La aventura del deseo - La aventura de la venganza - La aventura de amar - Kate Hoffmann - E-Book
SONDERANGEBOT

La aventura del deseo - La aventura de la venganza - La aventura de amar E-Book

Kate Hoffmann

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La aventura del deseo El agente Conor Quinn estaba acostumbrado a cuidar de todo el mundo excepto de sí mismo. Cuando le encargaron custodiar a Olivia Farrell, se dio cuenta de que el que más necesitaba protección era él. Olivia Farrell estaba bajo la protección de la policía, pero ella creía que no necesitaba eso... Hasta que conoció al agente que iba a custodiarla, el sexy Conor Quinn, y se dio cuenta de que su vida no era lo único que estaba en peligro... La aventura de la venganza El bombero Dylan Quinn había perfeccionado el arte de amar... y de dejar a sus conquistas. El día que rescató a aquella hermosa mujer, sería él el que acabaría ardiendo. Meggie Flanagan llevaba toda su vida enamorada de Dylan, pero él jamás se había fijado en ella. Sin embargo, ahora Meggie tenía la seguridad de que no iba a ocurrir lo mismo. Por fin tenía la oportunidad de vengarse. ¿La echaría él de su vida o... la metería en su cama? La aventura de amar El escritor Brendan Quinn siempre ponía fin a sus relaciones cuando las cosas se ponían demasiado serias. Pero todo cambiaría cuando aquella bella heredera se negó a abandonar su barco... y su cama. Amy Aldrich solo deseaba llevar una vida normal, libertad, aventura... Lo que no esperaba era enamorarse tan rápidamente de Brendan, y él parecía haberse enamorado también. El problema era que Brendan no sabía quién era ella realmente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 620

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Peggy A. Hoffmann. Todos los derechos reservados.

LA AVENTURA DEL DESEO, Nº 55 - julio 2012

Título original: The Mighty Quinns: Conor

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2001 Peggy A. Hoffmann. Todos los derechos reservados.

LA AVENTURA DE LA VENGANZA, Nº 55 - julio 2012

Título original: The Mighty Quinns: Dylan

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2001 Peggy A. Hoffmann. Todos los derechos reservados.

LA AVENTURA DE AMAR, Nº 55 - julio 2012

Título original: The Mighty Quinns: Brendan

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicados en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0672-6

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: MOORI/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

La aventura del deseo

La aventura de la venganza

La aventura del deseo

Prólogo

El viento aullaba y la lluvia caía a raudales en el exterior de una pequeña casa en la calle Kilgore, en el sur de Boston. El viento del nordeste llevaba azotando el vecindario desde hacía casi dos días. Los agradables rayos del sol de otoño habían dado paso a los primeros fríos del invierno.

Conor Quinn arropó con la raída manta a sus hermanos pequeños, que dormían los tres en una cama. Los gemelos, Sean y Brian, ya estaban medio dormidos, con los ojos nublados de agotamiento. Liam, que tenía solo tres años, yacía acurrucado entre ellos, con las oscuras pestañas ensombreciendo las rosadas mejillas.

Sin embargo, Dylan y Brendan no terminaban de dormirse. Estaban escuchando a su padre, Seamus Quinn, mientras este les contaba otro cuento. Eran más de las once y hacía tiempo que los niños deberían haber estado dormidos. Mientras Seamus estaba ausente, Conor se aseguraba de un modo muy estricto de que los niños se fueran a la cama a la misma hora cuando al día siguiente tenían colegio, pero Seamus, que pescaba peces espada, solo pasaba en casa una o dos semanas antes de volver a la mar durante meses. Como el invierno se acercaba, Seamus y la tripulación de su barco, El Poderoso Quinn, se marcharían al sur, siguiendo al pez espada a las cálidas aguas del Caribe.

—Esta es la historia de uno de nuestros antepasados, Eamon Quinn. Eamon era un tipo muy, muy listo.

Conor escuchaba el colorido cuento de Seamus, preguntándose si podía encontrar el momento adecuado para sacar a colación los fallos de Dylan en clase de Matemáticas o el hábito que tenía Brendan de robar caramelos en las tiendas, o el hecho de que Brian y Sean todavía tuvieran que ponerse algunas vacunas. No obstante, había algo que no podía dejarse pasar, aunque era un problema que su padre se negara a reconocer.

La señora Smalley, su vecina y la que cuidaba habitualmente de los pequeños, se tomaba un litro de vodka al día. Conor, muy preocupado por la seguridad de sus tres hermanos pequeños, sentía mucha ansiedad por encontrar otra persona para que vigilara a los pequeños mientras Dylan, Brendan y él estaban en el colegio. Los servicios sociales ya les habían hecho una visita por sorpresa, pero Conor se las había arreglado para que se marcharan alegando que la señora Smalley tenía alergia. Sin embargo, si los asistentes sociales se daban cuenta de que cuidaba a sus cinco hermanos casi solo, los mandarían a un orfanato.

—Un buen día, Eamon estaba pescando frente a la isla de las Sombras. Mientras pasaba a lo largo de la rocosa costa, vio a una hermosa joven de pie, cerca del agua, con su largo cabello flotando al viento. El corazón se le llenó de amor y el rostro se le iluminó, porque nunca había visto a una criatura más hermosa...

Conor tenía toda la seguridad del mundo de que podía mantener unida a su familia. Aunque solo tenía diez años, llevaba siendo madre y padre para aquellos niños desde hacía dos años. Como el problema que la señora Smalley tenía con la bebida iba en aumento, había aprendido a lavar la ropa, a hacer la compra y a ayudar a sus hermanos con sus deberes. Tenían una vida sencilla, complicada solo por las borracheras de la señora Smalley y las visitas poco frecuentes de Seamus.

El tiempo que Seamus no pasaba con sus hijos lo pasaba en la taberna, donde despilfarraba la parte que le correspondía de la venta del pescado, invitando a beber a completos desconocidos y apostando grandes cantidades. Al final de la semana, normalmente le daba a Conor solo lo suficiente para pagar los gastos de la casa de los meses siguientes, hasta que él volvía a entrar en puerto con otro cargamento de pez espada. Solo hacía unos días habían estado cenando pan de más de una semana y la sopa que habían sacado de unas latas abolladas. Sin embargo, aquella noche, habían tomado comida preparada de McDonald’s y Kentucky Fried Chicken.

—Eamon habló con la muchacha y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba encantado. Todo el pueblo decía que iba siendo hora de que Eamon tomara una esposa, pero él nunca había encontrado a una mujer a la que pudiera amar... hasta aquel momento. Llevó su barco a la orilla, pero, cuando puso el pie en la tierra, la muchacha se convirtió en una bestia salvaje, tan fiera como un león, con el aliento de fuego y una cola llena de espinas. Agarró a Eamon entre sus poderosas mandíbulas e hizo añicos el barco con sus gigantescas garras...

Aunque no se podía decir que Seamus fuera un buen padre o un buen pescador, tenía un talento. El padre de Conor sabía contar historias, fascinantes cuentos irlandeses llenos de acción y aventuras. Aunque Seamus siempre colocaba a un antepasado suyo en el papel del héroe y a menudo combinaba elementos de tres o cuatro historias, Conor había empezado a reconocer trozos de los mitos y leyendas irlandesas que había leído en los libros que sacaba de la biblioteca pública.

Conor prefería las historias de lo sobrenatural, hadas y brujas, duendes y fantasmas. A Dylan, que tenía ocho años, le gustaban los cuentos de hechos heroicos y a Brendan, un año más joven, las historias de aventuras en tierras lejanas. A los gemelos Sean y Brian, de cinco años, y al pequeño Liam, no les importaba lo que Seamus les contara. Solo querían que su padre estuviera en casa y sentir las barriguitas llenas.

