A Don Enrique de Vedia
- I -
EN MARCHA
-¿Estará usted listo para el 5?
Hoy es 2, y no hay tiempo que perder.
-Sí, señor; estaré.
Venía yo de Santa Fe, donde
acababa de asistir a la comedia política representada con motivo
del cambio de gobernador, y la dirección de La Nación me invitaba a
hacer un viaje al extremo austral de la República, visitando cuanto
paraje encontrara al paso. La misión me sonreía, pues con ella iba
a realizarse uno de mis mayores deseos: conocer esas tierras
patagónicas en que muchos hombres de pensamiento cifran tan altas
esperanzas, experimentar las impresiones de una navegación en pleno
océano, y quizá ser útil a los habitantes cuasi solitarios de
aquellas apartadas comarcas.
La partida del transporte
nacional Villarino estaba fijada para el 5 de febrero, a las 10 de
la mañana. Debía llevar a su bordo al Dr. Francisco P. Moreno,
perito argentino, y sus ayudantes militares y civiles, hasta Santa
Cruz, punto de arranque de la nueva expedición emprendida por el
infatigable hombre público.
El 5 estuve listo, pero la
partida fue postergándose hasta el 12, porque era necesario ensayar
las dos lanchas Tornicroft que el Dr. Moreno iba a llevar consigo
para explorar los lagos Argentino y Buenos Aires. Por fin hubo que
limitar ese ensayo a la prueba de la caldera con presión de agua, y
embarcar la lancha que se había armado, sin desarmarla
completamente.
El 12 a las diez en punto
estábamos todos embarcados; y el Villarino se veía lleno de gente
que acudía a despedirse de los viajeros, tan numerosos que apenas
podían revolverse en la cubierta. El día, bastante caluroso, era
magnífico, y el buque, amarrado en la dársena sur, frente al
depósito número 1, manchaba el cielo azul con una ligera columna de
humo que, al ascender, envolvía la flameante bandera de salida
enarbolada en el trinquete.
-¡Buen viaje!
-Hasta la vuelta.
-¿Usted también se va?
Y apretones de manos, saludos
afectuosos y conmovidos, conversaciones entrecortadas por el ir y
venir de visitantes, pasajeros, vendedores de libros y de
baratijas:
-La última novela de Zola.
-Cigarros y cigarrillos.
-¡La Nación, La Prensa!
-No deje usted de
escribirme...
-¿Para cuándo es el
regreso?
Por fin se dio la señal,
desfilaron lentamente los visitantes, que fueron a formar en fila
sobre el dock, retirose la planchada, y el Villarino comenzó a
moverse arrastrado por dos poderosos remolcadores.
-¡Adiós!
-¡Adiós!
Avanzábamos por entre el
laberinto de buques de la dársena, y aunque embargado por insólita
emoción, por una opresión vaga y extraña, miré en torno para trabar
conocimiento visual con mis compañeros de viaje: los había ¡y
cuántos, y cuán diversos! Argentinos, españoles, ingleses,
franceses, italianos; soldados, marineros, hermanas de caridad,
señoras, niños... ¿Dónde iba a caber tanta gente?
El Villarino es un buque pequeño,
muy marino, pero inadecuado para pasajeros. Tiene una máquina
poderosa que le da tina marcha de diez millas or hora, y puede
hacer dos millas más ayudándose con su velamen, compuesto de
cuchillos, cangreja, trinquete, redonda y velacho. Es coqueto; con
su arboladura ligera y esbelta y su bien cortado casco pintado de
blanco, y a velas desplegadas, en alta mar semeja un gran pájaro
del sur rasando la ola.
Pero no es para tanta gente, y
mucho menos cuando va, como en aquel viaje, con las bodegas
repletas de carbón y de carga, la proa llena de caballos y mulas, y
la cubierta atestada con los botes llenos de agua para los
animales, con las dos lanchas Tornicroft y con el equipaje y las
personas de los pasajeros de segunda...
Íbamos saliendo lentamente de la
dársena, en medio de la animación un tanto melancólica de la
partida; en el pontón La Paz, escuela de grumetes, la banda de
música tocaba una marcha militar; cuando pasamos todo anunciaba un
felicísimo primer día de viaje: pero de pronto, al virar frente al
Riachuelo para tomar el canal, sentimos una sacudida, y el barco
quedó inmóvil...
-¡Hemos varado!...
-¡No puede ser!...
-¡Eh! será cuestión de media
hora...
Habíamos varado en pleno puerto
de Buenos Aires, justamente al lado de una draga haragana, y sobre
un banco de arena que, sin justificación alguna, viene formándose
allí desde hace años. ¡Buen trabajo de dragaje!
¡Linda muestra de cuanto se
preocupa el Gobierno de lo que a la navegación se refiere! Si en
lugar del Villarino se hubiera ido sobre el banco alguno de los
buques de gran porte que diariamente entran al puerto, éste hubiera
quedado cerrado por algunos días. Pero los transatlánticos pasaron
junto a nosotros, como una burla.
Vano fue cuanto esfuerzo se hizo
por zafar. Hasta cuatro remolcadores tiraron del Villarino,
tendiendo los cabos como cuerdas de violín, resoplando jadeantes
sus calderas, sin que el casco se moviese en el lecho de limo en
que estaba empotrado, como en un perol de cola de carpintero.
Sonó la campana que llamaba a
almorzar, cuando ya los remolcadores hablan renunciado a la empresa
de sacarnos del atolladero, y la gente se agolpó al comedor. No se
cabía, y hubo que comer por tandas. Formáronse dos mesas, y ninguna
de ambas brilló por su alegría: la emoción de la partida,
desmesuradamente prolongada por aquel tropiezo, dejaba a todos
mustios y desganados. Estábamos y no estábamos en viaje, habíamos y
no
habíamos salido de Buenos Aires,
porque ni era posible volver a tierra, ni dependía de nuestra
voluntad seguir marchando.
En todo aquel día mortal, tiempo
sobrado tuve de examinar a mis compañeros de viaje.
Con el Dr. Moreno iban el coronel
Rosario Suárez, un viejo militar, que hizo con singular valor la
guerra de indios, gran baqueano de la Patagonia y el Río Negro,
agregado voluntario a la expedición, a la que habrá prestado sin
duda excelentes servicios (ha regresado ya) por su conocimiento del
terreno, su práctica de la vida en campana y sus recursos de
soldado de fronteras. Es un hombre alto, seco, ya entrado en años,
afable en el trato familiar.
Junto a este veterano, un joven
capitán de artillería, el señor José Uriburu, que ya ha formado
parte con éxito de otras subcomisiones de límites, oficial de
escuela y excelente y discreto compañero de viaje. El señor Diego
González Victorica, encargado de llevar la lancha Tornicroft núm. 1
desde el Chubut al lago Buenos Aires, y el joven Terrero, sobrino
del perito, que no por ir en viaje de placer ha sido menos duro en
la fatiga. Además, dos maquinistas, personal de peones avezados,
los asistentes del coronel, etc., etc.
Iba a bordo otra comisión: la del
ingeniero Pastor Tapia, encargado de medir terrenos de Tierra del
Fuego -tan desgraciados con sus antecesores-, compuesta por el
joven Vernet Lavalle, el ayudante agrimensor señor Ambone,
asistentes, peones, etc.
Luego el capitán de fragata don
Leopoldo Funes, encargado de establecer la línea telegráfica
militar entre Río Deseado, San Julián, Santa Cruz, Gallegos y Punta
Loyola; el nuevo subprefecto de San Juan del Salvamento (presidio
militar de la Isla de los Estados), teniente de fragata Luis
Demartini, con algunos marineros; el jefe del faro de Punta
Laserre, señor Augusto de la Serna; el señor Venturi, enviado a
Santa Cruz por el departamento de Agricultura, para practicar
estudios; el Dr. Pinchetti, nombrado para la Isla de los Estados;
tres caballeros franceses, M. M. Sabatier, Addé y Nesler; la señora
del comandante Leroux con sus hijos, y tres hermanas de caridad en
viaje a Rawson.
Pero entre el ir y venir de tanta
gente, me llamaron la atención una joven inglesa, miss Mary X., que
se dirigía a Río Gallegos, y el Dr.
Brodrick, su esposa y su perro,
que iba a probar fortuna en Punta Arenas.
Ctiriosa esta pareja: ella muy
alta, vestida de azul, con gorra de marino; él pequeño, delgado,
móvil, muy rubio. Tanto éstos como miss Mary no hablaban una sola
palabra de castellano, y venían a América por primera vez, como se
viene a una tierra de promisión.
Si me detengo a señalarlos, es
porque ellos han procurado el escaso elemento romancesco de este
largo viaje, dando una prueba más de lo que es el carácter
británico, y de la confianza que inspira nuestro país a las
personas emprendedoras.
Entretanto, llegó poco a poco la
tarde, y continuábamos varados, consultando en vano el semáforo del
Riachuelo, que se obstinaba en no anunciar el repunte del
río.
-¡Crece!
-No, no crece todavía. Hasta la
noche no hay esperanza...
Y los pasajeros hacinados, casi
sin poder moverse, bostezaban contemplando el río, hasta que la
llegada de los diarios de la tarde, que nos decían en viaje, animó
un poco la situación, triste y aburridora.
