La Chica Y El Elefante De Hannibal - Charley Brindley - E-Book

La Chica Y El Elefante De Hannibal E-Book

Charley Brindley

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Beschreibung

La Chica Y El Elefante De Hannibal

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La niña del elefante de Hannibal

Libro Uno

Tin Tin Ban Sunia

Escrito por

Charley Brindley

[email protected]

www.charleybrindley.com

Editado por

Karen Boston

https://bit.ly/2rJDq3f

Portada y contraportada

© 2019 por Charley Brindley. Todos los derechos reservados

Traducido al español por

Arturo Juan Rodríguez Sevilla

Publicado por Andalusia Publishing

andalusiapublishing.com

© 2019 Charley Brindley. Todos los derechos reservados

ISBN-13: 978-1479334650

ISBN-10: 1479334650

Impreso en Estados Unidos.

Primera edición: marzo de 2019

Este libro está dedicado a

Brittney y Autumn Davis

Otros libros de Charley Brindley:

1. El pozo de Oxana

2. La última misión del Séptimo de Caballería

3. Raji. Libro uno: Octavia Pompeii

4. Raji. Libro dos: La academia

5. Raji. Libro tres: Dire Kawa

6. Raji. Libro cuatro: La casa del viento del Oeste

7. Cian

8. Ariion XXIII

9. El último asiento en el Hindenburg

10. Dragonfly vs Monarch. Libro uno

11. Dragonfly vs Monarch. Libro dos

12. El mar de la tranquilidad 2.0. Libro uno: Exploración

13. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro dos: Invasión

14. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro tres: Las víboras de la arena

15. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro cuatro: La república

16. La niña del elefante de Hannibal. Libro dos: Viaje a Iberia

17. El cayado de Dios. Libro uno: Al borde del desastre

18. El cayado de Dios. Libro dos: Mar de lamentos

19. No resucitar

20. Enrique IX

21. La incubadora de Qubit

Próximamente:

22. Libélula contra Monarca: Libro tres

23. El viaje a Valdacia

24. Las aguas tranquilas son profundas

25. Sra. Maquiavelo

26. Arión XXIX

27. La última misión del Séptimo de Caballería. Libro dos

28. La niña del elefante de Hannibal. Libro Tres

Vea el final de este libro para más detalles sobre los otros libros

Contenidos

 

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Capítulo Veinticinco

Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintisiete

Capítulo Veintiocho

Capítulo Veintinueve

Capítulo Treinta

Capítulo Treinta y Uno

Capítulo Treinta y Dos

Capítulo Treinta y Cuatro

Capítulo Treinta y Cinco

.

Capítulo Uno

Sobre un árbol muerto fui a la deriva por las oscuras aguas, en aquella noche tranquila, esforzándome por escuchar el menor sonido. Pero el silencio me envolvía como un manto grueso y húmedo.

¿Por qué estoy en el río? ¿Solo me han tirado a mí?

El río se movía como una serpiente despierta. Me puse un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y miré a mi alrededor en la acechante oscuridad.

Un sonido como de trueno distante se convirtió en un murmullo.

¿Qué es ese ruido?

El tronco al que me había subido durante la noche giraba a cámara lenta, flotando hacia la orilla fangosa. Pensé que finalmente escaparía del agua helada, pero entonces el río descendía y se aceleraba, arrastrándome hacia la rápida corriente. Lo que vi en la tenue luz del amanecer me aterrorizó.

—¡Rápidos! —Grité.

Los enormes peñascos se alzaban como brillantes dientes negros. Me tiré del tronco, intentando escapar, pero el furioso río parecía decidido a engullirme.

Una enorme roca sobresalía frente a mí. Grité, tratando de agarrarme a cualquier cosa para salvarme. Me retorcí, pero mi cabeza se golpeó contra la piedra, enviando destellos de dolor por todo mi cráneo.

Cuando abrí los ojos, otro tronco me inmovilizaba contra la roca. Algo verde y viscoso cubría la corteza podrida, y dos ramas puntiagudas sobresalían como huesos rotos de un brazo. Mientras me esforzaba por apartarlo, un dolor agudo me salió de la cabeza hacia los hombros.

La corriente atronadora me tiraba de las piernas y me arrastró a los rápidos. Intenté agarrarme al tronco pero no lo conseguí.

Me estrellé contra las rocas y me hundí bajo el agua blanca espumosa hasta que caí en una piscina profunda.

Cuando salí a la superficie, luchando por respirar, el tronco viscoso apareció a mi lado. Me agarré a él, dejando que el remolino me arrastrara en lentos círculos.

Cada movimiento me causaba un dolor insoportable desde la parte posterior de la cabeza hasta la sien. Mientras me sujetaba con una mano y flotaba en el agua, las nubes y los árboles giraban bajo el sol de la mañana.

Los pájaros trinaban en las palmeras, y una suave brisa traía el olor terroso de la tierra firme y plantas en flor.

¿Por qué estoy en el río?

Me dolía la cabeza cuando intentaba concentrarme. Todo lo que recordaba eran dos hombres lanzándome desde un puente.

¿Qué les ha pasado a las demás?

Agotada por la lucha contra el río, me quedé sin energía. La voluntad de continuar… tampoco estaba. Así que respiré hondo y me solté. Mientras me hundía en las frías profundidades, sentí alivio mientras el mundo giraba en espiral y desaparecía en la oscuridad.

De repente, algo que se movía en el agua me sobresaltó. Algo me agarró por la cintura. Traté de soltarme y luché, pensando que una serpiente de agua me atrapaba. La serpiente me levantó por encima de la superficie. Intenté gritar pero solo pude toser y atragantarme con el agua que había tragado.

La serpiente me apretó más, tratando de estrujarme. Me resistí, pero era demasiado fuerte. Me levantó hasta que acabé mirando fijamente un gran ojo rodeado de piel gris arrugada. Asustada por esa imagen terrorífica, no pude hacer más que temblar ante el apretón de semejante criatura.

La bestia parpadeó y, agarrándome del vientre húmedo, me alejó un poco. Dos largos cuernos salían de su boca y se curvaban a ambos lados.

Empujé con todas mis fuerzas.

—¡Suéltame!

Mi chillido sorprendió a una bandada de golondrinas de las palmeras. Sus alas batieron el aire provocando un alboroto sordo.

El ruido debió asustar al animal, porque me soltó y barritó tan fuerte que me sacudió las entrañas. En el momento en que me soltó, me agarré a lo que no era una serpiente, sino una larga trompa retorcida. La rodeé con los brazos, sujetándome con fuerza. No quería que el monstruo me comiera, pero tampoco quería caer sobre uno de esos cuernos.

Grité mientras la bestia barritaba, chapoteando y zarandeándose hacia la orilla del río, tratando de sacudirme. Me agarré fuerte cuando levantó la trompa hacia el cielo, bramando como si algo le hubiera pegado un mordisco.

Puede ser que, presa del pánico, le mordiera la trompa, pero era imposible haberle causado tanto dolor como para justificar esa reacción. La criatura tropezó con la arena y cayó sobre la maleza hasta estamparse de culo contra un enorme algarrobo. El árbol se tambaleó hasta las ramas más altas, temblando tan fuerte que una gran parte del tronco muerto se soltó y cayó, golpeando la cabeza del animal.