Conor se sentó al lado de Dylan y observó a su padre a la tenue luz de la lámpara. A veces, al escuchar el fuerte acento de Seamus, se imaginaba la lejana Irlanda. Cielos brumosos, campos verde esmeralda alineados con muros de piedra, el poni que su abuelo le regaló por su cumpleaños y la pequeña casa cerca del agua. Todos habían nacido allí, salvo Liam, que lo había hecho en aquella casita de Bantry Bay. Por aquel entonces, la vida había sido perfecta porque tenían a su padre y a su madre.

—Eamon sabía que tendría que utilizar todo su ingenio para engañar al dragón. Muchos pescadores habían sido capturados por aquel mismo monstruo y estaban prisioneros en una enorme cueva de la isla de las Sombras, pero Eamon no sería uno de ellos...

La carta que había llegado de Estados Unidos había sido el principio de los malos tiempos. El hermano de Seamus había emigrado a Boston cuando era un adolescente. Con fuerza y tesón, el tío Padriac había ahorrado lo suficiente trabajando en un transatlántico como para comprar su propio barco de pesca. Le había ofrecido a Seamus una parte de El Poderoso Quinn para poder salir de la vida de miseria que Irlanda le ofrecía. Por eso, se habían mudado al otro lado del mundo. Seamus, su hermosa esposa Fiona, embarazada de Liam, y los cinco muchachos.

Desde el principio, Conor había odiado el sur de Boston. Aunque la mitad de la población era de ascendencia irlandesa, se metían mucho con él por su acento. Al cabo de un mes, había aprendido a hablar con el tono neutro de los demás. Las ocasionales bromas tenían como resultado un ojo morado o un corte en el labio para el bromista. El colegio resultaba soportable, pero la vida doméstica se iba deteriorando día a día.

Lo que más recordaba eran las peleas, la furia soterrada, los largos silencios entre Fiona y Seamus... y la soledad de su madre por las interminables ausencias de su padre. Los suaves sollozos que escuchaba por la noche, tras la puerta de la habitación de su madre, lo herían hasta lo más hondo. Quería ir con ella, consolarla, pero cuando se acercaba a ella, las lágrimas desaparecían automáticamente y todo era perfecto.

Un día estaba allí, sonriéndole, y, al día siguiente, se marchó. Conor esperaba que volviera a casa por la mañana, como cuando Seamus volvía de la taberna justo cuando salía el sol. Sin embargo, su madre nunca regresó y, desde el día en que desapareció, Seamus no volvió a pronunciar su nombre. Las preguntas se respondían con pétreos silencios. Cuando los niños insistían, les decía que su madre había vuelto a Irlanda. Unos meses después, les confesó que había muerto en un accidente de automóvil. Sin embargo, Conor sospechaba que solo era una mentira para terminar con las preguntas, una venganza por la traición de su madre.

Conor se había jurado que nunca la olvidaría. Por las noches, se imaginaba su suave y oscuro cabello, su cálida sonrisa, el modo en que lo acariciaba mientras hablaba con él y el orgullo que veía en sus ojos cuando tenía buenas notas en el colegio. Los gemelos y Liam solo la recordaban vagamente. Los recuerdos de Dylan y Brendan estaban tergiversados por su pérdida, haciéndola parecer una persona irreal, como una princesa de cuento de hadas, vestida con un traje de oro.

—Debéis recordar esto —les advertía su padre, interrumpiendo así la ensoñación de Conor—. Como el sabio Eamon, que echó al dragón por el acantilado y salvó a muchos pescadores de un destino peor que la muerte, un hombre pierde la fuerza y el poder si se entrega a la debilidad del corazón. Amar a una mujer es lo único que puede destruir a uno de los poderosos Quinn.

—¡Yo soy un poderoso Quinn! —gritó Brendan, golpeándose en el pecho—. ¡Y nunca voy a dejar que una chica me bese!

—¡Shh! —susurró Conor—. Vas a despertar a Liam.

Seamus se echó a reír y golpeó suavemente la rodilla de Brendan.

—Eso es, muchacho. Pero tened esto muy en cuenta. Las mujeres solo nos traen desgracias a los Quinn.

—Papá, es hora de que nos vayamos a la cama —dijo Conor, cansado del mismo consejo de siempre—. Tenemos colegio.

Dylan y Brendan se pusieron a protestar e hicieron un gesto de desaprobación con los ojos. Sin embargo, Seamus sacudió el dedo.

—Conor tiene razón. Además, tengo mucha sed, tanta que solo me la podrá saciar una buena pinta de Guinness.

Tras revolverles el pelo, se levantó de la cama y se dirigió a la puerta. Conor salió corriendo detrás de él.

—Papá, tenemos que hablar. ¿No puedes quedarte en casa esta noche?

—Suenas como una vieja, Conor. No seas pesado. Podemos hablar por la mañana.

Con eso, Seamus agarró la chaqueta y se marchó, dejando a su hijo con nada más que una fuerte corriente de aire y un temblor por todo el cuerpo. Sintiéndose derrotado, Conor se volvió a meter en el dormitorio. Dylan y Brendan ya se habían metido en sus literas, por lo que Conor apagó la luz y se tumbó en un colchón que había en un rincón, tapándose bien con la manta para combatir el frío.

Estaba casi dormido cuando una vocecita surgió de la oscuridad.

—¿Cómo era, Conor? —preguntó Brendan, repitiendo la pregunta que llevaba haciéndole cada noche desde hacía unos meses.

—Cuéntanoslo otra vez —suplicó Dylan—. Háblanos de mamá...

Conor no estaba seguro de por qué de repente necesitaban saber cosas sobre ella. Tal vez sospechaban lo precaria que se había vuelto su vida y lo cerca que estaban de perderlo todo.

—Era muy buena y muy hermosa —dijo Conor—. Tenía el cabello oscuro, casi negro, como el nuestro. Y tenía unos ojos del color del mar, verdes, una mezcla de verde y azul.

—Me acuerdo del collar —murmuró Dylan—. Siempre llevaba un hermoso collar que relucía a la luz.

—Háblanos de su risa —dijo Brendan—. Me gusta esa historia...

—Cuéntanos lo de la barra de pan, cuando se la diste al perro de la señora Smalley y mamá te pilló. Me gusta esa...

Conor empezó a narrar su historia, haciendo que sus hermanos se durmieran con imágenes de su madre, la hermosa Fiona Quinn. Sin embargo, al contrario de las historias de su padre, Conor no tenía que embellecerla. Cada palabra que decía era la pura verdad. Aunque Conor sabía que sentir amor por una mujer causaba problemas a cualquier Quinn, no creía en la advertencia de su padre.

En un secreto rincón de su corazón, siempre amaría a su madre y sabía que aquello le haría fuerte.

1

El disparo surgió de ninguna parte, haciendo que el cristal del escaparate de Ford-Farrell saltara en mil pedazos. Al principio, Olivia Farrell pensó que una de las estanterías que tenía en el escaparate se había desplomado o que un jarrón de cristal se había caído de su estante. Sin embargo, se oyó un segundo disparo y la bala le pasó silbando muy cerca de la cabeza antes de incrustarse en la pared. Frenética, levantó la mirada y vio que los cristales caían muy cerca de un escritorio.

Su primer impulso fue lanzarse sobre el mueble para protegerlo, dado que se trataba de una rara pieza valorada en más de sesenta mil dólares. Sabía que el mueble no tendría prácticamente ningún valor para su distinguida clientela si la madera presentaba arañazos. No obstante, el sentido común se adueñó de ella y se escondió debajo de una chaise longue de estilo victoriano, que seguramente se beneficiaría de tener unos cuantos agujeros de bala.

