La biblia aria - Jordi Matamoros - E-Book

La biblia aria E-Book

Jordi Matamoros

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Beschreibung

El reconocido profesor de mineralogía Leonid Kulik, es designado para llevar a cabo la investigación de una gran explosión que tuvo lugar el 30 de junio de 1908 en la tundra siberiana de Tunguska. Junto a su ayudante, buen amigo y también profesor Alekséi, se adentrará en un inhóspito territorio considerado maldito por los lugareños, que atribuyen el desastre a un castigo divino. Las supersticiones, el clima y las dificultades del camino no impedirán que localicen el epicentro en el que supuestamente impactó un meteorito que habría arrasado más de 10 millones de árboles. Allí hallarán algo muy distinto a lo que esperaban: ni rastro de cráter ni de bólido, aunque sí, anclado en el aire, un objeto oval de naturaleza desconocida, esperando a ser encontrado. La investigación de lo que a todas luces parece ser una nave extraterrestre, desencadenará una serie de acontecimientos en los que los profesores se verán implicados. Una sociedad secreta nazi, comandada por el Führer en persona, surcará el tiempo hasta la misma cuna de la humanidad, para descubrir que allí nada es como nos lo han contado.

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Jordi Matamoros Sánchez

La biblia aria

1ª edición en formato electrónico: septiembre 2020

© Jordi Matamoros Sánchez

© Montserrat Nicolás

Diseño de la cubierta: ImatChus

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 - Barcelona

931.73.22.29 - 638.07.85.00

www.terraignotaediciones.com

ISBN: 978-84-122561-2-3

IBIC: FLG 2ADC

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Jordi Matamoros Sánchez

La biblia aria

Primera parteEl descubrimiento

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Segunda parteEl Polo Norte

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Tercera parteEl Polo Sur

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29 

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Cuarta parteEl viaje

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Epílogo

Agradecimientos

A Montse Nicolás… por todo.

Primera parte

El descubrimiento

Capítulo 1

El anciano chamán Evenki contemplaba absorto el cielo con la particular óptica que le confería la previa ingesta de Amanita Muscaria. A pesar de la quietud que mostraba su cuerpo, su alma vagaba inmersa en un caótico viaje…

Volaba con rapidez por los siete mundos. Los seres sobrenaturales, perversos, de los mundos inferiores, intentaban atraerlo hacia la oscuridad. Con gran esfuerzo, remontaba el vuelo, surcando las raíces del averno. Reptaba por el inmenso tronco que llevaba al mundo terrenal.

Allí, arropados por la paz y el sosiego de la noche, los hombres del poblado dormían al abrigo del fuego en sus sencillas tiendas cónicas, construidas con ramas y pieles curtidas. El silencio solo era roto por el llanto de algún bebé reclamando alimento nocturno o por algún bramido del rebaño de renos. Mas todo aquello quedaba atrás a una velocidad de vértigo; cientos de metros, quizá miles, separaban las raíces de aquel mitológico árbol de las ramas más altas…

En ellas se hallaba ahora y estas estaban repletas de seres de luz que le susurraban sueños imposibles, con pensamientos angustiosos que venían a su mente en forma de pesadilla. En sus delirios, vio un pájaro que surcaba el aire dejando tras de si una sucia nube de humo negro como el carbón. Su pico, abierto, emitía un ensordecedor graznido que hacía temblar todo a su paso. La loza reventaba sin causa aparente y los animales huían en estampida.

Desde el cielo, un tropel de cuervos descendía y atacaba sin piedad a hombres, mujeres y niños de su clan. De cada profundo picotazo surgía al instante una infesta pústula que no tardaba en estallar liberando así su putrefacto contenido.

El gran pájaro tomaba más y más velocidad. Su estridente chillido se transformaba en un ensordecedor silbido y su color quedaba oculto por la luz que emanaba de sí mismo; una luz cada vez más cegadora.

De pronto, y sin previo aviso, todo aquel entorno saltaba en pedazos: árboles, renos, tiendas, personas… Absolutamente todo se transformaba en una vorágine de destrucción.

El chamán volvió a la realidad. Allí estaba, de pie y en soledad, en la fría tundra siberiana, ataviado con sus pieles, al igual que hicieran sus ancestros durante tantas y tantas generaciones, teniendo la seguridad de que aquel mal augurio era tan real como él mismo. Sabía que las horas, de la que fuera su vida hasta aquel momento, estaban a punto de terminar, tanto para él como para los suyos, así que no se molestó en avisarles, simplemente lloró por ellos mientras se abandonaba a la muerte. Su corazón se detuvo en el mismo instante en que una bella lluvia de estrellas adornaba el cielo de Tunguska.

Capítulo 2

30 de junio de 1908

Nace el día en la Meseta Central Siberiana, una de las regiones del planeta con el clima más hostil. Durante los largos inviernos las temperaturas incluso llegan a superar los -40º C. Aun así, el ser humano, en su empeño expansionista, lleva milenios habitando dichas tierras. Nómadas Evenki recorren el territorio en libertad, en busca de pasto para sus rebaños. Lentamente, los colonos rusos más osados, se adentran en esta inhóspita región. Contrastan los rostros caucásicos de estos con los profundos rasgos mongoles de los primeros.

La vida, a pesar de la extrema dureza, transcurre con la apacible pauta de los parajes rurales. Pero esa madrugada algo está a punto de romper la armonía. El cielo está totalmente despejado de nubes, y es por ello que aquel objeto, venido de las estrellas, llama poderosamente la atención.

Aquel inmenso meteorito con forma de cilindro, de unos 45 metros de longitud y unos 10 de diámetro, surca el firmamento a gran altura, dejando tras de sí una interminable estela negra. El atronador sonido que produce es de una potencia sin igual.