Se revolvió. Cerró los ojos y entonces se derrumbó, cayendo al suelo en medio de una nube de polvo, hojas y ramas. Su cabeza golpeó una roca, y su trompa, enroscada en mi mano, quedó apoyada en la parte superior de su enorme cara.

Me senté, tratando de recuperar el aliento mientras me quitaba el pelo mojado de los ojos. Eché un vistazo a la figura inmóvil de aquella bestia gris.

¿Lo he matado?

Unas risas sonaron a mi espalda, y me volví para ver a seis soldados. Llevaban gruesas corazas de cuero talladas con escenas de batalla, junto con protectores de metal ornamentado en las muñecas y espinillas.

—¿Habéis visto alguna vez algo así?

Un hombre de barba roja me señaló con su dedo torcido. Llevaba un casco brillante, con pelo largo de animal que sobresalía de la parte superior y caía recto por la espalda. Cada uno llevaba una lanza y una espada en su cinturón.

Otro soldado arrojó su escudo a la arena, riendo tan fuerte que apenas podía hablar.

—¡Obolus, el poderoso elefante de guerra, derribado por una chiquilla! —Le dio una palmada en el hombro a su compañero—. Y una media niña debilucha, además. Dudo que tenga doce veranos siquiera.

Anchas tiras de cuero con adornos plateados colgaban de los cinturones de los soldados, formando faldas protectoras sobre sus túnicas cortas.

—El bravo Obolus —dijo el primer hombre—, tan valiente en la batalla que pisotea a cien hombres de una vez, pero una niña terrible le agarra la trompa y se muere de miedo.

Esto provocó más risas.

Quería huir, pero me rodearon.

—¡Esta noche nos damos un banquete! —gritó un hombre corpulento con el pelo negro y grasiento. Colocó su casco en la punta de su lanza y lo agitó en el aire—. De pata de bestia asada y guiso de orejas de elefante.

—Oh, sí. Dos orejas muy grandes —dijo el hombre de barba roja.

Sacó su daga e hizo un movimiento cortante por el aire. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillos y torcidos, y uno de ellos estaba roto, dejando un raigón puntiagudo. Sus ojos pequeños y brillantes y su nariz torcida le hacían parecer bizco.

Vino hacia mí, haciendo un gesto para que los demás lo siguieran. Una sensación de frío me recorrió la columna vertebral como una uña de hielo.

¿Qué me van a hacer?

Yo solo llevaba puesto un pequeño taparrabos, todavía mojado por el río.

¿Dónde estoy?

Cuando intenté concentrarme, un dolor me atravesó la cabeza. Mientras buscaba una forma de escapar, los hombres me rodearon, estrechando el círculo cada vez más.

—Esto podría ser un asunto muy serio —Barba Roja miró a sus amigos, aparentemente esperando asegurarse de que tenía su atención—. Recemos para que nuestra próxima batalla no sea contra una legión de chicas medio desnudas. —Los hombres se rieron—. Porque entonces, nuestros elefantes de guerra nos pisotearán hasta la muerte en la estampida para escapar de tan horrible combate.

Justo cuando agarró su cuchillo en modo de ataque, un hombre alto con un bastón atravesó el círculo de los hombres. El color de su túnica era un inusual rojo-violeta, y su turbante estaba adornado con un emblema dorado en el frente. Una daga enjoyada se balanceaba en su cinturón de cuero trenzado. Era mucho mayor que los soldados, pero su postura era recta y firme.

Los soldados permanecieron en silencio cuando él caminó delante de ellos. Dieron un par de pasos hacia atrás mientras observaban atentamente al hombre alto. Barba Roja enfundó el cuchillo en su vaina.

El viejo sacudió la cabeza y miró a la bestia y luego a mí.

—Un mal presagio —murmuró—. Eso es seguro. Muchos perecerán en sacrificio por esta señal de la diosa Tanit.

Los soldados susurraban entre ellos, y pude ver por su expresión que las palabras de aquel hombre tenían un gran peso.

Me aparté del animal y me alejé para observar su enorme cuerpo. Aun tumbado de lado, se elevaba por encima de mi cabeza.

Un «elefante»… ¿así lo llaman?

Una mano me tocó el hombro y me alejé de un salto. Cuando me volví, un joven que no había visto antes me extendió su capa. No era un soldado, así que pensé que debía haber llegado con el hombre del turbante. Tomé la capa y me la envolví, temblando de frío y de miedo a los soldados.

La capa me hizo entrar en calor, pero sentí mil dolores diferentes por todos los cortes y magulladuras. La espalda, la cabeza… todo me dolía, y el agotamiento me debilitaba las piernas.

El hombre del turbante levantó su cara al cielo y comenzó un canto de duelo. Los soldados rezaron, sujetando sus lanzas con los codos y juntando las manos delante de ellos. Mientras los demás murmuraban hacia el cielo, el soldado de barba roja bajó la cabeza para mirarme. Un animal hambriento no me habría asustado más.

—Vete ahora —susurró el joven.

Di un paso atrás, trastabillando mis pies y casi tropezando.

—¿Dónde? —pregunté.

A diferencia de los soldados, que tenían barbas frondosas, él estaba bien afeitado y hablaba con voz suave. Tenía los ojos marrones, de color almendrado y miel, con mirada receptiva. No llevaba arma ni armadura, pero tenía un fajín alrededor de la cintura de su túnica blanca. El fajín estaba hecho de la misma tela inusual que la túnica del hombre alto.

Me puso la mano en la espalda, apartándome de los soldados, guiándome hacia el borde del bosque.

—Corre por ese camino hacia el campamento y pregunta por una mujer llamada Yzebel. Ella te conseguirá algo de comer. Ve rápido antes de que venga Hannibal y vea a uno de sus elefantes tirado en el suelo.

A pesar del dolor, corrí por el camino que llevaba al bosque. Agradecí el calor de su capa y supe que debía agradecérselo. Estaba salpicada de verde frondoso y tonos de bronceado. Se extendía casi hasta el suelo, cubriéndome desde los hombros hasta los tobillos.

Me detuve y miré hacia atrás, pero el joven se había ido.

El gran bulto que tenía detrás de la cabeza me dolía más que nunca. Cuando lo toqué, el dolor se me disparó en la frente y en los ojos, y me mareé.

Si tan solo pudiera acostarme y dormir un poco.

Una zona de hierba, como una suave cama verde, se extendía bajo un roble cercano. Cuando di un paso hacia la hierba oí ruidos a lo lejos. Un perro ladraba y el sonido del metal resonaba en el bosque.

El campamento debe estar cerca.

Caminé hacia el ruido, demasiado cansada para correr más.

Cerca del camino, un chico recogía leña. Llevaba una túnica marrón y tenía su abundante melena atada con una cuerda de cuero. Me hizo una mueca de desprecio y me pregunté por qué. Uno de los palos se le cayó del brazo. Lo cogió del suelo y lo levantó sobre el hombro, como para arrojármelo. Mantuve los ojos en él y cogí una piedra dentada del tamaño de mi puño, levantándola en desafío. Después de sobrevivir al río, al elefante con sus largos cuernos, y a los aterradores soldados, no iba a ser intimidada por un niño. Era más alto que yo, pero yo tenía la piedra.

