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Estaba en la cama del enemigo… El deber de Brandon Wycroft como conde de Stockport era atrapar al Gato, un famoso ladrón que robaba a los ricos para alimentar a los pobres. Al descubrir que el Gato era una mujer, Brandon cambió su plan de acción… y lo convirtió en un juego de seducción. Misteriosa y tentadora, ella lo atormentaba. Y, a medida que la red iba cerrándose en torno al Gato, Brandon se dio cuenta de que deseaba protegerla…
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Seitenzahl: 396
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Nikki Poppen. Todos los derechos reservados.
LA CONDESA LADRONA, Nº 511 - septiembre 2012
Título original: Pickpocket Countess
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0804-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Cerca de Manchester, Inglaterra. Principios de diciembre, 1831
Incluso en la oscuridad, pudo sentir la sutil alteración de la estancia. Alguien había irrumpido en la habitación. Brandon Wycroft, quinto conde de Stockport, blasfemó en voz baja. El Gato había estado allí.
La ironía del robo no pasó desapercibida. Mientras que doce distinguidos caballeros del distrito se reunían abajo en su biblioteca, fumándose sus puros y bebiéndose su brandy mientras planeaban cómo atrapar a la última amenaza para la paz, esa misma amenaza había estado rondando libremente por el piso de arriba y había osado invadir su santuario privado: el dormitorio.
Gracias a la agudeza de su oído y al hecho de que sus aposentos se encontraban encima de la biblioteca, Brandon había oído una silla arrastrándose en el piso de arriba y había subido a investigar.
Las cortinas se agitaban en la ventana, lo que llamó su atención sobre la fuente del frío invernal que inundaba su habitación. La ventana estaba abierta. Un ligero movimiento detrás de las cortinas delató al intruso.
Brandon entornó los párpados. Su cuerpo se tensó. Corrigió su anterior pensamiento. La amenaza no «había estado rondando», sino que «seguía rondando ». De pie en la puerta de su dormitorio, supo que su instinto no se equivocaba. El Gato seguía en la habitación.
La insatisfacción de Brandon se transformó en necesidad de venganza. Después de un mes robando a los adinerados de Stockport y otros inversores potenciales de Manchester que apoyaban el telar, el reinado del Gato tocaría a su fin esa misma noche. Él atraparía al Gato en ese momento y terminaría con los inversores del piso de abajo, que parecían más interesados en doblegarse ante el noble de la casa que en idear un plan.
Entonces podría regresar al Parlamento y a la controvertida reforma legislativa que le esperaba en Londres. Pero primero tenía que atrapar al hombre que se escondía detrás de la cortina.
Una figura emergió de las sombras de las cortinas. La figura no dio un respingo, como había imaginado Brandon, sino que se quedó allí de pie, junto al alféizar, con la luz de la luna iluminando su silueta de mujer.
¿De mujer? El Gato, el intruso descarado que se interponía entre él y el éxito del telar, que necesitaba para librar a Stockport de la penuria agrícola, era sin duda una mujer. Una mujer vestida de manera provocativa, pensó Brandon mientras deslizaba la mirada por su cuerpo.
Los pliegues sueltos de una camisa negra cubrían unos pechos prominentes. Sus pantalones negros ajustados dejaban ver una cintura esbelta y unas caderas curvilíneas.
La mujer parecía seductora, pero eso no cambiaba el hecho de que era una ladrona que se había colado en su propiedad y que se encontraba a su merced. Brandon se cruzó de brazos y adoptó una actitud negligente.
Se apoyó en el marco de la puerta para que su cuerpo actuara como una barrera.
La ladrona no podría escapar por la puerta mientras él siguiera ahí. La otra opción sería la ventana, pero había una caída de dos pisos hasta el suelo. Lo cual dejaba la cuestión de cómo la ladrona había conseguido entrar en la casa y subir hasta su dormitorio sin ser vista.
—Me temo que he bloqueado tu vía de escape. A no ser que quieras saltar por la ventana —Brandon pronunció lo último con un toque de sarcasmo, sabiendo perfectamente lo inaccesible que era, situada a nueve metros del suelo. No imaginaba ninguna manera de acceder a ella, y mucho menos de escapar a través de ella. La inaccesibilidad de la estancia era uno de los rasgos que le gustaban de sus aposentos. Un hombre necesitaba privacidad y Brandon protegía la suya con una determinación férrea.
La mujer se encogió de hombros, como si no le importara en lo más mínimo su situación.
—La ventana me ha servido como entrada. Estoy segura de que me servirá también de salida.
Brandon resopló. Aquello era un farol.
—¿Has entrado por la ventana? Perdona, pero tu afirmación me parece absurda. Además de la altura de la ventana, tengo a hombres entrenados patrullando la zona. Estoy preparado para enfrentarme a un ejército si es necesario.
—Eso es, milord. Estabais preparado para un ejército. No estabais preparado para mí. Es mucho más fácil para una sola persona atravesar las defensas que para varias.
A Brandon no le importó el modo en que ella despreció a su patrulla.
—Estás muy segura de ti misma para ser una delincuente a la que están a punto de atrapar. Serás encarcelada, tal vez deportada, por los delitos que has cometido. Con el juez apropiado, puede que incluso te cuelguen —la idea de que aquella mujer intrépida se enfrentara a ese castigo le produjo un escalofrío. Exudaba un temperamento que sospechaba que no reaccionaría bien entre rejas. Su sola presencia irradiaba cierta cualidad elemental que lo atraía hacia su juego, por mucho que no quisiera. Brandon reconocía las señales. Estaba flirteando con él, desafiándolo a atraparla.
Ella se carcajeó como si su advertencia no fuera más que una conversación ingeniosa durante la cena.
—En menuda situación se encuentra Inglaterra cuando alimentar al hambriento se ha convertido en una ofensa criminal. Hay otros que merecen el castigo más que yo.
Sin previo aviso, Brandon sintió una sonrisa en sus labios. Ella quería ser más lista que él con sus afirmaciones descaradas. Bueno, descubriría que era un rival a su altura. Si había dos cosas que se le daban bien eran las mujeres y las palabras.
