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Rodolfo Häsler es un poeta y traductor cubano que vive en Barcelona, desde donde ha sostenido su poética —su flora y su fauna—, con el ritmo y la medida de una permanencia del cuerpo en cada sitio que descubre. (…) Me atrevo a decir que hay en su manera de mirar, de trabajar, un paisaje literario anterior, en suspenso casi, detrás del cuadro, del vidrio, de la página. En un tiempo donde la prisa provocada por la velocidad nos impide recuperar, detenernos, y absorber lo íntimo, Häsler nos convida a sentir, oler, entrecruzar; a fijarnos más allá de lo que la apariencia en cámara lenta de su visión nos guarda, concediéndonos otro espacio a punto de ser arrasado por el olvido, y donde la presencia de la infancia siempre «hermosa como un engaño», nos vigila. Cuando por fin esta antología lo devuelve después de tantos años al contexto cubano comprendemos, desde otro ángulo, lo actual que trae con elegancia y delicadeza, junto a esa claridad de lo que rememora para nosotros: aquellos poemas del siglo XIX y del XX cubanos… (REINA MARÍA RODRÍGUEZ)
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Título
La belleza
del puro pensamiento
RODOLFO HÄSLER
© Rodolfo Häsler, 2022
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2022
ISBN: 9789591024961
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Tomado del libro impreso en 2021 - Edición y corrección: Leandro Camargo / Dirección artística y diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz / Ilustración de cubierta: Rudolf Häsler / Emplane: Yuliett Marín Vidiaux
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Autor
RODOLFO HÄSLER (Santiago de Cuba, 1958). Estudió Letras en la universidad de Lausanne, Suiza. Tiene publicados, entre otros, los libros: Poemas de arena (Editorial E.R., Barcelona, 1982), Tratado de licantropía (Editorial Endymión, Madrid, 1988), Elleife (Editorial El Bardo, Barcelona, 1993 y Editorial Polibea, Madrid, 2018, premio Aula de Poesía de Barcelona), De la belleza del puro pensamiento (Editorial El Bardo, Barcelona, 1997, beca de la Oscar Cintas Foundation de Nueva York), Lengua de lobo (Hiperión, Madrid, 2019, XII Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez), así como Antología poética (Editorial Pequeña Venecia, Caracas, 2005) y Antología de Tenerife (Ediciones Idea, Las Palmas, 2007). Ha traducido la poesía completa de Novalis, relatos de Franz Kafka y una selección de Anthologie secrète de Frankétienne.
Rodolfo Häsler es un poeta y traductor cubano que vive en Barcelona, desde donde ha sostenido su poética —su flora y su fauna—, con el ritmo y la medida de una permanencia del cuerpo en cada sitio que descubre. (…) Me atrevo a decir que hay en su manera de mirar, de trabajar, un paisaje literario anterior, en suspenso casi, detrás del cuadro, del vidrio, de la página.
En un tiempo donde la prisa provocada por la velocidad nos impide recuperar, detenernos, y absorber lo íntimo, Häsler nos convida a sentir, oler, entrecruzar; a fijarnos más allá de lo que la apariencia en cámara lenta de su visión nos guarda, concediéndonos otro espacio a punto de ser arrasado por el olvido, y donde la presencia de la infancia siempre «hermosa como un engaño», nos vigila.
