La caricia del mar - Debbie Macomber - E-Book
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La caricia del mar E-Book

Debbie Macomber

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Beschreibung

Desde el momento en que vio a Brandon Davis al otro lado de aquella sala abarrotada, Erin MacNamera supo que su vida no volvería a ser la misma. El sexy, tierno y fuerte alférez de navío tenía todo lo que ella soñaba en un hombre, pero pertenecía a la Marina. Como hija de uno de sus miembros, Erin sabía que no había nada peor que entregar el corazón a uno de aquellos hombres. Cuando aquel viejo amigo le pidió a Brandon que cuidara de su hija, él jamás creyó que Erin resultaría ser una mujer tan hermosa y testaruda. Pero él iba a enseñarle un par de cosas sobre los hombres de la Marina… y sobre el amor.

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XXXXXX

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA EL hombre más guapo del bar y no dejaba de mirarla.

A Erin MacNamera le resultaba difícil no admirarlo con sus ojos marrón café. Estaba sentado en un taburete, de espaldas a la exposición de botellas de licor decorativas. Apoyaba los codos en el brillante mostrador de caoba y tenía una botella de cerveza alemana de importación en la mano.

En contra de su voluntad, Erin volvió a mirarlo. Parecía estar esperando que ella le prestara atención y sus labios se curvaban con una sonrisa sensual. Erin desvió la mirada rápidamente e intentó concentrarse en lo que estaba diciendo su amiga.

—… Steve y a mí.

Erin no tenía ni idea de qué se había perdido. Aimee tenía la costumbre de charlar sin descanso, sobre todo cuando estaba disgustada. La razón de que Erin y su compañera de trabajo estuvieran allí era que Aimee quería hablar sobre los problemas que estaba teniendo en su matrimonio, que ya había durado diez años.

El matrimonio era algo que Erin tenía intención de evitar, al menos durante bastante tiempo. Estaba concentrando sus energías en dar una clase titulada «Mujeres en transición», dos noches a la semana, en la universidad popular de South Seattle. Con un máster en la mano, rebosante de ideales y entusiasmo, Erin había solicitado trabajo como asesora de empleo en el Programa de Acción Comunitaria del Condado King y había sido contratada. Trabajaba fundamentalmente con mujeres rechazadas o abandonadas, de las cuales el noventa por ciento dependía de subsidios sociales.

Su sueño era dar esperanza y apoyo a aquellas personas que habían perdido ambas cosas. Ofrecer amistad a quienes carecían de amigos y animar a seres descorazonados. Sin embargo, el auténtico amor de Erin era el curso «Mujeres en transición». Durante esos últimos años había observado la metamorfosis que convertía a muchas mujeres perdidas y confusas en mujeres adultas con objetivos, motivadas y resueltas a aprovechar una segunda oportunidad en la vida.

Erin sabía que el mérito o el fracaso en la transformación que veía en la vida de esas mujeres no se debía a ella. Tan sólo formaba parte del Comité de Métodos y Medios.

Su padre le tomaba el pelo, diciendo que su hija mayor estaba destinada a convertirse en una especie de mezcla de Florence Nightingale y la Madre Teresa de Calcuta: una mujer tenaz, determinada y llena de confianza en sí misma.

Casey MacNamera sólo tenía razón hasta cierto punto. Erin no se consideraba, en absoluto, un ejemplo que luchara contra las injusticias del mundo.

Erin tampoco se engañaba en cuanto a sus finanzas. No pretendía hacerse rica, al menos en cuestión monetaria. Nadie se dedicaba al trabajo social por dinero. Trabajaba muchas horas y las compensaciones eran esporádicas, pero cuando veía que la vida de la gente cambiaba a mejor, se sentía muy gratificada.

Había nacido para ayudar a otros en los duros momentos de transición. Había sido su sueño desde que empezó a estudiar y había seguido vivo durante toda la carrera y hasta que obtuvo su primer empleo.

—Erin —dijo Aimee, casi en susurros—, hay un hombre en la barra que no deja de mirarnos.

—¿Sí? —Erin simuló no haberlo notado.

Aimee removió su daiquiri de fresa y después chupó la punta de la varita, mientras estudiaba al atractivo hombre que bebía cerveza de importación. Esbozó una sonrisa lenta y deliberada, pero no le duró mucho. Soltó un suspiro.

—Le interesas tú.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque estoy casada.

—Eso él no lo sabe —discutió Erin.

—Claro que sí —Aimee descruzó las largas piernas y se inclinó sobre la minúscula mesa—. Las mujeres casadas tienen ciertas vibraciones que los solteros captan como si tuvieran un radar especializado. Intenté enviarle una señal, pero no funcionó. Se dio cuenta de inmediato. Tú, en cambio, lanzas vibraciones de mujer soltera y está concentrándose en ellas como una abeja en el polen.

—Estoy segura de que te equivocas.

—Tal vez —aceptó Aimee en voz baja—, pero lo dudo —tomó el último sorbo de su bebida y se puso en pie rápidamente—. Voy a marcharme y comprobaremos si mi teoría es acertada. Apuesto a que en cuanto salga de aquí, esa abejita va a venir zumbando —hizo una pausa y sonrió—. El juego de palabras ha sido accidental, aunque admito que acertado.

