo dispenso a cuenta de que vuestra sobrina nos vaya a guiar en la salida del Báltico.
—Estáis en todo, Duport —respondió ella con cierto disgusto mientras su sobrina dejaba escapar una breve carcajada. Después metió el dinero en una pesada caja de hierro que cerró con dos candados, y dio el trato por concluido.
Zarparon antes del amanecer, con la brisa terral. La embocadura del puerto de Wismar era amplia y salieron de él con facilidad. Los tres barcos navegaron en conserva, aunque guardando las distancias para no quitarse el viento. La Diana iba en el centro y la flanqueaban, a sotavento y a barlovento, los dos filibotes de Eva Falk, que eran navíos estrechos y de poco calado, muy adecuados para la navegación por aquellos mares. A pesar de estar preparados para el transporte, cada uno montaba varias piezas de artillería. Eran tiempos duros para el comercio. Salvaron con buena ventura los difíciles pasajes entre las islas de aquella zona del Báltico, rodearon la península de Jutlandia por los estrechos de Kattegat y Skagerrak y después navegaron hacia el sur, hasta las islas Frisonas, ya en el mar del Norte, donde se hacía necesario extremar la vigilancia para evitar un mal encuentro. Los gueux, corsarios de las Provincias Unidas, se movían por aquellas aguas con la patriótica intención de estorbar el comercio a los españoles y sus aliados, y la menos noble de engrosar el bolsillo a costa de cualquier navío desprevenido. Ni a daneses ni a holandeses les hacía gracia la competencia de la Liga Hanseática.
A la altura de la isla de Ameland avistaron, entre ellos y la costa, dos corsarios bien armados que los siguieron a cierta distancia durante buena parte del día. Por la tarde hicieron un rápido acercamiento sobre la Diana, que navegaba más al sur. Con la misma rapidez, los filibotes de la señora Falk se alinearon con ella y lograron disuadirlos de atacar, pero no se retiraron.
—Señor Vermeulen, ¿creéis que podríamos darles un susto? —preguntó Gabriel a su piloto.
—No es buena idea perseguirlos, si es lo que estáis pensando, capitán. Esos barcos son más rápidos que la nao.
—Pero tenemos el barlovento a nuestro favor.
—Aun así, en cualquier momento podrían virar y atacarnos por ambas bandas.
Gabriel calló. Estaba apoyado en la borda de babor, con los ojos fijos en las siluetas de los corsarios. Le parecían unos buques admirables, algo más pequeños que los de Eva Falk, pero con castillos más bajos, mástiles más altos y mejor artillados. ¡Ah!, si él pudiera contar con un navío así, otro gallo le cantaría.
Al atardecer habían sobrepasado Texel, la más occidental de las islas Frisonas, pero los gueux continuaban a la vista. La señora Falk hizo botar un esquife y se aproximó a la Diana para explicarles la estrategia que debían seguir durante la noche. Venía acompañada del capitán del otro barco, un hombre desabrido llamado Dewulf.
—Antes de que salga la luna cambiaremos la derrota al oeste franco, para alejarnos de tierra, y a medianoche caeremos al sur sudoeste —les indicó con mucha seguridad la mujer—. Navegaremos sin ninguna luz, por lo que habrá que ser muy cuidadosos.
—La mar está un poco revuelta —apuntó Gabriel, rascándose la descubierta cabeza.
—Por eso mismo —dijo Dewulf con un despecho que no venía a cuento. Gabriel y Laiseca intercambiaron una mirada.
La visita fue breve, y al poco tiempo el batel surcaba las grises aguas hasta alcanzar el costado de la Piedad de Wismar, la nave de Falk, y luego se dirigió al filibote de Dewulf.
Para no extraviarse ni chocar, Gabriel situó a un hombre en el bauprés y un vigía en cada cofa, y se turnó con el maestre y el piloto para hacer guardias, pero la navegación resultó tranquila, y, al amanecer, no había rastro de los corsarios. Variaron nuevamente el rumbo y navegaron hacia el sur. La mayoría de los barcos que se movían por aquellas aguas eran pequeños y de poco calado, adaptados a las costas de Flandes, poco profundas y llenas de canales. Además, sus armadores preferían hacer fletes más reducidos, y numerosos, que tener que esperar días o semanas en un puerto para completar una carga.