Cuando por fin esta antología lo devuelve después de tantos años al contexto cubano comprendemos, desde otro ángulo, lo actual que trae con elegancia y delicadeza, junto a esa claridad de lo que rememora para nosotros: aquellos poemas del siglo XIX y del XX cubanos…
Reina María Rodríguez
Prólogo
Entre el paisaje y la soledad: «…la belleza del puro pensamiento»
Rodolfo Häsler es un poeta y traductor cubano que vive en Barcelona, desde donde ha sostenido su poética —su flora y su fauna—, con el ritmo y la medida de una permanencia del cuerpo en cada sitio que descubre, sea este lugar del silencio, como lo llama Peter Handke: el Nilo, el Mar Caribe, Tánger, Berna, Alejandría, São Paulo o el desierto, algo que, para muchos, dejó de existir ya. Calma y perseverancia lo acompañan en esa manera de ver y mostrar con mesura, las di- ferencias de la belleza en la interrelación con esa geografía personal: «buscando la verdad que no dicen las palabras» (de Poemas de arena). A lo que Roland Barthes llamaría: «experiencias de susurro». Pero, estas «experiencias de susurro» las halla desde esa porción de voz que está a la espera de ser reconocida, identificada, observada con minuciosidad, sin ser apenas oída o vista. Donde los cambios aparecen y se esconden después, dejándonos en el misterio que está más allá de lo dicho; más allá, incluso, del poema, sin que eso pueda parecer metafísico en su trasfondo neoclásico. Me atrevo a decir que hay en su manera de mirar, de trabajar, un paisaje literario anterior, en suspenso casi, detrás del cuadro, del vidrio, de la página. En el Diario de la urraca, por ejemplo, libro con el que se cierra este que pretende ser una antología, pero que es, ante todo, un recorrido por el dolor y la pérdida de una voz que quiere sobreponerse a ese «impenetrable estremecimiento de la naturaleza», como lo llama también Barthes, entrelaza la suya a la de Marosa di Giorgio, la poeta neobarroca convertida en urraca (después de haber sido loba, falena, feroz) nos dice: «cada golpe de mi amor, un graznido, un ave devora la libertad muerta en la mano, clavada en la carne…», reconectándonos a un lugar permanente que dona su intensidad, su sostén, desde la propia literatura (de Página doce, jueves. «Talita cumi»). Por eso, a través de este diario, nos enfrenta a la urraca ciega: a Marosa, mostrando cada día el sentimiento de un graznido que se va convirtiendo en sensación doble, como una extensión de los sentidos de ella y de él a la vez. Y, donde también las flores, sus texturas, y los sitios, vuelven a engramparse a las maderas de los árboles, injertándose a través de los recuerdos de la cultu- ra que pueden ser vividos o literarios sin escindirlos, sin darle jerarquías tampoco, para encontrarnos aquí, en un punto, donde ese ahora erótico, vegetal, animal, es solo lenguaje como naturaleza, y donde otras voces como la de Marosa, o la de José Lezama Lima o la de Francisco de Oraá o Julián del Casal resucitan a través de él. En un tiempo donde la prisa provocada por la velocidad nos impide recuperar, detenernos, y absorber lo íntimo, Häsler nos convida a sentir, oler, entrecruzar; a fijarnos más allá de lo que la apariencia en cámara lenta de su visión nos guarda, concediéndonos otro espacio a punto de ser arrasado por el olvido, y donde la presencia de la infancia siempre «hermosa como un engaño», nos vigila. Cuando por fin esta antología, publicada por la editorial Letras Cubanas, lo devuelve después de tantos años al contexto cubano comprendemos, desde otro ángulo, lo actual que trae con elegancia y delicadeza, junto a esa claridad de lo que rememora para nosotros: aquellos poemas del siglo XIX y del XX cubanos, como si al irse físicamente de un contexto y regresar con una distancia después, lo colocara desde otra perspectiva, otra mirada, otro ángulo, pero emparentándolo: desde ese afuera donde están el tiempo real y el mundo, salvando un tono de hedonismo que el hiperrealismo y la necesidad de nombrar contra las carencias, adentro, han ocultado entre ese otro ramaje de lo perentorio muchas veces. Su trabajo de recolección nos recuerda al viejo leñador de la película Dersu Uzala, de Akira Kurosawa, cuando atento al pasar de las estaciones y de los hombres que ellas traen, corta leña para otros inviernos que no verá. Estos poemas-boomerang salen en busca de esa leña que avivará la resistencia de esos otros que al pasar por el terreno escaldado o por donde la nieve persistente y la ventisca hayan dejado al olvido, sin dudas, nos protegerán. Porque, la poesía es una cadena de resistencias, de reservas contra el fracaso, les llamo, a esa «oquedad utópica» —como la nombra Barthes— «…el único sitio en que actualmente puedo sostenerme »: «El signo creativo