—Maldita sea —murmuró, sin saber lo que hacer a continuación.

¿Debería echar a correr? ¿Debería esconderse? Lo que no podía hacer era devolver los disparos, porque no tenía pistola. Pensó en cerrar con llave la puerta principal, pero quienquiera que fuera quien estuviera disparando podría entrar por el agujero que se había hecho en el escaparate.

—¿Por qué no escuché? ¿Por qué no me marché?

Se puso a evaluar la distancia que había entre el lugar en el que se encontraba y la parte trasera de la tienda, pero ¿y si estaban esperándola en el callejón? No sabía si quien estaba intentando matarla estaba decidido a conseguirlo en aquel momento a cualquier precio o si decidiría volver a intentarlo en otra ocasión. Una vez más, habían fallado. Tal vez solo quisieran asustarla.

—Tengo que telefonear —murmuró, metiéndose la mano en el bolsillo para sacarse el teléfono móvil que siempre llevaba encima—. Nueve uno nueve.

Tras marcar el número, se puso inmediatamente a rezar. Tal vez lo mejor era que se hiciera la muerta en el caso de que irrumpieran en la tienda con la intención de terminar lo que habían empezado.

Mientras esperaba que la operadora contestara, las lágrimas se le agolpaban en los ojos y temblaba sin parar. Sin embargo, se negó a dejarse llevar por el miedo. Había aprendido a controlar sus emociones, a mantener una actitud tranquila, aunque aquello solo había sido con propósitos comerciales. Tal vez que le dispararan a través de la ventana era una buena excusa para sentir un poco de histeria.

Nada de aquello le habría ocurrido si hubiera mantenido la boca bien cerrada, si se hubiera limitado a darse la vuelta y a marcharse aquella noche, hacía unos meses. Se había asustado mucho. Había sentido miedo de que le arrebataran de las manos todo lo que tanto se había esforzado en conseguir.

Lo único que había hecho para violar la ley había sido inflar un poco las cifras en su declaración de la renta y no prestar atención al límite de velocidad en la autopista. En aquel momento, sus libros de cuentas estaban embargados, su pasado estaba siendo analizado, su socio estaba en la cárcel y su reputación estaba por los suelos. Era una testigo ocular en un juicio por asesinato y por blanqueo de dinero contra un hombre muy peligroso, un hombre que, evidentemente, quería matarla antes de que tuviera la oportunidad de contar su historia en un tribunal.

Olivia escuchó ansiosamente mientras la operadora le contestaba y entonces le contó rápidamente su situación y le dio una breve descripción de lo que había ocurrido. La operadora le pidió que siguiera al aparato y trató de tranquilizarla. Olivia siempre había oído que cuando alguien está a punto de morir, toda su vida le pasa en un momento por delante de los ojos. En lo único en lo que podía pensar en aquellos momentos era en lo mucho que odiaba sentirse tan vulnerable, tan dependiente de la ayuda de otra persona.

—Siga hablando conmigo, señorita —le decía la operadora.

—¿Y de qué puedo hablar? —preguntó ella, algo nerviosa.

Lo único que se le ocurría era lo rápidamente que le había cambiado la vida en muy poco tiempo. Hacía dos meses, se había encontrado en lo más alto. Entonces, era la anticuaria de más éxito de todo Boston. Viajaba por todo el país, buscando las mejores antigüedades para su tienda. Recientemente, la habían nombrado para el consejo de una de las más prestigiosas sociedades históricas de Boston. Incluso se decía que podrían pedirle que apareciera en un programa de televisión.

Todo aquello para una joven que había crecido en un barrio de clase trabajadora de Boston. Sin embargo, había superado sus humildes comienzos y se había creado una nueva identidad, maravillosa y excitante, repleta de viajes, fiestas y amigos influyentes. Y con seguridad económica. Solo había guardado una cosa de su niñez: el interés por cualquier cosa que tuviera cien años o más.

—Mis padres eran fanáticos de las antigüedades —murmuró por fin—. De niña, solían llevarme de subasta en subasta y se ganaban la vida con una pequeña tienda de objetos de segunda mano. Nunca sabíamos de dónde iba a venir la siguiente comida ni si conseguiríamos lo suficiente como para pagar el alquiler. Para una niña, aquella incertidumbre resultaba aterradora.

—No tenga miedo —dijo la operadora—. La policía está de camino.

—Cuando crecí, me hice una experta en los muebles del siglo XVIII y XIX de Nueva Inglaterra. Mis padres nunca tuvieron buen ojo para las buenas antigüedades y cuando yo acababa de salir del instituto, decidieron probar el negocio de la hostelería y compraron un pequeño restaurante en una salida de la interestatal en Jacksonville, Florida.

—La policía está a punto de llegar, señorita Farrell.

Olivia continuó hablando, ya que encontraba que el sonido de su voz aplacaba sus temores. Mientras pudiera hablar, seguía viva.

—Yo me quedé aquí para poder ir a la universidad. Tuve tres trabajos diferentes para poder conseguir dinero. Durante mi primer año en la universidad de Boston, pude pagar a duras penas mis clases y mi alquiler. Aquello fue algo que odié. Entonces, encontré mi primer tesoro, una silla Sheraton que compré por quince dólares en una tienda de segunda mano y que vendí por cuatro mil en una subasta.

Desde aquel momento, Olivia se había pagado sus estudios comprando y vendiendo antigüedades, Descubrió que tenía un ojo infalible para encontrar piezas valiosas en los sitios más improbables, como ventas en garajes particulares y pequeñas tiendas. Sabía distinguir una reproducción de una pieza original a cincuenta metros y se le daba muy bien el mundo de las subastas.

—Aunque me gradué en Arte en la universidad de Boston, yo pertenecía al mundo de las antigüedades. Alquilé mi primera tienda el año en que me gradué. Seis años después, formé una sociedad con uno de mis clientes, Kevin Ford, que era un hombre de dinero. Pensé que lo había conseguido. Compró una preciosa tienda en la calle Charles, al pie de Beacon Hill. ¿Cómo pude ser tan ingenua?

—La policía va a llegar aproximadamente en treinta segundos, señorita...

Olivia ya oía las sirenas, pero ni siquiera la policía podría sacarla del lío en que había convertido su vida. Ella sola tenía la culpa de todo aquello. Cuando Kevin compró el edificio, tuvo sus dudas. Aunque era rico, no tenía los millones necesarios para comprar aquella tienda tan grande en la calle Charles. Sin embargo, lo único que Olivia había sido capaz de ver había sido su siguiente escalón en su meteórico ascenso en la buena sociedad de Boston y todo el dinero que conseguiría.

Si hubiera confiado en lo que le decía su instinto, se habría dado cuenta de que la inagotable cartera de Kevin Ford estaba relacionada con el mundo de la delincuencia. Aquel hecho quedó demostrado la noche en que oyó una conversación entre Ford y uno de sus más importantes clientes, Red Keenan, un hombre del que Olivia había sabido más tarde que era un pez gordo de los bajos fondos y que, solo el año anterior, había ordenado un buen puñado de asesinatos.

Al volver a oír el sonido de cristales rotos, se sobresaltó y se preparó para lo peor. Sin embargo, una voz familiar la sacó de su angustia.

—¿Señorita Farrell? ¿Se encuentra bien?

Olivia sacó la cabeza de su escondite y vio al fiscal del distrito, Elliott Shulman, el hombre que se encargaba de la acusación en el caso de Red Keenan.

—Sigo viva...

—Esto es inaceptable —dijo el hombre, acercándose a ella para ayudarla a levantarse—. ¿Dónde está la protección policial que requerí?

—Siguen delante de mi piso...

—¿Quiere decir que salió de su casa sin decírselo?

Olivia asintió, avergonzándose de sí misma al oír el tono recriminatorio de aquellas palabras.