Balanceó su palo, golpeó un árbol cercano, y luego se dio la vuelta, llevando su carga de madera por el camino. Cuando se perdió de vista, seguí el mismo camino que él, con la piedra en la mano.

Cerca del final del sendero, una ligera brisa trajo el delicioso aroma de comida, haciendo que me dieran calambres en el estómago, vacío.

El sendero salía del bosque de pinos, rodeaba una gran tienda gris, y bajaba por una suave pendiente hacia el campamento principal. Muchas tiendas y cabañas de madera salpicaban una serie de colinas bajas, que se extendían por el paisaje como una pequeña ciudad.

Seguí el aroma de la comida hasta la tienda gris, donde una mujer estaba de pie junto al fuego al sol de la mañana. Cortaba las verduras y las echaba en una olla que hervía a fuego lento. Varias mesas con bancos de madera rodeaban el hogar.

Cogió un nabo y me echó un vistazo. Sus ojos de miel y almendra se concentraron en mí.

—¿De dónde sacaste esa capa?

Miré hacia abajo, arrastrando los pies por la tierra. No sabía qué decir.

La mujer vino hacia mí, con el cuchillo en la mano. Di un paso atrás.

—Esa es la capa de Tendao. ¿De dónde la has sacado?

Me enrollé más en la capa, y entonces recordé al joven.

—Me dijo que le pidiera a una mujer que me diera algo de comer. ¿Conoces a Yzebel?

—Soy Yzebel. ¿Por qué te pones la capa de Tendao y preguntas por mí?

Se acercó y agarró la capa. Miré el cuchillo en la mano de la mujer, y luego su cara. Tenía la mandíbula apretada, y su frente se arrugaba, deformando su hermoso rostro.

Mantuve la capa cerrada, pero Yzebel era demasiado fuerte para mí. La abrió de un tirón. El cambio repentino que vi en ella me sorprendió. Sus severos rasgos se transformaron tan completamente, que parecía que otra persona había ocupado su lugar. La irritación y la ira se suavizaron rápidamente en compasión y ternura.

—¡Gran Madre Elisa! —Yzebel miró fijamente mi cuerpo magullado—. ¿Qué te ha pasado?

Capítulo Dos

Yzebel llevaba un vestido de retazos de color amarillo y marrón desteñido, con un delantal andrajoso atado alrededor de su estrecha cintura. Tenía el pelo largo y oscuro atado en un complejo nudo de trenzas encima de la cabeza. No era vieja, ni siquiera en la mitad de su vida, pero lo que más me llamó la atención fue su rostro terso, de color canela cremoso, y sus rasgos suaves como la luz de la luna sobre la seda.

Eché un vistazo sobre mi cuerpo y vi los muchos cortes y moretones. Solo entonces me di cuenta del terrible estrago que acababa de pasar. Me dolía todo, especialmente la parte de atrás de la cabeza. Recordaba tener náuseas y calor, mucho calor, antes de que me tiraran al río. Pero más allá de eso, apenas podía recordar. La debilidad se apoderó de mí y me sentí frágil, como una rama rota en un viento frío. Sacudí la cabeza en respuesta a la pregunta de Yzebel.

—Estás muy delgada.

Yzebel cerró suavemente la capa y me rodeó con los brazos.

Si alguien me había abrazado antes, no lo recordaba. Solté mi piedra esperando que no la oyera caer al suelo.

—Tienes el pelo mojado. —Tomó un largo mechón, me lo alisó sobre el hombro, y luego me cogió la mano—. Ven aquí, al calor.

Yzebel me llevó a la chimenea, donde me senté apoyada en un tronco. El fuego calentó mi cuerpo dolorido, y el humo de los crepitantes nudos del pino me envolvió con un agradable y relajante olor. Miré fijamente al fuego, viendo las llamas serpentear y danzar. Me pareció el vaivén de la vida misma.

¿A dónde va el fuego cuando toda la madera se quema?

—¿Puedes comer contu luca con wuhasa? —preguntó.

—Sí.

Nunca había oído hablar de contu luca, pero podía lo que fuese.

Yzebel cogió un cuenco de barro y lo limpió con la esquina de su delantal. Usó una cuchara de madera para llenarlo con humeantes granos de sémola mezclados con trozos de carne. Una olla de arcilla reposaba en una piedra plana junto al hogar con una salsa roja espesa. Extendió una cucharada de la salsa sobre el cuenco.

Lo cogí y sumergí mis dedos en él. La comida estaba demasiado caliente, pero no podía esperar para llevármela a la boca. El delicioso sabor de la suave sémola de trigo y los sabrosos trozos de cordero calentaron mi espíritu, y la salsa wuhasa caliente tenía sabor picante. Tragué sin masticar y volví a meter la mano en el guiso. Antes de poder dar el segundo bocado, mi estómago vacío se rebeló contra la comida. Me mareé. Mi vientre se contrajo y rugió. Intenté poner el cuenco en la mesa, pero Yzebel alcanzó a agarrarlo antes de que se me cayera.

Me agarré el estómago y me tropecé con un lado de la tienda, donde vomité lo poco que había comido. Mi estómago continuó sonando y retorciéndose.

Las suaves palabras de consuelo de Yzebel y el paño húmedo en la nuca me ayudaron a sentirme mejor. Pronto, mi estómago se calmó y ella me dio la vuelta para lavarme la cara.

—¿Cuándo comiste por última vez?

Traté de pensar.

—Hoy no.

—Venga. Creo que deberías beber un poco de vino de pasas antes de meter comida en tu estómago vacío. Un poco de vino tiene efecto calmante, pero si tomas demasiado estarás borracha como el cuervo después de comer uvas fermentadas.

Sonreí, pensando en un cuervo borracho dando vueltas por el aire. Cuando levanté la vista, Yzebel me guiñó el ojo.

Me senté junto al fuego envuelta en la capa de Tendao y bebí el vino dulce que ella había aguado para mí.

—Toma solo un poco —dijo Yzebel—. Esperemos a ver si a tu estómago le disgusta el vino igual que la comida.

Asentí y dejé a un lado el tazón. Un calor ardiente me alivió la barriga, y parecía que el vino no volvería a subir. Cogí un cuchillo que estaba en una piedra y uno de los nabos de la cesta para pelarlo, como había hecho Yzebel antes. Me sonrió mientras cortaba zanahorias en la gran olla de arcilla. El guiso olía delicioso, pero no tenía intención de provocar a mi estómago por segunda vez.

—Creo que nunca he conocido a nadie tan tranquilo —dijo Yzebel—. ¿No tienes nada que decir?

Corté mi nabo en la olla, tratando de pensar. Mis pensamientos aún estaban nublados, y me dolía la cabeza más que nunca. Yzebel probablemente pensó que yo era imbécil o una tonta.

Finalmente, pregunté:

—¿Qué come un elefante?