Un marinero que tripulaba su barco por el río Angora, al alzar la vista al cielo, reparó en él y en su curioso color blanco azulado; desprendía un intenso brillo cegador.

Junto al lago Baikal y desde muchos puntos de las montañas adyacentes, centenares de tunguses contemplan el asteroide, describiéndolo más tarde como un gran puro incandescente.

Desde diversos lugares, gente de todas las etnias ven aquel extraño cuerpo celeste que, a todas luces, se precipita a una velocidad de vértigo sobre la Tierra.

Desde la ciudad de Irkutsk, varias personas instruidas observan también la trayectoria de aquel bólido, claramente extraterrestre, que sigue la línea del paralelo 60 zigzagueando en dirección sur-norte. Este rumbo cambia repentinamente a este-oeste para, poco después, acabar desapareciendo de la percepción humana, como si jamás hubiera existido.

A las 7 horas, 17 minutos ocurrió… En las coordenadas 60º 55’N 101º 57’E/ 60.917.101.950, cerca del cauce del río Podkamennaya, en Tunguska, justo donde el enorme objeto había desaparecido, un resplandor más brillante que mil soles surgió de la nada, y creció a la vez que unas extrañas detonaciones, similares a las que produciría un cañón, iban acompasando los continuos destellos durante casi una hora y a intervalos de diez minutos.

El sonido aumentabaen intensidad, al igual que la incandescente luz. De repente, todo aquel conjunto explosionó, dando lugar, de inmediato, a un caos general. La onda expansiva barrió todo lo que encontró a su paso. Un ruido, parecido a un alud de piedras, pero mil veces más potente, lo invadía todo al instante. Los árboles se desplomaban como fichas de dominó, tan solo quedaron en pie aquellos que componían el pequeño círculo situado justo bajo el objeto que acababa de provocar semejante devastación y que se mantenía suspendido, intacto, a unos 1000 metros de altura.

En 60 kilómetros a la redonda todo quedó calcinado casi al instante por el aire abrasador. Musgo, helechos, arbustos, abetos, alerces, pinos… Ardillas, pájaros, renos, personas… La taiga ya no existía.

Los efectos fueron disminuyendo en intensidad, pero sus huellas quedarían marcadas largo tiempo en más de 2000 kilómetros a la redonda.

A cien kilómetros del impacto, en Kausk, todo temblaba como si la Tierra quisiera romperse en pedazos. En ciudades como Yakutsk, Óblast de Irkustsk, Angansk, Bratsk, Kausk…, los cristales, la loza en los estantes… reventaba, como si un monstruo invisible avanzara arrasando todo.

La gente, los caballos… eran lanzados al suelo por la fuerza del viento; un viento ardiente y asfixiante que se expandía a una velocidad desenfrenada, sembrando el pánico entre la población.

El maquinista del Transiberiano detuvo el tren temiendo descarrilar por los temblores. En el cielo de Tunguska un poderoso hongo de humo espeso tomaba el espacio y se extendía miles de metros hacia el cielo.

Aquella explosión fue captada por numerosas estaciones sismográficas, incluso por una estación barográfica en el Reino Unido, debido a la fluctuación de la presión atmosférica.

Tras la detonación, la onda expansiva dio varias vueltas al globo terráqueo. Durante algún tiempo, en gran parte de Rusia y Europa, las noches se tornaron día. Unas extrañas nubes plateadas ocupaban el firmamento, exudando una intensa luminosidad enfermiza.

En los EE.UU., los observatorios del monte Wilson y del Smith Sonian contemplaron un oscurecimiento atmosférico que duró meses. En cierto modo, aquella explosión podría haber causado una extinción masiva de proporciones bíblicas.

En Tunguska, algunos supervivientes iban llegando a las zonas más habitadas. Estaban emocionalmente destrozados, pero milagrosamente habían salvado su vida. Contaban que el ganado corría intentando huir del ciclópeo ruido de avalancha de la explosión, y que, en su huida, morían incinerados por el aire en ignición. Aseguraban que sus tiendas, caballos, enseres y familiares volaban impulsados por una fuerza invisible. Recordaban como la gente gritaba que aquello era el fin del mundo y que rogaban a los espíritus y a los dioses misericordia. Pero esta no llegó.

Casi todos los supervivientes que llegaron a las pequeñas poblaciones desde un área circundante al epicentro de la explosión de unos 80 kilómetros, murieron pocos días después tras sufrir delirantes febradas, compulsivos vómitos y horrendas pústulas. El miedo se extendió como un reguero de pólvora.

Rusia vivía momentos políticamente complejos. El Zar Nicolás II habló de aquel suceso como de una advertencia del mismo Dios sobre el pueblo ruso por cuestionar su figura. Jamás envió expedición alguna y aquel suceso fue quedando en el olvido.

Los lugareños hicieron un cerco con el miedo y las supersticiones. Jamás se acercaban al lugar de la explosión. Allí, según contaban, campaban a sus anchas los espíritus del mal.

Capítulo 3

Tras arduas reuniones y no pocas oposiciones, el geólogo Leonid Kulik había conseguido convencer a los miembros de la Academia de la Ciencia de su país, de la necesidad de organizar una segunda expedición a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberia central. El documento que le otorgaba dicho privilegio se encontraba ahora en sus manos. La fecha de partida ya estaba fijada: primavera de 1927.

Aquel hombre de rasgos mongoles, poblada barba blanca e imponente bigote, iba sentado en uno de los vagones del ferrocarril Transiberiano, sumido en sus pensamientos. Unas redondas gafas conferían un aire intelectual a sus rudas facciones. Junto a él se encontraba Alekséi, un asistente de investigación.