—Aimee, creía que querías hablar… —sin embargo, Erin no fue lo bastante rápida para convencer a su amiga de que se quedara. Antes de que terminase, Aimee había recogido su bolso.

—Ya hablaremos otro día —con una elegancia natural, se colgó el bolso de piel de serpiente de imitación al hombro y le guiñó el ojo con expresión sugerente—. Buena suerte.

—Eh… —Erin se quedó sin saber qué hacer. Tenía veintisiete años, pero durante la mayoría de su vida adulta había evitado las relaciones sentimentales. No con intención. Simplemente había funcionado así.

Conocía a hombres con frecuencia, pero rara vez salía con ellos. Nunca había conocido a un hombre en un bar. Las coctelerías no formaban parte de su entorno habitual. Sólo debía de haber entrado en una un par de veces en toda su vida.

Desde que estaba en el instituto y se enamoró por primera vez, había descuidado por completo su vida social. Howie Riverside la había invitado al baile del día de San Valentín y su joven y tierno corazón se había desbocado.

Entonces ocurrió lo mismo que ocurría siempre. Transfirieron a su padre, marino de carrera, y se trasladaron tres días antes del baile.

Por alguna razón, Erin nunca había recuperado el ritmo con el sexo opuesto. Desde luego, tres traslados más en los cuatro años que siguieron, algo poco habitual incluso en la Marina, no dieron mucho pie a que floreciera alguna nueva relación. Fueron de Alaska a Guam, de allí a Pensacola y luego de vuelta otra vez.

La universidad podría, y seguramente debería, haber sido la oportunidad para recuperar el tiempo perdido; pero a esas alturas Erin se sentía como un pigmeo social en cuanto a las relaciones con los hombres. No había aprendido a conocerlos, a coquetear con ellos ni a charlar de naderías. Ni tampoco había adquirido muchas de las otras técnicas necesarias.

—Hola.

Ni siquiera había tenido tiempo de centrar sus pensamientos o recoger su bolso. Don Cerveza Importada estaba junto a su mesa, sonriéndole como un dios griego. Desde luego, parecía uno. Era alto, por supuesto. Debía de medir un metro ochenta y cinco, y era musculoso. Tenía el cabello oscuro y muy bien cortado y ojos marrones, cálidos y amistosos. Era tan guapo que bien podría haber posado para uno de esos calendarios de tíos buenos que tanto éxito tenían entre las mujeres de la oficina.

—Hola —consiguió decir, esperando que su voz no denotara el nerviosismo que sentía. Erin se conocía bien y no podía imaginarse qué podía haber visto en ella ese hombre tan impresionante.

Poca gente habría descrito a Erin como una mujer de belleza sofisticada. Sus facciones eran inequívocamente irlandesas, bonitas y atractivas, pero muy lejos de ser impactantes. Los rasgos más distintivos eran su largo y rizado cabello castaño rojizo, los dientes blancos y rectos, y las pecas que salpicaban el puente de su gaélica nariz. Era bastante atractiva, pero no más que cualquier otra de las mujeres que había en la coctelería.

—¿Te importa que me una a ti?

—Eh… no, claro —estiró el brazo a su copa de Chablis y la sujetó con fuerza—. ¿Eres…?

—Brandon Davis —contestó él, ocupando la silla que acababa de dejar Aimee—. La mayoría de la gente me llama Brand.

—Erin MacNamera —se presentó ella. Percibió varias miradas envidiosas de las mujeres que había a su alrededor. Aunque no saliera nada del intercambio, Erin no podía evitar sentirse halagada por su interés—. La mayoría de la gente me llama Erin —dijo.

Él sonrió.

—¿Es cierto? ¿Es verdad que estaba emitiendo vibraciones? —preguntó, sorprendiéndose a sí misma. Era obvio que era el vino quien hablaba. En general nunca era así de directa con un hombre a quien no conocía.

Brandon no contestó de inmediato, pero eso no le extrañó lo más mínimo. Seguramente lo había pillado por sorpresa; justicia poética, porque él la estaba desequilibrando por completo.

—Mi amiga estaba diciéndome que, en los bares, los hombres captan las vibraciones como si tuvieran un radar —se explicó—. Y me preguntaba qué tipo de mensaje estaba emitiendo yo.

—Ninguno.

—Oh —no pudo evitar sentir cierta desilusión.

Por un momento, se había creído poseedora de un talento especial que había ignorado tener. Por lo visto, no era el caso.

—Entonces, ¿por qué me estabas mirando? —había muchas probabilidades de que él lo estropeara todo diciéndole que tenía una carrera en las medias, o la falda desabrochada, o algo igual de vergonzoso.

—Porque eres irlandesa y hoy es el día de San Patricio.

Ahí terminaba la adulación de su ego. Natural. Estaba de moda ser visto con una chica irlandesa en el día de la fiesta tradicional que hacía honor a sus antepasados.