Yo fui a conversar con el
comandante del barco, el teniente de fragata D. Juan Murúa, que
desde hace muchos años navega en los mares del sur, como que ya en
1882 tomó parte en la expedición Bove, en calidad de guardiamarina,
habiéndose formado bajo las órdenes del comandante Piedrabuena,
aquel infatigable y valeroso visitador de las costas patagónicas y
fueguinas. Murúa me dio interesantes datos que tuve oportunidad de
comprobar más tarde, y que tienen su colocación lógica en estas
páginas.
Es el comandante del Villarino un
hombre joven, pero avezado a las rudas tareas del mar, enérgico y
duro en el caso, como cuadra a un marino, afable y bondadoso en las
circunstancias normales. No arriesga su buque en locas aventuras, y
lo cuida como si fuera una persona amada. Así fue con la Usuhaia,
cuyo comando tuvo antes, y en cuyo puente navegó decenas de veces
por los canales fueguinos, los estrechos de Lemaire y Magallanes y
las abruptas costas de la Isla de los Estados.
Y lo acompañan hombres de
provecho y de fibra: el segundo, teniente de fragata don Eduardo
Méndez, de raza de marinos, siempre en su puesto; los pilotos
Carbonetti y Fábregas, que andarían por el sur con los ojos
cerrados; el contramaestre Bautista, piloto de la marina mercante
italiana; los comisarios Martínez y García, el maquinista inglés
Drummond, y los jóvenes maquinistas argentinos educados en los
grandes talleres mecánicos ingleses, Martínez, Pereyra y Maguí, a
quienes no señalo por el solo gusto de hacer enumeración, sino
porque son positivamente meritorios, como lo dirán cuantos los
hayan visto en el desempeño de sus funciones.
La dotación de oficiales del
Villarino queda completa con el Dr. Elíseo Luque, médico de a
bordo, y el farmacéutico Lagos, ambos argentinos, y excelentes
compañeros, prontos a acudir donde sus auxilios fueran necesarios.
El Dr. Luque, en su continuo trato con los pasajeros, y por su
carácter suave e igual, se captó las simpatías de todos desde el
primer momento.
A éstos y a los demás huéspedes
del transporte, conocí de vista aquella interminable tarde; luego
vino la familiaridad de a bordo, que nos dio lugar de conocernos
más a fondo, y me permite hacer ahora estos apuntes, no tan
triviales como podría parecer.
En efecto, el Villarino conducía
a su bordo comisionados científicos, ocupados de la demarcación de
límites con Chile, al encargado de resolver el problema de la
comunicación telegráfica con el extremo sur de la República, una
comisión de mensura de los terrenos de la Tierra del Fuego,
pioneers y nuevos pobladores para las costas patagónicas, toda
gente útil que, ya enviada por el Gobierno, ya lanzándose a buscar
mayor campo de acción a su actividad, contribuyen en este momento a
dar impulso a esas tierras, que poco a poco van saliendo del
misterio en que las envolvía maliciosamente la especulación, y
mostrando que ellas también son productivas y generosas con los que
las trabajan...
Cuando cerró completamente la
noche, después de comer, el transporte pudo zafar del banco en que
había varado, y salir al canal, arrastrado por un remolcador. La
noche estaba tranquila, tibia y muy obscura; las aguas del río,
casi inmóviles, parecían do tinta, y a lo lejos, al este, en la
rada exterior, al ras del horizonte, titilaban
como estrellas las luces de los
buques anclados presentando la proa a la marea.
Marchábamos hacia uno de esos
barcos, el Santa Cruz, del que teníamos que recoger el piloto
Fábregas. Pero ¿dónde estaba el Santa Cruz? Lo anduvimos buscando
largo rato, de aquí para allá, como si jugáramos a las esquinitas,
y naturalmente, sin dar con él. Por fin, el comandante resolvió
fondear hasta la madrugada, como se hizo, y los pasajeros se
lanzaron en procura de sus camas.
Pobres camas las de muchos, que
tuvieron que dormir sobre y bajo la mesa del comedor, en un
ambiente que podía cortarse con cuchillo; hubo un desbande hacia la
cubierta, ya ocupada por varios, y envueltos en ponchos y mantas,
sin almohada, durmieron al sereno unos veinte pasajeros de primera;
los de segunda llenaban la proa, en un tendal que no permitía mover
el pie sin riesgo de aplastar a alguno. El hacinamiento de gente
hacía insoportable la permanencia abajo, aunque no hiciera mucho
calor.
Allá al oeste, en la noche
obscura, Buenos Aires nos aparecía como una línea recta de luces
brillantes, que rielaban en las aguas; nada más -el resto estaba
sumergido en la sombra.
...Cuando desperté sobre
cubierta, con la ropa humedecida por el rocío, amanecía ya, el
transporte se ponía en marcha, y la ciudad se esfumaba entre la
niebla matutina, mientras que al este se abría un horizonte inmenso
de agua cenicienta en que a trechos se reflejaban las pinceladas
rojizas de las nubes, las manchas de azul, claro del cielo, y uno
que otro caprichoso toque blanco, anaranjado o violeta.
El río estaba en calma, rizado
apenas, y deslizándose por su superficie el Villarino nos alejaba
de la capital, de la que quedábamos incomunicados desde aquel
momento...
Nos detuvimos frente al Santa
Cruz, que desprendió un bote llevando al piloto Fábregas, y apenas
estuvo a bordo, el gallardo transporte echó a andar con una
velocidad de diez millas por hora. La alegría renació; terminaba la
espera larga y melancólica, más angustiosa que la partida misma.
Pero no podíamos revolvernos a bordo, y andábamos dándonos
involuntarios empellones unos a otros.
-¡Oh!, ¡ya terminará esto!
-afirmaba uno.
-¿Cuándo? ¿En el Chubut?
-No, mucho antes; apenas entremos
en el mar. Verá usted qué holgados quedamos, gracias al
mareo...
Y así sucedió, en efecto, en
cuanto la proa del Villarino comenzó aquella tarde a cortar las
aguas del Atlántico.
- II - ALTA MAR
Pedro Sarmiento de Gamboa, el
intrépido navegante español que en 1579 visitó el estrecho de
Magallanes, y que legó su nombre a una de las montañas más altas de
la Tierra del Fuego -el monte Sarmiento, casi continuamente
envuelto en pesadas nubes- decía en la Relación de su viaje,
refiriéndose a los temibles mares del sur:
«Y todo se excusara si los que
por aquí antes pasaron hubieran sido deligentes en hacer derroteros
y avisar con buenas figuras y descripciones ciertas, porque las que
hicieron que hasta agora hay y andan vulgarmente, son
perjudiciales, dañosas, que harán peligrar a mil Armadas si se
rigen por ellas, y harán desconfiar a los muy animosos y constantes
Descubridores, no procurando hacer otra diligencia».
De entonces acá las cosas han
variado mucho, los viajes de estudio se han sucedido casi sin
interrupción, se han llevado a cabo grandes exploraciones, y los
relevamientos de la Beagle y la Romanche y el derrotero de
Fitz-Roy, permiten a los navegantes recorrer la costa patagónica,
cruzar el estrecho de Magallanes y avanzar hacia el sur con toda la
seguridad posible en mares libres que, desde el polo, van a
tropezar allí con los primeros obstáculos, con la primera valla
opuesta a su empuje formidable.
Las cartas del Almirantazgo,
acopio de los datos obtenidos en siglos enteros de navegación,
olvidan todavía algún islote, alguna bahía, algún escollo, algún
relieve de la costa; pero son, sin embargo, de mucha exactitud, y
guían con seguridad al buen marino. Mas no por eso dejan de ocurrir
naufragios, que muchas veces -como se verá más tarde- obedecen a
diversas causas ya impericia, ya negocio -que podrían ser evitadas,
como se verá también que la tremenda fama que rodea, por ejemplo a
la inhospitalaria Isla de los Estados, es algo teatral y ficticia,
en cuanto a los barcos de vapor se refiero, aunque aquel peñón sea
realmente una amenaza terrible para los buques de vela.
Por el estrecho de Magallanes
pasan al año cientos de buques de gran porte, y los siniestros son
relativamente escasos gracias al
mayor conocimiento de aquellos
parajes, sus abrigos etc.; se ha realizado ya, en efecto, el deseo
de Sarmiento de Gamboa, no por parte de los españoles, ni de los
habitantes de la América del Sur, sino, sobre todo, por ingleses y
franceses que han dejado su indeleble huella en las costas
patagónicas y fueguinas.