El sol caía hacia poniente cuando avistaron el estuario del Escalda, que era amplio, de corriente lenta y pródigo en bancos de arena. A varias leguas hacia el interior se hallaba Amberes, la meca del comercio, la ciudad más próspera y con mayor empuje mercantil en el norte de Europa.
—Muchos barcos hay aquí —comentó Vermeulen, el piloto, cuando hubieron lanzado las anclas y una vez que la nao quedó asegurada. Aunque el piloto se conocía bien el río, preferían aguardar a la primera marea de la mañana para seguir hasta la ciudad.
—Y algunos son de guerra —añadió Pascual Laiseca, señalando hacia el este—. Quizá sea mejor largarnos mientras podamos.
La escala en Amberes tenía como propósito completar la carga con unos tapices flamencos y contactar con Enrique Mújica, un corredor de seguros burgalés que se encargaba de cubrir los riesgos de la ruta flamenca. El señor Mújica deseaba renegociar la póliza, dado que con el corso inglés habían aumentado todavía más los peligros de la navegación por el mar del Norte.
Sin embargo, Gabriel no pudo llevar a cabo sus planes. Poco después de haber fondeado, la señora Falk los informó del motivo de tanta aglomeración de navíos en el estuario.
—Las fuerzas del general Farnesio han puesto cerco a Amberes y cerrado la navegación por el río con una especie de puente sobre barcas, para evitar que los sitiados reciban pertrechos y alimentos —dijo la mujer—. Los rebeldes han abierto los diques y anegado muchas tierras, donde sus barcos merodean como avispas. Los combates son muy reñidos y la navegación por el Escalda, casi imposible.
Aunque el contacto de Gabriel con Flandes se limitaba a los puertos en los que tocaban, sabía que Alejandro de Farnesio, gobernador de Flandes, desplegaba desde el sur una ofensiva que había recuperado para el rey Católico numerosos territorios y ciudades.
—¿Qué pensáis hacer vos, señora? —le preguntó a Eva Falk cuando terminó de comunicarles las nuevas.
—No voy a arriesgar mis barcos subiendo por ese río, señor Duport. En Dunquerque puedo encontrar lo que venía a buscar aquí.
Gabriel valoró unos momentos la situación con sus hombres, y resolvieron continuar con ella. La mujer pareció alegrarse de la decisión y le prometió enviarle, más tarde, una bandera de la Liga Hanseática.
—Así estaréis más seguros. La situación de la guerra es muy cambiante, y nunca se sabe en manos de quiénes estará cada plaza. En realidad, debería habérseme ocurrido antes la idea, pues una flotilla resulta menos sospechosa cuando todos sus barcos navegan bajo el mismo pabellón.
3
Dunquerque
Dunquerque era uno de los puertos más peligrosos y mejor resguardados del mar del Norte. La estrecha embocadura se hallaba detrás de un largo islote de arena cubierto de dunas. Más allá, hacia el lado del mar, había una serie de bancos de arena fósil, bastante someros y más o menos paralelos a la costa, que podían despanzurrar fácilmente un navío de mediano calado. Era preciso conocer bien aquellos fondos, o contar con buenos pilotos, para que el arribo a Dunquerque no se convirtiera en una tragedia.
La ciudad había sido reconquistada el año anterior por las tropas de Farnesio, que necesitaba con urgencia puertos en el mar del Norte desde los que abastecerse y mantener las comunicaciones con España.
Una vez traspasada la bocana, el puerto interior constaba de varias ensenadas pequeñas donde fondeaban todo tipo de barcos. La Diana y los dos filibotes largaron anclas en una de ellas.
Aquella era la última escala antes de regresar a España, y Gabriel dio un día de asueto a su tripulación. Por la tarde, después de haber hecho aguada y haber cargado vituallas, bajó a tierra en compañía de Mahagüini.
—Espéranos aquí —le ordenó al remero—, aunque se venga la noche.