—No llevas verde —añadió él.

—¿No? —Erin bajó la vista a su traje azul con rayas. No había pensado en que era el día de San Patricio cuando se vistió esa mañana—. Es verdad que no —corroboró, sorprendida por haber olvidado algo tan inherente a su patrimonio cultural.

Brand rió con ligereza y el sonido fue tan refrescante que Erin no pudo evitar una sonrisa. No sabía mucho sobre ese tipo de cosas, pero tenía la impresión de que Brand Davis no era el tipo de hombre que andaba por los bares buscando mujeres. En primer lugar, no le hacía falta. Con su aspecto y su encanto innato, las mujeres debían de revolotear a su alrededor como moscas. Decidió comprobar su sospecha.

—No creo haberte visto por aquí antes —eso no era en absoluto sorprendente. Era la primera vez que ella pisaba el Blue Lagoon, así que las posibilidades de que se hubieran encontrado antes en el bar eran inexistentes.

—Es la primera vez que vengo.

—Ah, entiendo.

—¿Y tú?

Erin tardó un segundo en darse cuenta de que le estaba preguntando con cuánta frecuencia iba a la coctelería.

—Lo cierto es que vengo de vez en cuando —contestó, intentando sonar cosmopolita, o al menos algo más sofisticada que cuando tenía catorce años.

La camarera se acercó a la mesa y, antes de que Erin pudiera decir nada, Brand pidió otra ronda de lo mismo. En general, una copa de vino era el límite de Erin, pero estaba dispuesta a saltarse algunas normas. No era habitual conocer a un dios griego.

—Soy nuevo en la zona —explicó Brand, antes de que Erin tuviera tiempo de pensar en una pregunta que hacerle.

Ella lo miró y sonrió levemente. El vino había embotado sus sentidos pero, en cualquier caso, siempre le había resultado difícil entablar conversación. Deseó que se le ocurriera algún comentario inteligente. Pero, en vez de eso, vio un póster que había al otro lado de la sala y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Me encantan los ferrys —de inmediato, sintió la obligación de explicarse—. Cuando me trasladé a Seattle, me enamoré de los trasbordadores. Siempre que tenía necesidad de pensar sobre algo, tomaba uno e iba a Winslow o a Bremerton, mientras le daba vueltas a la cabeza.

—¿Eso ayuda?

 

 

«Hagas lo que hagas, no le digas que estás en la Marina». La voz de Casey MacNamera resonó en la mente de Brand como un gong. El suboficial primero de la Marina era buen amigo de Brand. Habían trabajado juntos durante tres años, en los principios de su carrera, y se habían mantenido en contacto desde entonces.

En cuanto el viejo irlandés se enteró de que a Brand le habían asignado una misión en la estación naval Puget Sound de Seattle, se puso en contacto con él, preocupado por su hija mayor.

«Trabaja demasiado y no se cuida. Concédele a este anciano un poco de paz mental y échale un vistazo. Pero, por todos los cielos, no dejes que se entere de que te lo he pedido yo».

Lo cierto es que a Brand no le iba nada esa labor detectivesca. Pero, a regañadientes y como favor a un amigo, había accedido a comprobar cómo le iba a Erin MacNamera.

Había estado a punto de entrar en el edificio en el que se encontraba su oficina cuando ella salió. Brand nunca había visto a la hija de Casey, pero un vistazo a la espesa mata de pelo rojiza le había bastado para saber que esa mujer era pariente de su amigo. Así que la había seguido al Blue Lagoon.

La había observado unos minutos, fijándose en pequeños detalles. Era delicada. No frágil, como podía implicar ese término. Erin MacNamera era exquisita. No era una palabra que él utilizara con frecuencia. Sus ojos se habían encontrado una vez y había conseguido atrapar su mirada un instante. Los ojos de ella se habían oscurecido por la sorpresa, y luego había desviado la mirada con brusquedad. Cuando se acercó a su mesa, ella se había puesto nerviosa, aunque se había esforzado por disimularlo.

Cuanto más tiempo pasaba en su compañía, más cosas descubría que le asombraban. Brand no estaba seguro de qué había esperado de la hija de Casey, pero desde luego no había contado con la encantadora belleza pelirroja que se sentaba frente a él. Erin era tan distinta de su padre como lo eran la seda y el cuero. Casey era regordete y ruidoso, mientras que su hija era una criatura grácil de ojos tan brillantes y oscuros como el mar a medianoche.

«Otra cosa», le había advertido Casey, «se trata de mi hija, no de otra de tus conquistas».

Brand no había podido evitar sonreír al oírlo. Él no tenía conquistas. A sus treinta y dos años, no podía decir que no hubiera estado enamorado. Lo había estado unas cuantas veces a lo largo de los años, pero nunca había habido una mujer que capturara su corazón durante más de unos meses. Ninguna con la que se hubiera planteado seriamente pasar el resto de su vida.

«Ten cuidado con lo que dices», había aconsejado Casey, «mi Erin tiene el temperamento de su madre».