La ceja levantada de Yzebel fue la única señal de que le pareció extraña la pregunta.

—¿El elefante? —dijo—. ¿Por qué? Se come todo lo que crece. Si tiene suficiente hambre, se comerá la copa entera de un árbol crecido. —Buscó otra zanahoria—. Un gran elefante de guerra puede comer un carro de melones o medio campo de trigo duro. A veces incluso un pajar entero.

—¿Pero se comería a una niña?

Yzebel se rio.

—No, no come carne de ningún tipo; solo cosas verdes y amarillas que crecen en la tierra. Nunca se comería a un niño. Bebe un poco más de vino, pero no demasiado rápido.

Hice lo que me dijo, y pronto tanto mi cabeza como mi estómago se sintieron mejor.

—Ahora —dijo Yzebel—, toma un poco del contu luca, pero mastica esta vez antes de tragar.

La comida era muy sabrosa y todavía estaba caliente. Solo le di un bocado y dejé el cuenco.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó Yzebel mientras buscaba una gran cebolla amarilla. Cortó el tallo y me miró.

Mis recuerdos llegaban hasta el momento en que esos hombres me arrojaron al río, pero igual que podía usar palabras para hablar con Yzebel, también sabía otras cosas. Como el vino de pasas. Reconocí el sabor y recordé cómo se hacía.

Algunos conocimientos regresaron a mi cabeza, poco a poco; sabía que las chicas enfermas eran desechadas junto con la cerámica rota y las cenizas del día, pero no recordaba haber tenido nunca un nombre.

Sacudí la cabeza.

La expresión de Yzebel se suavizó, y bajó la mirada. Tal vez la cebolla que había cortado en la olla era un poco más fuerte de lo normal. Miró alrededor de la chimenea como si buscara algo, y finalmente cogió una vieja cuchara de madera. Examinó una grieta en el mango durante un momento antes de hablar.

—¿No tienes un nombre?

Me limpié la mejilla con el dorso de los dedos.

—No.

—Bueno —dijo Yzebel—, vamos a encontrar un nombre para ti. Creo que es un gran honor cuando los dioses dejan que una chica elija su propio nombre. ¿No crees?

Quería estar de acuerdo y ya sabía qué nombre me gustaría tener, pero me mordí la lengua. Aunque no recordaba haber tenido nunca un nombre, era consciente de que los niños, especialmente las niñas, no debían dar su opinión.

¿Cómo sé eso?

Cada vez que intentaba recordar algo, mi memoria se disipaba como una paloma asustada entrando y saliendo de la neblina.

Yzebel me miraba, aparentemente esperando una respuesta, pero también mantenía su paciencia, como si supiera que yo luchaba con mis pensamientos.

No sabía qué decir.

Tal vez debería decirle a Yzebel el nombre que quiero para mí.

Mi estómago se sentía mejor, pero me dolía la cabeza. Cuando parpadeé, pequeños puntos negros se arremolinaron ante mis ojos, desaparecieron, y luego reaparecieron con el dolor. Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mi visión.

—¿Te gustaría escuchar una historia mientras cocino? —preguntó Yzebel.

—Sí. —Alcancé mi cuenco de contu luca—. Por favor.

—Esta historia es sobre nuestra Diosa Madre, la Reina Elisa. Hace muchos, muchos veranos, incluso antes de la vida del abuelo de mi padre, la Reina Elisa, a quien los romanos llaman Dido, llegó a las costas de Birsa desde su antigua tierra natal, en el este. Le pidió a la gente que vivía aquí una pequeña parcela de tierra donde instalarse con los pocos seguidores que habían cruzado el mar con ella. El jefe de esa gente astuta y pícara le dijo a la Reina Elisa: «Puedes tener la cantidad de tierra que quepa en la piel de un solo buey, y el precio será un talento de plata».

—¿Talento? —Me levanté para poner el cuenco vacío en la mesa—. ¿Qué es…?

Todo lo que me rodeaba se desdibujó y empezó a dar vueltas. La última visión que recordé fue la de Yzebel viniendo hacia mí.

* * * * *

Cuando desperté, estaba acostada sobre pieles suaves junto al hogar, con la capa de Tendao extendida sobre mí. La lona gris de arriba aleteaba suavemente con la brisa, y una mujer se sentó a mis pies, mirándome.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Me senté lentamente, tratando de entender lo que había pasado. Me zumbaba la cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Mirando alrededor mi mente se despejó, pero todo parecía extraño, el fuego crepitante, el humo retorciéndose hacia mí, y las mesas que rodeaban la cocina como animales de patas rígidas esperando pacientemente ser alimentados. La luz amarilla del sol se inclinaba sobre las copas de los árboles, bañando todo en oro y ámbar. La cara de la mujer brillaba con el resplandor del atardecer.

Recordé que era Yzebel.

Me puse la capa sobre los hombros, estiré los brazos y me toqué la nuca. El chichón había bajado y ya no era tan doloroso como antes.

—Bien —dije—. Me siento bien. —Hice una pausa por un momento, haciendo un esfuerzo por recordar—. Me estabas contando una historia sobre una reina y un buey, pero no recuerdo el final.

—¿Recuerdas haberte caído?

—No.

—Dormiste todo el día —dijo Yzebel.

—Lo siento.

—No lo sientas. Estabas agotada.

—Por favor, ¿podrías contarme la historia otra vez?

—Lo haré. —Yzebel se levantó—. Pero primero, quiero que te levantes para comprobar que no te vas a caer en el fuego como casi hiciste esta mañana.

Mientras estaba de pie, Yzebel me tomó por los hombros, mirándome a los ojos.

—¿Te vas a caer? —preguntó.

Sacudí la cabeza y luego miré mi cuenco vacío sobre la mesa.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

Yzebel llenó el cuenco hasta la mitad con el contu luca y me lo dio. Me senté junto al fuego mientras ella agitaba la gran olla y me contaba la historia de la Reina Elisa desde el principio.

Cuando llegó a la parte de la plata, le pregunté:

—¿Talento? ¿Qué es…?

Yzebel me miró con expresión de preocupación, quizás pensando que podría desmayarme de nuevo, pero entonces le sonreí. Ella sonrió también y continuó.

—Un talento es un gran lingote de plata. —Tomó su cuchillo—. Dos veces la longitud de mi cuchillo, es el peso que un hombre puede soportar durante un día. Vale unos seis elefantes de guerra, o tal vez siete. —Tomó una zanahoria de la cesta y la cortó en la enorme olla—. Nuestra Elisa era muy hermosa, con melena larga y rizada y dulce sonrisa, pero no era tan estúpida como pudo parecer a aquellos nativos. Después de pensarlo un poco, aceptó su propuesta. Entonces, con la ayuda de sus sirvientas, procedió a cortar una piel de buey en muchas tiras finas. La Reina Elisa colocó estas tiras formando un amplio arco que se extendía desde la orilla del mar, alrededor de una colina, y de vuelta a la orilla del otro lado. «Tendré esa tierra, ahora encerrada por la piel de un solo buey», dijo Elisa al jefe de esa gente. Viendo que era más lista que ellos, los nativos le dieron la tierra a regañadientes y le desearon buena suerte en la construcción de un asentamiento. Se marcharon con el talento de plata para reflexionar sobre su pérdida. Elisa había seleccionado una sección de la costa que contenía uno de los mejores puertos naturales a lo largo de toda la costa sur del Mar de Thalassa, llamado Mare Internum por los romanos. Esto demostraría más tarde ser muy beneficioso para la Reina Elisa y el asentamiento al que llamó Ciudad Nueva, que es nuestra Cartago.

