7 mejores cuentos de Roberto Payró - Roberto Payró - E-Book

7 mejores cuentos de Roberto Payró E-Book

Roberto Payró

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Roberto Payró, un escritor y periodista argentino. Ha sido considerado como "el primer corresponsal de guerra" de su país. Este libro contiene los siguientes cuentos: - El fantasma. - Don Manuel en Pago Chico. - Justicia salomónica. - El casamiento de Laucha. - Chamijo. - Poncho de verano. - En la policía.

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Tabla de Contenido

Title Page

El Autor

El fantasma

Don Manuel en Pago Chico

Justicia salomónica

El casamiento de Laucha

Chamijo

Poncho de verano

En la policía

About the Publisher

El Autor

Roberto Jorge Payró fue un destacado periodista, cuentista y novelista argentino, afiliado al burgués Movimiento Reformista, se consideraba «socialista». Logró en sus cuentos una síntesis del costumbrismo gauchesco y de la picaresca. Fue también autor de novelas históricas y de dramas de corte naturalista. Se le considera el primer corresponsal de guerra de la Argentina.

Muy joven se mudó a la ciudad de Bahía Blanca, donde fundó el periódico La Tribuna. Allí publicó sus primeros artículos periodísticos. Se mudó a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajó como redactor en el diario La Nación.

Periodista de noble vocación social y patriótica, durante toda su vida, esos rasgos distinguieron también al dramaturgo y al narrador, autor de novelas y cuentos. En 1910 escribió Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, considerada su obra más importante.

Fustigó con humor pero con severidad los males argentinos, sobre todo las rapiñas del «pícaro» y del hombre sin escrúpulos. Su labor periodística se aprecia en las crónicas de La Australia argentina (de 1898), donde describe la Patagonia argentina, y En las tierras de Inti (de 1909).

Una de sus primeras corresponsalías fue desde Uruguay, donde cubrió la Revolución Oriental, desde el teatro de los sucesos en oportunidad de la sublevación de Aparicio Saravia (1903). Durante la primera guerra mundial (1914-1918) fue también corresponsal en Europa.

Enviado frecuentemente al interior del país ―y también al exterior―, por sus crónicas de viaje y sus relatos costumbristas se convirtió en uno de los hombres de prensa más talentosos de la Argentina.

Murió en Lomas de Zamora, a 10 km al sur del centro de la ciudad de Buenos Aires, el 5 de abril de 1928 a la edad de 60 años.

El fantasma

Las apariciones sobrenaturales de que era víctima Jesusa Ponec, traían revuelto al pueblo desde semanas atrás. Misia Jesusa las había revelado bajo sello de secreto inviolable a sus íntimas amigas: misia Cenobia, la empingorotado y tremebunda esposa del concejal Bermúdez, y misia Gertrudis Gómez, la espigadora presidenta de las Damas de Beneficencia. Tula y Cenobia las comunicaron, naturalmente, bajo el mismo sello inviolable, a sus confidentas, quienes, a su vez... Total, que todo el mundo lo sabía.

Los fantasmas suelen deambular preferentemente en las noches de invierno, cuando los vecinos se quedan en sus casas, pero a la sazón era verano, un verano de plomo derretido que mantenía en fusión el fuelle del viento norte. Así, los que se encerraban «por si acaso» desde que corrió la noticia, sudaban la gota gorda.

Tula y Cenobia escucharon, haciéndose cruces y temblando como azogadas, las primeras confidencias de Jesusa, aunque Cenobia Bermúdez fuera hembra de pelo en pecho y capaz de zurrarle la badana (como lo probó varias veces) no sólo a su esposo, sino al más pintado, y aunque Tula no tuviese temor de Dios, según decían las malas lenguas refiriéndose a cómo administraba la sociedad. Hicieron que llenase su casa de palma y boj del Domingo de Ramos, que la rociara con agua bendita, que pintara cruces en el suelo delante de las puertas, que encendiese velas de la Candelaria, que hiciera sahumerios de incienso... Y como el fantasma -que era el ánima de su marido Nemesio Ponce, comisario de Tablada- siguió apareciéndose a misia Jesusa, la aconsejaron que acudiese en confesión al cura Papagna, pues aunque éste fuera un «carcamán sin conciencia», era el único que tenía corona para conjurar al Malo y ahuyentarlo con sus «sorcismos».