—¿Y a quién sugerirías? —preguntó dando un paso hacia ella.
Seis pasos los separaban.
—A los hombres como vos —respondió ella con desprecio.
Cinco pasos.
La muy descarada estaba en terreno peligroso. ¿Cómo se atrevía a dar por hecho que podía meterlo en el mismo saco que al resto de la aristocracia? Brandon había pasado su vida adulta distanciándose de la alta sociedad y de sus chismorreos.
—¿Qué sabe una ladrona cualquiera de los hombres como yo?
—Sé que dejáis que otros se mueran de hambre en nombre del progreso.
Ah, así que era una de esas radicales con ideas equivocadas sobre los telares y las fábricas que se habían convertido en la sangre de la economía inglesa.
—La manufactura es el presente y el futuro —el hecho de que se creyera lo que acababa de decir era prueba suficiente de la distancia que había intentado crear entre él y el resto de su clase social, donde un caballero era juzgado por el grado de su ociosidad. Con pocas excepciones, los aristócratas no se involucraban en el comercio; claro que pocos comprendían realmente la crisis de la economía agrícola que sustentaba sus estilos de vida desproporcionados.
Cuatro pasos.
—¡La fábrica textil que vuestros amigos de la industria proponen construir aquí es una garantía de muerte! Las familias cuentan con el dinero extra que sus mujeres ganan tejiendo. Vuestro plan reemplazará sus esfuerzos con máquinas y pocos hombres que las manejen. La gente ya se ha quedado sin trabajo. Las familias no pueden permitirse comprar comida o combustible para pasar el invierno, mientras que vos os sentáis cómodamente en vuestro salón con otros hombres ricos y planeáis cómo hacer la vida más miserable para los menos afortunados.
—Y mientras tanto tú nos robas. Es curioso —Brandon soltó una risotada. Disfrutaba de su temeridad aunque fuese a su costa.
Tres pasos.
—Me llevo muy poco y vos podéis permitíroslo —para demostrarlo alzó un anillo de oro, un anillo de mujer, que reflejaba el brillo de la amatista incrustada en él.
Brandon se quedó sin aliento. De todas las cosas que había en la habitación, aquel era el único objeto que no quería perder.
—Ese anillo tiene un significado especial para mí. Devuélvemelo —no era un ruego, sino una orden.
Dos pasos.
Brandon estiró la mano para recibirlo, dando por hecho que ella obedecería. Hacía años que una mujer no se atrevía a desobedecer al conde de Stockport.
—No, no creo que os lo vaya a devolver. Esto dará de comer a dos familias.
—Al menos a dos —gruñó Brandon—. He dicho que me lo devuelvas, maldita ladronzuela. No deseo hacerte daño —dio el último paso. Estaba lo suficientemente cerca para distinguir la media máscara que ocultaba la parte superior de su rostro.
Unos ojos verdes, como los del gato cuyo alias llevaba, lo desafiaban. Llevaba un pañuelo atado en la cabeza como un pirata. Sin dejarse intimidar por su cercanía, ella levantó la mano y tiró del nudo. Se desató fácilmente y se lo quitó con un movimiento fluido. Con un golpe de cabeza dejó que su melena ondulada le cayera hasta la cintura. Adoptó una postura provocativa, tentándolo con sus curvas y sus rizos. Tenía una mano apoyada en la cadera.
—Muy bien. Espero una compensación a cambio del anillo. Te lo devolveré a cambio de algo del mismo valor.
Ella lo miró de arriba abajo y le dio a Brandon la desagradable sensación de ser un caballo. Normalmente era al revés. Sabía que había muchas mujeres que se atrevían a mirarlo; ese era el precio de ser un soltero aristócrata que había llegado a los treinta y cinco años sin caer en la trampa. Pero esas mujeres lo observaban desde detrás de sus abanicos. Jamás con tanto descaro, ni siquiera las mujeres que se llevaba a la cama.
—No está mal. No está mal en absoluto —dijo ella, satisfecha con la inspección descarada de su cuerpo.
¿No está mal? Brandon arqueó una ceja con incredulidad. Nunca en toda su vida adulta habían dicho eso de él. Sabía que estaba en plena forma física gracias al riguroso entrenamiento en Jackson’s cuando estaba en la ciudad.
—¿Quieres mirarme la dentadura también? —preguntó con frialdad. No sería sabio hacerle pensar que había logrado un punto al atacar su masculinidad.
Ella sonrió y se humedeció los labios con la lengua en un gesto provocativo.
—Una sugerencia excelente, milord. Creo que lo haré.
Sin más, recorrió la distancia que los separaba y lo besó para silenciar cualquier otra protesta.
Brandon se mostró dócil. A pesar de no tener intención de dejarse tentar por ella, su boca se abrió como por voluntad propia y saboreó su lengua salada como sin duda ella estaría saboreando su boca con sabor a brandy. La mujer se aprovechó y presionó sus pechos contra su torso. La entrepierna de Brandon se despertó de inmediato, sin hacer caso a lo que su mente le decía.
Gimió. Todo su cuerpo le traicionó. El sonido seductor de la risa de ella indicó que su excitación no era ningún secreto. Sintió sus manos en el pelo, capturando su cabeza por si acaso intentaba apartarse antes de que hubiera terminado con él. Aunque existían pocas probabilidades de que eso ocurriera. No porque el beso fuese el más hábil que le hubieran dado, sino porque transmitía algo más que una fría destreza. Contenía calor. Brandon no tardó en darse cuenta de que aquella mujer estaba besándolo no solo como parte de su ardid, sino porque deseaba hacerlo. En su mundo cínico, aquel era sin duda un placer único.
Brandon cerró los ojos y se rindió a la felicidad momentánea que encontró en los labios de la ladrona. Dejó que su lengua lo saboreara y lo torturase. Dejó que sus manos deambulasen libremente por donde quisieran hasta abrirse camino bajo su camisa de lino y acariciar sus pectorales mientras le pellizcaba suavemente los pezones.