El chico que me había amenazado con su bastón en el bosque se acercó a Yzebel. Me sorprendió verlo y me pregunté por qué vendría a su hogar.

Buscó en la olla un trozo de carne, pero Yzebel le agarró la mano y se la apartó.

—Mira lo sucias que tienes las manos. Ya sabes que así no.

—Tengo hambre.

—Puedes esperar como hacemos todos. ¿Llevaste la leña a Bostar como te dije?

Asintió con la cabeza, pero sus ojos estaban sobre mí y mi cuenco de contu luca.

—Ha robado la capa de Tendao.

—No, no la ha robado.

Tomé un gran trozo de carne de mi cuenco y lo mordí. Estudié al chico, que parecía mayor que yo, quizás un verano. A diferencia de los ojos marrones de Yzebel, los suyos eran de un indolente gris.

¿De qué color son mis ojos? Espero que sean marrones como los suyos.

—¿Entonces por qué se la pone? —preguntó el chico con voz quejumbrosa. Su actitud hacia Yzebel era arisca, y me miró con desprecio, como si le diera asco.

Yzebel golpeó su cuchara de madera en el borde de la olla con tanta fuerza que pensé que se iba a romper. Luego miró fijamente al muchacho hasta que él bajó los ojos.

—Si no aprendes a contener tu lengua, alguien acabará cortando esa daga rencorosa de tu boca. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo mientras me miraba de reojo.

¿Creerá que soy la culpable de esa reprimenda? Tiene la lengua fea y se la ha merecido.

Tomé otro nabo de la cesta.

Tal vez no aprendió nada de las palabras de Yzebel, pero yo sí. Y por la forma en que lo trata quizás sea su hijo, hermano de Tendao. Lástima que no se parezca en nada a él.

Quería saber más sobre la Reina Elisa y sus largos rizos, su dulce sonrisa y sus maneras ingeniosas, pero no quería que Yzebel continuara la historia con el chico presente. Quería que me la contara a mí sola, para poder guardarla hasta el día en el que pudiera pasársela a otra niña tonta que no supiera de cosas bellas.

Terminé de cortar la cáscara del nabo y, después de cortarlo en la olla, miré a Yzebel y señalé la cesta. Ella asintió, y yo tomé otro para continuar.

El chico se secó las manos en su túnica después de lavárselas y se arrodilló en la tierra. Cogió un nabo y lo peló con el cuchillo que sacó de la funda de su cinturón.

—Jabnet —dijo Yzebel—. ¿Ves dónde está el sol?

Entonces, su nombre es Jabnet. Un nombre estúpido para un chico estúpido. El nombre que elegí para mí es mucho mejor, y también noble, tal vez incluso regio.

Jabnet miró hacia el oeste, donde el sol ya había caído bajo las copas de los árboles del otro lado del campamento.

—Sí, madre.

Era casi tan alto como ella y, si sonreía de vez en cuando, podía incluso parecer guapo. Pero su expresión amarga empañaba toda su imagen.

—¿Qué tienes que hacer cada día cuando se pone el sol?

—Limpiar las mesas. —Bajó los hombros y se quedó mirando al suelo—. Y sacar los tazones, el vino y las lámparas.

Dejó caer el nabo parcialmente pelado en la cesta y se limpió el cuchillo en la manga.

—¿Tengo que recordarte todos los días lo que debes hacer?

—No, madre.

Jabnet frunció el ceño y volvió a meter el cuchillo en su funda. Cuando se volvió para hacer sus tareas, deliberadamente me pisó el pie descalzo con su sandalia. El borde de su sandalia me cortó en la parte superior del pie, pero me negué a darle la satisfacción de oírme gritar o quejarme a su madre.

—Cuando vengan los soldados —dijo Yzebel—, encontraremos un lugar para que duermas. ¿Te gustaría quedarte en mi tienda esta noche?

—¿Soldados?

No me gustaban. Eran malos y feos. Sabía que se burlarían de mí y del pobre Obolus, el elefante. Yo podía soportar todas sus burlas, pero Obolus ya no podía defenderse. Probablemente lo estaban descuartizando y cocinando su carne al fuego mientras se reían de él. Sentí pena por el gran animal y me entristeció pensar que yo era la causa de su muerte.

—Sí —dijo Yzebel—. Por la noche, los hombres vienen al campamento buscando… hum… placeres, y luego algunos vienen aquí a comer. Siempre les preparo comida y, si les gusta, me dejan unas monedas o baratijas de sus victorias en el campo de batalla.

—¿Y si no les gusta?

—Bueno, entonces tiran todo y me rompen la cerámica. —Me miró y debió de ver mi expresión pensativa—. Solo bromeo —añadió—. Saben que no deben causar problemas en las Mesas de Yzebel.

No estaba segura de lo que quería decir, pero no quería que se volviera a enfadar conmigo como cuando me vio por primera vez con la capa de Tendao.

—Ahora —dijo Yzebel—, muéstrame todos tus dedos.

Dejé el nabo y levanté las manos, con los dedos extendidos. Yzebel hizo lo mismo, luego bajó los dedos de su mano derecha, dejando solo el pulgar arriba. La imité. Ahora tenía todos los dedos de una mano arriba y el pulgar de la otra mano.

—Eso —dijo Yzebel—, es la cantidad de pan que necesito.

—Seis.

Levantó una ceja.

—Muy bien. Me alegra que sepas de números. Señaló una gran jarra de barro que se encontraba cerca de la puerta de la tienda abierta—. ¿Puedes llevarle a Bostar esa jarra de vino de pasas y decirle que es de su buena amiga Yzebel a cambio de seis panes de su cosecha más reciente?

—Sí. —Estaba ansiosa por ayudar en todo lo que pudiera—. ¿Dónde está Bostar?

—La tienda del panadero está a solo una flecha de aquí. —Señaló hacia el este—. Por ahí. Olerás el pan cuando te acerques —dudó antes de continuar—. Ten cuidado con la jarra. No quiero que derrames ni una sola gota. Ese vino es muy valioso. ¿Entiendes…? —Aparentemente olvidó que no tengo nombre.

—Obolus —dije.

Los ojos de Yzebel se abrieron de par en par. Tal vez no entendió la palabra.

—¿Dijiste Obolus? Es el gran elefante.

—Ese es el nombre que quiero para mí.

Jabnet se rio a mis espaldas y me di cuenta de que lo había oído todo.

—Ella es medio elefante —dijo—. Sabía que algo andaba mal con ella. Probablemente su padre es un elefante y su madre…

La mirada fulminante de Yzebel lo silenció. Volvió a llenar las lámparas con aceite de oliva y a ponerles mechas de algodón fresco.