Tanto es así, que, recorriendo
rápidamente el mapa, me encuentro con los siguientes nombres
geográficos: Adam, Albermaile, Aymond, Back, Barnewelt, Barren,
Beagle, Beauchène, Beaver, Berkley, Bird, Bleaker, Blosom,
Brisbane, Bougainville, Bull, Buygle, Byron, Calinford, Camerons,
Charmate, Choiseul, Colnet, Cook, Cooper, Coy Inlet, Croosley,
Dampier, Deceit, Dotiglas, Driftwood, Dungeness, Edgar, Spinozza,
Fairweather, Falkland, Fallows, Fur, Fitz-Roy, Flinders, Fourneaux,
Foul, Fox, Franklin, Gay, Grey, Hall, Harriet, Hatily, Herschel,
Ilidden, Hope, Katterfeld, Kendall, Lively, Madryn, Meredick,
Middle, Moody, Murphy, Murray, Musters, Nassau, Oglander, Oxford,
Parry, Pebble, Pembroke, Picton, Pleasant, Purvis, Spencer,
Tomasin, Vancouver, Watchman, Webster, Weddel, Winter, Wollaston...
todos de más o menos difícil pronunciación para lengua y labios
latinos.
Algunos de estos puntos habían
sido bautizados ya por los españoles; pero rebautizados por los
ingleses, su segundo nombre ha prevalecido al fin, por ser el que
figura en las cartas del Almirantazgo, de tal modo que en un país
de habla española, la nomenclatura geográfica es casi
exclusivamente inglesa, aunque no sean los ingleses los primeros
que han descubierto y descripto muchos de esos parajes. Esta
cuestión, nimia al parecer, preocupará sin duda más tarde a
nuestros geógrafos, pues si bien es cierto que los descubridores
tienen derecho de bautismo de las tierras que exploran, esa
abundancia de nombres exóticos no dejará de presentar dificultades
cuando la población aumente, porque los corromperá, como ha
ocurrido con Camerons Bay, que hoy se llama bahía Camarones, y con
tantos otros.
Pero con esos u otros nombres, el
extremo sur de la República va progresando con mayor rapidez de lo
que generalmente se cree; sus campos se pueblan de ovejas llevadas
de las Malvinas, en sus puertos se levantan edificios que muchas
veces no bastan al número de sus habitantes, las estancias avanzan
su conquista hacia el interior, nacen algunas industrias, resuenan
en sus bosques los
golpes del hacha y los chirridos
de la sierra, navegan en sus aguas numerosos barcos de poco
tonelaje, los vapores de la P. S. N. C. y del Kosmos, etcétera,
pasan casi diariamente a lo largo de sus costas, y si un gobierno
progresista y bien inspirado se propusiera darles nuevo impulso,
veríamos en pocos años surgir en aquellas comarcas aún solitarias
otro emporio de civilización, cuna de una de esas razas fuertes y
dominadoras de las zonas frías...
Y este transporte en que vamos
navegando ya en pleno Atlántico, es el símbolo de lo que el
Gobierno se ha limitado a hacer por la Patagonia, creyéndolo
suficiente, y aun demasiado, cuando no basta para las necesidades
de hoy, y no acusa la más vaga visión del porvenir. Aquí vamos,
rolando y cabeceando a merced de la ola mansa, amontonados, casi
estibados, los pasajeros que no cabríamos con comodidad en un vapor
de doble tamaño. Además, las bodegas del Villarino, aproado por el
enorme peso, van atestadas de carbón, porque como en el sur no hay
depósitos argentinos sino de aparato (de Chile los hay en Punta
Arenas, Coronel, etc.), está obligado a llevar combustible para la
ida y la vuelta, y la carga particular se queda en la dársena, pese
a las protestas y lamentos de hacendados y comerciantes del sur...
¡Y dicen que esta línea de transportes que hace un viaje al mes,
tiene por objeto fomentar el desarrollo de aquellas regiones!
Hay que oír a los mismos que
vienen a bordo. El Villarino sólo ha dispuesto de una capacidad de
trescientas toneladas para carga. La mayor parte de las mercaderías
que se esperan ansiosamente en Chubut, Santa Cruz y Tierra del
Fuego, no ha podido ser embarcada. Los frutos del país que aguardan
allá quien los lleve al mercado, quedarán en los puertos otro y
otro mes, porque lo mismo ocurre en todos los viajes, especialmente
durante el verano, y el 1.º de mayo no puede hacer mucho más que el
Villarino.
-Ya verá usted en cada puerto,
los bultos tirados en la playa, a la intemperie. Ya oirá usted los
ruegos y las lamentaciones de los comerciantes. Ya se convencerá
con la evidencia de que el Gobierno, con tanto aparato, no hace
nada por nosotros.
-Nada es mucho decir -repliqué-.
Los transportes llevan y traen algo, al fin y al cabo.
-Sí, traen y llevan esperanzas,
que así como nacen mueren -contestó el comerciante con quien
hablaba-. ¿Qué hacemos con mandar a Buenos Aires una pequeña parte
de nuestros productos y con traer al sur unos pocos cajones de
mercaderías? Vegetar esperando tiempos mejores, o dar extemporáneo
impulso a nuestros negocios y correr a la ruina... Gracias a que
Punta Arenas...
-¿Punta Arenas se está haciendo
mercado?
-Ya lo es, señor, y de gran
socorro para la gente del sur... Algunas de sus casas de comercio
tienen sucursales en Río Gallegos, en Santa Cruz, y si usted
observa, verá hasta en Madryn artículos procedentes de ese puerto
chileno, que van desalojando a los argentinos.
La observación es exacta. Chile,
más hábil que nosotros, ha dado tanta franquicia a la colonia de
Magallanes, que su preponderancia sobre todas las poblaciones
patagónicas y fueguinas es innegable. Además, sólo allí hacen
escala los vapores del Pacífico y del Kosmos, lo que le procura
nuevos y poderosos elementos de progreso, Buques pequeños de
cabotaje, algo piratas, algo contrabandistas, se lanzan desde allí,
unas veces a la pesca del lobo de dos pelos, otras al salvataje de
los buques náufragos, y otras por fin, a vender mercaderías en los
puertos argentinos, y fletarse en ellos para conducirlos frutos del
país, ya a Buenos Aires, ya al mismo Punta Arenas.
Esto no puede contrarrestarse con
transportes que llevan muy poca carga, que hacen viajes
larguísimos, y que no tocan en todos los puntos en que se les
necesita. Así, por ejemplo, el itinerario del Villarino, a la ida,
era: Puerto Madryn, Santa Cruz, Gallegos, Punta Arenas, Usuhaia,
Lapataia e Isla de los Estados, dejando en blanco a Camarones,
Deseado, San Julián, y toda la costa este de Tierra del Fuego. En
San Julián tocan muy rara vez, y si el Villarino lo ha visitado al
regreso, es porque tenía que desembarcar postes para la línea
telegráfica militar.
Sería menester, si realmente se
desea fomentar el sur de la República, o bien aumentar el número y
la capacidad de los transportes nacionales, lo que produciría
gastos enormes al Gobierno, o bien subvencionar una línea de
vapores, interviniendo en sus tarifas de carga y pasajeros. Ya se
han hecho propuestas en
este último sentido, algunas
bastantes convenientes según se me dice, y velando por los
intereses comunes se podría licitar la concesión, para darla a la
empresa que, ofreciendo más ventajas, se contentara con
menos.
Los vapores particulares se
cuidarían mucho de no dejar cargas abandonadas en los puertos y de
procurar ciertas comodidades a los pasajeros; sobre todo
acondicionarían mejor lo que llevaran, los comerciantes podrían
asegurar sus mercaderías, y la frecuencia de sus viajes estaría en
razón directa con las necesidades de la población.
Por ahora, y tal como están las
cosas, el servicio de la navegación del sur es insuficiente y hasta
irritante, como que no es para todos por igual, y da margen a
preferencias y favoritismos que siembran el descontento en cada
escala que los buques hacen, aunque sus capitanes se esfuercen por
satisfacer al mayor número.
Del Chubut, por ejemplo, poco se
envía por los transportes. Una tarde, un oficial de marina hablaba
de ello con un comerciante de aquel territorio, muy cerca de un
caballero inglés, absorto en la lectura de su diario, y decía no
sin cierta acrimonia:
-Yo no sé por qué estos ingleses
no quieren cargar en los transportes. Ahí tienen una cantidad de
lana y no la mandan. Eso es sólo una demostración de
animosidad...
El inglés que leía el diario, y
que parecía no escuchar la conversación, alzó la cabeza y dijo
lentamente:
-¿Mi permite, sin-nior? Nou hay
animousidad. Pero nosoutres no quiere que lana vaya sucio a Buenos
Aires...
Muchas veces ha sucedido, en
efecto, que los transportes han cargado lana y cereales en las
mismas bodegas en que llevaban a Buenos Aires madera fresca y
húmeda, que ensuciaba las bolsas, hacía arder esos productos y
deterioraba, en suma, los cargamentos. Los productores prefieren
entonces servirse de los buques de vela, pues aunque el viaje sea
más largo, tienen la seguridad de que no perderán el fruto de su
trabajo.
No basta con que las tarifas sean
reducidas, es necesario también que el servicio se haga como si
fueran altas; de otro modo, la
protección que el Gobierno preste
a las avanzadas del sur, será sólo de aparato, y la desdeñarán
cuantos vean sus efectos contraproducentes, como está sucediendo
ahora.