«Tócame de nuevo y estaré perdido», pensó él, incapaz de decidir en su estado si aquello era una plegaria para que parase o para que continuase.
Continuó.
Deslizó la mano hacia abajo… Eso fue suficiente. Brandon quería perderse, y quería que ella se perdiera con él. Hasta el momento la mujer había tenido el control y había utilizado el beso para sacarle ventaja. Eso estaba a punto de cambiar. Con deseo creciente, Brandon giró la cabeza para besarla mejor, extendió las manos firmemente sobre sus caderas y comenzó a acariciarle con los pulgares la piel por encima de la pelvis.
El Gato tomó aliento, lo soltó y se apartó de él. Brandon no recordaba que un beso le hubiera excitado nunca tanto. Intentó hablar para recuperar el control de la situación, pero el ingenio que le había servido durante tanto tiempo en la Cámara de los Lores le abandonó en aquel momento. Descubrió que no podía pronunciar una sola palabra.
—¿Qué sucede? —preguntó ella con la voz como un ronroneo—. ¿Os ha comido la lengua el gato?
Sin previo aviso, se dio la vuelta, saltó sobre el alfeizar y se puso de cuclillas. Antes de que Brandon pudiera reaccionar, ella saltó a una rama de roble situada a pocos metros de distancia, y a varios metros sobre el suelo.
Brandon se acercó a la ventana, y el miedo por su seguridad le hizo olvidar la idea más lógica de dar la voz de alarma. Se asomó hacia donde la había visto por última vez. No había rastro de ella en las ramas del roble, ni en los alrededores. Se había ido. La había dejado escapar.
De pronto se dio cuenta de la realidad. ¿Qué había hecho? Su reacción era inexplicable. Una conocida ladrona había entrado en su casa y se había hecho con una posesión muy valiosa, y él había permitido que ocurriera.
Se apartó de la ventana. Algo brillaba sobre la alfombra. Se agachó y lo recogió. Ella había dejado el anillo. Así que, después de todo, quedaba algo de decencia en la ladrona. Apretó el anillo con fuerza antes de depositarlo de nuevo en el cofrecito de terciopelo que tenía sobre la mesa.
Impulsivamente volvió a alinear el cofre, que había sido golpeado. Enviaría a su ayuda de cámara a reordenar la habitación. ¿Quién sabía qué más cosas habrían desaparecido? Brandon se miró en el espejo situado sobre el lavamanos. Tenía la camisa arrugada y la corbata retorcida. Tendría que cambiarse antes de regresar abajo.
Por suerte, tenía una docena de camisas como esa esperándole en el vestidor. Cambiarse le daría tiempo a que le bajase la hinchazón de los labios. No quedaría bien aparecer desaliñado frente a los hombres que le esperaban en la biblioteca, sobre todo porque había decidido no contarles nada de lo ocurrido en el piso de arriba.
Nora se inclinó hacia delante para tomar aliento y que se le pasase el ahogo. Había corrido a toda velocidad después de deslizarse por el tronco del roble y llegar al suelo. No se había detenido hasta estar bien lejos de la casa de aquel sinvergüenza arrogante y encontrarse en lo más profundo del bosque.
Solo entonces, oculta entre los árboles, pudo dar rienda suelta a sus pensamientos sobre lo que acababa de ocurrir. Había besado al conde de Stockport, conocido en los círculos donde el Gato había hecho su investigación como el Gallo del Norte.
Nora estaba de acuerdo con aquel apodo. El conde había demostrado su arrogancia como un gallo que se acicalara las plumas con el pico ante las gallinas. Era un buen espécimen masculino y lo sabía. Ningún hombre pasaba tiempo cultivando una apariencia inmaculada sin estar seguro de los resultados, y nadie estaba más seguro de sí mismo que el conde de Stockport.
Nora se rio en la oscuridad. La expresión de su rostro cuando ella había declarado «no está mal» había sido lo mejor de la noche. Después el conde le había dado la excusa perfecta con su broma sobre examinar su dentadura. Había creído que se acobardaría. Los hombres como él no esperaban que los desafiasen. Pero Nora no había sobrevivido tanto tiempo sin que la atraparan haciendo lo que se esperaba. Sabía cómo hacer lo inesperado, y había sido imposible resistirse.
Debería haberse resistido. No lo llamaban el Gallo del Norte solo por su elegancia en el vestir. Nora había pretendido usar el beso como medio para desarmarlo y sorprenderlo hasta que pudiera escapar intacta. Con alguien así se sentía fuera de su elemento. Había esperado demasiado tiempo y se había dejado seducir por su olor; sándalo y especias mezcladas con el almidón de su camisa recién lavada. Cuando se quiso dar cuenta de que las tornas estaban cambiando, ya era casi demasiado tarde.
En el último momento había sentido el movimiento de su cabeza al tomar el control del beso y había notado sus pulgares en las caderas. Nora había usado la única defensa que le quedaba y había retrocedido para hablar primero, sabiendo que quien lo hiciera controlaría el resultado de aquella interacción. Después había huido.
Aquella visita nocturna había resultado peligrosa de un modo que ni ella ni sus dos camaradas habían imaginado, pero al día siguiente, por la tarde, el peligro habría merecido la pena cuando circulase la noticia de que el Gato había robado en Stockport Hall mientras el conde se encontraba en la casa planeando la captura del propio Gato.
Sus camaradas y ella habían estado vigilando la casa durante una semana tras enterarse de que los vecinos de la zona habían convocado al conde con urgencia y lo habían sacado de la sesión del Parlamento para poder organizar una reunión y atrapar al ladrón.
Entrar en la casa del conde mientras hablaban del Gato sería un golpe audaz; irrumpir en los aposentos privados de Stockport lo sería mucho más.
Aquellos aposentos eran tan elegantes como su personalidad. Las mesas y los aparadores ostentaban un sinfín de objetos valiosos propios de un caballero de buena familia, desde peines y cepillos con incrustaciones de ébano hasta cuchillas de afeitar con empuñaduras de plata.