Los dos hombres cruzaron la playa y siguieron un tramo de la muralla que rodeaba a la ciudad en todo su perímetro. A la derecha del pequeño muelle comercial había un castillo con un amplio patio de armas, guarnecido por una compañía de los tercios. A uno y otro lado de la villa se extendían amplios arenales con dunas y muchos molinos de viento. Delante de la muralla se había formado una calle provisional de puestos ambulantes, casetas de madera y lona o simples chamizos en donde se vendía y se compraba, se cerraban tratos y enrolaban marineros, y donde muchas tripulaciones holgazaneaban o se entretenían con la bebida, el juego y otros pecados menos veniales. El interior de la villa no era mucho mejor, y abundaban en él las tabernas, posadas y lupanares. Aunque también había hermosas construcciones, como la iglesia mayor, con su alta torre gótica, el elevado pináculo del ayuntamiento y algunas casas suntuosas de comerciantes acomodados o de miembros de la nobleza.
Los dos hombres penetraron por la bien custodiada puerta del mar y callejearon hasta encontrarse con un pequeño canal que alimentaba el foso. Dunquerque era una ciudad cosmopolita, poblada por gentes de lugares muy distintos que hablaban lenguas diferentes. Había flamencos, valones, alemanes, franceses, españoles, italianos, ingleses y otros pueblos del norte. Siguieron el canal durante un par de manzanas, dejando a su derecha el camposanto, hasta que desembocaron en un callejón estrecho e irregular. Unas casas eran de piedra, otras de tierra y argamasa y otras simples chabolas. Cerrando el callejón, y apoyada contra la muralla sur, se alzaba un edificio de tres plantas, con grandes vigas oscuras a la vista, pocas ventanas y un tejado muy inclinado de losas grises dispuestas como escamas.
La puerta estaba entornada, y Gabriel la empujó y entró seguido de su amigo en el oscuro vestíbulo de la posada de Las Tres Grullas.
A la izquierda, una escalera de madera comunicaba con las otras plantas. Al otro lado había una mesa baja y pequeña en la que una mujer probaba, agachada sobre ella, el tamaño del mantel que estaba cosiendo. Alzó la vista y les preguntó de forma mecánica qué deseaban.
—Buscamos al señor Boucher —dijo Gabriel con la voz más agradable que pudo poner—. Se alojaba aquí, al menos hace unos meses.
—Se alojaba, señor.
Los hombres esperaron en silencio a que la mujer agregase algo más. Tenía las carnes secas y amarilla la piel del rostro y de las manos, vestía ropajes oscuros y se arropaba los hombros con una toquilla de punto. Hacía fresco allí dentro.
—¿Sabéis por ventura dónde podemos localizarlo? —La voz de Gabriel sonó menos amable.
—No tengo la menor idea de dónde vive ese bribón. Y tampoco me interesa saberlo. —Al decir esto se enderezó, cruzó los brazos y los miró de frente. Tenía unos ojos oscuros y suspicaces.
Gabriel asintió y se dio la vuelta. Algo malo le habría hecho Boucher. Cuando se disponía a abrir la puerta, la mujer volvió a hablar.
—Os recomiendo que lo busquéis en la taberna de ElGran Caimán. Tengo entendido que allí malgasta su tiempo y sus caudales.
La taberna mencionada se hallaba en un lateral de la explanada de justicia, donde el cadáver reciente de un condenado pendía de una guindola de madera con forma de ene minúscula. En la fachada, colgando de un barrote horizontal, campeaba una tabla ajada por la intemperie con el tosco dibujo de un caimán con las fauces abiertas.
A aquellas horas había sólo dos parroquianos acodados en un rincón de la taberna, y a Gabriel y Mahagüini no les costó distinguir, detrás de la barra, la figura del antiguo pirata. Llevaba un parche verde en el ojo izquierdo y se entretenía en matar las moscas con un trapo sucio y húmedo.
Ante la indiferencia del tabernero, Gabriel se acercó al extremo opuesto de la barra y dio un buen golpe sobre el grueso tablón.
—Por vida que me las vais a pagar —exclamó el hombre con mucha fiereza, pero al verlos cambió de expresión y corrió junto a ellos—. ¡Ah! Capitán l’Avide, señor Mahagüini, dichosos los ojos que os ven.
Pasó al otro lado de la barra, dio un manotazo en la espalda de Mahagüini y abrazó a Gabriel contra su enorme corpachón.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año? ¿Dos?
—No, Boucher, hace sólo nueve meses que nos vimos.