Los dos hombres cruzaron las miradas por primera vez desde que tomaran el tren en Leningrado.

―Por fin es un hecho, Dr. Kulik ―dijo Alekséi dirigiéndole una franca sonrisa.

―Así es, amigo mío. Ha costado mucho tiempo y esfuerzo, pero por fin lo hemos conseguido.

En 1921, Kulik, experto en mineralogía, había sido el hombre designado por la academia para buscar y catalogar meteoritos caídos en su país. Poco después encontró, por casualidad, una noticia en un antiguo periódico, en la que se hacía referencia a una dantesca explosión en los bosques vírgenes de Siberia, la más grande de las que nadie, antes, hubiese oído hablar. Desde el primer momento sintió curiosidad por aquel fenómeno y empezó a recopilar información. La curiosidad se fue transformando en obsesión e incluso llegó a desplazarse hasta las aldeas de la zona aledaña al evento.

Aquella primera expedición solo sirvió para un primer contacto. Se entrevistó con personas que recordaban el suceso. Le hablaban de una inmensa explosión, del mortífero y huracanado viento, de un calor asfixiante, de personas y caballos derribados, de infinidad de pequeñas aventuras de supervivientes, así como de la devastación y la muerte. Nadie sabía indicar exactamente el lugar. Señalaban con mano temblorosa hacia la tundra salvaje, hacia la zona más inhóspita. A pesar del tiempo transcurrido, el terror seguía impreso en ellos.

Contaba una leyenda local, que los ojos de todos los osos muertos durante toda la historia de la tundra, desde que el hombre era hombre, se habían liberado de sus costuras y habían podido ver. En su clamor de venganza, despertaron al gran mamut de la creación, lo invocaron al unísono. Este surgió de su destierro en el inframundo para crear un camino desde la Tierra hasta la casa de los dioses, con sus potentes colmillos. Del camino descendieron cinco lobos nacidos en las cumbres más altas y de la nieve más pura. Ellos arrasaron la tundra en nombre de la rabia de los osos muertos y dejaron abierta la entrada del inframundo…

Quizá fue por el temor de que aquella historia fuera real, pero el hecho es que no consiguió contratar a ningún guía que fuera lo suficientemente valeroso como para adentrarse hacia lo desconocido. Kulik volvió a casa, pero su curiosidad no cesó jamás. Aquel hecho había llamado poderosamente su atención; quería llegar al epicentro de aquella magnífica explosión, necesitaba ver con sus propios ojos el cráter producido por un meteorito capaz de ocasionar semejante efecto.

Y por fin, después de tanto tiempo, después de tantos esfuerzos, allí estaba de nuevo, rumbo hacia una aventura que hacía que su adrenalina se disparara poniendo en alerta, a su vez, todos los resortes de sus miedos.

Kulik y su inseparable amigo Alekséi charlaron distendidamente durante el viaje emocionados como dos críos ante una hogaza de pan blanco.

Cuando el tranvía se detuvo frente a la remota estación de Taishet y aquellos dos hombres, que no superaban el metro setenta, tuvieron consciencia de la inmensidad de la misión, por un segundo, se sintieron encoger dentro de sus ropajes de piel de reno. Kulik, percibiendo la duda en los ojos de su compañero, recolocó su gorro cosaco y dijo:

―Ya no hay vuelta atrás, Alekséi. Ahora vamos a forjarnos un lugar en las páginas de la historia.

Tras descargar sus equipajes, Kulik, Alekséi y los otros dieciocho componentes de la expedición, tomaron los trineos que restaban a su disposición. Sin más demora, se pusieron en marcha hacia Keshma, un pequeño pueblo regado por las aguas del rio Angara, procedentes del lago Baikal.

Una vez allí, entonces sí, exhaustos por el largo trayecto, descansaron para recuperar fuerzas y así afrontar aquella dura prueba.

A la mañana siguiente, tras abastecerse de víveres, emprendieron nuevamente el viaje con destino a Vanavara, el último bastión de la civilización.

El viaje fue tortuoso y accidentado por lo agreste del camino. Las laderas, de pronunciadas pendientes y quebradas constantes, hacían el trayecto sumamente lento. El desánimo se instauraba, inexorable, en las mentes del equipo, pero la perseverancia se impuso y una tarde de finales de marzo, por fin, apareció ante ellos aquella pequeña aldea situada junto al río Tunguska. Todos gritaron eufóricos ―no tendrían que pasar otra noche en las gélidas montañas― y avivaron su marcha. Tan solo Kulik quedó rezagado; se detuvo y contempló absorto la gran extensión de bosque pantanoso que se perpetuaba hasta donde alcanzaba la vista. Alekséi se giró en dirección a su compañero. En su rostro se mostraba una gran sonrisa que instantáneamente quedó borrada al comprender la preocupación de Kulik. Lo peor aún estaba por llegar. Volvió a sonreír, y colocando una mano sobre su hombro, le dirigió unas palabras de ánimo:

―Si hemos llegado hasta aquí, nada nos podrá detener.

Los habitantes de Vanavara los recibieron amistosamente, tal y cómo esperaban, pues así lo marcaban los cánones en zonas tan apartadas de la civilización. La distancia con otros poblados convertía a cualquier forastero en una buena fuente de información, además de ayudar a combatir la monotonía del día a día. Pero toda aquella cordialidad se convirtió en apatía y recelo cuando los lugareños fueron informados de los propósitos de su presencia allí.

Kulik y Alekséi contrataron a un viejo trampero para que les sirviera de guía. Tras pactar el precio, se dirigieron a la taberna a saciar su sed con unos tragos de vodka.