—Yo... solo necesitaba trabajar un poco. La tienda lleva cerrada casi dos meses, tengo facturas que pagar, antigüedades que vender... Si no me ocupo de mis clientes, se irán a otra parte.

Shulman la agarró por el codo y la condujo hasta la puerta principal.

—Bueno, ya ha visto de lo que Red Keenan es capaz, señorita Farrell. Tal vez ahora nos escuche y se tome sus amenazas en serio.

—Sigo sin comprender por qué iba a querer mi muerte —replicó ella, soltándose—. Kevin puede testificar. Yo solo los oí hablando. Y tampoco oí mucho.

—Como ya le he dicho antes, señorita Farrell, su socio no va a hablar. Usted es la única testigo que puede relacionarlos a los dos. Después de lo que ha pasado esta noche, vamos a tener que ocultarla en algún sitio seguro, fuera de la ciudad...

—Yo... no me puedo marchar. Mire todo este jaleo. ¿Quién va a reparar la ventana? No puedo dejar que la lluvia entre por ese escaparate. Estas antigüedades son muy valiosas. ¿Y mis clientes? ¡Este asunto podría arruinarme económicamente!

—Llamaremos a alguien para que arregle la ventana enseguida. Hasta entonces, dejaré una patrulla fuera. Usted va a venir conmigo a la comisaría hasta que encontremos un lugar seguro.

Olivia agarró su abrigo y su bolso y, de mala gana, siguió a Shulman hasta la puerta principal. Tal vez hubiera llegado el momento de esconderse. Solo faltaban un par de semanas para el juicio y, al menos, volvería a sentirse segura. Cuando salió a la acera, le entregó las llaves a un policía y le dio instrucciones sobre el código de seguridad. Luego, cerró los ojos y respiró profundamente.

—Prométame que me devolverá pronto mi vida —dijo, tratando de controlar el temblor que le atenazaba la voz.

—Haremos todo lo que podamos, señorita Farrell.

Conor Quinn sabía lo que significaba tener un mal día. Drogas, prostitutas, alcohol... aquella era su vida. Desde que trabajaba para la Brigada Antivicio del Departamento de Policía de Boston, no recordaba un día en que no le hubiera tocado saborear lo peor de la sociedad. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos, su propio vicio, y recordó que lo había dejado hacía tres días.

Con una maldición, deslizó el vaso vacío sobre la barra e hizo un gesto al camarero. Seamus Quinn se acercó a él, secándose las manos con un paño. Su cabello oscuro se había vuelto gris y andaba con una ligera cojera, consecuencia de los años que había pasado partiéndose la espalda en la mar. Había dejado la pesca hacía algunos años. El barco estaba amarrado en el puerto, convertido en casa temporal para Brendan en las raras ocasiones en las que estaba en Boston. Seamus había conseguido comprar, con sus escasos ahorros, su bar favorito en el barrio donde vivían.

—¿Quieres otra pinta, Conor? —preguntó Seamus, con su fuerte acento irlandés.

—No. Empiezo mi servicio dentro de media hora, papá. Danny va a venir a recogerme aquí.

Seamus lo miró con astucia y le sirvió un refresco antes de servir a otro cliente. Conor observó cómo su padre servía la cerveza con maestría. Sin embargo, su padre no se molestó en preguntarle nada más. Aunque sus clientes se beneficiaban de los consejos de Seamus, ninguno de sus hijos había contado con la ayuda paterna para solucionar sus problemas. De hecho, había sido Conor el que diera consejo y disciplina a sus hermanos pequeños y lo seguía haciendo. Casi toda su vida, desde que tenía siete años, se había dedicado a mantener a su familia intacta y a evitar que sus hermanos cayeran en la delincuencia. Lo mismo que en aquellos momentos, solo que hacía lo mismo por medio millón de ciudadanos en vez de por cinco muchachos.

Miró a su alrededor para buscar algo que le quitara los acontecimientos del día de la cabeza. El bar de Seamus Quinn era famoso por tres cosas: por un ambiente auténticamente irlandés, por el mejor guisado irlandés de Boston y por la música irlandesa que se tocaba allí todas las noches. También por los seis hijos solteros que estaban siempre por el bar.

Dylan estaba jugando al billar con algunos de sus compañeros de la Brigada de Incendios, rodeado de mujeres que lo miraban embelesadas. Brian estaba ocupado cortejando a la camarera. Liam estaba jugando a los dardos con una bonita pelirroja, mientras que Sean estaba bailando con una llamativa morena. Cuando Brendan estaba en la ciudad, tras terminar con otro encargo para una revista o regresar de otro viaje de investigación para un nuevo libro, lo primero que buscaba era una mujer. A pesar de las serias advertencias de su padre, los hermanos Quinn no habían querido privarse de lo que el sexo opuesto les ofrecía tan voluntariamente. Sin amor ni compromiso, por supuesto.

Sin embargo, últimamente, Conor se había cansado de todo de lo que había disfrutado en el pasado. Tal vez fuera el estado de ánimo en el que se encontraba, de indiferencia por la vida en general. La rubia del otro lado de la barra llevaba insinuándosele una hora y él ni siquiera le había dedicado una sonrisa. Por muy tentador que resultara tener una mujer calentándole la cama, estaba demasiado cansado como para hacer el esfuerzo de hablar con ella. Además, solo le quedaba media hora antes de tener que volver a la comisaría.

—Buenas tardes, señor. Tengo el coche fuera cuando usted quiera marcharse.

Conor se volvió para mirar a su compañero, Danny. Este se sentó a su lado, sobre uno de los taburetes. Los habían emparejado el mes anterior, para desolación de Conor. Aunque Wright era un buen detective, el muchacho le recordaba a un enorme cachorro.

—No tienes que llamarme «señor». Soy tu compañero, Wright.

—Pero los muchachos me dijeron que te gustaba que te llamaran «señor».

—Te estaban tomando el pelo. Les gusta hacer eso con los recién llegados. ¿Por qué no te tomas algo y te relajas un poco?

Ansioso por agradarle, Danny pidió un refresco y luego tomó un puñado de cacahuetes y empezó a comérselos.

—El teniente quiere que estemos en la comisaría en cuanto acabemos el turno. Dice que tiene un caso especial para nosotros.

—¿Un caso especial? —preguntó Conor, soltando una carcajada—. Más bien será un castigo especial.

—El teniente está bastante enojado contigo. Los otros dicen que eres un buen policía, pero que tienes demasiado carácter. El teniente también dice que el detenido va a presentar cargos por brutalidad. Ya ha conseguido un abogado.

—Ese cerdo le quitó a una anciana de ochenta y cuatro años sus ahorros de toda una vida. Cuando ella no quiso darle las tarjetas de crédito, le pegó hasta que estuvo a punto de quitarle la vida. Debería haberle sacado los dientes por la nuca. Tuvo suerte de llevarse solo un labio partido.

—Los muchachos dicen...

—¿Qué es esto, Wright? ¿Es que nunca hablas por ti mismo? Déjame que te diga lo que están diciendo los muchachos. Están diciendo que esta no es la primera vez que me he pasado con un sospechoso, que Conor Quinn tiene fama al respecto y que esa fama no me ayuda a pasar a Homicidios. Combina ese labio partido con mis otros incidentes y te etiquetan como un poli que se pasa fácilmente de la raya.

—Yo... yo no quería...

—No tienes por qué preocuparte, Wright. No es contagioso.

—No me preocupo por mí. Llevas dos años esperando un puesto en Homicidios. Solo hay dos puestos vacantes. Eres un buen detective. Te mereces uno de ellos.

—Ya ni siquiera estoy seguro de que me interese.

—¿Por qué no?