El comandante Murúa comprende
estas necesidades, pero no tiene en su mano el remedio, ni lo está
en la del Gobierno mismo, si no aumenta el número de los
transportes, en lugar de disminuirlo como lo acaba de hacer
quitando el Santa Cruz de esta carrera, para mandarlo a Europa,
aunque ese transporte fuera, por su capacidad, el más adecuado para
traer y llevar cargas del sur. Pero ahí está el Tiempo, buque de
cuatro mil toneladas, que puede ponerse en estado de hacer esta
navegación, y que urge dedicar a ella en reemplazo del Santa Cruz,
si no se quiere ver perdida toda la enorme cantidad de carga tirada
hoy a lo largo de la costa patagónica...
...Seguían, entretanto, los días
hermosos, y el mar se mostraba con nosotros de ura benignidad
cariñosa. El Villarino, que rola y cabecea a la primera agitación,
se mecía blandamente sobre las aguas verdosas, que por la tarde
tomaban reflejos de acero. Ni un buque a la vista; nada más que la
inmensidad del horizonte, que nos rodeaba como un circulo cuyo
centro fuera el barco. De vez en cuando avistábamos tierra, ya las
altas balizas del puerto de la Plata, ya la costa arbolada de la
Magdalena -el 13 por la tarde, el faro flotante de Punta de Indio,
y la costa a lo lejos, al oeste-, ya la Punta Médanos.
La mayor parte de los pasajeros
se había mareado, a pesar del poco movimiento del buque, y
permanecía en sus camarotes, dejándonos cierta holgura relativa.
¡Ah, qué incómodo viaje! ¡Qué hacinamiento, cuánto miasma de la
proa a la popa, exhalado por tanto animal y por tanta gente
estibada en reducidísimo espacio, y por añadidura enferma de
mareo...
Porque el contagio cundía, a
causa de la atmósfera, pesada a pesar de que el barco estuviera en
movimiento, cruzada a veces por efluvios amoniacales, inevitables
en aquella aglomeración de personas no muy amantes de la higiene en
su mayoría...
Pasábamos el día entero sobre
cubierta, conversando, leyendo, tomando mate y fumando cigarro tras
cigarro para pasar el tiempo. Un enervamiento cada vez más
pronunciado invadía a todos, especialmente a ciertas horas, cuando
el sol cala a plomo sobre la
tolda y la brisa calmaba hasta el
punto de no hinchar las mangueras de ventilación.
No faltaba lo que nunca falta a
bordo: las quejas de los pasajeros por la comida. Pero esta vez no
sin fundamento, porque la grasa patria, los huevos asentados y los
guisos imposibles hacían estragos en los estómagos más fuertes.
Hasta el asado solía oler a sebo rancio, y los dulces de la
intendencia sabían a jabón. Y eso que en este viaje, y con
autorización de la superioridad, había un suplemento de cincuenta
centavos diarios por pasajero. ¡Qué sería antes!...
Mi buena suerte quiso que el
comandante Murúa me invitara a ser comensal de su mesa, a la que se
sentaban el Dr. Moreno, el coronel Suárez, el comandante Funes, el
doctor Luque, y en la que brillaron las sopas instantáneas Maggi
que llevara el perito argentino para su expedición, el caldo
concentrado, y sobre todo esa preciosa salsa, ese condimento
impagable y no accesible a todos, que se llama buen humor. En la
pequeña cámara, en que el principal asunto de conversación era el
territorio que íbamos a recorrer en distintas direcciones, no
faltaba tampoco la nota amena, como la frase admirable del coronel
Suárez, a quien uno de nosotros preguntó, cuando volvía de
proa:
-¿Y usted no se marea,
coronel?
-¡Qué me he de marear, amigo, en
viendo carne colgada! -exclamó el viejo militar, que acababa de
examinar los cuartos de vaca pendientes en las jarcias de
trinquete.
Al pasar por Monte Hermoso,
alguien me hizo observar que no se veía luz. Ese faro no funciona,
en efecto, por consejo del inspector de faros, y a pesar de que el
gasto fuera insignificante: un hombre con cuarenta pesos de sueldo,
y un litro de aceite diario. El telégrafo que lo ponía en
comunicación con Bahía Blanca está suspendido también.
- III - TONINAS Y MEDUSAS
El 16 de febrero a primera hora,
entramos en Golfo Nuevo, después de tres días de navegación feliz.
Bahía Nueva lo llamaba Fitz Roy, y parece un Limenso lago circular,
rodeado de altas colinas de piedra. En sus aguas mansas vagan las
medusas, como grandes y móviles flores acuáticas diversamente
coloreadas por la luz, ya, con sus filamentos semejando raíces,
hacia el fondo del mar, ya hacia la superficie, cual si fueran los
tallos de una planta brotada en extraña maceta.
Aquella tarde sobre todo rodeaban
a millares el casco del Villarino, y se las veía hasta una
profundidad de varios metros, gracias a la limpidez del agua. Algo
atraía indudablemente a aquellos cuerpos gelatinosos, que fuera de
su elemento se deshacen y derriten, casi sin dejar rastro, y que
fluctúan en él, cambian de forma y viven con una vida semi-vegetal,
como hongos dotados de movimiento.
El día antes habíamos visto las
primeras toninas.
Vinieron de lejos, sobre las
olas, a correr carreras con el Villarino, y a juguetear en torno de
él. Unas hendían el mar delante de la proa, como si arrastraran el
barco; otras se entregaban a un extraordinario steeple-chiase,
corriendo en filas de a tres, de a cuatro en fondo, con las aletas
y parte del lomo fuera del agua, y saltando de cresta en cresta,
como acróbatas de extraordinaria elasticidad. No se fatigaban. De
pronto, aburridas, forzaban la marcha, y no tardaban en desaparecer
a lo lejos, en la misma dirección del buque. A veces se entretenían
en dar la vuelta alrededor, para ocupar de nuevo su lugar a proa,
entre la espuma de la rompiente.
Esas toninas, que el Dr.
Vinciguerra, de la expedición Bove, señaló como Delphino
Civilitatus, es la tursio obs., blanca y negra, que describió el
Dr. Moreno en su «Viaje a la Patagonia Austral», y que son más
grandes que las comunes.
¿Qué buscan esos curiosos
animales? Los desperdicios del barco no ha de ser, pues basta que
se arroje al agua un objeto cualquiera - según me dicen- para que
huyan despavoridos. Yo no quise hacer el
experimento por no verme privado
de tan alegres compañeros de viaje, pero algo exagerada debe ser la
afirmación, porque algunos pasajeros les hicieron tiros de fusil,
sin que se dieran por aludidos. Verdad es también que nadie pudo
jurar que hubiera dado en el blanco.
Acompañados, pues, por las
toninas primero, y por las lentas medusas más tarde, fuimos a
anclar en el fondo de Golfo Nuevo, en el Puerto Madryn, cabecera
del ferrocarril del Chubut y puerto principal del territorio, que
presentaba a nuestra vista un aspecto desolado, con sus altos
médanos apenas cubiertos aquí y allá por una vegetación achaparrada
y pobre, con su puñado de casas diseminadas en la playa, como
simples avanzadas de las otras poblaciones del interior.
Desembarcamos por el muelle del
ferrocarril, en que había un solo vagón de pasajeros, y que se
utiliza para la carga y descarga de mercaderías. La vía, que
arranca de allí, va trazando una curva hasta la estación situad a
la izquierda, al pie de las colinas arenosas que cierran el
horizonte, y en torno de la cual se ha formado un pueblito con las
casillas de los empleados de la empresa.
En la misma playa, casi al
alcance de las olas, se levanta la subprefectura, viejo armatoste
de madera que se mueve como un barco a cada golpe de viento, Y por
cuyas rendijas sopla y silba el aire, que hace redoblar el hierro
de canaleta del techo.
Más lejos, a la derecha, se ve el
único edificio de material, del señor Pedro Derbes, progresista
vecino que se propone ahora construir un hotel, o por lo menos una
casa que dé abrigo a los pasajeros que aguardan -a veces varios
días- el tren que ha de conducirlos al interior. Para ello ha
tenido que hacer no pocos esfuerzos: procurarse agua dulce para el
barro, improvisar el horno y vencer dificultades de todo género.
Pero ya se alza su cómoda casa sobre un montículo, cerca de la ola,
y alrededor de ella están las pilas del excelente ladrillo que ha
de servirle para construir su hotel.
En la pared de la subprefectura y
bajo el alero, como tina prohibición y una amenaza, brilla una gran
chapa de bronce en la que se lee grabado el siguiente:
AVISO
DE AQUÍ HASTA CHUBUT HAY 51
MILLAS SIN AGUA. D'ICI JUSQU'À LA COLONIE CHUBUT IL Y A 51 MILLES
SANS
EAU.
THE DISTANCE FROM HERE TO THE
CHUBUT'S COLONY IS 51 MILES WITHOUT WATER.
VON HIER BIS ZUR KOLONIE CHUBUT
SIND 51 MEILEN OHNE WASSER.
DA CUI ALLA COLONIA CHUBUT VI
SONO 51 MIGLIE SENZA ACQUA.
D'AQI HATE A COLONIA CHUBUT HA 51
MILHAS SEIN AGUA.