-Las ánimas la persiguen porque ha de estar en pecado mortal -sentenciaba Tula-. Confiésese, misia Jesusa, y con la «solución» y una buena penitencia, el diablo se irá a los infiernos y su fantasma no volverá a aparecer.

-¡Qué pecado mortal, ni qué solución, ni qué penitencia! -clamó misia Jesusa en el colmo de la indignación- Aunque pecadora, yo no he hecho nunca mal a nadie, y si el condenado me persigue será porque se le antoja y tiene licencia de Dios, no por culpa mía, que no soy peor que otras que se las echan de santas...

-Por algo han de ser las apariciones -dijo Cenobia-. Puede ser que el difunto necesite misas para salir del purgatorio...

Muy colorada, como quien ha sentido que se le empezaba a quemar la cola, Jesusa se asió a la tabla que Cenobia le tendía:

-Le haré rezar cuantas misas me pida -murmuró.

-Yo no tengo miedo a los fantasmas ni a los aparecidos -continuó Cenobia- porque Bermúdez, mi marido el concejal, estuvo últimamente en las provincias de arriba, y desde entonces anda acompañado, y algo de esa virtud me toca a mí también.

-¿Y quién lo acompaña? Será el ángel de la guarda, como a todos los cristianos...

-No es eso, sino que tiene una «guayaca» o bolsita con plumas de urutaú que lo salvan del daño y hacen que todo le salga bien.

Jesusa estuvo a punto de pedir que Bermúdez fuese a protegerla, pues tanto poder tenía; pero no se atrevió.

El tiempo había hecho olvidar ciertos recuerdos, ciertas «calumnias» sobre visitas del concejal cuando el comisario de Tablada se iba antes de amanecer al matadero, y no era cosa de soplar sobre el pábilo.

-Yo, a decir verdad -contestó Tula- quisiera también «andar acompañada», porque tengo un miedo loco a las ánimas y no paso de noche ni a tirones por el cementerio desde que enterraron a la finada Melchora y al difunto Melitón, su compadre, porque como anduvieron en enriedos, todas las noches salen sus ánimas de las sepulturas y bailan un gato endiablado sin poder juntarse nunca...

-¿De veras?

-¡Como éstas son cruces!

Al hacer Tula tan solemne afirmación entró desolada en el comedor una moza como de diez y ocho o veinte años, rolliza de carnes y bonita de cara, que se quedó plantada y temblando entre las tres señoras.

-¿Qué te pasa, Emer? -preguntó Jesusa alarmada.

-¡Ay, mamita! ¡Que la gallina blanca acaba de cantar como gallo!

-¡Jesús, María, y José!

Era la desgracia que se cernía sobre aquella casa, y misia Jesusa, persignándose una y más veces, murmuró:

-¡De hoy no pasa sin que me confiese!

––––––––

Así, pues, primero en la Municipalidad, por órgano de Gómez y de Bermúdez, horas más tarde en el Club del Progreso y en la botica de Silvestre Espíndola, simultáneamente en las redacciones de La Pampa y de El Justiciero, algo después en el Círculo Artístico y en la confitería de Cármine, a media noche en El Mirador, la timba del Rengo, y a la mañana siguiente de la confidencia en todo Pago Chico y sus alrededores, sin exceptuar la pulpería de La Polvareda, de Laucha y Carolina, se supo que el ánima en pena de Nemesio Ponce se le aparecía a su viuda todos los viernes a las doce de la noche y le hablaba con voz amenazadora y sepulcral de su hija Emerenciana, ordenándole que no la casara con Enriquito Gancedo, como lo había proyectado, sino con otro que le indicaría a su tiempo, y esto so pena de ejemplar castigo. Pocos dejaron de reírse de la historia, los menos por creerla imaginaria y artificiosa, los más por hacer gala de escepticismo. Pero estos últimos se preocuparon más y no las tuvieron ya todas consigo, desde que el gran lenguaraz y amigo de los indios, el viejo don Dermidio Soria, recordando las diabluras de Gualichu, decía que se han visto cosas más raras aún, y Silvestre lo apoyaba con palabras sibilinas como «no y sino juéguenle risa no más»... Cierto que el boticario solía también, decir en la intimidad que «mejor hubiera hecho el difunto, en vida, apareciéndose a su mujer alguna madrugada en tiempo de Bermúdez»... pero esto caía en oídos discretos y no trascendía al vulgo.