—Llevo más años de los que quiero contar tratando de que esta ciudad sea segura. Pensé que podría mejorar las cosas, pero no creo que lo haya conseguido. Por cada delincuente que he metido entre rejas, ha salido otro más. ¿Por qué voy a pensar que los asesinos se me van a dar mejor?

—Porque sí.

—Diablos, es hora de que empiece a vivir mi vida. Quiero levantarme por las mañanas y mirar el día que me espera con ganas. Mira a mi hermano Brendan. Él mismo elige lo que escribe y cuándo lo escribe. Está viviendo la vida según sus términos. Y Dylan. Lo que él hace si que mejora la vida de las personas. Él les salva la vida.

—¿Y qué vas a hacer? Eres policía. Siempre lo has sido.

—Tal vez ese sea el problema. Pasé de cuidar de mi familia a cuidar de esta ciudad. Tenía diecinueve años cuando entré en la Academia, Wright. Tenía responsabilidades en casa y necesitaba un trabajo fijo. Si no, tal vez hubiera elegido otra cosa. Creo que me habría gustado ir a la universidad...

—Te sentirás mejor cuando al teniente se le pase el enfado. No puede estar furioso contigo para siempre.

—Bueno, ¿qué clase de asunto nos tiene preparado para esta tarde? —preguntó Conor, antes de tomar un sorbo de su refresco.

—En realidad, es bastante interesante. Vamos a proteger a un testigo del caso de Red Keenan. Tenemos que llevarlo a una casa segura de Cape Cod y vigilarlo durante unos días. ¿No te parece que es un lugar un poco raro para una casa protegida?

—No. Supongo que se imaginan que se puede controlar a todos los que van y vienen en esta época del año. Solo hay una autopista, un aeropuerto. Resulta más fácil descubrir a los sospechosos.

Conor se levantó y se dirigió hacia la puerta, con Wright pisándole los talones. Se despidió de su padre con la mano y les gritó un adiós a sus hermanos. Al llegar a la calle, se subió el cuello de su cazadora de cuero. Por el olor del mar, sabía que se acercaba una tormenta. Durante un momento, pensó en Brendan, que estaba en alta mar, recogiendo material para un libro que iba a escribir sobre los pescadores de pez espada. Conor no entendía por qué diablos tenía que escribir un libro sobre ese tema, que había causado que su madre los abandonara y que él hubiera tenido que hacerse cargo de sus hermanos.

Inclinó la cabeza y se metió las manos en los bolsillos. Entonces, echó a correr sobre el húmedo asfalto hasta el coche, con Danny detrás. Oyó que alguien se acercaba en su dirección y sus instintos se pusieron en alerta automáticamente. Vio que una mujer menuda, con el pelo oscuro, pasaba a su lado. Sus ojos se miraron solo durante un momento. Conor miró después por encima del hombro, pensando que la conocía. ¿Sería una prostituta? ¿Una policía camuflada?

Vio que la mujer se detenía delante del bar y que miraba a través de la ventana. Unos segundos después subió los escalones de entrada, pero, de repente, volvió a bajar y se perdió en la oscuridad. Conor sacudió la cabeza. ¿Estaba ya tan influido por su trabajo que veía delincuentes en una inocente desconocida? Tal vez unos días de soledad en Cape Cod lo ayudaran a poner todo en perspectiva.

La comisaría del distrito número cuatro estaba hirviendo de actividad cuando Conor y Danny llegaron. Conor estaba acostumbrado a hacer el turno de día, pero, dado que le habían asignado proteger a un testigo, los días se mezclarían con las noches. Le esperaba el aburrimiento y las malas comidas.

Según Danny, el testigo había sido trasladado aquella misma noche desde la comisaría de centro. El teniente no les había dado muchos detalles sobre el caso y había preferido hablarles en persona del caso. Sin duda, aprovecharía la oportunidad para hacer que la reunión fuera una lección para un policía demasiado arisco.

Cuando entraron en la comisaría, la puerta del despacho del teniente estaba cerrada. Conor comprobó sus mensajes y se sirvió una taza de café. Rápidamente, buscó entre el desorden que había en su escritorio el cuadernillo de cuero que todos los detectives llevan para interrogar a un testigo. Tras encontrar el cuadernillo, dio un paso atrás. Entonces, lo que vio lo dejó atónito. La puerta de la habitación que llevaba a la sala de interrogatorios estaba abierta. A través del cristal que permitía ver sin ser visto, se observaba una mesa. La única ocupante de la sala era una mujer, de esbelta figura con cabello rubio ceniza, rasgos refinados y ropas carísimas. Estaba seguro de que no era una prostituta ni una delincuente. De hecho, habría estado dispuesto a apostarse su placa a que aquella mujer no había cometido ningún delito. Parecía estar fuera de su elemento, como una mariposa entre... cucarachas.

Entró en la sala y observó por el cristal. Notó cómo le temblaba la mano mientras tomaba un sorbo de café. De repente, ella se volvió hacia el cristal, haciendo que él se ocultara entre las sombras. Aunque sabía que aquella mujer no podía verlo, se sentía como si lo hubieran sorprendido mirando.

Era muy hermosa. Ninguna mujer tenía derecho a ser tan bella. Sus rasgos eran perfectos. El cabello le caía en ondas a ambos lados de la cara y descansaba sobre los hombros. Los dedos de Conor temblaron al imaginarse lo suaves que serían aquellos mechones si pudiera acariciarlos entre sus dedos...

Rápidamente, dio un paso atrás. ¿En qué diablos estaba pensando? Por lo que él sabía, aquella mujer podría ser una prostituta con clase o la novia de un ladrón de guante blanco. El que fuera hermosa no significaba que fuera pura.

¿Cuántas veces había mirado a una mujer hermosa para oír de nuevo la voz de su padre en la cabeza? Todas aquellas advertencias ocultas tras las historias de Seamus. «Un Quinn nunca debe entregarle su corazón a una mujer. Mirad más allá de la belleza y descubriréis el peligro que os acecha».

Volvió a mirar hacia la ventana y vio cómo se rodeaba a sí misma con los brazos. Le temblaba todo el cuerpo. Cuando la mujer volvió a levantar la cabeza, Conor vio el rastro de las lágrimas sobre la hermosa piel de su rostro. Sintió que el corazón le daba un vuelco al ver la expresión de miedo que había en sus ojos, la cruda vulnerabilidad de su apariencia. Parecía tan pequeña y tan solitaria...

Si hubiera estado a su lado, la habría tomado entre sus brazos para ocultar sus sollozos contra su pecho. Sin embargo, el cristal actuaba como una barrera impenetrable, convirtiéndolo en poco más que un voyeur. Nunca había visto llorar a una mujer, a excepción de las prostitutas, que lo hacían solo para conseguir piedad.

Lloró durante mucho tiempo mientras Conor la observaba. Los recuerdos del dolor de su madre acudían a su mente. Sabía que debía marcharse y dejarla con la intimidad de su dolor, pero no podía. Sentía como si tuviera los pies pegados al suelo. Tuvo que luchar contra el impulso de abrir la puerta y entrar para consolarla. Fuera quien fuera, delincuente o no, se merecía un hombro sobre el que llorar.

Conor extendió una mano para girar el pomo de la puerta, pero, en aquel mismo momento, Danny entró en la sala con una bolsa de comida en la mano. Lentamente, Conor apartó la mano, atónito por la transformación que acababa de ver en el rostro de la mujer. Casi instantáneamente, la vulnerabilidad desapareció y su rostro adquirió una fría compostura. Con un gesto solapado, se secó las lágrimas y se volvió para mirar al recién llegado con una dura expresión en los labios.

Conor encendió el intercomunicador para poder escuchar la voz de Danny.