Y esta frase, que no invita ni
mucho menos a internarse en aquellas regiones, está repetida en
todos esos idiomas, para que nadie ignore la larga travesía que
tendría que hacer en medio del mayor desamparo. Pero lo más curioso
del caso es que el letrero estaba antes mucho más lejos, millas y
millas más al este, repitiéndose así el hecho aquel de la piedra
que señalaba la altura de las aguas en una inundación, y colocada
luego más arriba porque la apedreaban los muchachos.
¡Agua! No la hay tampoco en
Puerto Madryn, si no es la que se recoge de las escasas lluvias, y
la que lleva el tren, desde Trelew, a diez pesos moneda nacional la
tonelada.
Pero el tren no va al puerto sino
cada quince o veinte días, y hay que economizar el agua como si
fuera oro en pano. Y aun así, los vecinos de la playa dependen de
la buena voluntad de los señores del ferrocarril Central del
Chubut, que tal es su nombre, y muchas veces tienen que ponerse a
ración para no quedarse sin tener qué beber.
-¡Señor! -me decía con bastante
gracia un vecino de aquella estéril playa-, si cuando el agua se va
acabando, uno tiene que ir al teléfono de la compañía y preguntar a
Trelew, cómo ha de manejarse en la cocina. Y por las mañanas, el
cocinero viene a pedir órdenes:
-¿Puedo hacer café?
-No.
-Y puchero, ¿se hace?
-No. Haga asado no más.
...«Nuestra vida es así, y a cada
instante vamos a hacer una visita a los barriles, para cerciorarnos
de si disminuye el nivel».
No extrañará, pues, un curioso
edicto de la subprefectura, curioso por el fondo y por la forma,
que dice como sigue:
SUBPREFECTURA DE PUERTO
MADRYN.
En atención a las razones que
expone el vecino de esta localidad señor Pedro Derbes ante esta
subprefectura a falta de otra autoridad, se avisa al público:
Queda terminantemente prohibido
arrojar basuras de ninguna clase, tachos, aguas sucias ni objeto
alguno en la laguna que dicho señor Derbes posee a los fondos de
las casas de la Compañía del ferrocarril Central del Chubut.
A cualquiera que contraviniere
esta disposición se le obligará a extraer lo que hubiese arrojado,
y se le pedirán daños y perjuicios, a más de las acciones
criminales a que se hiciese acreedor por la descomposición de un
artículo de primera necesidad, cual es el agua, que pudiera
ocasionar en perjuicio de la salud del público.
Puerto Madryn, Enero 22 de 1898.
EL SUBPREFECTO.
Este extraño documento era digno
de transcribirse, como muestra de literatura oficial, como prueba
de que el agua se estima en Madryn al par del vino o más, y como
manifestación clara de que también en la Patagonia hay mal
intencionados.
La laguna a que el documento se
refiere, y que el señor Derbes ha puesto en buenas condiciones,
pertenece al ferrocarril, que la arrienda, y se forma con el agua
de las lluvias, en una hondonada natural. Pero con los grandes
calores se seca por la evaporación, y por la porosidad del suelo
que sería necesario revestir de material duro e impermeable. Si eso
se hiciera, Madryn contaría con un precioso suplemento de agua
dulce, y no tendría que depender tan
en absoluto del ferrocarril, que
a menudo no la lleva sino cuando es necesaria en la aldea de sus
empleados.
Sin embargo, mucha culpa tienen
los habitantes de la escasez que sufren, pues me consta que hasta
en los médanos hay agua, aunque algo salobre, buena y abundante,
que para ofrecerse al sediento sólo exige un poco de trabajo, rudo
pero premiado siempre.
El mismo señor Derbes ha hecho en
ellos un jagüel que da de beber a quinientas vacas. En noviembre y
diciembre del año pasado, cuando la escuadra de maniobras estacionó
en Madryn, en el mismo jagüel se abrevaron seiscientos animales
destinados al aprovisionamiento de los buques.
El químico señor Puiggari ha
analizado esas aguas, declarándolas aptas para la alimentación,
pero parece que este examen no ha sido todo lo minucioso que fuera
de desear. Sin embargo, el uso ha demostrado que están lejos de ser
nocivas.
Las vertientes de los pozos que
allí se excavan, se hallan por regla general a una profundidad de
treinta y cinco metros, y suelen dar hasta once metros de agua,
según Derbes me ha asegurado.
Poco costaría, pues, a los
particulares procurarse un elemento de tan imprescindible
necesidad, y el mismo Gobierno nacional debería preocuparse de
ensayar los pozos semi-surgentes, aunque sólo fuera para dar aguada
a sus buques, considerando que Golfo Nuevo es un puerto militar
natural, de fácil defensa, muy resguardado, y en una posición
estratégica excelente e indiscutiblemente mejor que la de Puerto
Belgrano, que está a más de cincuenta millas de la verdadera costa
del Atlántico, mientras que el golfo, cerrado como un inmenso lago,
sin más que una pequeña entrada frente a la Punta de las Ninfas, es
un verdadero centinela avanzado sobre el Atlántico del Sur.
Allí la escuadra tiene seguros
fondeaderos y abastecimientos abundantes: puede defenderse y hasta
clausurarse sin gran esfuerzo, como también vigilar el mar en una
zona inmensa, y reparar averías en plena seguridad, en aguas tan
tranquilas, que son el nido plácido de las medusas.
Alrededor del golfo existen hoy
35.000 ovejas de la cría Lincoln de Malvinas y 12.000 vacas, y de
1500 a 2000 cabezas de ganado yeguarizo.
Abunda la pesca, no faltan ni
guanacos ni avestruces, mucho más comestibles que el durísimo ñandú
de la provincia de Buenos Aires. Aunque de tan desolado aspecto,
aquellas tierras tienen mata negra, que comen, cuando tierna, los
animales, la jarilla (larrea divaricata), el piquillín (condolia
microphylla), el algarrobo (prosopis), el incienso o molle morado,
el jume y el quebrachillo.
Madryn no es el único puerto que
se utilice hoy en Golfo Nuevo: tiene también el de Pirámides, con
agua abundante y buena, y el de Crackes-Bay (ambos visitados por mí
más tarde), donde está el gran galpón de la pesquería de Eyroa y
Compañía y existe un pozo hecho por don Pedro Derbes.
Ese establecimiento de pesca ha
fracasado, según parece, a pesar de que abunden en el golfo
excelentes clases de pescado, sin duda porque éstos no han sido
preparados según las reglas del arte, encontrando por esa causa
reacio primero y esquivo después, el poco fácil mercado de Buenos
Aires. Cuando pasamos por Crackes- Bay -donde fondeamos toda una
noche, porque el océano embravecido no estaba para bromas- la
fábrica se hallaba silenciosa y muerta, sin más habitantes que los
dos hombres encargados de cuidar que no se derrumbe. ¿Volverá a
funcionar? ¡Quién sabe! Pero es extraño que estas industrias
desaparezcan, cuando se creerían llamadas a un éxito semejante al
de las similares que existen y se desarrollan en Europa y hasta en
nuestro mismo país. ¿Qué cosa fundamental, o qué detalles faltan?
¿El capital, la perseverancia, la idoneidad, o simplemente el
contentarse con poco en un principio?... De todo hay sin duda, y lo
habrá por muchos años, hasta que la escasez de medios más fáciles
de ganarse el sustento y hacer fortuna, haga dar a esos, hoy
desdeñados, todo el valor que realmente tienen: no se abandonará
entonces la tarea al primer fracaso, sino que se buscarán
perfeccionamientos, se estudiará, se trabajará con ahínco y se
triunfará por fin.
Madryn, entretanto, no prosperará
en mucho tiempo, por lo estéril de su suelo, la escasez de agua y
el acaparamiento que de la tierra hace la empresa del Ferrocarril
Central del Chubut, ya sea en
previsión de ensanches futuros de
sus dependencias, ya con miras especulativas. Ese ensanche se hará,
en efecto, imprescindible, por poco que se desarrolle la colonia
galense, pues faltan depósitos para frutos del país y mercaderías
generales; el muelle sólo puede considerarse como un simple
proyecto, y lo demás está en relación. En cuanto a la valorización
de la tierra en la playa, no puede dudarse de que vendrá. Hoy por
hoy un vecino me informa que la Compañía Mercantil de Chubut, dueña
o copropietaria de la línea férrea, no ha querido vender ni a una
libra esterlina la vara cuadrada, que ya es precio respetable en
aquellas regiones. Las casas establecidas en la ribera, ocupan el
terreno reservado por el Gobierno nacional, como fiscal, en todas
las costas.
Pero la Compañía no tiene
inconveniente en vender lotes de diez por quince varas a $ 100 cada
uno, más allá de los 300 metros de ribera que se ha reservado, por
uno u otro motivo.
El ferrocarril, que se estableció
en época en que ni Madryn ni el Chubut entero valían nada, obtuvo
en concesión una legua a cada lado de la vía; pero hay que tener en
cuenta que la mayor parte de su recorrido cruza el desierto sin
agua anunciado por la inscripción dantesca de la chapa de bronce, y
que la tierra vale necesariamente poco por allí. En cambio, tenía
algunas obligaciones, entre ellas, según creo, la de hacer varios
viajes por semana -uno o dos- y seguramente la de dar al Gobierno,
o a su delegado la Dirección general de Ferrocarriles, intervención
en sus tarifas.