Las mujeres eran las más alborotadas, convencidas desde el primer momento de la veracidad de las apariciones, como que las madres y sus amigas y criadas de éstas les habían contado otras análogas o más terribles, que se sucedían desde tiempo inmemorial. Y, sin ir más lejos, ahí estaba la adivina Dorotea, que había visto duendes y fantasmas con sus propios ojos, que seguramente iba a las «salamancas» lo mismo que Cándida la curandera; y ahí estaba también la pobre misia Pancha Viacaba, a quien el Diablo le quemó el rancho, y cuanto tenía y le hizo disparar la hacienda, que nunca más volvió, dejando a toda la infeliz familia con una mano atrás y otra adelante...

Y esta convicción se hizo más profunda al saberse que Jesusa, arrebujada en su gran mantón, como para que no la conociesen, había entrado apresuradamente en la iglesia, donde Liberata, la chinita de misia Tula, enviada a «bichar» la vio llamar al cura Papagna y arrodillarse en el confesionario, muy agitada y afligida. Media hora después, y no más tranquila por cierto, la viuda abandonaba la iglesia y se encaminaba a la comisaría, seguida de lejos por Liberata, admirable «bombero» adiestrado por la tesorera.

Hallábase el comisario Barraba en una situación algo difícil. Desde que emponchó al viejo Segundo en su viejo cuero de vaca, el famoso «poncho de verano», se habían llamado a silencio, diciéndose que no estaba el horno para bollos, y andaba en todo con sus pasos contados. La oposición iba ganando terreno en la provincia y el jefe de policía le había escrito secamente a raíz del suceso: «Absténgase en lo sucesivo de esos atropellos, que desprestigian a nuestra importante repartición, sobre todo a la vista y paciencia del pueblo». El senador Magariños le escribió también. «En lo del cuatrero Segundo se le ha ido la mano, compadre, y los diarios chillan. Le recomiendo más ojo en lo que pasa de puertas afuera de la comisaría, para no darles en el gusto a los pasquineros». El diputado Cisneros había sido más lacónico y contundente, escribiéndole: «Mire que no está en la Cuarta de Fierro, y no sea tan bárbaro, amigazo». Con estas lecciones, Batraba había caído en la pasividad más completa y se pasaba el día tomando mate, para no dar qué decir.

En esta ocupación le encontró misia Jesusa, y el comisario apenas la vio, tomó un airecillo malicioso, se atusó los grandes bigotes y arqueando las cejas dijo como con desgano:

-¿En qué puedo servirla, doña?

-Señor comisario, soy...

-Sí, ya sé: misia Jesusa Ponce, la viuda... y la de la viuda.

-¡No es chacota, señor comisario! No lo tome de jarana, que es muy serio. ¡Si usted supiera! Todos los viernes a las doce de la noche, se me aparece el finado y... ¡Virgen Santísima de los Desamparados!...

-Ya sé, ya sé... No se aflija tanto, doña, y cuéntemelo todo de pe a pa, porque sólo así podré remediarlo, si no es cosa del otro mundo...

-No ha de ser, señor comisario, es decir, que yo lo deseo, y que así me lo asegura quien puede saberlo... pero no le tengo confianza...

-¿Ha visto al cura? ¿Qué le ha dicho?

-¡Ay, señor! ¡Es un desalmado! Me ha dicho que ya pasó el tiempo de los sorcismos y de los aparecidos, y eso que en el altar mayor tiene un cuadrito de las indulgencias plenarias y al lado una alcancía para las ánimas benditas. En su media lengua me decía: «¡San Jenaro, qué fantasma! El que e morto e morto e non vive más. Animas non che no sono a Pago Chico. Algún birbante chichón la ha tomado para embromarla, siñora». Disculpe que lo remede al gringo, señor comisario, pero es más fuerte que yo. Y cuando le confesé:

-Cuando le confesó ¿qué?...

Misia Jesusa que se había interrumpido de pronto, como haciendo rayar el flete, continuó, pero evidente. mente en otro rumbo:

-Es decir, cuando le hablé, de que se trataba del noviajo de Emer...

-¿Emer?

-¡Sí, pues, Emerenciana, m'hija! Entonces el cura se rió y dijo: «¡Eh! sempre las moshashas! ¡Busque el amoroso! Vada del comisario y dígale que busque el amoroso».

-Muy bien. Ahora cuénteme lo que le pasa con el aparecido.