—Señorita Farrell, soy el detective Wright. Mi compañero y yo hemos sido asignados para protegerla hasta el juicio. Siento que haya estado esperando tanto tiempo, pero hemos estado preparándolo todo para poder alojarla en un lugar seguro.

Conor contuvo el aliento. ¿Aquella mujer era el testigo que tenían que proteger?

—Maldita sea —murmuró, tirando el cuadernillo sobre una mesa cercana.

Se había imaginado que tendrían que proteger a un contable o a un chivato repugnante. Considerando la reacción que la señorita Farrell había producido en él, pasar las siguientes dos semanas en su compañía iba a ser un infierno.

—No entiendo por qué no puedo desaparecer simplemente —dijo ella, con dureza—. Puedo marcharme a Europa. Tengo socios allí que estarían encantados de...

—Señorita Farrell, nosotros la protegeremos. No tiene nada de lo que preocuparse.

—No necesito que me protejan —espetó ella, de repente, sobresaltando a Danny—. Puedo protegerme yo sola. No quiero su ayuda.

Danny dio un paso atrás, atónito por aquel exabrupto.

—Pero... pero no podemos tener certeza de que regrese para declarar.

—¿Y si decido no hacerlo? En ese caso, tendrán que dejarme marchar, ¿no?

—Tarde o temprano, Keenan la encontrará, señorita Farrell. Si no testifica contra él, estará muy pronto en la calle y no creo que quiera dejar cabos sueltos.

—¿Es eso lo que soy? ¿Un cabo suelto?

—No... no es eso lo que quería decir. Solo le estaba diciendo lo que Keenan pensaría. Escúcheme, voy a buscar a mi compañero para que usted deje que le hable. Es un buen policía. Él tampoco consentirá que le ocurra nada.

Conor agarró su cuadernillo y salió de la sala de observación para dirigirse a la del teniente. Quería que le asignaran otro caso inmediatamente. Incluso sería capaz de realizar trabajos de oficina si aquello lo libraba de aquella mujer. Llamó rápidamente a la puerta y cerró los ojos mientras esperaba una respuesta.

—El teniente ha salido —comentó Rodríguez—. El comisionado va a celebrar una rueda de prensa para hablar de su programa «Policías y Niños». Habló con Danny hace unos minutos. Creo que tu testigo está en la sala.

Conor se dio la vuelta y volvió hacia su mesa, murmurando entre dientes. Entonces, se encontró a Danny.

—Aquí estás —le dijo su compañero—. ¿Estás listo para marcharnos?

—El teniente va a tener que encontrar otra persona para este caso. Yo tengo demasiados casos abiertos como para ocuparme de este. Además, el distrito uno debería ocuparse de ese testigo. Es su caso.

—¿Cómo? ¡No me puedes dejar solo ahora! Necesito que hables con esa mujer. Se llama Olivia Farrell. Los chicos de Red Keenan dispararon contra ella esta tarde y está bastante asustada. No quiere declarar. No sé qué decir para que...

—Déjala que se defienda ella sola en la calle. Si no quiere testificar, no tiene que hacerlo.

—¿Qué estás diciendo? Tenemos una buena oportunidad de meter a Keenan entre rejas. Además de asesinar y traficar con drogas, ese tipo ha estado volviéndonos locos con sus trapicheos. Deberías querer que desapareciera de la calle.

—Claro que quiero —respondió Conor, resignado—, pero no voy a hablar con esa mujer. Tú eres el responsable, Wright. Eres el encargado de este caso. Tú la preparas y te la llevas a Cape Cod. Yo estaré en el coche de apoyo, vigilándote el trasero.

—Le he dado algo de ropa —dijo Danny—. El teniente dijo que podríamos sacarla de aquí disfrazada, como si fuera una sospechosa que vamos a trasladar. Pasaremos por la comisaría del sur de Boston y, si ves que no nos sigue nadie, continuaremos hasta llegar a la casa.

—Me parece un buen plan —musitó Conor—. Os esperaré en el aparcamiento y os seguiré.

Conor se metió las manos en los bolsillos de su cazadora y se dispuso a salir. De repente, necesitaba un poco de aire fresco. ¿Qué le había hecho aquella mujer? Con solo verla, le había quitado la fuerza y lo había convertido en un ser temeroso. Si no supiera que era imposible, habría tenido que creer que todas las advertencias de su padre eran verdad. Sin embargo, aquello solo era un trabajo y podría mantener una actitud profesional si tenía que hacerlo. Además, como con todas las mujeres que había habido en su vida, la fascinación desaparecería muy pronto.

Consumido por sus propios pensamientos, no se percató de que la mujer salía de la sala de observación. Se chocó contra él mientras Conor extendía las manos para sujetarla. Con una suave maldición, Conor solo pudo admirar los ojos verdes más extraordinarios que había visto nunca.

Se había quitado sus ropas de diseño y se había puesto una camiseta descolorida, unos raídos pantalones y un viejo sombrero. Entre las manos, llevaba una vieja chaqueta de camuflaje. Si no la hubiera reconocido, la habría tomado por una de las vagabundas que estaban siempre por el puerto. Conor se hizo a un lado, y, al mismo tiempo, ella realizó el mismo movimiento. Dos veces trataron de pasar al lado del otro y dos veces más fracasaron. Los dos parecían estar participando en un extraño tango.

Finalmente, Conor la agarró por los brazos y la colocó contra la pared. Sin embargo, en el instante en que la tocó, la furia que sentía hacia ella se disolvió. Tenía una piel cálida y suave. Una corriente eléctrica le subió por los brazos. Como si se hubiera quemado, Conor apartó rápidamente las manos.

—Lo siento —musitó.

—No... no importa —dijo ella—. Ha sido culpa mía. No miraba por dónde iba.

El sonido de su voz lo sorprendió. El intercomunicador la había distorsionado, haciéndola que sonara como una arpía. Muy al contrario, al oír su voz tan cerca de él, sonaba profunda, capaz de aturdirle el cerebro como una droga, convirtiéndolo en un adicto a su sonido.

—No, ha sido culpa mía.

—¿Me puede decir dónde está el detective Wright? —preguntó ella—. Me dio esta ropa para que me la pusiera, pero me temo que no me sienta muy bien.

—El detective Wright estará con usted enseguida, señorita —dijo Conor, empujándola de nuevo hacia la puerta—. Espere ahí dentro hasta que él regrese.

Con eso, se giró y siguió andando hacia la calle.

—¿Ves? No es nada especial —murmuró para sí—. Solo un testigo normal y corriente. Efectivamente, es una mujer hermosa, pero, tarde o temprano, todas se convierten en fieras.

Conor se repitió aquellas palabras una y otra vez mientras se dirigía al aparcamiento. Para cuando Danny ayudó a entrar a una Olivia Farrell esposada a un coche, Conor casi se había convencido de que aquellas palabras eran ciertas. Sin embargo, mientras seguía al coche de su compañero, los recuerdos de la suavidad de su piel o de la profundidad de su voz le inundaron el cerebro.

No era como las otras. No estaba seguro de cómo lo sabía, pero Olivia Farrell era diferente. ¡Lo único que sabía con toda seguridad era que no pensaba volver a acercarse a ella!

2

Olivia no podía pensar en nada peor que Cape Cod con un vendaval del nordeste en el mes de octubre. Se suponía que octubre era un mes cálido y soleado, pero el cielo presentaba un aspecto desolador y el viento soplaba incansablemente desde el Atlántico, colándose por cada hueco y hendidura de aquella casa y sacudiendo los cristales de las ventanas tan frecuentemente que Olivia pensó que se volvería loca. Por toda la casa había chimeneas encendidas, pero no había nada que pudiera retirar la humedad del aire.