—Puedes elegir el nombre que quieras —dijo—. Pero, ¿crees que el nombre del elefante es bueno para ti?

—Sí.

Agarré la pesada jarra y me fui a buscar a Bostar.

Capítulo Tres

Un tapón blando de madera, colocado a presión y sellado con un trozo de tela de algodón, tapaba el pico de la jarra de vino de Yzebel. Agarré la pesada jarra colocando ambas manos bajo el fondo.

A lo largo de todo el camino hacia la tienda de Bostar, varias actividades me llamaron la atención: un herrero transformaba un trozo de metal negro en una cuchilla, un curtidor labraba una batalla en una coraza de cuero; y un alfarero convertía un trozo de arcilla en una gran ánfora.

Una esclava, de mi edad o un poco más joven, estaba de pie frente a una tienda negra, usando una rueca para hacer hilo de algodón. Tenía grabada una marca de su amo a un lado de la cara. Sonrió y dijo algo, pero no entendí sus palabras.

—Tengo que ir a buscar a Bostar el panadero, pero me detendré a hablar la próxima vez.

No mostró señal alguna de haberme escuchado. Esperé, pero ella siguió trabajando, así que continué en dirección al panadero.

Llegué a una bifurcación en el sendero, donde un camino se alejaba en curva y el otro giraba bruscamente en dirección opuesta. La tienda del panadero estaba en algún lugar del sendero a la izquierda, pero en el otro tenía una vista mucho más asombrosa, entre los árboles.

—¡Elefantes!

Cautivada por el panorama y los sonidos de tantos elefantes, agarré con fuerza la jarra entre mis brazos y me dirigí hacia ellos. Cientos de elefantes, grandes y pequeños, se alineaban a cada lado del sinuoso sendero. La mayoría eran grises, pero había algunos oscuros, casi negros. Unos pocos tenían orejas pequeñas, pero la mayoría de ellos tenían orejas enormes, que agitaban de un lado a otro como si fueran abanicos. Los grandes estaban encadenados a postes de metal clavados en el suelo, mientras los elefantes bebés corrían libres.

Varios comían heno de unas pilas cercanas. Un cuidador metió un melón en la boca abierta de su elefante. La bestia lo aplastó mientras inclinaba la cabeza para coger los jugos, y luego se tragó todo, la corteza, las semillas y todo. Otros rompían ramas verdes y frondosas más gruesas que mi brazo en trozos del tamaño de un bocado usando sus trompas y colmillos. Varios chicos corrían con odres de agua de río, que vertían en las fosas entre cada pareja de elefantes, para que pudieran beber. Me reí cuando un elefante aspiró agua con la trompa y luego se la echó por encima para refrescarse.

Los fuertes y penetrantes olores de la gran congregación de animales cargaban el aire, pero no me pareció nada desagradable.

Los elefantes se veían hermosos, y sus trompas siempre estaban en movimiento: comiendo, bebiendo o agarrando objetos cercanos.

Así es como Obolus me sacó del…

Uno de los animales me llamó la atención. En la fila de la derecha había un elefante mucho más alto que los otros. Comía de un pequeño almiar y, de vez en cuando, un melón ofrecido por un cuidador. Reconocí algo en la forma en que se movía cuando agarraba una brazada de heno y lo sacudía antes de metérselo en la boca. La forma de su cabeza y sus orejas me resultaban familiares.

¿Puede ser?

Aceleré mi paso, y cuanto más me acercaba al animal, más sentía que podía ser Obolus. Pero había muchos, y ¿no estaba Obolus muerto, noqueado por la caída del tronco del viejo árbol junto al río, y golpeándose la cabeza con una roca al desplomarse? Esos colmillos que salían de su boca eran muy largos y elegantemente curvados hacia arriba, lo que lo diferenciaba de los demás.

¡Es él!

—¡Obolus! —dejé caer la jarra de vino y corrí por el sendero—. ¡Obolus! ¡Obolus!

Los cuidadores, los aguadores y los ayudantes se detuvieron a mirarme. El gran elefante sacudió la cabeza hacia mí, con sus enormes orejas levantadas. El melón que acababa de aplastar cayó de su boca abierta. Uno de los cuidadores salió, extendiendo los brazos para detenerme, pero yo agaché la cabeza y lo esquivé.

Cuando grité «¡Obolus!» una vez más, sus ojos se abrieron, y se puso en pie, levantó la cabeza en el aire, y barritó con la trompa.

—Obolus, estás vivo.

Trató de alejarse de mí, pero su pata izquierda delantera estaba encadenada a un poste de metal clavado en el suelo. Retrocedió, a lo largo de la cadena, todavía sacudiendo su enorme cabeza y barritando.

—Estoy tan feliz de verte.

Pisoteó la tierra y soltó un profundo estruendo, asustando a todos los demás elefantes, haciendo que tiraran de sus cadenas y barritaran. Los cuidadores gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de calmarlos. A lo largo de toda la fila, el terror se extendía de un animal asustado al siguiente, y pronto todo el lugar estuvo en caos. Las crías de elefante sin cadenas corrían con sus pequeñas trompas levantadas en el aire, barritando y correteando, como si Baal, el dios de las tormentas, los persiguiera.

Me quedé quieta, paralizada. La enorme bestia pisoteaba y barritaba, enviando ondas de miedo que me atravesaban, pero su comportamiento parecía una demostración de fuerza artificial. Cuando le tendí la mano y me acerqué a él, sacudió su enorme cabeza e intentó retroceder. El poste de metal se aflojó cuando tiró de la cadena y parecía que podía ceder, pero luego se tranquilizó y estiró la trompa hacia mi mano. Escuché su aliento, pensando que tal vez había percibido mi olor, tratando de entender.

Sabiendo que sus enormes patas podrían aplastarme como a un ratón bajo un árbol muerto o que podría derribarme con la trompa, respiré profundamente, fui hacia él y le di una palmadita en una pata.

—Pensé que estabas muerto, y nunca te agradecí por haberme sacado del río. Me salvaste la vida.

—¡Aléjate de mi elefante! —gritó alguien.

Ignoré al hombre y miré a uno de los grandes ojos marrones de Obolus. Era tan alto que dos hombres, uno sobre los hombros del otro, apenas podrían tocar la parte superior de su cabeza. Continuó haciendo ruidos amenazantes, pero se volvieron más suaves cuando giró la cabeza para mirarme. Si quería, podía simplemente levantar su pata y lanzarme por el sendero de una patada, pero no movió la que tenía libre. Con la pata encadenada, sin embargo, continuó pisoteando el suelo y tirando contra la sujeción de metal.

Manos ásperas me agarraron de los hombros, tirando de mí.

—¡Déjame en paz! —grité.

—Estás asustando a todos los animales —me gruñó el hombre—. Una niña inútil no debe correr por aquí, asustándolos. Mira lo que has hecho. Todo el lugar es una algarada.

Mientras me arrastraba hacia atrás, pateé y luché.

—¡Suéltame! —grité.

—Te romperé tu flaco cuello si no dejas de gritar.

Me agarró con ambas manos, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, asfixiándome. Le arañé las muñecas, intentando soltarme de sus manos, pero era demasiado fuerte. Mi corazón latía con fuerza y mi pecho se agitaba mientras luchaba por respirar.