No sé hasta qué punto se cumple
con esas condiciones; pero me consta que la llegada de un tren a
Madryn es un verdadero acontecimiento que se apunta en el
calendario, y en cuanto a la tarifa, sé que desde Trelew a dicho
puerto, o sea 70 kilómetros de recorrido, la empresa cobra $ 11,50
por tonelada a todos los vecinos que no pertenezcan a la Compañía
Mercantil del Chubut, cuyos miembros pagan sólo $ 9 por el mismo
peso e igual trayecto.
Hay que observar que el flete
desde Madryn hasta el puerto de Buenos Aires, es de $ 8 la
tonelada, y sacar las conclusiones a que esto invita, cuando entre
ambos trayectos media una diferencia de mucho más de 1000
kilómetros...
El movimiento de Puerto Madryn es
tan escaso, que desde noviembre de 1897 a marzo de 1898 sólo entró
en él un buque de
ultramar, la Annie Morgan, con
cargamento general para la colonia; regresó a Inglaterra cargada de
ese trigo del Chubut, que tiene fama de ser de lo mejor que produce
nuestro país.
El que va a Buenos Aires, ya lo
he dicho, se embarca generalmente en pequeñas goletas, y rara vez
en los transportes nacionales...
Todo aquel día anduve en procura
de informes y con grandes deseos de ir a Hawson, para darme exacta
cuenta de su importancia. El comisario Martínez se disponía a
acompañarme, porque el Villarino iba a retardarse un poco para
hacer carne fresca, pero tuvimos que renunciar, pues el tren no
apareció.
-Así hubiera llegado algún buque
inglés en lugar del transporte...
¡Ya estaría acá! -nos dijo un
vecino.
Entretanto, paseábamos por aquel
esbozo de pueblo, si pasear puede llamarse al hecho de andar de un
lado a otro azotados por el viento furioso, cargado de arena y
hasta de piedrecitas, que nos cegaba y nos golpeaba el
rostro.
Ya desde Madryn comienza a
notarse esa característica del clima patagónico.
Diríase que un genio celoso, el
mismo que ha trabajado tanto para que no se poblaran aquellas
regiones, quiere castigar todavía a los que en ellas ponen el pie,
y se entretiene en molestarlos y burlarlos. Pero ha perdido la
ocasión: ya se ha descorrido el velo que nos ocultaba la Patagonia,
y nada podrá detener ahora su rápida población y su progreso
continuo.
Sin embargo, los vendavales que
soplan suelen hacer volar los techos de las casillas, por más que
éstas se construyan tratando de dar el menor asidero posible a las
rabiosas rachas que corren desde los Andes tratando de arrasarlo
todo. Hace poco volaron así varias chapas del techo de la
Subprefectura, edificio que, por otra parte, exige una seria
reparación, o mejor dicho, una reconstrucción completa.
El subprefecto, capitán de
fragata don Francisco de la Cruz, me hizo visitar las oficinas y
sus dependencias, cuyas paredes ha tenido que remendar con tablas
de cajones viejos, por carecer completamente de otro material. No
hay que extrañarlo, sin embargo, porque toda
la repartición se halla en un
estado de desnudez muy cercano a la miseria, sin mueblaje, con un
solo bote viejo, y sin esperanza de que la superioridad se acuerde
de dotarla de lo indispensable. Porque pocos de los que viven en
Buenos Aires recuerdan que no todas son flores para los que habitan
al sur del Río Negro.
En estas andanzas había llegado
la hora de comer; no había que esperar hacerlo en tierra, y lo
prudente era tomar un bote o irnos al Villarino, que se mecía
gallardo en las aguas apenas rizadas por el viento, mientras que
fuera del golfo la marejada levantarla sin duda verdes montañas
orladas de espuma.
En torno del barco vagaban lentas
las medusas, opacas y blanquecinas a la luz del crepúsculo, como
informes fantasmas. Las toninas nos aguardaban vigilantes a la
salida, para acompañarnos en desenfrenada y brincadora carrera, y
entretanto, la campana de a bordo repicaba su alegre llamado a la
mesa. Se había acabado momentáneamente el mareo, y el comedor
estaba animadísimo, aunque hubieran desembarcado muchos pasajeros,
y entre ellos las tres hermanas de caridad, la directora de la
escuela mixta de Hawson, etc., etc.
El señor Diego González Victorica
se hallaba aún a bordo, después de haber hecho desembarcarla lancha
Tornycroft, encajonada, sus provisiones, sus víveres y el personal
subalterno, compuesto de dos mecánicos y un asistente, que lo
acompañarían hasta el lago Buenos Aires, donde iba a reunirse con
la octava subcomisión de límites llevándole la embarcación para
explorar aquel inmenso depósito de agua que Moreno describe
así:
«El lago Buenos Aires no tiene la
hermosura del lago Nahuel-Huapí ni la del lago Fontana, pero es más
imponente. El gran seno oriental no tiene bosques; y en las morenas
apenas hay pequeños matorrales; sólo en un lago accesorio, hermosa
dársena en aquel mar dulce, se distinguían siluetas de árboles. Esa
dársena se encuentra dominada por elevados cerros de un macizo con
nieve eterna, de cuyos ventisqueros nace el río Fénix...»
González Victorica se proponía
hacer el trayecto de Rawson al lago, por Choiquenlaue y el Senguer
(180 leguas), en veinticinco días, si no sobrevenía contratiempo
alguno. Pensaba llevar en carros los cajones de la lancha, si era
posible, y contrataría en el Chubut la
gente estrictamente necesaria.
Cuando esto escribo, ya estará sin duda en las orillas de Buenos
Aires, se habrá reunido con la subcomisión, y la Tornycroft
navegará a razón de ocho millas por hora en aquellas aguas
especulares...
Tal es, por lo menos, mi
deseo.
Poco después de comer se
despidió, y la mayor parte de los que quedábamos subimos a
cubierta. Allí nos aguardaba un espectáculo curioso:
se había bajado hasta cerca de la
superficie del mar una gran pantalla con cuatro lamparitas
incandescentes, y en el radio fuertemente iluminado, se movían y
hormigueaban millares de peces de todos los tamaños, las formas y
los colores, atraídos por la fascinación de la luz: de pronto se
acentuaba su continuo movimiento, y una sombra grande pasaba,
devoradora, sembrando el espanto; pero no por eso se desbandaba el
cardumen, hipnotizado, atado a los brillantes rayos de las
lámparas...
Y en torno, algo más lejos, las
medusas boyaban como grandes caras amarillas de ahogados.
- IV -
LOS GALENSES
De pronto, en medio del silencio
de la noche, oyose un silbido agudo y prolongado: era el tren que
llegaba de Trelew, a las once de la noche, aunque desde la mañana
se tuviera aviso del arribo del transporte.
Poco después estaban a bordo
algunos vecinos influyentes de la capital del territorio, llevados
por el propósito de conquistarse un médico...
Habían sabido que con nosotros
iba uno -mister Brodrick-, en viaje a Punta Arenas, y sin más
trámite resolvieron quedarse con él, costara lo que costara: un
médico es de imprescindible necesidad en aquellos parajes ya tan
poblados, y hacía tiempo que los vecinos clamaban en vano por
él.
La delegación entró en
conferencia con mister Brodrick, que se quedó perplejo en un
principio. Era tan inesperado, tan fuera de lo ordinario lo que le
ocurría, que no se animaba a resolver por sí solo. Y comenzaron las
consultas a todos los amigos de a bordo, las objeciones de un lado,
los consejos del otro, hasta que el médico inglés se declaró
conquistado, renunció a Punta Arenas, y comenzó sus preparativos de
desembarco, ayudado por la animosa Mrs. Brodick, que probablemente
preferiría quedarse en nuestro país, conociendo ya el carácter de
sus habitantes, que la rodearon de simpatía y atenciones a bordo
del Villarino.
Es curioso el hecho de que un
hombre que después de maduro examen ha tomado una resolución y dado
un rumbo a su vida, modifique sus planes y vea repentinamente
abrirse nuevos caminos ante él, hallando en esta tierra ventajas
tan grandes e inmediatas que quede conquistado por ella, quizás
para siempre. Cierto que hay un poco de aventura en esto, pero
cierto es también que la confianza que inspira nuestro progreso,
invita a que se corra un albur, casi con la seguridad del
éxito.
-Yo irle quedo aquí, señor -me
dijo mister Brodrick M. D.- y cuando usted vuelva, tendré, gusto en
saludarlo, como a los otros
compañeros de viaje, que me han
hecho comprender el valor del carácter argentino. Tiene que ser
buena tierra la que tiene tales habitantes.
-¿De modo que renuncia usted
decididamente a Punta Arenas? -le pregunté.
-Decididamente, no; por ahora.
Pero el ensayo me parece digno de hacerse. Si no logro una
situación soportable, claro que reanudaré mi primer proyecto. Pero
tengo la convicción de que no llegará el caso...
Habíamos conquistado, sin
preocuparnos de ello, un nuevo e ilustrado habitante más para la
Patagonia, ese ogro devorador para los que no la conocen, esa
atrayente amiga para los hombres de empresa que la han visto una
vez.