Y misia Jesusa contó muy por lo menudo toda su tragedia. Un viernes, hacía más de un mes, la despertó a medianoche un ruido infernal, como de cadenas y de alguien que se quejara a grito herido. Lo curioso es que Emer no se despertó ni con el ruido de afuera ni con el que ella hizo tirándose de la cama y corriendo a la ventana que da a los fondos. Más bien no se asomara, porque ¡ay Dios mío! allí junto a la tapia vio que se movía una forma blanca, grande como un gigante, dando grandes pasos a un lado y otro, moviendo unos brazos muy largos y mirándola con unos ojazos de fuego que brillaban en una calavera espantosa. Estuvo a punto de caer redonda, y más cuando el fantasma gritó con una voz como un ladrido de perro ronco: «¡Jesusa! ¡Acordate y no casés a Emer con Enrique Gancedo! Estoy en el Purgatorio y sufro como un condenado, pero vos irás al infierno de cabeza». Volvieron a oírse los ayes y el rechinar de cadenas, el fantasma se acható de pronto y desapareció como si se lo tragase la tierra. El viernes siguiente fue la misma historia, con el adimento de que los postigos estuvieron abiertos, aunque ella los cerrase y atrancase todas las noches desde la primera aparición. Otra vez fue todavía más horroroso, porque el fantasma largó llamaradas por los ojos, boca y narices, mientras repetía lo de «Jesusa, acordate». A la cuerta aparición le anunció que le diría con quién había de casar a Empr...

-¿Y Emerenciana, a todo esto? -preguntó el comisario.

-Nunca ha visto las apariciones, porque siempre duerme como si le hubieran dado alguna bebida embrujada. ¡Ah, señor! La pobre debe tener histérico, porque tan pronto se ríe, tan pronto llora como una Magdalena y el día en peso anda de un lado a otro como bola sin manija... En fin, para acabar con mi cuento, que por desgracia no es cuento, el ánima de mi marido o lo que fuera, que dijo con quién tenía que casar a Emer, que está comprometida con Enriquito, el hijo de don Salustiano Gancedo, uno de los más ricos y más señores del pago.

-¿Y de quién se trata? ¿Quién es el «amoroso», como dice el cura Papagna? Por ahí deben andar los tantos...

-Pues un pelagatos, un atorrante, un «tauro» que se pasa las noches en la timba del Rengo...

-¿Qué me dice? ¿En la timba del Rengo? En el pago no hay ni habrá casas de juego, señora, ¡al menos mientras yo sea comisario de policía!

El Rengo pagaba puntualmente sus mensualidades a Barraba, y no había por qué ni para qué molestarlo. Jesusa vio que no podía remediar, disculpándose, sino más bien agravar su metida de pata, así es que anudó impertérrita el hilo, diciendo:

-¡Un haraganón, un trápala que no es capaz de ganarse el pan nuestro de cada día y que no tiene ni donde caerse muerto, Severo Rendón, señor comisario, Severo Rendón! ¡Miren qué yerno! ¡Y con «eso» quiere el finadito que se case nuestra hija! ¡Pobres de nosotras! ¡En un sastrás nos come vivas y nos deja desnudas en la calle!

-No se acalore, tanto señora, y explíqueme qué es eso de la timba de que me habla -exclamó el comisario interrumpiéndola con las cejas fruncidas y el bigote erizado.

-¿Yo he hablado de timba? No sé... ¡Ah, sí! Cosas que he oído... en tiempos del comisario Páez... Parece que Severo jugaba fuerte y trampeaba de lo lindo... en tiempo de Páez...

-¡Ah -suspiró Barraba, tranquilizándose- Con que Severo Rendón... La cosa es seria... Puede que tenga razón el cura. Pero, vamos a ver, qué dice la moza. ¿Lo quiere a Enriquito o no? ¿Se entiende con Rendón o no se entiende? Esto es lo principal.

-La verdad es que desde el último baile Municipal, Emer, como suele decirse, le ha ladeado el caballo a Enriquito. Esa noche, hará tres meses estuvo de temporada con Severo, haciendo rabiar al otro, porque, según me dijo, le había hecho un desaire... que me parece difícil. Y desde entones ya no está como antes de balconeo corrido con el novio, y apenas le habla cuando viene a casa de visita, que es jueves y domingo. Pero, en cambio, a Severo no lo veo nunca andar rodeando como hacen todos los que arrastran el ala.