A Brand no le gustaba el engaño que estaba poniendo en práctica. Y esa sensación se intensificó mientras hablaban y bebían. Una hora después de que se sentara con ella, Erin echó un vistazo a su reloj de pulsera y anunció que tenía que marcharse.

Por lo que concernía a Brand, había cumplido con su obligación. Había buscado a la hija de su amigo y hablado con ella el tiempo suficiente para asegurarle, cuando le escribiera, que Erin estaba en buen estado de salud. Pero cuando ella se puso en pie para irse, Brand descubrió que no quería que se marchara. Había disfrutado mucho con su compañía.

—¿Qué me dices de ir a cenar? —se encontró preguntándole.

Las mejillas de ella enrojecieron y sus ojos se volvieron más oscuros, como si la hubiera pillado por sorpresa.

—Eh… esta noche no. Gracias de todas formas.

—¿Mañana?

No se dejó engañar por el silencio de ella. Aunque externamente parecía tranquila, como si estuviera considerando la invitación, Brand percibía la resistencia que irradiaba. Eso en sí mismo era inusual. Las mujeres solían estar deseosas de salir con él.

—No, gracias —su suave sonrisa palió el rechazo, o al menos tenía esa intención. Por desgracia, no funcionó.

Ella se puso en pie, sonrió con dulzura y se puso el bolso debajo del brazo.

—Gracias por la copa.

Antes de que Brand tuviera tiempo de contestar, salió de la coctelería. Él no podía recordar una mujer que lo hubiera rechazado en los últimos quince años. Ni siquiera una vez. La mayoría de los miembros del sexo opuesto lo trataban como si fuera un Príncipe Azul. Además, se había esforzado especialmente para parecerle cautivador a la hija de MacNamera.

¿Quién demonios se creía que era?

Brand se levantó y la siguió fuera de la coctelería. Ya estaba a media manzana de distancia y andaba con rapidez. Brand corrió unos metros y luego bajó el ritmo. Poco después estuvo junto a ella.

—¿Por qué?

Ella se detuvo y alzó la vista hacia él, sin demostrar ninguna sorpresa porque estuviera allí.

—Estás en la Marina.

Brand se quedó asombrado y no consiguió disimularlo.

—¿Cómo lo has sabido?

—Crecí en un entorno militar. Conozco el lenguaje, la jerga.

—No la he utilizado.

—No conscientemente. Ha sido más que eso… la forma en que sujetabas la botella de cerveza debería habérmelo indicado desde el principio, pero cuando empezamos a hablar sobre los ferrys que cruzan Puget Sound lo supe con seguridad.

—Bueno, estoy en la Marina. ¿Tan malo es eso?

—No. De hecho, para la mayoría de las mujeres es un plus. Por lo que he oído a muchas les gustan los hombres de uniforme. No tendrás problemas para conocer a alguna. ¿Bremerton? ¿Sand Point? ¿O la isla Whidbey?

Brand ignoró la pregunta sobre dónde estaba destinado e hizo una él.

—A la mayoría de las mujeres les atraen los hombres de uniforme, ¿a ti no?

—Lo siento —sus ojos chispearon y soltó una risa seca—. Los uniformes perdieron su atractivo cuando tenía unos seis años.

Ella andaba tan deprisa que él estaba perdiendo el aliento al intentar mantener su paso.

—¿Tanto odias a la Marina?

La pregunta pareció pillarla por sorpresa, porque se detuvo bruscamente, se volvió hacia él y alzó unos ojos marrones muy abiertos para escrutarlo.

—No la odio en absoluto.

—¿Pero ni siquiera aceptas cenar con alguien que está allí enrolado?

—Oye, no pretendo ser grosera. Pareces un hombre agradable…

—No estás siendo grosera. Sólo siento curiosidad, eso es todo —miró a su alrededor. Se habían detenido en medio de la acera de una concurrida calle, en el centro de Seattle. Varias personas se estaban viendo obligadas a rodearlos—. Me interesaría mucho escuchar tus puntos de vista. ¿Qué te parece si buscamos una cafetería, nos sentamos y charlamos?

Ella miró su reloj de pulsera.

—No es una cena. Sólo un café —para evitar que se lo quitara de encima con tanta facilidad una segunda vez, Brand le ofreció una de sus sonrisas más deslumbrantes. Durante la mayor parte de su vida adulta, las mujeres habían dicho que tenía una sonrisa capaz de deshacer el hielo polar. Hizo uso de ella, a plena potencia, y esperó el resultado habitual.

Nada.

Esa mujer empezaba a resultar peligrosa para su ego. Probó una táctica distinta.

—Por si no te has dado cuenta, estamos creando un atasco en la acera.

—Yo pagaré mi café —afirmó ella, en un tono de voz que implicaba que iba en contra de su sentido común hablar con él.

—Si insistes, de acuerdo.

La cafetería de los almacenes Woolworth aún estaba abierta, y compartieron una pequeña mesa para dos. Mientras la camarera les llevaba el café, Brand tomó la carta y echó un vistazo a la lista de sándwiches. La foto del de pavo con lechuga y tomate tenía muy buena pinta, pero volvió a dejar la carta sobre la mesa.