―Para empezar, camarada Kulik, le diré que con una expedición tan numerosa es complicado adentrarse en estos bosques. Creo que un grupo más reducido sería más útil ―dijo Ilya Potapovich, el guía, mientras vertía una generosa cantidad de vodka en los vasos.

―Entiendo. Precisamente esa era una de las cuestiones que me planteé al observar la inmensidad y espesura de los pantanos ―asintió Kulik, a la vez que ingería el vodka de un solo trago. Inmediatamente sintió el agradable calor que aquel endiablado líquido imprimía a su estómago. Sus acompañantes lo imitaron.

―Y los mosquitos, camarada ―rio Potapovich―. No se olvide de esos pequeños cabrones y sus diminutas y afiladas saetas.

Conversaron animadamente; el ambiente y la compañía eran agradables y el vodka regaba sus gaznates en un sinfín de brindis. El viejo guía contaba con un gran repertorio de historias y peripecias que les hicieron reír hasta bien entrada la noche.

Por la mañana, cuando Kulik abrió los ojos, sintió una terrible punzada en sus sienes. Sonrió recordando las risas y el licor de la noche anterior.

¡Oh, querido Leonid!―se dijo a sí mismo mientras contemplaba la ojerosa imagen que le devolvía el espejo― Claramente estás mayor para beber tanto.

Se dirigió nuevamente a la taberna, donde había quedado con su guía para acabar de ultimar los detalles del viaje que emprenderían en breve.

―Buenos días ―dijo al entrar. Potapovich le esperaba sentado ante un vaso que contenía un líquido transparente.

―Buenos días camarada. ¿Ha descansado bien? ―Le indicó con un gesto que tomase asiento. Al hacer intención de servirle una copa, Kulik negó con rotundidad.

―No, gracias… Este servidor ya tuvo suficiente con las de anoche. Oiga, Viejo… ¿Le importa que le llame así?

―Para nada, me han llamado cosas peores ―sonrió Potapovich.

―Quiero preguntar a la gente del pueblo qué recuerdan de aquella explosión de 1908.

―No se moleste, amigo ―dijo el guía―, no conseguirá sonsacarles ninguna información. Para ellos es un tema tabú.

―¿Por qué? ¡Ocurrió hace mucho tiempo!

―El miedo, camarada ―dijo el Viejo―. Los lugareños jamás lo mencionan. Temen que el Dios Ogdy desate su ira contra ellos nuevamente, si lo hacen.

―¿El Dios Ogdy? ―Kulik no había oído, con anterioridad, nombrar a tal deidad.

―Ellos creen que el Dios Ogdy maldijo la zona debido a la excesiva tala de árboles y la desmedida caza de animales. Ellos piensan que, enfurecido por nuestra acción para con la naturaleza, se presentó en la Tierra en forma de bola de fuego y arrasó el lugar. Para serle sincero, no creo que nadie haya ido al lugar de la devastación. Sienten pánico de encontrarse cara a cara ante el colérico Dios.

―¿Y usted que opina?

―Yo…―Potapovich miró largo rato al suelo meditando una respuesta. Al fin alzó aquella limpia mirada azul y dijo―: Yo soy un simple trampero, camarada. Yo no opino.

Media hora después, los dos hombres salieron de la taberna y se dirigieron a las caballerizas. Escogieron dos Przewalskii marrón oscuro, de crines y cola negra, y montando en aquellos pequeños caballos de cortas patas y gran cabeza, cabalgaron hacia las afueras del poblado en busca de la mejor ruta a seguir. No tardaron en toparse con infranqueables caminos colapsados por la nieve que imposibilitaban el tránsito.

―Se lo dije, debemos esperar ―reprendió el guía―. En estas fechas aún queda demasiada nieve y este año es excepcionalmente espesa. Le confesaré que, si fuera supersticioso, pensaría seriamente que Ogdy no quiere que lo encontremos. ―El leve vacilar de su voz no pasó desapercibido para Kulik.

―Pero usted no es supersticioso, ¿verdad Viejo?

―Para nada, camarada. Para nada ―negó con rotundidad. Pero sus ojos delataban que aquellas palabras no eran del todo ciertas.

Regresaron con desánimo a Vanavara, no les quedaba más remedio que dejar pasar los días, con ese tedio especial que invade nuestra vida cuando no tenemos nada que hacer. Kulik reunió a su equipo y les explicó las conclusiones a las que habían llegado:

―Camaradas, después de meditar largo y tendido, considero que el señor Potapovich está en lo cierto. Desde un primer momento me advirtió de lo peligroso que sería adentrarnos por esos bosques con un contingente tan numeroso. Hoy lo he visto con mis propios ojos. ―Había llegado a la parte del discurso que más temía. No sabía cómo se lo tomarían todas aquellas personas que tanto habían luchado para llegar hasta allí―. Son ustedes hombres valerosos. Agradezco los servicios prestados. A excepción de Alekséi, todos ustedes regresarán a casa…

Para su tranquilidad, observó cierto alivio en sus semblantes. Pero los entendía perfectamente, por algo Siberia era el gran destierro para los adversarios políticos del poder establecido desde hacía tanto.

Capítulo 4

18 de abril de 1927. La nieve se había derretido en gran medida y aunque el viaje que les esperaba iba a ser duro, el repuntar del sol de la mañana hacia despertar en ellos una mezcla de sentimientos esperanzadores. Kulik, Alekséi y el viejo guía partirían hacia un destino incierto. Los caballos aguardaban pacientes mientras comían la fresca hierba que comenzaba a brotar; tres de ellos iban cargados con provisiones, medidores, cámaras… y todo el equipo necesario para la investigación y supervivencia.