Y mientras el Dr. Brodrick se
preparaba a desembarcar, haciendo a toda prisa sus maletas, tuve
tiempo de completar, o mejor dicho, de aumentar mis informes acerca
de la colonia galense del Chubut, interrogando a los cazadores de
médicos, que se pusieron a mi disposición con toda
galantería.
El territorio del Chubut tiene,
como se sabe, una extensión de
247.331 kilómetros cuadrados, y
no es tan árido como se dice hasta en libros destinados a andar en
manos de los niños.
El mismo Fitz Roy habla
calurosamente de sus tierras. Dice:
«Como unas 18 millas adentro,
contadas desde la boca del río, e inclusas en esta distancia las
muchas tortuosidades que lleva su corriente, hay una localidad
admirable para establecimiento de una colonia: los terrenos tienen
de veinte a treinta pies de alto cerca de la orilla, y dominando
una vista de cinco leguas hacia el norte y el oeste, e ilimitada
hacia el este, todo lo que alcanza a verse del país aparece
fertilísimo: el suelo es de color obscuro, cubierto de yerba y
excelentes pastos en todas direcciones; multitud de ganado viene a
pacer en estas llanuras. Asimismo, en su parte sur hay varias
lagunas cubiertas literalmente de caza.
»Los sauces crecen con profusión
a orillas del río, y algunos llegan a adquirir tres pies de
circunferencia y veinte de alto: son de la especie del sauce
colorado, cuya madera es de mucha mayor duración que
la del blanco... El tortuoso
curso de este río y los excelentes terrenos que atraviesan sus
aguas, facilita el aislamiento de ciertas penínsulas y el regadío
artificial de todas ellas...
»Si sir John hubiera examinado
esta localidad, no emitiría informe tan desfavorable acerca del
país en general; el autor se admira también de que no hubiese
llamado la atención de los españoles, estando tan cerca su colonia
de la península Valdés».
La colonia galense, que tanto ha
prosperado, parece haber tenido en cuenta las observaciones del
navegante inglés, al establecerse allí en 1866, lejos de los
centros poblados del país, pero animada de una voluntad y una
perseverancia engendradoras de progreso y bienestar. Hoy aquellas
comarcas están definitivamente pobladas, son ya notablemente
productoras, tanto en cantidad como en calidad, y se convierten a
su vez en centro de recursos y en núcleo de lo que dentro de
algunos años será la Patagonia, que se vengará del desdén que se le
ha manifestado, adelantando por su solo esfuerzo, y a despecho de
las trabas que se le ponen bajo pretexto de protegerla.
La colonia galense produce
cereales de primer orden que obtienen excelentes precios en Europa,
y que sirven de término de comparación en nuestro país. ¡Muchas
veces he oído en Santa Fe referirse a los trigos de una y otra
colonia, diciendo: «Como los del Chubut, parecidos a los del
Chubut, etc...»-, que tanto es su reconocido mérito!
Tres son los pueblos ya formados
en el Chubut: Rawson, capital del territorio, con 400 habitantes,
Trelew y Gayman con 200 cada uno. En el valle de la colonia se
cuentan unos 1500 habitantes, y el total en el territorio alcanzará
aproximadamente a 3800. Estos son en su mayoría procedentes de
Gales, hombres de costumbres sencillas, trabajadores, honrados
pacíficos: buen pueblo, y excelente plantel para el futuro.
Rawson, fundado el 28 de julio de
1865, es más una población comercial y política, que un centro de
sociabilidad. Abundan allí las casas de comercio, y como es el
asiento de las autoridades del territorio, no faltan las oficinas
públicas tampoco.
La acción del Gobierno llega
hasta tan lejos, y suele ser tan incómoda fuera de los grandes
centros, que no es extraño observar en estas regiones apartadas
cierto alejamiento casi hostil por parte de los pobladores y con
respecto a los que los manejan, sin conocerlos muchas veces.
Pero no es indudablemente el
Chubut el territorio que más tiene que quejarse, siendo, por el
contrario, uno de los más felices, lo que se deberá sin duda y en
gran parte al espíritu de solidaridad que reina entre sus colonos,
y a la fuerza que a. sus derechos da la ayuda mutua, ejercida allí
en todos los casos. Además, creo que las autoridades nombradas por
el Gobierno de la nación han sido generalmente elegidas con
bastante acierto, y si no me aventuro a afirmarlo, es por natural
desconfianza y por no haberlas observado en acción y sobre el
terreno; porque, como dicen los jugadores,
«entre amigos con ver basta»...
sobre todo en esto de manejo de pueblos.
Dentro de algunos años y dada su
situación actual, las fuerzas vivas que lo rodean y que van
rápidamente en aumento, no seria raro que Rawson llegara a ser un
pueblo de verdadera importancia, la avanzada de la civilización
hacia el sur. Tiene elemento para ello, y lo tendrá sobrado cuando
el Chubut se incorpore prácticamente al país, uniéndose a él por
medio de las fáciles y rápidas comunicaciones que hoy le faltan. Su
aislamiento llega hasta el extremo de que, a distancia
relativamente tan corta de Patagones y Viedina, no tenga un hilo
telegráfico, que sólo va a poseer porque ha cuadrado la
circunstancia de que ello sea necesario para la organización
militar del país. De este abandono se vengan sin pensar en ello
nuestros territorios, cuyos habitantes mandan sus productos allí
donde se le ofrecen mayores facilidades, y permanecen ajenos a la
nación.
Ya veremos esto muy
acentuadamente más tarde, cuando avancemos hacia el sur.
Pero, si bien en otros
territorios se nota con mayor intensidad esta especie de separación
en lo que atañe a los intereses materiales, en el Chubut se la ve
también de otra manera: costumbres, idioma, religión, toda aleja a
sus habitantes del tipo común en nuestro país, y se diría que se ha
salido de él, al entrar en la colonia.
Naturalmente, estas diferencias
irán disminuyendo a medida que el tiempo pase, y este elemento
heterogéneo irá fundiéndose en la masa general, así como comienzan
a asimilarse las diversas razas, en un principio aisladas, que
forman -por ejemplo- la población de Santa Fe. Más lejano, el
Chubut no ha facilitado tanto la mezcla, y su aislamiento es lo que
ha mantenido la casta sin variación apreciable en estos treinta y
dos años.
Los colonos son en su totalidad
protestantes, aunque de diversas comuniones, y tienen catorce
templos en el territorio. Cumplen estrictamente con sus deberes
religiosos, y los pastores tienen entre ellos un papel
importantísimo, pues no sólo dirigen sus asuntos espirituales, sino
que tienen ingerencia también en los materiales.
Todo se resuelve allí, en efecto,
por medio de meetings, trátese de lo que se trate, y en esos
meetings los pastores llevan la voz cantante:
los fieles votan afirmativa o
negativamente, y luego se realiza lo resuelto.
A estos meetings convoca con
anticipación un periódico semanal, impreso en Trelew, escrito en
galense y titulado I Drafod, que defiendo los intereses de los
colones y admite colaboraciones siempre que directa o
indirectamente no afecten a la empresa del ferrocarril, sagrada e
impecable para él. De tales reuniones suelen surgir iniciativas de
importancia, como por ejemplo, la de la adquisición de un
remolcador para la navegación del río Chubut, y otras
análogas.
Pero los católicos apostólicos
romanos trabajan también por su lado, para quebrar o disminuir la
preponderancia de los disidentes, y en Rawson, como en Bahía
Blanca, como en Patagones, han aparecido los salesianos con sus
escuelas y talleres, en sus operaciones estratégicas de avance
hacia el sur, en cuya dirección han llegado ya a Tierra del Fuego,
en la parte argentina y en la parte chilena.
La escuela salesiana de varones
en Rawson tiene unos treinta niños, que serán la mitad de los de la
población, y en una anexa, dirigida por Hermanas, se cuentan
cuarenta niñas más o menos.
Entretanto, la escuela mixta del
estado tiene sólo cincuenta alumnos de ambos sexos...
Aunque los salesianos afecten
indiferencia por las cuestiones de interés general, y no sigan la
costumbre democrática de los meetings, no está en su carácter hacer
abandono de ellas, y su influencia moral y comercial se hace sentir
allí como en todos los puntos donde se establecen. Su primer
esfuerzo tiende a desprestigiar las escuelas del estado, y atraerse
a los niños de la comarca, con una educación de aparato, llena de
exhibiciones de habilidad en la declamación, el canto, etc., que
seduce a los padres poco filósofos, deseosos del lucimiento, aunque
sea superficial, de sus hijos. Luego, tras el colegio, y como por
la peana se besa el santo, vienen las pequeñas industrias y los
pequeños comercios que permiten a esta compañía tener estancias y
aserraderos, y hasta panaderías donde quiera que establezca una
sucursal.
En fin, y como «tout chemin mene
á Rome», ellos también contribuyen al progreso material del país,
aunque se preocupen más del propio, y los misioneros anglicanos,
tan famosos por su abnegación, no han hecho en resumen de cuentas
otra cosa, desde que aparecieron por los territorios del sur, hasta
hoy, en que sus misiones continúan siendo verdaderas
factorías.