—¿Oficial? —preguntó Erin, estudiándolo mientras él echaba crema al café.

—¿Eso lo has sabido porque le pongo crema al café? —la hija de Casey debería estar en el Servicio de Inteligencia. Nunca había conocido a nadie como ella.

—No. Por tu forma de hablar. Y de comportarte. Alférez de navío, diría yo.

—¿Cómo has sabido eso? —había vuelto a impresionarlo.

—Tu edad. ¿Cuántos años tienes, treinta? ¿Treinta y uno?

—Treinta y dos —la situación empezaba a ser bastante embarazosa. Había ascendido en rango al ritmo normal y había recibido distintas comisiones de servicio a lo largo de los años. Dado que el ejército de la Marina estaba pensando en cerrar la estación de Sand Point, el almirante había enviado a Brand para que realizara un estudio de viabilidad. Cumplir su misión era cuestión de pocas semanas y la mayor parte de ese tiempo ya había pasado.

—Me imagino que no creciste en un entorno relacionado con la Marina, ¿o sí?

—No.

—Debería haberlo adivinado.

Sin duda alguna, ella estaba ganando la partida con esas adivinanzas suyas. Sus ojos se encontraron un momento y Brand volvió a admirar lo cautivadoramente oscuros que eran. Vio en ellos una chispa, un atisbo de dolor, algo que no pudo definir, y le produjo cierta desazón emocional.

—Escucha —dijo ella con voz suave y pesarosa—, ha sido interesante hablar contigo, pero hace una hora que debería estar en casa —iba a ponerse en pie cuando Brand estiró el brazo por encima de la mesa y agarró su mano.

La acción sorprendió a Brand tanto como a ella. Erin levantó la cabeza unos centímetros para que sus miradas se encontraran. Los ojos de ella estaban muy abiertos, interrogantes, los de él… no sabía. Supuso que parecían tenaces y testarudos. Brand no pensaba con claridad, no había podido hacerlo desde que la siguió a la coctelería Blue Lagoon.

—No hemos hablado.

—No hay necesidad de hacerlo. No creciste en un entorno militar. Yo sí. No podrías entender cómo es si no te han llevado de un rincón al otro del mundo, año tras año.

—Me habría encantado.

—Igual que a la mayoría de los hombres —comentó ella, con una sonrisa sardónica.

—Quiero volver a verte.

Ella no titubeó, ni lo pensó. Su respuesta tampoco se hizo esperar.

—No. Te pido disculpas si estoy dañando tu ego —añadió—, pero la verdad, me prometí hace mucho tiempo mantenerme alejada de los militares. Es una norma que sigo a rajatabla. Créeme, no es nada personal en contra tuya.

—¿Ni siquiera te tiento un poco? —dijera ella lo que dijera, Brand se lo estaba tomando de forma muy personal.

Ella titubeó y sonrió levemente antes de liberar la mano que él agarraba.

—Un poco —admitió.

Brand tuvo la sensación de que lo decía para no herir más su orgullo, algo que no había dejado de hacer cada vez que había abierto la boca.

—Por lo que a tu aspecto se refiere, tienes una cara interesante.

«Una cara interesante». Se preguntó si ella tenía alguna noción de lo que era un hombre guapo. Las mujeres llevaban años desviviéndose por llamar su atención. Algunos de sus mejores amigos incluso habían admitido que se lo pensaban muy bien antes de presentarle a sus novias.

—Te acompañaré hasta el coche —dijo él con rigidez.

—No es necesario, yo…

—He dicho que te acompañaré al coche —se puso en pie y dejó dos dólares sobre la mesa. A Brand le gustaba considerarse un hombre tolerante, pero esa mujer empezaba a interesarle, y eso le intrigaba pero no le gustaba nada. Ni un poco. Había muchos peces en el mar, y le interesaba más la langosta que un pececillo irlandés.

Erin MacNamera tampoco era tan atractiva. Diablos, ni siquiera la habría visto si no fuese por hacerle un favor a su padre. Si ella no quería volver a verlo, perfecto. Fantástico. Maravilloso. Podría soportarlo. Lo que Erin había dicho antes era cierto. A las mujeres les gustaban los hombres de uniforme.

Él era atractivo. Y llevaba uniforme.

No necesitaba a Erin MacNamera.

Satisfecho con su conclusión, abrió la puerta de cristal que conducía al exterior.

—De verdad que no es necesario —susurró ella.

—Puede que no pero, como oficial y caballero, insisto.

—Mi padre también pertenece a la Marina —anunció ella, como si esperase una respuesta.

—¿Y?

—Y… Sólo quería que lo supieras.

—¿Crees que eso me hará cambiar de opinión con respecto a acompañarte a tu coche?

—No —ella metió las manos en los bolsillos—. Sólo quería que lo supieras. Para algunos hombres podría suponer una diferencia.

—Para mí no.

Ella hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Mi coche está en el aparcamiento que hay cerca de Yesler.