Siguieron el curso del río. Si el frío había sido mal compañero en su trayecto anterior, ahora, las continuas hordas de mosquitos que machacaban su piel, convertían las horas en insufribles pesadillas. Hacían frecuentes paradas e ingerían alimentos con regularidad, mas a pesar de ello, cada vez se sentían más agotados.

Después de tres días de extremas penalidades comprobaron que el terreno se tornaba más transitable. Avistaron, a lo lejos, un inconfundible rebaño de cabras que pastaban plácidamente; junto a ellas se distinguía una figura humana ―sin duda, su pastor―, que cubría sus ojos con una mano a modo de visera dirigiendo la mirada hacia donde ellos se encontraban. Alzó la otra mano y los saludó.

Cuando Okhchen ―el pastor―, comprobó el deplorable estado en el que se encontraban debido a las heridas infectadas y a una alimentación no adecuada, les invitó a su vivienda.

―Para adentrarse hacia donde pretenden ir, han de continuar siguiendo el curso del río Chamb’e ―dijo avivando el fuego del hogar y ofreciéndoles unas tiras de carne de oso ahumadas―. Les aconsejo que substituyan los caballos por renos para continuar el viaje. Están mejor adaptados a estas zonas.

El descanso en aquella cabaña les devolvió las fuerzas. Por la mañana, nada más nacer el día, cerraron el trato con el cabrero; a cambio de un precio pactado en rublos, se quedaría con los caballos y les entregaría unos robustos renos más idóneos para desplazarse en aquel abrupto terreno.

Con nueva montura y una alforja cargada con carne de oso, cortesía del pastor, reanudaron la búsqueda, bajo la atenta mirada del gran astro, que lucía radiante en el lejano horizonte. Durante un par de días siguieron por el margen del río Chamb’e hasta alcanzar el río Makirta. A partir de ese punto, con el agotamiento de nuevo instaurado irremisiblemente en sus cuerpos, vieron las primeras señales de la devastadora explosión de 1908. Tomaron, entonces, camino al norte de la misma, siguiendo los indicios que Kulik había conseguido reunir con arduos esfuerzos.

La gran extensión de árboles derribados, las ramas y raíces de estos, constituían un verdadero laberinto casi insalvable. El avance era lento y tortuoso. Kulik, en un primer análisis, dedujo que los árboles habían ardido de arriba hacia abajo, dándole el convencimiento absoluto de que tuvo que ser un repentino foco de calor el que, desde la altura, había provocado el fuego.

El profesor imaginó un enorme e incandescente meteorito, empujando y creando una gigantesca bolsa de aire caliente que, al llegar a una determinada altura, incineró todo lo que halló a su paso.

Los tres hombres viajaron por aquella insufrible encrucijada de ramas secas que, como una alfombra de espinos, obstaculizaba su camino. Su conversación era casi nula y Potapovich se estaba transformando, a pasos agigantados, en un hombre cada vez más huraño. Durante dos días avanzaron hacia un terreno árido y baldío, allí parecía que la vida no tenía cabida. El silencio solo era roto por los constantes crujidos de las ramas secas bajos sus pies.

―Viejo, ¿es normal este silencio? ―preguntó Alekséi sobrecogido. Potapovich simplemente asintió. Entonces se detuvo en seco, sudando copiosamente y no pudo contener el llanto por más tiempo. Todo su cuerpo temblaba.

―¿Está bien? ―dijo Kulik apoyando su mano sobre el hombro del abuelo.

―No puedo seguir, lo siento ―repetía entre sollozos cubriendo su rostro con las manos.

―¿Cómo…? ―preguntó Alekséi sorprendido.

―Que no puedo seguir… Miren a su alrededor, camaradas ―dijo, girando sobre si mismo para indicarles todo el área que les rodeaba―. No hay vegetación, no se escucha ni un solo animal, ni un pájaro… Nada. Esto solo puede haberlo causado un Dios y su ira.

―Amigo. Esto lo ha producido un meteorito. ¡No sea tonto! No crea esas patrañas que cuentan por ahí.

―No Kulik, no. Ustedes, los de la ciudad, no creen en cuentos, pero yo le aseguro que a veces los cuentos son reales. ―Sus ojos denotaban un terror absoluto―. Escuche. Ni un animal en muchos kilómetros a la redonda. ¿Le parece esto normal? ¿Y si realmente los dioses del inframundo están esperándonos? ¿Y si nos devoran?…

El hombre se puso en cuclillas, escondió su rostro nuevamente entre sus enormes manos y se derrumbó en un llanto inconsolable. Los dos científicos estaban exhaustos, aquello claramente marcaba el fin.

―¿Aquí acaba todo, Kulik? ―protestó Alekséi enojado.

―No, querido amigo. No hemos llegado hasta aquí para nada, pero tampoco podemos avanzar sin un guía y a este pobre hombre le ha vencido la superstición.

―¿Qué hacemos entonces, profesor?

―No nos queda otra opción que volver sobre nuestros pasos a Vanavara y empezar de nuevo.

Si avanzar había sido duro, retroceder lo fue mucho más. Cada paso los alejaba un poco más del gran cráter. Kulik empezaba a desesperar; tanto esfuerzo para nada. Habían estado tan cerca que, por un momento, incluso se había planteado continuar sin el guía. Pero él era un hombre sensato, y como tal, no podía poner en juego la vida de Alekséi y la suya propia arriesgándose a no saber encontrar el camino de vuelta. Miró a Potapovich, parecía un hombre veinte años mayor de lo que era. Daba la impresión de ser un anciano vencido por el tiempo. Le infundía un sentimiento entrelazado de odio y lástima. Aquel desdichado repetía, en una incansable letanía, que el Dios Odgy los esperaba agazapado en el horizonte para atrapar sus almas.