Pero necesariamente surgirá de su
establecimiento frente a los pastores protestantes, una lucha
sorda, mas de consecuencias visibles, que ha de contribuir a
ahondar las diferencias que existen entre galenses y argentinos,
alejados hoy, por antipatías nacidas sin duda alguna de abusos
cometidos antes por los hijos del país con la persona o los bienes
de los colonos. Esta separación entre unos y otros es tan notable,
que se busca el medio de corregirla, y a este fin se ha fundado
últimamente un Club-Biblioteca, que -dado su objeto- no sé por qué
se ha llamado «Aristóbulo del Valle». La biblioteca tiene un par de
docenas de volúmenes y el club no tantos socios: pero la intención
es buena, y hay que desearle el más feliz de los éxitos.
Con la misma excelente intención,
pero quizá con menos probabilidades de beneficio, los argentinos
tratan, por iniciativa del juez letrado Dr. Manuel Pastor y Montes,
de fundar un periódico, El Chubul, escrito más o menos en
castellano, y que no dejará de echar su cuarto a espadas con I
Drafod, en polémicas de esas cuya vehemencia y condimento están en
razón directa con la distancia a la capital federal.
-¿Cómo haré -preguntábase el
diablo un día- para sembrar la discordia en aquel pueblo tan
pacífico?
-¡Lléveles usted dos imprentas!
-le contestó el más hábil de sus consejeros.
Entretanto, en el Chubut se vive
todavía en paz y gracia de Dios, hasta donde es posible esto en
agrupaciones humanas, y los grandes asuntos de estado se reducen a
bien poca cosa.
Por ejemplo, con motivo de los
ejercicios doctrinales de la guardia nacional, ha surgido un
escrúpulo de conciencia en los viejos y religiosos galenses: los
ejercicios tienen que hacerse los domingos, y éstos son días de
guardar; no pueden, pues, a su juicio, permitir que sus hijos
concurran a ellos, so pena de condenarse, y han hecho toda clase de
esfuerzos para impedirlo. Pero los hijos son más despreocupados, y
no tardarán en amoldarse, como que también para el Chubut, aunque
atrase el reloj, corre el fin del siglo XIX.
Sin embargo, esta es en la
actualidad la grave cuestión que se debate en el Chubut y que
acalora los ánimos de sus felices pobladores, demostrando que la
política y la religión enardecen todavía hasta en los cuasi
desiertos...
Afortunadamente, en el Chubut
suelen preocupar también cosas más útiles, y hoy se habla con
entusiasmo del proyecto de un nuevo ferrocarril que correrá desde
la Boca de la Zanja hasta la boca del río, en una extensión de 14 a
15 leguas. Ya se han hecho los estudios preliminares de esta línea,
que favorecerá mucho a los colonos, dando fácil salida a sus
productos, pues cruza todas las chacras de la colonia.
La traza ha sido hecha por el
ingeniero Elíseo Schieronne, bien conocido por sus numerosas
trabajos en la Patagonia, y el ferrocarril
-que será sencillamente un
Decauville- se construirá con capitales nacionales y sin garantía
por parte del Gobierno. Los colonos se han comprometido a donar
todo el terreno necesario para la vía, estaciones, depósitos,
etc.
Los iniciadores de este proyecto,
que probablemente se llevará a cabo en breve, son los señores
Alejandro A. Conessa, gobernador interino, Dr. Pastor y Montes,
juez letrado, y Benito P. Cerutti.
De tanta o mayor importancia que
este proyecto es el de la navegación del río Chubut por medio de
remolcadores, a que me he referido antes. Hoy sólo una goleta, la
Río Chubut, del señor Luis Costa, surca aquellas aguas, y como los
fletes del ferrocarril son tan crecidos, los productores sufren y
se ven obligados a pagar sumas que serían mucho menores si sus
mercancías fueran por el río. Varias veces, desde hace más de dos
años, han pedido al Gobierno que les enviara un remolcador, sin
conseguirlo, aunque sea de tan perentoria necesidad.
El Chubut es fácilmente navegable
para buques hasta de 10 pies de calado y 180 toneladas de porte; su
única dificultad está en la barra, que es peligrosa para los buques
de vela, pero que no lo sería con un remolcador, pues puede pasarse
sin obstáculo con la marea, de modo que con sólo esa adquisición
los colonos harían un ahorro notable en los fletes, que hoy casi se
les duplican con el ferrocarril.
Tanto es así, que no hace mucho
resolvieron adquirir por subscripción un vaporcito, idea que,
ignoro por qué causa, no se ha llevado a cabo todavía.
Entre las costumbres curiosas de
los galenses, se hace notar la celebración de
conciertos-exposiciones, que tienen lugar de vez en cuando, y que
atraen concurrencia hasta de seis y siete leguas a la
redonda.
Estos conciertos que duran largas
horas -tanto que en un entreacto el público hace colación-, tienen
un programa variado: canto, declamación, concursos poéticos y
exhibición de objetos debidos a la industria de los colonos.
Un jurado distribuye los premios,
que consisten a veces en una simple distinción, a veces también en
la distinción y una pequeña suma de dinero.
A estas funciones suelen asistir
hasta 600 personas, que es en proporción como si en Buenos Aires se
presentaran en una fiesta más de 100.000 concurrentes...
Bien es cierto que los galanses
son muy unidos, se prestan entre sí toda clase de servicios, y
llegan en su concordia hasta ocultar los delitos de sus compañeros,
para que éstos no caigan en manos de la justicia arizentina, que no
es para ellos digna de respeto -quizá con
alguna razón, si se recuerda cómo
andaba ella por los territorios nacionales no hace muchos
años...
- V -
EN PLENA GERMINACIÓN
-¿Volverá usted al Chubut?
-¡Quién sabe!
-La Nación ha hecho un noble
esfuerzo, enviándonos quien nos oiga y nos vea de cerca. Pero es
necesaria la reiteración. Estamos abandonados.
El gobierno se desinteresa de
nosotros, la prensa no se ocupa, el país casi ignora que
existimos... Y sin embargo, aquí hay ya un gran plantel, un
almácigo en plena germinación. Diga usted que lo envíen de nuevo,
más tarde, para detenerse aquí y vivir algunas semanas con nuestra
vida.
-Eso se hará. Vendré, vendrá
otro, es lo mismo, pero tenga usted la seguridad de que el diario
mira con verdadero interés estos territorios, que -como usted dice-
son grandes semilleros que sin duda nos guardan muchas sorpresas,
Pero entretanto, usted mismo, don Pedro, puede colaborar en la
tarea... Déme usted informes, todos los informes que tenga sobre
esta tierra.
Me dirigía a don Pedro Derbes,
antiguo habitante del Chubut -a quien ya antes me he referido
varias veces-, tipo del pioneer criollo, cuya cara tostada y cuya
barba negra como sus ojos vivos y brillantes, hacen recordar los
varoniles o inteligentes rasgos de nuestro gaucho, mientras que sus
maneras y lenguaje corresponden al hombre culto de nuestras
ciudades.
-¿Datos? cuántos usted quiera.
Pero si han de ser exactos, me parece que va a faltar
tiempo...
-Sí, el Villarino zarpará dentro
de un rato... Pero... Escríbamelos usted para recogerlos a la
vuelta.
-¡Oh! yo estoy más hecho a
manejar la picana que la pluma. Pero, en fin, haré, lo que
pueda...
Y lo que pudo el señor Derbes
complementa tan bien lo que he dicho ya a propósito del Chubut, que
mis lectores se darán con ello cuenta exacta de la importancia de
aquel territorio.
La importación durante el año
1897 ha sido por valor de & 235.784, divididos así:
Substancias alimenticias. . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
. $ 97.037,57
Bebidas
5538,5
Aguardiente y licores. . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
8597,3
Tabaco.
9518,8
Hilados y tejidos. . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
30545,94
Ropa hecha y confecciones . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . .
33191,12
Substancias y productos químicos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . 7980,52
Madera y sus aplicaciones . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
. . 19926,45
Hierro y sus artefactos. . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
……..… . . 216,23
Máquinas y útiles de labranza. .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .... . .
.
. . . . . . 27.674-
Diversos metales. . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
……………. . . 12517,38
Piedras, tierra, cristalera. . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. .
. 11511,21
Combustibles y artículos para
alumbrado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . 126,6
Artículos y manufacturas
diversas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
. . . . . . 2272,7
Productos nacionales. . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
2981,21
Papel y derivados
216,2
Cuero y aplicaciones. . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
27.674-
Importación extranjera. . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
7778,42
No es este el movimiento del
puerto del Rosario, ni menos el de Buenos Aires; pero en nuestra
mano está, puede decirse, dar impulso decisivo no sólo a ése, sino
a todos los demás puertos patagónicos.
-¡Ah! -me decía un compañero de
viaje- Cuando usted llegue a Punta Arenas, se quedará asombrado de
su desarrollo. Hoy es ya el plantel de una gran ciudad, y Trelew,
Gayimn, Rawson, Santa Cruz, Gallegos y Usuhaia, juntos, parecerían
una aldea a su lado.
-¿Y a qué se debe ese progreso
tan grande y tan rápido? ¿A los vapores de ultramar?
-No, señor. Sencillamente a que
nuestro Gobierno se esfuerza por fomentarlo...