Brand no conocía Seattle muy bien, pero sí lo bastante para darse cuenta de que esa zona de la ciudad no era la más adecuada para una mujer sola, y mucho menos de noche. Se alegró de haber insistido en escoltarla, aunque no estaba muy seguro de qué motivos lo habían llevado a hacerlo.

Dejaron la calle principal y tomaron una más estrecha que descendía en pendiente hacia los muelles de Seattle.

—¿Aparcas aquí con frecuencia? —a la vista de lo determinada que era Erin, seguramente le habría molestado que le indicara los obvios peligros de la zona.

—Todos los días, pero suelo marcharme poco después de las cinco. Entonces aún es de día.

—¿Y esta noche?

—Esta noche —suspiró ella—, me encontré contigo.

Brand asintió. Llegaron al aparcamiento, que ya estaba casi desierto. Las plazas se encontraban entre dos edificios de ladrillo y la tenue luz que las iluminaba provenía de una única farola.

Erin sacó las llaves del bolso.

—Mi coche es el que está al final —explicó.

Brand localizó el pequeño Toyota azul que había al fondo del aparcamiento, frente a un edificio de dos plantas. Una vez más, tuvo que tragarse una advertencia y casi una regañina.

—No quise decirte nada antes, pero te agradezco que me hayas acompañado.

Él sintió un leve, muy leve, atisbo de satisfacción.

—De nada.

Ella metió la llave en la cerradura y abrió el coche. Se detuvo, lo miró y sonrió con timidez.

Brand contempló a la esbelta joven y captó su confusión y leve desconsuelo. El deseo de tomarla en sus brazos era tan fuerte que le resultó casi imposible controlarlo.

—Lamento que la Marina te haya hecho daño.

—No lo hizo. No tanto como te hice creer. Sólo quiero sentirme segura. Por primera vez en mi vida tengo un hogar verdadero, con muebles de verdad que compré sin tener que pensar en si resistirían bien los desplazamientos —calló y sonrió—. Ya no me preocupa tener que trasladarme cada dos años y… —titubeó de nuevo y movió la cabeza, sugiriendo que él no lo entendería—. Te pido disculpas, si he herido tu ego. Eres muy agradable, de verdad.

—Un beso serviría para reparar parte del daño —Brand no podía creer que se hubiera atrevido a sugerir eso, pero pensó que, al fin y al cabo, ¿por qué no?

—¿Un beso?

Brand casi soltó una carcajada al ver la mirada atónita de Erin. Resultó cómica, como si no hubiera recibido un beso en su vida, o al menos no en mucho, mucho tiempo. Sin tomarse el tiempo necesario para decidirse por una de las dos opciones, tomó su rostro entre las manos.

Los labios de ella, húmedos y entreabiertos, le daban la bienvenida. Sus ojos no. Estaban llenos de dudas. Pero él optó por ignorar las preguntas no expresadas, temiendo que si intentaba tranquilizarla acabaría por no besarla.

Brand quería ese beso.

Erin podía tener preguntas, pero él también las tenía. Era la hija de su amigo y con ese pequeño juego se estaba arriesgando a provocar la ira de Casey. Pero nada de eso parecía importar lo más mínimo. Lo que dominaba su mente era la mujer que lo miraba con fijeza.

Sintió una oleada de ternura. Una extraña ternura, que no reconocía ni entendía. Lentamente, bajó la boca hacia ella. Sintió cómo Erin se tensaba cuando sus labios se encontraron.

Era suave, cálida e increíblemente dulce. Abrió la boca un poco más y ladeó levemente la cabeza, mientras introducía los dedos en su espeso cabello.

La respuesta inicial de ella fue tentativa, como si la hubiera pillado por sorpresa, pero después suspiró y se dejó caer contra él. Puso las palmas de las manos sobre su pecho y después curvó los dedos, arrastrando las largas uñas por su suéter.

Poco a poco se abrió a él, como una flor de invernadero que abriese los pétalos entre sus brazos. Sin embargo, fue ella quien interrumpió el contacto. Lo miró con ojos muy abiertos y suaves. A él lo invadió una extraña mezcla de sorpresa, ternura y necesidad.

—Yo… estaba pensando… —susurró ella.

En ese momento, pensar podía ser peligroso. Brand lo sabía por experiencia. La silenció con un beso tan intenso que ambos temblaban cuando acabó.

De nuevo, Erin estaba agarrada a él; sus manos aferraban el cuello en forma de pico de su suéter, como si necesitara un apoyo para mantenerse en pie.

—Esa regla que tienes sobre no salir con militares… —dijo él, frotando sus dulces labios con la boca abierta—. ¿Qué te parecería alterarla?

—¿Alterarla? —repitió ella lentamente, con los ojos cerrados.

Volvió a besarla, para pisar sobre seguro.

—Podrías transformarla en una recomendación —le sugirió.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AL CONVERTIRSE en adulta, Erin había tomado varias decisiones respecto a cómo pretendía vivir su vida. Seguía la Regla de Oro: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran», y no utilizaba sus tarjetas de crédito si no tenía lo bastante para cancelar el saldo al mes siguiente.

Y tampoco salía con hombres que estuvieran en el ejército.