―¡No se callará! ―se quejó Alekséi―. Cada vez que miro a ese abuelo me dan ganas de golpearlo. ¿Cómo es posible que sea tan poco profesional?

―Alekséi, debe aceptar las cosas tal y como son. No se trata de falta de profesionalidad, sino de pánico. He visto esa mirada en innumerables ocasiones cuando fui partícipe en diversas incursiones militares contra los japoneses. Hombres fuertes como osos, llorando como niños ante el enemigo; a veces por miedo a morir, a veces por miedo a matar… El miedo, amigo mío, es nuestro peor enemigo y muchas veces no nos da tregua.

Capítulo 5

El 30 de abril, coincidiendo con la salida del sol, reemprendían, nuevamente, la expedición desde Vanavara, acompañados por su nuevo guía, un joven llamado Petrov que aseguró no tener miedo a nada si la paga era buena. La experiencia del infructuoso viaje anterior les había hecho aprender de los errores. Esta vez la odisea prometía no ser tan dura, por lo menos en un gran tramo. Kulik había adquirido unas balsas acordes a sus necesidades; en ellas avanzarían por el río Chamb’e y el Khushmo hacia su destino.

Las crecidas de los ríos, ocasionadas por el deshielo primaveral, hacían que estos guardaran alguna que otra sorpresa en forma de rápidos, pero el guía se desenvolvía con destreza, de manera que los salvaron sin demasiada dificultad. A lo largo del trayecto admiraban la increíble belleza de aquel rudo rincón de la Tierra.

Cuando arribaron al punto elegido para el desembarco, atracaron las balsas cuidadosamente y las ocultaron colocando algunas ramas sobre ellas. Alekséi se preguntaba si sería necesaria dicha tarea, pues por aquellos lares no había ni un alma. Pero más valía ser precavido.

De nuevo en tierra firme, pusieron rumbo al norte. No tardaron en alcanzar el punto en el que Potapovich les había fallado, retrasando, así, el ansiado momento de desvelar el misterioso suceso. Esta vez, conociendo de antemano las adversidades del terreno, iban preparados con las herramientas necesarias para avanzar menos trabajosamente. Al mirar atrás podían contemplar el pequeño sendero que crecía tras ellos. El regreso no les reportaría gran dificultad.

El 19 de mayo llegaron a un extenso y desolado bosque. Hasta donde alcanzaba su vista, se extendía un territorio completamente exento de vida, ni una brizna de hierba, ni un pequeño roedor, ni un ave, ni siquiera un minúsculo insecto… El único signo de que antaño hubiera habido vida en aquel lugar se ocultaba parcialmente bajo infinidad de montículos de nieve. Una gran maraña de árboles caídos, con sus secas ramas, conformaba aquel gigantesco campo de madera muerta.

―¡Dios mío! ―exclamó Petrov perplejo―. Avanzar por aquí no va a ser tarea sencilla.

―Hasta el momento, nada ha sido sencillo en esta expedición. Nos hemos encontrado con diversos contratiempos pero… ¿Sabe una cosa, amigo Petrov? Nada importa cuando uno es perseverante en su propósito. Absolutamente nada ―dijo Kulik con gran seriedad.

―¡Qué gran orador sois, señor! ―bromeó Alekséi haciendo una reverencia a su camarada. Los tres hombres rompieron a reír y un nuevo sentimiento de energía renovada desahució el agotamiento de sus rostros.

Aquel día acamparían allí mismo al pie de los árboles caídos. Amontonaron leña y encendieron una gran hoguera; ante sus cálidas llamas comieron carne seca de oso y conversaron animadamente. Las risas resonaban, extrañas, ante aquel absoluto silencio que los envolvía. Sentían tan próximo su objetivo, que ansiaban que las horas de oscuridad pasaran rápidamente para reemprender su incursión hacia el epicentro de lo que quiera que fuese que hubiera ocasionado semejante exterminio.

La fría mañana del 20 de mayo, a golpe de machete, se fueron abriendo camino por aquel intransitable bosque de obstáculos. Sus manos sangraban por las heridas y arañazos que ocasionaban las ramas secas. A pesar de los guantes, las astillas se clavaban en su piel como infectos aguijones.

―Nunca pensé que diría esto ―Alekséi masajeaba cuidadosamente sus doloridas manos―, pero ahora mismo cambiaría esta maraña de árboles por hordas de insectos.

―No desespere, amigo. Según mis cálculos, en pocos días veremos algo grandioso, algo que nadie, jamás, ha visto antes.

―Espero que así sea. Si no les parece mal, caballeros, nos detendremos para curar las heridas y retirar las astillas antes de que se infecten. ―Los dos científicos estuvieron de acuerdo.

Media hora después se pusieron nuevamente en marcha, siempre siguiendo el itinerariocontrario a las copas de los árboles que parecían alineados y amontonados en el suelo como si un inesperado y contundente ciclón los hubiera tumbado, sin remisión, en una misma dirección.

Cuando alcanzaron la desembocadura del río Churgina, pusieron rumbo hacia la zona del pantano del sur. Kulik tomaba notas durante todo el viaje. Fue delimitando y cartografiando el linde de los árboles que yacían en el suelo, viendo que formaban una extensísima superficie circular y que todas las raíces apuntaban hacia un hipotético centro.

Siguiendo la dirección que marcaban dichas raíces, se fueron adentrando hacia el núcleo. La primera prueba de que estaban llegando al epicentro eran los árboles del suelo; ahora ya no formaban un abanico, sino uno doble. Era como si un gigante hubiera soplado dando vueltas sobre sí mismo derrumbando los troncos. Continuaron caminando lo más rápido que les era posible; la curiosidad vencía al cansancio. Estaban seguros de que, en breve, se hallarían ante un gran meteorito y podrían esclarecer el misterio.