El hombre me volteó, dándole la espalda a Obolus.

—¿Por qué una niña ignorante viene aquí, gritando y…?

Sus palabras fueron interrumpidas y sus dedos se soltaron de mi garganta. La trompa de Obolus se envolvió alrededor de la cintura del hombre, levantándolo del suelo.

—¡No, Obolus! —grité—. ¡Bájalo!

Me palpé la garganta y sentí las huellas de las manos donde el hombre me había apretado.

Obolus sostuvo al hombre que gritaba boca abajo, en el aire. La túnica del hombre le caía sobre la cabeza y un bastón cayó de su cinturón mientras pateaba e intentaba agarrar la trompa del elefante.

Eché un vistazo al bastón. Era del largo de mi antebrazo, acabado en oro y grabado con viñas y hojas. El oro del extremo tenía forma de gancho romo, y el extremo opuesto era plano. El palo parecía una especie de cayado. Noté que algunos de los otros hombres tenían bastones similares, pero acabados en plata o cobre en lugar de oro.

Varios hombres se acercaron con ellos, pero en vez de hacer que Obolus lo soltara, empezaron a reírse. Esto enfureció aún más al hombre.

—¡Golpeadlo! —gritó—. ¡Matadlo! ¡Bájenme de aquí!

Los hombres solo se rieron y señalaron al hombre colgante. Incluso los chicos del agua vinieron a ver la diversión.

—¡Obolus! —grité y le di una palmada en la pata—. Por favor, no le hagas daño.

El elefante inclinó la cabeza para mirarme. Levanté la mano y le di una palmadita en la parte inferior de la oreja. Parpadeó, miró al hombre por un momento, y luego me miró a mí.

Sabía que solo hacía falta un poco de presión de la enorme trompa de Obolus para exprimir la vida del hombre.

—Bájalo —mi voz se quebró, no sonaba nada contundente.

Obolus bajó al hombre hacia el suelo, y lo soltó. El hombre cayó aterrizando mal sobre una cadera, y luego de espaldas. Dos trabajadores se arrodillaron, tratando de ayudarlo a levantarse.

—Así está mejor —le dije a Obolus y agarré el extremo de su trompa con las manos, luego lo miré—. Gracias por salvarme la vida otra vez, pero este hombre solo estaba enojado porque te molesté a ti y a los demás elefantes.

El hombre en el suelo jadeaba mientras el alboroto a lo largo del camino se calmaba. Las crías de elefante dejaron de correr y bajaron las trompas al vernos a mí y a Obolus, que puso la punta de la trompa en mi mejilla y me olisqueó la cara y el pelo.

—Ahora —dije—, te daré un melón para comer, y prometo no volver a venir corriendo y gritando si tú no te vuelves loco por cada pequeña cosita.

Cogí un gran melón amarillo de al lado del almiar y se lo llevé. Enroscó la trompa y abrió la boca. Lo metí y me reí cuando lo espachurró. Bajó la cabeza para mí y le di una palmadita en la cara.

—Buen chico.

—¡La voy a matar!

Cuando escuché la voz ronca de atrás, me di vuelta y me apoyé en la pata de Obolus.

El hombre se puso de pie.

—No —dijo otro hombre que sujetó al primero por el brazo—. ¿No ves cómo lo ha calmado? —Era un hombre grande, de hombros anchos y musculosos, pero sus ojos eran profundos y pensativos. Me miró con una expresión amable—. Tú eres la niña que Obolus sacó del río, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

—Me lo imaginaba. —Tomó al otro hombre por el brazo—. Ukaron, sabes que estos pobres animales reaccionan a cosas que no podemos comprender. Viste cómo obedeció sus órdenes como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Solo he visto esto una vez antes, cuando trajeron a ese chico de las Indias, el que fue abatido por una jabalina romana en Messina. ¿Cómo se llamaba?

—Ponichard. —Ukaron se sacudió el polvo—. ¿Y qué?

Miré fijamente a Ukaron. La piel de su cara estaba demasiado tensa, tirando de sus labios hacia atrás en una constante mueca de desprecio, y sus pómulos y barbilla casi perforaban la superficie. Sus ojos estaban caídos y húmedos como los de un hombre enfermo, pero tal vez eso era porque Obolus casi lo mata.

—Es lo mismo, Ukaron —dijo el otro hombre— que ese chico, Ponichard, cuando conoció al elefante Xetos. Recuerdas lo travieso que podía ser ese animal. Sin embargo, desde el primer momento en que Ponichard le puso las manos encima, Xetos estuvo a las órdenes del chico, tanto que tuvimos que sacrificar a la bestia cuando el chico murió en la batalla. Y ahora Obolus ha formado un fuerte vínculo con esta niña, y ella con él. No me atrevo a explicar el propósito de los dioses para tales cosas, así como no cuestiono su infinita sabiduría. Te sugiero que no alteres esta relación entre la bestia y la chica.

—Estás muy equivocado, Kandaulo. —Ukaron mantenía sus ojos en mí mientras hablaba con el hombre—. Es una niña endemoniada. Trató de provocar una estampida de los animales para que destruyeran el campamento. Si hay algún dios involucrado, son los dioses del inframundo. —Se limpió el peludo antebrazo en la boca, tomó su bastón de un hombre que estaba a su lado y se marchó.

—Vete ahora, chica —dijo Kandaulo—. Y la próxima vez que te pierdas en la Elephant Row, te sugiero que lo hagas en silencio.

—Sí, Kandaulo. Lo haré. —Le di una palmadita al final de la trompa, que apoyó en mi hombro. La piel gris del elefante parecía áspera y vieja con todas esas arrugas, pero se sentía suave, y tenía un tacto agradable. —Adiós, mi gran amigo. Que duermas bien esta noche.

Obolus estiró la trompa para alcanzar más heno, y yo agarré un puñado para él, pero luego recordé.

—¡Oh, no! —susurré—, ¡la jarra de vino de Yzebel!

Dejé caer el heno y corrí Elephant Row de vuelta.

 

 

 

 

Capítulo Cuatro

 

Todo lo que encontré fue una gran mancha de vino embarrado en el camino. Caí de rodillas y metí los dedos en el barro púrpura y marrón, sin querer creer lo que veían mis ojos. Pero era cierto: el preciado vino de pasas de Yzebel ya no estaba. Había fracasado.

Había confiado en mí para llevar el vino al panadero a cambio de pan, pero no llegué ni a la mitad del camino. Ver a Obolus vivo me había distraído de mi responsabilidad, y mis emociones habían arruinado mi deseo de hacer algo bueno por Yzebel. Para empeorar las cosas, la jarra también había desaparecido. Alguien se la había llevado, dejando solo una huella de sandalia en el barro. ¿Cómo podría reemplazarla?

Se me cayó el alma y comencé a llorar. Yzebel no volvería a confiar en mí.

—¿Perdiste algo? —dijo una voz familiar a mi espalda.

Miré hacia los suaves ojos marrones del joven del río. El que me puso su capa, Tendao.

—El vino de Yzebel. —Me limpié los dedos embarrados en la mejilla—. Ya no está.