Nora debería haber robado todo eso. Esos objetos habrían proporcionado suficiente dinero para mantener a una familia hasta el verano. Pero le había llamado la atención aquel cofre de terciopelo y no había podido resistirse a mirar.
El anillo era un botín. Se lo había guardado y entonces se había dado cuenta de que era un objeto tan pequeño que probablemente el conde tardaría semanas en darse cuenta de su desaparición. Pero el anillo era lo único que necesitaba, y el Gato se enorgullecía de no llevarse más de lo necesario; una de las muchas lecciones que quería enseñarles a los avariciosos señores de la industria.
Aun así, si la desaparición del anillo no era evidente desde el principio, el robo no habría servido de nada. Nora deseaba algo más de Stockport que sus objetos de valor. Quería que supiera que había estado allí. Había comenzado a desordenar la habitación, sabiendo que eso llamaría su atención más que cualquier objeto que pudiera llevarse.
Como con todos sus robos, la repercusión de su trabajo era doble. Primero, deseaba ser una molestia lo suficientemente importante como para hacer que se replantearan la construcción de la fábrica. Segundo, deseaba despertar la conciencia social en lo referente al lamentable estatus de la vida de un operario.
A sus padres les había costado la vida las condiciones de trabajo peligrosas. No permitiría que otros también sufrieran.
Su plan había ido bien hasta que se había golpeado con una silla situada en un rincón oscuro. No había hecho mucho ruido, pero el suficiente para llamar la atención del conde, pues sus aposentos se encontraban sobre la biblioteca. Nora había disfrutado con la confrontación posterior.
Se había glorificado de su reacción. Había logrado provocarlo. Por desgracia eso era lo único que había sacado en claro aquella noche. Al ordenarle que le devolviera el anillo había logrado conmoverla, y Nora había intercambiado la joya por un beso ardiente. Tal vez excitar al conde de Stockport fuese satisfactorio para la autoestima, pero eso no daba de comer a las familias.
Decidida a rectificar ese aspecto de la velada, Nora se puso práctica. Necesitaba un botín y la noche aún era joven. Se dirigiría a casa del terrateniente Bradley y robaría otro cubierto de plata de la despensa del mayordomo. El vigilante nocturno de Bradley era patético. En media hora estaría dormido, o borracho, o las dos cosas.
Dos horas y una exitosa parada en casa del terrateniente después, Nora entró en casa y subió en silencio las escaleras hacia su dormitorio. Una luz brillaba bajo la puerta. Nora sonrió. Hattie, otra conspiradora que se hacía pasar por trabajadora en su humilde hogar, la había esperado despierta. Nora abrió la puerta.
—Deduzco que ha sido una noche fructífera —dijo Hattie al alcanzar la bolsa de mercancía robada que Nora llevaba en la mano derecha—. ¿Lo guardo en el lugar de siempre?
—Sí y sí —Nora se quitó la máscara y se dejó caer sobre una silla.
—¿Ha salido todo como Alfred y yo lo planeamos? ¿La rama del árbol ha servido de entrada a la casa? —Hattie se movía con eficiencia por la habitación, colocando las cosas que Nora había robado.
—Los planes eran precisos, como siempre —contestó Nora, e hizo una pausa antes de seguir—. He conocido al conde —no había querido contarle a Hattie esa parte de la historia, pero tenían que estar preparados. Al día siguiente la noticia del allanamiento en Stockport Hall circularía por el pueblo y Nora no estaba segura de cómo el conde contaría la historia. No quería que Hattie o Alfred se enterasen de su encuentro por terceras personas. Sin duda Hattie se enteraría. Se enteraba de todo.
Hattie se apartó de la cómoda.
—¿De verdad? No me extraña que llegues tarde. ¿Os habéis peleado?
—Nada que no pudiera solventar —Nora despreció el incidente con un movimiento de su mano, cuando en realidad había estado con el agua al cuello—. He tenido que ir a casa del terrateniente Bradley, o de lo contrario habría vuelto con las manos vacías. Por eso he llegado tarde.
Hattie la miró con desaprobación.
—Eso ha sido peligroso, Nora. Ya hemos robado en casa del terrateniente en muchas ocasiones. Un día de estos nos descubrirá y habrá problemas.
Nora apretó la mandíbula ante la censura de Hattie.
—Debemos tener fondos para las cestas de Navidad. Nos estamos quedando sin tiempo y hay mucha gente necesitada este año.
—Aun así, no serás de ninguna ayuda si te atrapan.
—No me atraparán —dijo Nora con un tono determinante—. Vete a la cama, Hattie. Ha sido una noche larga —Hattie había pasado muchas cosas con Nora como para estar enfadada con ella durante mucho tiempo.
—¿Eleanor Habersham espera visita mañana? —preguntó Hattie desde la puerta.
—El té de los miércoles, como siempre, con las damas.
—¿Y el conde? ¿Deberíamos esperarlo?
—De momento no. Me sorprendería mucho verlo mañana. No tiene razones para venir a ver a la señorita Habersham —dijo Nora, segura de sí misma.
—Buenas noches entonces —Hattie cerró la puerta tras ella.
Nora se desvistió rápidamente y ocultó cuidadosamente su atuendo negro en el falso fondo del armario, tras los montones de vestidos ridículos que pertenecían al personaje que interpretaba de cara a la ciudad: la excéntrica solterona Eleanor Habersham. La señorita Habersham era una dama tonta y alocada adicta al chismorreo. A las cuatro de la tarde del día siguiente, Nora esperaba que su pequeño salón se llenase de damas ansiosas por compartir los últimos cotilleos de la ciudad.
Nora se obligó a quedarse dormida. No sería apropiado que la señorita Habersham tuviera ojeras cuando todo el mundo sabía que la solterona no tenía razones en su aburrida vida para quedarse despierta por las noches. Pero el sueño no la vencía. Normalmente, después de una de sus aventuras, Nora tenía la mente ocupada con el resultado de la velada y con los objetos de valor escondidos junto a su disfraz, así como con un sinfín de preguntas. ¿Cómo repartir el botín? ¿Cuánto más necesitaría para ayudar a los más necesitados? Nunca había suficiente. Sus allanamientos se habían vuelto más descarados y atrevidos en un intento por reducir la brecha.