Barraba pareció meditar largo rato, atusándose el bigote, su gesto familiar, y al cabo pronunció:

-Puede retirarse sin cuidado, misia Jesusa, que el tal fantasma no volverá a aparecérsele, o yo puedo poco. Ya estoy al cabo de la calle y sé con los bueyes que aro. Sin embargo esta tardecita pasaré por su casa para ver el teatro de los sucesos y darme cuenta de todo. Adiosito, misia Jesusa. Hasta esta tarde. ¡Ah! Trate de que Emer no sepa que voy, y de que no esté en la casa mientras la registro. Lo mismo su chinita.

A media siesta, con un calor de calera que hubiese pulverizado las estatuas de mármol a haberlas en Pago Chico, bajo el soplo lento y sofocante del norte, desarrollábase un coloquio amoroso en el callejón solitario a que daban las tapias traseras de la casa de misia Jesusa Ponce. Una linda cabeza de mujer asomaba por las bardas, y un mozo bien portado y no mal parecido empinábase sobre una piedra para alcanzarla y hablarle al oído, con el chambergo claro echado sobre las cejas. El joven murmuraba con misterio, la muchacha contestaba con creciente irritación, diciendo:

-¡No quiero! ¡Ya te he dicho que no quiero! No lo vuelvas a hacer, que no puedo aguantar más.

-Pero hijita -decía el otro con susurro insinuante y mimoso-. Si es el único remedio y va dando resultado. Si no le damos changüi, verás cómo la vieja afloja de repente y nos salimos con la nuestra.

-¿Y si, entretanto, le da un patatús? Ella sí que anda como ánima en pena, y ni come, ni duerme, ni hace nada derecho. ¡Pobre mamá!... Hoy mismo, según me han dicho -que ella no suelta prendase fue a ver al cura y al comisario y volvió con inedia lengua afuera, es un decir. De seguro que Barraba va a armar alguna tremenda. ¡Y esto lo digo por vos!

-No tengás miedo. El comisario es un sotreta, y conmigo se va a tener que hamacar.

-Sí, ¿pero si te pasa algo? ¡Es tan bagual, tan bruto! ¡Capaz de hacerte estaquiar!

-¡Bah, bah! Pura boca, estaquiador de infelices como Segundo, y ni eso siquiera, porque desde lo del poncho está como avestruz contra el cerco.

-En fin, Severo, te repito que no, que no lo hagás más, porque si mamita se enfermara, yo no tendría perdón de Dios. ¿Has oído?

Hablaba casi en voz alta, y su irritación pareció contagiarse a Severo, que exclamó en el mismo diapasón:

-¡Emer! ¡Decí más bien que seguís embobada con tu Enriquito Gancedo, que es un verdadero ganso, un pajuate, un cantimpla! ¡Y así no más ha de ser! Claro. Él es rico y yo no tengo un real... Pero el día menos pensado, si lo agarro a tiro...

-¡Severo! Ya te he dicho que si llegás a tocarle un pelo de la ropa se acabó todo entre nosotros. Con que... ¡elegí!...

-¡No te digo que te pirrás por él!

-Es un buen muchacho, y hasta. De eso a otra cosa hay mucho trecho, a pesar de los pesares... En fin, Severo, ya hasta de bromas, que se hacen muy pesadas, aunque sea con buen fin. Así, prometéme...

Oyeron ruido, la cabeza que comenzaba a sonreír desapareció tras de la tapia, y el galán comenzó a andar callejón abajo, como quien se pasea.

Jesusa, que acababa de hacer su siestita, llamaba a Emerenciana para mandarla con un recado a misia Cenobita.

-¡Con semejante calor, mamá!

-Bien podés salir a la calle cuando andás por el patio en cabeza y al rayo del sol.

Emer, alejada con este pretexto, y llevando por rodrigón a la chinita Gervasia, iba con el pensamiento puesto en la conversación que acababa de tener con Severo y que la preocupaba mucho, cuando la fortuna quiso que de manos a boca tropezara con su novio oficial, Enrique Gancedo.

-Parece que andás huida -murmuró el chico venciendo a duras penas su timidez-. Ya no te veo, ni puedo hablar con vos, ni te asomás a la puerta, ni te sentás a la ventana, y cuando voy a tu casa me tratás como a visita de cumplimiento... ¿Qué te pasa? ¿Te has olvidado de que a fin de año nos vamos a casar, y que tendrías que ser un poco más cariñosa?