De forma repentina, Petrov se detuvo. Kulik y Alekséi, que caminaban mirando hacia el suelo para no tropezar, chocaron contra él. Al alzar la mirada, vieron que Petrov permanecía derecho, contemplando un gran conjunto de árboles carbonizados y sin ramas que, milagrosamente, estaban en pie.

Kulik pensaba con rapidez; era evidente que, lo que quiera que fuera que había explotado, lo había hecho en el aire, a una determinada altura y justo encima de aquellos postes. Era evidente que la onda expansiva los había alcanzado con una presión tan repartida a su alrededor que había imposibilitado su caída.

Kulik miraba todo aquel torturado paisaje, absorto en los detalles. El suelo parecía tamizado de miles de agujeros circulares de diversos tamaños y una profundidad variable. La tierra formaba olas alzadas y estáticas en el aire, claramente vitrificada por el intenso calor que había sufrido la zona.

Tan absorto estaba en el análisis de todo aquello que no había reparado en un hecho mucho más peculiar…

―¡Kulik! ―llamó Alekséi, que junto a Petrov había detenido sus pasos y miraba hacia el cielo con cara de asombro.

―¿Qué hace ahí pasmado, Alekséi? ¡Venga, hombre! Este es el punto que buscábamos, pero no hay un cráter. Realmente esto es muy extraño. No entiendo… No encaja nada con lo que esperaba encontrar… Esto es… ―Kulik hablaba atropelladamente por la emoción, pero Alekséi no lo miraba, seguía mirando hacia arriba.

―¡Mire sobre usted, profesor!

―¿Qué…? ―Alzó su cabeza en la dirección que Alekséi indicaba―. ¡Dios mío! ―No podía dar crédito a lo que veían sus ojos.

Justo encima de los árboles que seguían en pie, a unos trece metros de altura, había un objeto discoidal de unos ocho metros de diámetro suspendido en el aire. Desde su posición solo podían ver la parte inferior de aquel disco. Parecía manufacturado y de una tecnología imposible. Su color era gris plomo, y oscilaba estático como si una mano invisible lo meciera suavemente.

―¡¿Qué diantres es eso?! ―preguntó Petrov asombrado.

―¡Que me aspen si lo sé! ¡Nunca había visto nada igual! ―Kulik miraba fascinado hacia aquel objeto.

―Parece algún tipo de nave voladora.

―¡Uf, amigo! Eso está a años luz de la tecnología más avanzada que podamos encontrar en la Tierra ―Kulik estaba hipnotizado.

―Cierto, profesor. Es increíble. ¿Quizá se trate de algún prototipo del ejército?

―No creo que seamos capaces de crear algo así, pero en el hipotético caso de que lo fuéramos, ¿lo dejaríamos ahí, sin más? ―dijo señalándolo―. ¡No, claro que no! Por su posición deberíamos haberlo visto hace mucho. El paisaje es una alfombra de árboles…

―Tiene usted razón, pero fíjese bien, es como si su color fluctuara. Según cómo, da la sensación de que desaparezca y vuelva a aparecer. Debe de desprender algún tipo de energía extraña, o tal vez posea una especie de pantalla de invisibilidad, quizá…

―¿Y si fuera el causante de la devastación…? ―interrumpió Alekséi―. ¿Quizá fue lo que vieron los lugareños en 1908? Sí, tiene que serlo ―se contestó a sí mismo. Si no hay meteorito, no hay otra explicación para todo este destrozo.

―¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Insinúa que eso lleva suspendido en ese punto ―volvió a señalarlo― desde 1908?

―Podría ser, profesor. ¿Qué otra explicación puede haber?

―No lo sé. Si sé que eso no parece de este mundo y no conozco ninguna ley física que pueda mantener un objeto de esa envergadura suspendido en el aire, para ello se necesitaría algún tipo de tecnología que desconocemos por completo en la actualidad. Tan solo digo que eso, sea lo que sea, no puede ser de este mundo.

―¿Qué hacemos ahora?

―No lo sé, Alekséi. ¿Qué se suele hacer cuando alguien se encuentra un artilugio volador vinculado a la destrucción masiva de una zona aproximada de unos 2000 km. cuadrados? ¿Comunicarlo a las autoridades? ¿Correr y simular que no hemos visto nada? ¿Rezar para que no vengan más?… No lo sé, Alekséi, no tengo ni idea. ¿Se le ocurre algo?

―Camarada ―dijo Petrov dirigiéndose a Kulik―, deberíamos volver a Vanavara y poner esto en conocimiento del Kremlin. Ellos son quienes deben decidir.

―Tiene usted razón, no tenemos otra alternativa.

Capítulo 6

El 23 de junio, tras documentar todos los detalles del hallazgo y argumentar por escrito las diversas hipótesis que barajaban, partieron hacia la civilización con el único deseo de que aquel extraño objeto no se hubiese hecho invisible ante el objetivo de su pequeña y ligera cámara Leica. De ser así, no sabían muy bien si la historia tendría la suficiente credibilidad como para que su juicio no fuera puesto en duda.

No se habían alejado ni veinte metros cuando se giraron para echar un último vistazo a aquella maravilla que quedaba atrás, mas lo único que vieron fueron aquellos árboles convertidos en postes quemados que luchaban contra la naturaleza para continuar manteniéndose en pie. Ni rastro de aquel engendro imposible, nuevamente era invisible a sus ojos.