Se asomó por una rendija de las cortinas, contemplando las revueltas aguas de la bahía. Entonces, se frotó los brazos a través del grueso jersey de lana y reprimió un temblor. ¿Cómo había logrado meterse en aquel lío?

—Señorita Farrell, por favor, aléjese de las cortinas. No sabemos quién podría estar ahí fuera.

Olivia suspiró. Llevaba dos días en aquella casa protegida y ya estaba más que harta. No podía respirar sin que lo autorizara aquel policía de libro. El detective Danny Wright aparentaba quince años. Si no hubiera sabido que era policía de verdad, habría creído que la pistola que llevaba era de juguete.

—¿Cuánto tiempo más tenemos que estar aquí? ¿Es que no podemos encontrar un lugar en el que no haga tanto frío?

—Estamos pensando en tenerla aquí hasta el juicio.

—¡Pero si faltan doce días!

—Tenemos hombres en el aeropuerto, en la carretera e incluso en el muelle del ferry en Provincetown. El único modo en que los hombres de Red Keenan pueden esquivarlos es viniendo en barco y atracando en la playa. Con este tiempo, eso sería una locura. Además, la policía local conoce a las personas que viven en esta parte del cabo todo el año. Este es el lugar más seguro para usted.

—Entonces, ¿por qué no puedo ir al menos a dar un paseo? Lo ha dicho usted mismo. Estoy perfectamente segura aquí. Podríamos ir de compras. ¿Qué le parece si vamos a desayunar a la ciudad?

—Me temo que no será posible, señorita. Si necesita algo, podemos enviar un hombre a comprarlo. Libros, aperitivos... lo que sea. El fiscal del distrito quiere que esté cómoda.

—¡Genial! —exclamó Olivia—. ¡Dígale que vaya a por mi viejo modo de vida! Quiero mi cama, mi gato y mi secador. Mi tienda no podrá sobrevivir otras dos semanas de puertas cerradas. Voy a perder mis clientes. ¿Pagará el fiscal del distrito todas mis pérdidas financieras?

—Lo sentimos mucho, señorita, pero está haciendo un servicio a la sociedad ayudándonos a meter a Keenan entre rejas.

Olivia suspiró y se dejó caer sobre el sofá. Sabía que debía estar agradecida porque la protegieran, pero se sentía como un rehén, retenida contra su voluntad.

—Dado que vamos a pasar tanto tiempo juntos, es mejor que me llames Olivia. Estoy cansada de lo de «señorita».

—En realidad, señorita Farrell, es mejor que no olvidemos las distancias. El Departamento de Policía dice que nuestra relación debe ser estrictamente personal.

Olivia agarró el libro que había estado leyendo.

—Voy a tumbarme un poco. Anoche no dormí demasiado —dijo. Cuando vio que el detective iba a darle más recomendaciones, levantó la mano—. Y no se preocupe. No me acercaré a la ventana.

Olivia cerró la puerta del dormitorio y se apoyó contra ella. Lo menos que podrían haber hecho era meterla en una casa con calefacción. Probablemente, hacía más calor fuera. Entonces, se puso su chaqueta. En realidad, no estaba cansada. Había hecho tan poco ejercicio desde que estaba allí, que había ganado peso. Si hubiera estado en su casa, habría ido a dar su habitual paseo por el río y, antes de volver a su casa, se habría tomado un café y habría comprado los periódicos de la mañana.

Empezó a dar vueltas por la habitación, como una leona enjaulada. Si cerraba los ojos, casi podría sentir el aire fresco de la mañana en el rostro. Sin embargo, sabía que seguía presa en aquella casa.

Entonces, se acercó a la ventana y apartó las cortinas. No había tanta distancia hasta el suelo. Podría salir y volver a entrar sin hacer ruido. Lo único que necesitaba era un poco de aire fresco, tiempo para sí misma...

Rápidamente, abrió la ventana. El aire y el sonido de las olas rompiéndose contra las piedras llenaron pronto la habitación. Esperó a ver si el oficial perfecto entraba rápidamente con la pistola en mano. Cuando vio que no lo hacía, salió por la ventana. El arenoso suelo estaba húmedo y consiguió así ahogar el golpe de su caída.

Cerró la ventana y se dirigió hacia la playa, evitando ponerse delante de los enormes ventanales de la casa. El viento era muy frío, pero la sensación de libertad le provocaba una sensación tan fuerte, que le habría gustado ponerse a cantar y a bailar de alegría.

Corrió hacia las dunas y se puso a corretear a lo largo de la playa, respirando profundamente el agua salada. Nadie había salido a pasear aquella mañana. Ni una sola huella estropeaba la superficie de arena ni había un alma a la vista.

—Bueno, detective Perfecto. Ya lo ve. Estoy perfectamente a salvo. No hay ni un pistolero a la vista.

No supo cuánto tiempo había estado corriendo, pero, cuando se sentó sobre un montón de arena, estaba sin aliento. Sabía que debía volver a la casa antes de que su perro guardián descubriera que se había marchado, pero solo necesitaba unos cuantos minutos más para...

De repente, unos brazos le rodearon el torso con fuerza y sintió que alguien la levantaba del suelo. El sobresalto le sacó el aire de los pulmones y, durante un momento, no pudo gritar. Luchó por recuperar el aliento mientras un hombre de pelo oscuro le daba la vuelta y se la colocaba encima del hombro.

Volvió a subir con ella por las dunas, como si no pesara nada más que un saco de plumas. Finalmente, Olivia consiguió inspirar suficiente aire como para poder emitir un sonido. Primero, gritó y luego empezó a patalear y a darle puñetazos en la espalda.

—¡Suélteme! Este lugar está repleto de policías. Nunca lo conseguirá.

—Yo no veo ningún policía por aquí, ¿y usted?

—Le... le propongo un trato —suplicó, mirándole al trasero y deduciendo por su aspecto que era joven, probablemente atractivo, y que estaba en forma—. No... no hablaré. Me negaré a testificar. Su jefe no tiene por qué preocuparse. No irá a la cárcel, pero no me mate...

Como pudo, se incorporó y se dio cuenta de que se dirigían hacia la casa. ¡El detective Perfecto estaba en su interior! ¡Y tenía una pistola! ¡Dios! Se iba a ver metida en un fuego cruzado de pistolas y, por cómo la llevaba aquel hombre, el primer disparo lo recibiría en el trasero.

—No puede entrar ahí —le advirtió—. Hay policías. ¿Ve? Yo estoy de su lado. Nunca diría nada que hiciera daño a su jefe.

Tras subir los escalones que llevaban a la casa, el hombre la agarró de la cintura y la colocó en el suelo. Olivia tragó saliva. Al mirarlo, vio que era atractivo para ser un criminal. Además, sus rasgos le resultaban muy familiares... ¡Conocía a ese hombre!

—¡Usted! —gritó Olivia—. Lo vi en la comisaría. Es... es...

—Soy el hombre que acaba de salvarle la vida —replicó él con una sonrisa en los labios—. Ahora, métase en la casa.

—¡Es policía! —exclamó ella, sintiéndose furiosa de repente. Él asintió, lo que provocó que le diera una buena patada en la espinilla—. Pensé que era un asesino... —añadió, sin conmoverse porque él estuviera bailando sobre un pie y frotándose la pierna.

—¡Maldita sea! ¿Por qué ha hecho eso?

—¡Me ha dado un susto de muerte! Pensé que me iba a secuestrar y... me iba a meter una bala en la cabeza o me iba a colocar un bloque de cemento en los pies. Toda la vida me pasó delante de los ojos. Casi me dio un ataque al corazón. Podría haberme muerto...