Su vida no estaba dominada por un montón de restricciones. Todo lo importante y necesario quedaba cubierto por esas normas, relativamente sencillas.

Se preguntó por qué, entonces, había accedido a cenar con Brand Davis. De inmediato, se recordó, despreciándose, que el título apropiado era alférez de navío Davis.

—¿Por qué? —preguntó en voz alta, mientras apilaba papeles al borde de la mesa con la fuerza suficiente para doblarlos por la mitad.

—Cielos, no me lo preguntes a mí —contestó Aimee con una mueca traviesa. Después de pasar el día entrevistando a solicitantes de empleo, hablar con una misma en voz alta se consideraba un comportamiento aceptable.

—Se supone que voy a verlo esta noche, ya sabes —dijo Erin con voz grave y pensativa. Si hubiera habido una manera fácil de escapar, la habría utilizado.

Si Brand no la hubiera besado… Nadie le había dicho que besar podía ser algo tan placentero. Primero le habían temblado las rodillas, luego su voluntad de hierro se había derretido, formando un charquito gris a sus pies. Antes de darse cuenta de lo que hacía, había caído gustosa en la trampa de Brand. Era típico de un marino centrarse en el punto más débil y atacar.

Alejando su vieja silla de roble del escritorio, Aimee se recostó en el respaldo y estudió a Erin con la cabeza ladeada.

—¿Sigues lamentando haber aceptado cenar con ese monumento de hombre? Bonita, créeme, deberías estar dando gracias al cielo.

—Es militar.

—Lo sé —Aimee hizo girar un bolígrafo entre las manos mientras, con ensoñación, dejaba que su mirada se perdiera en la distancia. Su rostro adquirió aspecto complacido cuando dejó escapar un largo suspiro.

—Me lo imagino vestido de uniforme, en posición de firmes. Ay, con eso basta para que se me acelere el corazón.

Erin se negó a mirar a su amiga. Si Aimee quería a Brand, podía quedárselo. Por supuesto, su amiga no estaba realmente interesada, ya que llevaba una década casada con Steve.

—Si se me ocurriera una excusa plausible para librarme de la cita, lo haría.

—Debes de estar de guasa.

—Cena tú con él —replicó Erin, que hablaba muy en serio.

Aimee movió la cabeza de lado a lado.

—Créeme, si tuviera cinco años menos, aceptaría esa oferta.

Teniendo en cuenta que el matrimonio de Aimee estaba pasando por momentos difíciles, a Erin no le pareció necesario recordarle a su amiga que salir con otros hombres no era lo más recomendable.

—Relájate, ¿quieres? —le ordenó Aimee.

—No puedo —Erin guardó la grapadora y varios bolígrafos en el cajón del escritorio—. Por lo que a mí respecta, esta noche va a ser una total pérdida de tiempo —podría haberla dedicado a hacer algo importante como… como la colada o contestar su correo. Era típico de su mala suerte que Brand hubiera sugerido el miércoles por la noche. El martes era la primera clase de «Mujeres en transición» del nuevo trimestre. El jueves daría la segunda sesión. Como era de esperar, Brand le había pedido que salieran precisamente la noche que tenía libre.

—Estás tan tensa —la regañó Aimee—, que lo mismo te daría llevar puesta una armadura de hierro.

—Todo irá bien —dijo Erin, sin escuchar a su compañera de trabajo. Se puso en pie, apoyó las manos en el escritorio y suspiró largamente—. Esto es lo que voy a hacer. Me encontraré con él, tal y como hemos quedado.

—Eso parece un buen principio —se burló Aimee.

—Encontraremos un restaurante y pediré la comida de inmediato, comeré y me excusaré lo antes que pueda. No quiero insultarlo pero quiero que entienda que me arrepiento de haber accedido a salir con él —esperó una respuesta. Al ver que Aimee no decía nada, alzó las cejas con expectación—. ¿Y bien?

—A mí me suena bien —pero la mirada que le lanzó indicaba lo contrario.

Era impresionante cuánto podía llegar a expresar una persona con una mirada. Erin no quería dedicar tiempo a pensarlo, sobre todo en ese momento, cuando le pasaban por la mente los mensajes que le había dado a Brand la noche en que la besó. Por lo visto, lo había animado lo suficiente para que se atreviera a invitarla a cenar una segunda vez.

Erin no quería rememorar esa noche. La avergonzaba pensar en cómo había respondido abiertamente a su contacto. Se ponía roja al recordarlo. No debería pensar en ello; además, ya iba con retraso. Agarró el bolso, miró su reloj y fue hacia el ascensor.

—No empieces a trabajar mañana antes de que tengamos la oportunidad de hablar —le dijo Aimee.

Solían fichar a las ocho, revisar los expedientes y después pasar gran parte del día con solicitantes de empleo o reuniéndose con empresarios que podrían estar interesados en ofrecerlo. A veces no regresaban a la oficina hasta después de las cuatro.

—No lo haré —prometíó Erin, sin volver la cabeza. Caminando a paso ligero, alzó la mano en ademán de despedida.