El camino de vuelta, tal y cómo esperaban, fue mucho más sencillo. El rastro que dejaron en su anterior paso marcaba un extrecho sendero que los guió hasta las ocultas balsas, que continuaban tal cual las habían dejado. Desde allí a Vanavara llegaron en un abrir y cerrar de ojos, o eso les pareció, pues, absortos en la conversación, perdieron la noción del tiempo y el peligro. Decidieron guardar, recelosamente, en secreto, todo lo que allí habían visto. Lo último que necesitaban era llamar la atención de algún excéntrico dispuesto a pagar lo que fuera necesario por conseguir aquel objeto único en el mundo. Así, Kulik, Alekséi y Petrov juraron solemnemente que, bajo ningún concepto, revelarían a nadie, excepto a su gobierno, lo que en aquel lugar habían descubierto.

Capítulo 7

Kulik se había quitado un gran peso de encima al revelar las fotografías y comprobar que el disco se había dejado captar por la cámara. Vistiendo su mejor traje, cogió la vieja cartera en la que guardaba todas las pruebas y documentos de la expedición, y se dirigió hacia la academia. El estado de nervios crecía a cada paso que lo aproximaba a su destino.

De sobras sabía que no sería sencillo hablar directamente con Joseph Stalin, líder comunista de la Unión Soviética, pero estaba decidido a conseguirlo.

Ya en la academia, entregó una copia de las fotografías y de toda la documentación sobre la expedición, omitiendo todo dato que hiciera alusión al extraño disco. Pidió audiencia con Stalin, alegando como motivo ciertos conocimientos imposibles de revelar a ninguna otra persona, y que podían poner en peligro la seguridad del Estado.

Genrij Grigorienich, ayudante de Menzhinski y verdadero director en la sombra de la temible OGPU, la policía más oscura del régimen, lo recibió en el Kremlin. Pero Kulik no se rendía fácilmente e insistió en que debía hablar en persona con el mismísimo Secretario General del PCUS.

―Exponga su problema ―ordenó con autoridad Grigoriennich.

―Le pido respetuosamente que ponga en conocimiento de Stalin que tengo información vital para la seguridad del Estado ―repitió nuevamente―. No se ofenda, nada más lejos de mi intención ofenderlo, pero, por favor, entiéndame, es muy importante, debo hablar directamente con él.

Kulik aguardó respuesta, manteniéndose firme, con porte militar, ante aquel temible personaje. Genrij se puso en pie, rodeando la elegante mesa, avanzó hacia él, dejando que el gran ventanal lo enmarcara. Se detuvo a un palmo de su cara, analizando fríamente su semblante. El pobre profesor sudaba copiosamente, pero supo mantener el temple. Sin mediar palabra, Grigoriennich abandonó la sala cerrando el doble porticón tras él. Kulik suspiró aliviado, relajándose de aquella tensa situación.

Instantes más tarde, la puerta se abrió a su espalda. De nuevo, la tensión se apoderó de él. Escuchó unos pasos que se acercaban; al pasar junto a él, aquel hombre colocó la mano sobre su hombro derecho, ejerciendo una ligera presión a modo de saludo. Stalin se dirigió hacia la silla de haya, exquisitamente labrada, y se sentó indicando con un gesto que ocupara la silla que se encontraba frente a él.

―Bien, señor Kulik, tengo mucho trabajo, así que, si no le parece mal, iremos al grano. ¿Puede usted exponer ese asunto tan importante que no puede explicar a mis hombres de confianza?

―Verá, señor… ―comenzó con voz vacilante―. Mi colega Alekséi y un servidor acabamos de regresar de una expedición a Tunguska. El viaje ha sido…

―Por favor, evite los detalles ―interrumpió―. Como ya le he dicho estoy muy ocupado.

―Está bien… ―dijo Kulik rebuscando en su vieja cartera de piel, ajada por el tiempo―. Juzgue usted mismo ―dijo deslizando sobre la mesa las reveladoras fotografías.

Stalin cogió las instantáneas que le ofrecía sin muestras de interés. Kulik pudo observar como la expresión de su rostro cambiaba en un segundo al contemplar la imagen del disco oval suspendido en el cielo de Tunguska. Incorporándose en la silla, las estudió atentamente.

―¡¿Qué diantres es esto?! ―observó brevemente a aquel hombrecillo sentado frente a él, pero su mirada se resistía a apartarse de aquellas fotografías que, ahora sí, captaban toda su atención. Descolgó el teléfono sin dejar de mirarlas y dijo:

―Cancele todas mis citas de hoy.

Stalin se levantó y se dirigió hacia el mueble bar. Sirvió dos copas de vodka y ofreciendo una a Kulik, le dijo:

―Creo que tiene usted una historia que explicarme, camarada.

Capítulo 8

De la anterior expedición había aprendido que ir a Tunguska antes de la primavera era un suicidio. Durante los siguientes meses todo parecía haber vuelto a la normalidad. Kulik desempeñaba su trabajo como profesor de mineralogía, en Tomsk. Moría de ganas por desvelar el secreto a sus alumnos, pero había dos razones de peso para no hacerlo: primera y más importante, el pacto que había hecho con Alekséi y Petrov. Había dado su palabra, y un caballero jamás la incumple; y de la segunda, pendía su vida. Stalin le había advertido de que todo cuanto había explicado allí era confidencial, y se consideraba, a partir de aquel momento, secreto de estado, con las consecuencias que conlleva traicionar a la patria. Habían localizado a Alekséi y a Petrov; tras interrogarlos para asegurarse de que nadie más conocía los hechos, habían sido advertidos de la misma manera.

A principios de abril de 1928 se iniciaba una nueva expedición a Tunguska, pero en esta ocasión respaldada por el Kremlin. Con la documentación aportada por Kulik, el viaje había sido meticulosamente organizado, sin escatimar gastos. El grupo, compuesto por los dos científicos, el guía y diez ingenieros, iba escoltado por quince militares de élite pertenecientes a la RKKA.