Aquella noche, sin embargo, el recuerdo de la boca ardiente de Stockport y su cuerpo duro contra ella consumían sus pensamientos. Había actuado de forma lasciva con la esperanza de distraerlo y poder escapar. No había esperado su participación activa ni que ella fuese a disfrutar de ello. Había algo eróticamente irresistible en la docilidad de un hombre viril.
Esa noche había dejado claras sus intenciones. No había razón para regresar a su casa. No era un blanco fácil. Sus patrullas eran más difíciles de despistar de lo que ella había admitido. Lo más seguro sería dejar atrás aquel episodio. Aun así, la idea de hacer eso hacía que se sintiese extrañamente vacía. Sabía que regresaría, aunque solo fuera por el desafío.
Brandon ocupó su asiento a la mesa del comedor de Stockport Hall. Respiró profundamente. No había nada tan reconfortante como el olor a huevos revueltos mezclado con el jamón del desayuno y el aroma a café recién hecho. Sonrió satisfecho al ver The Times doblado junto a su plato, aliviado por poder concentrarse en algo que no fuera el apasionado episodio de la noche anterior.
Había pasado la noche con el cuerpo en un estado constante de anticipación, reviviendo el encuentro con el Gato y reprendiéndose a sí mismo por tonto. Había dejado pasar la oportunidad perfecta. No solo había dejado escapar a la ladrona, sino que además no podría identificarla en el futuro. Habría sido fácil quitarle la máscara por sorpresa, u obligarla cuando estaba en sus brazos. Pero no había hecho nada.
Alcanzó el periódico y lo abrió por la sección financiera. Ya se había sumergido en las noticias de inversiones cuando su mayordomo, Cedrickson, llamó su atención.
—Milord, el terrateniente Bradley pregunta si estáis en casa.
Brandon levantó la mirada de las páginas y controló el impulso de fruncir el ceño con desprecio.
—¿Dónde si no iba a estar a estas horas? ¿Qué tipo de persona viene de visita a las nueve y media de la mañana? —en la ciudad nadie se atrevía a visitar antes de la una y solo los intrépidos se aventuraban antes de las once. Pero aquello era el campo y haría bien en recordar que las reglas allí eran diferentes, menos intensas. No lograría que el pueblo apoyara el telar siendo un esnob.
—Parece bastante agitado, milord, si se me permite decirlo.
—¿Ha dicho qué quiere?
—Así es. Se trata del Gato.
Brandon dejó el periódico.
—Entonces será mejor que le hagas pasar. Que pongan otro plato.
En efecto, el terrateniente parecía alterado, pensó Brandon. Tenía la cara pálida y expresión de angustia. Tuvo la decencia de disculparse por la hora y rechazó el desayuno.
—Es muy amable, desde luego, pero esta mañana no tengo estómago para eso. Hemos tenido una noche difícil. Parece que, mientras estábamos maquinando en vuestra casa, el Gato atacó en Wildflowers. Es la tercera vez. Mi pobre esposa estaba angustiada —el terrateniente se detuvo para secarse la frente con un enorme pañuelo de tela que sacó del bolsillo de su chaqueta.
—Puedo imaginármelo —dijo Brandon con toda la sinceridad de la que fue capaz. De hecho podía imaginarse el alboroto que debía de haber montado la esposa del terrateniente. Era el tipo de mujer frívola que él evitaba a toda costa—. ¿Qué se ha llevado? ¿Estáis seguro de que era el Gato? ¿Los objetos no se habrán perdido sin más?
El terrateniente agitó un brazo.
—Falta un juego de candelabros de plata y el dinero en efectivo para los gastos de la casa. Solo mi esposa tiene la llave del armario de la plata. Habían forzado la cerradura y habían dejado la tarjeta de visita habitual.
Eso llamó la atención de Brandon.
—Eso no lo había oído antes. ¿Qué tarjeta de visita?
El terrateniente buscó en el bolsillo de su chaleco.
—Estas cosas abominables —dijo entregándole a Brandon una tarjeta.
Brandon la estudió. Era de color crema, y Brandon tuvo que contener una sonrisa. Captó la ironía de que alguien que se hiciese llamar «El Gato» usara papel color crema. Dudaba que el terrateniente le viese la gracia. Y tampoco imaginaba que le resultase divertido que el ladrón utilizara una tarjeta cuando «visitaba » las casas de los caballeros.
Salvo por el color crema, la tarjeta no tenía nada de especial. Letra en negrita y tinta negra con las palabras «El Gato de Manchester». Y nada más.
—¿Todo el mundo recibe una de estas? Witherspoon y los demás inversores no mencionaron nada anoche —dijo Brandon devolviéndole la tarjeta a Bradley. Obviamente el Gato no había tenido tiempo de dejar una cuando él la había sorprendido la noche anterior.
—Bueno… —el terrateniente se aclaró la garganta—… es vergonzoso admitirlo. Todos tenemos una. Algunos de nosotros más. A nosotros ya nos ha robado tres veces. No sé qué hacer. Parecemos ser su objetivo habitual. No puedo imaginar por qué nos ha elegido —el hombre suspiró exasperado.
«Porque sois un blanco fácil», pensó Brandon.
—¿Seguís teniendo el mismo vigilante nocturno? —preguntó—. Yo creo que si cambiáis al vigilante y el recorrido nocturno, el Gato no se mostrará tan directo.
—O podemos atrapar al delincuente para que no sea necesario tener vigilantes —dijo Bradley con una vehemencia poco habitual en él—. La única casa en la que no ha robado es la vuestra —el terrateniente pareció sentir que había cruzado una línea invisible. Tal vez aquello fuese el campo, pero el respeto seguía siendo el respeto—. Os pido perdón, milord.
Brandon pasó por alto la impertinencia y la oportunidad de confesar los acontecimientos de la noche anterior.
—Como ya he dicho, las patrullas y los vigilantes de calidad servirán para disuadir a los delincuentes —le resultaba interesante saber que el Gato había asaltado otra casa después de marcharse. Su mayordomo no había descubierto que faltara nada más de su habitación, solo una irritante falta de orden.