—Sí, efectivamente —replicó él, levantando la vista para mirarla a pesar de estar doblado de dolor. Olivia notó que sus ojos tenían un extraño tono de color avellana, mezclado con oro. Nunca había visto ojos de ese color, tan llenos de ira, de frialdad dirigida hacia ella—. Y quiero que recuerde lo asustada que ha estado, porque así habría sido si los hombres de Keenan la hubieran atrapado. Ahora, métase en la casa, o le pegaré un tiro yo mismo.

Tras dar un respingo, Olivia se dio la vuelta y se dispuso a entrar en la casa. ¡Qué caradura! ¿Qué derecho tenía de tratarla como si fuera una niña? Lo siguiente que haría sería colocársela sobre la rodilla y azotarla.

Cuando entró en la casa, descubrió al detective Wright paseando de arriba abajo por el salón. Al verla, la miró con tanto alivio que Olivia casi sintió pena por él. Estaba a punto de disculparse cuando la puerta se cerró de un portazo a sus espaldas.

—¿En qué demonios estabas pensando, Wright? Nunca, nunca, debes consentir que un testigo desaparezca de tu vista. Ahora podría estar muerta y, ¿dónde estaríamos nosotros?

Olivia se volvió a mirar al policía con frialdad, sentimiento que él le devolvió en igual medida.

—¿No le parece que está siendo un poco dramático? Además, no es culpa de su compañero. Yo me escapé.

—¿Le he pedido su opinión? —le espetó él—. ¿Por qué no te encargas de vigilar la carretera y el perímetro de la casa, Wright? Yo me quedaré con la señorita Farrell por el momento.

—No quiero que se quede usted aquí —dijo ella, levantando la barbilla con desafío—. Quiero que se quede conmigo el detective Wright.

—Al detective Wright lo necesitan fuera y, dado que usted ha decidido no prestar atención a sus advertencias, tendrá que aguantarse conmigo a partir de ahora. O más exactamente, seré yo el que tendrá que aguantarse con usted. Deme los zapatos.

—¿Cómo?

—Que se los quite —respondió Conor. Entonces, entró en su dormitorio y sacó las botas y los mocasines que había metido en su equipaje antes de salir—. Se los devolveré cuando esté seguro de que se va a quedar dentro. Ahora, deme los zapatos.

Olivia tenía intención de negarse, pero, al ver el modo en que él la miraba, cambió de opinión. Se sentó en el sofá y se quitó los zapatos, que luego le tiró a la cabeza. Después, se cruzó de brazos y se reclinó entre los cojines, mirándolo con suspicacia, como si esperara la siguiente orden.

Sin embargo, él apartó al detective Wright y habló en voz baja con él, lo que le dio a Olivia la oportunidad de observarlo a placer. Era al menos media cabeza más alto que Wright y sus masculinos rasgos contrastaban con los aniñados del otro detective. Cuando no mostraba un gesto enojado, el tipo era bastante guapo. Altos pómulos, fuerte mandíbula y una boca que parecía esculpida por un artista. Tenía el cabello oscuro, casi negro, y los ojos eran de aquel extraño color que no podía describir con palabras.

Mientras que Danny Wright parecía un tipo digno de confianza, aquel hombre tenía un aire salvaje e impredecible. Su cabello era demasiado largo y sus ropas demasiado informales. Tenía una constitución fibrosa, con largas piernas, anchos hombros y un vientre muy plano.

Entonces, el detective Wright se acercó al sofá.

—Señorita Farrell, voy a dejarla al cuidado del detective Quinn. Él estará con usted hasta el día del juicio. Espero que no le dé más problemas.

—Eso depende del comportamiento del detective Quinn —replicó ella, levantándose muy lentamente—. Mientras sea capaz de controlar sus tendencias de hombre de las cavernas, seré más buena que el pan.

Tras mirarlos durante un momento, Wright asintió y se apresuró a salir de la casa.

Olivia se quitó la chaqueta y se la tiró.

—Es mejor que se la quede también. ¿Quiere mis calcetines?

—Yo no quiero estar aquí más que usted, señorita Farrell, pero es mi trabajo protegerla. Si me permite llevar a cabo mis deberes, nos llevaremos bien.

Cuando no le gritaba, tenía una voz muy agradable. Su acento era de la clase trabajadora, pero había algo más, algo exótico.

—Me dio a entender que tenía que cargar conmigo. ¿Es que lo están castigando? ¿Qué es lo que ha hecho?

—Nada de lo que usted tenga que preocuparse. Mientras no me enoje, estará a salvo —dijo, mientras comprobaba puertas y ventanas.

Entonces, desapareció en el dormitorio de Olivia. Ella se lo imaginó revolviendo su ropa interior, tocando sus cosas y oliendo su perfume. Siempre sabía cuándo un hombre se sentía atraído por ella, pero con Quinn le resultaba imposible afirmarlo.

Cuando regresó, tenía una almohada y una colcha en las manos, que colocó encima del sofá.

—Esta noche dormirá aquí —dijo él.

—¿Que yo duermo en el sofá y usted en mi cama? Eso no me parece justo.

—No. Usted duerme en el sofá y yo en el suelo. A partir de ahora vamos a dormir en la misma habitación, señorita Farrell. Si eso no le parece bien, podemos dormir en la misma cama. Eso depende de usted. Tengo que poder llegar a su lado con rapidez...

—Escuche, Quinn, yo...

—Conor. Puede llamarme Conor. Y no sirve de nada discutir. No voy a cambiar de opinión.

Olivia, que había abierto la boca para protestar, volvió a cerrarla. Nunca se había sentido del todo a salvo con el detective Wright, pero con Conor Quinn no había duda de que haría todo lo que tuviera que hacer para protegerla.

—Bueno, voy a hacer un poco de café —dijo de mala gana—. ¿Te apetece una taza? —añadió. Conor asintió y la siguió a la cocina. Tras comprobar metódicamente puertas y ventanas, se sentó en uno de los taburetes—. ¿Es que vas a seguirme todo el día?

—Si tengo que hacerlo… —respondió él mientras Olivia llenaba la cafetera de agua—. ¿Por qué saltó por la ventana?

—Tienes que comprender que estoy acostumbrada a tener mi propio espacio, mi propia vida. Yo nunca busqué esto, nunca quise implicarme de este modo. No debería estar aquí.

—Pero lo está.

—Traté de explicarle al fiscal que no quería testificar, pero...

—Señorita Farrell, tiene un deber que cumplir. Red Keenan es basura, un pez gordo en el mundo de la delincuencia. Con su testimonio, podremos encarcelarlo. Unas cuantas molestias por su parte no son nada comparado con el dolor que ese hombre ha causado a innumerables personas inocentes —añadió, levantándose y disponiéndose a salir de la cocina—. Y manténgase alejada de las ventanas.

El resto del día pasó en un aburrimiento absoluto. Olivia se mantuvo alejada de las ventanas y de Conor Quinn, pero él estuvo lo suficientemente cerca como para tenerla intranquila. Siempre que lo miraba, él la estaba observando, como si esperara que ella saliera corriendo. Quedaban doce días para el juicio, doce largos días en la compañía de Conor Quinn. Tendría que elegir sus armas muy cuidadosamente si quería sobrevivir.

El olor que salía de la cocina era delicioso. Conor levantó la vista de un número atrasado de Sports Illustrated y se incorporó del sillón en el que llevaba sentado más de una hora. Sin poder evitarlo, se dirigió a la cocina, donde se encontró a Olivia Farrell entre humeantes pucheros y cortando algunas hortalizas.

—Huele bien.

—Ayer le pedí al detective Wright que me comprara algunas cosas —replicó ella, apartando la atención de la ensalada que estaba preparando—. Estaba cansada de comidas preparadas y furiosa con mi situación, así que hice la lista de la compra más complicada que pude.

—¿Qué está preparando?

—Paella.

—¿Que es eso?