—Pásalo bien —gritó Aimee, con un tono de voz provocativo y burlón que atrajo la atención del resto de los compañeros de trabajo.

Esa vez Erin sí se volvió y descubrió a su amiga sentada al borde de su escritorio, con los brazos cruzados y balanceando una pierna. Una sonrisa maliciosa iluminaba su rostro redondo y risueño.

Pero Erin no contaba con que la velada fuera a ser divertida.

Cuando salió por la puerta giratoria del alto edificio de oficinas, Erin se detuvo y miró a su alrededor. Brand había dicho que la esperaría allí. No lo vio de inmediato y se planteó la posibilidad de que no apareciese.

Pero en el momento en que la idea le cruzó el pensamiento, él se apartó de la pared del edificio y caminó hacia ella.

Sus miradas se encontraron y Erin volvió a sorprenderse por lo endiabladamente guapo que era Brandon Davis. Si no tenía cuidado, podría acabar sintiéndose atraída por él. No era inmune al atractivo y al encanto, y ambas cosas parecían rezumar por cada uno de los poros de su musculoso cuerpo.

—Hola —lo saludó con rigidez. Sus defensas estaban en pie porque había hecho el esfuerzo de no mirar su sonrisa. Era lo bastante cautivadora como para deslumbrar al corazón más duro de roer. Erin no había tenido experiencia suficiente con el sexo opuesto para saber resistirse a un hombre como Brand.

—No estaba seguro de que fueras a aparecer —dijo él cuando la alcanzó.

—Yo tampoco lo estaba —pero eso no hacía honor a la verdad. Era hija de la Marina. Le habían inculcado el sentido de la responsabilidad, la puntualidad y la obligación de la misma manera que a otros niños les enseñaban a cepillarse los dientes y a hacer la cama. Nadie podía vivir en una base militar sin que le afectase el sistema de valores que allí se promovía.

—Me alegro de que decidieras encontrarte conmigo —comentó él. Sus ojos eran cálidos y genuinos, y ella desvió la mirada apresuradamente, antes de que le afectaran.

—¿Dónde te gustaría cenar? —desde el punto de vista de Erin, cuanto antes llegaran al restaurante, antes podría marcharse. Quería que la velada transcurriera tal y como había previsto, sin dar mucha opción a las discusiones.

—¿Has estado alguna vez en El Grill de Joe?

Los ojos de Erin se abrieron con entusiasmo.

—Sí, la verdad es que sí, pero hace mucho —debía de haber sido cuando tenía unos diez años. Su padre había estado destinado en Sand Point y siempre que había algo que celebrar, llevaba a la familia a comer donde Joe. En general, los restaurantes no eran algo que los niños solieran recordar, pero su familia siempre había tenido un lugar favorito en cada una de las ciudades en las que habían vivido a lo largo de los años. El Grill de Joe había sido su favorito en Seattle.

—He preguntado por ahí y me han dicho que la comida es fantástica —dijo Brand, poniendo la mano bajo su codo.

Ella notó el contacto y, aunque era ligero e impersonal, le afectó.

—¿Quieres decir que los chicos de Sand Point siguen yendo a comer allí?

—Eso parece.

La mente de Erin se llenó de recuerdos felices. Joe mismo le había hecho una tarta de chocolate de dos pisos en su décimo cumpleaños. Aún lo recordaba sacándola de la cocina con orgullo, igual que si le hubieran pedido que fuese el encargado de entregar a la novia en una boda. La idea de visitar el restaurante se le había pasado por la cabeza media docena de veces desde que vivía en Seattle, pero tenía un trabajo tan ajetreado que no había llegado a hacerlo.

—El Grill de Joe —repitió, luchando contra el deseo de contarle a Brand todos los detalles sobre su cumpleaños y la tarta. Sus ojos se encontraron y sonrieron, a pesar de que Erin intentó no hacerlo. Tenía que mantener la cabeza en la tierra mientras estuviera con ese guapo alférez. Por lo visto, iba a tener que recordárselo a sí misma toda la velada.

El coche de Brand estaba aparcado en una calle lateral. Le abrió la puerta del pasajero y la cerró con suavidad una vez entró.

Él fue quien mantuvo la conversación en pie mientras conducía hacia el restaurante. De vez en cuando, Erin notaba que empezaba a relajarse en su compañía, una clara señal de que se avecinaban problemas. Entonces se reprochaba mentalmente con dureza y volvía al buen camino.

Cuando Brand entró en el concurrido aparcamiento del restaurante, Erin miró a su alrededor, atenazada por la nostalgia. Habría jurado que el restaurante apenas había cambiado en casi veinte años. El mismo cartel de neón destellaba sobre el tejado plano, con un enorme chuletón de color rojo y las palabras El Grill de Joe encendiéndose y apagándose cada dos segundos.

—Por lo que recuerdo, aquí los filetes son tan gruesos que parecen asado, y las patatas son más grandes que un puño de boxeador —estaba segura de que exageraba, pero ése era el recuerdo de la mente de una niña de diez años.

—Eso es lo que dijo mi amigo —comentó Brand, bajando del coche.