Habían revuelto sus aposentos de manera considerable, pero nada más. Había otros objetos de valor para robar como gemelos de oro, alfileres de corbata de diamantes y relojes de bolsillo. Solo su ropa habría valido una fortuna para un ladrón que tuviera la intención de convertir los bienes robados en dinero.
Las joyas y la ropa de lujo no servirían mucho para la gente a la que el Gato decía ayudar. Pero si las mercancías robadas se vendían y se cambiaban por libras, su misión tendría éxito sin darles a las autoridades ninguna pista que seguir. Brandon hizo una anotación mental: sería útil averiguar dónde y a quién vendía el Gato los objetos robados. Nadie era verdaderamente invisible.
—Bueno, yo ya estoy cansado de esas medidas precavidas.
Cuanto antes atrapemos a esa amenaza, más seguros estaremos todos —dijo el terrateniente—. Esa es la otra razón por la que estoy aquí. Quiero que me ayudéis a empezar a buscarlo. Ya hemos estado demasiado tiempo sin hacer nada. Ahora que habéis llegado, podemos actuar.
Brandon dio un trago a su café y lo dejó en la mesa antes de responder.
—Anoche mencioné que estoy tan ansioso como cualquiera por aclarar este asunto. Sin embargo, no sé por dónde empezar. No sabemos qué aspecto tiene esa persona. ¿Vuestro vigilante pudo ver al intruso? —no era exactamente una mentira. Ambos ignoraban qué aspecto tenía el ladrón, solo él lo sabía.
—Sabemos que debe de ser de por aquí, porque conoce bien las casas de clase alta —contestó Bradley, mostrando más inteligencia de la que Brandon habría creído.
—¿Ha habido alguien nuevo en el vecindario desde que comenzaron los robos?
El terrateniente pensó por un momento.
—Ese es el inconveniente que nos impide progresar. Desde que empezamos a planear la construcción de la fábrica textil, ha habido muchos hombres nuevos en la zona; trabajadores, supervisores, arquitectos, ingenieros, inversores…
—Si es demasiado difícil pensar en gente nueva, entonces pensad en un motivo —sugirió Brandon.
Cuando antes le diera al terrateniente la ilusión de estar haciendo algo, antes se marcharía y él podría seguir con su día, algo que necesitaba hacer desesperadamente. Hablar del Gato estaba teniendo un interesante efecto secundario en sus partes bajas.
—¿Quién tendría razón para robar en ciertas casas mientras que deja otras sin tocar? Tal vez alguien que no apruebe la construcción de la fábrica y crea que hará que la gente pierda sus trabajos —hipotetizó Brandon sin vergüenza, utilizando libremente el argumento que el Gato le había dado la noche anterior. Esperaba fijar esa idea en la cabeza de Bradley.
—Eso es ridículo. ¡No hay nadie que crea esas tonterías! —exclamó el terrateniente, asombrado por la idea—. ¡Ese tipo de pensamiento no es inglés!
El cociente intelectual de Bradley disminuyó un poco a sus ojos. Brandon ocultó su incredulidad. Aquel hombre no podría creer seriamente que los asuntos que habían provocado la masacre de Peterloo doce años atrás habían quedado resueltos. En todo caso, los años posteriores habían creado una clase obrera más fuerte y mejor organizada.
La llegada de la industrialización generalizada lo había cambiado todo, incluyendo la necesidad de una representación diferente en el Parlamento; el mismo asunto que había estado debatiendo cuando le había llegado a Londres el mensaje en relación con los robos. No era de extrañar que a Bradley le costara encontrar motivos. El pobre no podía comprender las realidades políticas.
Brandon regresó a su sugerencia anterior.
—Tal vez los nombres sean lo mejor para empezar, después de todo.
El terrateniente se inclinó hacia delante con la frustración evidenciada en su rostro.
—Milord, no creo que lo comprendáis. Vuestras sugerencias son firmes en teoría. Sin embargo, no ha habido recién llegados que se hayan instalado indefinidamente en Stockport recientemente, salvo los inversores de Londres.
Brandon arqueó las cejas.
—¿Ninguno? Me resulta improbable, dado que la expansión en Manchester ha hecho que las afueras de la ciudad estén a escasos ocho kilómetros del pueblo. Imaginaba que habría venido más gente para sacar partido de las nuevas economías florecientes.
Bradley vaciló un instante. Así que había alguien, pensó Brandon.
—No debemos descartar a nadie, Bradley —le dijo.
—Bueno, es solo que los recién llegados no me parecen sospechosos —dijo Bradley—. El vicario es nuevo desde que llegasteis, pero es un hombre al que vos habéis designado en persona, así que no tiene sentido apuntar en esa dirección. Los nuevos empresarios del pueblo no ganan nada cometiendo robos contra ellos mismos. De hecho, sus casas son en las que más han robado.
—Continuad —dijo Brandon, sintiendo que el terrateniente se estaba guardando algo—. ¿No hay nadie más?
—El otro recién llegado no es un hombre, sino una solterona, la señorita Eleanor Habersham —Bradley negó con la cabeza al decir el nombre—. No me parece bien sacar el nombre de esa dulce dama en una conversación así. Es bastante tonta, aunque las mujeres la adoran. Mi esposa va a ir a tomar el té a su casa esta tarde. Al parecer, la señorita Habersham sirve las mejores tartas del pueblo. He de creer la palabra de mi esposa. El vicario y yo intentamos ir a visitarla cuando llegó para mostrarnos como buenos vecinos, pero no quiere tener nada que ver con los hombres. Supongo que a la pobre la intimidan.
—¿De verdad? Esa mujer parece como si fuese muy vulnerable —sugirió Brandon, con la esperanza de que el terrateniente llegara a una conclusión en particular.
—Es cierto. Es una dama muy tímida. Me atrevería a decir que sabe muy poco sobre el mundo —convino Bradley, que pareció meditar la idea durante unos segundos, antes de tomar una decisión.