-Yo lo estimo mucho, pero mucho, Enrique -dijo Emer con frialdad y sin rudeza-, pero ¡cómo ha de ser!, una no está siempre para conversaciones y zalamerías, y lo que hoy gusta mañana puede disgustar, sin que haya nada malo en eso, ni nada que echarse en cara los unos a los otros.

Enriquito, demudado, exclamó:

-Es decir que... es decir que... ¿ya no me quiere? ¡Hable claro, por Dios, Emer!

La moza sonrió y, cruel:

-¿Cuándo le he dicho yo que lo quería?

-¡Esa sí que está buena!... Mil y mil veces... Y todavía hace poco, en la reja, cuando... ¡Sólo desde ese maldito velorio de la Municipalidad se acabó el besuqueo, y ya no sé qué pensar!

-Piense lo que quiera, pero dejemé en paz, que por ahora no tengo ganas de amoríos y noviazgos.

-Otro la entretendrá, otro que me la querrá quitar... ¡Ah, ya sé! ¡El Rendón ese, el tal Severo! ¡Dígame la verdad, por Cristo bendito!

-¿Y aunque así fuera? -contestó Emer-. ¡Vaya! ¡Adiós, que misia Cenobia me está esperando hace media hora!

Enriquito, en la mitad de la acera, con la boca abierta y los ojos llorosos, se quedó largo rato como un poste.

––––––––

Al día siguiente El Justiciero publicaba una noticia, obra maestra de estilo de su administrador y redactor, don Lucas Ortega, y que rezaba así:

«Misterio y pesquisa»

«Nuestro infatigable e inteligente comisario don Ciriaco Barraba, que tantas notables investigaciones policiales ha realizado en sus pesquisas limpiando al partido de vagos, mal entretenidos, cuatreros y facinerosos, acaba de emprender con el mayor secreto una nueva e importantísima campaña que por la pinta promete dar los más excelentes resultados. Con toda reserva, para no cometer indiscreciones que podrían entorpecer la marcha de la justicia, nos limitaremos hoy día a decir que se trata de poner en claro un misterio que tiene muy agitada y amenazada a una de las más distinguidas matronas de la localidad y a su distinguida familia y amigos, y por consiguiente a todo el vecindario entero que está al corriente, como pasa comúnmente, de lo que pasa en casos como el presente y otros análogos.

»La reserva que debemos al buen finiquito de la pesquisa y para no dar la voz de alerta a los malhechores y a los bromistas de mala ralea que se entretienen en alarmar y sembrar el pánico en las familias pacíficas y honradas, si es que no buscan otra cosa (y por otra parte son muy conocidos en la cancha) nos impide hablar claro, como podemos hacerlo, y como lo haremos, el sábado próximo, cuando los delincuentes estén ya en manos de la autoridad y en las garras de la policía.

»Y basta por hoy. En cuanto menos lo piensen «los aparecidos» se le va a parecer un difunto de los que no se empardan, y ya verán quién es... Barraba».

––––––––

-Simón el bobito, que espantaba al gato gritando ratón -comentó Silvestre en su tertulia matutina. Este suelto ha de ser de don Lucas, por lo sonso, y porque ayer lo acompañó a Barraba en la pesquisa que hizo en casa de misia Jesusa.

En efecto, después de la siesta, cuando el comisario se preparaba a salir, llegó don Lucas a la comisaría en busca de noticias, como de costumbre, y Barraba lo llevó consigo aunque recomendándole la mayor reserva.

-¿Y qué ha hecho el comisario en esa casa? -preguntó el doctor don Francisco Pérez y Cucto, con aire burlón.

-¡Pues qué había de hacer! -contestó Silvestre, tan bien informado como si hubiese sido de la partida- Registró la casa, todos los cuartos, olfateó todos los rincones, anduvo una hora por el patio haciéndose explicar dónde aparecía el fantasma, y se fue diciéndole a misia Jesusa que el viernes, es decir, mañana, les tendería la cama a los mal intencionados o a los chichones, como quiera que sea.

-¿Y no vio nada en el patio? -preguntó Laucha, que desde días atrás, abandonando a Carolina y La Polvareda, se paseaba por el pueblo y era asiduo de la tertulia Silvestrina y de la timba del Mirador.