del pez y de la flor, sus seres escasamente humanos en una línea…», dice Häsler, llamándonos la atención sobre esa línea frágil de «arabescos mentales» casalianos, donde repercute el consuelo que nos queda y nos traen en la lejanía de lo cercano, los otros. Porque su desafío es mantenerse en el espacio del verso; en la conciencia del poema como entidad que no requiere, del afuera, préstamos. Todo pasa por dentro, por lo táctil; incluso, aunque estemos en ciudades desconocidas, y se entreteja junto con la felicidad, la desgracia; con las alegrías, las pérdidas del cuerpo, para correr el riesgo de encontrar esa sabiduría intrínseca a lo que la propia materialidad de su existencia como lenguaje trae: pintar sentimientos, de eso se trata. Y sin usar remedios ni alegorías para sujetarnos al presente, sino imágenes traslúcidas con las que: corta y guarda la intensidad de las ramas secas, crujientes, que brindarán después calor y humedad para apresar con ellas, esa nación-tierra que desea encontrar a partir de cosas pequeñas, circunstanciales, subjetivas, sacando del sabor su acidez; de un color, su amargura; un sustantivo como estructura, un gesto: un nido. Así, la presencia del que nos narra, sigue en su lugar resistiendo, como «el fenicio del célebre poema de Eliot» —nos dice— «para seguir siendo el ahogado para siempre». Ahogado en «la aspereza del salitre…» que «se propone perderte», cuando va hacia «El muro», donde los poemas cortados con hachazos, con prisa, en la velocidad de otra sintaxis que quiere socorrer —también con ella— a los que no son socorridos, a los elementos que se deterioran y caen (porque ellos también son seres): «el olivar y la enramada mueren si ser socorridos» —dice—, ayudándolos a crecer con el texto ahora alargado, sostenido como un árbol, afilado, vertical, contra la muerte. En Tratado de licantropía aparece China, con sus calles, sus bicicletas, sus alambres, más que como un país, como un abrazo. La relación está en los músculos de alguien que crea la memoria de un país, su contaminación, su exégesis. Un país a donde no se va y desde donde no se regresa jamás: un amor, una lealtad para «devorar la entrega», donde el sexo y el alma no se separan —juntos— del goce. Un país que es también un cuerpo y que no está en lugar afuera, sino en la cabecera de una cama donde cuelgan los mapas, los libros, las fotografías y el lenguaje. Si fuéramos a dar una idea del conjunto de estos poemas que forman la presente antología, y donde hay libros publicados en diferentes épocas: Paisaje, tiempo azul, Cabeza de ébano, Diario de la urraca, De la belleza del puro pensamiento, Elleife —donde los números no crean cuentas, sino sutilezas de los escalones para llegar al templo de un jardín, una fuente, al pasado, o a la entrega de otro verso hacia un trayecto, un paseo, no a un fin— en todos ellos hay una detención del tiempo real que se recorre hacia una espera matemática; un compás que delimita la desesperación del presente, contra el crecimiento de una sobrenaturaleza que nos acompaña, incluso, aunque no queramos, durante ese fragmento de detención que dura un instante y cuyo objetivo es vencer el horror al vacío. Con la voz de esa compañía que alguien nos quiere regalar para seguir andando, al pintar matices de la existencia de aquellas «nueve gacelas por el monte Líbano» que nos cuentan con su escapada de un tráfico que apenas queremos contemplar por miedo: «el compartimiento de los animales» o, el de los árboles a lo largo de una carretera infinita por donde van, sabios, apuntalándonos, y a los que Rodolfo Häsler recurre para decirnos lo que podríamos hacer si comprendiéramos lo efímero de todo esto que presuponemos ser contra la vanidad, y lo que finalmente serás de no advertir el momento, la síntesis, la señal de ese rotundo y último elegir de un susurro: «…momentáneo olvido, arena…».
Reina María Rodríguez
Poemas de arena
El rocío empapa mi cuerpo
El rocío empapa mi cuerpo
y la tierra desprende, excitada,
un fuerte olor de materia en celo.
Los dedos descubren en cada gota
la obscena orquídea del placer.
Estuario de mayor conocimiento.
Con la nueva y húmeda luz
palparé los cuerpos, besaré las bocas,
buscando la verdad
que no dicen las palabras.
En Acre
El gemido de un oleaje de besos
quebrados contra los muros de Acre
retumba en los tortuosos callejones,
mientras un salitre de hierros antiguos
corroe la carne de los labios.
Vagando entre las casas y el mar
me llené las manos de cristales redondos.
Ante los iconos bizantinos,
en la enterrada cripta de los Templarios,
un sudor de sal y especias
humedecía mi piel.
Deseándote cerca como los peces desean a la luna,
descubrí entre las piedras
el estremecimiento caluroso
de los dedos que se buscan.