Brandon lo presionó un poco más.
—Puede que la señorita Habersham no tenga nada que ver con lo que pasa en el pueblo, pero tal vez alguien que trabaje en su casa sí. Quizá alguien que trabaje para ella la haya engañado y esté cometiendo esos delitos a sus espaldas —la idea le parecía de lo más probable, dado que la mujer a la que había conocido la noche anterior no le parecía una solterona, y mucho menos actuaba como tal.
El terrateniente pareció verdaderamente horrorizado ante esa posibilidad.
—¡Oh, pobre mujer! No había pensado en eso. Qué horrible para ella estar en mitad de tanto peligro y no darse cuenta. Debemos hacer algo.
Brandon tenía a Bradley donde lo quería. Sin una invitación no podría presentarse en una reunión de té celebrada por una mujer extremadamente tímida. Necesitaba que el terrateniente fuese con él y presentarse de manera informal.
—¿Cuál es nuestro próximo paso?
—Tal vez debamos ir al té nosotros también. Podemos usar la invitación de mi esposa para entrar en casa de la señorita Habersham. Es por el bien de la dama.
—¡Una idea brillante! —convino Brandon—. Creo que es hora de que la dama en cuestión supere su miedo a los hombres, y hora de que el conde de Stockport conozca a su nueva vecina.
Nada de lo que Bradley le contó sobre la solterona de Stockport preparó a Brandon para el té en casa de la señorita Habersham. Para empezar, la pobre tenía la desgracia de vivir en una antigua mansión de clase media que, en su momento, había servido de hogar a un granjero, pero que en la actualidad estaba completamente descuidada. A juzgar por el lamentable estado de los jardines, la casa no iba bien. Diciembre hacía que fuese peor, pensó Brandon mientras bajaba de su caballo.
En la puerta, Brandon le entregó al criado su tarjeta y lo descartó inmediatamente como posible sospechoso simplemente por su género. El Gato no era un hombre. El criado le dirigió una mirada de desconfianza que indicaba que los hombres no eran habituales en casa de la señorita Habersham, y lo condujo a través de un estrecho pasillo hacia la sala principal.
Voces femeninas se oían por el pasillo antes de que Brandon entrase en la sala. Y menos mal, de lo contrario habría pensado que acababa de entrar en una habitación de maniquís. Al entrar, las conversaciones se interrumpieron y las tazas de té se detuvieron en su camino hacia los labios. Brandon podía imaginarse los cotilleos en el pueblo al día siguiente; el conde de Stockport había ido a visitar a la solterona local en mitad de su reunión de té semanal.
Brandon cuadró los hombros. No había nada de malo en su comportamiento. Se había dejado el sombrero y los guantes puestos para indicar que se trataba de una visita breve. Ningún experto en protocolo podría culparlo por visitar a la señorita Habersham primero, pues era deber de la persona de mayor rango visitar a la de menor rango. Después de todo, no tenía tiempo de esperar a que ella fuese a visitarlo a él. Cuanto antes solucionaran el asunto con el Gato, antes podría regresar a Londres.
—Buenas tardes, señoras —dijo Brandon con una reverencia—. No pretendo interrumpiros, pero el terrateniente Bradley llegará dentro de poco y me aseguró que este era el mejor lugar para conocer a todas las damas importantes del pueblo —les dirigió a todas una sonrisa radiante orientada a deslumbrarlas mientras por dentro maldecía a Bradley por no estar allí ya para allanarle el camino.
Brandon escudriñó la sala en busca de alguna mujer que encajara en la descripción de la señorita Habersham. La mujer que se puso en pie para recibirlo era una contradicción andante, lo que hizo que sus sentidos de político se pusieran alerta. Tal vez vistiera como una solterona con aquel horrible vestido marrón, pero ninguna solterona en la historia del mundo tenía un cuerpo como aquel.
Probablemente él no debería advertir aquella silueta gracias al camuflaje del vestido y el peinado, que seguramente estaría diseñado para llamar la atención sobre las enormes gafas situadas sobre la nariz de la señorita Habersham; deliciosamente respingona si uno lograba apartar la atención de las gafas.
Las gafas no solo oscurecían su nariz, sino también sus ojos; eso hacía que Brandon se sintiera incómodo. En su trabajo, prefería verles los ojos a las personas. Los ojos eran el único indicador verdadero de la honradez. Algo no iba bien.
—Milord, nos honráis con vuestra visita inesperada. Permitid que me presente. Soy Eleanor Habersham.
La dama en cuestión hablaba con una nasalidad irritante. Brandon resistió la necesidad de estremecerse; probablemente casi todos lo hacían. Un tono de voz tan desagradable probablemente fuese un buen elemento disuasorio para mantener conversaciones con la dama.
—El honor es todo mío —con su encanto habitual, Brandon sonrió por encima de su mano, como si la mujer fuera una auténtica joya. Esperaba que se riera y entrase en la fantasía de que la encontraba atractiva. Tras una sonrisa o dos, sin dejar de mirar fijamente a la mujer a la que estaba hablando, las mujeres normalmente lo hacían. Aquella no lo hizo.
—¿Qué os trae por aquí?
¿Fue un toque de acero lo que detectó bajo el tono nasal de aquella solterona insegura que no podía sostenerle la mirada?
—He venido a saludar a mis nuevos vecinos —respondió Brandon amistosamente, e ignoró la naturaleza defensiva de la pregunta. Les guiñó un ojo a las demás damas y dirigió su comentario al grupo en general—. También he venido a recopilar información sobre el Gato. Todo el mundo sabe que sois los ojos y los oídos del pueblo.
Al oír aquello, todas comenzaron a hablar, ansiosas por contar sus historias. La voz de Alice Bradley se alzó por encima de las demás mientras ella agitaba un pañuelo de encaje para silenciarlas a todas.
—¡No sé adónde vamos a ir a parar si la gente decente ya no puede dormir tranquila en sus propias casas! Esta es la tercera vez que nos roban. ¡Muchas de nosotras hemos sufrido! —agitó su pañuelo de nuevo para señalar a las demás mujeres de la habitación. Las que asintieron angustiadas debían de ser las esposas de los hombres con los que Brandon se había reunido la noche anterior.