—Pues a mí me han parecido muchos más. —Sin más trámites, el hombretón cogió tres jarrillas de barro y las rellenó del contenido de una botija que tenía apartada entre dos cubas de madera—. Para mi capitán, la mejor cerveza—. Luego alzó su jarrilla en silencio y le dio un trago generoso.
Gabriel lo imitó, pero la bebida le supo muy amarga y casi tuvo que escupirla. Se preguntó cómo sería la cerveza más infame.
—Te has acomodado, ¿eh, Boucher?
—Eso jamás, capitán. Pero esta guerra todo lo revuelve. Hace un año Dunquerque estaba en manos de los rebeldes, ahora está en las de los españoles, y mañana pueden ser los ingleses. Creí más conveniente tomarme un respiro. De modo que invertí en esta taberna lo que quedaba de mi fortuna. Además, a mi querida Hilde no le gusta que me aparte de su lado.
—¿Hilde? ¿Así se llama tu esposa?
—No estamos casados, pero no hables tan fuerte, que tiene el oído muy fino —le advirtió Boucher al tiempo que señalaba con el pulgar una puerta que había a sus espaldas.
—No parece que el negocio sea muy boyante —dijo Gabriel con algo de guasa mientras miraba a su alrededor.
—No creas. En este nido de piratas, cada vez que una tripulación hace una presa, yo hago mi agosto. Son muchas las tabernas que tiene la villa, pero hay dinero para todas. Además —añadió, acercando el rostro a ellos y bajando la voz—, corre el rumor de que Farnesio está dispuesto a conceder cartas de marca a todos los que hagan corso contra los enemigos de la Corona. Imaginaos lo que eso supondrá para Dunquerque.
La noticia sorprendió tanto a Gabriel que por unos momentos no supo qué decir. Boucher aprovechó para descargar el trapo sobre un grupo de desprevenidas moscas que libaban de una mancha grasienta de la barra.
—Me cuesta creer que el rey Católico, que lleva décadas combatiendo el corso, se haya decidido a armarlos por su cuenta —dijo por fin Gabriel.
—¿No lo hacen sus enemigos? —terció Mahagüini.
—¿De qué te sorprendes? —apuntó Gastón Boucher con vehemencia—. La situación cada vez se vuelve más comprometida. Los piratas holandeses y zelandeses están perjudicando el comercio marítimo por estas aguas. Y ahora también los ingleses. ¿Por qué no pagarles con la misma moneda? Y no hay un puerto mejor que este, ubicado en lo más estrecho del canal de La Mancha y bien resguardado. El daño que nuestros corsarios podrían infligirles es enorme.
—¿«Nuestros»? Tú eres francés, Boucher —dijo Mahagüini.
—Y ya no navegas —dijo Gabriel.
—Para el capitán l’Avide lo haría. Voto a Barrabás que sí —juró Boucher, y enseñó una línea irregular de dientes y mellas y una sonrisa feroz.
Gabriel le aguantó la mirada un instante. Luego movió la cabeza y miró al fondo de la taberna, a una pared de tablas mal ensambladas con una puerta tapada por una cortina más sucia que el trapo que enarbolaba su antiguo contramaestre. El suelo era de baldosas, el techo alto y en un lateral había un hogar de piedra ennegrecido y apagado.
—Sabes que ahora soy un honrado comerciante, Gastón. Tengo mi propio barco y una esposa que cuidar. Los tiempos del capitán l’Avide y de la piratería quedaron atrás.
Boucher perdió el entusiasmo que por un momento lo había poseído. También el flemático Mahagüini pareció decepcionado.
—¿Y qué has averiguado de mi encargo? —dijo Gabriel, cambiando de tercio—. No creerás que he entrado en este agujero sólo para ver cómo va tu negocio…
Boucher, que hasta entonces había mantenido un tono de chanza, puso cara de circunstancias, alzó las cejas y volvió los ojos hacia arriba.
—Ninguna noticia, capitán. Ni del felón de Trenton ni mucho menos de tu hermana. Y puedes estar seguro de que he preguntado a cualquier marino, pirata, negociante y borracho que ha pasado por aquí. He aguzado el oído cuanto he podido y me he metido en conversaciones que ni me iban ni me venían, en especial cuando había ingleses de por medio. Pero no he logrado enterarme de nada. Y créeme que lo siento. Sé lo importante que es para ti encontrar a tu hermana.