Me extendió la mano para ayudarme a levantarme, parecía no importarle el barro.

—¿Se suponía que ibas a llevar el vino a Bostar a cambio de pan?

Asentí.

—¿Sabes para qué quería el pan Yzebel?

Subimos por Elephant Row hasta la bifurcación del sendero.

—Para los soldados cuando vengan a sus mesas esta noche.

—Sí, le gusta tener pan para la cena.

—La fallé, Tendao. Y ahora tengo que contarle lo que he hecho.

—Sí, debes decírselo —dijo—. Pero antes, pasemos por la tienda de Lotaz.

No había oído hablar del tal Lotaz, pero no tenía prisa por volver con las manos vacías y admitir mi fracaso a Yzebel.

Intenté eludir la imagen del rostro severo de Yzebel pensando en otras cosas. El terreno en Elephant Row se sentía suave y cálido bajo mis pies. Pensé en los cientos de elefantes y humanos que lo habían pisoteado a lo largo de muchas estaciones, convirtiendo la tierra en un fino polvo. Los robles y los pinos se alineaban en el sendero, dando sombra a los animales. Las largas sombras ahora cubrían gran parte del ancho camino.

Al regresar a la cima de la colina, fuimos a la derecha, tomando el camino que debí haber seguido. Después de un rato, llegamos a una tienda hecha de un material fino. Los colores rojo, amarillo y azul de la tela a rayas brillaban en el crepúsculo. Las sombras se proyectaban desde una lámpara que ardía en el interior. Un toldo con flecos sobresalía por delante, sostenido por dos lanzas de metal clavadas en la tierra. Un hombre estaba sentado con las piernas cruzadas debajo del toldo.

—Ve con ese esclavo.

Tendao me detuvo a cierta distancia, y me dijo qué decirle al hombre. Le repetí las instrucciones, asegurándome de que las entendía.

—Pero parece muy desagradable, Tendao. ¿Vendrás conmigo?

—No. Debes hacer esto por ti misma.

El esclavo me miró atentamente mientras me acercaba a él, arrastrando los pies, reacios a llevarme a donde no quería ir.

A diez pasos de distancia, me detuve y dije:

—Lotaz.

No respondió, solo me miró fijamente hasta que bajé los ojos al suelo. Finalmente, habló.

—Esta es la tienda de Lotaz. ¿Qué asuntos tienes aquí?

—Estoy en el negocio de Tendao.

El esclavo se puso de pie y entró rápidamente. Un momento después, salió una mujer delgada. Estaba iluminada por un par de lámparas de aceite que colgaban de      los soportes de las lanzas. Lotaz estaba resplandeciente con una túnica de seda azul pálido y un par de zapatillas a juego. Un ancho cinturón escarlata de cuerdas trenzadas ceñía su estrecha cintura, y una fina cadena de oro sujetaba la vaina de una daga enjoyada. El arma se balanceaba en su muslo con cada movimiento. Sus labios estaban pintados de rojo y sus mejillas de color rosa, haciendo un suave contraste con su tez cremosa. Un collar de plata y oro corría por su garganta.

El esclavo salió para ponerse detrás de ella, con los brazos cruzados sobre su pecho desnudo. Se erguía como una enorme y oscura sombra, en fuerte contraste con la piel blanca de la mujer.

—¿Qué sabes de Tendao? —me preguntó.

—El hará lo que usted le pidió.

Miró detrás de mí, escaneando el oscuro sendero en ambas direcciones. Yo también miré en esa dirección, pero Tendao no estaba a la vista.

—¿Por qué te envía?

Sacudí la cabeza, sin saber cómo responder.

—¿Cuándo se completará la tarea? —La voz de Lotaz sonaba aguda y exigente.

—Mañana, antes del atardecer —respondí con las palabras que Tendao me había dicho.

Parecía reacia a tratar conmigo este asunto. Tampoco entendía por qué iba yo a Lotaz en nombre de Tendao.

Después de un momento, dijo:

—Muy bien. Espera aquí.

Lotaz entró y pronto regresó. En una mano, llevaba una jarra de vino casi idéntica a la que yo había perdido. La otra mano permanecía cerrada, con los dedos apretados. Varios brazaletes tintinearon en su muñeca cuando hizo un movimiento para entregarme la jarra de vino. Pero entonces se detuvo.

—¿Por qué vienes a mí tan sucia?

Miré mis manos extendidas; estaban cubiertas de barro seco. Cuando intenté limpiármelas, el esclavo desapareció detrás de la tienda y regresó con una palangana de arcilla con agua, y la puso a mis pies. Me arrodillé para lavarme, con la cara ardiendo de humillación. Lo hice rápidamente, me puse de pie y me sequé las manos en mi capa.

El esclavo me sonrió rápidamente y me guiñó un ojo cuando se interpuso entre la mujer y yo. Cogió la palangana y volvió a su sitio. No sabía si le daba pena o solo intentaba ser amable con otra esclava. Lotaz ciertamente me hizo sentir como una esclava.

Me dio la jarra y la agarré bien. No dejaría caer ésta.

—Este vino es el pago por el trabajo que Tendao hará por mí —dijo Lotaz—. No le pagaré más.

Extendió su otra mano y lentamente abrió sus dedos. Dos perlas emparejadas, grandes y muy hermosas, descansaban en la palma de la mujer. Solo podía admirar el brillo de las preciosas gemas, que brillaban a la luz amarilla de las lámparas.

—Tómalas —ordenó Lotaz—. Y asegúrate de que las perlas vayan a Tendao inmediatamente. Serán utilizadas para el trabajo. ¿Me entiendes?

Asentí, moviendo la jarra para liberar la mano derecha y así poder coger las perlas de Lotaz. Me quedé quieta, mirando a la mujer, sin saber qué hacer a continuación.

—¡Ve! —dijo con un movimiento de la mano, ahuyentándome como un mosquito molesto.

Me apresuré por el oscuro camino en la dirección que Tendao me había indicado. Justo antes de llegar a los árboles, miré hacia atrás para ver a Lotaz y al esclavo observándome. Sentí gran alivio cuando crucé una valla de estacas donde Tendao esperaba.

—Veo que tienes el vino de pasas.

—Sí.

Le mostré las perlas. Él las tomó, y yo pude sujetar la jarra con las dos manos. Las inspeccionó y las dejó caer en un bolso de cuero atado a su cinturón.

—Ahora —dijo, apretando los cordones—, vamos a buscar a Bostar el panadero y a cambiar ese vino por un poco de pan.

Eso me sorprendió. El vino era un pago a Tendao por un servicio que tenía que prestar a Lotaz, pero parecía dispuesto a dejarme usarlo en lugar de la jarra que había perdido. ¿Por qué haría eso? ¿Y qué deber tenía que cumplir con Lotaz? Decidí pedirle que me lo explicara, pero él habló antes de que yo tuviera la oportunidad de formular mis palabras en una pregunta.

—Tu seriedad me recuerda a alguien.

—¿A quién?

—¿Has oído hablar de Liada, el espíritu de la roca de Birsa?

—No, solo sé de la princesa Elisa —dije.