Alice se volvió hacia su anfitriona.
—Señorita Habersham, eso hace que tengáis algo en común. Sois los únicos dos cuyas casas no han sido visitadas por el Gato —miró a Brandon con desconfianza—. Es extraño que vuestra casa no haya sufrido robos, teniendo en cuenta que ha estado desocupada estas últimas semanas. Perdonad mi franqueza, pero tenéis mucho más que saquear que el resto de nosotros.
—Señora, siento mucho vuestra pérdida de anoche. He pasado la mañana con vuestro marido intentando deducir quién podría estar detrás de estos ataques. La señorita Habersham y yo debemos considerarnos afortunados hasta ahora. Sin embargo, preferiría atrapar a ese ladrón a ver cuánto me dura la suerte —explicó Brandon con neutralidad. En ese momento estaba mucho más interesado en la reacción de la señorita Habersham.
Tras sus gafas, advirtió que los ojos de la señorita Habersham se abrían con sorpresa al oír la referencia al Gato, e incluso había levantado la mirada cuando habían dicho que sus casas eran las únicas intactas. Fue una mirada muy breve, pero le había dejado ver a Brandon un par de ojos verdes que de pronto parecían demasiado vivos para pertenecer a la mujer tímida que tenía al lado.
Brandon dejó que la conversación siguiese a su alrededor mientras hablaban sobre el inminente baile de Navidad del terrateniente. Eso le dio la oportunidad de observar a la señorita Habersham con más detalle.
Durante su vida como conde, Brandon había aprendido la difícil lección de que, con demasiada frecuencia, la gente usaba disfraces. Había desarrollado la habilidad de ver bajo la fachada exterior y descubrir las verdades que la gente ocultaba dentro. Se preguntaba qué tipo de disfraz llevaba la señorita Habersham y por qué.
Apostaría mucho dinero a que las gafas eran innecesarias. Eran gruesas a propósito para distorsionar el tamaño y la forma de sus ojos, lo que les hacía parecer increíblemente pequeños. También le proporcionaban la excusa de mantener la mirada baja. Probablemente no podría mirarlos cara a cara con ellas puestas. Su pelo era otra historia. Lo llevaba recogido con un moño muy tirante de color pardo que enfatizaba su cara y la fealdad de las gafas.
Un hombre normal podría haberse dejado engañar por la apariencia de la señorita Habersham, pero Brandon veía las idiosincrasias. La piel de la señorita Habersham era de un alabastro suave, sin ninguna marca que estropeara su perfección. A pesar de su nerviosismo, sus manos enguantadas no temblaban mientras sujetaba la taza de té. Su postura encogida ocultaba una altura considerable. Si se irguiese, Brandon estaba seguro de que superaría el metro setenta.
Su figura tampoco era la de una solterona. A pesar de sus manierismos remilgados, era una mujer en buena forma. Su cintura era esbelta, sus piernas largas bajo la falda marrón y su pecho impresionante a pesar de los esfuerzos de su atuendo por aparentar lo contrario. No, no había ningún hueso frágil bajo aquel horrible vestido.
Sus quince minutos para una visita educada ya habían pasado y el terrateniente aún no había aparecido. Brandon se volvió hacia su anfitriona para despedirse. Las demás damas a su alrededor se apartaron discretamente para permitirle un momento privado con ella.
—¿Podría persuadiros para que me acompañarais hasta la puerta? —preguntó él, aprovechando la oportunidad—. Quiero hablar con vos sobre vuestra seguridad. Dado que ha quedado claro que vuestra casa aún no ha sido asaltada, me preocupa que pueda suceder pronto. ¿Tenéis protección adecuada? Puedo enviar a algunos hombres para que monten guardia.
—Eso no será necesario —contestó la señorita Habersham con un tono de despreocupación que sorprendió a Brandon. No esperaba que declinasen su oferta.
—Debo protestar —dijo él.
—No, milord, soy yo quien debe protestar. Al Gato no le interesaría mi casa. Mirad a vuestro alrededor. Veréis que no poseo nada que pueda interesar a un ladrón del calibre del Gato. No hay plata que robar, ni porcelana china, nada salvo algunas tonterías y recuerdos. Soy una mujer modesta.
—A los ladrones no les importa el estatus, señorita Habersham. Son delincuentes comunes —señaló Brandon. Aquella mujer era demasiado ingenua al pensar que no le pasaría nada. Tal vez no fuese una mujer de mucho dinero, pero sin duda habría algún objeto de valor entre aquellas paredes. Era una mujer con medios suficientes para mantenerse, dijera lo que dijera—. Puede que sea cierto que no tengáis nada de importancia, pero eso el Gato no lo sabe. El ladrón podría atacar de todos modos.
Llegaron a la puerta y Brandon supo que la señorita Habersham estaría encantada de librarse de él. Su despedida fue seca e hizo que volviera a recuperar el control de la conversación.
—Gracias por la advertencia. Os lo haré saber si cambio de opinión con respecto a vuestra oferta —no hubo comentarios de cortesía, no le ofreció volver a visitarla, no dijo nada para asegurarse volver a verlo.
Brandon se subió a su caballo, insatisfecho con el resultado. Había esperado una gran entrada en la vida de la señorita Habersham. ¿Qué diablos le pasaba? Aunque la pregunta era qué le pasaba a ella. La actitud de la señorita Habersham no tenía sentido. No era solo su ego, era un hecho bien sabido en sus círculos londinenses que ninguna mujer podía resistirse a su encanto. Era irritante pensar que una solterona como ella triunfara tan tremendamente donde otras mujeres más sofisticadas habían fracasado. Eso en sí mismo era un toque de atención.
El rechazo de Eleanor era bastante significativo. Seguro de su encanto, Brandon había esperado que la mujer babease con anticipación ante la idea de disponer de las atenciones de un conde, sin importar lo inconsecuentes que fueran. En vez de eso, había rechazado sus atenciones y su oferta de protección.