Gabriel dejó escapar un leve suspiro. Daba por hecho que su antiguo cofrade no habría averiguado nada nuevo, e iba preparado para ello, pero en el corazón de los hombres siempre hay un rescoldo de esperanza imposible de apagar.
Gabriel había pasado años tras el rastro, cada vez más tenue, de su hermana Isabel, que había sido capturada frente a la Florida por un corsario inglés llamado Sackfield. También él había caído en manos de otro corsario, o pirata, que las diferencias no siempre estaban claras, un francés llamado Ricard con el que había navegado durante un tiempo. Después de una larga y accidentada búsqueda dio con Sackfield en las Azores. El corsario le confesó que su primer oficial, un tal John Trenton, se había encaprichado de Isabel y había desembarcado con ella en Belle-Île-En-Mer con idea de pasar a Inglaterra. Desde entonces, Gabriel había visitado no sólo Belle-Île-En-Mer, sino todos los puertos franceses de Bretaña y del canal de la Mancha. Y algunos ingleses, en los que se había dedicado durante semanas a mezclarse con tripulaciones de navíos, pataches y pesqueros, y a visitar cuanta cantina, posada y burdel encontró, indagando en vano por un oficial llamado Trenton.
Pero el tiempo pasaba sin que hubiera podido hallar una sola pista sobre ellos, por mínima que fuera, y ya desesperaba de poder hacerlo. La imagen de su hermana, tan vívida al principio, se iba desvaneciendo. A veces se preguntaba si sería capaz de reconocerla si la viera. O si seguiría viva. Mas no abandonaba la búsqueda, pese a los reveses, y no dejaba de acercarse a cualquier marinero inglés que se cruzara en su camino, ni de visitar, cada vez que recalaba en Dunquerque, a su antiguo compañero, que le había prometido mantener los oídos aguzados.
Tras varios azumbres de vino que los llevaron a recordar las correrías y aventuras pasadas, Gabriel y Mahagüini abandonaron El Gran Caimán. Las sombras se adueñaban de las calles de Dunquerque.
En el muelle se toparon con la señora Falk, que acababa de bajarse del batel. La acompañaban Dewulf, que iba elegantemente vestido, y un fornido marinero con el cabello rapado.
—Señor Duport, ¿volvéis ya a vuestra nao?
—Tengo entendido que Dunquerque es un lugar peligroso por la noche —dijo Gabriel, que trató de hacer una graciosa reverencia.
—Os veo un poco achispado —rio ella, apartándose ligeramente de sus acompañantes y dándole pie a Gabriel para que hiciera lo propio.
—Ha sido la alegría de encontrarme con un viejo amigo.
—Debéis de apreciarlo mucho, entonces —replicó la señora Falk. Su boca se frunció con travesura y sus ojos se achinaron.
—Aprecio más su vino. ¿Y vos? No son horas para que una dama se pasee por el puerto. —La palabra «dama» la dijo con una entonación distinta, pero la mujer no supo si era considerada o burlona.
—No soy ninguna dama, y, como veis, voy en buena compañía. En cualquier caso, si desembarco es porque pienso pernoctar en la villa.
—Puedo recomendaros un lugar a vuestra altura.
Otra vez dudó la mujer del sentido de aquellas palabras, aunque no se sintió ofendida.
—Dunquerque es una de mis escalas habituales, y la conozco bien. Hasta podría serviros de guía.
—Por mi alma de pecador que sois una mujer sorprendente.
Eva Falk se lo tomó, esta vez sí, como un piropo.
—¿No vais a reconsiderar quedaros esta noche en tierra? —preguntó con una sonrisa llena de promesas
—Una invitación tentadora, Eva, que ningún hombre en su sano juicio rechazaría.
—Pero vos sí.
—Si la aceptase, podría sentir la tentación de traicionar a alguien que me espera en otro puerto.
—Vos lo habéis dicho: en otro puerto.
Gabriel dejó escapar una risa forzada, sacudió la cabeza y se encaminó al batel, donde Mahagüini y el remero lo estaban aguardando.